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Jueces en política: un ‘doy para que des’ muy rentable

Dos magistrados se han presentado como candidatos en las recientes elecciones autonómicas. En el Gobierno hay tres jueces y alguno de ellos ha hecho campaña. Es una imagen ya repetida a la que nos estamos acostumbrando. La fuerza de la costumbre hace que el paso de un juez por la actividad política parezca normal y no sea noticia, pero no lo es y vamos a intentar explicarlo.

Comenzaremos por detallar las prohibiciones que incorpora el estatuto del juez para asegurar su independencia, porque así lo exige el Aº 127 de la CE.

Según el Aº 389 LOPJ , el cargo de juez es incompatible con cualquier cargo de elección popular o designación política y con todo empleo, cargo o profesión retribuida pública o privada, salvo la docencia e investigación jurídica y la creación artística, literaria científica o técnica. Es incompatible con todo tipo de asesoramiento jurídico sea o no retribuido.

Los jueces, además,  no pueden coincidir con familiares en determinados destinos ni pertenecer a partidos políticos o tener empleo al servicio de los mismos y les está prohibido dirigir felicitaciones a las autoridades o poderes públicos o censuras por sus actos ni concurrir a cualquier acto o reunión pública que no tenga carácter judicial. Tampoco pueden tomar en las elecciones legislativas mas parte que la de emitir su voto personal sin perjuicio de cumplir las funciones inherentes a sus cargos.

Por último, se regula como falta muy grave  la afiliación a partidos políticos o sindicatos de los jueces o el desempeño de cargos a su servicio. También el ejercicio de actividades incompatibles.

En definitiva, el juez, salvo dar conferencias, escribir libros o ejercer la docencia, únicamente puede dedicarse a la tarea de ser juez y no puede tener contacto alguno con la esfera política -ni siquiera remoto- que le haga aparecer ante la opinión pública como alguien inclinado hacia un lado o hacia otro. El legislador manifiesta así una preocupación porque la función judicial cumpla ante los ciudadanos su papel de árbitro, ajeno por completo a los avatares propios de la contienda política.

¿Cómo es posible entonces que haya jueces que son Ministros, Diputados, Alcaldes, o presidentes del Senado?

La respuesta está en el Aº 351 LOPJ. Este artículo contiene una lista larga de cargos públicos que  dan lugar a la situación de servicios especiales, régimen jurídico que permite al juez aparcar su profesión y ejercer otra. Dentro de esta lista encontramos cargos judiciales o relacionados con la función judicial, como Vocal del Consejo General del Poder Judicial, Fiscal General del Estado, Magistrado del TC, o magistrado de tribunales internacionales, pero también otros que no lo son como Defensor del Pueblo, Consejero del Tribunal de Cuentas o del Consejo de Estado, Vocal del Tribunal de Defensa de la Competencia o Director de la Agencia de Protección de Datos.

Pero la clave de este artículo es la letra F.  Según este apartado pasan a servicio especiales los jueces:

“F) Cuando sean nombrados para cargo político o de confianza mediante RD o Decreto autonómico o elegidos para cargos públicos representativos en el Parlamento Europeo, Congreso de los Diputados, Senado, Asambleas Legislativas de las Comunidades autónomas o Corporaciones locales”.

Según el Aº 354 de la LOPJ cuando un juez esta en servicios especiales tiene derecho :

  • “a la remuneración por antigüedad en la carrera judicial, además del sueldo que cobre por el puesto que desempeña
  • A computar el tiempo que pase en servicios especiales a efectos de ascensos, antigüedad y derechos pasivos
  • A la reserva de la plaza que ocupe o a la que pueda obtener durante su permanencia en la situación de servicios especiales, así como el orden jurisdiccional de la plaza que ocupasen al pasar a dicha situación o la que pudieran obtener durante su permanencia en la misma”.

En definitiva, mientras el juez ejerce su cargo político, tiene los mismos derechos que si estuviera en su despacho poniendo sentencias. El legislador admite la ficción de que está trabajando y adquiriendo experiencia jurisdiccional, que le valdrá para concursar y anteponerse a otros magistrados que han ejercido efectivamente la jurisdicción, saliendo completamente indemne del azaroso juego de la política.

Este régimen ha permitido, por ejemplo, al Ministro Juan Carlos Campo obtener la plaza de magistrado de la sala de lo penal de la Audiencia Nacional en Enero de 2020, recién nombrado Ministro de Justicia, a pesar de que desde 1997 ha ejercitado una intensa actividad política tanto en la junta de Andalucía- como Director General- como en la AGE- como Secretario de Estado de Justicia- y después como diputado por el PSOE desde el año 2015. El Ministro ha conservado su puesto en el escalafón de la carrera judicial como si durante todo este tiempo hubiera desempeñado su actividad jurisdiccional en la Audiencia Provincial de Cádiz a la que accedió en el año 1991.

Ahora volvamos al principio., al Aº 127 de la CE:

  1. Los Jueces y Magistrados así como los Fiscales, mientras se hallen en activo, no podrán desempeñar otros cargos públicos, ni pertenecer a partidos políticos o sindicatos. La ley establecerá el sistema y modalidades de asociación profesional de los Jueces, Magistrados y Fiscales.
  2. La ley establecerá el régimen de incompatibilidades de los miembros del poder judicial, que deberá asegurar la total independencia de los mismos.

Como es conocido, la prohibición de afiliación a partidos políticos no prohíbe a los jueces tener ideología sino hacer exhibición de ella para proteger la confianza del ciudadano en la justicia.  Todas las prohibiciones, en general, giran alrededor de esta idea. No debe haber ninguna duda de que el juez , en su quehacer cotidiano, está únicamente sometido a los mandatos de la ley. Solo así puede ser visto como un tercero ajeno a las partes, como un árbitro imparcial. La  noción de neutralidad del juez está íntimamente ligada con la confianza que debe inspirar la justicia al ciudadano.

Ahora bien, este completo y detallado régimen legal que permite al juez pasar a la política -elaborado de común acuerdo por los dos grandes partidos  en insólita coincidencia de fines-, ¿protege la confianza del ciudadano en la justicia?

Como se comprenderá, el problema del desempeño de cargos públicos por parte de jueces magistrados o fiscales es el de su reingreso en las funciones jurisdiccionales finalizado su mandato, por la sospecha de parcialidad en la toma de decisiones judiciales que puede arrojar su paso por la política. La preocupación es mas intensa cuando los cargos ocupados lo son precisamente en el poder ejecutivo o en el poder legislativo como ocurre con la letra F a la que nos hemos referido.

El juez, en su carrera política –que puede durar la mayor parte de su vida laboral– es seguro que  desarrollará vínculos, relaciones, amistad, afinidades de la mas diversa índole, pues ello es lo propio de la actividad política y ha de ser así. Parece ingenuo pensar que luego cuando vuelva a su juzgado dichas relaciones le permitan ejercer su labor como si nada de ello hubiera sucedido.

¿Queda protegida la apariencia de independencia y la confianza del ciudadano en sus decisiones  con  la obligación de abstenerse de conocer los asuntos concretos vinculados con su actividad política? Recordemos que a los jueces se nos exige neutralidad con relación a todos los asuntos que tenemos que despachar  no solo con los vinculados a la actividad política.

Por otro lado, ¿no ocurre que, cuanto mayor es la exposición pública y mediática, como sucede con el cargo de Diputado, Ministro o Alcalde, mayor dificultad para trazar la citada línea divisoria entre el juez y el ciudadano comprometido políticamente? Cuando el Ministro Campo o el Ministro Marlaska se incorporen a sus puestos en la Sala de lo penal de la Audiencia Nacional, ¿podrán inspirar la misma confianza que el resto de magistrados que no han pasado por la política? El Magistrado López ya fue apartado por sus compañeros del caso Gürtel precisamente por su contacto con la política y la apariencia de parcialidad que provocaba.

Se trata de cargos, por otra parte, que exigen una gran fidelidad al proyecto político y disciplina a la jerarquía de los partidos. En el Gobierno actual, por ejemplo, hay tres jueces que han mantenido un elocuente silencio mientras la Comisión Europea afeaba una y otra vez los proyectos presentados por la coalición que gobierna, justamente por afectar de forma grave a la independencia del poder judicial y a la separación de poderes. Quienes negocian el reparto de  puestos del Consejo General del Poder Judicial por un lado y por otro –en un sistema de facto inconstitucional- son, precisamente, jueces actuando como políticos al servicio de la política en perfecta simbiosis; tanta, que es difícil que el ciudadano pueda entender si hay o no separación entre una y otra actividad o si todo forma parte de lo mismo.

