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El “Estado mayor” del Presidente del Gobierno

“La cabeza debe estar en una sola persona y no en muchas, pues muchos mandos resultan perjudiciales”
(N. Maquiavelo, Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio, Alianza, 1987, p. 348)
“Hay una progresiva militarización de la política” (William Davies, Estados nerviosos. Cómo las emociones se han adueñado de la sociedad, Sexto Piso, 2019, p. 198)

La literatura especializada ha calificado a los Gabinetes de los políticos como su “estado mayor”. En verdad, como ya reconociera Guy Thuillier, “un gabinete es un equipo alrededor de un patrón” (Les cabinets ministériels, PUF, p. 19), con la misión de protegerle. Pero cuando este “patrón” es quien ocupa la Presidencia del Gobierno, los roles de esa estructura de apoyo se multiplican, también su peso político. Y más aún de quien lo dirige.

Se ha montado cierto revuelo en determinados medios por la reestructuración llevada a cabo en la Presidencia del Gobierno (por medio del Real Decreto 136/2020, de 27 de enero), en la que, sin duda, se produce un fortalecimiento indudable de la figura del Director de Gabinete de la Presidencia, al que se le ha denominado incluso como “el quinto Vicepresidente”. En realidad no es tal, si bien no cabe pecar de ingenuos: la persona designada tiene, en estos momentos, la confianza absoluta del Presidente del Gobierno y, por consiguiente, capacidad de interferir (o, al menos, habilitación política para intentarlo) en áreas ejecutivas de la actuación gubernamental. Nadie duda tampoco que ese rediseño estructural tiene como objetivo último fortalecer la figura del actual Presidente del Gobierno y el ejercicio de sus propias funciones en una organización gubernamental configurada, por iniciativa propia, en un mosaico de estructuras ministeriales. ¿Cálculo político? Sin duda. Pero no cabe sorprenderse. Léon Blum, en esa deliciosa obra titulada La reforma gubernamental(Tecnos, 1996, p. 12), encuadraba el problema perfectamente: “La Presidencia del Consejo debe constituirse como un ministerio de ministerios”. Todas las presidencias de los Ejecutivos en las democracias avanzadas pretenden lo mismo. El sistema parlamentario español, ya configurado como una “democracia de canciller”, es cada vez más presidencialista. Y con esta presidencia pretende serlo aún más, a pesar de existir, por vez primera, un gobierno de coalición.

Lo escribí hace unos días en mi Blog  , una estructura gubernamental marcadamente elefantiásica y notablemente fragmentada, como es la del actual Ejecutivo (con 4 vicepresidencias y 22 departamentos ministeriales) requeríainexcusablemente una coordinación fuerte, que evitara desajustes y contradicciones, más aún en un contexto de gobierno de coalición. Cabe aludir aquí a la magnífica advertencia de Maquiavelo sobre “la inutilidad de un mando múltiple”.Y en este Gobierno el mando múltiple se visualiza muy bien en el número desorbitado de Vicepresidencias y en la atomización de ministerios, necesitados por razones obvias de coordinación. Las coordinaciones colegiadas no funcionan, a pesar de las apariencias. Es función de la Presidencia dirigir, pero también coordinar, las funciones del Gobierno.

Tras la aprobación del Real Decreto citado, la coordinación material se llevará a cabo por la Dirección del Gabinete, con rango de Secretaría de Estado. La duda estriba si, ante las “nebulosas tareas” (en palabras de Ollivier Schrameck) que ejercen los Gabinetes, y particularmente el de la Presidencia, su potestad derivada será también reconocida sin matices por la vicepresidencia y los ministerios de la fuerza política subalterna coaligada. Tiempo habrá para comprobarlo. Aunque las tensiones serán inevitables. Ingenuo sería pensar lo contrario.Y más en el siempre escabroso terreno de la comunicación, cuando no de las políticas, pues ya el simple enunciado de algunos órganos directivos de los distintos departamentos ministeriales, tal como regula el Real Decreto 139/2020, nos anticipan días memorables en un futuro no muy lejano.

En todo caso, esa norma también ha levantado mucha polvareda mediática y oposición corporativa (FEDECA), pues establece en su preámbulo 23 excepciones a que los órganos directivos deban ser cubiertos por funcionarios del Grupo de Clasificación A1. Hay que hacer sitio, según las características específicas de los órganos directivos, a los “amigos políticos” que no sean funcionarios. Una manifestación dura de politización de la función directiva; pero el hecho de que sean funcionarios sus titulares tampoco les deja al margen del spoils system, aunque sea de circuito cerrado. La profesionalización de los órganos directivos de la Administración General del Estado está hoy más lejos que nunca. Pero a nadie importa. Todos hacen lo mismo. Y, según parece, lo seguirán haciendo.

La coordinación adquiere, por tanto, valor existencial, si la labor de gobierno no quiere sumirse en pocos meses en un griterío que puede transformarse en algo ensordecedor y contradictorio. La nueva consigna comunicativa es, al parecer, “distintas voces, una sola palabra”. Veremos si la armonía se impone al ruido. Otra cosa son las facultades (competencias y habilidades) que deben predicarse de una figura tan singular como es la de titular de la Dirección del Gabinete presidencial, pues la máquina gubernamental y sus relaciones son de una complejidad incalculable. Puede sorprender que las riendas de la Presidencia (que es tanto como decir la conducción soterrada del Gobierno) se otorguen a un “externo” a la estructura del partido dominante en el poder. Pero ya no es tan inusual, menos en estos tiempos líquidos de la política. La ideología socialdemócrata cotiza a la baja. Se lleva otro estilo. Definitivamente. Y no seré, de momento, más explícito.

Se ha querido, por tanto, reforzar la figura del Director de Gabinete para blindar así la propia Presidencia. Bajo su batuta, a través del Comité de Dirección, está toda la máquina presidencial o “la fontanería monclovita” (incluso, atípicamente, la Secretaría de Estado de Comunicación). Su presencia “individualizada”en la Comisión de Secretarios de Estado y Subsecretarios proyecta su poder nebuloso sobre el órgano ejecutivo de coordinación gubernamental por excelencia, que preside formalmente la Ministra de Presidencia. Se aventuran tiempos de tensiones larvadas en ese Jano de Moncloa entre Dirección de Gabinete de la Presidencia y Vicepresidencia primera. ¿Quién coordinará de facto la labor ejecutiva?La larga mano del mando único del estado mayor de Presidencia pretenderá tener la fotografía precisa del funcionamiento del Gobierno y enderezarlo cuando sea menester. Ardua tarea. En todo caso, la estructura de la Presidencia del Gobierno se ha complejizado, sin duda, con equilibrios de poder cogidos con pinzas y cuyos lindes funcionales (como en cualquier Gabinete) son calculadamente difusos, como dispersas son las competencias que tales órganos de confianza y asesoramiento político ejercen.

En realidad, en el mundo de los gabinetes está (casi) todo inventado. Las relaciones entre estructuras staff y departamentos en línea son siempre una fuente inagotable de conflictos. Más en las relaciones de poder político. No digamos nada en un Ejecutivo con cuatro Vicepresidencias, veintidós ministerios y, además, de coalición. Nada será pacífico, al menos en la sombra. Otra cosa es lo que salga a la luz. La apuesta del actual Presidente del Gobierno ha sido clara: reforzar cuantitativa y cualitativamente su “estado mayor”, que será el lugar donde se diseñará la política con mayúsculas (esperemos que no también con minúsculas). Y este, a mi juicio, es el punto clave. ¿Qué línea política se impulsará desde “la cocina” del Gabinete de la Presidencia?, ¿O sólo será comunicativa? Si así fuera, no se hubiera materializado esa compleja operación de entronizar a un director de orquesta en la sombra.

La justificación de esa operación estructural, pero también de recomposición del poder interno, puede encontrar respuesta en la marcada tendencia de las sociedades contemporáneas a desdibujar las líneas existentes entre los estados de guerra y de paz. Williams Davis lo recoge atinadamente en el libro arriba citado. En efecto, hoy en día, más aún en España, la discusión pública se configura con tintes belicistas o, incluso, como una forma de guerra (de batallas abiertas o de guerrillas); y en situaciones de combate lo relevante es la propaganda, el secretismo, la lealtad inquebrantable, así como subordinar los medios y el saber experto (cualquier recurso) a la política gubernamental, pues el objetivo último de esa nueva política es exclusivamente la victoria, no el consenso. Aupar al líder a los cielos, para que allí se quede. En ese contexto, el “estado mayor” (aquí ya sin sentido metafórico) se hace imprescindible. Es el que realmente manda. Y dentro de aquél, su jefe máximo.

