Entradas

‘La corrupción sistémica’ (II)

Nota del autor: no lea esta segunda parte sin haber leído antes la primera. Si ya lo ha hecho, seguramente pensará, hablando coloquialmente, que nos hemos «despachado a gusto». Es posible, aunque preferimos verlo como una (necesaria) crítica constructiva, siendo imprescindible para mejorar y avanzar poner el foco en las deficiencias del sistema, sobre todo en algunas casi invisibles. Pero toda esta crítica tiene que ir acompañada de la correspondiente autocrítica. ¿Algo de esto también es culpa nuestra? En parte, sí. Una sociedad verdaderamente íntegra no permitiría que sus instituciones y empleados públicos no lo fueran, pero, al mismo tiempo, una imagen íntegra de dichas instituciones influye positivamente en la sociedad. Veamos el siguiente efecto dominó:

https://nosoloaytos.wordpress.com/wp-content/uploads/2023/04/image-4.png?w=480

Fuente: elaboración propia

Centrémonos de nuevo en uno de los círculos de la infografía anterior, el aludido sistema institucional. Solo la palabra caos puede definir la infame mezcla de (enorme) cantidad y (escasa) calidad de entidades públicas que lo integran. Pongamos por un momento el acento en esa cantidad, cantidades más bien, explicando todas las cifras que arroja nuestro entramado de entidades públicas. En base a esos números (es decir, datos objetivos), se puede inferir claramente si nuestro sistema fomenta o no la integridad pública, máxime si se compara estos datos con los de otros estados:

  • Empezando por el número teóricamente más espectacular, resulta que tenemos dos millones de funcionarios o, en términos más precisos, algo más de tres millones de empleados públicos (muy concentrados, por cierto, en las CCAA), pero esta no es una cifra alta en absoluto. De hecho esto es negativo, por mucho que a alguien le pueda agradar que haya menos funcionarios de lo que se pensaba. Supone un porcentaje del 17% de la población activa, por debajo del promedio de la OCDE (18%), y significativamente muy por debajo de países con alta calidad institucional como Noruega, Suecia, Dinamarca, Finlandia, Islandia y Estonia, que superan holgadamente el 20%. A mucha gente le gusta hablar de «lo que sobra», y seguramente es un debate necesario, pero precisamente funcionarios (empleados públicos de carrera) no sobran.
  • Probablemente, la cifra más negativa de todas sean las escandalosas 200.000 normas que aproximadamente se amontonan en nuestro ordenamiento jurídico, calculadas por un servidor en base a criterios lógicos como la multiplicidad de poderes normativos (Estado y CCAA tienen poder legislativo y reglamentario, mientras que la Administración local y el resto de entidades del sector público pueden aprobar Reglamentos), la acumulación (se aprueban muchas más normas de las que se derogan), y el ritmo de producción (por ejemplo, en el año 2021 el Estado aprobó 55 leyes y en 2022, 73, percibiéndose un aumento progresivo en cualquier comparación dentro un periodo superior a tres años). Hablando de lo que de verdad sí sobra, vemos que a todas luces tenemos demasiadas normas en general y demasiadas leyes en particular, y es más que evidente que muchas de ellas no son eficaces. De hecho, cuantas más normas existan más normas innecesarias o de baja calidad existirán, y también más normas se incumplirán. ¿Se hace el informe de necesidad y eficacia (justificación de la oportunidad de la nueva norma) al que se refiere el art. 129.2 de la Ley 39/2015?
  • También tenemos, claro está, demasiadas entidades públicas, siendo esta una de las principales conclusiones de la presente reflexión. Unas 20.000 si consideramos el concepto amplio de «sector público». Bruselas nos ha dicho tantas veces que adelgacemos nuestra Administración, que ya no sabemos ni contra quien deberíamos cargar en este asunto. No es el momento ni el lugar de abrir el debate de si algunos (o quizá bastantes) de los aludidos 8.000 municipios podrían fusionarse. O quizá sí, pero antes deberíamos replantear la propia existencia de los miles de organismos autónomos, entidades públicas empresariales, mercantiles, fundaciones de capital público y otro sinfín de entidades sui generis creadas específicamente para satisfacer un fin de interés público que, si a la postre se demuestra que no se consigue o no se hace en condiciones de mayor eficiencia que antes de la creación de la entidad instrumental, debería suponer inmediatamente la desaparición de esta. El despilfarro de recursos y la mencionada huida del Derecho administrativo también son corrupción.
  • Un último comentario conjunto para otras dos cifras institucionales: tenemos unas 20 entidades u órganos externos de control, Tribunal y Sindicaturas de Cuentas, más las Agencias u Oficinas Antifraude (ojo, que alguna ya ha desaparecido y alguna otra peligra); pero, paradójicamente, más de 2.000 casos documentados de lo que podríamos llamar «gran corrupción» (la que se mueve dentro del Código Penal) en lo que va de siglo, debiendo indicar que, como es lógico, los casos que salen a la luz no son ni remotamente todos los que se producen, máxime si dentro del concepto amplio de corrupción incluimos cualquier modalidad de fraude, micro-corrupción o irregularidad administrativa grave, conductas más atenuadas que ni siquiera nos atrevemos a cuantificar y que no son tan visibles como esa punta del iceberg, una imagen visual muy clarificadora que ut infra compartiremos en forma de infografía.