No admite mucha duda, por ello, que la independencia del Poder Judicial sufre tanto en la forma como en el fondo -como acertadamente señala el GRECO– al afirmar que el billete de ida y vuelta a la política es problemático para la separación de poderes.

Pero la cuestión tiene más vertientes. La posibilidad de desarrollo paralelo de ambas carreras –la política y la judicial- introduce injustificadas alteraciones del escalafón. La ficción de que el juez en política acumula años de experiencia jurisdiccional en sentido estricto permite al juez en la política  tener en titularidad plazas que no ocupa y acumular experiencia que no tiene, frente al juez que, respetando las estrictas prohibiciones, dedica su vida profesional a la callada labor del ejercicio jurisdiccional.

Que por ejercer un cargo en la política el juez no pierda su condición de juez es una cosa. Y otra bien distinta es que conserve hasta lo que no ha tenido nunca. El juez que quiere conciliar su vida personal, por ejemplo, solo reserva su plaza dos años. Y el juez que quiere desarrollar una carrera en la abogacía solo puede acogerse a la excedencia voluntaria sin derecho a reserva de plaza. Parece evidente que el legislador tiene interés en que haya jueces a los que poder tentar con la zanahoria política. Por otro lado, premiando con experiencia jurisdiccional a quien no la tiene se devalúa el ejercicio jurisdiccional estricto al que se dedican la abrumadora mayoría de los jueces.

Además en este análisis no podemos obviar algo que ya es notorio y mil veces denunciado. El juez que se identifica con una ideología política luego es aupado a lo mas alto de la cúpula judicial por vocales elegidos por los políticos. Mientras que los magistrados del TS pierden su condición si pasan a la vida política, nada impide lo contrario: que lleguen al Tribunal Supremo los magistrados que hayan hecho carrera política, como ha ocurrido con la Sra. Robles o con el  Sr Lesmes actual presidente del TS. No parece muy lógico. Y es que las puertas giratorias se complementan extraordinariamente bien con el sistema de nombramientos discrecionales. El régimen legal que  posibilita que los jueces salgan del azaroso juego político permite llegar a lo mas alto a quien está dispuesto a ello.

Y al hilo de esta última reflexión nos podemos preguntar: ¿es el interés público de la justicia el que inspira este estudiado régimen legal? ¿O lo guía el interés mutuo de determinados jueces y políticos que recíprocamente se benefician de lo que pueden dar y recibir a cambio, en un do ut des que sirve a ambos?

Las estadísticas ya señalan la abrumadora desconfianza de los propios jueces ante el método de selección de la cúpula judicial, no siendo descartable que esta ruta político-judicial privilegiada se encuentre entre las causas de la desafección de los jueces ante la falta de oportunidades reales de ocupar los cargos mas importantes del poder judicial.

Hemos pasado de la excedencia forzosa durante tres años por participar en un proceso electoral como mecanismo protector de la imparcialidad del juez -reforma introducida por el Gobierno Aznar con carácter urgente tras el paso del Juez Garzón por la política, de la que se arrepintió bien pronto-  a que los jueces puedan desarrollar su carrera política a la vez que la judicial, sin coste alguno, como un doble grado que después les permitirá acceder cómodamente a la cúpula judicial  sin tener que dictar una sola sentencia. Es frecuente que vayamos de un lado a otro. Así se escribe nuestra historia. Y luego nos quejamos de que la percepción de independencia de nuestro poder judicial sea de las mas bajas de Europa. No será porque el legislador constituyente no dejara claras las cosas.

 

N.E.: Un análisis más extenso de la cuestión por la misma autora puede encontrarse AQUÍ.

“Nuestro entorno” a propósito del Consejo General del Poder Judicial

Asimilarnos a nuestro entorno es una de esas frases hechas que se repite con excesiva habitualidad.  Se emplea cual bálsamo de Fierabrás para calmar todos los achaques que nos afligen y justificar cualquier reforma controvertida.  El complejo que acompaña a una tras otra generación de españoles nos lleva a una automática negación de virtud a todo lo patrio, con obstinado empeño de flagelación o a un exceso de brío en una irracional defensa de nuestros logros que termina por convertirla en impostada e irreal.

Y, como siempre, en el término medio está la virtud.  Ni somos una pandilla de idiotas y ganapanes ni somos el faro que ilumina la oscura tierra que nos circunda. Nuestros antepasados y nosotros hicimos las cosas bien en ocasiones y, en otras, fuimos un todo año de 1898.  En algunos casos será bueno tomar el ejemplo de más allá de nuestras fronteras; en otros, debemos convencernos de la pertinencia de aportar al proyecto europeo aquello en que hayamos acertado a nivel nacional.

Vaya esta introducción a propósito de la tan comentada renovación del Consejo General del Poder Judicial.

No voy a analizar en este artículo ni la inconstitucionalidad de facto que, a mi juicio, supone el sistema actual, a la vista de la célebre Sentencia del Tribunal Constitucional 108/1986, de 29 de julio, ni el uso partidista, mayoritariamente aceptado, que han hecho los partidos políticos desde esa fecha para colonizar el CGPJ, ni la indeseable percepción pública de parcialidad y dependencia que por tal causa producen los nombramientos del CGPJ, ni las reiteradas recomendaciones del GRECO o de la Comisión de Venecia, integrantes del Consejo de Europa, para adecuar el sistema a la exigencia de que, al menos, la mitad de sus miembros sean elegidos por jueces de entre sus pares ni, por último, la doctrina jurisprudencial del TJUE, sentada a partir del análisis del tremendo embate contra la independencia judicial que, desde el ejecutivo, se está llevando a cabo en Polonia.

Por el contrario, voy simplemente a exponer los sistemas que existen en los países que cuentan con un órgano similar al CGPJ.  Y ello, con el propósito de rebatir uno de los argumentos empleados para justificar la no reforma del sistema. Así, aún cuando, tal como se indicaba, guste mucho, siente bien y ofrezca una cierta pátina de infalibilidad, no se puede tirar del mencionado tópico y afirmar que el sistema de elección de los miembros del CGPJ ha de mantenerse para permanecer asimilados a los países de “nuestro entorno” pues, simplemente, esto no es cierto.

Comenzaremos por Polonia por motivos evidentes y, aquí sí, como excepción que confirma la regla, me remitiré brevemente a la jurisprudencia del TJUE por ser la primera vez que el Alto Tribunal se refiere al Consejo de un Estado miembro. El Consejo Nacional del Poder Judicial polaco se forma por 27 miembros elegidos por la Dieta, a diferencia de lo que ocurría antes de la consabida reforma judicial en la que 15 de sus miembros eran elegidos por los jueces. El sistema es tan parecido al nuestro en este particular (en este, no en otros; ya sé que España no es Polonia. Ahora bien, añado que la Polonia actual tampoco lo era antes de la reforma…).

Pues bien, el TJUE en el apartado 100 de la sentencia de 24 de junio de 2019 (Asunto 619/18) señala que “A la vista de la reciente reforma de la Ley del Consejo Nacional del Poder Judicial, los quince miembros de este Consejo que, de los veintisiete que lo integran, se eligen de entre los jueces, ya no son elegidos por sus homólogos, como anteriormente, sino por la Dieta, de manera que cabe dudar de su independencia».  Resulta revelador que Polonia haya utilizado como argumento de defensa, en las vistas ante el TJUE, la similitud de su sistema con el español.

Continuaremos con Portugal por motivos geográficos y sentimentales. En el país vecino, en el Conselho Superior da Magistratura al menos siete miembros (el vicepresidente y seis vocales) son elegidos por los jueces; otros ocho miembros son elegidos por el Presidente de la República (2) y por el Parlamento (6).

En Francia, de cuya tradición jurídica bebemos, el Conseil National de la Magistrature se compone de 20 miembros; 12 de ellos magistrados y fiscales elegidos por sus pares y 8 juristas elegidos por el Presidente de la República (2); Asamblea Nacional (2); Senado (2), Colegios de Abogados (1) y Consejo de Estado (1).

En Italia, el Consiglio Superiore della Magistratura está compuesto por 27 miembros: el Presidente de la República, el Presidente del Tribunal Supremo, el Fiscal General del Estado, Casación, 16 jueces elegidos por los propios jueces y 8 juristas elegidos por el Parlamento.