En un marco de guerra (siquiera sea política o comunicativa),jugar con las emociones adquiere una importancia fuera de lo común. Hay que provocar en el enemigo “el miedo, el dolor y el pesimismo”. Aplastarlo sin contemplaciones, sea este interior o exterior. No hay descanso para la tranquilidad ciudadana.Ahora la velocidad y el vértigo mandan. Todo es volátil, como subraya Daniel Innerarity. El combate es y será la agenda cotidiana en los próximos años. Malos tiempos para la denostada transversalidad y olvido absoluto de la siempre necesaria democracia deliberativa, que apenas pocos practican. Estamos en un mundo, en palabras de Fernando Broncano, de polarización grupal de la política (Puntos ciegos. Ignorancia pública y conocimiento privado, Lengua de Trapo, 2019). La dialéctica schmittiana amigo/enemigo, embebida ahora de emociones digitalmente dirigidas y por “cámaras eco” (que desacreditan la opinión contraria), vuelve a primer plano de la actualidad, si es que alguna vez se fue de allí. Especialmente, en el escenario gubernamental. Por mucho que las aparentemente neutras y frías páginas del BOE apenas nos lo adviertan.

De ministra de justicia a fiscal general, tribuna en EM de nuestra coeditora Elisa de la Nuez

La sorprendente propuesta del Gobierno para nombrar a Dolores Delgado (hasta ayer Ministra de Justicia en funciones) como nueva Fiscal General del Estado es una malísima noticia para nuestra democracia liberal. Demuestra con claridad que nuestros Gobiernos no soportan Fiscales neutrales e independientes al frente de la Fiscalía General del Estado. En este caso, además, ni siquiera se respetan mínimamente las formas que habían evitado que al menos desde 1986 (año en que se nombró a Javier Moscoso que procedía del Consejo de Ministros) ningún diputado o Ministro haya ostentado el cargo.  Si recordamos además que la Ministra mantuvo unas conversaciones poco prudentes con el famoso comisario Villarejo y que se presentó en las anteriores elecciones a diputada bajo las siglas del PSOE es difícil encontrar un perfil menos idóneo desde el punto de vista institucional.

El nuevo Gobierno asume por tanto de forma natural -ya lo dijo el Presidente en una entrevista en RNE- que no solo el Gobierno nombra el fiscal general (según el art. 124 de la Constitución española el Fiscal General del Estado será nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial) sino que depende del Gobierno, como si el fiscal general fuera un cargo político más del Gobierno. Vamos, que no hay mucha diferencia entre ser Ministro de Justicia y ser Fiscal General: en ambos casos se trataría de desarrollar el mandato o las políticas del Poder Ejecutivo.

Nada más lejos de la realidad. Sin necesidad de remontarnos a los orígenes históricos de la Fiscalía hace mucho tiempo que en los países de nuestro entorno no se concibe como un brazo del Poder Ejecutivo, sino como una institución en defensa de la legalidad. Es cierto que hay muchos modelos de Fiscalía entre los países europeos más avanzados tal y como puso de relieve un estudio de hace un par de años de la Fundación Hay Derecho; pero todos ellos están avanzando hacia una mayor autonomía e independencia del Poder Ejecutivo, en línea con las recomendaciones del Grupo de Estados contra la corrupción del Consejo de Europa (en adelante GRECO) que realiza estudios no solo sobre la independencia del Poder Judicial sino también sobre la Fiscalía y sus relaciones con el Ejecutivo. Se han hecho recomendaciones a España en este sentido que nuestros gobiernos de uno y otro signo son especialistas en esquivar –o al menos dilatar lo más posible-  con mayor o menor elegancia. Recomendaciones tales como revisar el sistema de nombramiento del Fiscal General y evitar que cese con el Gobierno de turno.  

Efectivamente, en este punto hay que tener en cuenta que si en algo han estado de acuerdo el PP y el PSOE ha sido en el control de la Fiscalía y del Poder Judicial. A este consenso, por lo que se, se suman ahora algunos partidos más pequeños que cuando no gobernaban clamaban por su independencia. De los independentistas no hace falta hablar, dado que uno de sus objetivos esenciales es precisamente el control político del Poder Judicial y así lo expresaron sin tapujos en sus famosas leyes del 6 y 7 de septiembre de 2017.

No obstante, en un Estado democrático de Derecho, el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (aprobado por la Ley 50/1981, de 30 de diciembre) recuerda en sus  arts. 6 y 7 dos principios básicos del funcionamiento de la Fiscalía: el principio de legalidad, que supone que el Ministerio Fiscal tiene que actuar con sujeción a la Constitución, a las leyes y demás normas que integran el ordenamiento jurídico vigente y el principio de imparcialidad, que recuerda que el Ministerio Fiscal actuará con plena objetividad e independencia en defensa de los intereses que le estén encomendados. Conviene recordar en este punto que el partido político Ciudadanos intentó sin éxito introducir importantes reformas en el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal para potenciar la neutralidad y su independencia, a raíz de algunos casos notorios cuando gobernaba el PP. Podemos recordar la actuación del Fiscal Pedro Horrach en el caso Urdangarín en la época del Fiscal General del Estado Torres-Dulce, o el escándalo protagonizado por el Fiscal Jefe Anticorrupción Moix, por sus relaciones con el ex Presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González y por sus acciones en una sociedad “off-shore”.  

Aunque parece que hace mucho tiempo de estos hechos, viene bien recordarlos porque podríamos encontrarnos pronto con sucesos parecidos pero ahora protagonizado por personajes y partidos distintos. En definitiva, la politización de la Fiscalía sirve para intentar controlar los daños políticos que pueden proceder de los Tribunales de Justicia, ya sea en forma de mala imagen para la Jefatura del Estado, investigados o condenados por casos de corrupción del partido al que perteneces o ¿por qué no? procesados y condenados por  otros delitos de partidos cuyo apoyo necesitas. En este punto, no cabe más remedio que acordarse de las palabras del Presidente del Gobierno sobre “desjudicializar la política”. En este punto también conviene recordar que la Fiscalía española se rige hoy por hoy por el principio de legalidad y no por el de oportunidad, por tanto la Fiscalía tiene obligación de perseguir –al menos en teoría- todas las conductas punibles de que tenga conocimiento.

Para que podamos hacernos una idea de la situación que atraviesa esta institución basta recordar que han sido nombrados 6 Fiscales Generales del Estado en 6 años.  Por supuesto, cambian siempre que cambia de signo el Gobierno –lo que ya es una señal preocupante- pero además también cambian aunque no cambie el partido del Gobierno cuando no son dóciles al Gobierno de turno.  Podemos recordar el caso de Consuelo Madrigal y de María José Segarra, dos excelentes profesionales, nombradas (y no renovadas o cesadas) respectivamente por Gobiernos del PP y del PSOE. El mensaje a los aspirantes al cargo, me temo, está bastante claro. La Fiscalía General del Estado no es para profesionales independientes y con criterio técnico riguroso. Está para otra cosa.

En cuanto a la comunicación del Gobierno con el Ministerio Fiscal -según las normas- se puede hacer por conducto del Ministro de Justicia  o bien, cuando el Presidente del Gobierno lo estimo necesario puede dirigirse directamente al Fiscal General. No nos cabe duda de que con la ex Ministra la comunicación será muy fluida; pero precisamente la preocupación del GRECO en este punto es que estas comunicaciones sean transparentes y no consistan en órdenes o instrucciones, dado que el Gobierno lo que puede hacer es “interesar” del Fiscal General del Estado que promueva ante los Tribunales las actuaciones pertinentes en orden a la “defensa del interés público”.

Pues bien, como señala el informe de la Fundación Hay Derecho ya citado,  tratándose de una comunicación interinstitucional, ya sea a través del Ministerio de Justicia o directamente por el Presidente del Gobierno, debe de referirse a actuaciones de política criminal o en defensa del “interés público” y deben de ser generales, sin referencia a un caso concreto y positivas, esto es, sobre persecución de conductas y no de prohibición de hacerlo.

Cierto es que de conformidad con el artículo 27 del Estatuto orgánico del Ministerio Fiscal, cuando un Fiscal recibe una orden o instrucción que considere ilegal o improcedente debe comunicarlo a su Fiscal Jefe mediante informe razonado y en caso de discrepancia entre el Fiscal y el Fiscal Jefe, se plantea el asunto a la Junta de Fiscalía  que es quien resuelve. Pero si la orden supuestamente ilegal o improcedente hubiese sido dada por el Fiscal General del Estado, resuelve éste mismo, si bien oyendo a la Junta de Fiscales de Sala. 

Aquí conviene tener en cuenta también que el Fiscal General del Estado es un  hiperlíder o dentro de la Fiscalía, por utilizar otra expresión de moda. Y lo es no por la personalidad de su titular, sino por las competencias que tiene básicamente en cuanto a los criterios técnicos y a las carreras profesionales de los distintos Fiscales. No existe nada parecido a un sistema efectivo de contrapesos internos: la nueva Fiscal General concentra un poder muy grande tanto en lo que se refiere a las decisiones técnicas como en lo relativo a la promoción de los fiscales, especialmente de los puestos más relevantes de la carrera fiscal.  El Fiscal General del Estado propone al Gobierno el nombramiento de toda la cúpula de la Fiscalía.También concentra las competencias sancionadoras, lo que es un riesgo para aquellos fiscales “díscolos” que pueden verse incluso expulsados de la carrera fiscal por desavenencias con sus superiores ( 

Tampoco el Consejo Fiscal actúa como un verdadero órgano interno de contrapeso: tiene un papel meramente consultivo, lo que le impide funcionar como ocurre en otros modelos como un auténtico contrapeso al poder del Fiscal General. Además su composición tampoco es  la más adecuada, en la medida en que hay un número de miembros natos que se alinean sistemáticamente con el Fiscal General (al que le deben el nombramiento) y los demás son elegidos por las Asociaciones profesionales de los Fiscales, tradicionalmente alineadas con los partidos tradicionales españoles, PP y PSOE. 

