Entradas

¿Estado de alarma o de excepción? Una opinión disidente

Autores: Íñigo Bilbao y Arman Basurto.

El pasado 14 de julio se hizo público aquello que, debido a unas más que criticables filtraciones, buena parte de los medios ya habían anunciado con anterioridad: el Tribunal Constitucional declaraba, si bien de forma absurdamente tardía y por una exigua mayoría, la inconstitucionalidad de algunos de los preceptos del decreto del gobierno que aprobó el pasado marzo el estado de alarma, y que fue la base jurídica sobre la que se asentó el duro confinamiento domiciliario al que se vio sometida la población española durante la primera ola de la pandemia.

Si bien la decisión de declarar el estado de alarma por parte del gobierno no se topó con la resistencia de los partidos de la oposición ni de la sociedad civil en un primer momento, a medida que pasaron las semanas y se hizo necesario aprobar sucesivas prórrogas fueron apareciendo voces que cuestionaron la adecuación del estado de alarma para una limitación (o suspensión) de derechos de tal calibre. Dichas voces sugerían que el estado de excepción (que la Ley Orgánica 4/1981 prevé para las alteraciones graves del orden público) hubiera sido la figura que hubiera dotado de una mejor cobertura jurídica a la respuesta gubernamental frente a la situación causada por la pandemia.

Ante esta controversia, en un artículo anterior publicado en este mismo blog en abril de 2020, ya abogamos por la posibilidad de que, mediante sentencia, el Tribunal Constitucional pudiese arrojar más luz sobre las figuras de nuestro derecho de excepción (los ahora tan presentes estados de alarma, excepción y sitio). Sin embargo, hemos de lamentar que, con su sentencia, el Tribunal no ha hecho sino abundar en la confusión, sin contribuir a esclarecer bajo qué supuestos habría de optarse por el estado de alarma o el de excepción. En ese sentido, enumeramos a continuación tres de las cuestiones en las que no logramos alinearnos con el criterio del Tribunal, y que por ello nos acercan más a los criterios expuestos en algunos de los votos particulares.

En primer lugar, la sentencia parte de una concepción que, aunque apoyada en parte de la doctrina, no podemos sostener. El Tribunal entiende la suspensión de los derechos como una “limitación cualificada”, esto es, como un tipo de limitación, situando la diferencia entre la limitación y la suspensión en una mera cuestión de grado, de modo que una vez que uno ha andado lo suficiente por la senda de la limitación, se topa necesariamente con la suspensión. No podemos sostener esa postura. La limitación y la suspensión son dos dimensiones que cabe —y que habría que— separar. La primera supone una reducción del ámbito de un derecho o libertad, una restricción a su ejercicio, mientras que la segunda (la suspensión) entraña la supresión total —aunque temporal— del mismo (esto es, cesa la vigencia o las garantías del derecho suspendido).

En segundo lugar, y al margen de lo anteriormente expuesto (con lo que se puede estar más o menos de acuerdo), entendemos que el Tribunal yerra al considerar que lo que procedía era la declaración del estado de excepción. La sentencia llega a esa conclusión porque se fija más en los efectos que los distintos estados de emergencia permiten, que en los presupuestos habilitantes que facultan la declaración de los mismos. Así, como el Tribunal desarma al Gobierno, impidiendo adoptar medidas como las implementadas, se ve más tarde obligado a forzar los límites de la interpretación (que la sentencia llama evolutiva e integradora, para separarse de lo que la doctrina mayoritaria considera que es la postura del legislador constituyente, a la que califica de originalista) e incluye dentro del concepto de orden público (habilitante para el estado de excepción) a la pandemia, por los efectos imprevisibles y desconocidos que esta comporta. Pero dicha imprevisibilidad, en sí misma, no justifica esa interpretación lato sensu de los presupuestos habilitantes para el estado de excepción. Es más, es curioso comprobar cómo se está vendiendo la sentencia como un ejemplo de garantismo, interpretando de forma restrictiva las injerencias en los derechos fundamentales, cuando realmente estamos asistiendo a una interpretación muy amplia de los supuestos habilitantes de un estado (el de excepción) muchísimo más lacerante para los derechos fundamentales que el de alarma.