Por último, en Grecia, existen dos órganos similares al Consejo General del Poder Judicial. El primero tiene 11 miembros y el segundo 15. Están compuestos por magistrados del Tribunal Supremo elegidos por sorteo.

Es decir, los países mediterráneos con más peso en la Unión Europea, así como Portugal, optan por un sistema de elección distinto al nuestro; en cualquier caso, con una presencia muchísimo menos decisiva del legislativo en la composición del Consejo.  El primer “entorno” nos vuelve la espalda.

Pero el “entorno lejano” también nos la da. La Red Europea de Consejos de la Magistratura engloba a los países de la Unión Europea que gozan de un órgano de gobierno de los jueces encargado de salvaguardar la independencia judicial. Forman parte de la ENCJ, por tanto, todos los países de la Unión con excepción de Austria, Chipre, República Checa, Estonia, Alemania, Luxemburgo y Suecia. El sistema de selección imperante en cada uno de ellos es el siguiente.

El Conseil Superieur de la Justice belga está formado por 44 miembros (22 valones y 22 flamencos) de los que 22 son magistrados elegidos por sus pares y 22 juristas elegidos por el Senado por mayoría de 3/5 existiendo independencia total respecto del ejecutivo.

En Bulgaria, de 25 miembros, 14 son elegidos por jueces y fiscales de entre ellos; en Croacia 7 de los 11 miembros son jueces elegidos por sus pares; en Dinamarca 5 de los 11 miembros son jueces; en Finlandia 6 de los 8 miembros son jueces; en estos dos últimos países, el nombramiento se realiza por el propio órgano; en Hungría, el Consejo lo forman 15 jueces elegidos por los propios jueces; en Irlanda 10 de los 18 miembros son jueces, de los cuales 5 son elegidos por jueces y los otros 5 lo son por el puesto que ocupan; en Letonia el Consejo está compuesto por 15 miembros, 7 elegidos por jueces y 8 en atención su puesto (de estos 2 son el Presidente del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional); en Lituania, de 23 miembros, 20 son elegidos por jueces de entre jueces; en Malta, de diez miembros, 4 lo son elegidos por jueces de entre ellos, otros 4 en atención al puesto y sólo 2 propuestos por el Primer Ministro y el líder de la oposición; en Holanda el Consejo puede estar compuesto por entre 3 y 5 miembros pero al menos el 50% deben ser jueces ostentado siempre el puesto de la Presidencia y Vicepresidencia; en Rumania de 19 miembros, 14 son jueces elegidos por sus pares; en Eslovaquia, de 18 miembros 9 son elegidos por jueces de entre ellos; en Eslovenia, de 11 miembros, 6 son elegidos por jueces de entre ellos [1].

El listado resulta algo farragoso, pero me interesaba consignar la totalidad de los países para poder sustentar la siguiente conclusión: sólo hay dos países en que es otro poder del Estado de quien depende en exclusiva la formación del Consejo. España no es Polonia. En esa frase están los dos. Somos, en este punto, la rareza de nuestro entorno.

Tenemos una de las democracias más avanzadas del mundo nacida de una voluntad de concordia nacional, plasmada en la Constitución, que es ejemplo mundial. Seamos leales a dicho pacto fundacional y respetemos su espíritu. Qué fácil dejar solo al ejecutivo polaco en este despropósito.

 

NOTAS

[1]  Guide to the European Network of Councils for the Judiciary: https://pgwrk-websitemedia.s3.eu-west-1.amazonaws.com/production/pwk-web-encj2017-p/Reports/ENCJ_Guide_version_September_2020%20.pdf. Versión actualizada en septiembre de 2020.

“Abogados” contra la libertad de expresión

Quiero llamar la atención sobre una reciente noticia que no debería pasar desapercibida: la persecución emprendida por una asociación de abogados “de izquierdas” contra Consuelo Madrigal Martínez-Pereda, quien fuera Fiscal General del Estado y ahora Fiscal de Sala adscrita a la Sección Penal de la Fiscalía del Tribunal Supremo, por expresar su opinión en un artículo titulado “La sociedad cautiva”, publicado en El Mundo el 4 de mayo de 2020, ha sido archivada.

Como nota biográfica conviene señalar que Consuelo Madrigal, aparte de ser una insigne y reconocida jurista, fue la primera mujer Fiscal General del Estado, eso que tanto le gusta resaltar a la izquierda… siempre que la designada sea de izquierdas.

La entidad denunciante se había puesto a la altura del Gobierno socialista de Rumanía, quien inició una persecución política contra Laura Kövesi (Fiscal Jefe anticorrupción del país) por el mismo motivo: expresar libremente su opinión. La Comisión Europea tuvo que emitir una advertencia al Gobierno rumano y tras el cese en su país, Kövesi fue nombrada, en septiembre de 2019, fiscal general de la Unión Europea.

En el tiempo del cese de Kövesi (2018), el Gobierno socialista rumano estaba enfrascado en cambiar la legislación judicial y sustituir a los fiscales jefe, lo que originó protestas callejeras y el toque de atención de la Comisión Europea. Puede que esto le produzca cierta analogía al lector con lo que acontece en nuestro país.

El sonrojante asunto Kövesi llegó al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, quien consideró que se habían vulnerado sus derechos a un juicio justo y a la libertar de expresión. Su cese se produjo después de haberse pronunciado públicamente, en calidad de fiscal jefe anticorrupción, sobre varias reformas legislativas que afectaban al sistema judicial.

Me permito transcribir un pasaje del artículo de Madrigal, ese texto que enfureció a los denunciantes:

“En primer lugar, padecemos el tardío abordaje de una crisis sanitaria -que no de orden público- mediante la privación de libertad bajo una coerción policial, innecesaria sobre una ciudadanía mayoritariamente responsable; padecemos la exasperación de esas medidas en contra de la propia ley de estado de alarma que, como regla general, impone la libertad y sólo como excepción temporal, su restricción y cuyo artículo 1.2 somete toda intervención a los principios de proporcionalidad y necesidad, que no han sido aplicados a los ciudadanos sanos. Nos preguntamos por qué se carga el peso de los sacrificios sobre los profesionales y los ciudadanos, sin dotarles de los mecanismos de diagnóstico y protección que hubieran minimizado la carga y aliviado el sacrificio. La pregunta es tan pertinente como el debate sobre las confusas y contradictorias respuestas que hasta ahora se han recibido”.

En mi opinión, la denuncia se debería haber archivado de plano, pero se ha tardado casi nueve meses en decretar el archivo, “por carecer los hechos denunciados de entidad disciplinaria”.

El archivo se sustenta en que la autora, en su artículo, vertió opiniones jurídicas y no jurídicas, pero que no dirigió sus reproches directamente al Gobierno. La ausencia de destinatario concreto de las críticas contenidas en el artículo y el hecho de que el texto fuera escrito en su calidad de ciudadana, y no de fiscal, llevan al archivo de la denuncia. En mi opinión, es muy discutible la invocación a la “ausencia de destinatario”. Aunque lo tuviera, el archivo era debido.

Para terminar, conviene recordar también que Consuelo Madrigal formó parte del equipo de cuatro fiscales en el asunto del ‘procés’.

Sobre el control político del poder judicial

Una versión anterior de este texto puede leerse en El Mundo.

El Poder Judicial no está estructurado alrededor de ninguna idea política, puesto que su nota característica es la neutralidad de quien lo ejercita. Es además un poder disperso, en el sentido de que se ejerce individualmente por jueces y magistrados independientes. Y responde a la idea última de que en una democracia ha de haber contrapesos, de que ha de haber un poder que garantice en caso de conflicto que la ley se aplica por igual para todos y que todos han de encontrar quien en última instancia vele por la protección de sus derechos.

Se exige así a los jueces neutralidad política, ya que su función ha de ejercitarse en todo caso con imparcialidad y, por ello, se veta el ejercicio para los jueces de ciertos derechos políticos como tributo a su obligada neutralidad partidista.   Dada esa ausencia de estructuración política del Poder Judicial se habla del mismo como un poder neutro.

Desde ese planteamiento, la penetración de los partidos políticos en el Poder Judicial es un fenómeno patológico. La manera de hacerlo es muy eficaz y está orientada únicamente a influir en la cúpula de la judicatura, no en la generalidad de los jueces y magistrados. Se ha instaurado un sistema en virtud del cual se controla políticamente el órgano de gobierno del Poder Judicial (CGPJ), creado precisamente para proteger a los jueces del Ministerio de Justicia, conformándolo por criterios de reparto partidista y contrariando así el espíritu constitucional (STC 108/1986).

