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Tribunal Supremo e indultos

Este artículo es una reproducción de una Tribuna publicada en El Mundo.

La expresión “hay jueces en Berlín” es una frase recurrente que invoca la esperanza en el control del poder por jueces independientes. Para presumir de Estado de Derecho ha de contarse con esa imprescindible garantía judicial porque, de lo contrario, si se advierte cómo se cierran los portones de entrada de los Tribunales a la hora de presentar reclamaciones contra las actuaciones del Gobierno, se quebrará la confianza de los ciudadanos.

Un reciente ejemplo de portazo del Tribunal Supremo resulta expresivo y es lo que me ha impulsado a tomar la pluma. Lo conocen todos los lectores. Me refiero a los Autos que han inadmitido los recursos presentados contra los indultos que el Gobierno concedió a los condenados por haber atentado contra nuestro marco de convivencia y orden constitucional.

Sabemos que la Constitución española ha mantenido esa facultad para atemperar en casos excepcionales una pena por resultar desmedida y desproporcionada. Pero también conocemos que ese peculiar acuerdo es recurrible ante el Supremo con el fin de examinar su legalidad y la inexistencia de cualquier desviación de poder. Es obligada la referencia a la obra del Profesor Tomás Ramón Fernández que en varios libros y artículos de difusión ha explicado el control de la arbitrariedad. También el propio Supremo, entre otras, en su sentencia de 20 de noviembre de 2013, marcó las directrices del control de los indultos.

Sin embargo, decenas de Autos -porque fueron varios los recurrentes, como veremos- que tienen fecha de 22 de febrero de este año y con idéntica expresión, cerraron el acceso impidiendo cualquier deliberación para controlar la legalidad de tales indultos. ¿Cuál ha sido la razón esgrimida por los magistrados que conformaron la posición mayoritaria, pues dos firmaron un voto particular? Que los recurrentes no satisfacen uno de los presupuestos indispensables para acceder al Supremo, la “legitimación para recurrir”. Si se me permite un símil festivo, que no tienen una “invitación específica” para entrar en la sala. Y es que, en principio, sólo pueden recurrir quienes tengan relación con el conflicto, del mismo modo que sólo están invitados a una boda quienes tengan relación con los novios, ya sea de parentesco, de amistad o cualquier otra que conocen los anfitriones y de ahí la existencia de una invitación. Sin tal “interés legítimo” no se permite el paso. Son contadas las ocasiones en que las leyes reconocen una “acción popular” y la entrada franca para defender, por ejemplo, el establecimiento de servicios municipales obligatorios o la legalidad urbanística.

Resulta asombroso que, leyendo únicamente el escrito de presentación del recurso, los magistrados llegaran a la convicción de la falta de cualquier “interés legítimo” en todos los recurrentes. Porque fueron varios y con distinta perspectiva. Recurrieron partidos políticos. Es cierto que su legitimación está limitada para impugnar actos del Gobierno pues hay otros instrumentos, de manera especial a través del debate parlamentario, para ejercer tal control. El propio Tribunal Supremo en su sentencia de 11 de noviembre de 2021, que inadmitió el recurso contra el nombramiento de la Fiscal General del Estado, recoge consideraciones en este sentido. Más dudas me suscita negar la legitimación en los otros casos.

Presentaron recursos diputados en su propio nombre. Representantes que habían visto lesionados sus derechos fundamentales como reconoció el Constitucional (sentencias 41 y 42, de 27 de marzo de 2019). Si ese Alto Tribunal les tuvo que amparar ¿cómo se puede afirmar que falta “interés legítimo” alguno? También el Supremo ha negado legitimación a altos cargos que recurrieron porque habían vivido gravísimas experiencias de acoso personal, familiar, y temían revivirlas ante las afirmaciones de los indultados de que “lo volverían a hacer”. Igualmente se ha rechazado la legitimación a asociaciones, entre otras, la Societat civil Catalana, cuyo objetivo y esfuerzos se dirigen a conseguir una sociedad abierta y plural, tolerante, dentro del Estado de Derecho. ¿Carecen de “interés legítimo” estas personas?

Lo que más sorprende es que tal portazo se haya producido en el primer instante, sin escuchar los argumentos que se desarrollan en los siguientes escritos donde se explica la relación con el conflicto, sin atender a la oposición que contendría un meditado escrito de la Abogacía del Estado, sin practicar prueba alguna. A diferencia de la resolución que he citado con anterioridad sobre el nombramiento de la Fiscal General, donde la falta de legitimación del partido político se argumentó en una sentencia, en este caso la mera personación de los recurrentes ha convencido a los magistrados que suscribieron los Autos de inadmisión. Añado: la necesidad de pronunciarse en el texto de una sentencia y no en los inicios del proceso se reitera en otro recentísimo pronunciamiento del Supremo (Auto de 4 de abril de 2022). Hay, además, otra distinción con la sentencia que afectó a la Fiscal General: en ella se señaló quién podía haber recurrido, en estos Autos no se menciona a nadie. ¿Es que ha cambiado de criterio el Supremo y a partir de ahora nadie puede recurrir un indulto?

No se niega la posibilidad de indultar. Se trata de examinar la adecuada tramitación del expediente, porque, si no se puede recurrir ¿para qué se prepararon tantos informes?; se trata de controlar la coherencia de la decisión del Gobierno con el informe de la Sala de lo Penal que había condenado a graves penas de privación de libertad y con el hecho de la falta de petición de alguno de los indultados, así como la reiteración de que volverían a cometer los delitos; se trata en fin de controlar las razones de “utilidad pública”, única alusión que aparece en los decretos del Gobierno.