En tercer lugar, el Tribunal Constitucional, en lugar de proceder al juicio de proporcionalidad que es propio para dirimir los conflictos entre derechos y otros valores constitucionalmente protegidos, entiende que, antes de pronunciarse sobre la proporcionalidad o no de las medidas que afectaron a la libertad ambulatoria, debe primero decidir si esas medidas supusieron una suspensión o una mera limitación agravada de la libertad ambulatoria. Es a través de este juicio apriorístico injustificado como el Tribunal, acogiendo la tesis de que en verdad se trató de una suspensión encubierta, esquiva ladinamente pronunciarse sobre la proporcionalidad (o no) de las medidas adoptadas que afectaron a la libertad de circulación. ¿Cómo es posible afirmar que una medida legal es excesiva (es decir, que desborda los límites para ella fijados por la norma), sin entrar a juzgar la proporcionalidad de la medida en sí (esto es, su adecuación en relación con los fines que perseguía)? Precisamente, el hecho de que el Tribunal entienda la limitación como una suspensión velada, supone implícitamente reconocer que la restricción excedió los límites legalmente fijados para el estado de alarma. Pero, ¿cómo es posible llegar a esa conclusión sin pasar previamente por el trámite de analizar la proporcionalidad de las medidas?

Este punto, que es de hecho el más criticable de la sentencia y en el que el Tribunal más esmerada argumentación debía haber empleado, queda, sin embargo, ayuno del más mínimo razonamiento, como un mero voluntarismo. Así, nos encontramos pronto con la poco razonada respuesta de que se trató de una suspensión. Sin embargo, si la suspensión supone la supresión total —pero temporal— de un derecho o libertad, ¿en virtud de qué libertad, si se hallaba esta suprimida, pudimos hasta sacar al perro a pasear?

Pero no es solo la ausencia del juicio de proporcionalidad lo que llama la atención. También resulta llamativo que el Tribunal encuentre escasas las “excepciones” previstas en el decreto para la “prohibición” de circulación. Esta postura sorprende por dos motivos. En primer lugar, el propio Tribunal reconoce implícitamente la amplitud de dichas excepciones gracias a la existencia de las cláusulas abiertas de fuerza mayor o necesidad y de analogía. Y, en segundo lugar, el Tribunal reconoce que derechos fundamentales como el de reunión no precisaban contar con excepción explícita alguna, pues el decreto no podría haberlos limitado. Sin embargo, sí califica de numerosas las excepciones concernientes al cierre de los negocios, precisamente resaltando, en ese caso sí, la cláusula analógica prevista en las excepciones.

Desde que se conoció el contenido de la sentencia, y a pesar de que esta se adoptó con el apoyo de una exigua mayoría del pleno, se ha apresurado a caracterizar la controversia jurídica que rodea a los hechos de la primavera de 2020 como una cuestión cerrada. Sin embargo, tal y como hemos apuntado anteriormente, son varios los razonamientos de los que resulta fácil discrepar, y que los votos particulares se han apresurado a recoger. Ello, sumado a la falta de claridad del texto, ha impedido que lleguen a buen puerto las esperanzas que muchos habíamos depositado en una sentencia que debía estar llamada, por su relevancia social y la ausencia de precedentes, a contar con una claridad y un consenso mucho mayores de los conseguidos.

Lo que sí queda claro, sin embargo, es la escasa adecuación de nuestro derecho de excepción a supuestos como el que trágicamente nos ha tocado vivir. Bien haría el gobierno, en consecuencia, en afanarse en reformar la Ley Orgánica 4/1981 para dar un mejor acomodo a supuestos como la COVID-19 dentro de nuestro derecho de excepción. Y, de igual forma, en promover una reforma de la Ley Orgánica 2/1979 para que las vacantes de los magistrados del Tribunal Constitucional se cubran en un plazo breve de tiempo (y los partidos no tengan incentivos para no cubrirlas) y lanzar un debate sosegado sobre cómo evitar que las sentencias del Tribunal dependan de los tiempos políticos o lleguen demasiado tarde, como ha sido el caso. Y sería igualmente positivo, en fin, que se abandonasen las presiones y críticas (más o menos veladas) que se han dirigido a este órgano de relevancia extraordinaria desde instancias gubernamentales.

