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Credibilidad y protección del denunciante de corrupción: conflictos por resolver

La cuestión de la protección de los alertadores y de los denunciantes de corrupción en nuestro país se encuentra íntimamente vinculada a la credibilidad. Cuando surge un nuevo caso de corrupción y los detalles de la investigación van saliendo a la luz, conociéndose que se ha detectado por la colaboración de una persona concreta que ha dado el paso de contar lo que sabe, siempre encontraremos posturas antagónicas para calificar dicho acto. Así, algunos pensarán que lo hace por venganza o por el interés de ser tratado con mayor condescendencia por la justicia, o incluso por afán de protagonismo, y pocos pensarán que la ética o los principios morales presiden tal iniciativa. De igual modo, para un sector se tratará de un acto de heroísmo y, para otro, no insignificante, de una traición imperdonable.

Por muchos casos que sigan apareciendo, existe tal normalización de la corrupción que el manto de anestesia general extendido ha rebajado demasiado el umbral que permite reconocer su gravedad y su trascendencia. En términos de la Directiva 1937/2019 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre de 2019, relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión, la corrupción no se limita a los actos constitutivos de infracción penal, sino que también incluye la vulneración de los códigos éticos de las entidades del sector público y del privado. Por ello, debemos preguntarnos en primer lugar para quién ha de ser creíble ese alertador o denunciante de corrupción: para los responsables de los canales de denuncia, para las Agencias Antifraude, para el Ministerio Fiscal, para los jueces de instrucción, para los medios de comunicación…

Encontramos, pues, el primer gran conflicto a resolver. El incumplimiento por parte de las autoridades españolas del mandato europeo en orden a la trasposición de dicha directiva en el plazo impuesto nos ha de llevar a concluir que es la propia sociedad la que no exige tal protección, porque no cree en ella. Ahora bien, esa falta de trasposición no implica que la directiva no forme parte de nuestro ordenamiento, por su posible efecto directo conforme a la STC de 30 de enero de 2016 y porque ha de ser interpretado el derecho interno conforme a la misma (TJCE, Asunto Marleasing, de 13 de noviembre de 1990).

El siguiente conflicto a resolver, derivado del anterior, lo constituye la falta de confianza de los alertadores y denunciantes en el sistema que ha de protegerles frente a represalias. Este conflicto es tan grave que las propias autoridades comunitarias lo destacan en la norma: “La falta de confianza en la eficacia de las denuncias es uno de los principales factores que desalientan a los denunciantes potenciales”.

El problema deriva de la propia psicología del ser humano, ya que todos podemos preguntarnos si somos capaces de creer en aquello que no hemos visto. Después volveremos sobre esta cuestión. De ahí que el legislador comunitario establezca una cierta preferencia por que se acuda, en primer lugar, a los canales de denuncia interna al ser los más próximos a la fuente del problema y tener más posibilidades de investigarlo y competencias para remediarlo, como segundo escalón a los canales externos de denuncia y, como tercera vía, al ejercicio del derecho a la libertad expresión a través de los medios de comunicación pública.

Las garantías que se establecen para proteger frente a represalias cuentan, a su vez, con un nuevo conflicto: la necesidad de compaginar el anonimato y la confidencialidad del alertador y del denunciante con su credibilidad. No serán pocas las ocasiones en que el alertador alcance el nivel de denunciante y, de ahí, el de testigo o incluso de investigado en un procedimiento judicial y los derechos de todas las partes exigen que se garantice el cumplimiento de los principios de inmediación y de contradicción en el proceso. Y ello al margen de que, tampoco de forma aislada, encontremos que la fuente de información sólo pueda provenir de una o de pocas personas por su privilegiada posición para tener conocimiento detallado, e incluso documentado, de la infracción denunciada. Pero la credibilidad del alertador o denunciante de corrupción se ha de asentar también, de forma inexorable, en los principios de presunción de inocencia e in dubio pro reo que amparan a todo denunciado. Por tanto, esa credibilidad a proteger se consolidará o desvanecerá en la medida en que pueda corroborar lo que comunica. Y ello dará lugar a su vez, respectivamente, a que el proceso avance o no y, por tanto, a la necesidad de otorgar progresivamente una mayor protección.

En otro artículo publicado en el número de diciembre de la revista Paréntesis Legal exponía las dificultades para acreditar los actos de corrupción que deriven de órdenes verbales y analizaba la desprotección jurídica al respecto. No cabe duda de que la mejor manera de acreditar el hecho denunciado, más allá de los testigos, es su corroboración objetiva, habitualmente mediante documentos. Y, a estos documentos, el alertador o denunciante tampoco puede acceder de cualquier manera, ni en muchas ocasiones puede trasladarlos a las autoridades sin que resulte descubierto.

Superado el umbral del procedimiento, el siguiente conflicto credibilidad-protección lo determinará el estatus conferido en su seno, que puede no ser el pretendido de inicio por quien comunica la presunta infracción. No es lo mismo poner en conocimiento unos hechos irregulares que se conocen de cerca, sin haber participado en los mismos, que si se conocen desde dentro, es decir, asumiendo el rol de arrepentido y de colaborador en el procedimiento.

Y ello no implica, necesariamente, que el testigo sea más creíble que el delator investigado. La directiva comunitaria no nos establece los criterios para dotar de credibilidad a ese delator, pero sí se muestra tajante para el caso contrario: “Son necesarias asimismo sanciones contra las personas que comuniquen o revelen públicamente información sobre infracciones cuando se demuestre que lo hicieron a sabiendas de su falsedad, con el fin de impedir nuevas denuncias maliciosas y de preservar la credibilidad del sistema”. Como vemos de nuevo, las propias autoridades comunitarias son conscientes de que la credibilidad en el sistema es uno de sus principales hándicaps.

Por un lado, nuestro Código Penal recoge la figura del falso testimonio en sus artículos 458 y siguientes para testigos, peritos e intérpretes. Por otro, al acusado le asisten los derechos a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable. La STS nº 35/20, de 6 febrero, lo analizaba junto al valor procesal de la denuncia interna anónima, invocando expresamente la Directiva Comunitaria 1937/2019 no traspuesta. ¿Cómo se protege, entonces, a ese investigado creíble que decide colaborar con la justicia relatando hechos que conoce desde dentro? Desde el punto de vista del derecho penal sustantivo, a modo de ejemplo, mediante la apreciación de las atenuantes de confesión, de reparación del daño y de colaboración, la exención de responsabilidad por el delito de cohecho a tenor del art. 426 del Código Penal o mediante el castigo de intimidaciones y represalias conforme al art. 464 del mismo texto. Pero lo que es más importante, procesalmente, mediante la aplicación de lo dispuesto en la Ley Orgánica 19/94, de 23 de diciembre, de Protección a testigos y peritos en causas criminales, que habilita a adoptar medidas de protección para un investigado colaborador que les preserven de ataques, conforme a la normativa internacional en la materia.

Queda un último mecanismo de protección que, además, eleva la credibilidad del denunciante al mayor de los reconocimientos por razones de justicia, equidad y utilidad pública, tal y como refleja el informe favorable al indulto parcial de un condenado de 13 de octubre de 2021 emitido por la Sala Segunda del Tribunal Supremo, que volvía a aplicar el espíritu de la Directiva 1937/2019 no traspuesta porque su testimonio fue “constante, coincidente e incluso valiente”.

Destaco este calificativo ya que la Comisaria europea de Justicia señaló al presentar la citada Directiva que “[…] los whistleblowers necesitan protección ante la degradación, la posibilidad de afrontar procedimientos judiciales, perder sus trabajos y su estabilidad económica, así como para defender el mantenimiento de su buen nombre y reputación. El 81% de los consultados en el Eurobarómetro especial sobre corrupción contestaron que no denunciarían actos de corrupción a los que hubieran tenido acceso. El motivo: el miedo a las consecuencias de esas denuncias”. Efectivamente, necesitamos proteger a quienes se atreven a delatar. Con cautelas, sin duda, pero también con determinación. Porque por encima de todo tipo de represalias que puedan sufrir, lo peor es la incomprensión.

 

La bandera de España y el restablecimiento de la legalidad

Han tenido una cierta trascendencia pública las recientes sentencias de 20 de enero y de 8 de febrero de 2022 del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que obligan al Ayuntamiento de Cardedeu (Barcelona) a hacer ondear en el exterior del consistorio las banderas de España y de Cataluña y legitima a la Asociación Impulso Ciudadano para interponer acciones destinadas a la reposición de las banderas oficiales en los edificios públicos.

La que torpemente se ha denominado “guerra de las banderas” no es nueva. Arranca a principio de la década de los años 80 en algunos municipios vascos en los que sus plenos adoptaron acuerdos para retirar la bandera de España de las fachadas de los edificios consistoriales durante las fiestas locales.

El primer asunto que llegó a los Tribunales fue la impugnación del Ayuntamiento de Bilbao contra una resolución de noviembre de 1984 de la entonces Dirección General de Política Interior, denegatoria del recurso de alzada formalizado por el Ayuntamiento contra una resolución del Gobierno Civil de Vizcaya de agosto de 1984 que requería que ondease la bandera nacional junto a la de la Comunidad Autónoma y la del Municipio en el exterior de la Casa Consistorial durante las fiestas de la Semana Grande de Bilbao. La Audiencia Provincial de Vizcaya en una sentencia de 1986 confirmó la actuación del Gobierno de España y recurrida por el Ayuntamiento de Bilbao, el Tribunal Supremo dictó en 14 de abril de 1988 la primera sentencia en la que se analiza la normativa vigente en materia de banderas oficiales. El debate que se planteaba entonces era si la bandera nacional debía ondear permanentemente o no en los edificios públicos. El Tribunal Supremo recordó que el art. 3.º.1 de la Ley 39/1981 especifica que  «La Bandera de España deberá ondear en el exterior y ocupar el lugar preferente en el interior de todos los edificios y establecimientos de la Administración central, institucional, autonómica, provincial o insular y municipal del Estado» y añadía: “la expresión ‘deberá ondear’ que utiliza el legislador, formulada en imperativo categórico viene a poner de relieve la exigencia legal de que la Bandera de España ondee todos los días y en los lugares que expresa, como símbolo de que los edificios o establecimientos de las Administraciones Públicas del Estado son lugares en donde se ejerce directa, o delegadamente, la soberanía y en ellos se desarrolla la función pública en toda su amplitud e integridad, sea del orden que fuere, de acuerdo con los valores, principios, derechos y deberes constitucionales que la propia bandera representa, junto con la unidad, independencia y soberanía e integridad del Estado Español. Por ello, la utilización de la bandera de España en dichos edificios o establecimientos debe de serlo diariamente como manifestación, frente a los ciudadanos, del contenido que simboliza y representa”.