Este ya era el panorama poco halagüeño desde el punto de vista de la neutralidad e independencia de instituciones centrales para nuestro Estado de Derecho como es la Fiscalía General del Estado. Por esa razón, el GRECO ya había advertido de la conveniencia de revisar el método de selección del Fiscal General del Estado o de la necesidad de mayores garantías en la tramitación de expedientes disciplinarios. Como vemos, no solo no se tienen en cuenta estas recomendaciones sino que se avanza con paso decidido en la dirección contraria. Que nos guste oírlo o no, es la propia de las democracias iliberales donde la independencia y profesionalidad de las instituciones y la separación de poderes se consideran un obstáculo para las políticas de los gobernantes de turno y no como una conquista de la civilización para garantizar que no hay nadie por encima de la Ley que, no lo olvidemos, en una democracia se aprueba por los representantes elegidos por los ciudadanos.  

Nuevo Gobierno y nueva etapa. Con la democracia liberal y el Estado de Derecho

Después de un merecido periodo de descanso, en Hay Derecho volvemos a la carga con nuestras preocupaciones habituales, pero ya con un nuevo Gobierno. Después de la investidura de ayer de Pedro Sánchez como Presidente del Gobierno y de lo oído en el debate de investidura sinceramente nos parece que nuestras reflexiones -desde la moderación y el rigor- en defensa del Estado de Derecho, la democracia liberal y nuestras instituciones van a ser más necesarias que nunca.

La polarización creciente -análoga a la que sufren otras democracias occidentales- ha cristalizado en un lenguaje en el que al adversario político se le niega toda legitimación  para gobernar y de paso todo valor moral, con epítetos tales como “traidores”, “asesinos”, “fascistas” y demás lindezas. Los que hemos leído el estupendo libro de Levitsky y Ziblatt “Como mueren las democracias”, sentimos cierto vértigo porque podemos contemplar en vivo y en directo todos los síntomas de la descomposición de una democracia desde dentro. El que los medios de comunicación e incluso algunos intelectuales y personas razonables se estén comportando como auténticos “hooligans” tampoco ayuda. Se ven los defectos del contrario, pero nunca los propios, lo que no deja de chocar a los que intentamos ser observadores más o menos imparciales. ¿Por qué un insulto, una descalificación o una fake news es mejor o peor según de dónde venga? Y es que para nosotros el fin nunca justifica los medios.

También nos preocupa especialmente como juristas que somos el creciente relato (tomado de los nacionalistas, por cierto) que contrapone la “voluntad popular” a la “ley” olvidando que en una democracia la primera se manifiesta a través de la segunda, puesto que nuestros parlamentos son democráticos. No hay por tanto tal contraposición; sin Estado de Derecho (democrático como es el nuestro) no hay democracia posible. Lo hemos dicho y lo repetiremos porque es muy importante. El Estado de Derecho que conocemos hoy en España es una conquista histórica insoslayable y el dique que nos pone a salvo de arbitrariedades, injusticias y tiranías. Que no lo son menos porque vengan de una mayoría. En democracia si las leyes no gustan, se cambian por los procedimientos establecidos y con los límites previstos en la Constitución. Algunos de los cuales por cierto (como la defensa de los derechos y libertades fundamentales) no podrían obviarse sin que se pusiera en riesgo el concepto mismo de democracia liberal. Pensemos por ejemplo en la libertad de expresión o en la libertad religiosa.

También estemos en guardia frente a los cantos de sirena que hablan de desjudicializar la política: si con eso quieren decir acudir menos a los tribunales de justicia nos parece razonable, somos los primeros que hemos dicho que no todo es Derecho, y menos Derecho penal, que es lo que suelen entender nuestros políticos de turno. Pero, dicho eso, si los políticos, por las razones que sean (incluidas las razones políticas) incumplen la Ley, no cabe más remedio que aplicársela como al resto de la ciudadanía. Claro que lo ideal es que nuestros representantes se ajustasen escrupulosamente al ordenamiento vigente; es más, es lo que juran o prometen al tomar posesión de sus cargos. Pero visto lo visto, hay que ser realista: la tentación de sentirse por encima de la Ley es muy grande, y arrecia en tiempos de demagogia, populismo e iliberalismo. Por tanto, si para garantizar dicho cumplimiento hay que acudir a los Tribunales de Justicia habrá que hacerlo. De ahí que sea clave, una vez más, la independencia del Poder Judicial, por la que este blog lleva luchando desde su nacimiento y lo seguirá haciendo porque es una pieza esencial de nuestras democracias, del Estado de Derecho, de la lucha contra la corrupción y de la Unión Europea, como ya ha identificado también correctamente el GRECO (grupo de Estados Europeos ante la corrupción) y el  Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

Por último, seguiremos defendiendo la neutralidad y la profesionalidad e independencia de nuestras Administraciones Públicas y de nuestras instituciones. Cuanto más fuertes sean, más fácilmente  resistirán a los fuertes vientos del iliberalismo que soplan.

No hace falta decir que el nuevo Gobierno es un Gobierno perfectamente legítimo, pues resulta de la aplicación estricta de las normas democráticas. Otra cosa es si resulta el más conveniente para la regeneración democrática, el reforzamiento de las instituciones y el respeto a la Constitución, habida cuenta de las presuntas cesiones, particularmente a partidos independentistas, que previsiblemente el acuerdo para la investidura ha debido implicar; y otra, distinta, la valoración ética que pueda merecer que la formación de gobierno se realice en expresa contradicción a las anteriores manifestaciones del hoy presidente del gobierno. Lo primero, lo veremos con el tiempo a través de las actuaciones concretas de gobierno, en sí mismo limitado por su exigua mayoría; y lo segundo lo valorará el ciudadano en las siguientes elecciones. Tampoco se puede negar que las alternativas existentes no eran muchas y que partidos que hubieran podido impulsar una coalición de un signo más centrado no han hecho un intento mínimamente serio de conseguirla, lo que hubiera legitimado las críticas que la situación actual pueda merecerles. De hecho, la dinámica de polarización a la que estamos asistiendo no es el caldo de cultivo más adecuado para que cuajen las reformas que el España necesita desde hace tiempo.

En todo caso, por el bien de todos, hay que desearle que acierte lo más posible; desde este blog intentaremos, como siempre hemos hecho, ser lo más objetivos posible con las actuaciones que lleven a cabo fijándonos más en los hechos que en los relatos.  Y también, como siempre, para realizar esta modesta labor de “watchdog” necesitamos la ayuda de todos nuestros lectores y colaboradores. Recordemos que en democracia el cargo más importante es el de ciudadano.

La combinación ministerial

“A la mañana siguiente, Sagasta llevó a la Reina la lista del Gobierno, con mi nombre. ¡Por fin Ministro!”

(Conde de Romanones, Notas de una vida, Marcial Pons, p. 139).

Cuando llega la hora de conformar Gobierno, innumerables expectativas se abren entre quienes  abrigan la notoriedad y la púrpura del poder. Curiosa ambición, pues las prebendas materiales no parecen ser demasiado jugosas, aunque para algunos represente besar la “tierra prometida”. La adoración del poder es uno de los peores tipos de idolatría humana (Popper). Hay extrañas fuerzas que empujan a los mortales a sumarse a un carro cuyo viaje será probablemente penoso y, en cualquier caso, (casi) nunca reconocido. Siempre bajo escrutinio y nada complaciente. Más duro aún si en vez de un Ministerio te cuelan de rondón una Jefatura de Servicio con apariencia de departamento ministerial, que serán unas cuantas (y la mayor parte para el eslabón débil de la cadena). Pero esto de ser presidente, vicepresidente o ministro hay que ser conscientes de que a muchas personas les pone. Aunque –como también expuso Karl Popper- “la fama histórica solo puede alcanzar a unos pocos”, puesto que al resto de mortales, tengan iguales o mayores méritos, “siempre les aguardará el olvido”. Hay que estar en el lugar adecuado y en el momento preciso. O pasar por allí y que te vean.

En España, ese momento tan singular, siempre ha sido conocido históricamente con el nombre de combinación ministerial, si  bien ha caído en desuso tal expresión. Y no estaba mal escogido el término, pues para combinar adecuadamente los nombramientos de ministros hay que hacer equilibrios, muchas veces complejos, partiendo en trozos minúsculos antiguos Ministerios, casando intereses contrapuestos  (cuotas de género y territoriales o confluencias, cuando no distintas sensibilidades), así como complaciendo a quienes conforman la cohorte de aduladores que siempre pululan a la sombra del poder. Lo expuso magistralmente el Barón d’Holbach: “De todas las artes la más difícil es la de trepar”. Aunque ahora, con esa nueva casta de cortesanos, parece haberse facilitado ese singular tipo de “movilidad social”.

