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De nuevo sobre el control del gasto público: sentencia contra una subvención directa no motivada

El título de este post no pretende hacer referencia a anteriores aportaciones del autor sobre la materia, pues sus anteriores publicaciones en este prestigioso blog no han versado sobre esta cuestión. Pero sus lectores sí son conocedores de que el adecuado control del gasto público, cuyo envés más extremo lo representa la corrupción del sistema, es una temática usualmente abordada en este medio.

Como es obvio, la correcta gestión y ejecución de los fondos públicos es una auténtica política de Estado, cuyos fallos, anomalías e insuficiencias repercuten de forma negativa, en último término, en el nivel de vida de los ciudadanos.

Las recientes noticias acerca de la incapacidad del Estado para poder “absorber”, como si de un líquido se tratara, los millones de euros que en forma de fondos europeos nos corresponden para tratar de paliar los efectos negativos del COVID-19 en nuestro tejido social, económico, empresarial e institucional, son un buen (mal) ejemplo de las consecuencias de orden negativo que derivan del inadecuado manejo de los fondos públicos (la aprobación del Real Decreto-ley 36/2020, de 30 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, permite albergar dudas sobre su idoneidad para la consecución de los fines perseguidos).

No se trata ahora de analizar su contenido, que ya ha sido examinado por prestigiosos autores en este mismo blog, sino de traer a este foro una reciente sentencia en la que se efectúa una dura crítica al modo en que, en ocasiones, se emplea la figura de las subvenciones en nuestro ordenamiento.

En concreto, se trata de la Sentencia de 21 de diciembre de 2020, de la Sección Segunda de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Castilla-La Mancha, que traía causa de la demanda interpuesta por el Consejo de la Abogacía de Castilla-La Mancha contra el Decreto 48/2018, de 10 de julio, por el que se regula la concesión directa de una subvención a la Asociación de Mujeres para la Formación y el Desarrollo para la realización del proyecto denominado: Prevención e intervención integral en materia de agresiones y abusos sexuales en Castilla-La Mancha (Diario Oficial de Castilla La-Mancha nº 138/2018, de 16 de julio).

Según el artículo 1 del Decreto impugnado, la norma tenía por objeto regular la concesión directa de una subvención de carácter excepcional a una determinada asociación para el desarrollo de actuaciones que conformaban el proyecto denominado “Prevención e intervención integral en materia de agresiones y abusos sexuales en Castilla-La Mancha” con un presupuesto total estimado de 229.979,00 euros.

La subvención se otorgaba de forma directa, conforme a lo previsto en el artículo 75.2.c) del Texto Refundido de la Ley de Hacienda de Castilla-La Mancha, aprobado por Decreto Legislativo 1/2002, de 29 de noviembre, y en el artículo 22.2.c) de la Ley 38/2003, de 17 de noviembre, General de Subvenciones, a cuyo tenor podrán concederse de forma directa las subvenciones en las cuales se acrediten razones de interés público, social, económico, humanitario, u otras debidamente justificadas que dificulten su convocatoria pública.

El Consejo de la Abogacía recurrente imputaba al Decreto impugnado la inadecuada utilización del procedimiento de concesión directa de la subvención, por incorrecta apreciación de la situación fáctica existente en la Comunidad Autónoma en materia de atención y asistencia jurídica y psicológica a las mujeres víctimas de violencia sexual y/o abuso sexual, lo que se consideraba que hacía incurrir al Decreto en causa de nulidad de pleno derecho; a lo que añadía la concurrencia de causa de nulidad o, en su defecto de anulabilidad, al infringir las previsiones de los artículos 18 y 19 de la Ley orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección integral de la violencia de género.

Por lo que se refiere al primero de los motivos, la Sala parte de lo establecido en la Ley General de Subvenciones, en cuyo artículo 22.1 se establece que “el procedimiento ordinario de concesión de subvenciones se tramitará en régimen de concurrencia competitiva”, previéndose en su apartado 2 los supuestos en los que cabe acudir al procedimiento de concesión directa, entre los que se encuentran los esgrimidos por el decreto autonómico 48/2018: “c) Con carácter excepcional, aquellas otras subvenciones en que se acrediten razones de interés público, social, económico o humanitario, u otras debidamente justificadas que dificulten su convocatoria pública”.