Esta situación la empeora el hecho de que en el CGPJ ha de haber 12 jueces entre los 20 vocales de ese Consejo, de manera que se introduce el factor político entre los miembros de la Carrera Judicial. Para ser elegido como vocal, hay que ser o parecer de una tendencia política concreta; y, siendo eso así, el camino está trazado para que la ideológica política en la Judicatura empiece a ser relevante.

Los jueces, hoy, ven como quienes les gobiernan administrativamente (es decir, quienes deciden su promoción profesional, quienes deciden si son o no sancionados, quienes establecen quienes y en qué circunstancias van destinados a ciertos destinos importantes), son compañeros suyos que son considerados afines por los partidos políticos. A su vez, los elegidos por los partidos actúan muchas veces agrupados en bloques ideológicos, de manera que las cosas trascendentes se deciden desde esos criterios.  Eso lleva siendo así desde hace 35 años.  ¡35 años de influencia política en la cúpula de la judicatura!

Es lógico que, con el pasar del tiempo, la perversidad del sistema se extienda: los jueces no pueden ser afines a partido político alguno, pero sus asociaciones no tienen ese problema. Unas asociaciones muy concretas que obviamente no se puede decir que sean correas de transmisión de los partidos, pero que, llegado el momento, están ahí. Y al tiempo que se deslizan por ese camino peligroso se les da la oportunidad de ser influyentes también en beneficio de sus asociados.  Otras asociaciones diferentes se quejan de ello, pero poco a poco, de manera natural, se va cimentando el desastre.

Si se crean las condiciones para que el progreso profesional esté ligado a la ideología o a la afinidad política, ese aspecto cobra relevancia, y se va aceptando.   “Si; soy conservador o progresista, y por eso me nombran.  ¿Y que?”.  Nada, es el modelo. Como el mérito y la capacidad son los criterios legales para la promoción profesional, hay que encubrir el fundamento de los nombramientos (el TS habló en cierta ocasión de “motivaciones hipócritas”), pero las reglas las conocemos todos.  Y así, ese conservador o progresista ocupa Presidencias de Audiencias, de Tribunales Superiores de Justicia, puestos en el CGPJ o en el Tribunal Supremo impulsado por los vocales elegidos por el partido político afín.  Y los demás compañeros, esos excelentes jueces que no han querido entrar en el juego de las afinidades, son ignorados en su progreso profesional.

Si esa promoción profesional estuviera ligada únicamente a la formación científica, al estudio, a la celeridad en dictar resoluciones, a la competencia profesional, esos serían los factores que se cultivarían por quienes desean alcanzar las más altas cotas profesionales.  Esas asociaciones profesionales en una Justicia en la que de raíz la influencia política estuviera descartada, no tendrían ninguna necesidad de ser o parecer afines a ningún partido político, ya que los partidos no podrían hacer nada ni por ellas ni por sus asociados.  Y todas las tensiones políticas sobre la Justicia, poco a poco, se orientarían a procurar su mayor eficacia, mayores garantías de los ciudadanos, y no a conseguir mayores posiciones de influencia. Pero ese camino se ha descartado para desgracia de los ciudadanos, con el reproche de las instituciones europeas, y cambiarlo ahora -si fuera ello posible, que no lo es- conllevaría el peaje de al menos un par de décadas para ir desarraigando tantos años de hábitos perversos.

¿Qué pretenden los partidos políticos mayoritarios con este sistema que han creado? Con el control partidista del órgano de gobierno del Poder Judicial se aproximan a lo que pretenden. Dicen que lo hacen por conferir “legitimidad democrática” al CGPJ, como si hasta 1995 el modelo constitucional del CGPJ no hubiera tenido esa legitimidad.   Recordemos que, hasta esa fecha, el CGPJ se componía de 8 vocales elegidos por el Parlamento, y de 12 elegidos por los jueces y magistrados, en un sistema compensado que copiaba el existente en otros países europeos.

Creo que no se sostiene que un poder del estado, el legislativo o el ejecutivo, puedan atribuir “legitimidad democrática” a otro poder del Estado. Todos los poderes emanan del pueblo español, el cual aprobó la Constitución en la que se instituyen los tres poderes del Estado, configurados cada uno de acuerdo a su finalidad. La legitimidad democrática del órgano de gobierno del Poder Judicial proviene de la Constitución, expresión de la voluntad popular, no de la decisión de otros poderes del Estado.

Pero, además, no se ve al Parlamento, que integra el conjunto de diputados pertenecientes a todos los partidos, negociar nada sobre este tema.  Son los dos partidos mayoritarios, a través de dos políticos ex jueces, quienes negocian el número de vocales que corresponde a cada uno, y el nombre de los afines a quienes impondrán el nombre de quien presidirá el CGPJ, y estos lo aceptarán, mostrando así otra vez quién manda en el órgano de gobierno del Poder Judicial.  Y, en este momento, además, vemos que un partido sostiene que en esa negociación puede vetar –y veta- la intervención de otros partidos. ¿Es ese el Parlamento que confiere “legitimidad democrática” al Poder Judicial?

La configuración actual del Gobierno del Poder Judicial en nuestro país obedece realmente a la búsqueda de influencia política en la Justicia, con la pretensión del establecimiento de dos Justicias, una para los ciudadanos y otra para ellos, mediante privilegios procesales como los aforamientos, con la potestad de colocar amigos ideológicos en los puestos claves de la Judicatura –independientes, pero amigos-, o de quitar a otros incómodos mediante promociones o destacamentos internacionales.

La teoría de Carlos Lesmes del palo y la zanahoria para controlar a los jueces va en esa misma línea. Con esas influencias aspiran esos partidos a la posibilidad de obtener ventajas políticas o económicas. No siempre pueden, claro, aquí se está jugando en un terreno en el que cualquier pequeño exceso del político puede chocar con la integridad profesional de un juez; pero en grado suficiente para que les compense mantener el sistema. Así, cuando aquel político se vanagloriaba ante los suyos de que podría su partido controlar la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo por la puerta de atrás, él creía que había conseguido las piezas en el CGPJ para hacer lo que en realidad buscaba. Y eso que buscaba, eso que buscan esos partidos con la negociación, es el cáncer por el que se debilita el tercer poder del Estado en perjuicio de todos.

Europa y la independencia judicial (sobre la reforma de la elección del CGPJ)

En su última intervención en  la moción de censura, el Presidente Sánchez declaró que “detenía el reloj” de la reforma  que suprimía la mayoría reforzada para la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).  Aunque lo presentó como un gesto de buena voluntad – casi como una gracia concedida al PP por su buena conducta en dicha moción-, lo cierto es que el cambio de rumbo -esperemos que definitivo- tiene más que ver con la reacción Europea  que con un gesto de distensión política.

Nada más conocerse la reforma el portavoz de Justicia de la Comisión declaró su preocupación y advirtió que  “las reformas de este tipo deben hacerse siempre en consulta con todas las partes interesadas, incluida la Comisión de Venecia“. Esta Comisión es un órgano del Consejo de Europa que trata de garantizar el Estado de Derecho, en particular en las democracias más recientes, lo que dice mucho del nivel en que nos coloca la reforma propuesta. Poco después, el Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa –GRECO-  envió formalmente una carta al delegado español  recordando que el sistema actual no cumple con sus recomendaciones (aquí)  y que la reforma se apartaba aún más de los standards recomendados, de lo que también advirtió la Asociación Europea de Jueces aquí.

Dichas advertencias han sido tenidas en cuenta porque no tenían solo peso político sino que podían acarrear graves consecuencias jurídicas, como voy a explicar aquí a la luz de las sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) -y de estos dos excelentes posts anteriores de Rosa Mª Sanchez Ruiz-Tello y Mª Elena Saenz de Jubero)-.

En principio, la organización de la administración de Justicia es una competencia de los Estados miembros (STJUE de 19-11-2020, asunto C‑585/18, C-624/18 y C‑625/18, en adelante C-585/18,  nº 115). Sin embargo, como los tribunales nacionales son los encargados de aplicar el Derecho Europeo, este impone a  los Estados la obligación de  garantizar la tutela judicial efectiva (art. 47 de la Carta Europea de Derechos Humanos  y casos C-585/18, Nº 115, y Impact, C-268/06, nºs 44 y 45, E.ON Földgáz Trade, C-510/13, nºs 49 y 50). Esta tutela consiste en “el derecho de toda persona a que su causa sea oída equitativamente por un juez independiente e imparcial” (C-585/18, nº 119).