Solo así podrán futuros gobernantes abordar con suficientes garantías jurídicas la respuesta a las pandemias que vengan. Y solo así podrán los futuros magistrados del Tribunal ejercer sus funciones con plena legitimidad, sin que sus decisiones arriben de forma extemporánea y bajo un cuestionamiento permanente. Pero, como empieza a ser habitual en nuestro país, el camino es claro, y la voluntad política inexistente.

Marco jurídico en la desescalada y posibilidades legales para afrontar rebrotes

El pasado 21 de junio se ponía fin en todo el territorio nacional al estado de alarma, después de más de tres meses en esta situación de excepcionalidad constitucional. No es fácil afrontar una situación de grave crisis, las cuales suelen poner a prueba la solidez de los mimbres con los que están hechos los Estados democráticos de Derecho. Y creo que debemos felicitarnos porque España ha superado notablemente esa prueba, al menos desde la perspectiva institucional.

Podemos cuestionar algunas de las decisiones que se han adoptado –si pudo haber sido mejor decretar el estado de excepción para dar cobertura a las medidas más intensas del confinamiento; si se podría haber dado un mayor control parlamentario de la acción del Gobierno; si la coordinación entre administraciones debe reforzarse; si en algunos casos se ha podido dar un exceso de celo en la aplicación de las restricciones y de las correspondientes sanciones…-, pero, a nivel institucional, el Estado constitucional ha respondido de forma adecuada. Ha demostrado la solidez de sus garantías incluso en un momento en el que se daba una fuerte concentración del poder y los ciudadanos tenían que asumir severas restricciones de sus libertades fundamentales. De igual forma, la reacción de la ciudadanía también creo que ha sido ejemplar. Sin embargo, más dudas tengo sobre si los responsables políticos han estado a la altura, aunque no perdamos la confianza ahora que se abre un nuevo periodo para la reconstrucción económica y social del país.

Además, en lo que ahora interesa, el estado de alarma se ha levantado, pero el virus sigue circulando, por lo que debemos preguntarnos sobre cuáles son los instrumentos legales de los que disponemos en esta desescalada, sobre todo si hay que afrontar nuevos rebrotes. A este respecto, como ya expuse en un artículo anterior –aquí-, son varias las leyes que establecen el marco jurídico de las medidas que pueden adoptarse para responder a una epidemia sin tener que recurrir a poderes extraordinarios. En concreto, la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública; la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública, en especial su art. 54; la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad (art. 26); y la legislación autonómica correspondiente. Asimismo, en ocasiones se ha invocado también la posibilidad de acudir a la Ley 17/2015, de 9 de julio, del sistema nacional de protección civil y a otras normativas autonómicas dentro de este ámbito aunque, a mi juicio, existiendo legislación especial para el tema sanitario, es mejor ampararse en ella.

De forma más específica, el Gobierno ha aprobado el Real Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, que ha sido recientemente convalidado por el Congreso. Esta norma, que tiene la ventaja de tener rango de ley, lo que hace es concretar las medidas que permite la legislación sanitaria para adecuarlas a la crisis del covid. Es, por tanto, una norma en cierto modo de “aplicación”. Ahora bien, haber recurrido al decreto-ley plantea también algunas dudas, ya que de acuerdo con la Constitución los mismos no pueden afectar a derechos y libertades constitucionales, aunque la interpretación del Tribunal Constitucional ha venido siendo muy generosa. En todo caso, en cuanto a su contenido, el mismo enfatiza los poderes de coordinación del Gobierno de la Nación para afrontar epidemias (art. 3 y 5); impone medidas de prevención e higiene como el uso obligatorio de mascarillas (art. 6) o regula la distancia social y otras condiciones de higiene en distintos centros y espacios públicos, y en transportes (arts. 7-18); interviene en cuestiones referidas a medicamentos y otros productos sanitarios y de protección de la salud (arts. 19-21); prevé obligaciones de información para el seguimiento y vigilancia epidemiológica y para la comunicación de datos (arts. 22-27); contempla previsiones sobre las capacidades del sistema sanitario (arts. 28-30); y, entre otras cosas, aclara el régimen de infracciones y sanciones remitiéndose a las normas legales correspondientes (art. 31).