La vía penal también se ha utilizado en algunas ocasiones para corregir los excesos de autoridades que retiraban con su propia mano la bandera de España de los edificios públicos. Es el caso de la sentencia de la sala de lo Penal del Tribunal Supremo de 7 de febrero de 1990 que condenó, por ultraje a la bandera con penas de seis meses y un día de prisión menor y seis años de inhabilitación absoluta, a unos concejales de Herri Batasuna del ayuntamiento de San Sebastián que descolgaron la bandera de España de la fachada del consistorio durante las fiestas de La Salve del año 1983.

Como se ha dicho anteriormente, la bandera de España debe ondear con carácter permanente en el exterior de los edificios de las Administraciones Públicas. A ello obliga el artículo 4 de la Constitución y la citada Ley 39/1981, de 5 de octubre, que regula el uso de la bandera de España y el de otras banderas y enseñas. El fuerte simbolismo que este hecho contiene hace que el artículo 9º de la Ley 39/1981 disponga que: “Las autoridades corregirán en el acto las infracciones de esta Ley, restableciendo la legalidad que haya sido conculcada.” Ese “restableciendo” de la norma ha llevado a actuaciones expeditivas como la que aconteció el 20 de agosto de 1984 cuando el Gobernador Civil de Vizcaya desplegó una compañía de la policía nacional para plantar en el exterior del ayuntamiento de Bilbao tres mástiles con las banderas de España, la ikurriña y la del municipio[1].

Sin embargo, no todos los Gobiernos han sido tan expeditivos. Las respuestas a estas acciones contrarias a derecho han dependido fundamentalmente del celo de las autoridades de turno que, en función de la coyuntura política o de su propia ideología, han actuado con más o menos interés. Así, en el País Vasco ahora casi todos los ayuntamientos exhiben con normalidad las banderas oficiales y, en cambio, en Cataluña la desidia de las instituciones hace que una gran mayoría de los consistorios municipales no coloquen la bandera de España en sus fachadas tal como puso de relieve el estudio que presentó Impulso Ciudadano en noviembre del año pasado[2].

En ese contexto, ¿Por qué son relevantes las sentencias del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña en el caso de Cardedeu[3]?

La sentencia de 20 de enero de 2022 reconoce la legitimación activa de la asociación Impulso Ciudadano para interponer las acciones pertinentes contra las Administraciones incumplidoras de la normativa de banderas oficiales. Es la primera vez que se reconoce a una asociación esta legitimación. Impulso Ciudadano tiene como fines la defensa de los valores constitucionales y la bandera de España simboliza estos valores. Por lo tanto, tiene interés directo en el cumplimiento del mandato constitucional y ello le permitirá suplir (esperemos que no sea necesario) la apatía de los Gobiernos de España y de la Generalitat de Cataluña en esta materia.

La sentencia de 8 de febrero de 2022 avala como mecanismo de impugnación en este tipo de asuntos el recurso directo que contempla la ley de la jurisdicción Contencioso-administrativa contra la actuación irregular de las Administraciones por vías de hecho cuando las autoridades retiran la bandera de España de los edificios públicos. Y lo que es más importante, permite la utilización de la medida cautelarísima en estos casos. Es decir, constatada la manifiesta irregularidad, el órgano judicial puede ordenar, antes de escuchar a la Administración incumplidora (inaudita parte), la reposición de las banderas oficiales. Este instrumento permite el restablecimiento de la legalidad de una manera eficaz y rápida.

Se utiliza, por lo tanto, una vía que siempre ha estado al alcance de las Administraciones Públicas y que, sin embargo, no han empleado hasta ahora. Impulso Ciudadano pondrá en conocimiento de las Delegación del Gobierno en Cataluña las sentencias para que sean las autoridades las que se encarguen de restablecer la legalidad. Si no lo hacen, seguiremos defendiendo los valores constitucionales interponiendo recursos y haciendo ejecutar las sentencias que recaigan en los procedimientos. Por nosotros no va a quedar.

 

 

Notas:

[1] https://elpais.com/diario/1984/08/20/espana/461800808_850215.html

[2] https://www.impulsociudadano.org/wp-content/uploads/2021/11/Simbolos-en-ayuntamientos-catalanes.-Informe.pdf

[3] https://www.impulsociudadano.org/impulso-ciudadano-logra-que-en-el-ayuntamiento-de-cardedeu-ondeen-las-banderas-oficiales/

España, ¿una democracia defectuosa?

La noticia ha caído como un jarro de agua fría: el índice de democracia (Democracy-Index) que elabora anualmente The Economist Intelligence Unit nos deja fuera de las “democracias completas” para relegarnos a la tercera posición entre las “democracias defectuosas” (esto es, por encima de los regímenes híbridos y los autoritarios). Los titulares de prensa, siguiendo el propio informe, rápidamente se han lanzado a poner el acento en el bloqueo del Consejo General del Poder Judicial. Y, por supuesto, los dos grandes partidos no han tardado en echarse mutuamente las culpas.

Ciertamente, el informe menciona la grave anormalidad que supone que el CGPJ lleve en funciones desde 2018 y la “división política” que lo motiva. Es algo que la Fundación Hay Derecho lleva denunciando desde hace años; desde antes del bloqueo mismo. Recordemos en este sentido que “repartirse los cromos” desatascaría la situación, pero volvería a suponer un flagrante incumplimiento de la sentencia 108/1986, de 29 de julio, del Tribunal Constitucional; no parece que de esto sea conocedor el informe.

Lo que sí menciona son otros tres motivos para la bajada de España en el ranking: la creciente fragmentación parlamentaria, una “letanía” de escándalos de corrupción y los problemas de gobernanza que supone el “creciente” nacionalismo regional en Cataluña.

Ocupar el vigésimo cuarto lugar en el ranking no puede servir de consuelo. Tampoco me resulta suficiente argumentar que otros países también bajan (¿mal de muchos…?). En todo caso, la gota que colma el vaso no puede hacernos olvidar toda el agua que ya había dentro. Además, conviene tener claro qué es este indicador y qué no, qué mide y cómo lo mide. Intentaré por ello realizar aquí un análisis algo más detallado y sosegado de la situación y del índice mismo de los hasta ahora realizados en otros medios.

La democracia es un concepto complejo, valorativo y controvertido, por lo que se presta a muy distintas formas de medición: así, existen otros índices como el de Freedom House, Polity Project o V-Dem. The Economist tiene un posicionamiento liberal, y eso se nota en su conceptualización, que excluye aspectos como la participación directa o el grado de redistribución económica. El Democracy-Index se caracteriza por contar con 60 elementos a valorar (dicotómicamente muchos -se da o no se da-, con una posición intermedia la mayoría de las veces). Estos ítems están clasificados en 5 categorías: limpieza del proceso electoral y pluralismo; funcionamiento del gobierno; participación política; cultura política; y libertades civiles.

Quizás el mayor defecto de este índice es su opacidad: no conocemos los resultados que ha obtenido cada país en cada uno de estos 60 elementos (sólo en cada una de las 5 categorías) ni sabemos quién ha realizado estas valoraciones: ¿se consulta a expertos externos o lo realizan los internos? ¿Qué especialización tienen dichos expertos en cada país? Sí sabemos que algunos de los ítems dependen directamente de algunas preguntas de encuestas (preferentemente de la Encuesta Mundial de Valores, WVS, que no es anual, por lo que no sabemos exactamente en qué otras encuestas se apoyan). Además, uno de los ítems depende del nivel de participación electoral.

En todo caso, la repetición del estudio a lo largo del tiempo nos permite dibujar una trayectoria; una claramente descendente para España desde 2008, con dos altibajos post-crisis:

Fuente: elaboración propia a partir de los informes de Democracy Index

 

Como se ve, la Gran Recesión nos supuso un revés en términos democráticos de acuerdo con este índice, dejándonos al borde de ser considerados entonces como “democracia imperfecta” (por debajo de 8 puntos). Los informes lo atribuyeron a “la erosión en soberanía y rendición de cuentas democrática asociada con los efectos y respuestas a la crisis de la Eurozona” (Informe del 2012). Tras una breve recuperación, en 2017 The Economist nos dejó de nuevo al borde del descenso, del que apenas habíamos salido en 2019 para volver a la senda decreciente.

Debe notar el lector, eso sí, que la diferencia entre el máximo de 2008 (8.45) y la mínima de 2021 (7.94) es de medio punto. La recuperación experimentada tras 2014 se debe, como puede verse desagregando el indicador, al aumento de participación política que vivimos al acabar nuestro bipartidismo imperfecto – llamando la atención a este respecto que la oleada previa de movilizaciones no tuviera ningún impacto en el indicador-.

Fuente: elaboración propia a partir de los informes de Democracy Index

 

Quede así patente la necesidad de detenerse en la evolución y composición de cada una de estas categorías para identificar los aspectos democráticos que el indicador está detectando, pero también aquellos que no, así como los que malinterpreta. Vamos a ello, de la categoría en que España obtuvo la mejor puntuación al principio de la serie, en 2006, a la que peor resultó.

