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La financiación de litigios y la necesidad de regulación

Como todo aquello que surge más allá de nuestras fronteras y acaba triunfando, la financiación de litigios –legal financing o third-party litigation funding– ya ha llegado a nuestro país, y lo ha hecho para quedarse. Esta práctica sumamente reciente en España, no es un concepto nuevo, pues existe desde mediados de la década de los 60, y desde entonces ha estado presente principalmente en países de cultura anglosajona. Durante este tiempo se ha ido expandiendo, primero entre los países de la antigua Commonwealth, y a la postre por todo el mundo.

En los últimos años, y a un ritmo moderado pero constante, distintos fondos dedicados a esta rama de la actividad financiera se han ido asentando en España, y a día de hoy son ya una realidad. Algunos de estos fondos que ya operan dentro de nuestras fronteras son Ramco, Rockmon o Therium, y han financiado pleitos de distinta índole, desde reclamaciones derivadas de la famosa venta del Banco Popular al Banco Santander por un euro, hasta pleitos masa derivados del cártel de camiones.

Esta práctica comienza con un exhaustivo proceso de due diligence en el que la entidad financiadora, o fondo, analiza entre otros extremos: la viabilidad de la reclamación y su previsibilidad de éxito, el tiempo promedio de resolución de la jurisdicción o institución arbitral competente, la solvencia del demandado o el atractivo económico calculado a partir de la relación entre las necesidades de financiación y la cuantía reclamada. En este proceso de análisis, están ganando un peso significativo las distintas herramientas de analítica jurisprudencial, que permiten comprobar datos, cifras y estadísticas de cada tribunal y que han experimentado una mejoría sustancial en cuanto a sus plataformas y prestaciones durante los dos últimos años.

Una vez concluido este proceso, y en caso de obtener un resultado favorable desde el punto de vista de los intereses del fondo, este se ofrece a sufragar el procedimiento judicial o arbitral, haciéndose cargo de los gastos derivados del mismo (abogado, perito, procurador, costas, etc.) a cambio de recibir un porcentaje de las ganancias en caso de pronunciamiento favorable.

Sin embargo, a pesar de la aparente sencillez e inocuidad de esta relación contractual, es en la letra pequeña del contrato y en la práctica cotidiana de esta actividad, donde pueden ponerse manifestarse los principales riesgos de la misma. Como siempre que surge por primera vez una herramienta o práctica disruptiva, con independencia del campo o sector profesional en que se enmarque, esta se granjea detractores y defensores a partes iguales. La financiación de litigios no es una excepción.

Así, encontramos por un lado a quienes la defienden a ultranza y ven en ella una herramienta más a disposición del justiciable para eliminar una de las mayores barreras al acceso de justicia: la económica. Sostienen que la financiación de litigios precisamente se configura como una opción de financiación especialmente interesante para la defensa de derechos e intereses en aquellos supuestos en los que por la naturaleza del caso, este lleva aparejado un elevado coste económico.

Por el contrario, no son pocos quienes ven en la financiación de litigios poco más que el último instrumento de especulación financiera y etiquetan esta práctica como especialmente perniciosa con los derechos del litigante. El principal argumento de quienes sostienen esta tesis, se centra en que en la medida en la que es un tercero quien se hace cargo de los gastos derivados del proceso, ello le sitúa en una situación privilegiada para conducir el devenir del procedimiento condicionando especialmente la labor del abogado.

La finalidad de este artículo, no es la de decantarse por uno u otro bando, lo cual requeriría sin duda un estudio mucho más profundo del fenómeno, sino sencillamente poner sobre la mesa el hecho de que a día de hoy, y a falta de una regulación específica, la practica de esta actividad puede entrañar serios riesgos desde la óptica de los derechos y garantías del justiciable.