Como razona la Sentencia, “por cuanto que se trata de un procedimiento excepcional para la concesión de subvenciones, entendemos que asiste la razón a la parte demandante cuando afirma que la Administración concedente deberá motivar la concurrencia de las circunstancias que justifican su utilización en lugar del procedimiento general de concurrencia competitiva”, ya que lo que justifica la concesión directa de subvenciones es que esas razones de interés público, social, económico o humanitario, u otras debidamente justificadas, “dificulten su convocatoria pública”.

Para la Sala, “se echa en falta en la documental que integra el expediente un examen más riguroso del cumplimiento de los requisitos que habilitan a la Administración para acudir al procedimiento de concesión directa de la subvención” y, singularmente, que la asociación beneficiaria sea la única entidad que “mantiene activos los recursos humanos y materiales para la ejecución de las actuaciones de atención y prevención en materia de agresiones y/o abusos sexuales en Castilla-La Mancha”, tal como se indicaba en el expediente, extremos que carecían, para el órgano jurisdiccional, de suficiente acreditación.

La sentencia pone de manifiesto las diferentes carencias de las razones esgrimidas por la Administración concedente para otorgar la subvención a la asociación seleccionada, sin que se hubiese acreditado que con anterioridad a la concesión de la subvención directa que la asociación ya prestaba esos mismos servicios que con la subvención se iban a ampliar.

En definitiva, y en coincidencia con lo resuelto en la STSJ de la Comunidad Valenciana de 5 de marzo de 2014, se considera por la sentencia examinada que se había hecho por medio del Decreto 48/20158 un uso incorrecto de una vía procedimental (la de asignación directa de la subvención), al no constar debidamente acreditados los hechos determinantes y circunstancias que justificaba su empleo, lo que permitía  apreciar la concurrencia de la causa de nulidad del artículo 47.1 e) de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, y anular el decreto impugnado.

La relevancia de esta sentencia radica en el acento que pone en la necesidad de la adecuada utilización por las Administraciones de las potestades que ostentan y de la necesaria justificación de sus actuaciones. Toda actuación administrativa ha de contar con la debida motivación, siendo exigible una especial atención por parte de los poderes públicos cuando del manejo de fondos públicos se trata. Sentencias como la comentada recuerdan a las Administraciones públicas el deber de extremar las cautelas en la tramitación de los procedimientos y en la utilización de los supuestos excepcionales contemplados en la normas, lo que sin duda es buena noticia en la constante defensa del Estado de Derecho y de los derechos de los ciudadanos.

Triste tragedia del Castor

Una versión previa de este texto pudo verse en La Tribuna de El Mundo, disponible aquí.

Esta portada de El Mundo nos informaba hace unos días de conversaciones discretas entre representantes de los dos partidos que han gobernado España durante décadas. Una noticia que, en estos momentos de congoja por los efectos de la pandemia, pudiera traer un aliento de esperanza como muestra de un cambio de actitud en esos modales tan toscos que anegan los debates en las Cortes. Sin embargo, en esas mismas líneas, con la finura propia de buenos profesionales, los periodistas apuntaban que tales políticos negaban que se hablara “del pacto para tumbar la comisión sobre el almacén de gas Castor”. Y es que habían votado de manera conjunta PSOE y PP para impedir que en el Pleno se discutiera tal solicitud. ¿Qué esconde ese almacén? ¿Es que carece de interés el análisis de un complejo expediente, en el que fallaron tantas previsiones, de unas obras que han originado tantísimos daños materiales y, además, un agujero de deuda pública que supera los 4.000 millones de euros? A mi juicio, sería conveniente preocuparse por analizar qué fue lo que ocurrió y el porqué de tantos desaciertos que todavía nos afectarán durante años.

La historia del Castor es la historia de una tragedia que se originó por querer atesorar energía sin mayores cautelas, como analizo en mi monografía “Desventuras del dinero público. Elegía al principio de riesgo y ventura” (Marcial Pons, 2018). Una historia que hay que conocer; porque nos seguirá afectando y porque deberíamos evitar en el futuro los yerros cometidos.