Junto a este portazo en este pleito tan sensible inquieta igualmente la tendencia del Supremo a estrechar la puerta de acceso a los recursos de casación. La Ley establece la necesidad de tener “interés casacional”, esto es, que el conflicto sea ciertamente relevante, trascendente, nuevo y resulte preciso para fijar jurisprudencia. Sin embargo, los magistrados encargados de supervisar ese paso hacia la Sala Tercera del Supremo, la que controla las actuaciones administrativas, están acumulando exigencias que estrechan una puerta cada vez más angosta. El Profesor López Menudo ha analizado el balance que ha dejado esa Ley en los primeros años denunciando la falta de publicidad de miles de providencias de inadmisión.

De la lectura de las últimas Memorias del Supremo advertimos los pocos asuntos que traspasan ese umbral. ¿Números? Anoto unos pocos: de los más de 16.000 que tiene sobre la mesa esa Sala entre nuevos y pendientes, alrededor de 1.800 son los que concluyen con sentencia. Es cierto que la lamentable falta de medios hace que cada año queden pendientes para el siguiente alrededor de 6.000. Pero, ciertamente, los que quedan a la intemperie son numerosos. Miles y miles de recursos inadmitidos.  Y no creo que haya una apetencia por recurrir de los abogados ni que cometan errores groseros en sus escritos, ni tampoco creo que falte el celo y el esfuerzo de los magistrados.

Ciertamente es preocupante la falta de medios. Y las carencias se acentúan tras la jubilación de magistrados y la imposibilidad de nombrar otros nuevos por el Consejo General del Poder Judicial (Ley orgánica de 29 de marzo de 2021) como consecuencia del conflicto que enfrenta a los partidos políticos mayoritarios a la hora de su renovación. ¿Alguna vez admitiremos que ese Consejo, saludado en sus comienzos con ingenuo gozo democrático, no crea más que problemas? ¿No se advierte que no supera un análisis elemental coste-beneficio? Porque una cosa es clara: si se generalizan las tendencias obstaculizadoras descritas, padecerá seriamente la salud del Estado de Derecho y tal parecerá que no hay jueces en Madrid o que los magistrados del Supremo habitan un edificio deshabitado.

Mercedes Fuertes es Catedrática de Derecho Administrativo de la Universidad de León. Acaba de publicar “Metamorfosis del Estado. Maremoto digital y ciberseguridad” (Marcial Pons, 2022)

El declive del Estado de Derecho en España

Reproducción de la Tribuna en El Mundo.

Hace apenas unas semanas que se concedieron los indultos a los presos del procés, y ya nadie se acuerda prácticamente del pequeño revuelo mediático/político/jurídico levantado. Y es que las cosas van muy deprisa, desgraciadamente, en lo que se refiere al declive de nuestro Estado democrático de Derecho. Ya expuse en su momento las razones por las que consideraba muy perjudicial para el Estado de Derecho una concesión de indultos no condicionada a ninguna rectificación (no digamos ya arrepentimiento) por parte de los indultados en torno al fundamento de una democracia liberal representativa: el respeto a las reglas del juego, en nuestro caso las establecidos en la Constitución y en el resto del ordenamiento jurídico. Más bien parece que el indulto era una especie de trámite enojoso que había que superar para seguir con lo de siempre: derecho a decidir (el placebo utilizado para defender el inexistente derecho a la autodeterminación de una parte del territorio en un Estado democrático), la mesa de diálogo fuera de las instituciones (lo que supone considerar que las existentes no son idóneas para encauzarlo), la exclusión sistemática de los catalanes no nacionalistas (considerados como falsos catalanes, en el mejor de los casos, o como colonos o invasores en el peor) y la utilización partidista y sectaria de toda y cada una de las instituciones catalanas.

El objetivo último, declarado públicamente, es el de alcanzar una independencia que consagraría un Estado iliberal y profundamente clientelar porque -aunque esto no se declare públicamente- este sería el resultado de este viaje, como ya reflejaron las leyes del referéndum y de desconexión aprobadas los días 6 y 7 de septiembre de 2017. Se trata, en suma, de garantizar el “statu quo”, es decir, el mantenimiento del poder político, económico y social en manos de las élites de siempre, puesto a salvo de las pretensiones y aspiraciones legítimas de los catalanes no independentistas consagrados no ya “de facto”, sino ahora también “de iure” como ciudadanos de segunda. Nada que parezca muy envidiable, salvo para los que detentan el poder, claro está.

El problema es que para que suceda se necesita básicamente no solo que el Estado, sino que el Estado de Derecho desaparezca de Cataluña. O para ser más exactos, que desaparezca su componente esencial, los contrapesos que permiten controlar el Poder, con mayúsculas, y que son básicos en una democracia liberal representativa, pero que brillan por su ausencia en las democracias iliberales o plebiscitarias. Efectivamente, la diferencia esencial entre una democracia como la consagrada en nuestra Constitución y las que se están construyendo a la vista, ciencia y paciencia de la Unión Europea en países como Polonia y Hungría (y en menor medida en otros países) es la eliminación material de estos contrapesos esenciales, aunque se mantengan formalmente. Ya se trate de la separación de poderes, de los Tribunales constitucionales, Defensores del Pueblo, Tribunales de Cuentas, Administraciones neutrales e imparciales, órganos consultivos o cualquier otra institución contramayoritaria diseñada para controlar los excesos del Poder la tendencia es siempre la misma: se mantienen formalmente para cumplir con las apariencias, pero se las ocupa y se las somete al control férreo del Poder ejecutivo. Lo mismo cabe decir de los medios de comunicación tanto públicos como privados.