  1. Proceso electoral y pluralismo.

Aunque la puntuación de España es ciertamente buena en este apartado -y lo es de forma estable-, once países obtienen mejor puntuación en 2021 (un 10). Viendo los ítems que componen esta categoría, podemos suponer que la transparencia y aceptación del sistema de financiación de los partidos políticos es lo que nos separa persistentemente del 10. Además, podemos observar un pequeño bache en los años 2017 y 2018 para esta categoría, que puede relacionarse con algo que reseñaba el informe de 2017: las “medidas legales contra políticos catalanes independentistas”. Varios ítems de esta categoría pueden haber sufrido por esta interpretación de los hechos: ¿Aceptación de los mecanismos de transmisión del poder de gobierno a gobierno? ¿Apertura del acceso a los cargos abiertos a todos los ciudadanos? En todo caso, en 2019 recuperamos nuestra cota habitual. ¿Se cambió de criterio más tarde ante una mejor comprensión de los delitos cometidos por dichos políticos, o quizás se consideró que la llegada del PSOE al gobierno suponía el fin de este riesgo democrático?

  1. Libertades civiles

Como se ve en el gráfico, en este apartado España puntuaba de forma excelente (9.41) hasta 2016. Esa pequeña diferencia con el 10 fácilmente podría haberse debido, por ejemplo, a que poco más del 50% de los españoles declaraban en la WVS que los derechos humanos se respetaban en España. La única explicación que tenemos para la bajada en 2017 fue, de nuevo, la cuestión catalana, que se pudo reflejar en el ítem de la libertad de expresión y protesta o, según la percepción de los analistas, incluso podrían haber considerado que el gobierno “invoca nuevos riesgos y amenazas como excusa para restringir libertades civiles”. Llama la atención respecto a este último elemento que el informe de 2021 no haga mención a que las restricciones de derechos fundamentales para contener la covid se tramitaran de forma inconstitucional según nuestro TC. También sorprende que no se refleje el continuo abuso de los Real Decretos Leyes, o que la llamada “Ley Mordaza” (2015) no tuviera efectos sobre esta categoría. La caída desde 2019, según el informe, es por el ítem dedicado a la independencia judicial; como si este problema fuera nuevo o el actual bloqueo del CGPJ lo empeorase; más bien, lo pone en el foco.

  1. Cultura Política

También antes de 2008 España puntuaba en cultura política muy alto, cerca del sobresaliente (8.75). El análisis de esta categoría es difícil, porque muchos ítems se apoyan en datos de encuestas y, aunque se ofrece como referencia la Encuesta Mundial de Valores (WVS), esta no se realiza anualmente, por lo que posiblemente se recurre a otras preguntas de otras encuestadoras.

Sin duda, en este apartado nos penaliza el 56% (WVS 2020) de conciudadanos que considera que es mejor que las decisiones las tomen expertos a que las tome el gobierno. Y, quizás, la falta de una mayor separación Iglesia-Estado. La crisis pudo además afectar a la “cohesión” y “consenso”, además de a la percepción de que las democracias son buenas para el desarrollo económico, pero me cuesta justificar esa caída en cultura política democrática en 2010 para un país que respondió a la crisis demandando más democracia, por muchos defectos que tuviera aquella amalgama de discursos democratistas. Ciertamente, The Democracy Index ha avisado sobre el peligro que pueden suponer para la democracia los discursos populistas; sin embargo, la llegada a las instituciones de Podemos fue acompañada de una subida en esta categoría, sin que nadie entonces pudiera aventurar el proceso de moderación que ello supondría sobre su discurso.

La caída en 2017 y 2018 debemos, de nuevo, entenderla vinculada al problema en Cataluña, que desde luego afecta al “grado de consenso y cohesión para fundamentar una democracia estable y funcional”. No logro entender en todo caso qué causa la bajada en 2021 en este apartado, cuando el problema catalán parece haberse, por lo menos, postergado.

  1. Funcionamiento del gobierno

La bajada en la clasificación de España, achacada en el informe en parte a la fragmentación parlamentaria y la corrupción, hace a uno esperar una bajada de puntuación en esta categoría en el último año. Sin embargo, se mantiene constante desde 2014. Ello se entiende mejor sabiendo que en esta categoría se incluyen ítems como la preponderancia del legislativo sobre los otros poderes, los pesos y contrapesos entre poderes, la rendición de cuentas frente al electorado entre elecciones, transparencia, corrupción o efectividad de la Administración, materias todas en las que sabemos España tiene amplio margen de mejora, pero en los que no tengo muy claro que el balance sea cero desde 2014. Por no hablar de la dificultad para tratar la corrupción a estos efectos: cuando los casos llegan a los tribunales ya son pasados y precisamente su publicidad son un buen signo, frente al silencio y la omertá previas.

Además, tres ítems de la categoría se basan en encuestas: percepción que tienen los ciudadanos de tener el control sobre su vida, confianza en el gobierno y confianza en los partidos políticos. Recordemos que, según muestran los barómetros del CIS, quienes confiaban poco o nada en el gobierno aumentaron de forma importante entre 2007 (cuando un 48% desconfiaba del gobierno) y octubre de 2010 (cuando desconfiaba el 72.5%); y la desconfianza en los partidos subió más de 10 puntos en esos años. Sabiendo todo esto, ¿cómo pudo darse por mejorado el funcionamiento del gobierno en 2008 y 2010? Escapa totalmente a mi entendimiento.

  1. Participación

Esta es la única categoría en que vemos mejoría a lo largo de la serie. Aquí se tienen en cuenta algunos aspectos en que sobresalimos, como la participación electoral (por poco, pero superamos el 70% de media que da la máxima puntuación), el porcentaje de mujeres en el parlamento (más que duplicamos el 20% que otorga la máxima puntuación), la disposición a participar en manifestaciones y el grado de alfabetización. La mejora lograda podría atribuirse en parte al aumento del interés por la política de nuestros ciudadanos entre 2008 y 2016, así como su seguimiento de la política a través de los medios.

¿En qué ítems de esta categoría fallamos? En mi opinión, claramente en la falta de promoción de la participación política desde las autoridades, empezando por el sistema educativo y siguiendo por la ausencia total de llamadas a la militancia y afiliación. Esto se refleja en la bajísima asociación política de nuestros ciudadanos, sea en partidos o en fundaciones excepcionales, en todos los sentidos, como la que publica este blog. Y, sin participación, sin rendición de cuentas, los peores encuentran fácil su vía hacia la cúspide política. En una democracia no vale por tanto con desconfiar de los políticos: nos toca asumir la responsabilidad y tomar las riendas.

En conclusión: sin duda, son muchos los aspectos democráticos en que España puede mejorar. En todo caso, conviene no obsesionarse con un indicador opaco y que, como intuyo y he intentado mostrar, peca de importantes sesgos e imprecisiones que, de todos modos, no podemos contrastar. Y que tiene otro defecto: las puntuaciones del pasado quedan fijadas y, por tanto, sus juicios están siempre privados de la perspectiva que da el tiempo. Además, vemos que nos penaliza en varios puntos tener una ciudadanía exigente, que percibe la gran distancia entre el ideal democrático y la realidad. La pena es que tanta crítica y el aumento del interés por la política no hayan permitido -aún- generar la masa crítica de participación, rendición de cuentas y cultura de cooperación que hagan que la participación política deje de ser una máquina de frustrar y triturar a sus mejores ciudadanos. Para lograrlo, tienen cerca una vía: apoyen a Hay Derecho.

El declive de la acción normativa del Estado

En fechas recientes, Juan Mora Sanguinetti, colaborador de este blog, ha puesto de manifiesto con interesantes datos la cuestión de la complejidad del marco regulatorio en España

En dicho artículo, Mora Sanguinetti ponía de relieve la creciente pérdida de protagonismo o de liderazgo estatal en la producción normativa de la siguiente manera: “Solo en el año 2020 se publicaron nada menos que 12.250 normas nuevas… En 1979 el Estado central aprobaba un 88,6 % de todas las nuevas normas. En 2020 aprobó tan solo el 15,7 % del total, frente a un 78,7 %, de las Comunidades autónomas”.

Por tanto, de esas 12.250 normas nuevas del año 2020, el Estado aprobó 1923 disposiciones y de estas once fueron leyes, tres fueron leyes orgánicas, treinta y nueve fueron decretos-leyes y una de ellas real decreto legislativo, lo que ofrece un total de cincuenta y cuatro normas con rango y fuerza de ley, es decir, un 2,8% del total de disposiciones aprobadas por el poder estatal.

Estos números ponen de manifiesto que el legislador estatal no parece ser en cantidad el poder normativo principal en España. Es cierto que gran parte de su producción normativa tiene el carácter de normativa básica, sobre cuyas características y su impacto en la normativa autonómica no es preciso extenderse, siendo también muy relevante el conjunto de disposiciones que se aprueba para incorporar al ordenamiento interno el Derecho de la Unión Europea, cuya trasposición, en muchas ocasiones, se efectúa por las instancias estatales.

De hecho, en una reciente nota de prensa la Oficina del Parlamento Europeo en España publicaba una noticia según la cual “El 51% de las leyes aprobadas en España en 2021 deriva de directrices y decisiones europeas”. Dicha nota de prensa indicaba que, entre enero y el 17 de diciembre de 2021, el Congreso de los Diputados había aprobado un total de 55 leyes, de las que veintiocho derivaban de una forma u otra de las decisiones adoptadas en Bruselas. De estas veintiocho, once procedieron a la trasposición de directivas, en tanto que las diecisiete restantes derivaron de recomendaciones, orientaciones, programas o iniciativas emanadas del Consejo, Comisión o Parlamento Europeo o de otras instituciones comunitarias.