El TJUE es el encargado de interpretar ese concepto de independencia judicial (C-585/18 nº 118) y ha dicho que la independencia a tiene un aspecto interno – la “la equidistancia con respecto a las partes (C-585/18,nº 122)- y uno externo, que el que nos interesa aquí y que consiste en que los jueces no estén sometidos a órdenes, instrucciones o presiones de otros órganos, en particular de los poderes legislativo y ejecutivo (C-585/18, nº 124 y Poltorak, C‑452/16 nº 35). Todo ello “conforme al principio de separación de poderes que caracteriza el funcionamiento de un Estado de Derecho” (C-585/18 nº 124).

El TJUE añade dos precisiones fundamentales. La primera es que se prohíbe no solo la dependencia directa sino también la indirecta (C‑619/18, nº 112 y C-585/18 nº 125). La segunda es que este principio se infringe no solo cuando el juez ha sido efectivamente presionado, sino cuando el sistema elegido genera dudas sobre su imparcialidad. Como dice el TJUE “las apariencias pueden tener importancia. Se trata (…) de la confianza que los tribunales de una sociedad democrática deben inspirar en los justiciables” (C-585/18 Nº127, 128, 153). Como la mujer del César, la Justicia no solo tiene que ser independiente sino parecerlo. Para evaluar el cumplimiento de este principio, el TJUE  señala que hay que examinar el sistema de designación de los jueces, la duración del mandato, la protección de presiones externas y la apariencia de independencia (C-585/18, nº 127).

¿Y como queda el sistema de elección del CGPJ actual español a la luz de estos criterios?  Recordemos que la Constitución española faculta al Parlamento para nombrar, por mayoría de 3/5, a 8 juristas de reconocido prestigio, y en cuanto al sistema para nombrar a  los 12 miembro restantes, que han de ser jueces, se remite a la Ley Orgánica del Poder Judicial. Hasta 1985 ésta preveía que fueran nombrados por los jueces, pero se reformó para que fuera también al Parlamento el que eligiera a los 12 jueces por la misma mayoría.

Se ha dicho que esto no afecta la independencia judicial porque el CGPJ no tiene funciones jurisdiccionales. Sin embargo, dado que el CGPJ que designa a los Magistrados del Supremo y a los Presidentes de Audiencias, Tribunales Superiores de Justicia y Audiencia Nacional y tiene facultades disciplinarias sobre los jueces, es evidente la influencia indirecta del Parlamento sobre los jueces. Así se deduce del caso C-585/18, en el que se juzgaba la creación de una Sala especial del TS polaco que tenía “competencia exclusiva para conocer de los asuntos en materia laboral, de la seguridad social y de jubilación forzosa” de los jueces. El TJUE dice que el nombramiento de los jueces de esa Sala por el Presidente de la República no implicaba automáticamente que no exista independencia (nº 133 a 135), pues podría quedar garantizada porque los jueces son propuestos por el CNPJ (equivalente polaco del CGPJ). Sin embargo, considera que esto se daría solo “cuando dicho organismo disfruta él mismo de una independencia suficiente respecto de los poderes Legislativo y Ejecutivo” (C-585/18 nº 138), lo que no era el caso al nombrar el Parlamento polaco nombra a 23 de sus 25 miembros. Es evidente el paralelismo con el caso español: el Parlamento nombra en este caso al 100% de los miembros del CGPJ, que a su vez nombra a los Magistrados. Tiene, además, cierto margen de discrecionalidad, pues el art. 326.2 de la LOPJ permite al CGPJ redactar las bases específicas del proceso selectivo del concurso de méritos, y por tanto ajustarlas al candidato preferido (sistema criticado en el último informe de evaluación GRECO). Si el CGPJ puede premiar (a través de nombramientos) y castigar (a través de expedientes disciplinarios) a los jueces, y el CPGJ lo nombra el Parlamento, no hay duda de la influencia indirecta ni del peligro para la apariencia de la independencia.

El TJUE también dice que hay que tener en cuenta determinadas “irregularidades” (C-585/18 nº 143) en los nombramientos, lo que desgraciadamente también tiene paralelismos con España. Los partidos políticos no ocultan que sus acuerdos se refieren al reparto de puestos y no a llegar a consensos sobre los jueces más capacitados; tampoco de que intentan controlar a los nombrados, como se mostró de manera lamentable en la última negociación finalmente frustrada por la filtración de unos mensajes de WhatsApp (aquí). En España hay otra factor que perjudica a apariencia de independencia: muchos cargos políticos tienen un régimen especial –el aforamiento- que supone que no son juzgados por los tribunales ordinarios sino por el Tribunal Supremo, cuyos miembros son designados por el CGPJ, que nombran esos mismos políticos. En este sentido el GRECO ha señalado que “no cabe duda de la independencia e imparcialidad de los jueces españoles en el desempeño de sus funciones” pero que los defectos del sistema tienen “un impacto inmediato y negativo en la prevención de la corrupción y en la confianza del público en la equidad y eficacia del sistema jurídico del país.

El Gobierno ha justificado la reforma alegando que el principal partido de la oposición está bloqueando la renovación del Consejo, pero es evidente que eso se puede solucionar de muchas otras formas -aparte de la más sencilla, que es llegando a un acuerdo-. Por ejemplo, siguiendo las recomendaciones del GRECO de devolver la elección a los jueces. En el contexto actual, la supresión de la mayoría reforzada supone un paso más en el control por el Parlamento del CGPJ, ahora sin necesidad de consenso entre fuerzas parlamentarias.

Como sucedió en el caso de la reforma polaca, el TJUE podría declarar que las normas españolas son contrarias al Derecho Europeo, lo que debería llevar a su inaplicación por los jueces españoles, con consecuencias difíciles de predecir (¿la inaplicación del aforamiento, quizás?). Además se podría iniciar un procedimiento sancionador por incumplimiento del tratado (art. 7) como ya se ha hecho con Polonia y Hungría por motivos semejantes, que puede llevar a  España a perder el voto el Consejo de la UE.

También hay que tener en cuenta que ahora mismo se está negociando en Bruselas de un mecanismo de vigilancia del estado de derecho que permitiría suspender ciertos fondos comunitarios a países que violan los valores fundamentales de la Unión.

La conclusión es que el sistema de elección actual del CGPJ se debería reformar, pero que la  propuesta va en la dirección diametralmente opuesta a la independencia judicial que exige el Derecho de la Unión Europea. El abandono de esta reforma ha de celebrarse pero no es suficiente: hay que seguir exigiendo la reforma y evitar la vuelta al “reparto de cromos” en la deseable renovación del actual CGPJ.

 

Imagen: El Español.

La jurisprudencia “en tránsito”: entre la amplia discrecionalidad y la pura arbitrariedad

El asunto de los nombramientos discrecionales de los altos cargos judiciales por parte del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) es un asunto polémico donde los haya, probablemente el más polémico de los que rodean al mencionado órgano constitucional y lo es desde hace ya muchos años.

En sus funciones de control de la legalidad de tales nombramientos, la Sala Tercera del Tribunal Supremo, en una primera fase, se limitó a contrastar que todos los aspirantes a estos puestos cumplían con los requisitos legales necesarios para aspirar a los mismos, dejando total libertad al CGPJ para elegir a quién tuviese por conveniente.

Sin embargo, la creciente desconfianza en el ejercicio de esa potestad discrecional dio lugar, a partir de una lejana sentencia de 29 de mayo de 2006, a lo que se denominó “jurisprudencia en tránsito”, que empezó a entrar en la valoración y enjuiciamiento de esa discrecionalidad y que, como su propio nombre indica, no descartaba llegar en el futuro a soluciones más avanzadas.

Esa “jurisprudencia en tránsito”, de la que también son exponentes muy notables, las sentencias de 27 de noviembre de 2007, 12 de junio de 2008, 23 de noviembre de 2009 y, posteriormente, las sentencias de 4 y 7 de febrero de 2011, se basaba en tres pilares fundamentales: (i) El CGPJ esta revestido de una amplia discrecionalidad a la hora de hacer los nombramientos de los altos cargos judiciales, más amplia todavía cuando el cargo en cuestión tiene naturaleza gubernativa o mixta (gubernativa y jurisdiccional); (ii) Esta discrecionalidad, no obstante, está sometida a unos límites que necesariamente la condicionan, como son el respeto a los principios de igualdad, mérito y capacidad, así como la interdicción de la arbitrariedad (art. 9.3 CE); (iii) la motivación del acuerdo de nombramiento tiene un carácter significativo y es esencial.