De manera que, con este abanico normativo, en principio quedarían cubiertos algunos de los frentes necesarios para dar cobertura jurídica a la desescalada. Hasta los deberes de información y el tratamiento de datos personales que puede afectar al derecho a la protección de datos encuentran justo acomodo con esta normativa.

Tampoco creo que plantee excesivos problemas si, llegado el caso, hubiera que decretar la vacunación obligatoria para prevenir el contagio ante una epidemia. En este caso, de acuerdo con el art. 2 LO 3/1986, de 14 de abril, se podría imponer la misma a aquellos ciudadanos que la rechazaran, con la correspondiente autorización o ratificación judicial (art. 8.6 Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa).

Más dudas presenta, sin embargo, la posibilidad de decretar el confinamiento de personas o poblaciones. Nuevamente la LO 3/1986, de 14 de abril daría cobertura jurídica para imponer el confinamiento, con autorización o ratificación judicial, pero proyectado sobre “enfermos” y sobre “las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato” (art. 3). De hecho, a estos efectos sería especialmente útil que se pueda desarrollar una aplicación que facilite el rastreo de los contactos de las personas contagiadas. Fue el caso, por ejemplo, del confinamiento decretado en febrero por el Gobierno canario de las personas que estaban en un hotel de Adeje donde se detectó un positivo. Por el contrario, más dudoso es que este precepto dé amparo a las decisiones de confinamiento de varias poblaciones como las decretadas por el Gobierno catalán en Igualada o por el Gobierno de Murcia para los municipios costeros.

Para salvar estas dudas se ha planteado reformar la ley orgánica con el objeto de prever de forma expresa la posibilidad de ordenar confinamientos generalizados. Por mi parte, tengo dudas de su constitucionalidad. El confinamiento supone una severa restricción cuando no directamente la privación de un derecho fundamental. Si ésta se hace de forma individualizada o para un grupo definido de personas, encuentra en la intervención judicial una garantía suficiente. Sin embargo, si se decreta de forma generalizada entonces la supervisión judicial pierde parte de su sentido. En estos casos es cuando debe recurrirse al Derecho constitucional de excepción previsto en el art. 116 de la Constitución, con sus garantías institucionales y también judiciales, de tal manera que correspondería al Tribunal Constitucional enjuiciar la necesidad y proporcionalidad de esa medida general de restricción de la libertad.

Incluso, como ya sostuve –aquí-, si se tratara de un confinamiento de la severidad del que hemos vivido, donde más que una restricción estuvimos ante la privación absoluta y generalizada de la libertad de circulación, entonces habría que actuar de acuerdo con el art. 55.1 CE suspendiendo el derecho. Y para ello quizá lo más adecuado sería reformar la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, para contemplar un nuevo supuesto de estado de excepción vinculado a epidemias, con medidas adecuadas para responder a una situación de este tipo. En mi opinión, la suspensión de derechos fundamentales del art. 55.1 CE no tiene por qué comportar su deconstitucionalización temporal y la privación de todas sus garantías, sino que lo que permite es que el legislador orgánico, al prever las medidas del estado de excepción o de sitio, pueda contemplar restricciones que penetren en el contenido esencial del derecho o que priven de garantías constitucionales, algo que en condiciones de normalidad constitucional el legislador no podría adoptar.

De esta manera podríamos “desdramatizar” la aplicación del Derecho constitucional de excepción, rodeándolo de las garantías necesarias, y sin forzar los poderes ordinarios otorgándole a las autoridades administrativas facultades exorbitantes en la restricción generalizada de derechos fundamentales.

De nuevo sobre el Real Decreto 463/2020: ¿estado de alarma o de excepción?