Para contar esta historia hay que remontarse varios años atrás, cuando se anunciaba un horizonte de continuo crecimiento, un incremento imparable del consumo de gas y, por ello, resultaba conveniente contar con reservas suficientes ante los riesgos geopolíticos. Fue entonces cuando el antiguo proyecto de aprovechar una estructura subterránea en la costa tarraconense se activó (estamos en 2004). En dos años se otorgó la correspondiente concesión, esto es, el permiso especial para explotar ese almacén ya conocido como Castor. Es más, el Gobierno reguló una suficiente retribución y revisó la planificación energética. La infraestructura se consideró de ejecución obligatoria, lo que significaba un importante espaldarazo. Implicaba que contaba con las bendiciones para presentarse como una obra prioritaria y urgente.

Una ingente actividad se inició, pues son diversas lógicamente las autorizaciones y licencias que han de conseguirse para un proyecto de estas características. Pero, antes de continuar, quiero dejar constancia de una singularidad. En las fechas en las que se otorga la concesión del almacén Castor, el Gobierno suscribió también otra concesión de almacén subterráneo de gas: el almacén de Yela. Pues bien, siendo similares las concesiones, siguiendo tales textos el mismo guión, hay, sin embargo, una notabilísima diferencia, concretamente en la regulación de la compensación que recibiría el concesionario ante la extinción de la concesión. Al concesionario del almacén de Yela se le reconocía una compensación por aquellas instalaciones que no se desmantelaran y siguieran funcionando, con una excepción: que hubiera existido dolo o negligencia de la empresa. Por el contrario, una tortuosa redacción llena de locuciones como “en caso”, “en tal caso”, “en cuyo caso”, tormentos que deben encender las alarmas a cualquier lector, admitía a favor del concesionario del Castor indemnizaciones con independencia de que hubiera concurrido dolo o negligencia en la actuación del concesionario. Volveré más abajo sobre esta incomprensible cláusula, pues prefiero antes resumir esta historia acompañando el paso del tiempo.

Otros hitos relevantes había que superar para iniciar su ejecución y también generaron perplejidad. Entre ellos, el procedimiento de declaración de impacto ambiental, cuyo fin es analizar que todo proyecto sea respetuoso con el entorno. Tras una compleja tramitación -requieren siempre una ingente actividad de estudios, análisis, alegaciones, informes-, el Boletín oficial del Estado publicó el 11 de noviembre de 2009 la declaración favorable.  La lectura de esas páginas muestra el gran número de organismos y asociaciones que participaron, los miles de ciudadanos que presentaron alegaciones a las que, según la Secretaría de Estado de cambio climático, el promotor “respondió de manera precisa”. Sin embargo, no se había contestado, entre otras alegaciones, la referida a la necesidad de analizar el riesgo sísmico que había apuntado el Observatorio del Ebro. No constaba ningún informe sobre estos riesgos. Lo que sí constó poco después fue que la tierra tembló.

Pero antes de recordar el espanto de los terremotos, quiero dejar constancia en este breve resumen del Castor de otro episodio jurídico. Pues muchos protagonistas han participado en el desarrollo de esta historia. Algunos erraron, y padecemos las graves consecuencias, pero también algunas instituciones funcionaron y ha de saberse. Tal fue el caso cuando se corrigió y anuló la decisión del Ministerio de eximir del análisis de la evaluación ambiental al gasoducto, cordón umbilical que debía conectar las instalaciones en tierra con la plataforma marina. Fue una decisión sorprendente que, gracias a la impugnación presentada por una empresa local, adoptó el Tribunal Supremo en una razonada sentencia del magistrado Rafael Fernández Valverde (sentencia de 10 de junio de 2015).

Nos habíamos quedado en el beneplácito de la positiva declaración ambiental y se inicia la construcción de las instalaciones terrestres, del gasoducto, el encargo de la plataforma marina. Por su parte, el Gobierno asignó entonces una capacidad de reserva al almacén con su retribución, lo que encendió las alarmas de la Comisión Nacional de la Energía, la cual a su vez alertó sobre el riesgo de déficit en el sector gasístico. Padecíamos ya los problemas del déficit de la factura eléctrica y se apuntaba otro agujero de deuda por los costes del gas. Sin duda las paredes del Ministerio de Energía debieron presenciar alguna tensa reunión, porque se puso en marcha un procedimiento administrativo especial. Los juristas lo conocemos como “declaración de lesividad”: con ella, la Administración persigue que los Tribunales anulen una previa decisión al entender que supone una “grave lesión” para los intereses públicos. Fue entonces cuando se consideró que los términos en que se había otorgado la concesión del almacén Castor resultaban lesivos, que el cálculo inicial de las inversiones que se había fijado en 500 millones se multiplicaba y anunciaba una indemnización millonaria. Arriba ya aludí al peculiar régimen de las indemnizaciones a ese concesionario. Pues bien, a pesar de ultimarse el procedimiento administrativo declarando la lesión para los intereses públicos, el Tribunal Supremo, que necesariamente debía ratificar tal decisión, desatendió la petición del Gobierno viendo razonable que se indemnizara incluso si había negligencias o dolo.