Fruto de esa jurisprudencia es el Reglamento 1/2010, de 25 de febrero, dictado por el CGPJ con el objeto de regular su propia potestad para la provisión de las plazas de nombramiento discrecional.

La Exposición de Motivos de dicho Reglamento, todavía vigente, alude a la necesidad de precisar normativamente la clase de méritos que el CGPJ puede libremente ponderar y considerar prioritarios para decidir la preferencia determinante de la provisión de estas plazas, con respeto a la primacía de los principios de seguridad jurídica e igualdad, de mérito y capacidad para el ejercicio de la función jurisdiccional.

Más en concreto y tratándose de plazas correspondientes a las diferentes Salas del Tribunal Supremo, su artículo 5 dice que “se valorarán con carácter preferente los méritos reveladores del grado de excelencia en el estricto ejercicio de la función jurisdiccional.” Como dice la Real Academia Española, el término estricto, tiene una única acepción: “estrecho, ajustado enteramente a la necesidad o a la Ley y que no admite interpretación”.

Estos méritos “preferentes”, reveladores del grado de excelencia y relacionados todos ellos con la estricta función jurisdiccional, son: a) el tiempo de servicio activo en la Carrera Judicial; b) el ejercicio jurisdiccional en destinos correspondientes al orden jurisdiccional de la plaza de que se trate; c) el tiempo de servicio en órganos judiciales colegiados, y d) las resoluciones jurisdiccionales de especial relevancia jurídica y significativa calidad técnica, dictadas en el ejercicio de la actividad jurisdiccional.

Como méritos “complementarios” y, por tanto, no preferentes, también se podrán ponderar el ejercicio de profesiones o actividades no jurisdiccionales, pero de análoga naturaleza.

Es decir, a la hora de designar a un Magistrado del Tribunal Supremo, el CGPJ habrá de elegir a alguien que tenga antigüedad suficiente, experiencia contrastada, tanto en el orden jurisdiccional de que se trate, como en órganos colegiados, es decir, que conozca en profundidad el funcionamiento ordinario de las Salas de Justicia y tenga experiencia contrastada en deliberaciones, redacción de sentencias en las que se recoja el sentir unánime o mayoritario de la Sala, votos particulares, etc. y, por último, que se haya destacado en su trayectoria jurisdiccional por la especial relevancia jurídica y significativa calidad técnica de sus sentencias y resoluciones.

Esta autorregulación conduce inevitablemente a una comparativa entre los méritos de los distintos candidatos y orienta al CGPJ hacia la designación, como Magistrados del Tribunal Supremo, a aquellos candidatos que ostenten una antigüedad, experiencia y calidad técnica superior a la de los restantes competidores.

En esta línea se han movido las sentencias que hemos mencionado antes y también, más cercanamente, las sentencias del Pleno de la Sala Tercera de 10 de mayo de 2016 y 27 de junio de 2017, que, aunque no se referían a una plaza del Tribunal Supremo, sí sientan una doctrina general.

Particularmente relevante es la primera de ellas, donde se distingue entre méritos susceptibles de una mayor objetivación y otros méritos de carácter más subjetivo, en los que la discrecionalidad del CGPJ opera en su nivel máximo. Los méritos objetivables son justamente los que acabamos de ver para la designación de Magistrados del Tribunal Supremo, mientras que los de naturaleza subjetiva son los que corresponden a los puestos de carácter gubernativo o mixto.

Tanto es así que, en la referida sentencia de 10 de mayo de 2016, el Tribunal Supremo va contrastando los méritos objetivos, uno por uno, para llegar a una conclusión que favorece a la recurrente y afirma que, si el puesto se quiere otorgar al otro candidato recurrido, habrá que explicar de modo convincente por qué los méritos subjetivos desplazan a los objetivos.

A partir de esta sentencia, a mi juicio, la Sala Tercera inicia un claro “retroceso” en sus postulados. Apenas un año después, en la sentencia de 27 de junio de 2017, ya se contienen afirmaciones como que en ninguna parte se establece jerarquía, preferencia o mayor calidad entre los distintos méritos a valorar o ponderar y se apuesta por una idea de valoración conjunta de los méritos, obviando por tanto la comparativa, mérito por mérito, que se llevó a cabo en la sentencia de 2016.

Así llegamos a la reciente sentencia, de 11 de junio de 2020, dictada por la Sección Sexta de la Sala Tercera, que implica una auténtica abdicación de las funciones de control jurisdiccional de los límites que ha de respetar en todo caso el ejercicio de la discrecionalidad del CGPJ a la hora de efectuar los nombramientos de los altos cargos judiciales.

En esta reciente sentencia se hacen afirmaciones del estilo “la comparación aislada de méritos no puede negar al Consejo una facultad razonable de valoración del conjunto de todos ellos o establecer la preferencia de uno o de alguno respecto de los demás”, o que “la apreciación por el Pleno del CGPJ responde a méritos que representan opciones igualmente válidas en Derecho” o, en suma, que “la libertad del Consejo comienza una vez que se haya rebasado ese umbral de profesionalidad exigible y tiene múltiples manifestaciones, porque una vez justificada que existe esta cota de elevada profesionalidad en varios de los candidatos, el órgano constitucional, en ejercicio de su discrecionalidad, puede efectivamente ponderar una amplia variedad de elementos, todos ellos legítimos, y acoger cualquiera de ellos para decidir, entre esos candidatos que previamente hayan superado el escrutinio de profesionalidad quién es el que finalmente debe ser nombrado”.

Es decir, dicho en román paladino: superado el escrutinio de profesionalidad, que cumplen todos los candidatos, el CGPJ puede nombrar libremente a quién le parezca más oportuno.

La sentencia comentada corresponde a la Sección Sexta de la Sala Tercera, que es la encargada de controlar la legalidad de los actos del CGPJ, aunque nada impedía que el asunto se llevara al Pleno. Sin embargo, ni el Presidente de la Sala Tercera, ni la mayoría de sus magistrados consideraron oportuna la celebración de ese Pleno, que acaso hubiera sido útil para afianzar o abandonar la línea jurisprudencial imperante hasta el momento.

Es llamativo que la sentencia de la Sección Sexta de 11 de junio de 2020 arrojara un resultado de tres a dos y no menos llamativo es que el Magistrado encargado de su redacción, y que suma su decisivo voto al de la mayoría, fuera también el que se adhirió al voto particular concurrente formulado a la comentada sentencia del Pleno, de 10 de mayo de 2016; voto particular en el que se llegó a imputar al CGPJ nada menos que una “muestra clara de arbitrariedad que dio lugar a una auténtica desviación de poder”. ¡Cosas veredes!

Pese a existir un voto particular de los dos magistrados disidentes, cuya autoría corresponde al ponente del recurso y, por tanto, siendo evidente que el caso presentaba serias dudas de derecho, se imponen las costas al recurrente al “no apreciar razones para no hacerlo”.

El voto particular, espléndido, se lamenta del “efecto devastador” que la sentencia mayoritaria puede producir en la carrera judicial, al llevar a la convicción a muchos jueces de que el resultado del esfuerzo por realizar bien su trabajo jurisdiccional no será ponderado en condiciones de igualdad. Y reivindica, en línea con la sentencia del Pleno de 10 de mayo de 2016 y otras anteriores, la jurisprudencia de la Sala sobre la necesidad de identificar los concretos méritos que han de decidir la prioridad del nombramiento, así como la necesidad de examinar la trayectoria de todos los candidatos y ponderar cada uno de los méritos de la convocatoria.

La sentencia de 11 de junio de 2020 es un indudable paso atrás en el control jurisdiccional de la discrecionalidad del CGPJ. En definitiva, deja en nada la jurisprudencia “en tránsito”, porque lo razonado en ella sitúa la doctrina del Tribunal Supremo en el punto inmediatamente anterior a la sentencia de 29 de mayo de 2006, que dio inicio a ese tránsito…que ha resultado ser a ninguna parte.

El ‘caso Dina’ y el uso político de la Administración de Justicia

Una versión previa de este artículo se publicó en Crónica Global y puede leerse aquí.

 

El culebrón jurídico-político del robo de la tarjeta móvil de la ex asesora del Vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, es uno de los mejores ejemplos que podemos encontrar -y eso que no faltan- de la enfermedad institucional consistente en el uso político de nuestra Administración de Justicia.

