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La personalidad jurídica de los entes no humanos

Es fácil torcer el gesto la primera vez que se escucha alguna propuesta como otorgar personalidad jurídica a una laguna, o a los robots. No en vano, parece una ruptura evidente de los dogmas elementales que sostienen el sistema jurídico privado. Una idea más próxima al anatema que a la consideración. Y, sin embargo, si se considera la posibilidad de otorgar personalidad jurídica a nuevos entes no humanos, algunas conclusiones pueden sorprender a esa impresión inicial. No sólo porque no sea tan obvia la ruptura con todo el clasicismo civilista, sino porque ya pasamos antes por algo parecido. Vaticinando que poco duraría tal aventura de personificación, ya opinó De Castro en la primera mitad del pasado siglo que «(…) la doctrina no encuentra dificultad en ensanchar el concepto de persona jurídica, para encajar en él a la Sociedad Anónima, pues le bastaba volver a la equivocada y antes desechada idea de que la personalidad consiste sólo en ser sujeto de derechos y obligaciones; lo que le permitía convertir a la persona jurídica en un concepto puramente formal». Y, sin embargo, las sociedades siguen siendo personas jurídicas, sin que parezca haber ahora ni una firme oposición, ni un trastorno evidente del sistema. Convendría revisar si acaso ocurre ahora igual.

La principal premisa de la personalidad, como categoría jurídica, es la propia naturaleza jurídica de la misma. No se trata de una calificación que otorgue ninguna categoría moral o estatus ético, sino de una herramienta con la que atribuir efectos jurídicos a los supuestos de hecho previstos. Un instrumento para solucionar problemas u optimizar resultados. Sin embargo, la elevación de la personalidad a una condición o símbolo de dignidad ha sido, en no pocos casos, más poética que jurídica, y poco útil en la práctica. Ni hace falta atribuir personalidad a entes no humanos de los que se quisiera predicar un valor singular, como podrían ser los animales; ni tampoco la atribución de la misma a entes patrimoniales de posible funcionalidad autónoma habría de suponer dotarles de dignidad alguna. Es probable que estas confusiones sean fruto de una trampa del lenguaje: si en vez de haberse llamado a la categoría “personalidad” se la hubiera nominado como “sujeto jurídico”, acaso no persistirían parte de los problemas y discusiones al respecto, en uno y otro sentido. Y es que, ni todos los seres humanos han sido siempre personas, ni todas las personas han sido siempre humanas.

Sin perjuicio de lo afirmado, cabe reconocer tres extremos que vinculan, de forma estructural, humanidad con personalidad jurídica. En primer lugar, en nuestro sistema jurídico, y en los de nuestro entorno, todo ser humano se considera persona, pues a la personalidad se vinculan efectos hoy esenciales para la configuración jurídica fundamental de los ciudadanos, partiendo de la propia aptitud de tener derechos. En segundo lugar, como autor de todo derecho, el ser humano es la medida y, directa o indirectamente, fin de toda norma. No porque se quiera establecer una primacía de los seres humanos o sus intereses frente a cualquier otra entidad, sino porque no nos es posible a los seres humanos crear un derecho que no sea obra humana. El propio concepto de “interés” es esencialmente humano y, por ello, hasta el interés de acabar con el antropocentrismo sería, en fin, un interés humano también. En tercer lugar, el sistema jurídico privado parte de actos jurídicos en los que la voluntad, inmediata o mediata, cumple una función esencial. Como quiera que el ser humano es el único ente capaz de tomar decisiones voluntarias, tal y como las entendemos, toda persona jurídica necesitará intervención humana, de una u otra forma, para poder desarrollar su función.

A partir de ahí, asumiendo que la ley vigente, y sólo ésta, puede dotar de personalidad jurídica a nuevos entes, que no tienen por qué ser humanos, la cuestión se desplaza a qué significa tal personificación. Esto es: qué efectos jurídicos supone. Porque, si no hubiese ninguno, no habría dimensión jurídica en el mero título de “persona”. Desde ahí cabe plantearse, de una parte, si existe un contenido mínimo que informa el concepto jurídico actual de personalidad jurídica; así como si se trata de un contenido flexible, y hasta dónde puede llegar la configuración del mismo. Ciertamente, la norma que dotara a un ente de personalidad podría concretar las eventuales especificidades de la personalidad que se tratara, ampliando o limitando alguno de los efectos que seguirían a la personificación. Mas, como de hecho ha ocurrido en la Ley 19/2022, para el reconocimiento de personalidad jurídica al Mar Menor, cabe que la norma limite su contenido a una mera declaración genérica de personificación.

Siempre desde una perspectiva limitada a las personas jurídicas privadas, si hubiera que buscar una regulación general y básica de la personalidad jurídica, acaso podría encontrarse en los arts. 28, 35 a 39 y 41 del CC. Algunos preceptos, como el art. 38 CC, son directamente y expresamente aplicables a toda persona jurídica. Otros, entre analógicamente aplicables y demasiado específicos para poder aplicarse con generalidad. En fin, sí es posible deducir un parco régimen general tipificado como punto de partida para todas las personas jurídicas, principalmente determinado por la capacidad jurídica general (arts. 37 y 38), la capacidad especial patrimonial (art. 38) y la finitud de la persona jurídica (art. 39).

Añadiendo a tales preceptos los caracteres comunes a las personas jurídicas hoy existentes, así como el análisis doctrinal y los pronunciamientos judiciales sobre las mismas, cabría deducir unos posibles elementos mínimos de la personalidad que toda persona habría de tener: Primero, identidad e identificabilidad, como condición de individualidad, de concreción jurídica necesaria. Segundo, la existencia de órganos representativos, en los que seres humanos aporten voluntad al ente personificado. Tercero, capacidad jurídica, acaso sinónimo de personalidad en su sentido más básico. Cuarto, patrimonio, y no sólo como expresión primaria en el ámbito del derecho privado de la capacidad jurídica, sino como vehículo necesario para ejercitar los derechos propios, así como para responder de la propia responsabilidad. Quinto, la personificación que se otorgue ha de suponer un interés jurídico relevante. Además, el ente personificado, carente de intereses intrínsecos o de una voluntad caprichosa, necesita que se determine su finalidad y la orientación sus actuaciones de conformidad con el interés jurídico que la informa. De otra forma, los órganos que lo representaran carecerían de instrucciones, directrices o criterios para poder realizar acto alguno.

Además, los elementos anteriores no tienen por qué manifestarse en todas las personas jurídicas de forma absoluta, sino que se trata de elementos flexibles. Podrán concretarse tanto por la naturaleza de la persona de que se trate -así, por ejemplo, no haría falta disposición que limitase el derecho a la vida de entes no vivos-; como por la norma que otorgue personalidad, apta para limitar la capacidad otorgada sólo para algunos ámbitos, como podría ser el patrimonial.

La ley, con un mínimo de estructura y técnica jurídica, y siempre que salve eventuales conflictos de competencia que pudieran afectar al ente a personificar -sobre todo cuando se trate de entes con una base territorial, como los naturales-, puede otorgar personalidad jurídica a entes no humanos. Que pueda hacerlo, empero, no implica que se trate de una buena opción. Hay muchas posibilidades en manos del legislador que no habrían de convertirse en herramientas jurídicas útiles. Al juicio de posibilidad ha de añadirse el más relevante juicio de idoneidad. A tal efecto, lo relevante será determinar qué utilidad aporta la personalidad como institución jurídica; y valorar si tal utilidad habría de concretarse en el ente que se pretenda dotar de personalidad.

No basta la mera intención de “proteger” al ente a personalizar. Por una parte, porque hay muchos bienes jurídicos dignos de protección, efectivamente protegidos, sin necesidad de hacerlos personas. Baste pensar en el patrimonio artístico como ejemplo. Por otra, porque, aunque la personalidad pudiera servir para alcanzar una vía de aparentemente autotutela, a través de sus órganos representativos -de los seres humanos que intervinieran en éstos-; esta protección no tiene por qué ser mejor. No basta la consigna, ni la novedad. Por posible que resulte, para crear un elemento nuevo, inevitablemente disruptor del sistema, hace falta una justificación cabal de una utilidad suficiente que esa novedad pueda aportar. No necesariamente en cuanto a la protección del ente, sino también sobre otros extremos, como una mayor eficiencia en la actividad que el ente pudiese desarrollar -como ocurre con las sociedades personificadas-. En ocasiones, sin embargo, es más fácil encontrar un bienintencionado optimismo respecto a lo nuevo —o un pesimista desengaño frente lo viejo—, antes que un serio planteamiento de lo concreto.

