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Fallo de país

* Una versión anterior de este artículo fue publicada como Tribuna en El Mundo y puede encontrarse aquí.

 

La nueva oleada del coronavirus (o de rebrotes, si se prefiere) ha vuelto a poner de manifiesto los graves problemas de falta de capacidad de gestión que tiene España como Estado y que es urgente resolver de una vez si queremos enfrentarnos con alguna garantía, no ya a la pandemia, sino a cualquiera de los numerosos retos que, desde la digitalización al calentamiento global, tenemos encima de la mesa. Además, es imprescindible si queremos aprovechar la oportunidad histórica para reformar España que representan los importantes fondos europeos y que nos obligan a presentar proyectos solventes.

Antes que nada conviene reconocer lo obvio: la desastrosa gestión de esta segunda oleada del virus nos recuerda lo que ya sabíamos los que conocemos bien las Administraciones Públicas: que no hay recursos ni materiales ni, sobre todo, humanos para planificar y coordinar algo tan complejo y delicado desde el punto de vista económico, sanitario y social como la desescalada ordenada de una pandemia. Efectivamente, después de uno de los confinamientos más estrictos del planeta se ha hecho una desescalada apresurada, sujeta a todo tipo de presiones políticas, mediáticas y sociales para volver cuanto antes a la «nueva normalidad». Los Gobiernos –tanto el central como los autonómicos– lejos de hacer los deberes en forma de reforzamiento de centros de atención primaria, contratación o/y formación de rastreadores, agilización de las pruebas médicas, puesta en marcha de aplicaciones de rastreo, elaboración de normativa jurídica adecuada para dotar de seguridad jurídica a las medidas que tuvieran que ir adoptándose para controlar los rebrotes, previsión con suficiente antelación de la reapertura de los centros educativos, etc, etc, se apresuraron a lanzar campañas de comunicación y fabricar eslóganes. Algunos tan peligrosos como el «salimos más fuertes» que trasmitía la falsa seguridad de que la pandemia ya había pasado.

También han caído en saco roto las peticiones –algunas procedentes de voces muy cualificadas– de realizar una auditoría o una evaluación de lo que se había hecho mal en marzo y abril, como oportunidad no tanto de exigir las pertinentes responsabilidades políticas (eso ni se planteaba) sino de aprender de los errores. Tampoco ha servido de nada la Comisión de reconstrucción del Congreso, otro paripé de esos con los que se entretiene y nos entretiene nuestra clase política. Así que de nuevo nos hemos encontrado con lo de siempre: la improvisación, las ocurrencias, la falta de información relevante (el doctor Simón es un auténtico especialista en perderse siempre en las anécdotas), el caos de los datos, la falta de coordinación entre Administraciones Públicas y la irresponsabilidad de una clase política mediocre e incompetente, a la que le gusta el poder pero no las responsabilidades que conlleva gobernar. Particularmente llamativa fue la actitud del presidente del Gobierno echando balones fuera ante el desbarajuste general imputando toda la culpa de la mala gestión a las Comunidades Autónomas. ¿Quiere ser un gobernante o un espectador?

Mientras tanto, los datos (los reales) son tozudos. El lunes 7 de septiembre España tenía 525.549 casos de contagios, según la base de datos del New York Times, lo que le convierte en el único país de Europa occidental en sobrepasar el medio millón de contagios. Además fue uno de los países más golpeados en la primera ola. Para los que pensamos que no hay ninguna maldición bíblica que pese sobre nuestro país, ni ninguna tara cultural o genética que nos haga más propensos al virus, la única explicación es evidente: es el mal gobierno, o, si se prefiere, de falta de capacidad del Estado. Las dos cosas están íntimamente correlacionadas.