La frustración, sin embargo, anidará en todos aquellos que no entren en la danza de las designaciones y queden fuera calentando escaño, expulsados de las mieles del poder o que deban seguir dedicándose a sus actividades profesionales cotidianas, cuando ansiaban el cielo. A tales abandonados, siempre les quedará la “pedrea” de los altos cargos para ver si les cae algo: una Secretaría de Estado o una Secretaría General, que están libres de condicionantes funcionariales. O si no una Dirección General (“desfuncionarizada”), alguna dirección de empresa pública o cargo institucional en instituciones de control que nada controlan, pues aquí no están para eso. Una canonjía, vamos. El presupuesto lo aguanta todo: si antes había 17 Ministerios, pueden transformarse en 20 o más, para hacer, así, asamblea, mejor que colegio. La gobernabilidad se convertirá en laberíntica y las decisiones costosas. Pero a quién importa, si al fin le  dan mando en plaza, aunque sea devaluado en sus atribuciones o vaciado de éstas. España siempre ha sido un país de apariencias. También ministeriales.

Los líderes siempre tienden a rodearse, en su círculo inmediato, de personas de su confianza o de sus amigos políticos, cuando no de familiares. La singularidad del presente momento gubernamental radica en que se trata del primer gobierno de coalición que, en el ámbito central, se forma con la Constitución de 1978. Y, por tanto, hay que atender al reparto de cromos entre las distintas fuerzas políticas que lo componen. Los equilibrios entonces se hacen más complejos. Y el funcionamiento interno derivará pronto en diabólico, fruto también, aunque no solo, de la fragmentación gubernamental y los costes de coordinación que ello conlleva. Sobre todo con dos gobiernos paralelos o incluso con una bicefalia de liderazgo, con apariencia de ser uno solo. Así, en ese complejo contexto, se echará mano de “la mejor estrategia política” que, como también recordaba Romanones, no era otra que “saber elegir en cada momento el flanco débil del adversario”, aunque viva unido umbilicalmente por el abrazo del oso. Y así se hará. No será fácil compartir Gobierno por dos culturas institucionales tan distantes y distintas, si es que hoy en día queda algo de eso, salvo las cenizas, de lo que Hugh Heclo denominara como pensamiento institucional.  Las instituciones son tal vez, como indicó Giorgio Rebuffa, shifting things, siempre sometidas al albur de las circunstancias, pero no kleenex usados, por mucho que algunos se empeñen.

La política de partido,  en palabras de Carl Schmitt, siempre dominará en un espacio tan propio de la relación amigo/enemigo como es “la concesión de puestos políticos y sinecuras”. Lo singular de esta coalición es que, además, las dos fuerzas políticas que la integran compiten por el mismo espacio electoral. Y ello no es baladí, sino existencialmente importante en política. Por tanto, ambas intentarán ir siempre más lejos que la otra, para satisfacer a un mayor número de sus potenciales electores, que son coincidentes o colindantes.  Y alguien saldrá dañado o, peor aún, muerto o medio muerto de tal combate. Esa es, a mi juicio, la gran incógnita que abre la actual Legislatura: qué partido coaligado sacará el mayor rédito por el uso o mal uso que se haga del poder. Y qué armas se utilizarán en tan singular batalla. Eso de que el pez grande se come al chico no es una regla en política, menos aún cuando al pequeño se le abren de par en par las puertas del cielo y se le ofrecen Ministerios, siquiera sean residuales, pero una fuente de acceso al presupuesto, un generoso reparto del botín de cargos y asesores, así como sobre todo una plataforma magistral de comunicación que, con buen tino y mano apropiada, se le puede sacar mucho provecho. Un Gobierno con apoyos parlamentarios cogidos con pinzas y con un listado de demandas elevadas en sus pretensiones, cuya vida presumiblemente será breve. La llave la tendrá siempre el Presidente, que dispone del comodín principal que atribuye el gobierno parlamentario: pues “tiene siempre el poder de destruir a quien le ha investido” (Bahegot); esto es, de disolver el Parlamento y convocar elecciones. Nada menor. Será un Ejecutivo aparentemente cohesionado al inicio y, al poco tiempo, plagado de batallas fraticidas. Salvo increíbles sorpresas. Que todo puede pasar. En política nada es lo que parece. Todo cambia. Ya lo hemos visto, por cierto sobradamente.

Lecciones austríacas (impartidas a quien no quiere ni escuchar ni oír)

En Austria se celebraron elecciones generales el pasado 29 de septiembre como consecuencia de la disolución anticipada del Parlamento (Nationalrat) motivada por el escándalo que protagonizó el vicecanciller Heinz-Christian Strache conocido como el “caso Ibiza”. Strache era el líder del FPÖ, partido de la Libertad de Austria pero no partido liberal, en puridad un partido de extrema derecha, aliado a estas formaciones en el Parlamento europeo y practicante de habituales coqueteos con el presidente Putin y con oligarcas rusos. Precisamente fue un video en un apartamento de Ibiza el que motivó la crisis pues en él se veía a  Strache y a otros dirigentes del partido traficando con abundantes sumas de dinero destinadas a la financiación del partido.

En Austria, cuando se descubre que un partido está tramando estas trapacerías, sus dirigentes se ven obligados a dimitir de los puestos relevantes que ocupan.

Por eso se produce la crisis de Gobierno que desemboca en las elecciones de septiembre al anunciar el canciller (del partido popular, ÖVP, Sebastian Kurz) el fin de la coalición que le unía a los trapisondas de Ibiza.

Celebradas las elecciones, el citado ÖVP gana con claridad, con la misma claridad con la que pierden los del amaño de Ibiza y los socialdemócratas. Los verdes vuelven al Parlamento de donde habían salido en 2017 después de haber entrado en él en 1986. Preciso es añadir que el actual presidente de la República, el Profesor van der Bellen, ha sido un eminente miembro de los verdes aunque su candidatura a la presidencia de la República la formalizó como independiente.

Con estos resultados, el Presidente encarga a Kurz el 7 de octubre la formación de Gobierno.

La tradicional coalición austriaca entre populares y socialdemócratas, que se ha sucedido desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, arrojaba 111 escaños; los populares y el partido de la Libertad, 102; los populares más los verdes, 97. Estamos hablando de 183 diputados.

El encargado de formar Gobierno, Kurz, comienza el 8 de octubre las conversaciones con los presidentes de todas las formaciones políticas representadas en el Parlamento. Esta es una costumbre constitucional respetada desde hace años en Austria.

Se constituyen los grupos de trabajo nombrados por las direcciones de los partidos.

Pronto el partido de la Libertad dio por finalizadas las conversaciones y lo mismo hizo poco después la socialdemocracia. Otra formación política más pequeña, los NEOS (este sí, partido liberal, presente en Estrasburgo), también se dan de baja en las conversaciones con Kurz.

Quedaban los verdes, dirigidos por el economista Werner Kogler. Las respectivas delegaciones de los populares y de los seguidores de Kogler constatan sus diferencias programáticas pero comienzan las negociaciones en cinco temas: Educación, Emigración, Economía, Transparencia y Clima. Tras varias sesiones, los expertos en las distintas materias anuncian que han llegado a acuerdos positivos. De manera que esta primera fase, llamada “negociaciones de sondeo”, se da por terminada a principios de noviembre.

Así puede comenzar la segunda, las “negociaciones para formar Gobierno”. Se constituyen al efecto 36 grupos: más de 100 negociadores, divididos en seis grupos principales y 30 grupos especializados, han buscado desde el 18 de noviembre la concreción de acuerdos programáticos de Gobierno. Los nombres y los curricula de todos ellos son perfectamente conocidos.

Con resultados alentadores pues, en estos momentos, se puede decir que es altamente probable que se constituya un Gobierno entre una formación tradicional de la derecha y una formación tradicional de la izquierda.

Para el lector español inteligente no es necesario hacer más precisiones.

Sin embargo, quiero desahogarme y hacerlas. Adviértase la forma de negociar, confiada a grupos de trabajo compuestos por expertos, no como entre nosotros a personas que carecen de una mínima hechura profesional; adviértase cómo se distinguen las fases de sondeo entre expertos y de negociación política propiamente dicha; adviértase cómo la derecha y la izquierda, esas derecha e izquierda españolas que jamás se pueden sentar a hablar porque tienen entre ellas diferencias insalvables (excepto para nombrar magistrados constitucionales y vocales del CGPJ), se sientan a dialogar y llegan a acuerdos; adviértase el abrazo entre el presidente en funciones y el líder de Podemos a las veinticuatro horas de la jornada electoral; adviértase cómo el respaldo que dice tener el presidente de nuestro Partido Popular de sus socios europeos (y que nos lleva a estar en manos de los separatistas) no debe de incluir a los homólogos austriacos dispuestos a sentarse en un Gobierno con los verdes …

Adviértase, adviértase … un sin fin de “adviértase …” podríamos anotar. Para concluir que España carece de enmienda en un horizonte visible pues que estamos en manos de políticos vacíos de sustancia y rebutidos de vulgaridad a quienes sobra de ambición lo que les falta de formación. Por no hablar de los que tienen a gala dar golpes de Estado y hoy son cortejados. Vivimos en el cieno del egoísmo político y bañados en la inmundicia. Lo dejó escrito Gracián: “que el nadilla y el nonadilla quieran parecer algo o mucho, que el niquilote lo quiera ser todo, que el villanón se ensanche, que el ruincillo se estire, que el que tiene que callar, blasfeme ¿cómo nos ha de bastar la paciencia?”.