Hubiera debido generar cierto estupor esa sentencia (tiene fecha de 14 de octubre de 2013) si no hubiera sido porque esta historia estaba ya inmersa en una gran tensión: en julio de 2013 el proyecto Castor había conseguido cerrar una operación financiera de emisión de deuda que le facilitaría más de 1.400 millones de euros. Por fin se podía empezar a inyectar gas… Pero fue entonces cuando la tierra tembló. Es conocida esta parte de la historia, porque los periódicos narraron el pavor de los vecinos afectados por los seísmos y sus réplicas. Tantas que el Ministerio paralizó la actividad del almacén. Sin embargo, ello no consiguió disipar los conflictos.

Los problemas crecían: no sólo por los grandes daños originados a la población, sino también por los problemas económicos de la empresa concesionaria. El calendario adelgazaba y, obligadamente, acabaría apareciendo la hoja con la fecha en la que debía abonarse la remuneración a los titulares de esos bonos avalados por el Banco Europeo de Inversiones. Sin duda, la mayor tensión la vivía entonces el Gobierno. El concesionario había solicitado la renuncia de la concesión y el pago de su indemnización. ¿Qué hizo el Gobierno? Aprobar un Decreto-Ley, una decisión urgente y excepcional, para inventar una nueva regulación del almacén. Así, pasaría a estar “hibernado” y se ordenaba el pago precipitado de la millonaria indemnización a Enagás, empresa en la que participa el Estado con un porcentaje significativo y en cuyo consejo de administración se sientan  conocidos políticos (y cada vez más, como supimos recientemente).

Tal decisión no logró echar el telón de la historia. Al contrario, el Castor sigue como semillero de conflictos. Además de las reclamaciones de tantos vecinos y empresarios afectados, la instalación está hibernada y hay una esgrima entre informes científicos sobre su puesta en funcionamiento, su congelación o su desmantelamiento. También los bancos que adelantaron el pago de la millonaria indemnización reclaman su compensación, que se ha visto paralizada por la anulación parcial del Tribunal Constitucional del citado Decreto-Ley (sentencia de 21 de diciembre de 2017).

Por eso, ante tanto conflicto, ante tamaño cúmulo de despropósitos, ante el profundo agujero de deuda pública que tendremos que asumir los ciudadanos, no se entiende la razón de no analizar esta historia para evitar futuras repeticiones. ¿O es que los diputados del PSOE y el PP están anestesiados con tanto gas?

La lenta decadencia de la administración pública (reproducción de artículo en el diario Expansión)

 

Nuestra Administración Pública está en decadencia. En primer lugar porque tenemos una Administración Pública muy envejecida: España es el tercer país de la OCDE con una plantilla pública más envejecida, teniendo en cuenta Administración del Estado, CCAA y Ayuntamientos. Y si miramos solo los datos de la Administración General del Estado la situación aún es peor: el 65% de sus empleados públicos tiene más de 50 años. Esta situación basta por explicar por sí sola  muchos de los problemas que tiene nuestra Administración: falta de talento joven, espíritu innovador y excesivo peso de inercias burocráticas junto con el predominio de una cultura anticuada, corporativa y jerárquica.