Creo que no resulta difícil ver como en Cataluña todas y cada una de las instituciones de contrapeso (salvo, por ahora, los órganos judiciales que no dependen del Govern aunque también lo pretendan) están prácticamente anuladas. Esto no quiere decir que el ordenamiento jurídico no rija, que todas las leyes se incumplan o que no protejan suficientemente las relaciones jurídicas privadas de los ciudadanos: el problema es que no hay una protección real (salvo la judicial) frente a posibles arbitrariedades del poder político. En definitiva, los catalanes están desprotegidos cuando invocan sus derechos frente a las instituciones autonómicas en temas sensibles para el independentismo, ya se trate de la inmersión lingüística, del sectarismo de TV3, de la falta de neutralidad de las Universidades públicas, de las denuncias contra la corrupción y el clientelismo o de la falta de imparcialidad de las Administraciones públicas.  Sin que, al menos hasta ahora, hayan tenido mucho apoyo por parte de las instituciones estatales, que con la excusa de su falta de competencia o por consideraciones de tipo político tienden a inhibirse.

En conclusión, son los propios ciudadanos “disidentes” los que, al final, tienen que luchar con los instrumentos jurídicos a su disposición, pagándolos de su bolsillo durante años o décadas en los Tribunales de Justicia, lo que supone un tremendo desgaste personal, profesional y económico. Incluso así, cuando finalmente consiguen una sentencia favorable pueden encontrarse con una negativa por parte de la Administración a ejecutarla, lo que supone convertirlas en papel mojado. No parece que sea una situación sostenible y desde luego pone de relieve una falta de calidad democrática e institucional muy preocupante.

Por eso, convendría reconocer de una vez que el proyecto de la construcción nacional en Cataluña pasa necesariamente por el deterioro o incluso la desaparición del Estado democrático de Derecho y la construcción de una democracia iliberal de corte clientelar en la que el poder político no está sometido a ningún tipo de contrapesos y donde los gobernantes están por encima de la Ley, tienen garantizada la impunidad y pueden otorgar prebendas o favores de carácter público a su clientela. La razón es, sencillamente, que no hay ningún otro camino ni en Polonia, ni en Hungría ni en Cataluña para convertir la sociedad auténticamente existente, que es plural, diversa y abierta en una nación homogénea política, lingüística y culturalmente. Ya se trate de utilizar la vía rápida (la empleada en otoño de 2017) la intermedia (el famoso referéndum pactado) o la lenta (la “conversión al credo independentista de los renuentes o/y el desistimiento de los no independentistas) se trata siempre de la utilización partidista y clientelar de instituciones, recursos públicos y medios de comunicación y de la desactivación de los mecanismos de control del poder. Que este tipo de proyecto identitario (apoyado principalmente por los catalanes con mayores medios económicos en contra de los que menos recursos) pueda considerarse como progresista es incomprensible. Se trata de un proyecto populista de corte ultranacionalista muy similar a los desarrollados por los gobiernos de extrema derecha de Polonia y Hungría.

Podemos comprobar que esta es la situación escuchando lo que dicen los propios líderes independentistas, que no se cansan de manifestar su falta de respeto por todas y cada una de las instituciones contramayoritarias en general y por el Poder Judicial en particular, un día sí y otro también. Son declaraciones que ponen de relieve que el modelo deseado es la democracia plebiscitaria, donde la mayoría arrasa con todo y los gobernantes no están sujetos a rendición de cuentas. Dicho eso, es comprensible la fatiga de muchos catalanes de buena fe que desean volver a tiempos mejores o que piensan que es posible desandar lo andado y girar las manecillas del reloj 10 o 15 años hacia atrás para recuperar la supuesta concordia civil entonces existente.

Por último, lo más preocupante es que este rápido deterioro del Estado de Derecho se está extendiendo al resto de España. Son numerosos los ejemplos de políticos con responsabilidades de gobierno haciendo declaraciones que hace unos años hubiesen sido impensables en público. Ya se trate del “empedrado” del Tribunal de Cuentas poniendo obstáculos a la concordia en Cataluña (como dijo el ex Ministro Ábalos) o de las críticas al Tribunal Constitucional por no haber convalidado el primer estado de alarma durante la pandemia (en el que la Ministra de Defensa invoca nada menos que “el sentido del Estado”) se nos trasmite la idea de que la existencia de contrapesos institucionales es un lastre o un inconveniente para “hacer política”. Se les olvida que su existencia es esencial precisamente para “hacer política” en una democracia liberal representativa. Aunque no deja de ser el signo de los tiempos, me temo que cada vez estamos más lejos del constitucionalismo de Hans Kelsen y más cerca del antiliberalismo de Carl Schmitt.

¡¡El indulto no alcanza a la responsabilidad civil!!

En los últimos días hemos escuchado al señor Ábalos decir que eso de pretender que los condenados por el Tribunal Supremo, ya indultados, paguen los daños causados es algo que está feísimo. Y yo me veo en la obligación de escribir unas pocas líneas a propósito de semejante dislate, que quiero adjudicar a la ignorancia del señor Ministro, porque si no, la cosa no tiene paliativos.