Hay que partir de la querencia de nuestros partidos -de izquierdas y de derechas- por utilizar la vía judicial como un escenario más de sus batallas políticas, que convierten así en batallas judiciales. Recordemos que las instrucciones judiciales de casos muy mediáticos (como sin duda lo es el caso Tándem, que investiga las actividades del siniestro ex comisario Villarejo) permiten a los abogados de los partidos que son parte en los procedimientos tener acceso a información muy relevante, que puede utilizarse contra todo tipo de adversarios. Además, los escenarios judiciales se utilizan para proyectar una determinada imagen en la que los partidos aparecen como justicieros luchadores contra la corrupción, las cloacas del Estado, los fondos buitre o, más frecuentemente, sus enemigos políticos. En definitiva, se utiliza la justicia para hacer política partidista por otros medios.

De ahí viene la tentación del uso partidista de la policía o/y de la fiscalía (cuando no de la judicatura) con la finalidad de echar una mano al Gobierno o al partido de turno en sus enfrentamientos políticos, lo que poco tiene que ver con los objetivos de estas instituciones. La etapa de Jorge Fernández Díaz como Ministro del Interior fue particularmente desgraciada en este sentido, pero también hay que decir que la inaugurada por Grande Marlaska no parece muy prometedora: las destituciones y dimisiones en la cúpula de la Guardia Civil no auguran nada bueno en términos de la necesaria profesionalización y despolitización.

Sentado lo anterior, el robo y posterior difusión por parte de algunos medios del contenido de la tarjeta móvil de Nina Bousselham (al parecer algo más que una asesora de Pablo Iglesias), investigada en una pieza separada del caso Tándem precisamente a instancias de Podemos, viene a poner de manifiesto todos estos problemas. En esta pieza separada estaba personado, además, el propio Pablo Iglesias como perjudicado. Efectivamente, una copia de la tarjeta se encontró en poder del ínclito Villarejo, a pesar de que la tarjeta original le había sido devuelta al líder de Podemos por el entonces Presidente del Grupo Zeta, Antonio Asensio Mosbah, al parecer por contener fotos íntimas de su propietaria y conversaciones privadas de directivos de Podemos. El problema es que el propio Iglesias, por motivos fáciles de comprender pero no tanto de contar, retuvo la tarjeta móvil que le fue entregada y, cuando finalmente se la devolvió a su ex asistente, estaba inutilizada. Esto ha provocado que el juez instructor le haya retirado la condición de perjudicado, dado que esta postura procesal es incompatible con la de posible investigado por un posible delito de daños informáticos, probablemente de corto recorrido.

Para acabar de rematar el enredo, la ya ex abogada de Podemos, Marta Flor, habría presumido de relaciones íntimas con uno de los fiscales de la causa, Ignacio Stampa, además de llevar a la vez la defensa de Dina Bousselham y de Pablo Iglesias, en una demostración llamativa (por lo desinhibida) de falta de deontología y de profesionalidad a la vez. Y para que no falte nada, a raíz de este culebrón Vox se ha apresurado a querellarse por unos cuantos delitos contra todo lo que se mueve: el fiscal, Iglesias, Bousselham, Unidas Podemos…

Eso sí, una cosa les puedo asegurar: ninguno de ellos parece tener el menor interés en el esclarecimiento de los hechos acaecidos y mucho menos en remediar los problemas de fondo que ponen de relieve. Es interesante, porque Unidas Podemos desde el Gobierno e incluso Vox desde la oposición podrían hacer bastante más que pelearse en los tribunales si les interesaran de verdad cuestiones tales como la actuación profesional de policías, fiscales o abogados, la revelación de secretos, el tráfico de influencias o alguno de los otros delitos que se echan en cara.

En fin, si han conseguido seguirme hasta aquí sin perderse demasiado, podrán concluir conmigo que el ‘caso Dina’ lo tiene todo en términos de desastre institucional: la utilización partidista de las instituciones, en especial de la policía y la fiscalía para “afinar” lo que manden a los jefes políticos de turno; la judicialización de nuestra vida pública por parte de los partidos, dispuestos a interponer las querellas que hagan falta, a personarse como acusación popular o como perjudicados para sacar rédito político (torpedeando si es preciso las investigaciones en marcha y mareando a los jueces); y, finalmente, la intervención de abogados poco escrupulosos con las reglas básicas de la profesión y de medios comunicación, dispuestos a sacar tajada mediática, política o personal.

En este sentido, el varias veces condecorado Villarejo -que ha compartido confidencias con la actual Fiscal General del Estado y ex Ministra de Justicia, que ha sido contratado por personas con mucho poder en empresas muy importantes de este país para hacer todo tipo trabajos sucios a cambio de sueldos millonarios (estando en activo en la policía por cierto)- es el mejor exponente de esta enfermedad institucional que corroe nuestra democracia. Y no parece que los partidos estén dispuestos a curarla, sino simplemente a utilizarla para sus propios fines.

Marlaska y nuestra enfermedad institucional: reproducción artículo en Crónica Global

Artículo previamente publicado en Crónica Global y disponible aquí.

El escándalo de los ceses en el Ministerio del Interior pone de relieve –una vez más– varios de los problemas institucionales que aquejan a nuestra democracia. Efectivamente, no es fácil encontrar un síntoma tan claro de una enfermedad institucional como el cese del coronel Pérez de los Cobos.

Empecemos por los hechos. El coronel Diego Pérez de los Cobos es cesado por el ministro del Interior Grande Marlaska a consecuencia de un informe solicitado a la Guardia Civil en sus funciones como policía judicial por la jueza de instrucción Rodríguez-Medel. La investigación se centra en la posible comisión del delito de prevaricación por parte del delegado del Gobierno en Madrid por la autorización de una serie de manifestaciones a principios de marzo, entre ellas la del 8M. Se trata de un procedimiento que se ha iniciado por querella de un particular, aunque luego se han sumado otras acusaciones populares.

La trascendencia política y mediática de la instrucción es obvia, aunque a mi juicio estamos ante un nuevo ejemplo de un mal uso de la vía penal para dilucidar otro tipo de responsabilidadesNada nuevo bajo el sol.

Pero los personajes también son relevantes. La jueza instructora fue asesora del ministro Catalá (PP) en el Ministerio de Justicia, puesto del que ha vuelto directamente al juzgado de instrucción nº 51 de Madrid. Por su parte, Fernando Grande-Marlaska también es juez de carrera, y ha ocupado importantes destinos en la Audiencia Nacional antes de postularse para ministro (primero con el PP y luego con el PSOE, por cierto). La peculiaridad es que en España, ambos pueden transitar tranquilamente de la judicatura a la política y viceversa sin que se les imponga ningún periodo de enfriamiento o cooling offEn otros países esto sería impensable, dada la evidente posibilidad de contaminación de un juez-político tanto en el ministerio como en el juzgado. Son las puertas giratorias entre política y justicia que giran constantemente sin que nadie se escandalice; es más, muchos jueces cuentan con ellas para hacer no ya carrera política sino también judicial. Es una manera de llegar antes a los más altos puestos de la magistratura, vía nombramientos de un Consejo General del Poder Judicial totalmente politizado.

A estos hechos y a estos personajes hay que unir otro problema gravísimo de nuestra función pública: el uso y el abuso de la libre designación (y del libre cese) por razones ajenas a la confianza profesional. Porque la confianza a la que se refiere la normativa de la función pública es, lógicamente, a la que suscita el desempeño profesional y la adecuación al puesto de trabajo, no la que se produce en el ámbito familiar, social o ideológico. Esta es la interpretación jurisprudencial y la única congruente con los principios constitucionales de mérito y capacidad. Hablando en plata, para nombrar a alguien por razones estrictamente de confianza desligadas de toda consideración profesional ya existe la figura del personal eventual.

Por último, hay que referirse también a la confusión entre las funciones de la Guardia Civil como instituto dependiente del ministro del Interior y sus funciones como policía judicial, en las que solo rinde cuentas ante el juez que se las encomienda. Todo eso en teoría, pues aunque para realizar funciones de policía judicial la Guardia Civil solo dependa del Juez de turno (lo que se denomina dependencia funcional) lo cierto es que orgánicamente dependen del Ministerio del Interior a todos los efectos, incluidos nombramientos, ascensos o ceses.