*Este texto resume los argumentos expuestos en “Bases para la personalidad jurídica de los entes nos humanos”, publicado en DPyC, nº43, 2023, https://www.cepc.gob.es/sites/default/files/2023-12/40258rdpyc4301macanas.pdf

Presentación de “Huida de la responsabilidad”, de Rodrigo Tena

El pasado miércoles 21 de febrero se presentó, en la Fundación Tatiana (a quien agradecemos vivamente su amabilidad),  el libro “Huida de la responsabilidad”, del patrono de la Fundación Hay Derecho y coeditor del blog Rodrigo Tena. Participaron en la presentación Safira Cantos, como moderadora, Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política en la UAM, y yo mismo. Lo que viene a continuación son mis palabras introductorias al debate sobre el libro:

“Si de lo que se trata en una presentación es de dar a conocer la publicación del libro de Rodrigo e incitar a su lectura, voy a procurar que mi modo de hacerlo no sea hablar extensamente de mis conocimientos sobre la materia, que son limitados, pues uno es solo un jurista de irreconocible prestigio, al menos irreconocible a simple vista; tampoco hacer unos elogios desmesurados y excéntricos (aunque eso es lo que le dije a Rodrigo que iba a hacer), porque leí que La Rochefoucault decía que “no se elogia, en general, sino para ser elogiado”, y me he cohibido ante la posibilidad de incurrir en un posible delito de narcisismo inverso. Pero como tampoco quiero huir de mi responsabilidad como presentador del libro, haré los elogios justos y necesarios.

Porque esto es justo y necesario. Ya lo hice el 22 de febrero del pasado año cuando, aceptando la deferencia que Rodrigo me hacía, leí las pruebas del libro en su versión extensa y le escribí para decirle que me parecía asombroso el nivel de erudición de lo que estaba leyendo, el recorrido transversal que hacía por diversas disciplinas y la sugerente propuesta explicativa de las consecuencias éticas de la huida de la responsabilidad.

Pero, ¿qué es esto de la huida de la responsabilidad? ¿Por qué escribe de eso Rodrigo? Quien lea el libro se apercibirá pronto de que es el fruto de la preocupación del autor por la situación política, ética y social de nuestra época, como nos ocurre a todos los que nos encontramos en la órbita de Hay Derecho, que somos unos esforzados reformistas o, si prefieren unos ilusos regeneracionistas decimonónicos o, aún peor, los quiméricos arbitristas de los siglos XVI y XVII, que elevaban memoriales al rey o a las Cortes con propuestas para resolver problemas de la Hacienda y del Estado, aunque ahora con nuestros posts e informes. Pero es que, como decía Mark Twain, la historia no se repite, pero rima.

Esto es algo que es necesario hacer, y Rodrigo lo lleva haciendo no sólo por medio de la escritura -del que este libro es en parte decantación- sino que ha tenido la valentía de defender sus ideas regeneradoras en la vanguardia de la batalla política lo que, como suele ocurrirle a las personas honradas, le ha supuesto más disgustos que alegrías. A Rodrigo no le pasa como a Ignatieff, ese politólogo de Harvard metido a candidato a la presidencia canadiense y estrellado en la política, que, como él mismo confiesa, “había leído a Maquiavelo, pero no lo había entendido”. Rodrigo sabe cómo funcionan las cosas pues las ha sufrido en carne propia.

Pero este libro, aunque tiene que ver con la política, la excede. Es, como decía antes, un libro transversal que se encuentra en esos límites entre la Política, la Ética y el Derecho, ese punto neurálgico del pensamiento social, pues según combinemos las tres materias obtendremos productos sociales muy diferentes: desde el nazismo (Ética totalmente separada del Derecho y de la Política) al iusnaturalismo (con una integración absoluta y absolutista en círculos concéntricos de la ética y el Derecho) pasando por integraciones relativas (como la de los círculos secantes de Dworkin) o la separación relativa de Hart (con la ética en la cumbre de la pirámide). Sin duda, esta esto es un tema clave en Huida de la Responsabilidad: si todo es moralidad, el derecho no tiene autonomía alguna (piénsese tanto en las teocracias como en modas como la corrección política). Si moralidad y derecho van por caminos diferentes, toda ley es correcta si sigue los procedimientos formales e importa poco la moralidad mayor o menor de su contenido.

Todo esto, como digo, es una preocupación antigua de Rodrigo que, aparte de notario, articulista y ensayista, ha tenido el atrevimiento de dar cursos de ética a colectivos de lo más diversos con un servidor. Y de todas estas incursiones ha surgido siempre una pregunta: ¿qué es más importante para que los países triunfen: la ética o las instituciones?; ¿qué es más esencial para tomar buenas decisiones: la moral o el Derecho? En Hay Derecho, cuyo origen es jurídico, tenemos una cierta pulsión institucionalista, es decir, tendemos a pensar que los países progresan si las reglas están bien diseñadas y son aplicadas adecuadamente. En su día, fuimos acérrimos lectores de Acemoglu y Robinson que en su famoso libro Por qué fracasan los países llegaban a la conclusión de que la diferencia entre unos y otros no está en la genética, el clima, la historia o la religión, sino en las normas, formales o informales, que conforman una sociedad, porque modelan las conductas, como ya había adelantado Douglas North en los años 90.

Pero hoy sabemos que eso no es suficiente: unas instituciones regidas por gente sin conciencia son papel mojado, por mucho que Kant considerase que hasta un país de demonios llegaría a firmar el contrato social si tiene sentido común. Si fuera así, bastaría con fotocopiar las leyes de los países más avanzados.  Y lo que está transitando ahora por nuestra política nos da claras pruebas de que las instituciones no bastan, porque tenemos las mismas que hace 40 años y ahora, al parecer, no funcionan. Por eso decía Tocqueville que los valores democráticos, que llamó mores, esa “suma de ideas que dan forma a los hábitos mentales”, son incluso más importantes que las leyes para establecer una democracia viable, porque éstas son inestables cuando carecen del respaldo de unos hábitos institucionalizados de conducta.

Rodrigo entra en todas estas cuestiones por el expediente de lo que, tan originalmente, llama “delegación de la responsabilidad”. Y lo hace sin demasiadas concesiones a la literatura o a las técnicas anglosajonas de los ejemplitos y los rodeos. Aquí hay pensamiento ético y político sin anestesia. Su tesis es que la aversión al riesgo individual y la tendencia a la delegación de la responsabilidad en el sistema –el Estado, la norma, o el mercado- es un signo de nuestro tiempo desde la transición a la modernidad y que se debe más a las ideas dominantes que al progreso material. Esa delegación de responsabilidad se produce por varias causas entre las que están la compartimentalización de los ámbitos; el providencialismo, el determinismo, el pesimismo antropológico, y la vinculación de la responsabilidad a la voluntad, separándola del orden natural de las cosas.

Así, parte de la antigua dicotomía entre virtud e instituciones, haciendo notar que mientras la cultura clásica apostó por la virtud, la Ilustración se inclinó por las instituciones, dejando la virtud personal subordinada al diseño institucional, que presupone que las personas son racionalmente egoístas pero cumplidoras. Y tanto las posteriores corrientes liberal (o de derechas) o la comunitarista (o de izquierdas), siguen el esquema fomentando la delegación de la responsabilidad individual en terceros, las instituciones, ya sea, en el primer caso, un mercado perfecto que como mano invisible libra al individuo de la tiranía del Estado; o, en otro caso, un Estado providencia que a través de la regulación reduce las desigualdades  eliminando los condicionamientos sociales o incluso biológicos. Ambas presentan el pesimismo antropológico característico de nuestra época, que atribuye a la virtud personal o al carácter un papel nimio frente al poder de las normas y los incentivos y el mismo punto de partida individualista.

