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El protectorado (ausente) sobre las fundaciones

Hace siete años se integraron en un único órgano los múltiples protectorados de fundaciones, antes ubicados bajo el Ministerio que cada fundación tenía. Pero este Protectorado nacional –como lo es el Registro, que carece de potestades “supervisoras” propiamente dichas– no se ha convertido estrictamente en el único órgano supervisor. Las fundaciones bancarias provenientes de las extintas Cajas de Ahorro están además supervisadas por el Banco de España y el Ministerio de Economía y Hacienda. La Agencia Tributaria realiza un control fiscal específico e intenso sobre todas las fundaciones. Continúan existiendo protectorados autonómicos para las fundaciones operantes en sus respectivos territorios, unas veces unificados (Cataluña, País Vasco), otras desconcentrados (Madrid, Andalucía).

La unificación del protectorado debería haber supuesto la integración en un órgano más y mejor armado, con capacidades antes dispersas entre múltiples Administraciones. Pero la realidad, por lo que me consta, es que el Ministerio que asumió el Protectorado nacional único -el de Cultura- lo hizo sin recibir, más allá de algún empleado más, ni unos medios reforzados ni unos sistemas mejorados (antes al contrario). Si ya antes muchos protectorados carecían de medios suficientes e instrumentos adecuados, hoy esta situación simple y llanamente ha sido trasladada, por elevación, al Protectorado nacional.

Sus capacidades apenas llegan para atender las obligaciones burocráticas de recopilación de información y realizar una evaluación somera, y con plazos excesivamente estirados, de las solicitudes de autorización administrativa que la normativa de fundaciones exigen. Tal normativa, heredera de un sistema administrativo dieciochesco, contiene un sistema de autorizaciones obsoleto y poco operativo, con márgenes discrecionales que no se compadecen con las exigencias operativas derivadas de los instrumentos propias de la “nueva filantropía” del siglo XXI. Subsisten mecanismos administrativos y contables inadecuados en la época del bigdata y el blockchain, de logaritmos y exigencias de privacidad que demandan las fundaciones actuales (que la pandemia ha exacerbado).

La ausencia de tal solidez institucional es una realidad que los tozudos hechos han evidenciado una vez tras otra. Abundan los mayores o menores escándalos que, en estas décadas, han hecho saltar las alarmas sobre el modo en que algunas fundaciones debieran haber cumplido sus fines y acometer la gestión del patrimonio dotado a tal fin. Los casos de la Fundación CIBI y Selgas-Fagalde son los últimos ejemplos. Desde nuestro ángulo, lo que nos importa no es tanto el problema en sí –aunque es importante-, cuanto la inoperancia e ignorancia por parte del Protectorado de que algo estaba ocurriendo. Así, los hechos han acabado ventilándose en vía judicial por denuncias de particulares, de donantes y beneficiarios o por la prensa antes que por la autoridad a la que le hubiera correspondido competencialmente percatarse en primera instancia e iniciar el proceso. El Protectorado ha quedado, pues, en entredicho tanto por su inopia tanto por la incapacidad de tomar decisiones antes, durante y después.

En ausencia de esta autoridad, algunas fundaciones –las grandes– suplen tal ‘dispersión supervisora con un más o menos poderoso e independiente órgano interno de control, que justificaría, en su caso, un menor control externo o por esos sistemas intermedios. Pero, ¿qué ocurre con las miles de fundaciones comunes y ordinarias que operan en nuestro país (alrededor de catorce mil)? ¿Quién, cómo y conforme a qué criterios se supervisan de manera general? ¿Qué criterios y perspectivas pueden tener bajo este régimen actual?

No se conoce si el Protectorado tiene planes, programas o campañas especiales por áreas, líneas específicas de monitorización, con equipos ad hoc para atender de los distintos niveles de fundaciones-tipo. Tampoco hay un mecanismo de alertas que den luz sobre la dinámica operativa y tamaño de las fundaciones (la AEF-INAEF publica un ilustrativo estudio que muestra los muy diversos umbrales de los tipos de fundaciones que permitirían tales sistemas). No hay noticias de mecanismos ‘intermedios’ de supervisión que actúen a modo de agentes comisionados (auto-regulación regulada). Ni se han propuesto códigos de auto-cumplimiento normativo y transparencia más o menos obligatorios (solo existen en el caso de las fundaciones bancarias). Tampoco hay sistemas en escalera para ayudar a las fundaciones a establecerse, ni directrices y parámetros de nivel infra reglamentario que puedan/deban seguir las fundaciones; más allá de unas pocas líneas en la web y algún documento, elaborados para cubrir el expediente. No existe un plan de regulación y supervisión, a modo de roadmap estratégico. … Y si existe cualquiera de las cosas descritas no son visibles y públicas; están bajo el halo nebuloso de tantas actuaciones públicas.