Estas cifras ponen de manifiesto que el Estado dedica más de la mitad de sus esfuerzos normativos a la tramitación y, en su caso, aprobación de normas legales relacionadas con el Derecho de la Unión Europea. Siendo usualmente las disposiciones europeas normas que precisan de alguna labor de incorporación de sus reglas y previsiones a nuestro ordenamiento, llama poderosamente la atención el modo en que, en más ocasiones de las que sería deseable, se efectúa dicha tarea de manera poco adecuada -véase, entre otros ejemplos, el dictamen del Consejo de Estado n.º 878/2021 y las críticas en él vertidas a la defectuosa tramitación de la norma proyectada, dedicada a la transposición de directivas de la Unión Europea en las materias de bonos garantizados, distribución transfronteriza de organismos de inversión colectiva, datos abiertos y reutilización de la información del sector público, ejercicio de derechos de autor y derechos afines aplicables a determinadas transmisiones en línea y a las retransmisiones de programas de radio y televisión, y exenciones temporales a determinadas importaciones y suministros .

Ante esta situación cabe legítimamente preguntarse acerca de las causas, en unas ocasiones, de los retrasos en la tramitación de normas de obligada trasposición y, en otros momentos, de la perceptible desidia o dejadez en el ejercicio de la iniciativa legislativa que constitucionalmente corresponde al Gobierno, conforme al artículo 87 de la Constitución.

Y, más aún, cabe preguntarse por la aparente desaparición de algunos ministerios en la génesis misma de dicha iniciativa normativa. Hace ya tiempo que se advierte el creciente protagonismo de los llamados departamentos “económicos”, como el Ministerio de Hacienda, en dichas tareas de producción normativa, al tiempo que se aprecia la creciente pérdida de protagonismo de otros clásicos departamentos, como el de Justicia, incluso en relación con cuestiones tan relevantes como la tramitación de proyectos normativos que han afectado a los derechos de los ciudadanos, como el proyecto de Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, que incluye una importante reforma del Código Penal.

En lo que llevamos de legislatura, el Ministerio de Justicia ha abordado algunas cuestiones que, más tarde o más temprano, acabarán teniendo reflejo en el BOE, como la esperada reforma completa del proceso penal español; pero el modo de abordar dicha reforma no ha sido en este caso el más acertado, sin previsión económica conocida para modificar el modo de organización de la instrucción del proceso penal, otorgándola a un Ministerio Fiscal carente de medios personales y materiales, entre otros defectos apreciables.

Junto a esa archivada  iniciativa se encuentra la triada de anteproyectos “eficientes” en materia organizativa, procesal y tecnológica de la Administración de Justicia, que progresan de manera lenta por las tripas de la Administración estatal, en ocasiones con severísimas críticas -puede verse, por ejemplo, el informe del Consejo General del Poder Judicial sobre el Anteproyecto de Ley de medidas de eficiencia procesal del Servicio Público de Justicia, disponible aquí.

En suma, hasta la fecha, la producción normativa de este ministerio no merece ni un aprobado por parte de los operadores jurídicos y las instituciones que participan en la tramitación de los proyectos normativos que alumbra. Pueden existir diversas razones para la situación descrita. Quizá, entre otras más apreciables en un análisis superficial, puedan aventurarse otros motivos, relacionados con cuestiones alejadas de la producción normativa.

Cabe recordar que en lo más crudo de la primera ola de la pandemia causada por el COVID-19, mientras se adoptaban las primeras disposiciones de declaración del estado de alarma y comenzaban a aplicarse, se procedió a la modificación casi inmediata del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declaraba aquél, por medio del Real Decreto 465/2020, de 17 de marzo, a fin de, entre otros extremos, excepcionar del régimen general de suspensión de la tramitación de todos los procedimientos administrativos a aquellos que estuviesen “referidos a situaciones estrechamente vinculadas a los hechos justificativos del estado de alarma, o que sean indispensables para la protección del interés general o para el funcionamiento básico de los servicios”.

En solo tres días, la Subsecretaría de Justicia dio luz verde a la Resolución de 20 de marzo de 2020, por la que se acordaba la reanudación del procedimiento para solicitar y conceder la Gracia del Indulto, por entender que concurría en dichos procedimientos el referido interés general.

Por tanto, mientras se decretaba el estado de alarma y la Administración de Justicia quedaba prácticamente paralizada, el Ministerio de Justicia, que ni siquiera fue uno de los departamentos a los que se atribuyó la coordinación de la acción estatal durante la pandemia, se encomendó a la tramitación de indultos, con el resultado sobradamente conocido. Luego esa inacción motivó la adopción de medidas cuestionables en su “eficiencia”, como la habilitación procesal del mes de agosto, aunque contara con el apoyo de los representantes de los consejos generales de la abogacía y la procura.

En definitiva, la escasa participación, y el correlativo protagonismo decreciente en la acción normativa estatal de un otrora pujante ministerio como fue el de Justicia en el pasado, puede insertarse en el decreciente papel del Estado como motor normativo en España; pero existen, al tiempo, otras causas como las apuntadas que ponen de manifiesto la existencia de prioridades diferentes a la tramitación y aprobación de normas que mejoren realmente el estado de la Administración de Justicia en España y, por consiguiente, la mejor tutela de los derechos del conjunto de los ciudadanos.

Tal vez el nuevo equipo ministerial sí esté a la altura de lo que la ciudadanía espera de un ministerio señero como el de Justicia.

“La factura de la injusticia”: una aproximación con datos a los grandes (y complejos) debates sobre la justicia en España

El buen (o mal) funcionamiento de la justicia es muy importante para la vida de los ciudadanos, incluso de aquellos que no han hecho nunca uso de ella. Solo el sistema judicial y su buen funcionamiento permiten corregir las injusticias, pequeñas o grandes, que, por desgracia, forman parte de la vida cotidiana. De forma muy simplificada, la justicia realiza una doble tarea de protección: por un lado, defiende a los ciudadanos frente a otros ciudadanos malintencionados, es decir, “disciplina” la contratación y las interacciones privadas. Paralelamente, también los defiende frente al poder del gobierno, disciplinando la acción pública.

Por desgracia, no es nuevo escuchar que el sistema judicial español no funciona bien, ya sea por ser lento o porque se le acusa de carecer de la “eficacia” que cabría esperar en un país con la renta y el desarrollo del nuestro. Al mismo tiempo, es muy difícil analizar su situación de forma objetiva y “real”, porque su funcionamiento está sujeto a grandes pasiones y tensiones territoriales y políticas. Resulta, además, muy complejo: compromete diariamente a decenas de miles de profesionales (en España había 5.341 jueces y magistrados en activo y 153.913 abogados ejercientes en 2020.

Pero ¿es nuestro sistema judicial tan lento o tan “ineficaz” comparado con el del resto de países como se dice usualmente en los debates públicos? ¿Somos uno de los países más litigiosos del mundo? ¿Hay verdaderamente “más abogados en Madrid que en toda Francia”? ¿Tenemos realmente pocos jueces? ¿Funciona igual la justicia en Barcelona y en Sevilla? ¿Está avanzando de una manera efectiva la digitalización del sistema judicial en España? ¿Hay siempre que gastar más?

Con el objetivo de contestar a estas preguntas, que han ocupado mi labor de investigación de los últimos años, me propuse escribir un libro, titulado “La factura de la injusticia. Sistema judicial, economía y prosperidad en España” que se aproxima, con datos, a estos debates (1).

Al mismo tiempo, el libro no rehúye el análisis de cuestiones todavía más complicadas, como ¿Qué efectos tuvieron de verdad las tasas judiciales en España? ¿La abogacía y la litigación están realmente relacionadas? ¿No habría que “echar” la culpa a un marco normativo excesivamente complejo? Tan solo un dato: en el año 2020 se publicaron nada menos que 12.250 normas nuevas.

Una vez analizadas las cuestiones de carácter jurídico, cabe preguntarse qué implicaciones tiene que el sistema judicial funcione “bien” o “mal”. De ahí que el libro analice los impactos de la justicia en la economía y la competitividad de España. Termino esta presentación con un ejemplo: si se lograra mejorar solamente en un punto la congestión judicial se podrían atraer a Madrid 3.400 viviendas más en alquiler (o 3.100 a Barcelona). Es decir, tantas como los estudiantes de doctorado de toda la Universidad Autónoma de Madrid (y sin necesidad de intervenir el mercado).

 

Notas

  1. Las opiniones y las conclusiones recogidas en esta entrada representan las ideas del autor, con las que no necesariamente tiene que coincidir el Banco de España o el Eurosistema.

El espejo de Villarejo

Este artículo es una reproducción de una tribuna de El Mundo, disponible aquí.

Quizás nada resume mejor los problemas estructurales -tantas veces denunciados en estas páginas- de nuestro Estado democrático de Derecho, de nuestras instituciones y de nuestra sociedad que las trayectorias vitales y profesionales de algunos personajes que parecen encarnarlos a la perfección. De entre los posibles candidatos (Ivan Redondo, Rodrigo Rato, el “pequeño Nicolás”, etc, etc) he elegido a uno que, gracias a los numerosos procesos penales en que está inmerso -acusado, entre otros delitos, de cohecho, organización criminal y blanqueo de capitales- a su incontinencia verbal y a su famosa grabadora nos deja un retrato ciertamente desolador del funcionamiento de una parte de nuestras “élites”.

Me refiero, claro está, al ex comisario Villarejo, que durante años supuestamente prestó servicios “parapoliciales” ilegales a través de su empresa Cenyt, aprovechando sus conexiones en el Ministerio del Interior. Sus clientes incluían empresas del Ibex, empresarios, políticos, periodistas, famosos, particulares y hasta dignatarios extranjeros. La nómina es ciertamente impresionante, desde el BBVA de Francisco González y la Iberdrola de Sánchez-Galán pasando por el PP de Maria Dolores de Cospedal al empresario López-Madrid, yerno de Villar Mir y amigo de los Reyes actuales y Corinna Larsen, la amiga del rey emérito.