A eso se añade hoy, y esto es de mi cosecha, una segunda cuestión: en las últimas décadas, como apunta  Gilles Lipovetski, la sociedad posmoderna ha transformado la lógica de las instituciones de la modernidad, que consistía en sumergir al individuo en reglas uniformes, eliminar en lo posible las expresiones singulares que se ahogan en una ley universal, sea la “voluntad general”, las convenciones sociales, el imperativo moral, las reglas fijas y estandarizadas. En esta sociedad posmoderna desaparece el rigor racional y se da paso a los valores del libre despliegue de la personalidad íntima, la legitimación del placer, el reconocimiento de las peticiones singulares, abandonando esa subordinación de lo individual a las reglas racionales colectivas. La conclusión, para mí, es que quizá hoy no cuenta la virtud, pero tampoco las instituciones que, en el fondo, se consideran corsés de nuestra expresividad más íntima, que es lo que importa. Rodrigo apuesta por la vuelta a la virtud aristotélica, y me recuerda –quizá él no esté de acuerdo- las propuestas de Alasdair Macintyre en After Virtue, en que rechaza las propuestas de la filosofía moral de la modernidad porque ha desembocado en una comprensión emotivista de la ética al conceder a las reglas y normas más importancia que a la virtud aristotélica, que MacIntyre reivindica.

Rodrigo trata todos estos temas con perspectiva y con profundidad. En la parte primera, más de la mitad del libro, nos explica los antecedentes que han propiciado el modo de pensar de la delegación de la responsabilidad y es la decantación de todas sus lecturas de los clásicos. En la segunda parte, que escudriña los síntomas de la delegación de la responsabilidad en la economía, en el derecho, en el Estado, en la política y en la ciudadanía  se puede apreciar la doctrina emanada por Rodrigo en todos sus posts y publicaciones en Hay Derecho sobre temas de actualidad.

Un lujo, no dejen de leerlo. Pero también es una obligación hacerlo porque, como el mismo Rodrigo dice en la parte final del libro, que llama “tratamiento”, es preciso escuchar la verdad, decir la verdad (al poder), decirse la verdad a uno mismo, actuar en función de esa verdad y participar de lo público, concienciarse y actuar”.

De gira con la IA

Con motivo de la publicación del libro “Que los árboles no te impidan ver el bosque. Caminos de la inteligencia artificial” (Editorial Círculo Rojo, septiembre 2022), hemos emprendido una gira con el fin de promover el debate público sobre los beneficios y los riesgos que entraña la llegada de la inteligencia artificial (IA) a nuestras vidas. Con esta vuelta a España estamos cubriendo etapas de diferente naturaleza o formato: debates, entrevistas, coloquios, conferencias o artículos, así analógicos como digitales.

En cuanto al libro en cuestión que dio origen a todo esto, nos complace sugerir a los lectores de estas líneas la amplia y detallada reseña del jurista y profesor universitario Rafael Jiménez Asensio, creador del blog La Mirada institucional.

El Estado de Derecho y la inteligencia artificial, ¿qué pueden hacer el uno por el otro en beneficio de ambos y, por ende, de la sociedad? Este blog ¿Hay Derecho? —que va camino de las 4500 entradas— se viene planteando esta pregunta desde muy diferentes puntos de vista. De momento, son cerca de medio centenar los posts en los que la IA es objeto de atención, en mayor o menor grado.

La arquitectura institucional que protege la dignidad del individuo, la igualdad ante la ley de todas las personas, la universalidad de sus derechos y la garantía de sus libertades, con la consiguiente responsabilidad individual, no está atravesando por sus mejores momentos en nuestro país. El 1er informe sobre la situación del Estado de Derecho en España, 2018-2021 que —inspirado en el estudio que realiza periódicamente la UE— acaba de presentar la Fundación Hay Derecho da cuenta del preocupante momento que vivimos. Y según el Índice de Estado de Derecho, que anualmente elabora World Justice Project, España ocupa el puesto 21 entre los 25 países mejor evaluados.

Así que, tenemos ante nosotros muchos, importantes y urgentes aspectos del Estado de Derecho cuyo funcionamiento requiere ser mejorado para, así, revitalizar la credibilidad de las instituciones que lo encarnan y, consecuentemente, fortalecer la confianza de los ciudadanos en ellas.  Unos aspectos son de naturaleza política; otros, eminentemente técnicos.

Entre los primeros, los autores del citado informe destacan el abuso que supone la deslegitimación de un poder del Estado por parte de los integrantes de otro, la ocupación partidista de las instituciones de contrapeso o el menoscabo de la función legislativa del Parlamento. Pero para ninguno de ellos tiene respuesta la IA. El tipo de problemas para los que la IA puede —debería— ofrecer soluciones son, obviamente, de carácter técnico, a saber:

  • En el área del Poder Judicial, subrayamos los problemas con la ejecución de las sentencias firmes. En España, el tiempo medio del procedimiento de ejecución es notoriamente superior al de países como Francia, Bélgica o Luxemburgo, Hungría, Estonia o Lituania. “Es imprescindible —citamos textualmente— utilizar adecuadamente los recursos para fortalecer la ejecución de las resoluciones judiciales, apostando por la digitalización del sistema”. Pero una cosa es invertir en tecnología (IA, en este caso) y otra, muy diferente, es la inversión previa en la inteligencia y capacidades necesarias para modernizar la cultura organizativa de las instituciones en las que se pretende operar un cambio tecnológico, un paso previo imprescindible sin el cual la pura digitalización está condenada al fracaso.
  • En el área del Poder Legislativo el problema que destacamos es el derivado de la “ingente producción normativa que provoca que las leyes en España cambien continuamente” lo que, consecuentemente, produce molestia para los juristas, inseguridad jurídica para los ciudadanos y una mayor dificultad para establecer líneas jurisprudenciales. En “Las cuatrocientas mil normas de la democracia española”, se señalan como fuentes de la complejidad de la normativa estas tres: 1) El número excesivo de normas, 2) Los problemas lingüísticos y 3) La complejidad relacional, una tríada de asuntos para la que un uso juicioso de la IA resulta apropiado, importante y urgente, previo análisis de las necesidades del conjunto del ordenamiento jurídico español.
  • Y en las áreas transversales que, en modo alguno, resultan ajenas al Poder Ejecutivo, nos hacemos aquí eco de 1) la transparencia, 2) la rendición de cuentas y 3) la lucha contra la corrupción. Se trata de un nuevo trío para el que solicitamos no solo un uso intensivo de IA sino también —y previo a todo ello— una urgente actualización de los presupuestos conceptuales sobre los que descansa la praxis de sus elementos: transparencia, responsabilidad y corrupción. Unas prácticas que hoy se han quedado, por insuficientes, notoriamente anticuadas. Porque dirigirse hacia el futuro mirando únicamente por el retrovisor (pasado) no es una buena idea.

La otra cara de nuestra propuesta —cómo el Estado de Derecho puede favorecer el desarrollo humanista de la IA— se condensa en una sola palabra: Regulación. ¿Debe regularse el desarrollo de la IA? Sí, sin duda de ningún género. Pero ¿dónde y cómo? Estas son dos de las cuestiones que más atención están mereciendo en nuestra gira por España.

  • Por dónde queremos decir ¿en qué eslabón de la cadena de valor de la industria IA debemos incorporar medidas regulatorias? Los defensores del imperativo tecnológico (la tecnología es neutra y avanza según sus propias leyes, más allá de la voluntad del ser humano) insisten en la necesidad de regular al final de la cadena, esto es, en el uso de los dispositivos IA ya creados. Los defensores del constructivismo social (la tecnología no es neutra pues su desarrollo está determinado por los valores e intereses de cada época) defendemos —no en lugar de, sino además de lo anterior— la necesidad de la regulación ab initio, esto es, en los laboratorios, allá donde tiene sentido preguntarse ¿para qué? Porque, como sostiene Margaret Boden, “debemos tener mucho cuidado con lo que inventamos”.
  • Y por cómo nos preguntamos por los criterios regulatorios que se deben aplicar. Según el estudio de la Fundación BBVA sobre Cultura Científica en Europa, a la pregunta “¿Cree usted que la ética debe poner límites a los avances científicos?”, 42 de cada 100 españoles responden que no, mientras que en el Reino Unido este porcentaje es del 33, entre los franceses es el 25 y solo 15 de cada 100 alemanes responden que no. A ese 42 % de españoles que opinan que la ética no debe poner límites a los avances científicos, queremos recordarles que todo poder ilimitado es tiránico, así en la política como en la ciencia. En nuestra opinión no hay ninguna justificación posible a un desarrollo científico ilimitado, como no sea en defensa de los intereses económicos que lo promueven. Ninguna. Toda innovación científica y tecnológica es impulsada por una determinada combinación de estas cinco fuerzas: La curiosidad del científico, la búsqueda de soluciones a problemas de salud, la mejora de la eficiencia de la actividad humana, la automatización de tareas repetitivas o peligrosas y la economía de inversores y operadores. Este es el lugar para recordar que, siendo todas y cada una de estas motivaciones ancestrales y legítimas, resulta obsceno esgrimir las cuatro primeras mientras que se omite la última, conducta que puede apreciarse en no pocos anuncios de novedades sin cuento.