En definitiva, todas estas cifras sin excepción son «banderas rojas», ítems de riesgo, potenciales o ya consumados. A mayor abundamiento:

  • Un buen servicio público precisa de los medios adecuados, empezando por los propios medios o recursos humanos, necesarios en su debida cantidad y calidad.
  • Es un hecho que España tiene un número de normas en vigor muy elevado, muchas de ellas restrictivas y/o punitivas, pero no por ello presenta menores índices de corrupción, por lo que su grado de efectividad es cuestionable. 
  • Otro problema de la hiperregulación es que también existe un exceso de normas sobre procedimiento, las cuales acaban imponiendo un modelo burocrático ralentizador que fomenta precisamente la omisión de esos trámites.
  • Se da un claro abuso por parte de algunos gobiernos de la figura del decreto-ley, lo que podría atentar contra la calidad democrática y el principio de división de poderes, en este caso imponiendo el ejecutivo sobre el legislativo. Por otra parte, quienes lo justifican, argumentan que en tiempos como los actuales se justifica su uso e incluso su abuso por razones de urgente necesidad que, visto lo visto, parece que desde la pandemia se acreditan con mucha más facilidad. Pasa lo mismo, o muy parecido, con los contratos de emergencia, que manejan grandes cantidades a la postre adjudicadas a dedo. Si todo esto no es corrupción, se le parece mucho.
  • Tal y como venimos explicando, nuestro sistema institucional es estructuralmente corrupto, o al menos presenta una tendencia natural hacia la corrupción, ya que permite fácilmente sortear el cumplimiento de la legalidad y el mismo interés general. El principio de división de poderes tampoco se cumple en sentido estricto, y en general casi todas las instituciones, incluidas las más importantes, están politizadas en mayor o menor grado.
  • Si una actuación administrativa es formalmente correcta pero materialmente no busca el interés público sino que en el fondo sirve a un interés particular, dicha actuación constituye desviación de poder.
  • ¿Quién controla a los que controlan?

Desarrollando esta última cuestión, cabe decir que la única razón de ser del control es que sea efectivo. Yo mismo pertenezco a un cuerpo de control, los citados funcionarios habilitados de carácter nacional, donde sobre todo los interventores se erigen en el órgano interno por antonomasia de los Ayuntamientos. ¿Y quién controla a los interventores? De hecho son muchos los que los intentan controlar. Su labor se ve torpedeada constantemente por diferentes factores y actores, como los políticos que les respiran en la nuca, a mayor abundamiento sus superiores jerárquicos; las presiones de todo tipo que llegan desde los cuatro puntos cardinales (sindicatos, contratistas, asociaciones, los propios compañeros); la enorme responsabilidad que deposita sobre sus hombros la normativa vigente; o por la propia falta de medios que les mantiene en un continuo estrés. Pero más allá de la problemática específica de los Ayuntamientos, el control interno lo tiene francamente difícil allá donde existe orgánicamente, porque este panorama siempre es parecido.