En concreto, la Fiscalía Anticorrupción le acusa de haber montado una trama empresarial dedicada a espiar y extorsionar a los “enemigos” de sus clientes a cambio de mucho dinero, parte del cual, por cierto, fue encontrado físicamente en su casa. Sus ventajas como proveedor de servicios eran evidentes: la carencia de cualquier escrúpulo, tanto moral como legal, a la hora de intentar destruir por todos los medios a su alcance la reputación y la credibilidad de las personas que molestaban a sus clientes, además de la siempre atractiva posibilidad de pagarle sin dejar rastro. Esta trama es lo que se está ahora investigando en esos macrosumarios (como el llamado “caso Tandem”) que se caracterizan por su enorme lentitud y su enorme complejidad así como por la intervención de una gran cantidad de interesados. Tardarán años en concluirse. Para entonces, posiblemente, los principales protagonistas estarán jubilados o retirados de la vida pública. El ex comisario, por cierto, ya no está en prisión provisional sino en su casa. De ahí que convenga extraer algunas reflexiones de sus peripecias antes de que el tiempo se las lleve.

La primera reflexión se refiere a la desenvoltura con que algunos políticos han pescado en el río revuelto de sus declaraciones. Porque, por supuesto, el comisario jubilado ha aprovechado la ocasión para saldar algunas cuentas pendientes, realizando algunas insinuaciones sobre el funcionamiento de instituciones claves del Estado como el CNI. La última, en relación con los atentados del 17 de agosto en Cataluña -que supuestamente habría propiciado- y que han sido acogidas con el previsible alborozo por el independentismo, siempre dispuesto creer la última teoría conspiranoica que confirme sus convicciones de que España es un Estado fascista y opresor. Alentada, por supuesto, por sus dirigentes políticos, incluidos los socios del Gobierno.  Nada nuevo bajo el sol; de hecho esas mismas tesis conspiranoicas ya fueron difundidas muy poco tiempo después de los atentados. La conclusión es que la nula credibilidad de este tipo de declaraciones o de otras similares no evita en absoluto su utilización política torticera, lo que causa un cierto desasosiego. Estamos permitiendo como si fuera normal que un personaje de estas características pueda marcar la agenda mediática y política. Que es exactamente lo que pretende.

Pero la segunda reflexión se refiere a los “clientes”. Estamos hablando de personas y empresas muy relevantes de la sociedad española que no han tenido ningún reparo en contratar servicios de estas características, incluso aún desempeñando responsabilidades muy relevantes. Aunque ahora todos declaran que no conocían de nada a Villarejo, lo cierto es que durante muchos años –y tanto bajo gobiernos del PP como del PSOE- su empresa floreció gracias a esos olvidados encargos, que se ejecutaron y que le hicieron muy rico. ¿Cómo puede ser? Pues porque sencillamente para una parte de nuestras “élites” (insisto en las comillas) el fin justifica los medios. No sólo en el ámbito político, sino también en el empresarial, el profesional e incluso el personal. Y esto es un problema muy grave por el mensaje que se lanza a la sociedad.

Efectivamente, es difícil que los ciudadanos de a pie se tomen en serio cuestiones como el principio de legalidad, la respetabilidad de las instituciones, la ética corporativa, la transparencia o cualquiera de esas bellas palabras que nos dedican nuestros líderes cuando podemos escuchar las grabaciones de las conversaciones mantenidas con el comisario Villarejo por la actual Fiscal General del Estado (entonces simplemente fiscal) y su pareja, el ex Juez Baltasar Garzón, con los colaboradores del presidente de Iberdrola, Ignacio Sánchez Galán (“el señorito” según los interlocutores) o con el ex jefe de seguridad del BBVA (que indicó que las contrataciones las había ordenado su ex Presidente, Francisco González) o con José Ignacio del Hierro y Dolores de Cospedal, entonces Secretaria general del PP, por poner algunos ejemplos.

El caso de las empresas del IBEX clientes de Villarejo me parece particularmente ilustrativo de cómo funcionan las cosas. Más allá de que se demuestre en términos suficientes para desvirtuar la presunción de inocencia quien ordenó la contratación, lo que es evidente es que estos encargos no se hacían en beneficio de sus accionistas (que, por supuesto, los ignoraban) sino de sus máximos responsables en sus particulares guerras para mantener el poder corporativo contra posibles rivales. Como ocurrió con Luis del Rivero, entonces Presidente de Sacyr, percibido como una amenaza por el entonces presidente del BBVA Francisco González. Todos estos encargos, insisto -con independencia de sus consecuencias penales– ponen bajo sospecha el buen funcionamiento interno de empresas muy importantes de nuestro país, así como los fallos sistémicos de sus mecanismos internos de control (“compliance”) establecidos, precisamente, para evitar la comisión de este tipo de conductas. La explicación es que, como ocurre en otros ámbitos, estos mecanismos cuidadosamente diseñados y publicitados no sirven de nada para controlar la conducta de los máximos directivos. Lo que tampoco puede sorprender mucho, si tenemos en cuenta que los responsables de su cumplimiento dependen de esos directivos.

La tercera reflexión es si este tipo de conductas reflejan lo que ocurre en nuestra sociedad. A mí me gustaría pensar que se trata de excepciones y que la mayoría de nosotros jamás hubiéramos tratado con alguien como Villarejo. Pero entonces ¿por qué consentimos que personas con mucho reconocimiento social y profesional lo mantengan después de saber lo que sabemos? ¿Por qué se ovaciona a Francisco Gonzalez cuando dejó la presidencia de honor del BBVA por el caso Villarejo? ¿Por qué Sanchez Galán sigue presidiendo Iberdrola? ¿Por qué Dolores de Cospedal es vicepresidenta del Real Instituto Elcano? ¿Por qué Dolores Delgado es Fiscal General del Estado? Y así podríamos seguir. Son personas que han protagonizado conductas que, más allá de la sanción jurídica, no son ejemplares y cuya presencia no contribuye a incrementar el prestigio de sus respectivas organizaciones.

Y como última reflexión: siempre me ha sorprendido la escasa importancia que atribuimos en España a la falta de reproche social ante este tipo de comportamientos. Especialmente de personas con poder político, económico, social o mediático; en otros casos somos más estrictos. Otorgamos reconocimientos –oficiales y privados- a personas que todos sabemos que no reúnen los merecimientos necesarios. Y, sin embargo, somos una especie profundamente social. La consideración y el respeto de los demás son, para nosotros algo fundamental. Quizás la tentación de acudir a los Villarejos de turno no sería tan grande si los interesados pudieran temer que, de conocerse sus andanzas, las perderían sin remedio. Mientras tanto, nos tendremos que seguir mirando, como sociedad, en el espejo que nos tiende el ex comisario

Los papeles de Bono y Zapatero

En el mes de enero, el que fuera presidente de Castilla-La Mancha, ministro de Defensa, presidente del Congreso, etcétera, José Bono, publicó, a través de la Fundación Pablo Iglesias, un archivo documental de su vida pública, que incluye muchos documentos oficiales, es decir, aquellos que para disponer de ellos cualquier ciudadano del común debe seguir el procedimiento establecido en la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno.

Parece que el “Legado Bono”, según informó El español, “constará de 19.527 documentos digitalizados y más de 10.000 fotografías escaneadas y datadas, además de cartas, correspondencia y recuerdos personales”. “El exdirigente socialista también publica las actas de los Consejos de Gobierno que presidió en Castilla-La Mancha”.

Según el artículo 13 de la referida Ley (Información pública), “se entiende por información pública los contenidos o documentos, cualquiera que sea su formato o soporte, que obren en poder de alguno de los sujetos incluidos en el ámbito de aplicación de este título y que hayan sido elaborados o adquiridos en el ejercicio de sus funciones”.

Los sujetos a los que se refiere dicho artículo no son las personas que hayan ejercido algún cargo público, sinos las instituciones o entidades a que se refieren los artículos 2 y 3 de la Ley (Ámbito subjetivo de aplicación).

También la Ley de Transparencia establece, en los artículos 5 y siguientes unas obligaciones de publicidad activa. Es decir, “publicarán de forma periódica y actualizada la información cuyo conocimiento sea relevante para garantizar la transparencia de su actividad relacionada con el funcionamiento y control de la actuación pública. Serán de aplicación, en su caso, los límites al derecho de acceso a la información pública previstos en el artículo 14…”.

El ciudadano que solicite algún documento oficial puede ver frustrada su petición si la Administración invoca alguno de los límites al derecho de acceso establecidos en el artículo 14 de la Ley:

“1. El derecho de acceso podrá ser limitado cuando acceder a la información suponga un perjuicio para:

a) La seguridad nacional.

b) La defensa.

c) Las relaciones exteriores.

d) La seguridad pública.

e) La prevención, investigación y sanción de los ilícitos penales, administrativos o disciplinarios.

f) La igualdad de las partes en los procesos judiciales y la tutela judicial efectiva.

g) Las funciones administrativas de vigilancia, inspección y control.

h) Los intereses económicos y comerciales.

i) La política económica y monetaria.

j) El secreto profesional y la propiedad intelectual e industrial.

k) La garantía de la confidencialidad o el secreto requerido en procesos de toma de decisión.

l) La protección del medio ambiente”.