Si algo cabe esperar del Estado de Derecho, es decir, de las instituciones que lo encarnan, es que garantice que el desarrollo de la IA sea coherente y respetuoso con la dignidad, la libertad, los derechos y las obligaciones de las personas. Lo cual pasa ineludiblemente, según nuestra opinión, por una regulación integral, es decir, ab initio y no solo de hechos consumados, en la que la ética y un enfoque centrado en el ser humano sean los protagonistas.

Ojalá estas líneas sirvan para fomentar el debate sobre estas y otras cuestiones de igual enjundia: ¿Es la IA fuente de nuevas formas de desigualdad social? ¿Cómo repercute la IA en el libre albedrío? ¿Es la perfección que anhela la tecnología compatible con la imperfección inherente a la condición humana? La revolución 4.0, además de cambiar nuestra forma de hacer, ¿está cambiando la esencia del ser humano? ¿Superará el alumno al maestro, la inteligencia artificial a su creadora, la inteligencia humana?

Esto es lo que perseguimos en nuestra gira por España: que la sociedad civil, empezando por el lector de estas líneas, se atreva a reflexionar y participe en el gobierno de este proceso, tan prometedor como inquietante, en lugar de dejarlo en manos de los poderes públicos y privados.

Ermua: ETA y la difuminación ética

Creo que ayer Marimar Blanco dio en el clavo cuando reclamó una memoria democrática “con buenos y malos”: “La verdad debería ser la prioridad de un Gobierno. Lo contrario ni es justo ni decente”.

Es así. Muchos tenemos la sensación de que hoy lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo han dejado de ser polos éticos diferenciados para pasar ser conceptos discutidos y discutibles, relatividades dependientes de la perspectiva, del ámbito o, peor, de los intereses en juego.

Por supuesto, la realidad es compleja. Claro que cuando ETA nació había una dictadura, pero el terrorismo siguió en democracia y con Estatutos de Autonomía, así que cabe legítimamente dudar de esta excusa moral. También es verdad que hubo un GAL y que eso fue un error. Siendo Notario de Hernani, en 1994, recuerdo haber tenido conversaciones con personas cercanas a Herri Batasuna que, hablando sobre ETA, contraponían a sus atentados los del GAL, mermando gravemente mi argumentario político y ético. Y es que lo malo del GAL no fue que “lo hicieran mal”, como decían cínicamente muchas personas cercanas en aquellos tiempos, sino que ponían al mismo nivel ético el terrorismo de un lado y el del otro al olvidar que la ética no está en la bondad de los fines –siempre susceptibles de ser embellecidos con barnices idealistas- sino, sobre todo, en la de los medios utilizados, tan poco maquillables con buenas palabras. Eso es lo que significa la máxima ética, que debería ser regla primordial de conducta, de que el fin no justifica los medios. Aunque a mí me parezcan más deseables unas que otras, tan justificable como fin es la independencia de Cataluña o el País Vasco como la unidad imperecedera de España, la igualdad absoluta de los ciudadanos como la libertad irrestricta: la diferencia estará en qué estamos dispuestos a hacer o no hacer para conseguirlo (y no me pongan el caso extremo de la violencia contra el dictador, que ya se sabe que el caso difícil hace mal Derecho). Dicho eso, la calificación de uno y otro terrorismo no es equivalente ni cuantitativa (es obvio, de mil muertos a pocas unidades) ni cualitativamente, porque el Estado activó sus mecanismos democráticos y acabó con este terrorismo y con sus responsables en la cárcel y, en cambio, el mundo abertzale no ha hecho realmente su reconversión ética ni ha pedido perdón (salvo algunos casos individuales destacables).

De hecho, lo que ocurrió en Ermua en 1997 fue un viento que repentinamente levantó la difuminación ética que poblaba la violencia terrorista en aquellos tiempos. La equidistancia calculada e interesada -esa mano que mueve el árbol y que no es la misma que la que recoge las nueces- fue, repentinamente, puesta en evidencia y todos hubieron de posicionarse frente a la enormidad, evidente y palpable, dramática y televisada, que se desarrollaba en tiempo real ante nuestros ojos. Quedaba al descubierto la realidad, al modo de ese tercero imparcial del experimento de Philip Zimbardo en la prisión de Stanford, un juego de roles en el que los abusos que se estaban produciendo con quienes hacían el papel de presos no se hicieron presentes hasta que alguien irrumpió en la sala y dijo “¡pero qué estáis haciendo!”

A partir de ahí se inició un proceso que acabó con ETA como se tenía que acabar: reconociéndose sin ambages su naturaleza perversa y atacándola por todos los medios legales, económicos y jurídicos, sin miedo a la respuesta; y no por el diálogo o la negociación que, siendo siempre necesarios en cualquier confrontación, en aquellas en que participan sectarismos irreductibles y psicopáticos sólo pueden ser la vía para que el perdedor reconozca su derrota y se evite a sí mismo y a los demás un daño mayor, favoreciendo además la clemencia. De hecho, el abandono de las armas por ETA se ha cerrado, en cierta medida, en falso, porque no parece haber habido una verdadera asunción de culpas colectiva, un reconocimiento de la abominación ética, paso previo imprescindible para curar heridas propias y ajenas, que debidamente cicatrizadas permitan olvidar.

Por eso, quizá, la difuminación ética ha vuelto en este asunto. La difuminación ética es un proceso cognitivo, un a modo de niebla moral, por la que personas, seguramente honradas, tienden a tomar decisiones no éticas, porque las consecuencias de sus actos han desaparecido de su proceso decisorio, por razones de conveniencia o de otro tipo (es “una decisión empresarial”; se trata de “una decisión política”). Fuerzas irracionales como sesgos, conflictos de interés, las prisas o los intereses económicos tienden a cegarnos y a hacernos olvidar las consecuencias para otros de nuestras decisiones. Por supuesto, no me refiero a los políticos que pactan o toman ciertas decisiones con plena conciencia de sus actos, con premeditación y alevosía, porque en ellos no hay difuminación sino amoralidad clara y distinta. Me refiero al ciudadano normal que, envuelto en esa niebla amoral, tiende a justificar las decisiones de los suyos, porque son delincuentes, pero son sus delincuentes. No pueden ser tan malos cuando piensan lo mismo que yo. O peor todavía: sí han hecho algo malo, pero también el contrario hizo algo malo, y los fines de los míos son mucho mejores. Las consecuencias de esto son, a la larga, muy graves, pues como decía Hannah Arendt, cuando todos son culpables nadie lo es.

Es preciso exigir, como decía Marimar, que lo bueno sea bueno, y lo malo sea malo, porque de no ser así, todo será malo.

De la conquista de las libertades a la exacerbación del consentimiento

De la conquista de las libertades a la exacerbación del consentimiento

(este post es reproducción del artículo publicado en el número 95 de la revista El Notario del Siglo XXI)

La aprobación preliminar de la ley de Eutanasia pone sobre la mesa una realidad emergente que tiene trascendencia filosófica, sociológica y, también, jurídica: el predominio del consentimiento sobre los demás elementos del contrato o, en su caso, la relación jurídica o social de que se trate. No importa tanto el qué –el objeto- ni el porqué –su causa, su intención- sino si la relación ha sido verdaderamente querida y aceptada.