La lenta decadencia de la administración pública (reproducción de artículo en el diario Expansión)

 

Nuestra Administración Pública está en decadencia. En primer lugar porque tenemos una Administración Pública muy envejecida: España es el tercer país de la OCDE con una plantilla pública más envejecida, teniendo en cuenta Administración del Estado, CCAA y Ayuntamientos. Y si miramos solo los datos de la Administración General del Estado la situación aún es peor: el 65% de sus empleados públicos tiene más de 50 años. Esta situación basta por explicar por sí sola  muchos de los problemas que tiene nuestra Administración: falta de talento joven, espíritu innovador y excesivo peso de inercias burocráticas junto con el predominio de una cultura anticuada, corporativa y jerárquica.

Efectivamente, nuestras Administraciones Públicas se configuran en los años 80 y 90 del siglo pasado, y ahí siguen estancadas. Desde los sistemas de acceso a la función pública (que siguen basados en modelos arcaicos de aprendizaje memorístico de contenidos) hasta el sistema de retribuciones pasando por cualquier otro aspecto de la carrera profesional de un empleado público todo sigue como estaba hace 30 o 40 años . Ninguna reforma ha conseguido abrirse paso pese a que el diagnóstico es unánime: tenemos una Administración anticuada y envejecida  cuyos profesionales demasiadas veces carecen de las competencias y habilidades  necesarias para abordar los problemas de las muy complejas sociedades del siglo XXI. Por poner un ejemplo, seguimos reclutando auxiliares administrativos como si estuviéramos en 1980. En la convocatoria de la oferta de empleo público de 2019 hay 1089 plazas para administrativos del Estado y otras 872 plazas para auxiliares administrativos del Estado. No está nada mal para una profesión a extinguir; es como si estuviéramos reclutando profesionales de espaldas a la creciente digitalización de nuestras sociedades en general y de nuestras Administraciones Públicas en particular. Por supuesto, tampoco encontraremos en esta oferta de empleo plazas de analistas de “big data” ni ningún otro perfil profesional que tenga demasiado que ver con los retos del mundo que viene. No solo nuestros procesos de selección son los mismos que hace 30 o 40 años; también seguimos reclutando los mismos perfiles profesionales como si el tiempo se hubiera detenido.

Pero el tiempo no se detiene. Y cada vez es más visible la brecha entre los recursos humanos  de que disponen nuestras Administraciones y los enormes retos que se avecinan, desde el invierno demográfico a la España vacía, por no mencionar la crisis climática, la desigualdad o la precariedad.  Por si fuera poco nuestras Administraciones siguen estando enormemente politizadas, con el déficit que supone el punto de vista del buen gobierno. Los jefes políticos   pueden condicionar la carrera profesional de los funcionarios que deseen promocionar, que se ven abocados a ganarse el favor del político de turno para aspirar a las vacantes más codiciadas. La figura del directivo público profesional no se ha desarrollado desde 1997 en que se aprobó en el Estatuto básico del empleado público. Seguimos también arrastrando los pies en lo relativo a la cultura de transparencia y  a la rendición de cuentas, de manera que siguen las resistencias a facilitar información pública comprometida y a la asunción de responsabilidades. La evaluación de las políticas públicas brilla por su ausencia, por lo que es fácil despilfarrar miles de millones de euros. Ahí lo demuestra el reciente informe de la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) denunciando que en España se conceden más de 14.000 millones de subvenciones al año sin estrategia ni control posterior, por lo que podemos tener la razonable certeza de que derrochamos una gran cantidad de dinero público.

En cuanto a las retribuciones, un incentivo fundamental para cualquier trabajador, bien puede hablarse sencillamente de caos. En un estudio realizado por la Fundación Hay Derecho hace un par de años ya se ponía de relieve que no existía ninguna lógica conocida en las retribuciones de los altos cargos, de forma que un Ministro gana menos que su subalterno, el Secretario de Estado y el Presidente del Gobierno menos que el presidente de una empresa pública. Pues bien, algo parecido sucede con el resto de los empleados públicos. Hay que repensar el sistema de raíz porque produce todo tipo de incentivos perversos. Funcionarios con grandes responsabilidades perciben retribuciones claramente insuficientes, en términos de mercado,  mientras que un gran número de empleados públicos sin grandes tareas o responsabilidades perciben retribuciones mucho más elevadas que las que les corresponderían por trabajos equivalentes en el sector privado. La conclusión es fácil; abandonan el sector público los funcionarios muy cualificados pero nunca lo hacen los poco cualificados.

De hecho, las retribuciones públicas en España son, de media, muy superiores a las privadas; eliminando los sesgos introducidos por la cualificación profesional y los años de servicio llegan a ser hasta un 20% superiores, según un informe reciente de la Comisión Europea. Las explicaciones del desbarajuste retributivo son muchas, pudiendo mencionarse desde las inercias, las razones históricas hasta la falta de una estrategia retributiva o el gran peso de los sindicatos en los escalones inferiores de la función pública. Si a esto se le une la discrecionalidad -cuando no directamente la arbitrariedad- en la provisión de algunos puestos de trabajo muy  bien retribuidos (típicamente lo son los puestos de trabajo fuera de España) y la frecuente falta de criterios objetivos en el reparto de las retribuciones variables (la denominada productividad) tenemos servido el clientelismo que tantos estragos hace en nuestras Administraciones.  La lógica del sistema es fomentar no la lealtad institucional sino la lealtad al jefe político o al partido que puede favorecer la carrera profesional lo que, en definitiva, supone la sumisión del funcionariado al poder político.

En definitiva, la Administración española necesita más que una reforma una pequeña revolución. Y se nos está acabando el tiempo.

El “procés” y los ceses en la Abogacía del Estado, ¿cuestión de confianza profesional o de confianza política?

La noticia del cese del Abogado del Estado Edmundo Bal jefe del Departamento de Penal de la Abogacía General del Estado (un puesto de libre designación) ha generado una gran polémica, por lo que se supone, según algunos medios, de intromisión de criterios políticos en decisiones que deberían tener un contenido técnico, aunque se trate de un juicio tan mediático y tan relevante desde un punto de vista político como el de los dirigentes del “procés”. Como es sabido, existía una discrepancia entre la postura de Edmundo Bal, partidario de que la Abogacía del Estado como acusación particular sostuviese la acusación por los delitos de rebelión y de malversación y el criterio del Ministerio de Justicia y de la Abogada General, partidarios de acusar por sedición y rebelión.

Como ya explicamos en otro editorial de Hay Derecho (aquí), la postura del abogado del Estado es distinta de la del Ministerio Fiscal, en cuanto que es un abogado de parte, aunque su cliente no sea el Gobierno de turno sino la Administración del Estado. Pero desde el momento en que la Administración del Estado está dirigida por el Gobierno que es realmente quien determina en cada caso como se defienden mejor los intereses generales empiezan los problemas, especialmente si, como no es infrecuente, los intereses del Gobierno (o del partido en el Gobierno) no coinciden exactamente con los de la Administración del Estado. En estos momentos con un gobierno en minoría del PSOE apoyado –vía moción de censura- para llegar al poder por partidos independentistas, está claro que pueden aparecer tensiones entre intereses del partido del Gobierno (no ser demasiado duro con la acusación particular en el juicio del “procés”) y los intereses de la Administración del Estado (ser muy duro con la acusación particular para que no se vuelva a repetir algo parecido a un golpe secesionista). Máxime si desde un punto de vista técnico pueden sostenerse criterios distintos.

Siendo este el problema, como ya dijimos también en nuestro editorial, lo procedente es que cada palo aguante su vela y que si el Gobierno quiere, por razones de oportunidad, seguir un criterio técnico distinto al que se le recomienda, se haga de forma transparente y sin obligar a cambios en informes técnicos o a firmar a quien no quiere hacerlo. Y esto es básicamente lo que ha ocurrido de manera que el Gobierno ha tenido que soportar las críticas  (políticas) por una decisión que ha aparecido ante la opinión pública como una decisión política y no técnica, precisamente por la postura de Edmundo Bal al negarse a firmar la acusación por sedición en vez de por rebelión. Pero claro, el problema es que después ha venido el cese del funcionario disidente.

Es aquí donde nos encontramos con el problema básico de la alta función pública que no es otro que el de la libre designación que es el sistema por el que se accede a la mayoría de los puestos que pueden ocupar los altos funcionarios y en concreto los miembros del Cuerpo de Abogados del Estado (niveles 29 y 30). Porque la libre designación lleva aparejado el libre cese. Y el cese no suele estar vinculado a razones de confianza profesional –como sería lo lógico- sino sencillamente a falta de confianza sin más. Y la confianza se puede perder no porque el funcionario haya actuado mal desde un punto de vista profesional sino porque le ha llevado la contraria al jefe o le ha colocado en una situación incómoda. Que es lo que parece que ha ocurrido en este supuesto, dado la larga trayectoria de Edmundo Bal en el mismo puesto y que no parece que hasta el momento hubiera habido queja alguna sobre su actuación profesional.