En una labor de expurgo, el diario Vozpopuli ha ido publicando alguno de los documentos hechos públicos por el señor Bono, relacionados con el ámbito de la defensa, que, en principio, es uno de los límites al derecho de acceso establecidos en el artículo 14 de la Ley:

“El CNI se enteró por la prensa del hallazgo de un vehículo relacionado con el 11-M

Una nota informativa remitida por el entonces jefe de los servicios secretos, Alberto Saiz, al ministro de Defensa, José Bono, revela la descoordinación con el Ministerio del Interior en las pesquisas”. https://www.vozpopuli.com/espana/cni-prensa-vehiculo-11-m.html

 “Zapatero investigó si el Ejército apoyaba las tesis del general Mena de intervenir Cataluña

El general Félix Sanz Roldán, entonces Jefe del Estado Mayor de la Defensa (JEMAD), remitió al ministro José Bono un informe con sus pesquisas, en las que tildaba las declaraciones de “extemporáneas”. https://www.vozpopuli.com/espana/zapatero-general-mena-cataluna.html

“José Bono revela los polémicos informes del Yak-42 que Cospedal le reclamó por burofax

El exministro de Defensa hace públicos 113 archivos relacionados con la tragedia militar, entre los que se incluyen investigaciones del Estado Mayor del Aire o anexos remitidos a la Audiencia Nacional, entre otros”. https://www.vozpopuli.com/espana/jose-bono-yak-42-cospedal.html

“Las tensas cartas entre Zapatero y Aznar por Irak: “No comprendo su tono descortés”

El líder socialista había ganado las elecciones generales de marzo de 2004 pero aún se mantenía en funciones el Gobierno ‘popular’. El cruce de cartas se centra en el relevo de las tropas”. https://www.vozpopuli.com/espana/cartas-zapatero-aznar-irak.html

“Así solventó el CNI la falta de agentes en Irak tras la retirada de las tropas de Zapatero

Una nota informativa revelada por el exministro José Bono detalla los obstáculos a los que se enfrentaron los servicios secretos para seguir explotando la información en el país”. https://www.vozpopuli.com/espana/cni-retirada-irak-zapatero.html

La primera pregunta que nos surge es la de qué respuesta daría el Ministerio de Defensa ante una eventual petición de acceso a cualquiera de dichos documentos. ¿invocaría las excepciones de seguridad nacional o defensa establecidas en el artículo 14?

Debe tenerse muy en cuenta que la concesión o denegación del acceso no se produce (o no se debe producir) de forma arbitraria, sino que se hace en base a un examen serio de las excepciones contenidas en la Ley de Transparencia. Cosa que no ocurre cuando la publicación es de tipo privado.

Un antecedente de denegación de acceso en base a las excepciones establecidas en la normativa de la Unión Europea, fue la denegación por el Banco Central Europeo de dar acceso a la carta que, con la mención de “Estrictamente confidencial”, remitió el 5 de agosto de 2011 el Presidente del Banco Central Europeo Jean-Claude Trichet al entonces Presidente del Gobierno español, señor Zapatero.

Es de interés la información de El País del 19 de diciembre de 2014: “El BCE publica el cruce de cartas entre Trichet y Zapatero. Las misivas demuestran que Trichet reclamó recortes y que el Gobierno socialista atendió prácticamente todas las exigencias a cambio de un programa de compra de deuda” (https://elpais.com/economia/2014/12/19/actualidad/1419016384_360049.html ).

Sin embargo, Zapatero ya había publicado, por su cuenta, ambas misivas en 2013, en su libro El dilema (Planeta).

El 13 de enero de 2014 aparece en civio.es esta interesante y documentada información: “Zapatero no tenía autorización del BCE ni del Gobierno para publicar en sus memorias la carta confidencial que le envió Trichet en 2011” (https://civio.es/tu-derecho-a-saber/2014/01/13/zapatero-no-tenia-autorizacion-del-bce-ni-del-gobierno-para-publicar-en-sus-memorias-la-carta-confidencial-que-le-envio-trichet-en-2011/ ): “En la contestación, el BCE clarifica lo siguiente: La decisión de hacer públicos estos documentos se basa en el tiempo transcurrido desde que las cartas fueron enviadas, en las condiciones económicas y monetarias prevalecientes y en la mejora de la estabilidad del sistema financiero español, como indican los resultados de la revisión del BCE a los balances de los grandes bancos. Al mismo tiempo, el BCE desea hacer notar explícitamente que con la revelación de estas cartas no se respalda su publicación anterior, hecha sin las autorizaciones del BCE y de las autoridades españolas”.

De este tipo de publicaciones extraoficiales surgen muchas cuestiones. Entre otras:

  • La licitud de su publicación y sus consecuencias.
  • Los documentos publicados lo son pro domo sua. Se publican los que interesan.
  • La fecha o el momento de publicación es caprichosa o arbitraria.

Abierto queda el debate.

 

 

Imagen: El Español

El nombramiento de la Presidencia de la Agencia Española de Protección de Datos y su Adjunto. Por la total independencia de la agencia.

(Un adelanto menos desarrollado de estas reflexiones se ha publicado en El Mundo, 24 de enero de 2022)

Hace unas semanas el Gobierno y el principal partido de la oposición anunciaron como un gran éxito el acuerdo por el que se hacían públicos los nombres de las personas que iban a ocupar los cargos vacantes en diversas instituciones, entre ellas la Presidencia, y su Adjunto, en la Agencia Española de Protección de Datos.

En lo que a la Agencia se refiere el anuncio fue un grave e incomprensible error que sólo puede explicarse desde el desconocimiento de lo que la Agencia representa y del procedimiento para la designación de sus cargos. Que no ha beneficiado a nadie, ni a la institución, ni a las personas entonces designadas ni a los candidatos que posteriormente han presentado su candidatura. Que puede poner en entredicho la independencia de la Agencia, y con ello el propio derecho fundamental a la protección de datos, y que ha merecido incluso la atención de algunas instituciones de la Unión Europea.

En más de una ocasión he señalado que al ser la protección de datos un derecho fundamental es imprescindible fijar los principios que configuran su contenido esencial, de modo que la violación de alguno de ellos implicaría la violación misma del derecho. Hoy esos principios están recogidos en el art. 5º del Reglamento General de Protección de Datos (RGPD). Pero a ellos debe añadirse, en mi opinión, el que he denominado principio de control independiente[1], que se traduce en que para considerar plenamente garantizado el derecho a la protección de datos es imprescindible contar con una autoridad dotada de total independencia que tutele de modo efectivo tal derecho. Hace más de 20 años el Tribunal Constitucional, en su Sentencia 290/2000, de 30 de noviembre, afirmó ya que la existencia de la Agencia de Protección de Datos “garantiza el ejercicio por los ciudadanos del derecho fundamental a la protección de datos”.

El artículo 8 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea establece en su apartado 3º que el respeto de las normas que reconocen el derecho fundamental a la protección de datos “quedará sujeto al control de una autoridad independiente”. Es inútil buscar en la Carta otra referencia a alguna autoridad independiente garante de un derecho fundamental, porque no la hay. La existencia, obligatoria, de esa autoridad y la independencia como nota esencial de su naturaleza ponen de manifiesto la importancia que la Carta da al pleno respeto a la protección de datos, elemento clave de la dignidad de la persona y del libre desarrollo de su personalidad. Mucho tuvo que ver el recordado Stefano Rodotà en la redacción del artículo 8, incluido su apartado 3º. Pues él, y con él tantos otros, era y somos conscientes de que la garantía de la independencia de tales autoridades es capital para entender plenamente garantizada la protección de datos.

El Tribunal de Justicia de la Unión Europea lo ha puesto de manifiesto siempre que ha tenido oportunidad.  Lo hizo en particular para analizar si se producía o no un atentado a la independencia de las autoridades nacionales de control en las Sentencias de 9 de marzo de 2010, Comisión/Alemania, asunto C-518/07, de 16 de octubre de 2012, Comisión/Austria, asunto C-614/10 y de 8 de abril de 2014, Comisión/Hungría, caso C-288/12. En las tres el Tribunal condenó a los Estados miembros denunciados y resaltó categóricamente que la existencia de autoridades dotadas de total independencia constituye “un elemento esencial” del respeto a la protección de datos. También lo ha advertido en su Sentencia de 6 de octubre de 2015, Asunto C-362/14, Schrems, que es muy clara en su apartado 41: “La garantía de independencia de las autoridades nacionales de control pretende asegurar un control eficaz y fiable del respeto de la normativa en materia de protección de las personas físicas frente al tratamiento de datos personales y debe interpretarse a la luz de dicho objetivo. Esa garantía se ha establecido para reforzar la protección de las personas y de los organismos afectados por las decisiones de dichas autoridades. La creación en los Estados miembros de autoridades de control independientes constituye, pues, un elemento esencial de la protección de las personas frente al tratamiento de datos personales, como señala el considerando 62 de la Directiva 95/46”. Y en esta misma línea se mueve, ya con posterioridad a la entrada en vigor del Reglamento General de Protección de Datos, la STJUE de 16 de julio de 2020. Asunto C-311/18. Schrems II.

También el Protocolo Adicional al Convenio 108 del Consejo de Europa, relativo a las autoridades de Supervisión y a las Transferencias internacionales de datos, de 8 de noviembre de 2001, señala en su preámbulo que “las autoridades de supervisión, ejerciendo sus funciones con completa independencia, son elemento de la efectiva protección de los derechos de las personas en relación con el tratamiento de datos personales”. En esta línea, el artículo 1.3 dispone que “las autoridades de supervisión ejercerán sus funciones con completa independencia”.

El RGPD lo deja meridianamente claro en su considerando 117: “El establecimiento en los Estados miembros de autoridades de control capacitadas para desempeñar sus funciones y ejercer sus competencias con plena independencia constituye un elemento esencial de la protección de las personas físicas con respecto al tratamiento de datos de carácter personal. Los Estados miembros deben tener la posibilidad de establecer más de una autoridad de control, a fin de reflejar su estructura constitucional, organizativa y administrativa”.

Y lo reitera en sus artículos 51 y 52:

51.1. Cada Estado miembro establecerá que sea responsabilidad de una o varias autoridades públicas independientes (en adelante «autoridad de control») supervisar la aplicación del presente Reglamento, con el fin de proteger los derechos y las libertades fundamentales de las personas físicas en lo que respecta al tratamiento y de facilitar la libre circulación de datos personales en la Unión.

52.1. Cada autoridad de control actuará con total independencia en el desempeño de sus funciones y en el ejercicio de sus poderes de conformidad con el presente Reglamento.