Las razones de este ascenso del consentimiento van de la mano de la adquisición de nuevos derechos y de la conquista de nuevas esferas de libertad que antes estaban vedadas por la ley, la moral, la religión u otras ideologías estructuradoras del orden social. Estos metarrelatos sometían al individuo a los intereses superiores de la colectividad, la familia, la nación o la profesión mediante la adjudicación a cada uno de un determinado rol o papel social–padre, madre, trabajador, español- constreñidor del libre albedrío de la persona con el objeto de establecer una predictibilidad en el comportamiento que asegurara la conservación del statu quo y el orden sociales. Pero la segunda mitad del siglo XX marcó, al compás de la posmodernidad, el advenimiento de un nuevo objetivo vital, irrenunciable e incompatible con restricciones sociales: el pleno desarrollo de la personalidad. Liberado ya de esas constricciones creadas por ideologías, éticas y religiones, que ahora se presumen perniciosas, el individuo podría “encontrarse a sí mismo” excediendo sin rubor ni vergüenza el papel que la sociedad y la historia aleatoria y arbitrariamente le había atribuido. Ni el sexo, ni la pertenencia a un Estado, pero tampoco la familia ni la profesión deben limitar nuestras posibilidades vitales, por lo que nos encontramos legitimados, por un lado, a aspirar, a la voz de “si quieres, puedes”, a cualquier meta o logro que otros hayan conseguido, porque nos lo merecemos, y, por otro lado, a transgredir cualquier límite de normas trasnochadas, porque la vida consiste, básicamente, en tener experiencias, sensaciones únicas e irrepetibles que, curiosamente, cientos de millones de personas en el mundo quieren también adquirir. Porque, no debemos olvidarlo, la búsqueda de uno mismo corre paralela a un hiperconsumo que provee de esas experiencias y afanes novedosos, pues la comercialización de las formas de vida no tropieza ya con resistencias estructurales, culturales o ideológicas, como dicen Lipovetski y Charles en Tiempos Hipermodernos.

Entiéndaseme bien: aunque se aprecie un tono irónico, el libre desarrollo de la personalidad es, sin duda, un gran logro de la humanidad que, en líneas generales, ha marcado un aumento del nivel de vida para todos y un reconocimiento de la dignidad del ser humano (“aquello que estorba” y que impone “la ley del más débil”, en palabras de Javier Gomá en Dignidad)

Pero, atención, ello no quiere decir que la libertad no tenga también su precio. Cualquiera que haya visto el documental La teoría sueca del amor comprenderá lo que quiero decir. En él se cuenta como, en los años 70, Suecia, tras sesudos trabajos científicos, llegó a la conclusión de que un ciudadano sueco no debería depender ni de la familia –ni de padres, ni de cónyuge ni de hijos- ni tampoco de amigos:  el Estado, a través de guarderías, residencias para mayores y ayudas económicas subvendría a lo esencial a través del llamado “individualismo de Estado” y ello rompería las cadenas sociales preestablecidas para que la persona pueda alcanzar sus más apetecidos propósitos: dedicarse a leer, vivir en sitios paradisiacos o dedicarse a deportes de riesgo. Pero, claro, hay un precio: la soledad. Un elevado porcentaje de escandinavos vive solo, lo que indirectamente crea problemas de salud al alterar el sueño y el sistema inmunológico, aumentar el riesgo de estrés e infarto. Pero también hay soledad en la reproducción, que es en una gran proporción asistida. Incluso se muere solo: en una escena escalofriante, se muestra como hay un departamento del Estado dedicado exclusivamente a encontrar a los parientes más cercanos –totalmente desapercibidos del evento- de la gente que muere sola. Es más, como decía Ulrich Beck (Beck-Gernstein en La individualización), la vida hoy se complica porque con el proceso de individualización moderna la biografía normal se convierte en una biografía electiva, del “hágalo usted mismo”, que es siempre una biografía de riesgo o de biografía de la cuerda floja porque la elección equivocada, combinada o agravada por la espiral descendente de la desgracia privada, puede convertirse en la biografía de la crisis. Por supuesto, en otros países la gradación de las consecuencias es muy diferente y, más que soledad o individualismo, podemos encontrar falta de solidaridad, poca afección a la colectividad o a las normas, o la búsqueda de una autodeterminación –en sus más amplios términos- que choca con la paz social o individual.

En este panorama de liberación personal y de difuminación de los límites de lo permitido y lo prohibido, el consentimiento adquiere una especial relevancia. Al no existir diques de contención ni límites al crecimiento personal, lo correcto o incorrecto no vendrá ya de la ley, la costumbre o la ética ni se presumirá, de acuerdo con el criterio del buen padre de familia o del honrado comerciante, una determinada actitud.

Piénsese, por ejemplo, en el famoso caso de la Manada. Enfocar la cuestión con un prisma ético o de costumbres sociales no ayuda a entenderlo, pues no existe ya un paradigma de actuación que haga presumir una determinada conducta. Para los boomers, el código adquirido hace impensable que una joven pueda irse voluntariamente con varios jóvenes a un portal; sin embargo, al parecer, tal cosa no resulta hoy tan improbable. Lo importante no es, por tanto, la naturaleza de la conducta, su adecuación a una ética más o menos tradicional, sino si para su práctica ha habido un consentimiento cabal de quienes han participado en ella (ver en este blog el post de Rodrigo Tena El caso de la Manada y el problema del consentimiento). Sin duda, valerse de códigos de conducta como los indicados puede ser considerado un sesgo cognitivo sobre la actuación que previsiblemente la víctima o el agresor pueda haber realizado, pero no cabe duda de que, más allá de reglas procesales como la de la presunción de inocencia, las reglas éticas o las costumbres pueden alumbrar sobre la probabilidad de los hechos.

Este papel preponderante del consentimiento se puede observar en otras parcelas de la vida como, por ejemplo, la convivencia more uxorio. Tradicionalmente, la unión de dos personas, por supuesto de diverso sexo, ha sido un acto formal en que el simple consentimiento no es suficiente para crear un estado, pues para ello debe prestarse ante funcionario público competente. Prestado correctamente, el consentimiento genera un estado civil que atribuye recíprocos derechos civiles y administrativos a los cónyuges; el consentimiento no formal, en cambio, no atribuye derechos, porque no es reconocido por el Derecho como matrimonio. Pero la consagración del derecho de lograr las aspiraciones vitales sin sujeción a condicionamientos que no sean los del afecto y la felicidad conduce a desformalizar los actos, a reducir su obligatoriedad y permanencia, y ello a su vez lleva a reconocer otras formas de familia basadas en el simple hecho de la unión bajo un consentimiento expreso o tácito, a los que se atribuye, de una manera paulatina, casi las mismas atribuciones y derechos que el matrimonio formal. De alguna manera, el matrimonio pasa de ser un contrato formal a ser simplemente consensual. Es, de nuevo, un triunfo jerárquico del consentimiento sobre otras consideraciones.

Un matiz diferente tiene el caso de ciertas operaciones jurídicas que, aunque no estaban en absoluto prohibidas, sí son una muestra de una tendencia al hiperconsumo que hasta hace poco era socialmente vista como ejemplo de falta de autocontrol, de exhibicionismo o imprudencia, y que implica también una magnificación del consentimiento como elemento del contrato frente a otros como la forma o la causa. Por ejemplo, en la contratación de préstamos hipotecarios, el concepto de la transparencia material constituye en nuestro país inicialmente una creación jurisprudencial que no considera suficiente para la validez del contrato la simple  aprobación formal por parte del consumidor -o persona física en general-, sino que exige un plus de conciencia del acto que se va a otorgar que incluya proyecciones sobre la evolución futura de los tipos de interés u otros extremos no fácilmente previsibles. Sin duda, la protección a la parte contractual más débil, que no ha redactado el contrato, es una cuestión de estricta justicia. Las cláusulas oscuras y las materialmente abusivas deben ser proscritas del ordenamiento porque al usuario no le queda sino firmar; y la parte contractual más fuerte debe actuar con buena fe e informar debidamente. Ahora bien, el concepto de transparencia material se mueve en un terreno viscoso y de visibilidad difuminada. ¿Cuándo ha de entenderse que el consumidor ha entendido cabalmente el contrato y todas las posibles consecuencias? ¿Bastará que las cosas no vayan por donde se suponía que deberían haber ido para que quede probada la falta de transparencia? El memorable abuso del concepto de transparencia ha llevado en nuestro Derecho a consecuencias jurídicas desmesuradas, como la anulación prácticamente automática de todas las cláusulas suelo bajo la premisa, de evidentes resonancias pandémicas, de “no se podía saber”. Pero, a los efectos que nos interesan, lo destacable es que para la validez del acto no es suficiente la forma (escritura pública), ni el consentimiento formal sobre el objeto y la causa, ni tampoco el cumplimiento de los requisitos sobre transparencia que establecía la ley, sino algo más: un entendimiento holístico de toda la operación y sus consecuencias presentes y futuras; pero ello incluso en el caso de que el consumidor hubiera actuado con manifiesta imprudencia –seducido, eso sí, por tentaciones consumistas del banco, cómplice en grado superior en el contubernio- al recibir un préstamo para comprar la casa y, ya de paso, un coche, además de financiar las vacaciones del año siguiente. El consumidor “tenía derecho” a disfrutar de sus sueños, porque él lo vale, pero, lamentablemente, su consentimiento no abarcaba las consecuencias de sus actos y por eso debe anularse el contrato.