Cuando yo comenzaba a trabajar en el terreno de la responsabilidad civil hace ya  más años que los que me gusta confesar, recuerdo que en aquel mes de junio destacaban las portadas de los noticiarios un asunto muy comentado: las penas privativas de libertad están orientadas hacia la reeducación y reinserción social (artículo 25 de la Constitución), por encima de (o al menos a la misma altura que) su misión sancionadora y punitiva. Se discutía sobre la conveniencia o no de aflojar con los terroristas de ETA los rigores del Derecho penal y penitenciario.

Pero en mitad de la polémica saltó quien fuera presidente del PNV, Xabier Arzallus a decir delante de las cámaras que no era posible resocializar al condenado y devolverle a la sociedad libre si el Estado no era generoso y perdonaba también la responsabilidad civil. No se le cayeron los anillos a don Xabier, quien, con mucha dignidad, después de haber hecho semejante proclama (que merecería un suspenso directo en todas las convocatorias), y después de insistir durante meses en el disparate, se fue a examinar en septiembre a sus alumnos, en su flamante condición de Catedrático de Derecho constitucional de la Universidad de Deusto. Y que quede claro que no estoy utilizando el término “flamante” en la primera acepción que al mismo asigna el Diccionario de la Real Academia (“lúcido, resplandeciente”), sino en la cuarta (“que arroja llamas”).

Algo parecido está pasando ahora con los indultados del procés cuando el Tribunal de Cuentas se encuentra llevando a cabo las actuaciones que legalmente le corresponden. Entre ellas, el conocimiento de la responsabilidad civil derivada de los delitos cometidos por los indultados, conforme a lo dispuesto en el artículo 18.2 de la Ley Orgánica 2/1982, de 12 de mayo.

En fin, ver para creer. Conviene recordar que la responsabilidad penal deriva de una relación jurídico-pública que excede del ámbito de la libre disposición de los particulares. Es el Estado quien pone en marcha el aparato represor del Derecho penal, con total independencia de cuál sea el deseo de la víctima, y aun en contra de la voluntad de ésta. En cambio, no se pone en marcha el mecanismo de resarcimiento de los daños y perjuicios si la víctima no lo desea.

Por esa misma razón, o por la razón que en cada caso convenga, el Estado puede, decretar un indulto, lo que comportará el perdón de las penas principal y accesorias, pero ello nunca podrá comportar el perdón de la responsabilidad civil (salvo la de inhabilitación para el ejercicio de cargo público, según dice el artículo 6 de la Ley de 18 de junio de 1870 estableciendo reglas para el ejercicio de la gracia de indulto). Es ésta una cuestión de índole exquisitamente jurídico-privada que habrá de dilucidarse entre el responsable y el perjudicado. La familia del asesinado nada puede hacer si un Gobierno decide indultar al asesino, pero es ella y solo ella la que puede decidir si se le exige o no al condenado el pago de una indemnización de daños y perjuicios.

En aquellos años en los que Arzallus decía aquellas cosas yo me planteaba en una carta al director (que eran los posts de la época) que si el eximio personaje tenía razón, y si la sigue teniendo hoy, entonces yo intentaría que el Gobierno (no el Banco) me perdonase la hipoteca, o que me perdonase él (y no el financiador del coche que compré) los tres años de cuotas de la venta a plazos, o que también se aprobara en Consejo de Ministros si se me perdona durante un par de meses la cuota de la Thermo Mix.

No es solamente Ábalos. Escuchar a Pedro Sánchez ayer arremeter contra el Tribunal de Cuentas, diciendo que entre los vocales de este organismo constitucional (elegidos todos ellos por PSOE y PP en su momento) hay una ex Ministra del Gobierno de Aznar, lo que solo permite que tengamos que dudar del criterio del Tribunal… es nauseabundo. Y leer esta misma mañana que el Gobierno retira a la Abogacía del Estado en orden a la persecución de los efectos civiles de la malversación (pese a ser “parte ofendida” en representación de Hacienda) es algo que también da mucha risa.

Claro, que se podrá decir que, al fin y al cabo, si es solo el acreedor quien puede perdonar la deuda, pues entonces es eso lo que está pasando: el Estado perdona la pena, como corresponde a todo indulto, pero también es él a quien se le deben los fondos malversados, así que puede perdonar la deuda a los nueve deudores indultados, que a buen seguro se van a cachondear bastante. Y ello, aunque la Ley del Indulto diga que la medida de gracia «no comprenderá nunca la indemnización civil».

Así será. Pero también se abrirá otro interesante debate a continuación. Quien perdona más de lo que puede perdonar, perjudicando con ello a los españolitos, que somos los auténticos acreedores, ¿no estará cometiendo también un delito de malversación?

Yo pido que, en aras de la concordia y de la convivencia, Hacienda me perdone también el IRPF. O un poquito.

ARGUMENTARIOS

Quizás lo más preocupante de la cuestión de los indultos a los presos condenados por la sentencia del procés es el bajísimo nivel del debate público en torno a su concesión. Los argumentarios de los partidos han hecho estragos en un tema central para el futuro del Estado de Derecho y de nuestra convivencia democrática, en primer lugar dentro de Cataluña. Como es sabido, los argumentarios son más bien consignas que se facilitan a los sufridos políticos que tienen que enfrentarse con preguntas incómodas acerca de problemas espinosos o/y complejos con la finalidad de que no se salgan ni un milímetro de la línea oficial, establecida normalmente por líder del partido y sus asesores de comunicación. Se trata, en definitiva, de que nadie piense por sí mismo y pueda decir algo espontáneamente que perjudique lo que se percibe como el interés supremo del partido (que siempre se identifica con el interés de España, eso va de suyo).