“Existen situaciones de hecho en las cuales el normal funcionamiento del orden constitucional se ve alterado y, en mayor o menor medida, en peligro, generándose una situación de anormalidad constitucional en la que el sistema ordinario constitucional no es suficiente para asegurar el restablecimiento. A tal fin, para reaccionar en defensa del orden constitucional, se prevén medidas excepcionales que implican, de hecho y de derecho, una alteración del sistema normal de distribución de funciones y poderes. Es lo que se denomina el Derecho excepcional o de emergencia”.

Con este aserto comenzaba el trámite de alegaciones el Abogado del Estado contra el recurso contencioso-administrativo que se promovió frente el Real Decreto 1673/2010, de 4 de diciembre, por el que se declaraba el estado de alarma (primer y único precedente en la democracia española) para la normalización del servicio publico esencial del transporte aéreo y su prórroga ­–en el conocido como caso de los controladores aéreos–  que acabaría conociendo y desestimando en amparo el Tribunal Constitucional (en delante, TC) en sentencia nº 83/2016 de 28 de abril. Hoy, casi una década después, vuelve a invocarse el Derecho de emergencia, pero esta vez, con más sombras que luces.

En estas líneas –una vez contextualizado el estado de la cuestión–, se establecerá el marco constitucional del Derecho de emergencia; se realizará un silogismo de interpretación y otro de integración de norma para comprender si la declaración del estado de alarma y el contenido material del mismo son ajustados a Derecho; y se darán argumentos que abonan la anticonstitucionalidad de la ley (el Real Decreto aquí es ley según el Tribunal Supremo) que declara del estado de alarma.

En efecto, el precepto constitucional del que nacen los estados de emergencia y que manda al legislador a desarrollarlos por Ley Orgánica es el 116 de la Constitución (en adelante, CE). Según éste, la declaración de éstos (sitio al margen) corresponde al Gobierno y se hace por plazos máximos (15 días alarma, 30 excepción) prorrogables (siempre previa autorización del Congreso). Como su naturaleza es gradualista (en intensidad, no van escalonados) del salto de uno a otro se endurecen los controles: si para la declaración del estado de alarma el Gobierno sólo da cuenta al Congreso, para la declaración del estado de excepción se exige la autorización previa del mismo. Por su parte, el art. 55 de la CE restringe la suspensión de un numerus clausus de derechos fundamentales (libertad, inviolabilidad del domicilio, secreto de las comunicaciones, libertad ambulatoria, huelga, entre otros) a la declaración del estado de excepción o sitio, exclusivamente. Y así, siguiendo el mandato constitucional, se promulga la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de juicio, de los estados de alarma, excepción, y sitio (en adelante, LOEAES), en cuyo art. 4 se establece el elenco cerrado de “alteraciones graves” que justifican la declaración del estado de alarma, así como en el art.13 las del estado de excepción.

El primer ejercicio ­–de interpretación– consistirá en subsumir la situación en que se encontraba España al momento de declarar el estado de alarma de 14 de marzo mediante el Real decreto 463/2020 (en adelante RD), en una de las “alteraciones graves” contempladas en la LOEAES. Y hasta aquí no hay debate: el apartado b) del art. 4 de la citada ley es suficientemente expresivo al referirse a “Crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves”.

El segundo ejercicio –de integración, de sentido y alcance– consistirá en ver si el contenido material del instrumento jurídico utilizado (RD) se ajusta a las previsiones constitucionales del estado de alarma (no basta con enunciarlo en su preámbulo) o si, por el contrario, entra en los umbrales del estado de excepción. A este respecto, vuelvo a traer a la memoria el art. 55 de la CE que prohíbe –sensu contrario– la suspensión de derechos fundamentales en el estado de alarma; permitiendo exclusivamente limitaciones o restricciones en los mismos (vid. citada STC 83/2016). Y aquí está el debate: en si se han limitado o suspendido derechos, ya que sólo lo primero salvaría al RD de una eventual declaración de inconstitucionalidad.