Si no se ha gestionado o se ha gestionado tarde, poco y mal y no es la primera vez que nos pasa, debemos preguntarnos por las causas de este fracaso del que participan todas las Administraciones –con alguna excepción como la de Asturias– y partidos políticos de todos los colores. Ojalá que fuera posible imputar este desastre a personas o partidos concretos; sería mucho más consolador porque bastaría con cambiarlos para que todo fuera bien. Pero no es así. Esta situación no se explica solo por la ineptitud de muchos gobernantes (con ser muy grande dado que la mayoría no han gestionado nunca ni una micropyme ni han trabajado fuera de la política) sino, sobre todo, por la falta de capacidad de las Administraciones Públicas que deben ejecutar las decisiones políticas. Dicho de otra forma, aunque nuestros gobernantes fueran mucho más competentes seguirían teniendo muchos problemas a la hora de poner en marcha sus políticas públicas. El caso del ministro Escrivá, que no es ni mediocre ni incompetente, y las dificultades de implantación del Ingreso mínimo vital lo demuestran.

En ese sentido, cuentan Acemoglu y Robinson en su recomendable libro El pasillo estrecho que uno de los Estados más pobres de la India, el de Bihar, tiene un problema derivado de su falta de capacidad para aprovechar los numerosos fondos que el Estado indio le concede anualmente para mejorar sus infraestructuras, educación, transporte, etc, etc. El problema no está en la falta de dinero sino en la falta de capacidad de gestión suficiente para presentar y ejecutar los proyectos que podrían ser financiados y que mejorarían enormemente la vida de sus ciudadanos. La razón es que no cuenta con los técnicos suficientes para hacerlo: ingenieros, economistas, educadores, gestores… Pues bien, salvando las enormes distancias, nos encontramos en España con un problema similar en relación con los fondos europeos.

La realidad es que, a día de hoy, no tenemos suficiente capacidad de gestión para gestionar los fondos europeos que ya nos corresponden, así que imagínense la que tenemos para los que nos van a llegar, que son muy superiores. Del anterior programa operativo 2014-2020, con una cofinanciación de 70/30 (la Unión Europea financia el 70% y las Administraciones españolas el 30%) teníamos antes de la pandemia un 67% de la financiación sin gastar y un 31% de proyectos sin presentar. Como hace muchos años estuve gestionando fondos Feder en una empresa pública conozco el problema: falta personal técnico especializado para diseñar y gestionar proyectos muy complejos a lo que se une una asfixiante burocracia que, si bien no es capaz de prevenir la mala utilización de esos fondos (como demuestra el caso de los EREs pagados con el Fondo Social europeo), sí puede bloquear la actuación de un gestor honesto. Nada ha cambiado desde entonces, dado que no se abordan nunca los problemas que están en la raíz de esta falta de capacidad del Estado y que se pueden resumir en una frase: reforma del sector público.

Es cierto que el sector público no lo es todo; pero sinceramente en una crisis de estas características me parece complicado que el sector privado –que también arrastra sus problemas– pueda suplir sus carencias. Como es natural, es el Gobierno quien está liderando el pomposamente denominado Plan Nacional de Recuperación, Transformación y Resiliencia (no en vano estamos en manos de comunicadores y no de gestores), que pretende aprovechar la oportunidad que ofrecen los fondos europeos. Por otra parte, el anuncio de que el director del Gabinete del presidente del Gobierno tendrá un papel protagonista en la Unidad de Seguimiento encargada de seleccionar y elevar a la Comisión Europea los proyectos empresariales que aspiren a la financiación europea da que pensar. Lógicamente las empresas privadas tienen agendas e intereses económicos propios. ¿Con qué criterio se va a decidir qué proyectos presentar? El riesgo de desaprovechar el dinero europeo me parece grande.

En fin, mientras no abordemos la reforma del sector público en profundidad, seguiremos condenados a seguir viviendo de los relatos, los eslóganes y las campañas de comunicación que intentan suplir o hacer olvidar las deficiencias que presenta nuestra gestión pública aquí y ahora. Pero ni el colapso de los centros de salud primaria, ni el caos en la reapertura de los centros educativos, ni los atascos en el Sepe, ni los retrasos en los cobros del Ingreso mínimo vital ni ninguno de los problemas que estamos viviendo se van a arreglar a base de comunicación. Cierto es que la polarización extrema ayuda a minimizar los defectos de los correligionarios y a exacerbar los de los adversarios. Pero no se debe ocultar por más tiempo que estamos ante un fallo estructural.

Crisis sanitaria ¿Podríamos haberlo hecho mejor?