  1. El miembro o los miembros de cada autoridad de control serán ajenos, en el desempeño de sus funciones y en el ejercicio de sus poderes de conformidad con el presente Reglamento, a toda influencia externa, ya sea directa o indirecta, y no solicitarán ni admitirán ninguna instrucción.

El procedimiento de selección y nombramiento de quienes ocupen la Presidencia y su adjunto en la Agencia está muy detalladamente regulado en la Ley Orgánica de Protección de Datos (artículo 48) y en el Estatuto de la Agencia, aprobado mediante Real Decreto 389/2021, de 1 de junio (artículos 19 a 22)[2]. El nombramiento corresponde al Gobierno a propuesta del Ministerio de Justicia, pero antes debe convocarse un concurso público de candidatos y debe evaluarse su “mérito, capacidad, competencia e idoneidad”. En la convocatoria se especificarán los requisitos a evaluar de las personas candidatas, que permitan acreditar que se trata de personas de reconocida competencia profesional, en particular en materia de protección de datos, sobre la base del mérito, la capacidad, la competencia y la idoneidad, entre los que se pueden recoger las capacidades legales de la persona candidata, la experiencia profesional[3], la capacidad de desarrollar el trabajo o los conocimientos técnicos, en particular referidos al ámbito de protección de datos. La idoneidad de las personas candidatas exigirá que su independencia, conducta intachable e integridad deben estar fuera de toda duda (artículo 19.2 y 3 del Estatuto de la Agencia).

Mediante Orden JUS/1260/2021, de 17 de noviembre (que ha sido recurrida por la Fundación Hay Derecho por considerar que no se ajusta a lo que establecen la Ley Orgánica de Protección de Datos y el Estatuto de la Agencia), se convocó el proceso selectivo para la designación de la Presidencia y de la Adjuntía a la Presidencia de la Agencia, publicada en el «BOE» de 18 de noviembre de 2021. Mediante Orden del Ministerio de Justicia de 22 de noviembre se designó el Comité de Selección.

El Comité debe examinar las solicitudes junto con la documentación aportada y realizará, en su caso, las entrevistas oportunas (que ya se han celebrado). Una vez valoradas las solicitudes, y según el artículo 22.1 del Estatuto de la Agencia) “propondrá una candidatura la (sic) Presidencia de la Agencia Española de Protección de Datos y a la Adjuntía a la Presidencia de entre aquellas que cumplan los requisitos establecidos en los artículos 12.2[4] y 16.3[5], respectivamente y atendidos los méritos y criterios de valoración establecidos en la convocatoria, junto con su informe justificativo”. Dicha candidatura se elevará al Consejo de Ministros, que la debatirá a la luz del informe y decidirá mediante acuerdo la propuesta, que será publicada en el BOE, y que se remitirá al Congreso de los Diputados acompañada del informe justificativo.

En el Congreso de los Diputados, tras la audiencia a los candidatos, la propuesta deberá ser ratificada por la Comisión de Justicia en votación pública por mayoría de tres quintos en primera votación o por mayoría absoluta en segunda. Si bien en este último caso los votos favorables deberán proceder de al menos dos grupos parlamentarios diferentes (art. 48.3 LOPDGDD).

Si me he detenido en el procedimiento es para resaltar que lo que debe hacerse, porque así lo exige el Reglamento General de Protección de Datos y la Ley Orgánica, es seleccionar a las personas que personal y técnicamente, no políticamente, sean las mejores para los cargos convocados. Por lo que cualquier acuerdo político está viciado de raíz y cualquier decisión que se adopte debe estar basada, exclusivamente, en los criterios que la Ley Orgánica y el Estatuto de la Agencia establecen.

Para nada pongo en tela de juicio los méritos de las personas inicialmente anunciadas y de quienes han presentado su candidatura, a muchas de las cuales conozco y valoro enormemente. Al contrario. El respeto escrupuloso al procedimiento es algo que hasta las personas inicialmente anunciadas sin duda apoyan y agradecen.

El tema es muy serio. Y ha empezado mal. Seguro que finalizará como el derecho a la protección de datos merece. Es decir, nombrando en base exclusivamente a sus méritos y capacidades a las personas que capitaneen la tutela y garantía de un derecho que ha de enfrentarse a retos inimaginables, en un contexto europeo, internacional, global, porque globales son las amenazas de la privacidad. Repito que las cualificaciones de los candidatos están fuera de toda duda. No son ellos los que han generado la extraña situación a la que estamos asistiendo, sino el hecho de haber metido, en el mismo saco, los nombramientos anunciados de cargos de instituciones en los que el componente técnico puede convivir con el político (pues así lo permite incluso la Constitución) y los de cargos en los que cualquier atisbo de acuerdo político debe ser erradicado, porque así lo exige el derecho europeo y también nuestra Ley. Y ello en base a un acuerdo político extemporáneo que no respetó las reglas del juego. Y que debe entenderse por no alcanzado.

 

[1] A tal principio me referí en “Protección de datos: origen, situación actual y retos de futuro”, en LUCAS MURILLO DE LA CUEVA y PIÑAR MAÑAS, El derecho a la autodeterminación informativa, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, 2009, págs. 81 y ss.

[2] Sobre ello vid. Jesús RUBI NAVARRETE, “La Agencia Española de Protección de Datos”, en El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, nº 88-89, mayo-junio 2020, monográfico sobre Protección de Datos, antes, durante y después del coronavirus.

[3] La base segunda de la convocatoria establece que deberá contarse con una “experiencia en el ejercicio profesional de al menos dos años, a la fecha de publicación de la presente convocatoria”. Plazo seguramente demasiado breve, que no está fijado ni en la LOPDGDD ni en el Estatuto de la Agencia.

[4] “La persona titular de la Presidencia poseerá la titulación, la experiencia y las aptitudes, en particular en el ámbito de la protección de datos personales, necesarias para el cumplimiento de sus funciones y el ejercicio de sus poderes”.

[5] “La persona titular de la Adjuntía a la Presidencia poseerá la titulación, la experiencia y las aptitudes, en particular en el ámbito de la protección de datos personales, necesarias para el cumplimiento de sus funciones y el ejercicio de sus poderes”.

Indignación entre los funcionarios locales

Este artículo es una reproducción de una tribuna en El Mundo.

De forma taimada, en medio del barullo propio de la ley de Presupuestos, boca omnívora capaz de deglutir todo tipo de alimentos, ha empezado a diluirse la exigencia de habilitación nacional para la selección de los secretarios, interventores y tesoreros en la Administración local. En efecto, la disposición final primera de la ley 22/2021 acoge una enmienda propuesta por el Partido Nacionalista Vasco que inviste a la Comunidad autónoma donde gobierna con las facultades de selección, provisión y nombramiento de los funcionarios que tienen atribuidas las delicadas tareas del asesoramiento legal y fe pública, así como el control y la fiscalización de la gestión económico-financiera y presupuestaria, la contabilidad, tesorería y recaudación. Estamos hablando pues de los funcionarios más importantes de nuestros Ayuntamientos y Diputaciones.

El lector no familiarizado con estos asuntos debe saber que en España se introdujo su selección por el Estado hace un siglo. ¿Por qué? Las razones hay que buscarlas en la historia pues esta nos enseña que la evolución de la función pública local es pariente cercana del caciquismo. El régimen liberal intentó algunos avances, sobre todo en orden a la exigencia de capacitación técnica de estos servidores públicos, pero nada sustancial se alteró y ello por una razón fundamental: el secretario municipal era una pieza más, la más humilde pero no por ello la menos importante, de la estructura caciquil de la España de la época sobre la que tantas páginas escribirían los regeneracionistas proponiendo cambios de fondo en  la vida municipal (Costa, Moret, Canalejas, Azcárate, Adolfo Posada, Maura por supuesto con su reforma nonata). Y es que el secretario local jugaba un papel destacado en el falseamiento electoral -como lo había jugado en parte en el proceso desamortizador- y en los mil amaños que exigían la constitución de las mesas, la selección de sus miembros, en fin, la celebración misma de las elecciones.

Formaba parte pues del sistema de la Restauración mantener una función pública local férreamente controlada por los políticos. Los secretarios municipales, por su parte, clamaban por verse libres de lo que juzgaban “el pernicioso influjo de la política” lo que no conseguirán fácilmente porque la realidad era que el poder hacía con ellos lo que les petaba, a pesar de algunos aspavientos legislativos. Y de ello hay elocuentes testimonios en los escritores, insuperables notarios de su tiempo: Pérez Galdós, Pardo Bazán, Clarín y, antes, Mesonero, Antonio Flores; hasta en la zarzuela los secretarios son personajes fustigados, como ocurre en “El Caserío” de Guridi, estrenada ya en este siglo.

Los gobernantes de la Dictadura de Primo de Rivera miraron hacia otro lado cuando se produjeron las depuraciones de funcionarios locales tan típicas de todo trastorno político pero el ministro Calvo Sotelo logrará poner en pie una reforma de la Administración local que estaría llamada a alcanzar tan grande influencia que aún hoy es perceptible su impronta. Con el Estatuto Municipal por él promovido se crea el Cuerpo de Secretarios al que se incorporarían más tarde los secretarios provinciales. El ingreso se debía producir por oposición a celebrar en Madrid o en las capitales con distrito universitario, ante un tribunal de expertos y con un programa único aprobado por el Ministerio de la Gobernación.

Sus líneas básicas extenderían su eco más allá del momento en que nació pues, pese a que la II República realizó una labor de depuración de la obra legislativa de Primo de Rivera, dejó subsistente la de Calvo Sotelo en todo lo relativo a funcionarios municipales y provinciales. Y ello a pesar de que su autor, el entonces diputado Calvo Sotelo, fue uno de los enemigos más vigorosos del régimen. En la ley municipal republicana de 1935 es donde aparece por primera vez la idea del “Cuerpo nacional”, clara muestra de la preocupación por librar a este personal de las garras caciquiles locales.