No resulta difícil comprender las tensiones que se suscitan en una situación así cuando los superiores jerárquicos –o sus colegas en el Gobierno– son precisamente los que pueden resultar dañados por las investigaciones en curso, por no mencionar el problema adicional de la difusión del contenido de las actuaciones. Con este modelo, el investigado puede conocer antes que el juez el informe que se ha emitido. La única forma de evitar esto es sencillamente creando unidades especializadas (de la Guardia Civil, de la Policía Nacional, de la Inspección de Hacienda, etcétera) que dependan funcional y orgánicamente del propio órgano de instrucción.

Pero también hay que mencionar la increíble torpeza política con que se ha manejado todo este asunto; como he dicho antes, considero muy problemática la vía penal elegida, probablemente más por razones políticas y mediáticas que técnicas. El famoso informe de la Guardia Civil –analizado hasta la saciedad por todo tipo de tertulianos y periodistas– tiene, además, una importancia muy limitada en una investigación de estas características. De esta forma, al destrozo institucional se suma el político. La actuación de Marlaska ha convencido a muchos españoles de que realmente hay mucho que ocultar en torno al 8M. Y es que muchas veces hacer lo correcto es también lo más inteligente.

Juzgar es competencia solo de los jueces: la independencia judicial y otros derechos en juego

La Constitución Española prevé en el art. 117.3 que “el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados por las leyes”.

“La justicia emana del pueblo” (exart. 117.1 CE),“las actuaciones judiciales serán públicas” (ex art. 120.1 CE) y los derechos-libertades a dar y recibir información y a expresar y difundir pensamientos, ideas y opiniones (exart. 20.1 CE). No obstante, en los últimos años, y sobre todo con la proliferación de las redes sociales, estamos asistiendo a numerosos “juicios paralelos” (así, en asuntos como el de La Manada, el de Juana Rivas, casos de supuesta corrupción, el del procés catalán, etc).

En estos, muchas personas y medios opinan o se manifiestan sobre las actuaciones y pronunciamientos judiciales. En ocasiones, se manifiestan sin conocer todos los hechos acaecidos ni las pruebas practicadas sobre los hechos alegados ni la normativa jurídica aplicable, sin leerse la motivación de la respectiva resolución judicial. Y a veces también en base a una información suministrada que no es totalmente veraz, precisa o completa o siendo una opinión parcial o interesada.

Incluso, aveces, se usan los procesos judiciales como arma o herramienta política contra un rival o para proponer a golpe de titular una reforma legislativa. Otras veces, para poner en tela de juicio la imparcialidad e independencia de un concreto juez o fiscal, o la profesionalidad o reputación de un determinado abogado. O para atentar contra el honor o vulnerar la intimidad de posibles víctimas y supuestos delincuentes y sus familiares y allegados. Esto se hace obviándo que, como también indica la propia Constitución en el art. 20.4, esos derechos-libertades de expresión e información tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en su Título I (tales como la presunción de inocencia prevista en el art. 24.2). Y también en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia.

Por otra parte, no hay que olvidar en este tema el respeto a la independencia judicial, que deriva del art. 117.1 CE, y una regla básica en el funcionamiento de una democracia cual es la división de poderes.

Parece que todo vale, en pro de la libertad de expresión e información y una llamada “justicia social”. Pero debería mostrarse respeto por la separación de poderes, la administración de justicia, la independencia judicial y por los derechos de todas las personas involucradas en ello.

Juzgar no es una operación automática o mecánica o un acto de fe sobre lo que una de las partes alega, como pudiera parecer a la vista de los múltiples “juicios de valor” que abundan en los medios y redes sociales. Juzgar exige un estudio pormenorizado de los hechos alegados y de las pruebas que se practiquen (declaración de las partes implicadas, testigos, peritos, documentos, imágenes, etc). También exige un amplio conocimiento de la normativa aplicable y de la jurisprudencia recaída sobre la referida regulación.

Y es que en cada proceso judicial se exponen varias versiones sobre unos mismos hechos. Corresponde al juez resolver, atendiendo únicamente a la prueba que se le ha aportado y se ha practicado durante el proceso (y no a lo que se diga por la opinión publicada o a sus creencias o ideologías personales). Y esa valoración de la prueba la debe hacer de forma motivada, con argumentos lógicos y no de forma arbitraria.

Una vez declarados los hechos probados, debe procederse por el juez a su calificación jurídica y a su incardinación en una norma. Además, en algunos casos, dada la claridad de la ley, resulta incontrovertida la aplicación de un determinado precepto civil o tipo penal. En otros casos, surge controversia sobre la norma a aplicar. Pero, en todo caso, nuevamente el juez que resuelve debe aplicar el derecho de forma motivada, argumentando la aplicación al caso de una norma y no de otra.

Así se llega a un fallo judicial, que debe ser motivado pero que no supone que sea infalible o coincida con la verdad de los hechos realmente acaecidos. El juez solo puede juzgar en base a lo que se le aporta por las partes y la prueba practicada durante el proceso. Puede que no sea completa de todos los hechos ocurridos o no sean los hechos alegados todos los ocurridos, y, en la medida que se trata de una valoración de todo ello, ésta puede ser distinta por cada juez. Los jueces no dejan de ser personas y, como tales, pueden tener distintas impresiones sobre lo que se le ha aportado para juzgar.

De ahí que en un mismo órgano judicial pueda haber distintas valoraciones entre los jueces que lo componen. Y también que se pueda acudir a varias instancias judiciales, por la vía de los recursos previstos por la ley y a interponer por cualquiera de las partes procesales, para que sean varios jueces los que puedan entrar a resolver sobre un mismo caso, pudiendo llegar a un fallo distinto, al ser distinta la valoración de la prueba practicada o la calificación jurídica dada a los hechos declarados probados. Todo lo cual deberá estar debidamente motivado, pero sin que la revisión de una resolución judicial previa por una instancia superior permita calificar a ésta de error judicial, sino de discrepancia jurídica o valorativa.

Lo mismo ocurre en otros sectores distintos a la justicia, como la medicina, en la que varios médicos, atendiendo a las pruebas practicadas a un mismo paciente (análisis, radiografías, exploración física, etc), pueden llegar a un diagnóstico distinto y proponer un diferente tratamiento, pudiendo aquél acudir a otro centro para que le aporten su criterio al respecto.

Por tanto, las resoluciones judiciales no son una mera creencia ni son fruto, o no deben serlo en un Estado de Derecho, ni de la presión social ni de los dictados de poderes fácticos interesados en un determinado sentido de los fallos judiciales. El ejercicio de la potestad jurisdiccional corresponde únicamente a los jueces y éstos deben poder administrar justicia de forma independiente con la colaboración de todos. Corresponde al resto de la sociedad respetar los pronunciamientos judiciales y, cada cual en la medida de sus funciones, colaborar en su cumplimiento y, en su caso, instar las reformas legislativas que sean oportunas, pero no de forma irreflexiva sino oyendo a los operadores jurídicos.

Por todo ello, mi reconocimiento a todos los jueces, fiscales y abogados que ejercen profesionalmente sus funciones en cada proceso: los primeros, instruyendo o enjuiciando causas penales o juzgando asuntos civiles, con independencia y sometidos únicamente al imperio de la ley; los segundos, promoviendo la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, con sujeción a los principios de legalidad e imparcialidad; los terceros, defendiendo los derechos del justiciable, víctima o acusado, aportando los medios de prueba pertinentes para la acusación o defensa.

Porque todos ellos, además de otros profesionales (como las fuerzas y cuerpos de seguridad, los Letrados de la Administración de Justicia, el personal de la oficina judicial o los procuradores) forman parte del mismo engranaje necesario para que se imparta justicia. Esta justicia ha de impartirse en un sistema, como el nuestro, dotado de las máximas garantías para todas las partes y que, desde todas las instancias políticas, mediáticas y sociales, debe velarse para que se cumplan. También evitando injerencias en los asuntos judicializados y presiones y vulneración de los derechos de los jueces, fiscales, abogados y demás operadores jurídicos, así como de las víctimas y acusados.

La Plataforma Cívica por la Independencia Judicial, con ocasión del linchamiento público y declaraciones políticas ante el fallo dictado en primera instancia en el asunto de “La Manada”, planteó denuncia ante el Consejo de Europa.

Un Estado de Derecho se caracteriza por el imperio de la ley, y no de la venganza, y por una justicia impartida con todas las garantías y respeto a los derechos de los implicados. En manos de todos, especialmente de los políticos y medios de comunicación, por su influencia en la sociedad, está que no se pierda ese respeto ni la confianza en los tribunales como lugar en que resolver las controversias jurídicas dentro de una comunidad.

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