Sin bien son múltiples y de distinta índole los potenciales riesgos aparejados a esta práctica, entiendo que la mayoría de ellos, o por lo menos aquellos de mayor entidad, se encuentran íntimamente ligados con la relación tripartita que se da entre fondo-abogado-cliente en este tipo de operaciones. Bajo mi punto de vista, uno de los mayores riesgos pivota entorno al hecho de que en la medida en la que es el fondo quien sufraga los gastos del pleito o arbitraje, incluidos los honorarios del abogado, principios como los de independencia o el de recíproca confianza, que deben regir toda actividad del abogado, pueden verse seriamente comprometidos.

Como apuntaba de inicio, la financiación de litigios cuenta con una trayectoria consolidad en países de tradición anglosajona, por lo que no es de extrañar que tribunales como los australianos, británicos o norte americanos, ya se hayan pronunciado con respecto a algunos de los aspectos más conflictivos de esta práctica. Así en supuestos como Oliver v Board of Governors , la Corte Suprema de Kentucky expresó su preocupación ante la potencial pérdida de independencia del abogado en el ejercicio de sus funciones cuando es un tercero quien financia el litigio.

No se trata por lo tanto de una cuestión baladí, sino todo lo contrario, es un tema que afecta a pilares esenciales sobre los que se asienta el ejercicio la abogacía, y que tienen como finalidad contribuir a garantizar la correcta tutela de derechos. Esta potencial amenaza a principios vertebradores del ejercicio de la profesión y por lo tanto a las garantías de la misma, se deriva en muchos casos de la ejecución práctica de esta herramienta.

Por ejemplo, prácticas tan típicas como que sean los propios fondos los que determinen quienes van a ser los abogados encargados de defender los intereses del litigante o que en la práctica estos fondos encarguen a un número reducido de firmas o especialistas los asuntos en los que participan, puede determinar que la lealtad debida del abogado no se halle con el cliente sino con el fondo. Porque, ¿hasta qué punto una promesa, más o menos velada, de remisión recurrente de asuntos del fondo al abogado no pone en riesgo la independencia de este? Especialmente, como puede ocurrir, en supuestos en los que la fuente mayoritaria o única de ingresos de un abogado o despacho, sean los pleitos que le son suministrados por el fondo.

O en esa misma situación, pero con respecto a otro derecho del cliente, ¿hasta qué punto puede el abogado cumplir con su obligación respecto al carácter secreto de las comunicaciones cuando el fondo le reclame ciertos documentos? Como apuntábamos, todas estas son cuestiones que no son triviales ni nimias y ya se han dado en otras jurisdicciones con mayor tradición de esta práctica, por lo que es de esperar que a medida que esta práctica se consolida en nuestro país, se vayan planteando.

Precisamente, en previsión de los posibles riesgos que entrañe esta práctica, el Centro Internacional de Arbitrajes de Madrid (CIAM), la institución llamada a ser referente del arbitraje internacional de nuestro país, destina uno de los artículos de su recién estrenado reglamento a esta figura. Pensando en el impacto innegable que está actividad tiene en la resolución de conflictos, y con la intención de aportar transparencia al proceso arbitral, el artículo 23 del citado Reglamento , establece el deber a las partes litigantes de informar al tribunal, a la parte contraria y al centro, cuando cualquiera de ellas cuenta con financiación de un tercero.

Sin duda una regulación en esa línea y en consonancia con la presente en los países de mayor tradición, es un mecanismo eficaz para paliar o evitar posibles abusos o injerencias indebidas propiciadas por esta práctica. Por ello, en lo que respecta a la configuración de la financiación, considero que presenta luces y sombras desde el punto de vista de los derechos del justiciable y puede conllevar conductas que pongan en riesgo cuestiones centrales del ejercicio de nuestra profesión.

Sin embargo, siendo plenamente consciente del potencial beneficio que puede suponer una práctica sana de esta herramienta, la solución pasa por que el Legislador siga la senda marcada por el Centro Internacional de Arbitral de Madrid, y trate de anticiparse estableciendo una regulación que dote de seguridad jurídica al conjunto de operadores del sector.