En cuanto al control externo, desde luego es imprescindible, pero, como en los casos anteriores, algunos pequeños ajustes podrían mejorar su efectividad. Sin duda, lo más importante es reforzar su total independencia.

No podemos terminar el artículo sin compartir la prometida infografía de «las otras cosas» (y «los otros casos») que también son corrupción, explicadas con la imagen de un iceberg:

https://nosoloaytos.wordpress.com/wp-content/uploads/2023/02/image-2.png?w=640

Y que conste que son todos los que están pero no están todos los que son. Lo más característico de un iceberg es que es mucho más grande que su parte visible, y de ahí volvemos a la diferencia entre los casos más mediáticos y la realidad completa. La lista de corruptelas, fraudes y sutiles ilegalidades de la parte sumergida es interminable. Y hablando precisamente de medios: otro caso muy curioso es el secuestro de los medios de comunicación públicos. Se habla mucho del sesgo de los privados, que lo tienen, pero es que los públicos deberían ser absolutamente independientes tanto por ser medios de comunicación (el famoso pleonasmo «periodismo independiente»), como, sobre todo, por ser públicos (financiados con dinero de todos).

Y con esto queda todo dicho, salvo una última frase: frente a un BOE saturado, ética. Ya hemos visto que sobran normas, lo cual demuestra que no son efectivas. Sí lo son los valores. Al fin y al cabo, «la integridad no tiene necesidad de reglas» (Albert Camus).

‘La corrupción sistémica’ (I)

«El ser humano es un mero mortal con defectos y virtudes, y no adquiere entidad divina por el hecho de desempeñar un cargo público.» (Ibiza Melián)

El sistema y sus entresijos. El nuestro tiene trampa. Trampas, en plural. Por ejemplo: cuantas más instituciones y organizaciones públicas tiene un estado, más difícil es de gestionar, especialmente «de forma legal». Dicho de otra manera: existe otra corrupción, la que proviene de la misma configuración estructural del sistema, de un entramado institucional intencionadamente complejo, abigarrado, burocratizado, y que, precisamente por esa complejidad, siempre va a ser mucho más anárquico y arduo de controlar.

Esta es una reflexión que vale para cualquier Estado, porque no hay ninguno ahora mismo en nuestro entorno que esté a salvo de la mayoría de estas problemáticas, pero hoy en particular me refiero a España, donde la política actual consiste en multiplicar los focos de poder político, un poder casi siempre utilizado para presionar y solo en contadas ocasiones para colaborar; en tener el control de los órganos teóricamente independientes; y en ejercer otras «malas prácticas» (somos generosos con el término), como tensionar, polarizar, insultar e intentar utilizar recursos públicos o posiciones de privilegio para perseguir objetivos particulares. Por si fuera poco, vivimos en una continua e inacabable campaña electoral: discursos, descalificaciones, demagogia… ¿Y la gestión para cuándo? Los problemas de las personas no se resuelven solos