Lo más interesante de los argumentarios a favor del indulto ha sido, no obstante, su extrema mutabilidad. Hay que reconocer que se partía de la incómoda realidad de que el Presidente del Gobierno se había pronunciado -eso sí, en una vida anterior como diría Carmen Calvo- en primer lugar a favor de limitar los indultos otorgados en contra de lo establecido en los informes preceptivos cuando los otorgaba el gobierno del PP y, en segundo lugar, a favor del cumplimiento de las sentencias. Para una jurista en ejercicio no deja de ser interesante recordar, aunque sea brevemente, cual ha sido la evolución del argumentario, en la medida en que alguno de los argumentos tropezaba con el ordenamiento jurídico vigente o, más pedestremente, con la realidad de las declaraciones de los independentistas, que a estas alturas “han pasado pantalla”, como se dice ahora, y ya dan los indultos todavía no concedidos por amortizados. Un trámite que había que pasar y a otra cosa. Y es que, como sabemos los profesionales del Derecho, cuando una postura procesal se defiende con varios argumentos sucesivos y contradictorios lo más probable es que el juez desconfíe de las razones que se invocan. Claramente la opinión pública es más benevolente que un juez, pero creo que tiene buenas razones para desconfiar.

Efectivamente, en un primer momento el propio Presidente del Gobierno compareció para decirnos que teníamos que estar a favor de la concordia y en contra de la revancha. Estas declaraciones causaron no poco estupor. ¿El cumplimiento de las leyes y de las sentencias de los Tribunales de Justicia se considera ahora una revancha? Precisamente lo que caracteriza al Estado de Derecho moderno es que  suprime la revancha y la venganza en manos de particulares y la sustituye por las potestades punitivas del Estado, en manos de jueces y magistrados profesionales que aplican las leyes aprobadas democráticamente y que no tienen especial interés ni cercanía con el caso que se juzga. Todo un avance, desde mi modesto punto de vista.

Hemos oído también apelaciones a la generosidad, pero conviene recordar que con los bienes colectivos (el ordenamiento jurídico constitucional o la Hacienda pública, por ejemplo) es complicado ser generoso porque son bienes de todos, no patrimonio de alguien en particular, sea el Gobierno, un partido o un grupo de ciudadanos. De la misma forma, se nos ha dicho que este es un gesto valiente, cuando precisamente la defensa de los indultos es la postura oficial de los que mandan, de manera que es bastante más valiente (y no digamos ya en Cataluña) oponerse a su concesión. El que la Iglesia catalana y los empresarios hayan corrido a apoyarlos avala la idea de que es complicado separarse de la línea oficial, en el primer caso cuando tus fieles son independentistas entusiastas y en el segundo caso cuando tus negocios dependen en buena medida de tus buenas relaciones con el poder. También se reconoce que puede tener un coste político pero que se asume con gallardía por el interés de España, cuando se pospone esta medida a las primarias en el PSOE de Andalucía. Si bien es verdad que a medida que después del pinchazo de Colón y del apoyo de la España oficial el coste político parece cada vez menor, de manera que este argumento va decayendo a medida que aumenta el entusiasmo popular por la medida.

Especial mención, por lo frívolos e irresponsables, merecen aquellos argumentos que invocan la condición de víctimas de los presos del procés comparados (tal y como ellos mismos han hecho insistentemente, por cierto) con famosos activistas encarcelados por su defensa de los derechos civiles como Nelson Mandela. Este tipo de argumentos además de validar la tesis independentista de que España es un Estado opresor y tiránico comparable con la Sudáfrica del apartheid (argumentos que se combatían hace no tanto desde el propio Gobierno) nos hace asomarnos a un despeñadero ético en el que tanto vale un activista prisionero durante muchos años en las cárceles de un régimen infame como unos políticos irresponsables que, estando en el poder, pusieron en jaque un Estado democrático de Derecho.  Precisamente este es el tipo de comparaciones que hacen feliz a las tiranías del siglo XXI en la medida en que viene a decir que al final un Estado democrático y uno autoritario no son tan distintos: los dos encarcelan políticos. El dato de que unos lo hagan tras una sentencia de los tribunales de justicia que aplican el ordenamiento jurídico democrático con un procedimiento garantista y otros arbitrariamente con los disidentes molestos, por tribunales títeres y sin ninguna garantía se difumina alegremente. Al final no hay ninguna diferencia entre encarcelar a Navalny o a Junqueras.

Pero quizás los argumentos más interesantes no son los oficiales sino los que utilizan muchas personas bienintencionadamente: son los que sostienen, que estos indultos van a favorecer la distensión y a mejorar la convivencia entre españoles y catalanes y, ya puestos, añadiría yo, entre catalanes independentistas y no independentistas que hace bastante más falta. Estos argumentos son utilizados por muchas personas de buena fe, más o menos bien informadas. Y sin embargo, a mi juicio son los más fáciles de rebatir si pensamos que para restablecer la convivencia y recuperar la institucionalidad perdida en estos difíciles años lo esencial sería recuperar el respeto a las reglas del juego democráticas, tan maltratadas en Cataluña (y no sólo durante el otoño de 2017). Y esto es lo que no se atisba en absoluto, porque más allá de las declaraciones (un tanto forzadas, por lo que se ve) de Oriol Junqueras sobre el error de la vía unilateral no parece que en el sector independentista nadie esté dispuesto a ceder ni un milímetro en recuperar la esencia de toda convivencia democrática: el Estado de Derecho, es decir, las reglas del juego democrático.