En definitiva, la libre designación y su corolario, el libre cese, son otro problema clásico de nuestras débiles instituciones. Ni se accede siempre a un puesto relevante por los principios de mérito y capacidad ni se cesa siempre tampoco por razones vinculadas con el mérito y la capacidad.  Desde este blog y desde la Fundación Hay Derecho se ha defendido que la libre designación y el libre cese son demasiado golosos –valga la expresión- para los políticos que quieren tener controlados a los funcionarios que deberían controlarles a ellos, lo que es especialmente cierto en el caso de los funcionarios que realizan funciones de supervisión y control como los interventores. Piensen en la libertad que puede tener un interventor nombrado “a dedo” para criticar la gestión del superior que le ha dado ese puesto; pero es que resulta que su función consiste precisamente en evaluar y auditar esa gestión, es decir, es incómoda por definición.

El caso de los asesores o “controladores” legales quizás no es tan crítico como el de un interventor, pero sin duda la tentación de convertir una decisión política en una decisión técnica es también muy grande, máxime en un país en el que  a los responsables políticos les gusta arroparse en los criterios de sus técnicos…siempre que sean los que a ellos les convienen.

Cierto es que los tribunales de justicia han ido aquilatando los requisitos para nombrar y cesar a funcionarios para puestos de libre designación, y han ido estableciendo la necesidad de una conexión entre la confianza en sentido general (que, llevada al extremo, permitiría nombrar y cesar a cualquiera que la tenga o que la pierda siempre que tenga la condición de funcionario del cuerpo o categoría que se exija en la convocatoria) y la confianza en sentido profesional. De esta forma se intentan evitar nombramientos o ceses arbitrarios. Pero recordemos que para que eso ocurra hace falta impugnar en vía judicial los nombramientos o los ceses y eso no es todavía lo habitual dado el indudable coste que tiene para el funcionario que se atreve a hacerlo y no solo en términos económicos.

En conclusión, en España todavía nos queda un largo recorrido para profesionalizar y despolitizar nuestra función pública en sus más altos escalones. Es cierto que a un alto funcionario nombrado para un cargo de libre designación se le puede remover –faltaría más-, pero esa remoción debería tener algo que ver con su desempeño profesional o incluso con un periodo de tiempo preestablecido (tampoco es bueno que la gente se eternice en sus cargos) o, mejor todavía, con un proyecto profesional concreto que pudiera desempeñar en ese puesto y en base al cual se pudiera evaluar su desempeño. Es decir, se le debería nombrar y cesar por una cuestión de confianza profesional y no por otros motivos. Porque recordemos que los puestos de libre designación según el Estatuto Básico del Empleado Público son los puestos directivos o los asimilados a ellos, lo que debería ser una excepción si el puesto no es directivo como ocurre en la actualidad con muchos puestos que son de libre designación sencillamente porque así figuran en una relación de puestos de trabajo lo que facilita a los políticos la discrecionalidad en los nombramientos y los ceses.

¿Ciencia ficción? Pues esto es lo que ocurre en otros países. Hemos explicamos en este blog cómo funciona en el cercano caso de Portugal, pero en general es el modelo de función pública neutral y profesional que defendemos en Hay Derecho. Y nuestra concepción de los nombramientos y ceses de los cargos de libre designación no ayuda nada.  En definitiva, no es tan dramático que un abogado del Estado discrepe con su superior jerárquico. Es más, hasta puede ser enriquecedor y así se suele considerar en los casos normales donde estas discusiones son frecuentes y no llega la sangre al río. Lo que no quiere decir que, en última instancia, no prevalezcan las instrucciones del superior que, además, puede firmar directamente en su condición de Abogado del Estado, si el subordinado no está conforme. Pero lo que no parece razonable es que al subordinado que defiende un criterio técnico determinado esta defensa le cueste el puesto máxime cuando no hay ningún otro motivo –o por lo menos no se alega- que el disgusto que  alguien se ha llevado en términos políticos.   Ya advertimos en otro post de los riesgos (muy estudiados) que tienen la integración de carreras políticas y funcionariales. Ser conscientes de este problema nos ayudará a solucionarlo.

A vueltas con el “techo de gasto”: reproducción de la Tribuna de El Mundo de nuestra Patrona Mercedes Fuertes

Nos encontramos en esta vuelta a la actividad política en la mayor incertidumbre al desconocerse, con motivo del debate presupuestario, el cuadro general en el que se desarrollarán las políticas públicas. Un prius inexcusable, como se sabe, para planificar decisiones vitales para todos nosotros.

¿Cuál es la causa de tan nocivo aplazamiento? Que el Gobierno quiere modificar una Ley, la orgánica de estabilidad presupuestaria, con el fin de evitar el previsible veto por parte del Senado a sus objetivos de estabilidad presupuestaria y deuda pública, entre cuyos contenidos se incluye lo que coloquialmente se conoce como el “techo de gasto público”. Tales acuerdos constituyen requisitos previos a la elaboración del proyecto de los presupuestos generales y, ya a finales de julio, el Gobierno fracasó a la hora de conseguir la aprobación de sus propuestas en las dos Cámaras parlamentarias.

Una nueva votación podría ser favorable en el Congreso de los Diputados mediando -claro es- generosas concesiones a los grupos políticos que le apoyan. En el Senado la solución es más difícil por cuanto el Partido Popular dispone de la llave.

De ahí la ingeniosidad del Gobierno: suprímase el veto que el Senado pueda oponer.

¿Es posible? Es cierto que, en la primera Ley de estabilidad presupuestaria (año 2001), se estableció que el Gobierno debía contar con el voto favorable de las dos  Cámaras. Lo ha recordado en estas páginas un artículo bien razonado de John Müller. La reforma en el año 2006 precisó que, si existía un veto del Senado, éste podría ser levantado con una nueva votación favorable del Congreso de los Diputados. Cuando en 2012 se elaboró la Ley ahora vigente, que introdujo instrumentos para controlar el déficit de las Administraciones públicas, se retornó al esquema inicial: cada Cámara debía aprobar los objetivos del Gobierno. El Consejo de Estado avaló tal opción lamentando, sin embargo, que no se considerara el eventual problema de una situación de bloqueo parlamentario (dictamen de 1 de marzo de 2012).

Situación en la que justamente nos encontramos.

Por ello, ante el previsible rechazo por el Senado, el Gobierno pretende modificar la Ley. Tal sutileza política es admisible dentro del marco de la Constitución porque puede volver a orillarse el veto del Senado con otra votación en el Congreso de los Diputados. Como es a mi juicio también constitucional la redacción actual, esto es, que haya de conseguirse la aprobación en cada Cámara siempre que se arbitre un mecanismo para evitar bloqueos como propuso el Consejo de Estado. Y es que la Constitución reconoce, como es lógico, la prevalencia del Congreso de los diputados en los procedimientos legislativos (art. 90 CE) pero también admite que las dos Cámaras se hallen ex aequo en otros casos, como ocurre con determinados acuerdos para los que se constituyen Comisiones mixtas (por ejemplo, entre otras, a la hora de pronunciarse sobre el principio de subsidiariedad en el procedimiento legislativo europeo).

Lo que parece necesario realzar -debido a las diversas opiniones que está generando este problema- es que la intervención del Parlamento resulta adecuada, acorde con el principio democrático y no supone quiebra alguna de uno de los pilares esenciales de todo Estado de Derecho, a saber, la separación de los poderes públicos. En sentido contrario se ha pronunciado el Profesor de la Quadra Salcedo en el periódico El País (27 de agosto).

Sabemos que nunca han transitado las relaciones entre los poderes del Estado de una manera apacible siendo este ámbito presupuestario verdaderamente llamativo pues en él los pulsos entre los órganos constitucionales forman parte de la piel misma de la Historia. ¿Cómo no recordar los nombres de Paul Laband y Georg Jellinek que hubieron de luchar con sus plumas en la arena del pleito presupuestario prusiano a finales del siglo XIX? Todavía vivimos en parte de esa herencia y de los esfuerzos realizados por estos destacados juristas para consolidar unas pautas destinadas a delimitar las funciones de cada uno de los protagonistas (en su libro “Maestros alemanes del Derecho Público” lo ha explicado Sosa Wagner).

Sin embargo, en estos momentos, hay que añadir, como ingrediente nuevo a la hora de elaborar los presupuestos generales del Estado, las normas que traen causa de nuestra pertenencia a la Unión Europea.

En efecto, fue en 1997 cuando vió la luz el primer Pacto europeo de estabilidad y crecimiento del que han ido emanando diversos Reglamentos y Directivas europeas, que hemos conocido como “paquetes normativos” (“six pack” o “two pack”). Así, en 2011 se aprobaron disposiciones con el fin de salvar las graves consecuencias de la crisis y evitar otros destrozos económicos. Esas normas europeas contienen además mecanismos para la adecuada supervisión de los compromisos presupuestarios. La ministra de Economía podría explicar a sus compañeros y a los españoles esas trascendentales reglas.