Para resolver lo anterior, (sin olvidar que la limitación deja a salvo el contenido esencial del derecho, mientras que la suspensión no) es inexcusable conocer lo que constituye el “contenido esencial” de los derechos fundamentales, para lo que el Tribunal Constitucional establece dos caminos. El primero –desde la naturaleza jurídica– serían “aquellas facultades o posibilidades de actuación necesarias para que el derecho sea recognoscible como pertinente al tipo descrito y sin las cuales deja de pertenecer a ese tipo y tiene que pasar a quedar comprendido en otro desnaturalizándose, por decirlo así. Todo ello referido al momento histórico de que en cada caso se trata y a las condiciones inherentes en las sociedades democráticas, cuando se trate de derechos constitucionales”. El segundo –desde los intereses jurídicamente protegidos como núcleo y médula de los derechos subjetivos­– “aquella parte del contenido del derecho que es absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente protegibles, que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos. De este modo, se rebasa o se desconoce el contenido esencial cuando el derecho queda sometido a limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan más allá de lo razonable o lo despojan de la necesaria protección”.

Por tanto, si se enfrenta la doctrina jurisprudencial expuesta –y consolidada hoy día– al art. 7 del RD relativo a las “limitaciones de la libertad de circulación de personas”, así como a lo establecido en el mentado art. 55 de la CE; se concluye que la limitación es, de iure y de facto, una suspensión del derecho fundamental a la libre circulación, independientemente de su adjudicación nominativa (en idéntico sentido F. J. Álvarez García F.J,: Estudios Penales y Criminológicos, vol. XL (2020). ISSN 1137-7550: 1-20). Y a más si se tiene en cuenta que “el citado precepto prohíbe la circulación por las vías publicas, con una serie de excepciones que se exponen en un elenco cerrado; es decir: la norma es la prohibición de circulación, la excepción el permiso” (op. cit.), teniendo en cuenta además que dicho permiso se circunscribe a actividades de pura subsistencia (adquisición de alimentos y fármacos, acudir a centros sanitarios y financieros, ayudar a otros, trabajo y causa de fuerza mayor). Y es que, si el contenido del derecho es la deambulación por el territorio nacional, y es justo lo que proscribe la norma imponiendo el confinamiento general –desvirtuando su contenido esencial–, lo que se ha hecho es suspender el derecho. E insisto, considerar que excepcionar la prohibición para mantenerse con vida es una limitación [1], obliga a asimilar la suspensión con la derogación; y, hacerlo, es antijurídico.

Por otro lado, y sin olvidar el arrastre que se produce con la suspensión de facto de dicho derecho (que comporta la impracticabilidad de otros como el derecho de reunión o manifestación, lo que agrava la anticonstitucionalidad), es que la amarga situación actual de España se ajusta perfectamente a “las alteraciones graves” que la LOEAES reserva para el estado de excepción, a saber, el ejercicio de derechos fundamentales (al excelente artículo de German M. Teruel Lozano en este Blog y a la doctrina me remito), el funcionamiento de las instituciones (al Parlamento y al hoy todopoderoso Ejecutivo me remito), de los servicios públicos esenciales (al asfixiado sistema sanitario me remito) o cualquier otro aspecto del orden público, ex. art. 13 LOEAES) y que justifica, a todas luces, su declaración. Y ello sin caer en conceptos atávicos de orden público o, en palabras del citado autor, “alejado de concepciones añejas de orden público (…) no en sentido de quietud de los ciudadanos, sino en el de participación de estos en la totalidad del Ordenamiento”. Porque como tiene dicho el TC “el respeto a los derechos fundamentales y libertades públicas garantizados por la Constitución es un componente esencial del orden público”.

En fin, poca reverencia se le está haciendo al Derecho cuando se produce una transgresión constitucional tan seria. Y no es que la suspensión de tales derechos no sea proporcional y adecuada al fin perseguido, es que se lesionan gravemente los principios de legalidad, de seguridad jurídica y, a más, los derechos fundamentales de todos los españoles. Sólo queda esperar a que el Tribunal Constitucional vele por la constitucionalidad y arroje luz entre tanta sombra.