En la fundación llevamos muchos años luchando por preservar y mejorar nuestro sistema público: defendiendo la calidad e independencia de nuestras instituciones, promoviendo la definición de políticas públicas basándonos en la evidencia (y no en la ocurrencia) y tratando de que contemos con los mejores perfiles al frente de nuestros servicios públicos. Iniciativas y proyectos que lanzamos con ilusión y con mucho esfuerzo. Aunque muchas veces nos dé la sensación de que estamos predicando en el desierto. En tiempos de bonanza, contar con líderes mediocres, gestores sin experiencia y políticas públicas ocurrentes e inadecuadas es una desgracia, pero con pocos efectos perceptibles en el plazo inmediato. Y a nadie parece importarle en demasía. Y por ello, aunque poco a poco erosionan nuestro bienestar y la calidad de nuestra democracia, se van consintiendo por la ciudadanía y por los medios. Como ejemplo, pocos días después de publicar el informe del “dedómetro” y sus vergonzantes resultados se produjeron varios nombramientos que profundizaban en esa vergüenza. Y no solo ocurre en España, sino en gran parte de los países de nuestro entorno: un Trump en EEUU, un Johnson en UK o tantos otros.

Sin embargo, el COVID 19 ha venido para mostrarnos de sopetón todas las bondades y las vergüenzas de nuestro marco de convivencia a todos los niveles; global y local. Las payasadas y ocurrencias de Trump, de Johnson y de muchos de nuestros políticos (nacionalistas, populistas, oportunistas en general) parecen mucho menos graciosas y ocurrentes cuando tenemos cientos de muertos por detrás y un virus que parece entender poco de soflamas políticas, de verdades a medias o de hechos diferenciales.

¿Qué hubiera pasado en España (y en otros países) si nuestras políticas se definieran en base a la evidencia (con datos en la mano viéndolo que funciona y lo que no); si nuestras instituciones estuvieran gestionadas por los mejores profesionales, independientes, expertos en sus áreas de actividad, y nuestros políticos fueran estadistas y no propagandistas? Es posible que el confinamiento se hubiera producido antes, que no se hubieran llevado a cabo las manifestaciones del 8 de marzo, que hubiéramos aprendido de lo que estaba haciendo un país como Corea, que hubiéramos hecho un uso avanzado de la tecnología para seguir los casos sospechosos y prevenir los focos de infección, que nuestros políticos predicaran con el ejemplo y no se convirtieran en potenciales focos de infección. No es seguro, pero sí es posible, que todo eso hubiera pasado. Y es posible que nuestra curva se pareciera más a la de Corea que a la de Italia.

¿Cómo es posible que en un país avanzado como España no hayamos tenido datos desagregados de los enfermos hasta hace pocos días? Datos que además se han proporcionado en un formato no accesible, como es habitual. Esta epidemia se combate, entre otras cosas, con información. Pero en España ya se sabe que somos muy poco dados a gestionar con datos, especialmente en el sector público. El plan “estratégico” de información del Ministerio de Sanidad, Sistema de Información del Sistema Nacional de Salud, data del año 2014. Ya tiene 6 años en los que el Big Data y la Inteligencia Artificial han revolucionado la forma de recoger y procesar la información; revolución que el Ministerio ha pasado por alto. Una revolución de la que Corea ha sabido aprovecharse a la hora de gestionar la crisis.  ¿Habría sido todo distinto si es España se hubiera desarrollado la gestión en base a la evidencia y la utilización inteligente de los datos al definir nuestras políticas públicas? Posiblemente, sí.