Esto quiere decir, en primer lugar, respetar las sentencias de Jueces y tribunales, pero también la neutralidad y la profesionalidad de las instituciones, los derechos de todos los ciudadanos (incluidos los no independentistas, claro) y la renuncia a la utilización constante de las medias verdades, la propaganda y en general la utilización sectaria de los medios de comunicación públicos con el dinero de los contribuyentes. Y por supuesto, evitar la muerte civil de todo aquel que no comulga con el credo oficial. Nada de esto parece que esté en la agenda, más bien al contrario, lo contrario es necesario casi intrínsecamente para la construcción de un Estado (iliberal) independiente.

Sin todo esto, sencillamente, creo que los indultos no van a servir para nada, salvo quizás para afianzar la sensación de impunidad de los políticos que, a diferencia de los ciudadanos, pueden optar por no respetar las leyes cuando les plazca, con la convicción de que antes o después otros políticos que necesiten sus votos les sacarán las castañas del fuego. Nada nuevo bajo el sol, por otra parte, aunque hasta ahora la impunidad se refería a temas quizás no tan graves. También servirá para intensificar la sensación de abandono de los catalanes no independentistas por parte de las instituciones del Estado que deberían defenderles.

En todo caso, lo que no podemos desdeñar es el coste que supone para el Estado democrático de Derecho utilizar instrumentos absolutamente excepcionales y que tienen carácter individual por razones de oportunidad política y pueden arrojar la sospecha de una concesión arbitraria, es decir, no ajustada a los parámetros de la Ley (justicia, equidad o utilidad pública). Por esa razón hubo intentos de reformar la Ley del indulto para limitar que se pudieran conceder en contra del criterio del tribunal sentenciador, considerando que suponían “una injerencia del poder ejecutivo en el judicial”. Tampoco saldrá gratis en el terreno internacional.

Esto no quiere decir que no sea muy conveniente abrir un debate público sobre la crisis territorial de Cataluña y sobre la respuesta política. Pero un debate de verdad, en el seno de las instituciones que están para eso, y abandonando los argumentarios que sólo sirven para convencer a los ya convencidos.  Me temo que eso es lo que no vamos a tener.

 

Se puede encontrar una versión de este artículo en El Mundo aquí.

Constitución histórica e historia constitucional: Q & A

Pocas cosas hay tan significativas del estado actual como oír a vascos y catalanes sostener que son ellos pueblos oprimidos por el resto de España. La situación privilegiada que gozan es tan evidente que, a primera vista, esa queja hará de parecer grotesca. Pero a quien le interese no tanto juzgar a las gentes como entenderlas, le importa más notar que ese sentimiento es sincero, por muy injustificado que se repute. Y es que se trata de algo puramente relativo. El hombre condenado a vivir con una mujer a quien no ama siente las caricias de ésta como un irritante roce de cadenas. Así, aquel sentimiento de opresión, injustificado en cuanto pretende reflejar la situación objetiva, es síntoma verídico del estado subjetivo en que Cataluña y Vasconia se hallan.

No hace falta decir que el párrafo anterior no resulta original. Es un plagio literal de Ortega y Gasset: de su archiconocido “La España Invertebrada” de hace un siglo, día arriba día abajo. El sentimiento de agravio de los catalanes (de los vascos habrá ocasión de ocuparse otro día) resulta del todo injustificado, aunque sincero. De verdad se consideran perseguidos y maltratados dentro de España.

¿Participa (participamos) de esa opción el resto del género humano, a quienes, vivamos donde vivamos, se nos ubica desde allí en Madrid, lo que incluye Navalmoral de la Mata, Sanlúcar de Barrameda y, claro está, Medina del Campo? Por supuesto que no. Antes al contrario, nos parece una disonancia cognitiva o incluso uno de los típicos victimismos identitarios en los que se escuda toda queja, tan habitual en nuestro tiempo: “el que no llora, no mama”, como suele decirse. Un delirio, así pues, interesado, del que se intenta sacar tajada.

Esa mentalidad de los catalanes ¿es fruto del adoctrinamiento educativo –la inmersión y demás cosas- de los últimos cuarenta años, los de la “lengua propia” del Estatuto de 1979? Que don José lo advirtiera hace una centuria demuestra que no. El asunto viene de lejos, por mucho que, como demuestra el incremento del porcentaje de independentistas, el modelo de enseñanza de estos tiempos haya agudizado el problema.

¿El franquismo maltrató de verdad a Cataluña? La historia está por escribir. Entre 1940 y 1970 llegaron allí tres millones de personas provenientes del resto de España –Castilla, Galicia, Aragón, Andalucía, …- y entre otras razones eso se debió a que también el Dictador practicó las políticas de apaciguamiento de la fiera. La decisión de implantar la SEAT en la Zona Franca, de lo que tantas cosas acabaron dependiendo, fue (como sucedía en los años cincuenta con casi todo) suya y solo suya.

Cabía incluso ir más arriba en la historia y acordarnos del arancel de Cánovas de 1891 y del de Cambó de 1922. Los empresarios de allí lo añoran secretamente. Los tiempos no están para confesarlo, pero en el fondo es lo que les gustaría recuperar. El paraíso terrenal.