NOTAS

[1] Un ejemplo de limitación del derecho a la libertad de circular sería –aisladamente considerada– la Orden INT/262/2020 que desarrolla el RD 463/2020 de estado de alarma e impone restricciones en materia de tráfico y circulación de vehículos de motor pues respetaría el contenido esencial del derecho, es decir, la libertad de circulación por el territorio nacional (op. cit. nota al pie nº12)

 

 

Pandemia y Estado de Alarma

La crisis (o pandemia) de salud pública en la que estamos inmersos tiene múltiples efectos colaterales. En estos últimos días se está llamando a que el Gobierno declare el estado de alarma, como ya lo hizo en 2010 (RD 1676/2010, de 4 de diciembre) en la crisis del transporte aéreo derivada de los efectos de la huelga de controladores (un supuesto que nada tenía que ver con el actual). No cabe olvidar que el estado de alarma, aunque sea el más liviano en sus efectos, no deja de ser una situación de excepción constitucional. Y, por tanto, su adopción debe ser adoptada cuando se produzca una “alteración grave de la normalidad”, que puede darse, como expresamente recoge la legislación aplicable, en supuestos de “crisis sanitarias” (y se cita expresamente a las “epidemias”). En suma, la declaración del estado de alarma es una excepción a la normalidad constitucional como consecuencia de la gravedad de la situación (imposibilidad del mantenimiento de la normalidad por los poderes ordinarios de las autoridades competentes). En su declaración deben regir una serie de principios. No suspende la aplicación de derechos fundamentales, pero sí la adopción de medidas que limitan o restringen su ejercicio. Su afectación básica es a la modificación del ejercicio de las competencias ordinarias de las Administraciones y autoridades públicas. El propio Tribunal Constitucional tuvo la oportunidad de analizar y acotar el alcance del estado de alarma en la STC 83/2016, de 28 de abril.

En otras palabras, la excepción también es norma constitucional, si bien actúa sólo en determinadas circunstancias. La Constitución, por tanto, admite paréntesis o cesuras en sus efectos institucionales que juegan como excepción, para salvaguardarla o protegerla. Las quiebras de la normalidad constitucional siempre son, por definición, extraordinarias y transitorias, pues lo contrario significaría la propia negación de la idea constitucional.

La clave de cualquier excepción constitucional es que, como bien señalara Carl Schmitt, “el caso excepcional no se puede delimitar rigurosamente”. Según este autor, la excepción constitucional “no se trata, por consiguiente, de una competencia”. Pero, a pesar de su contundencia, este autor no podía ocultar lo obvio: “La Constitución puede, a lo sumo, señalar quien está llamado a actuar en tal caso”. Por consiguiente, hay excepciones constitucionales que sí se anudan a una competencia o que sirven para anular transitoriamente esta. Y el estado de alarma puede ser una de ellas. Es aquí dónde los problemas aparecerán.

El debate puede parecer técnico, pero tiene implicaciones políticas innegables. Especialmente, en la realidad político-constitucional española. Pues quien declara el estado de alarma es el Gobierno a través de Real Decreto, dando cuenta de inmediato al Congreso de los Diputados, así como de los decretos que apruebe durante ese período. El control político de la Cámara no duerme, sino que debe permanecer plenamente activo, con la finalidad de evitar abusos gubernamentales. La separación de poderes está viva, pues lo contrario sería negar el vigor de la Constitución.