Ya he dicho que el nuevo papel preponderante del consentimiento en el ámbito jurídico se corresponde con una ampliación de la esfera de la libertad del individuo en el ámbito político y social y que su defensa es la defensa del ejercicio libre de los derechos en las esferas tradicionales y en otras nuevas. Sin embargo, ello tiene también consecuencias indeseadas. Dice magistralmente Pascal Bruckner en La tentación de la inocencia: “llamo inocencia a esa enfermedad del individualismo que consiste en intentar escapar de las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad, sin sufrir ninguna de sus consecuencias. Se expande en dos direcciones, el infantilismo y la victimización, dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos estrategias de la irresponsabilidad bienaventurada”. Me interesa especialmente el infantilismo que para Bruckner “combina una exigencia de seguridad con una avidez sin límites, manifiesta el deseo de ser sustentado sin verse sometido a ninguna obligación”. Y si se impone es porque cuenta con los aliados del consumismo y la diversión, fundamentados ambos en el principio de la sorpresa permanente y la satisfacción ilimitada bajo el lema ¡no renunciarás a nada!. A propósito de lo que nos pueda venir en el futuro, sugiero a los lectores se interesen por el concepto de “affluenza”: un “trastorno” de la personalidad alegado con éxito por el abogado estadounidense de un niño rico –Ethan Couch- que había cometido ciertos crímenes y cuya absolución se pedía porque sus adinerados padres habían mimado y malcriado a su hijo hasta inculcarle un sentido de irresponsabilidad tal que el joven no sabía distinguir el bien del mal ni sufrió nunca las consecuencias de su conducta.

Y la cosa se agrava si a la posible infantilización del ciudadano, más consciente de sus derechos que de sus obligaciones, se le añade la evanescencia de un consentimiento que, examinado en sus más detallados términos, siempre estará plagado de sesgos, como con profusión nos demuestra hoy la psicología cognitiva, que evidencia que muchas de las decisiones que tomamos son cualquier cosa menos nuestras (recordemos a Haidt y La mente de los justos, a Kanehman y su Pensar rápido, pensar despacio o a Ariely y The (honest) truth about dishonesty). Todavía peor: la demostración o prueba del consentimiento en un mundo desformalizado, anti jerárquico y líquido se vuelve extraordinariamente complicada y aboca al Derecho a una metodología, en el mejor de los casos, basada en el caso concreto y, en el peor, a una aplicación libre del Derecho basado en la tópica (recordemos también a Viehweg)

Todas estas extensas reflexiones son aplicables también a la cuestión de la eutanasia. Esta es, sin duda, un nuevo ámbito de libertad que se alcanza, reclamado desde hace mucho tiempo y asentado en una necesidad sentida por mucha gente. Y, de nuevo, el elemento esencial es el consentimiento que, por la trascendencia de los efectos que acarrea, debe concurrir con toda claridad. Pero, de nuevo, no podremos evitar sesgos, condicionamientos o depresiones subyacentes que dificultarán su valoración y prueba (por cierto, resulta chocante que se haya eliminado formalmente -que no materialmente- a los notarios -especialistas en la formación del consentimiento- de las Instrucciones Previas de la Comunidad de Madrid).

Porque hay algo que particulariza la eutanasia en relación a los demás casos:  la irreversibilidad de sus consecuencias. Creo que poca gente criticaría moralmente los casos extremos que, por regla general, se suelen plantear como ejemplo de la eutanasia. Piénsese en el Mar Adentro de Ramón Sampedro. Pero, como decía el juez Oliver Wendell Holmes, los casos difíciles hacen mal derecho, porque no se basan “en su importancia real a la hora de conformar el derecho del futuro, sino por algún accidente de interés abrumadoramente inmediato que apela a los sentimientos y distorsiona el criterio”. Por ello, cuando se hacen las leyes pensando en el caso extremo, difícil y estadísticamente poco frecuente y, además, se usan como bandera ideológica destinada no a resolver las cuestiones planteadas sino a obtener un rédito mediático, es posible que las cosas no se hagan del todo bien. Y ello es inquietante pues, en un mundo hasta cierto punto infantilizado e hiperconsumista, la consecuencia puede fácilmente ser la mercantilización de ámbitos humanos indisponibles y la banalización de la vida humana.

 

El Rubius, Andorra y la diferencia entre lo legal y lo ejemplar

El Rubius es una persona muy conocida entre un porcentaje muy alto de los jóvenes en España, por su gran exposición mediática, sobre todo a través de dos redes sociales: Youtube (con mas de ¡treinta y nueve millones! de suscriptores) y Twitch, en la que sobrepasa los ocho millones. Los temas que trata en ellas se refieren sobre todo a videojuegos, comentarios muy variados sobre diversos recursos en la red, de vídeos, directos sobre diversos temas, etc, siempre en tono de diversión.

Malagueño de 30 años, su fama ha crecido exponencialmente: ha sido imagen de la campaña de publicidad de Fanta; ha aparecido junto a actores de Hollywood de la talla de Tessa Thompson; ha participado en promociones de películas como Men in Black: International o Cazafantasmas; publicó un libro (El libro troll, en 2014) que fue número uno en ventas en España durante ocho semanas; cuenta con su propio cómic (El Rubius: Virtual Hero) y ha sido incluso personaje de un videojuego. Y es uno de los que más seguidores tiene, en el mundo, en Youtube. Pocas bromas con él: se calcula que sus ingresos anuales rondan los 4,3 millones de euros.

El caso es que El Rubius ha declarado hace unos días que va a trasladar su residencia a Andorra. Las razones son que muchos de sus amigos youtubers ya están alí, y que en Andorra el tipo máximo del IRPF es el 10%, a diferencia del marginal máximo de España que es el 47%. «Llevo, literal, 10 años de mi carrera pagando aquí. Yo sé que habrá gente que me critique. La gente muchas veces habla sin saber y sé que va a pasar, pero no me preocupa», ha dicho.

Y se ha formado la mundial en redes y medios, con un aluvión de críticas, que se pueden resumir en dos palabras: se le acusa de ser un rico insolidario. También ha tenido quien le defienda, en especial otros youtubers que ya viven en Andorra.

Bien, analicemos esta cuestión con la cabeza fría y con el Estado de Derecho por delante (en definitiva, al estilo Hay Derecho), y lo primero es diferenciar entre legalidad, por una parte, y moralidad o ejemplaridad pública, por otra. Y es que en mi opinión se han mezclado continuamente al analizar este caso.

El trasladar la residencia a Andorra es algo perfectamente legal, siempre y cuando cumplas los requisitos de estancia mínima anual en ese país, que son residir al menos 183 días al año y tener allí su centro de interés económico . Por tanto, si El Rubius cumple esos requisitos, lo que hace es jurídicamente correcto, no hay fraude fiscal, no hay evasión de impuestos, como se ha llegado a decir en las redes. Lo que hay es que se traslada a otro país para pagar menos impuestos, pero legalmente (Hacienda seguramente comprobará que cumple la residencia mínima en Andorra). Vamos,  lo que para nuestro inefable vicepresidente Pablo Iglesias, sería un exiliado, dado que se va de España por razones de política…fiscal.

Por tanto, este caso es algo totalmente diferente al verdadero fraude fiscal, por ejemplo al ocultar y no declarar patrimonio y rentas en el extranjero, y que provocó una polémica norma que concedía una “amnistía fiscal” hace unos años, y que tratamos ya en el blog. El no declarar rentas que legalmente han de declararse sí merece, en cambio un reproche jurídico porque es algo verdaderamente grave y contrario a la ley.