¿De verdad la Constitución de 1978 supuso un antes y un después, una ruptura, un tiempo feliz de libertades que sustituyó a uno de genocidio o poco menos? Desde el punto de vista de las normas, en parte sí: ahora todo es mejor. Sí, atendiendo al Art. 3 del Código Civil, vamos a la realidad social del tiempo en que esas normas han de ser aplicadas –el hecho terrible de que, en este 2021, hay, por razones lingüísticas y étnicas, personas clase A y personas clase B, como en la Sudáfrica de Botha, la respuesta requiere muchos más matices.

¿Lo que Jovellanos, hablando de España, y a partir de su famoso discurso de 1780, llamó la Constitución histórica -nuestro ser, el cuerpo nacional, no lo que proclame tal o cual texto-, admite acaso una Cataluña sin privilegios, tratos de favor o cosas parecidas? Dicho lo mismo, pero a la inversa: el uniformismo o la homogeneidad, aun con un grado mayor o menor de descentralización, ¿es compatible con la permanencia de Cataluña dentro de España? Todo, desde hace siglos, parece indicar que no.

¿Es lo mismo la Constitución histórica -así entendida- que la historia constitucional? Por supuesto que de nuevo no. En cierto sentido, es una dicotomía parecida a la de materia y forma según Aristóteles. La segunda consiste en el análisis de la sucesión de normas que se han ido aprobando. Hay excelentes cultivadores de la materia, como Joaquín Varela o su discípulo Ignacio Fernández Sarasola, pero trabajan con una mercancía que es -literalmente- de papel, por mucho que a Kelsen ese tipo de juguetes le entretuvieran mucho.

¿Tenemos el resto de españoles que aceptar esa situación de desigualdad? ¿Hasta dónde llega la famosa conllevanza, o sea, la interiorización del carácter incurable de la enfermedad? Imposible responder a punto fijo. Se va imponiendo la idea -somos un pueblo curtido en el infortunio, que diría Azaña- de que tenemos unos socios que piden una prima por quedarse y encima no paran de quejarse, porque no ven reconocida lo que ellos entienden que es su evidente superioridad. Y nos chantajean con quererse ir.

¿Somos un país donde el jacobinismo -ciudadanos libres e iguales-, el de las famosas gotas de la sangre de Antonio Machado, lo tiene mal? Sin duda. ¿Vale la pena lamentarse? No. Es ganas de llorar: la enfermedad está cronificada.

¿Es de izquierdas ese planteamiento de aceptación resignada del statu quo? Ahora, en 2021, todo parece indicar que sí. Como también lo es -cosas veredes, querido Sancho- el antisemitismo, el que en su día fue el de los castigadores de Dreyfus. Hoy lo suyo sería puro progresismo: ¡quién lo diría! Las palabras se muestran así de juguetonas.

¿Qué relevancia dar al acto del Liceo de Barcelona -al menos no fue en el Palau- del pasado lunes 21? Probablemente, el de los movimientos superficiales en aguas que llevan estancadas desde tiempo inmemorial: restauración -semana trágica de 1909 inclusive-, Primo de Rivera, República, Franco y lo de 1978, así de benevolentes que queramos ser con el ingenuo -casi tontorrón- texto de ese año. Llevamos más tiempo jodidos que el Perú de Zavalita, en suma. ¿Van a resolver algo los indultos, la famosa concordia o convivencia de Sánchez? No. ¿Y si no se hubiesen concedido? Tampoco.

En Francia las cosas son distintas, por supuesto. ¿Tiene que ver el hecho de que, desde hace ciento cincuenta años, por decir algo, en escuela republicana, laica y única las lecciones de historia empiezan con eso de “nos ancêtres les gaulois”? Lo evidente se impone por sí mismo.

¿Van los empresarios a aplaudir siempre a los políticos, hasta el grado de quedarse sin manos? Por supuesto: ovaciones cerradas –“fuertes y prolongados aplausos”-, como a Franco en las Cortes orgánicas. El capitalismo del BOE, no sólo el de los vendedores de porteros automáticos, es lo que tiene. Las raíces vuelven a ser muy hondas: entre los bereberes -los que nos invadieron en 711 y nos impusieron su manera de ver la vida- hay infinidad de cortesanos: casi no se les distingue en el paisaje. Monarquía alauita en vena. Todo se va en genuflexiones (y, por la espalda, puñaladas, pero esa es otra cosa).

¿Se echa en falta a Berlanga para que rodara una nueva y actualizada “Escopeta nacional”? Mucho. Muchísimo. Aquello le salió muy bien. Fue el heredero de Valle Inclán -el esperpento- e incluso, yendo más arriba, de Quevedo. ¿Ayuda algo el ambiente de los últimos tiempos en las Universidades de Estados Unidos -la cultura de la cancelación-, que ha devenido la ideología dominante? No hará falta extenderse en explicar la respuesta positiva.

¿La cuerda, cada vez más delgada, se terminará de romper algún día? ¿El próximo arreón catalán podrá ser el definitivo? Yo creo que no, pero no estoy seguro de si lo digo como vaticinio o como exorcismo.