En ellas ha insistido el Tratado de estabilidad de 2012. Su filosofía se había incorporado a la Constitución española mediante la modificación de su artículo 135 (septiembre de 2011). Y, como ha señalado el Tribunal Constitucional en su sentencia de 18 de diciembre de 2014 (num. 215), se ha originado un nuevo equilibrio entre los poderes del Estado además de una cierta autolimitación en la elaboración del presupuesto público, obligado a moverse de una forma imperativa dentro del marco en que ahora nos encontramos, la Unión Europea.

En resumen, la Ley de estabilidad presupuestaria es constitucional y, lo más importante, permite observar los compromisos europeos.

La reforma para reducir el papel del Senado originará durante las semanas que dure su tramitación cierto entretenimiento en el tablado político. Precisamente ayer se ha producido la primera dificultad que es la negativa de la Mesa del Congreso a tramitar la reforma por la vía de urgencia. La incertidumbre y la complicación se hacen así más agudas. El resultado, me temo, es que van a quedar hurtadas o aplazadas ad calendas grecas las propuestas sustanciales referidas a las políticas públicas y a la distribución de los recursos económicos. Si a esto se añade que las fuerzas políticas pueden tener la tentación de enlazar con la contienda de las próximas elecciones locales y autonómicas, ello abocaría a una situación lamentable porque todos sabemos que ese es un momento en el que toda demagogia tiene su asiento.

A mi juicio lo que el Gobierno debería intentar es conseguir la aprobación de un razonable “techo de gasto” para llegar cuanto antes a la aprobación de los presupuestos. Porque, preciso es añadir, que amparados en ese “techo”, por amenazador que pueda parecer, se pueden abordar las necesarias reformas estructurales en el sector público para dotarle de la tan soñada eficiencia. Además, hay que saber que puede ser también con posterioridad elevado para atender fines sociales con diversas técnicas presupuestarias, por ejemplo, ampliando créditos dirigidos a la protección a la familia, a las pensiones, a las minusvalías y otros similares compromisos (art. 54 de la Ley general presupuestaria).

Por esta vía es probable que al fin logremos conocer el verdadero proyecto político del Gobierno que se nos ha hurtado en la moción de censura.

 

Políticas sociales del nuevo Gobierno. ¿Y si se empieza por el crédito inmobiliario?

El nuevo Presidente ha anunciado su voluntad de promover políticas sociales (ver aquí) pero no le va a ser fácil, no solo por la necesidad de obtener apoyos de partidos muy diversos sino sobre todo por las limitaciones presupuestarias. Por eso propongo aquí medidas que favorecen a ciudadanos en dificultades sin generar gasto público. Es evidente que nada es gratis, pero las soluciones que propongo no son expropiatorias pues se se limitan a equilibrar relaciones contractuales que están injustamente inclinadas hacia una de las partes del contrato. Además se trata de cuestiones relacionadas con el préstamo hipotecario sobre la vivienda habitual, que por ser la principal deuda de la mayor parte de los españoles tiene una gran trascendencia social.

En principio, la mejor manera de equilibrar las relaciones contractuales es favoreciendo la competencia. Por eso venimos reclamando que se modifique la Ley 2/1994 sobre novaciones y subrogaciones hipotecarias, de manera que se permita cambiar de banco al deudor si otro le ofrece mejores condiciones de manera más sencilla y sin que el banco de origen pueda impedir ese cambio igualando -supuestamente- las condiciones del primero. Es, además, muy sencilla la reforma, como pueden ver en los posts de Fernando Gomá en este blog (ver aquí y aquí).

Hay casos en que la competencia no funciona porque por diversas razones el mercado no favorece llegar a soluciones equilibradas. Eso sucede en general en relación con las cláusulas accesorias de los contratos, y muy en particular con los intereses de demora. Como los prestatarios creen que nunca se retrasarán en el pago, no tienen en cuenta esa cláusula y los bancos imponen en general importes desproporcionados. En el Proyecto de Ley de Crédito Inmobiliario (en adelante “PCLI”) se prevé su limitación, pero con un límite excesivamente alto como ya denuncié aquí. Es desproporcionado fijar 3 veces el interés legal del dinero, mucho más alto que el de países de nuestro entorno y el fijado en las decisiones últimas del TS.

Algo semejante ocurre con las cláusulas que permiten al banco reclamar la totalidad del préstamo en caso de impago de algunas cuotas, también contempladas en el PCLI, en este caso con una solución razonable y que por tanto supondría un notable mejora de la situación actual.

En el mismo proyecto se establecen normas para garantizar la transparencia y para controlar la utilización de contratos que han planteado numerosos problemas, como los préstamos hipotecarios en divisas. Creo que para evitar abusos, problemas sociales y reclamaciones judiciales, la norma debe impedir que se den estos préstamos a particulares que no tengan ingresos o patrimonio en esa divisa (como sostuve aquí).

Estas y otras cuestiones que sería largo detallar aquí se regulan en ese Proyecto. Es el momento de aprobar la Ley de Crédito Inmobiliario -que además viene impuesta por una Directiva- y de hacerlo en términos que defiendan adecuadamente a los consumidores.

Esta Ley no debería limitarse a trasponer la Directiva, sino que se debe aprovechar para solucionar otra disfunción del sistema hipotecario relacionada con la tasación que ha sido reiteradamente denunciada. Actualmente, para que el banco pueda utilizar el procedimiento especial de ejecución hipotecaria en caso de impago, es necesario que una tasadora valore el inmueble. Esto persigue abreviar ese proceso, pues evita que cuando llegue el momento de subastarla haya que pedir un perito para valorar el inmueble. Sin embargo, y de forma absurda, se permite que el banco fije el tipo de subasta en el 75% del valor de tasación aceptado por él, y no en el 100%, como sería lógico. Como se aceptan ofertas inferiores al tipo de subasta, esto supone que un tercero puede adjudicarse el bien por un 37,5% de su valor de tasación o, que a falta de postores, el banco se lo podrá adjudicar en poco más del 50% de esa tasación que él mismo ha admitido y que le sirve además para justificar la titulización (la venta a terceros) de esos créditos hipotecarios que tiene en cartera (cuestión abordada por Matilde Cuena aquí y González Meneses aquí).

Un caso visto recientemente revela la necesidad de modificar también el Código de Buenas Prácticas: una familia que lleva 10 años pagando la hipoteca se encuentra en dificultades al perder el trabajo uno de los progenitores. Solicita al banco un periodo de carencia mientras encuentra trabajo, pero la respuesta se demora de manera que la familia paga solo parte de las cuotas y se acumulan retrasos de más de dos meses. El banco finalmente ofrece un periodo de carencia de un año y ampliar el préstamo en los 3000 euros que están impagados. El problema es que esa ampliación implica unos gastos adicionales de más de 1500 euros y que el Banco aprovecha la ocasión para subir el diferencial de TODO el préstamo. La familia tiene unos ingresos que la sitúan ligeramente por encima del umbral de exclusión marcado por el RDL 6/2012, por lo que no puede acceder a la reestructuración privilegiada que permite esa norma. La deslealtad del banco frente a un cliente que lleva pagando 10 años y la bajeza moral de aprovecharse de un mal momento para aumentar el diferencial demuestra para mí la necesidad de mejorar y ampliar el sistema. En el Código de Buenas Prácticas se establecen dos niveles de vulnerabilidad: un primer nivel permite acceder a una carencia, disminución del tipo de interés y alargamiento del plazo; y otro a una quita o dación en pago. Creo que habría que establecer un nivel adicional a los que no aplique el requisito de límite de ingresos, para que puedan tener acceso a un periodo de carencia de hasta un año (con posibilidad de acortarlo) simplemente acreditando la reducción de ingresos.

Creo que las medidas anteriores (y otras que se puedan proponer en el mismo sentido) obtendrían un amplio consenso político, pues favorecen soluciones justas sin restringir indebidamente la libertad de contratación ni generar desequilibrios presupuestarios. Todo ello en beneficio de los consumidores, pero indirectamente también de los Bancos, pues reducirían la litigiosidad y la inseguridadd en la contratación. Suerte con esto (y con lo demás…) al nuevo Gobierno.

¿Presos políticos?

Durante las últimas semanas, los líderes del bloque secesionista, con la colaboración de Unidos Podemos a nivel nacional (entre otros), han tratado continuamente de incorporar la expresión “presos políticos”  al lenguaje político cotidiano. Este discurso repetitivo, que comenzó con el ingreso en prisión preventiva de Jordi Sánchez (presidente de ANC), y Jordi Cuixart (presidente de Òmnium Cultural), ha terminado instándose definitivamente después que la juez Lamela ordenase la semana pasada el ingreso en prisión de los ocho exconsellers de la Generalitat que no han huido de España.

En la época de los tweets (y retweets), los memes virales y los discursos políticos low cost, los principios goebbelianos son más efectivos de lo que nunca antes habían sido. Y la famosa frase atribuida al ministro de propaganda de la Alemania nazi –si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad-, constituye hoy el motor de una buena parte del discurso político. Por tanto, aún confiando en que la inmensa mayoría de los ciudadanos de este país cuentan con la madurez y lucidez suficientes para descartar la idea de que Oriol Junqueras pueda ser un preso político, no está de más aclarar la cuestión.