Obviamente, la tremenda fragmentación de nuestro sistema público ayuda poco. Yo no defiendo la centralización, ni mucho menos, pero sí defiendo la descentralización basada en la evidencia, allá donde se demuestre que proporciona un servicio de mejor calidad y de forma más eficiente a los ciudadanos. El hecho diferencial vale de poco ante los problemas globales que son a los que se enfrenta hoy en día la humanidad. La descoordinación que estamos viendo estos días entre las comunidades autónomas y el gobierno central es descorazonadora. Es evidente que el Ministerio de Sanidad (como muchos otros) se ha ido ahuecando en los últimos años, en ese acomplejamiento de nuestro estado ante las autonomías. Y, posiblemente, sus capacidades para afrontar una crisis nacional de esta complejidad están seriamente mermadas. Unas comunidades hacen hospitales auxiliares; otras, no. El Gobierno dice que estará a lo que les pidan las comunidades. Las compras de material diverso las hace el ministerio, o las comunidades, o todos juntos; o compiten en el mercado. Cada comunidad hace una aplicación diferente de autodiagnóstico, … En fin, un despropósito. Un despropósito que viene de lejos y que hemos denunciado reiteradamente desde la Fundación. ¿Habría sido todo distinto si el modelo autonómico hubiera madurado de forma más coherente, coordinada y pensando en la eficiencia y el servicio los ciudadanos y no en el “qué hay de lo mío”? Posiblemente, sí.

En España llevamos años oyendo hablar del cambio de modelo productivo. Pero al final es el turismo y la construcción lo que funciona en este país. En esta crisis hemos aprovechado ambas habilidades para convertir hoteles en hospitales y para construir hospitales de campaña en un tiempo asombrosamente rápido. Ambas cosas me han hecho sentirme orgulloso de nuestras capacidades. Pero en todo lo que se refiere a la utilización de la tecnología para atajar esta crisis hemos fracasado. No creo que sea tanto un problema de capacidad sino de falta de espíritu innovador. España está en la posición 29 en el Global Innovation Index, muy lejos de lo que nos correspondería por nuestra capacidad económica. Y eso, al final, se paga. Nos cuesta pensar de forma innovadora y en esta crisis lo hemos demostrado. ¿Habría sido todo distinto si en España hubiéramos promovido una verdadera cultura de innovación? Posiblemente, sí.

Estos días he escuchado diferentes presentaciones y manifestaciones de nuestros políticos y gestores públicos, desde nuestro presidente y líderes políticos nacionales y autonómicos hasta el comité de gestión del COVID. Estoy seguro de que todos ellos están haciendo un gran esfuerzo por resolver el problema de la mejor forma posible. Pero, desgraciadamente, no estoy escuchando los mensajes de estadistas o expertos que uno se esperaría en una situación como esta. Muchos lugares comunes, poca información de calidad, manifestaciones con sesgos y reproches políticos en la línea que nos tiene acostumbrados (nacionalismos, populismos, extremismos y todo tipo de ismos); aunque, afortunadamente, algo más suavizados que en circunstancias normales. Pero sigo sin ver los estadistas y expertos de primer nivel que me gustaría ver liderando este problema. Siento decirlo, pero es que no los veo. Mi impresión es que todo lo que se está haciendo que funciona, que es mucho, se debe más a las capacidades, tesón, buen hacer e inteligencia de nuestros técnicos: sanitarios, policías, militares, etc. (verdaderos héroes de esta historia) que al liderazgo de nuestra clase dirigente.  Y eso, posiblemente, tiene mucho que ver con el diagnóstico de nuestro “dedómetro”: la meritocracia en nuestro sistema público brilla por su ausencia y, posiblemente, los mejores perfiles están entre los niveles técnicos y no entre los líderes. Cuando uno escucha hablar a la ministra de asuntos exteriores de Corea en la BBC, su visión, sus mensajes de preocupación por los ciudadanos (no solo por los coreanos) y todo lo que han hecho para atajar la crisis del virus, uno siente una gran envidia. Nos gustaría tener políticos de este nivel en España. Cuántas cosas sabias y fundamentadas dichas en muy poco tiempo frente a los largos y anodinos discursos plagados de lugares comunes de nuestro presidente en los últimos días. ¿Habría sido todo distinto si en España la meritocracia estuviera extendida en nuestro sector público y en los partidos políticos? Posiblemente, sí.

La gestión de esta crisis es, en gran medida, el fruto de la degradación de nuestro sistema público que tanto hemos denunciado desde la Fundación desde hace varios años. Nuestra esperanza es que esta desgraciada crisis suponga una catarsis para que las cosas se hagan, a partir de ahora, de otra manera. Lo cierto es que podíamos haberlo hecho mejor, sin duda; pero si hubiéramos trabajado desde hace años en mejorar y en corregir esos defectos que tanto tiempo llevamos denunciando.

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