Si en el caso de Rubius no cabe reproche jurídico- y a pesar de esto, la catarata de insultos que ha recibido ha sido tremenda-, entonces la decisión del youtuber entra en el campo de la moralidad o el ejemplo público, debate por cierto muy necesario en general y en el que se podría aprovechar para reflexionar de manera sosegada (sí, ya sé que pido un unicornio) sobre varios argumentarios. Expongamos algunos de los que se han empleado en las redes.

Es muy lógico escaparse a Andorra, porque no hay ninguna obligación de “regalar” mi dinero al Estado, que tanto me cuesta ganar. No. El dinero de los impuestos no es un regalo, ni tiene que partir de un sentimiento de bondad o solidaridad; es una obligación constitucional, la del art. 31.1 de la Constitución: “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo“. Los impuestos sufragan los gastos públicos, los cuales son imprescindibles en para vivir en una sociedad moderna y pacífica.

Los impuestos lo que hacen sobre todo es pagar a los enchufados de los partidos, los chiringuitos y la corrupción, no pienso pagar eso. No es así, es comprensible el enfado, porque eso también pasa, pero ni mucho menos es el gasto principal, está de hecho a años luz de serlo. En este enlace se explica en qué se gasta el presupuesto en España , y adelanto que muchísimo va a pensiones, pagar deuda pública (sí, somos un país muy endeudado) y el desempleo.

España tiene un sistema fiscal confiscatorio, y de eso habría que hablar también. Sin duda es un asunto que debería debatirse seriamente, y comprobar si es confiscatorio, si no lo es pero sí exagerado, si ni siquiera eso pero está descompensado, etc. Seguro que hay mucho que cambiar. Como contribución, una que me convence mucho, la de Antonio Cabrales en este hilo de twitter. Resumen: en España no se pagan (relativamente) muchos impuestos y el gasto público no es muy ineficiente.

Si España quiere ser competitiva, que haga lo mismo que los países que son (o casi) paraísos fiscales. No es posible, y la razón la explica perfectamente Dani Sánchez-Crespo en este otro hilo de twitter.

Hacienda es insoportable y tiene una actitud que más que ciudadanos parecemos súbditos, además, por una lado deja sin investigar fraudes fiscales gigantescos, y, por otro exprime al que tiene controlado. Bastante de acuerdo con ello, y creo que mucha gente, y el propio Rubius se queja de haber sido perseguido.

Pero volvamos, para terminar, al caso concreto de El Rubius. Lo que pretende hacer es legal, sí, pero muy insolidario con la sociedad española y muy poco ejemplar. Sin duda paga muchos impuestos en cantidad, pero con lo que le queda le sobra para vivir como lo que es, un rico -por propio su esfuerzo, eso no se discute, pero un rico-. Ahora bien, no es el primero ni mucho menos, y no hubo tanto escándalo en su momento; deportistas como Arantxa Sánchez-Vicario, Joan Mir o Maverick Viñales, famosos como la modelo Judith Mascó y otros youtubers como Vegetta777 o TheGrefg lo han hecho antes.

En twitter me pregunté hace unas semanas si youtubers como El Rubius, Auronplay, Willyrex, Ibai, que tienen tantísimos seguidores y por tanto una influencia indiscutible, tenían una obligación moral de ser ejemplares superior incluso a la de otras personas. Creo que, con todos los matices que se quieran añadir, que sí tienen esa obligación, les guste o no, en especial en materia de cumplimiento de los deberes ciudadanos, porque lo que ellos hagan va a afectar a la conciencia de muchos miles de seguidores. Como dice Francisco de la Torre, “si los referentes de los jóvenes, con su ejemplo, enseñan que no merece la pena un compromiso de pagar impuestos en España tendremos un problema”. Afortunadamente, en España tenemos otros referentes que sí son absolutamente ejemplares en muchos temas, incluido este, como Rafa Nadal.

A El Rubius no parece afectarle ese problema moral, pero no es peor que otros que lo han hecho antes. Aunque tampoco es mejor que ellos, por muchos seguidores que tenga, que demás no va a perder por este tema. Si los perdiera, o se le cayeran anunciantes, entonces la cosa sin duda cambiaría.

En definitiva, este asunto revela no un problema de legalidad o ilegalidad, sino uno o varios problemas morales y de ejemplaridad. Porque el comportamiento insolidario de el Rubius no es un hecho aislado, algo extravagante en una sociedad de cumplidores. Si se pide ejemplaridad, hay que darla primero. Y, ¿tenemos una clase política ejemplar? ¿lo somos nosotros como sociedad? ¿O es verdad lo que ha dicho otro gran youtuber, Ibai, que el 90% de los que tuvieran la oportunidad de hacerlo, lo harían?

Y es que, como dice Sergio del Molino, la culpa no es solamente de los youtubers de Andorra.

Pandemia, vulnerabilidad social y Administración Pública

 

“Algo se ha quebrado en la gestión de esta pandemia. La solidaridad de las personas jóvenes con las mayores, a las que tanto se ha aludido, ha quedado empañada por la interpretación de que su mayor bien es la mera supervivencia. Y pensamos que no, que nadie quiere la supervivencia a cualquier precio, al precio de la soledad, del miedo, de la falta de cariño de tus seres queridos, del abandono”. (AA.VV.: “¿La salud de quien estamos defendiendo? Desigualdades sociales y sanitarias en tiempo de pandemia”)

 

“La ética del cuidado defiende un mundo donde el cuidado a la gente es lo más importante” (Helen Kholen, Entrevista al diario El Periódico, 25-IX-2019) .

 

La Agenda 2030 tiene, entre sus múltiples objetivos, erradicar la pobreza, también acabar con la desigualdad y la defensa de un trabajo decente. Dentro de las secuelas humanitarias, económicas y sociales de la pandemia está, sin duda, la más que previsible ampliación de la brecha de desigualdad y la multiplicación de la pobreza. Por no hablar del desempleo monumental que la recesión económica producirá.

 

En esta entrada sólo pretendo poner el foco en algunos déficits que en el ámbito público se han observado de forma clamorosa en estos últimos meses y, asimismo, en cuáles son algunos de los retos o desafíos que los poderes públicos deberán afrontar en los próximos meses y años para atenuar y, en su caso, mejorar, los devastadores efectos que la crisis ha producido y provocará sobe aquellas personas que ofrecen fuerte vulnerabilidad social; cuyo círculo, conforme pasen las semanas y meses, se irá ampliando dramáticamente.

 

La presente entrada surge tanto por la observación y reflexión personal como sobre todo por la lectura del documento al que se hace referencia en la cita inicial (consultar aquí), suscrito por diferentes profesionales de los ámbitos sanitario y de servicios sociales de distintas instituciones y entidades de Euskadi, y del que tuve conocimiento por medio de una de las personas que lo suscribió (Boni Cantero). Este trabajo se divulgó también en un articulo de opinión editado en los diarios El Correo y El Diario Vasco, que llevaba por título  “Responsabilizarnos del otro”.

No cabe duda que, en lo que afecta a colectivos vulnerables (un concepto que la crisis derivada de la pandemia está ampliando constantemente), el largo período de duro confinamiento (más allá de la clásica “cuarentena”) ha mostrado algunas luces, pero sobre todo enormes sombras. Como bien se expuso por Rafael Bengoa, las medidas adoptadas han evitado el colapso hospitalario, pero dejaron desatendidos otros frentes: por ejemplo, las residencias de tercera edad, en las que los efectos letales de la pandemia han sido devastadores. El descuido público en este punto ha sido evidente. Y no basta, como dice el documento antes citado, enviar al ejército, a voluntarios o la dedicación abnegada de la mayor parte del personadle tales centros, pues las responsabilidades de esta pandemia no son solo individuales, sino también políticas y de gestión. Se requerían adoptar medidas que evitaran contagios masivos. Y, en algunos casos, no se adoptaron. Los análisis de riesgo, la propia gestión y por lo común la escasa atención sanitaria hacia ese problema, han sido muestras muy deficientes de unas políticas que son manifiestamente mejorables. La visión socio-sanitaria se impone, aunque tarde. La atención no preferencial por parte de los poderes públicos hacia esos colectivos de personas vulnerables ha sido la norma. Sabemos que han muerto muchos miles de personas en circunstancias muy poco precisas, la mayor parte de las veces en la soledad más absoluta. Tanto abogar por la muerte digna y las hemos condenado a un mal morir: nadie les ha acompañado en ese duro momento. El duelo oficial llega muy tarde y algo impostado.