La declaración del estado de alarma puede ser sobre la integridad o parte del territorio nacional. En este último caso, si esa declaración se circunscribe exclusivamente a todo o parte de una Comunidad Autónoma, el Gobierno puede delegar en la Presidencia de la Comunidad Autónoma respectiva la condición de autoridad competente. Pero si el ámbito territorial de la declaración extralimita el territorio de una Comunidad Autónoma, la actual regulación (y la interpretación hasta la fecha del Tribunal Constitucional) conlleva que la autoridad competente para adoptar las medidas del estado de alerta es el Gobierno, quien centralizaría las decisiones. No parece, por tanto, caber una delegación múltiple ni en cadena, por lo cual cabe intuir que una declaración de estado de alarma despertará muchos recelos en ciertos ámbitos políticos en cuanto que tal declaración puede alterar de forma sustantiva, si bien transitoria, el orden constitucional de competencias establecido en la Constitución y en los Estatutos de Autonomía. Pero ese es su sentido y finalidad, sin perjuicio de que en su aplicación se pretenda cohonestar con las competencias autonómicas y locales, algo que no resultará sencillo de articular de forma efectiva, salvo que la actuación del Gobierno se limite a normar y no a ejecutar (aún así, autoridades, policías y funcionarios, quedan siempre “bajo las órdenes directas de la autoridad competente en cuanto sea necesario para la protección de personas, bienes y lugares”; con lo que, cabe insistir, delegar la ejecución no resultará fácil).

Otro aspecto nada menor es la duración del estado de alarma, así como la intervención del Congreso de los Diputados en su prórroga. La duración del estado de alarma es de quince días. La competencia de declaración es exclusiva del Gobierno (dando cuenta e información al Congreso), pero la prórroga del estado de alarma requiere inexcusablemente la autorización del Congreso de los Diputados. Por tanto, la prórroga, según la interpretación del Tribunal Constitucional (de acuerdo con el Reglamento de la Cámara), se convierte en “elemento determinante del alcance, de las condiciones y de los términos de la misma, bien establecidos directamente por la propia Cámara, bien por expresa aceptación de los propuestos en la solicitud de prórroga, a los que necesariamente ha de estar el decreto que la declara”.

Dicho en términos más claros: el Gobierno es soberano para declarar el estado de alarma y fijar su alcance y medidas, pero no lo es para llevar a cabo la prórroga, que depende directamente de las mayorías del Congreso y de los condicionamientos (medidas) que los grupos parlamentarios puedan incluir en el desarrollo de esa prórroga. Por tanto, en una crisis como la actual, en la que su proyección temporal se puede extender varios meses, el Gobierno tiene sólo dos opciones: 1) Gestionar la crisis con sus propias competencias y las que le pueda otorgar la legalidad ordinaria, dentro de un marco de normalidad constitucional, dejando que sean las CCAA quienes adopten las medidas que, en ejercicio de sus atribuciones, les competan; 2) Declarar el estado de alarma que, ante su duración más allá de los quince días, deberá pactar necesariamente las condiciones de la prórroga con los grupos políticos (especialmente con sus apoyos parlamentarios en la investidura), algo que se muestra complejo de articular en algunos casos por la sencilla razón ya expuesta: el estado de alarma es un estado excepcional que quiebra, siquiera sea transitoriamente, la normalidad constitucional y, por tanto, el orden constitucional de reparto de competencias.

No se pregunten por qué el Gobierno sigue a estas horas deshojando la margarita. En lo expuesto brevemente tienen la respuesta. La solución no es políticamente fácil. Pero puede llegar tarde. Algunas Comunidades Autónomas se están así viendo empujadas a adoptar decisiones excepcionales amparadas en competencias materiales sustantivas sobre determinados ámbitos. Sin embargo, no cabe olvidar que determinadas medidas excepcionales, siempre que impliquen limitaciones o afectaciones a derechos y libertades, sólo se pueden adoptar constitucionalmente por el Gobierno mediante la declaración del estado de alarma, con la autorización del Congreso en caso de prórroga. Otra cosa es que, por parte del Gobierno central, se haga dejación de tales atribuciones o se mire hacia otro lado.

Cabrá tener por parte de todos (Gobierno y oposición, así como del resto de instituciones) cintura política y sentido de Estado para evitar que la pandemia termine no solo afectando a la población española y devastando los servicios públicos (en particular, aunque no solo, los sanitarios), sino que también se lleve por delante la credibilidad ya suficientemente deteriorada de nuestro sistema constitucional y el (hoy en día bajo) prestigio de la clase política. La responsabilidad ciudadana en esta gravísima crisis es importante, pero la de las instituciones (sean estatales, autonómicas o locales), gobernantes y partidos lo es mucho más. No perdamos de vista este aspecto.