Lo primero que conviene tener claro es la definición de preso político. Según la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa (ver aquí la Resolución 1900), para que persona privada de su libertad personal pueda ser considerada como un preso político debe concurrir alguna de las siguientes circunstancias: (i) que la detención haya sido impuesta en violación de una de las garantías fundamentales establecidas en el Convenio Europeo de Derechos Humanos; (ii) que la detención se haya impuesto por motivos puramente políticos sin relación con ningún delito; (iii) que por motivos políticos, la duración de la detención o sus condiciones sean manifiestamente desproporcionadas con respecto del delito del que la persona ha sido declarada culpable o de la que se sospecha; (iv) que por motivos políticos, la detención se produzca de manera discriminatoria en comparación con otras personas; (v) o, por último, que la detención sea el resultado de un procedimiento claramente irregular y que esto parezca estar conectado con motivos políticos de las autoridades.

Los cinco supuestos a los que se refiere la Asamblea tienen un denominador común: la privación de libertad, las circunstancias en que tiene lugar o la ausencia de garantías, deben tener su origen en motivos políticos. Y desde luego, analizando el supuesto concreto que nos ocupa, no se da ningún elemento –ni objetivo ni subjetivo- que pueda llevarnos a pensar que en España existan presos políticos. Lo que sí hay, como algunos han apuntado de manera muy elocuente, son “políticos presos” (ver aquí o aquí), porque aquí, desde luego, el orden de los factores sí altera el producto.

En primer lugar, debemos tener en cuenta que todos los exconsellers que acaban de ingresar en prisión preventiva –y también los Jordisestán siendo investigados por la posible comisión de delitos específicamente tipificados en nuestro Código Penal. Y no está de más recordar que esta norma no es fruto del capricho de un estado opresor, sino que fue democráticamente aprobada por las Cortes mediante la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, y modificada posteriormente en varias ocasiones, con las mayorías previstas en el artículo 81 de la Constitución.

Centrándonos en el delito más grave de los que se imputan a los miembros cesados del gobierno catalán (el delito de rebelión), veamos la redacción del tipo penal (art. 472): Son reos del delito de rebelión los que se alzaren violenta y públicamente para cualquiera de los fines siguientes: 1. º Derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución. […] 5. º Declarar la independencia de una parte del territorio nacional” (art. 472). Es fácil observar que el tipo penal se refiere única y exclusivamente a hechos, pero en ningún caso a la ideología u orientación política de la persona que pudiera llevar a cabo los mismos. Por tanto, ninguna relación existe entre el delito de rebelión y el ejercicio de derechos fundamentales de contenido político, tales como la libertad de pensamiento, conciencia y religión, la libertad de expresión e información o la libertad de reunión y asociación. Y lo mismo podemos decir respecto de los demás tipos penales en liza: sedición, malversación y otros delitos conexos.

Si viajamos en el tiempo a una época de nuestra historia recordada de manera constante (casi obsesiva) por los mismos que hoy se rasgan las vestiduras por el ingreso en prisión preventiva de los líderes separatistas, encontramos un claro ejemplo de norma cuya aplicación podía conllevar –y de hecho conllevó- la existencia de presos políticos. Me refiero a la la Ley de Responsabilidades Políticas, de 9 de febrero de 1939 (ver aquí), en la que se declaraban “fuera de la Ley” una serie de partidos y agrupaciones políticas (entre otros, Esquerra Catalana, Partido Socialista Unificado de Cataluña o el Partido Socialista Unificado de Cataluña), se declaraban “responsables políticos” a quienes hubieran desempeñado cargos directivos y se preveían determinadas sanciones, incluidas las limitativas de la libertad de residencia (extrañamiento, confinamiento, destierro o relegación a las Posesiones africanas).

Pablo Iglesias nació en el año 1978 (como nuestra Constitución), Irene Montero en 1988 y el célebre Gabriel Rufián en 1982. Yo soy el más joven (nací en 1989), y afortunadamente, los cuatro hemos tenido la suerte de nacer en un Estado social y democrático de Derecho. Hemos tenido la oportunidad de pensar y expresar nuestras opiniones de manera libre, militar en el partido político que tuviéramos por conveniente y, en definitiva, ejercer nuestros derechos políticos en el más amplio sentido del término. Por tanto, seamos sensatos y mínimamente rigurosos en el análisis.    

En segundo lugar, conviene aclarar que los investigados que ha ingresado en prisión provisional lo han hecho en virtud de un auto dictado por un juez independiente, imparcial y predeterminado por la Ley. Si alguien pudiera tener alguna duda sobre este extremo, le animo a lea las 19 páginas del Auto dictado la semana pasada por la juez Lamela (descargar aquí), para comprobar que no existe, entre los numerosos argumentos esgrimidos por el órgano judicial, ni una sola referencia a las ideas políticas o a la forma de pensar de los investigados.

Y ni que decir tiene que a pesar de que los investigados puedan estar o no de acuerdo con la resolución judicial que les ha conducido a prisión, lo cierto es que todos ellos han dispuesto y disponen de todas las garantías que nuestra Constitución les reconoce (presunción de inocencia, utilización de los medios de prueba para su defensa, derecho a no declarar contra sí mismos y a no declararse culpables) y por supuesto, tendrán la opción de recurrir la resolución ante el órgano judicial que corresponda, en el legítimo ejercicio de su derecho de defensa y conforme a lo previsto en la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

Cuestión distinta es la opinión que las resoluciones judiciales puedan merecernos desde un punto de vista técnico-jurídico, pues aunque éstas deban ser acatadas en modo alguno están exentas de crítica. De hecho, en este blog se han publicado tanto opiniones favorables a la prisión preventiva de los Jordis y la libertad provisional de Josep Lluis Trapero (ver aquí), como opiniones contrarias al auto que ordenó la entrada en prisión preventiva de los exconsellers de la Generalitat (ver aquí). Incluso hemos llegado a plantearnos –yendo más allá del criterio de la Fiscalía- la posible responsabilidad penal de los 72 diputados que votaron a favor o se abstuvieron en la votación secreta que tuvo lugar el pasado 27 de octubre en el Parlament (ver aquí).

Como sobradamente conocen los lectores del blog, nuestro Estado de Derecho adolece de múltiples defectos en su funcionamiento. El sistema es manifiestamente mejorable. De hecho, si todo fuera perfecto y nada hubiera que objetar respecto de nuestras Instituciones, Hay Derecho ni tan siquiera existiría. Pero una cosa es opinar a favor o en contra de una resolución judicial, desde un punto de vista jurídico, y otra muy distinta es cometer la enorme irresponsabilidad de negarle toda bondad al sistema en su conjunto. Con esto quiero decir que, aun en el caso de que el auto de la juez Lamela se hubiera equivocado en sus razonamientos jurídicos, esto no significaría que los investigados hubieran ingresado en prisión por motivos políticos. A día de hoy, no existe ningún dato o evidencia que nos permita concluir que las condiciones de la detención hayan sido manifiestamente desproporcionadas, que haya habido discriminación en comparación con casos similares o que en el procedimiento seguido no se hayan respetado las garantías y derechos de los investigados.

Por último, resulta significativo que los ingresos en prisión hayan llegado en el momento más inoportuno desde un punto de vista político, y probablemente, en el peor momento posible para los intereses electorales del partido de gobierno, y a la postre, del bloque constitucionalista. Como señalaba Victoria Prego el pasado día 2, es más que probable que esta decisión judicial “encienda los ánimos de los soberanistas y complique mucho el desarrollo de la campaña” (ver aquí). Y en esta misma línea se situaba el contundente Editorial de El País del día 3, apuntando que “la contundencia de la justicia, paradójicamente, favorece a la causa independentista en su lógica victimista” (ver aquí). Desde luego, el tempo que está siguiendo por el Poder Judicial, en clara contraposición a los intereses del Gobierno, conduce igualmente a desechar la teoría de la conspiración.

A pesar de todo, que nadie tenga la menor duda de que los tres representantes electos a los que me refería antes seguirán repitiendo hasta la saciedad que en España hay “presos políticos”, quizás por negligencia o tal vez de manera dolosa, es decir, tratando deliberadamente de difundir una afirmación objetivamente falsa y sin ningún fundamento. Las consecuencias electorales de esta forma de proceder están por ver, pero el daño a las Instituciones es incalculable. Mientras tanto, desde las páginas de este blog seguiremos defendiendo el Estado de Derecho, desde la imparcialidad, independencia y rigor que se nos exigen cada día.

El pasado 8 de octubre, Josep Borrell pronunció en su ovacionado discurso (ver aquí) una frase que para muchos ha pasado inadvertida, pero de un inmenso y profundo significado. Ante los gritos de “Puigdemont, a prisión”, el expresidente del Parlamento Europeo exclamó: “No gritéis como las turbas en el circo romano, a prisión van las personas que dice el juez que tienen que ir”. Pues eso, lo que sirve para unos sirve para otros: que tomen nota los que estos días se dedican a pedir repetidamente la liberación de los “presos políticos”.

 

*Rectificación: el post ha sido modificado en su párrafo 8º, a fin de eliminar cualquier referencia a Alberto Garzón, Diputado del Grupo Parlamentario de Unidos Podemos. 

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