Efectivamente, nuestras Administraciones Públicas se configuran en los años 80 y 90 del siglo pasado, y ahí siguen estancadas. Desde los sistemas de acceso a la función pública (que siguen basados en modelos arcaicos de aprendizaje memorístico de contenidos) hasta el sistema de retribuciones pasando por cualquier otro aspecto de la carrera profesional de un empleado público todo sigue como estaba hace 30 o 40 años . Ninguna reforma ha conseguido abrirse paso pese a que el diagnóstico es unánime: tenemos una Administración anticuada y envejecida  cuyos profesionales demasiadas veces carecen de las competencias y habilidades  necesarias para abordar los problemas de las muy complejas sociedades del siglo XXI. Por poner un ejemplo, seguimos reclutando auxiliares administrativos como si estuviéramos en 1980. En la convocatoria de la oferta de empleo público de 2019 hay 1089 plazas para administrativos del Estado y otras 872 plazas para auxiliares administrativos del Estado. No está nada mal para una profesión a extinguir; es como si estuviéramos reclutando profesionales de espaldas a la creciente digitalización de nuestras sociedades en general y de nuestras Administraciones Públicas en particular. Por supuesto, tampoco encontraremos en esta oferta de empleo plazas de analistas de “big data” ni ningún otro perfil profesional que tenga demasiado que ver con los retos del mundo que viene. No solo nuestros procesos de selección son los mismos que hace 30 o 40 años; también seguimos reclutando los mismos perfiles profesionales como si el tiempo se hubiera detenido.

Pero el tiempo no se detiene. Y cada vez es más visible la brecha entre los recursos humanos  de que disponen nuestras Administraciones y los enormes retos que se avecinan, desde el invierno demográfico a la España vacía, por no mencionar la crisis climática, la desigualdad o la precariedad.  Por si fuera poco nuestras Administraciones siguen estando enormemente politizadas, con el déficit que supone el punto de vista del buen gobierno. Los jefes políticos   pueden condicionar la carrera profesional de los funcionarios que deseen promocionar, que se ven abocados a ganarse el favor del político de turno para aspirar a las vacantes más codiciadas. La figura del directivo público profesional no se ha desarrollado desde 1997 en que se aprobó en el Estatuto básico del empleado público. Seguimos también arrastrando los pies en lo relativo a la cultura de transparencia y  a la rendición de cuentas, de manera que siguen las resistencias a facilitar información pública comprometida y a la asunción de responsabilidades. La evaluación de las políticas públicas brilla por su ausencia, por lo que es fácil despilfarrar miles de millones de euros. Ahí lo demuestra el reciente informe de la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) denunciando que en España se conceden más de 14.000 millones de subvenciones al año sin estrategia ni control posterior, por lo que podemos tener la razonable certeza de que derrochamos una gran cantidad de dinero público.

En cuanto a las retribuciones, un incentivo fundamental para cualquier trabajador, bien puede hablarse sencillamente de caos. En un estudio realizado por la Fundación Hay Derecho hace un par de años ya se ponía de relieve que no existía ninguna lógica conocida en las retribuciones de los altos cargos, de forma que un Ministro gana menos que su subalterno, el Secretario de Estado y el Presidente del Gobierno menos que el presidente de una empresa pública. Pues bien, algo parecido sucede con el resto de los empleados públicos. Hay que repensar el sistema de raíz porque produce todo tipo de incentivos perversos. Funcionarios con grandes responsabilidades perciben retribuciones claramente insuficientes, en términos de mercado,  mientras que un gran número de empleados públicos sin grandes tareas o responsabilidades perciben retribuciones mucho más elevadas que las que les corresponderían por trabajos equivalentes en el sector privado. La conclusión es fácil; abandonan el sector público los funcionarios muy cualificados pero nunca lo hacen los poco cualificados.

De hecho, las retribuciones públicas en España son, de media, muy superiores a las privadas; eliminando los sesgos introducidos por la cualificación profesional y los años de servicio llegan a ser hasta un 20% superiores, según un informe reciente de la Comisión Europea. Las explicaciones del desbarajuste retributivo son muchas, pudiendo mencionarse desde las inercias, las razones históricas hasta la falta de una estrategia retributiva o el gran peso de los sindicatos en los escalones inferiores de la función pública. Si a esto se le une la discrecionalidad -cuando no directamente la arbitrariedad- en la provisión de algunos puestos de trabajo muy  bien retribuidos (típicamente lo son los puestos de trabajo fuera de España) y la frecuente falta de criterios objetivos en el reparto de las retribuciones variables (la denominada productividad) tenemos servido el clientelismo que tantos estragos hace en nuestras Administraciones.  La lógica del sistema es fomentar no la lealtad institucional sino la lealtad al jefe político o al partido que puede favorecer la carrera profesional lo que, en definitiva, supone la sumisión del funcionariado al poder político.

En definitiva, la Administración española necesita más que una reforma una pequeña revolución. Y se nos está acabando el tiempo.

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