Vaya por delante que un servidor no se mueve por los titulares de prensa, los estímulos mediáticos y otros escándalos debidamente presentados, sino por la experiencia profesional de veinticinco años, tiempo de sobra para observar tendencias, evoluciones e involuciones. Por eso no nos referimos a nada ni a nadie en concreto, sino a todo y a todos en general, y tampoco al momento presente, porque llevamos mucho tiempo en la Administración y vemos que lo de ahora no es sino la culminación de aquel viejo refrán que reza: «De aquellos polvos, estos lodos». Como dijimos en su momento: «El principio de división de poderes ya no es lo que era. Después de más de dos siglos desde la Revolución Francesa, no podemos decir que haya un solo poder legislativo ni  ejecutivo, y aunque en realidad sí hay un único poder judicial según la Constitución, incluso este está organizado territorialmente hacia dentro y presenta un importante matiz hacia fuera por la existencia de tribunales europeos e internacionales con jurisdicción propia. Valga como ejemplo el demostrado difícil encaje de la jurisprudencia del TJUE en nuestro entramado legal de corte administrativista. Con respecto al poder legislativo, la cuestión se torna aún mucho más compleja. En cada centímetro cuadrado de nuestro suelo rigen conjuntamente tres poderes constitucionales o cuasi constitucionales (europeo, estatal y autonómico), cuatro poderes legislativos ordinarios (supranacional, europeo, estatal y autonómico), y cuatro poderes reglamentarios (estatal, autonómico, provincial y municipal). Se trata, sin duda, de un sistema jurídico muy complejo que cabe interpretar correctamente. La consecuencia, un BOE que echa humo y miles de normas que aplicar, no favorece en absoluto la seguridad jurídica.»

En cuanto a los diferentes niveles de gobierno territorial, se rigen por los principios de descentralización y desconcentración. Seguramente era la solución menos mala, pero no por ello menos caótica. En la práctica echamos de menos otro principio importante, el de coordinación. A la postre, unos tienen las competencias y otros teóricamente las pagan porque, sobre todo los Ayuntamientos, no se pueden autofinanciar. A veces, en realidad en la mayoría de ocasiones, las competencias son compartidas. De hecho se solapan. Abundan los conflictos de competencias, tanto los positivos (ambas Administraciones creen que deben actuar) como los negativos (ambas se desentienden), siendo nefasto este segundo caso para la ciudadanía y como mínimo engorroso el primero. Otras veces se firma un convenio que, sobre todo tras el cambio de legislatura, cae en el olvido y no se aplica. Mientras tanto, en cualquiera de nuestras provincias e islas tenemos Ayuntamientos, Diputaciones, Cabildos o Consejos, y delegaciones territoriales autonómicas y estatales, además de tres o cuatro cuerpos de seguridad. Y todavía nos faltaría entrar en el proceloso mundo de los entes instrumentales (organismos autónomos, mercantiles de capital público, fundaciones públicas…), caracterizado por su crónica ineficiencia y por el fenómeno llamado «huida del Derecho administrativo» (y de los controles propios del mismo), el cual, por el avance del concepto «sector público» y la influencia del Derecho comunitario, se ha acabado convirtiendo en una simple «huida del Derecho», lo cual es igual o peor.

En definitiva, muchas entidades públicas y muy heterogéneas. Máxime considerando esta complicación y confusión, cobra si cabe más fuerza el papel de los órganos e instituciones de control (más entes para nuestra lista), la contrabalanza y el freno natural a las aludidas malas prácticas que con los años se han consolidado incluso en las mal llamadas democracias avanzadas. Pues bien, en el control falla algo. Que nadie dude de nuestra defensa de los entes y órganos de control. El problema de un contrapeso institucional es que, aunque aparezca teóricamente equilibrado, por algún motivo no funcione en la práctica. Y no funciona cuando es meramente formal, no efectivo. Pero España, precisamente esa España compleja que hemos analizado en la anterior radiografía institucional, no se puede permitir el lujo de que las instituciones de control no siempre funcionen de forma objetiva porque sus máximos responsables se nombran bajo criterios políticos, y si abrimos por un segundo el debate del poder judicial, mucho menos el de que el mismo principio de división de poderes se ponga continuamente en entredicho, o en peligro, que es casi lo mismo. España no se puede permitir estos lujos porque hablamos de un país demostradamente corrupto, donde, sin ir más lejos, algunas personas dotadas de poder público y/o privado, vieron un negocio en una desgracia y utilizaron la pandemia para lucrarse. Esto es deleznable. La ciudadanía debería reclamar responsabilidades con vehemencia. Mal cuando juegan con nuestro dinero; pero mucho peor cuando juegan con nuestra salud movidos por un instinto básico llamado avaricia. El interés general queda en las antípodas de esto.