La iniciativa privada ha ido por delante, al menos en cuanto a los códigos. Es el caso del “Código de buen gobierno de fundaciones”, propuesto por la Asociación Española de fundaciones (AEF); los “Principios de buenas prácticas” del European Foundation Centre, o los parámetros de la fundación Lealtad y los criterios de Compromiso y Transparencia. Deberían haber sido mecanismos impulsados con la participación de la instancia pública, o paralelos y concurrentes con otros provenientes del Protectorado. Pero no ha sido así.

Todo lo expuesto, como suele ocurrir en las Administraciones públicas españolas, no es porque no haya un buen número de empleados públicos bien formados, experimentados y esforzados. Lo que existe es una autocomplaciente falta de interés político y de dotación económica, que derivan en precariedad de medios y organización adecuados para dar a la institución las “garras y dientes” proporcionados a su función. También de cierta falta de voluntad al más alto nivel para que todo lo anterior pueda funcionar mediante el impulso preciso. Y esto dentro de un marco normativo muy obsoleto: con una ley de 2002 que fue un remozo de una norma de 1994.

Más allá de casos infelices, la realidad es que el Protectorado apenas llega a lo que las normas exigen de manera regular, como sería básico para que una política pública funcione y genere esa atmósfera necesaria para la filantropía; que es lo mismo que favorecer el compromiso privado en y para el bien común. Un caso malsano causado por uno o varios patrones, directivos y trabajadores en y a través de cualquier fundación es un daño de reputación de ese intangible oxígeno vital del conjunto que es la confianza (trust); y la vinculación de su ser, bienes y actuación al “bien común” o al “interés general” del sector completo.

Un supervisor de fundaciones tiene varios roles: ‘tutor’ que enseñe cómo crear, y convertirse, en una buena fundación; ‘portero’ que cuida el edificio de la filantropía; ‘policía’ que patrulle y vele la frontera entre lo no-lucrativo y lo lucrativo, la actividad política y el lobby; y ‘médico’ –incluso cirujano que saje- ante las enfermedades que se presenten. En última instancia debe ser el órgano fuerte que, bajo amparo legal, sancione o reprima conductas y en su caso las envíe a la Fiscalía y el Juez. Debe hacer todo ello de un modo transparente y participativo; bajo el paradigma de que “la luz solar es el mejor desinfectante”, como señalara Lester Salamon. No opaco, como es ahora. La Charity Commission inglesa, la Agencia reguladora de fundaciones canadiense y el Internal Revenue Service estadounidense son ejemplos señeros.

Como ha puesto de manifiesto repetidamente el propio sector, es precisa una autoridad fuerte, sólida, bien organizada, colaborativa, transparente, más proactiva que reactiva, con interlocución fluida con el sector agrupado. Esto interesa a los (posibles) fundadores y donantes, y a los beneficiarios directos e indirectos del bien que cualquier fundación realiza. El bien público y los beneficios fiscales que, a modo de exenciones impositivas reciben por ello, exigen una permanente supervisión realizada por un ente público como “representante” que es de todos. Pues lo percibamos o no, afecta a todo el conjunto de la sociedad.

Es necesaria una transformación completa del supervisor: su ubicación es inadecuada, por muchas razones en las que no es posible entrar. Parece conveniente su conversión en ente tipo Agencia independiente que trabaje con protocolos, planes y programas transparentes y mejor establecidos en una nueva norma; que actúe de un modo mejor trabado con la autoridad fiscal, Sepblanc, el CNMC y el Banco de España. Con los antes expuestos roles que, en todo caso, operen bajo el paradigma de que la mejor prevención es una buena formación y un ambiente saludable de colaboración.

Esta es una (más) de las cuestiones que deben encararse para tener un país propio del siglo XXI. No es un tema menor, pues es deseable –y así debe incentivarse– el mayor crecimiento en la participación y prestación civil, privada, en y para el ‘bien común’; que es lo que hacen las fundaciones. Tal compromiso exige un cambio profundo y poderoso que promueva que el importante y señero sector de las fundaciones sea en España el referente que no está pudiendo ser precisamente por ausencia de un adecuado supervisor. Un asunto que ha devenido urgente e imprescindible.