Pero, durante el punto álgido del confinamiento, la vulnerabilidad  no se ha quedado ahí. Ha afectado sobre todo a colectivos muy concretos, por lo común olvidados e ignorados socialmente: personas sin techo, mujeres sin recursos y cargas familiares, mujeres maltratadas, menores, estudiantes sin acceso a Internet ni medios tecnológicos, parados, inmigrantes, discapacitados, personas con adicciones crónicas, y un largo etcétera. La crisis Covid-19 es y será una máquina de producir desigualdad. Sus daños colaterales serán terribles.

 

Ciertamente, como estudió Adela Cortina, la aporofobia ha echado fuertes raíces en nuestras sociedades. Y, probablemente, esa enfermedad social se multiplique (con un  populismo en auge o con la proliferación del egoísmo más vil) si no somos capaces de reforzar los valores de solidaridad, empatía y la propia ética del cuidado hacia esas personas que están padeciendo los efectos más duros de la crisis y todavía los padecerán más en un futuro inmediato.

Pero, desde un punto de vista ético y de arquitectura de valores en la sociedad contemporánea, otra preocupante tendencia viene a añadirse a la anterior: la gerontofobia que ha emergido con fuerza en estos últimos tiempos. El documento citado otorga un particular relieve a esta tendencia y pone de relieve manifestaciones múltiples de discriminación por edad que se están viviendo en esta crisis. Desde un punto de vista retórico, nadie se suma a esa idea, sin embargo los hechos avalan que tal tendencia se ha instalado de forma silente con fuerza en nuestra sociedad y también (más preocupante aún) en la actuación (o inactividad) de los poderes públicos. Directa o indirectamente, algunas medidas públicas han partido de la idea (nunca expresada) de que tales personas son “menos valiosas”. Y ello abre un debate ético que no se ha sabido encauzar en la tormenta de la crisis. En buena medida, las personas mayores (especialmente, aquellas que superan determinadas franjas de edad y ya no están en activo) han comenzado a ser invisibles y en cierta medida molestas: consumen demasiados “recursos” y son vistos como una carga. La actual delimitación de guetos espaciales, horarios o residenciales, les segregará más todavía. El afán regulatorio desmedido no ayuda a la responsabilización individual. Además, en una sociedad altamente envejecida (y con tendencia a serlo mucho más), es este un enfoque gravísimo del problema. Dinamita los fundamentos de cohesión de la sociedad. También en el texto que citaba se contienen interesantísimas reflexiones sobre esta cuestión. Y allí me remito.

La heurística de la dignidad personal (Adela Cortina) adquirirá una fuerza inusitada en los próximos tiempos. También la ética del cuidado. Ambas ideas-fuerza deberán ser la guía de actuación de los poderes públicos en el futuro post-Covid. Pues, en estos primeros pasos, lo que se ha observado de forma muy preocupante es la emergencia de una sociedad marcadamente dual. Hay quien ha sobrellevado razonablemente la primera fase de la pandemia y el confinamiento porque tenía recursos, empleo estable, medios y espacio adecuado para hacerlo, permaneciendo alejado del riesgo y de sus efectos colaterales (sus organizaciones han cerrado o “trabajado a distancia”); mientras que otra parte importante de la sociedad, muy vulnerable en diferentes ámbitos y aspectos, ha sido tapada de la escena pública e invisibilizada (tan solo recogida en algunos reportajes mediáticos que alertaban puntualmente de que el mundo no era el paraíso de los cánticos al “resistiré” de los balcones). Y, en fin, luego están los aplaudidos y los menos aplaudidos, colectivos que han sido enviados al campo de batalla con uniformes desaliñados y sin medios  ni recursos para enfrentarse a tan etéreo enemigo. Han caído como moscas. Y han hecho lo humanamente posible. Pero también es cierto que la sociedad ha abusado de esos colectivos (particularmente, aunque no solo, del sanitario o social) o de la necesidad existencial de trabajar que tenían otras muchas personas para salvaguardar su existencia y la de los suyos. Como expresa el texto comentado:   “No está bien abusar del carácter vocacional y solidario, y permitir que las personas trabajen en condiciones límites y/o de desprotección o sobreexponerlas a la fatiga y al burnout. Tampoco es correcto en virtud de la propia seguridad, negarse a atender necesidades que no pueden ser prestadas a través del teletrabajo”. En efecto, las personas que trabajan en servicios sociales municipales han prestado asistencia profesional en temas tan alejados de su competencia como el asesoramiento o tramitación digital de expedientes de solicitudes de ayudas, porque al “otro lado”, si no eran ellos, a esas personas (colectivos vulnerables, también autónomos y desempleados) nadie les ayudaba realmente o simplemente no sabían dónde acudir.

La brecha digital, por mucho que se ignore (también por la Administración), sigue siendo algo real y doloroso. Y no se sabe a ciencia cierta cuántas personas se han quedado fuera de esos circuitos de ayudas al no poder informarse o tramitarlos por cauces telemáticos (por ejemplo, no deja de ser curioso que los locutorios hayan sido uno de los servicios más demandados en esta crisis por tales colectivos). La ética de orientación al servicio de la ciudadanía como premisa de actuación de la Administración Pública en parte ha quebrado durante esta primera fase de la pandemia.

En definitiva, hay muchas lecciones que se pueden aprender de esta complejísima circunstancia vivida. Una de las más importantes es que, de forma imperceptible, hemos “descuidado” públicamente la imprescindible ética del cuidado como complemento al valor ético de la justicia. Se ha practicado con intensidad, aunque con notables limitaciones, en el ámbito hospitalario, y se ha desatendido más en otras esferas y colectivos sociales. Lo expresa con contundencia el citado documento: “La situación vivida en la pandemia por parte de las personas más vulnerables sanitaria y socialmente, pone de manifiesto una crisis muy importante de cuidados y responsabilidad y una evidente ruptura del llamado pacto intergeneracional de cuidados que puede generar riesgos graves de daños y maltrato”.

Son muy interesantes las lecciones que extraen de la crisis el documento elaborado por el Grupo de Trabajo de Ética y Covid. Contiene abundante material para la reflexión y, especialmente, si se quieren adoptar medidas de mejora. La lucha para paliar la desigualdad marcará la agenda política en los próximos tiempos. Y la dignidad de la persona se sitúa en el epicentro del problema. Dentro de los círculos de vulnerabilidad, determinados colectivos (personas mayores, mujeres, desempleados, menores, personas sin techo, dependientes, etc.), deberán ser un punto de especial atención. Hay que huir de políticas de beneficencia y apostar por soluciones estructurales que palien las desigualdades. Por mucho que se desarrolle el teletrabajo en la Administración, el servicio público debe proporcionar siempre y en todo caso proximidad, asistencia personal y asesoramiento, empatía y acompañamiento a quienes sufren desigualdades (también de brecha tecnológica). Si bien la vida acaba siempre con la muerte, no es lo mismo morir dignamente que morir mal. La ética del cuidado deberá ser una de las políticas estrella del futuro. Y ello ineludiblemente exige contacto físico o presencia, no la fría o hierática “distancia digital” (hay situaciones y contextos personales muy duros detrás de la vulnerabilidad).

Hay que compatibilizar y equilibrar razonablemente los enfoques epidemiológicos con la ética del cuidado. Para todo ello, los poderes públicos deberán priorizar en los próximos meses y años las políticas sociales, y ello requiere dedicar recursos de todo tipo en la mejora de la gestión. Hay que salvaguardar, como también se expone, ese imprescindible compromiso profesional: “Con reconocimiento social a quien más allá de sus obligaciones legales, presta una atención excelente corriendo riesgos, porque sabe que en la relación asistencial no solo se juega la dignidad de la persona atendida (cuidada, educada, protegida, lavada, alimentada o acariciada), sino el propio proyecto de autorrealización personal”. Esa es la auténtica idea de servicio público, y lo demás maquillaje. Por eso, y no por otras cosas, los servicios de atención a las personas (sanitarios y sociales, entre otros) saldrán revalorizados de esta pandemia y de la tremenda crisis ulterior, pero también  frente a la revolución tecnológica. Nunca podrán ser totalmente sustituidos por máquinas ni por artefactos digitales. Ese será su gran valor y su gran servicio público. Presente y futuro.