La legislación franquista, tras las depuraciones propias de esa época, mantuvo la idea del “Cuerpo nacional” que solo fue sustituida, ya en la democracia, por la “habilitación nacional”. Quienes participamos en la redacción de la ley hoy vigente de Régimen local de 1985 (bajo la batuta política del ministro Tomás de la Quadra en el primer Gobierno de Felipe González) podríamos contar cómo tuvimos que explicar a personajes relevantes que “Cuerpo nacional” no se oponía a “Cuerpo rojo”. Con todo, para deshacer reticencias, optamos por esa fórmula de la “habilitación nacional” que designaba lo mismo con otro nombre, a saber, la selección y el nombramiento del personal llamado a desempeñar las funciones más relevantes en las Corporaciones locales debía quedar en manos del Estado.

Destaco lo siguiente: esa ley de 1985 fue discutida ampliamente en los ministerios, además, nos encargamos de organizar conferencias, con la ayuda de los Colegios de Secretarios e Interventores, en todas las provincias para debatir las reformas introducidas y, en la Dirección General de lo Contencioso del Estado, tuvo lugar un Congreso en el que participaron los más reputados especialistas. El anteproyecto estuvo en la discusión de la Comisión de Subsecretarios y del Consejo de ministros en varias sesiones, muestra de la importancia que el Gobierno daba a aquella iniciativa legislativa. Cuando ya se convirtió en Proyecto de ley, en las Cortes, pese a contar el Gobierno con doscientos dos diputados, se negoció con todos los grupos de la oposición artículo por artículo.

El modelo legal resultante ha funcionado bastante bien si no hubiera sido malogrado en parte por la discrecionalidad introducida en beneficio de alcaldes y presidentes de diputación y otras corruptelas que hoy están claramente necesitadas de enfilar renovado rumbo. La ley de Presupuestos recién aprobada desmantela sin más el sistema para la Comunidad autónoma vasca. No hace falta tener dotes de arúspice para sostener que detrás vendrán Cataluña, Baleares, Valencia, Galicia …

Pese a haber contribuido modestamente al nacimiento de la ley, sostengo que el sistema de la “habilitación nacional” no tiene por qué ser definitivo al ser uno de los constitucionalmente posibles.  Podría idearse otro siempre que garantizara la observancia de los principios de mérito y capacidad y la neutralidad de los funcionarios. Porque lo imprescindible es obstaculizar la propensión del político a rodearse de profesionales que bendicen sus ocurrencias invocando las palabras litúrgicas de la ley. Por tanto, si se preserva: a) la exigencia de una titulación adecuada y unas pruebas de ingreso convocadas en el Boletín Oficial del Estado (no en el periódico local), abiertas a todos los españoles sin obstáculos lingüísticos artificiales, y juzgadas por personal competente (excluidos los concejales o el compañero sindical) sobre la base de un programa de temas serio, no diseñado para cada ocasión y b) unas retribuciones regladas, cualquier sistema al que se recurra resultará respetuoso con las necesidades de una función pública moderna y observante de los valores constitucionales. Siempre – claro es- que las correcciones al modelo actual sean la consecuencia de un debate riguroso sobre la función pública local, tal como en buena medida sucedió en los años ochenta.

Lo contrario es lo ocurrido ahora: un grupo, especialmente diligente a la hora de contemplar su ombligo, presenta una enmienda que nadie ha discutido y que el Gobierno, suma de fragmentos políticos en estado permanente de fermentación, ha aceptado frívolamente. Se ha colocado así la primera piedra destinada a desmantelar la selección de unos funcionarios que son esenciales para velar por el cumplimiento de la ley y poner obstáculos a la corrupción. La vuelta al caciquismo local – o regional-, el eterno retorno de los fantasmas del pasado.

A la vista de este amargo suceso procede concluir que los dirigentes del PSOE actual conciben al Estado como un melón del que sus socios separatistas pueden ir tomando rajas, à volonté, hasta que la fruta toda se desvanezca. Una chapuza de artesanía.

Cataluña fragmentada, a propósito del libro de Adolf Tobeña

Este artículo es una reproducción de la columna publicada en Crónica Global.

El viernes por la mañana en el Congreso de los Diputados en Madrid tuve la oportunidad de acudir a la presentación del libro de Adolf Tobeña escrito en inglés Fragmented Catalonia: Divisive Legacies of a Push for Secession, que es un esfuerzo científico por entender lo que ha pasado en Cataluña estos últimos años en base a la evidencia empírica disponible, es decir, en base a datos oficiales y públicos tomados principalmente del Centre d’Estudis d’Opinió, popularmente conocido como el CIS catalán.

Lo interesante del enfoque de este brillante catedrático de psicología médica y psiquiatría (que, como él mismo dice, no se tendría que estar dedicando a esto) es poner de relieve una serie de datos que contradicen de forma inmisericorde el relato nacionalista oficial que se ha propagado con tanto éxito –y dinero público– en la esfera internacional, especialmente en el ámbito académico (de la mano del prestigioso Mas-Colell y sus muchos discípulos) y de numerosos periodistas y reporteros extranjeros, especialmente de periódicos tan influyentes como The New York Times. De ahí que esté escrito en inglés; está pensando en un público internacional, pero tiene una enorme utilidad para los que nos preocupamos por la amenaza que el nacionalismo separatista supone para la convivencia pero también para la democracia y el Estado de Derecho. Particularmente, considero que un enfoque científico o racional es fundamental para entender de qué estamos hablando. Y para eso los datos son esenciales. El libro de Tobeña los proporciona en grandes cantidades. Su interpretación nos corresponde a los lectores pero les avanzo que es muy evidente.

El primer hallazgo, si es que puede llamarse así, es bastante obvio: la sociedad catalana se encuentra dividida en dos mitades, aproximadamente, pero sólo una mitad (la no independentista) considera que existe una fractura social. La otra mitad (la independentista) niega la mayor: no existe ninguna división social en Cataluña. La explicación, quizás, es que para ella el resto de los catalanes no lo son de verdad o no lo son tanto. De ahí la sostenida ficción de “un sol poble”. Los demás son invisibles, no importan o sobran (esto no lo dice Tobeña, lo digo yo).

El segundo es que la adscripción a una u otra mitad depende fundamentalmente de cuatro factores, del cual el primordial es la lengua materna. Los que tienen el catalán como lengua materna son, en su inmensa mayoría, independentistas, y los que tienen como lengua materna el castellano son, en su inmensa mayoría, constitucionalistas. Hay por supuesto otros factores relevantes; importan también la ascendencia familiar, la clase socioeconómica y el barrio en el que vives. Como ya sabemos, los independentistas son mucho más pudientes que los no independentistas. Estamos en presencia de una “rebelión de los ricos”. Pero la lengua es esencial: no es extraño, por tanto, lo que estamos viendo estos días a propósito de la inmersión lingüística. La lengua no se toca, porque –en una sociedad donde obviamente no hay diferencias de raza o religión– es el elemento clave sobre el que se construye el mito nacionalista (de nuevo esta interpretación es mía, pero parece bastante obvia).

Otros datos son también muy interesantes. Por ejemplo, dado que los votantes constitucionalistas son básicamente los que proceden de las clases trabajadoras o medias-bajas, sus partidos preferidos tradicionalmente son los de izquierdas. Pero también tradicionalmente se han abstenido mucho más en las elecciones autonómicas, considerando que no era un tema suyo. Sólo cuando las cosas se han puesto realmente feas (otoño de 2017) acudieron en masa a votar, y entonces, curiosamente, le dieron la mayoría a un partido como Cs, que no era de izquierdas pero había destacando en su defensa de los no nacionalistas. En las últimas elecciones (después de lo que muchos electores consideraron una traición de Cs) los votantes constitucionalistas volvieron a los partidos de izquierdas pero también a la abstención, lo que ha dado una ligera ventaja a los independentistas, en la medida en que sus electores se abstuvieron mucho menos. No obstante, lo que es realmente impresionante es que la diferencia de votos entre los dos bloques se mantiene prácticamente constante en las últimas elecciones: unos 150.000 votos.

El libro sirve también para desmontar otros mitos nacionalistas como los de la sentencia del Estatut: no hubo ningún crecimiento de voto independentista entonces, fue posterior y,  como bien recalca Tobeña, fue inducido desde el ámbito político, no se trataba de una demanda popular. Un fenómeno top-down de libro, vaya. También destaca Tobeña la importancia de los medios: los independentistas viven prácticamente en una burbuja mediática constituida por los medios autonómicos en lengua catalana, no sólo los públicos sino también los privados tremendamente subvencionados por el Govern. En cambio, los constitucionalistas tienden a consumir medios generalistas nacionales. También me pareció destacable el porcentaje de rufianes (en el sentido de personas similares a Gabriel Rufián) que votan independentismo pese a su lengua materna y orígenes familiares: un nada despreciable 13% pero es que, como bien apunta Tobeña, hay mucho que ganar ahí. Por el contrario, el porcentaje de ciudadanos cuya lengua materna es el catalán que se decantan por el constitucionalismo es aproximadamente la mitad, un 7%. Pero, añado yo, menudo 7%: el propio Tobeña es un representante espectacular de ese segmento.

Y para concluir el diagnóstico del autor: el secesionismo está hibernando, no está desactivado en absoluto. El PSOE y ERC tienen una alianza sólida, pese a las escenificaciones de desencuentros. Pero los electores independentistas están más cohesionados, están más motivados, forman un grupo más homogéneo y –añado yo– tienen una fe que ya quisieran para sus fieles muchas religiones. Conviene que los que pensamos (con el autor) que un intento de secesión unilateral o forzado en una democracia plena como España en la segunda década del siglo XXI es una anomalía que pone en peligro nuestro Estado democrático de Derecho sigamos muy atentos. No dejen de leer el libro.

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