Otro problema. A pesar de la aludida heterogeneidad institucional, en lo que sí coinciden tantas entidades pertenecientes al sector público es en que casi todas están altamente politizadas. Preguntábamos que para cuándo la gestión. Pero tampoco aquí el sistema lo pone fácil. Cada cuatro años, a veces mucho antes, cambia toda la cúpula directiva en muchas entidades públicas. Ocho mil de ellas son Ayuntamientos (con sus correspondientes entes instrumentales, una figura recurrente a partir de un tamaño de municipio, digamos, mediano). Pues bien, en los Ayuntamientos, estos directivos no se sabe muy bien quiénes son, qué hacen o incluso de dónde salen, pues frente a la deseable profesionalización, siguen predominando los altos cargos de libre nombramiento y el personal eventual. De ahí no puede salir nada bueno, evidentemente. Y no vamos a abrir el melón de la libre designación en el cuerpo de funcionarios con habilitación de carácter nacional, prevista legalmente para la provisión de los «mejores» puestos de trabajo, pero qué duda cabe que cuando a uno le nombran, seguramente con merecimiento pero no más que el que tiene el resto, secretario o interventor de un Ayuntamiento enorme o una Diputación, con la consiguiente nómina, igual de enorme, y un estatus de órgano «altísimo cargo», en el pensamiento del Alcalde o concejal queda automáticamente descartado que ese funcionario vaya a ser en absoluto estricto fiscalizando. No juzgo a ningún compañero en particular, que conste, porque quiero pensar que pese a todo va a conservar su independencia, pero es fácil hacer esta lectura psicológica, al menos desde la óptica del político. Y entonces chocarán, salvo que los dos entiendan perfectamente su rol, algo que, no seamos ingenuos, no siempre ocurre. Pero la culpa es nuevamente del sistema, que pone al fiscalizado como jefe supremo del fiscalizador, y en estos casos hasta con el poder de cesarlo (un cese que tendría que motivarse, por cierto, no vaya a confundirse con el cese del personal eventual).

Y debemos seguir, pero hoy no, ya que, por desgracia, no hemos acabado de referir carencias (en el mejor de los casos) del sistema. Las abordaremos en la segunda parte del presente artículo.

La Universidad de Salamanca organiza el Curso de Especialización “Gobernanza y Gobierno Abierto: hacia un nuevo paradigma en la Administración Pública”

Elisa de la Nuez, Secretaria General de nuestra Fundación, formará parte del profesorado.

La Universidad de Salamanca organiza, del 14 al 30 de enero de 2019, el Curso de Especialización “Gobernanza y Gobierno Abierto: hacia un nuevo paradigma en la Administración Pública”. Nicolás Rodríguez García, Catedrático de Derecho Procesal, y Fernando Rodríguez López, Profesor Titular de Economía Aplicada dirigen un curso que abordará los puntos más críticos de lo que debe ser una manera o un modelo de entender el gobierno y la gestión de los asuntos públicos.

Puedes encontrar más información sobre el programa, el profesorado y la inscripción a través del siguiente enlace.

Se abre la inscripción para la 2ª edición del curso masivo en línea (MOOC) sobre Educación en Gobierno Abierto

La finalidad del curso es acercar a aquellos que lo deseen los valores y principios del Gobierno Abierto, contribuyendo a un construir un Estado más responsable y una ciudadanía participativa y colaborativa.

A través de Educación en Gobierno Abierto, podrás obtener los conocimientos fundamentales sobre el Gobierno Abierto y sus tres pilares: transparencia, participación ciudadana y colaboración, además de conocer las principales tendencias y proyectos sobre las políticas públicas de Gobierno Abierto.

El curso tendrá lugar del 9 de octubre al 16 de noviembre.

Puedes acceder a más información y realizar tu inscripción a través del siguiente enlace.