 

Autoridades Públicas, Estado de derecho y libertad de expresión ante el Consejo de Europa

En el momento en el que escribo estas líneas (18 de junio de 2021), faltan tres días para que el Plenario de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa vote una propuesta de resolución de una enorme transcendencia, no solamente para España, sino para el conjunto de Europa. La propuesta de resolución es obra del diputado socialista letón Boriss Cilevičs, quien tenía el encargo de estudiar la situación de los políticos investigados o en prisión por haber ejercido su libertad de expresión. A partir de aquí, Cilevičs elabora un texto en el que analiza, por una parte, la situación de la libertad de expresión de los políticos en Turquía y, por otra, los hechos acaecidos en Cataluña en 2017 y la respuesta del Estado a los mismos. Aquí nos ocuparemos solamente de la parte relativa a España.

El planteamiento del informe preparado por el redactor letón, y que sirve de base a la propuesta de resolución que fue aprobada el día 3 de junio por la Comisión de Asuntos Jurídicos y Derechos Humanos de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa y que se vota por el Plenario el día 21, es el de que quienes han sido juzgados en España por los hechos de 2017, así como los que han huido de la justicia y los que están siendo investigados en la actualidad (unos 2000 funcionarios de la Generalitat de Cataluña) lo son por manifestaciones hechas en el ejercicio de su mandato político o por convocar manifestaciones pacíficas. A partir de aquí, la consecuencia no puede ser otra que una deslegitimación de la respuesta del Estado que conduce –en la versión de la propuesta de resolución aprobada por la Comisión de Asuntos Jurídicos y Derechos Humanos– a pedir a España que indulte a quienes han sido condenados, se retiren las peticiones de extradición para quienes huyeron de la justicia y se ponga fin a las investigaciones que están en curso.

De aprobarse la resolución, ésta no tendrá efectos obligatorios para España. Se trata tan solo de una recomendación; pero esto no resta importancia política a la misma, pues supone una toma de postura de una de las instituciones que se integran en el Consejo de Europa y, por tanto, de necesaria consideración. No estamos ante una resolución que pueda ventilarse con un encogimiento de hombros, sino que hemos de analizar cómo ha podido llegar a esta fase una propuesta que, como veremos, no solamente incluye errores y tergiversaciones; sino que implica una toma de postura que es contraria a lo que son los principios esenciales del Consejo de Europa, entre los que se encuentra el respeto al Estado de Derecho y a los principios democráticos.

Más allá de errores, negligencias o torpes intentos partidistas, lo que resulta claro es que no se ha conseguido explicar en qué consistieron los hechos de 2017. La percepción que se tiene en el exterior es, mayoritariamente, la de que se trató de un levantamiento popular que enfrentó a los ciudadanos con el poder público. Quienes fueron detenidos y juzgados no son vistos como lo que eran: autoridades y funcionarios que utilizaron el poder y recursos públicos para un fin ilegal. Esta perspectiva está ausente en su totalidad en el documento que vota la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa y muy probablemente casi nadie fuera de España lo asume. La culpa, en buena medida, es que todavía hay muchos en España que se niegan a examinar desde esa perspectiva lo sucedido en 2017. Se trata, sin embargo, de una aproximación inexcusable.

En 2017 lo que sucedió es que las autoridades al frente del gobierno autonómico de Cataluña (más de 25.000 millones de euros de presupuesto anual) decidieron dejar de actuar en el marco constitucional y legal para constituir un  Estado independiente en el territorio de la Comunidad Autónoma, lo que exigía la derogación de la Constitución, que se preparó mediante las denominadas leyes de desconexión aprobadas los días 6 y 7 de septiembre en el Parlamento de Cataluña. Durante varias semanas esas autoridades consiguieron que las instituciones autonómicas adoptaran normas y decisiones que contravenían la Constitución y que suponían desobedecer al Tribunal Constitucional. Además, esta actuación del poder público al margen de la ley supuso que se dedicaran recursos públicos a fines ilegales y que se vulneraran los derechos de los ciudadanos, entre ellos su derecho a la privacidad, al utilizar sin su consentimiento datos personales para la confección de un censo ilegal. El propósito de los que participaban en este intento de derogación de la Constitución en Cataluña incluía la demostración de la incapacidad del Estado para operar en el territorio catalán, y en este fin se enmarcó el bloqueo de una comisión judicial el día 20 de septiembre, la realización del referéndum de autodeterminación el día 1 de octubre y también el denominado “paro de país” del día 3 de octubre.

Son estos hechos los que sirvieron de base a la condena por el Tribunal Supremo, para las peticiones de entrega de los implicados que se encuentran fuera de España y para las investigaciones que se encuentran abiertas: malversación de caudales públicos, utilización ilegítima de datos personales, desobediencia por parte de las autoridades públicas a las decisiones judiciales e intento de convertir en inefectiva la Constitución española en el territorio de Cataluña. La propuesta de resolución que se pretende aprobar en el Consejo de Europa no entra en nada de lo anterior, sino que realiza un relato tergiversado y que incluye falsedades evidentes (por ejemplo, que en el mes de septiembre el Ministerio del Interior tomó el control de los Mossos d’Esquadra, cosa que no sucedió hasta el 27 de octubre, tras la aprobación por el Senado de las medidas que el gobierno propuso sobre la base del artículo 155 de la Constitución). Para la mencionada resolución, la reacción del estado español lo fue ante meras declaraciones o ante la convocatoria de manifestaciones que se consideran pacíficas, pese a que el mismo informe del relator reconoce que hubo más de 400 policías heridos en un solo día.

El que la resolución no entre en lo que aquí se comente no hace que desaparezca. Los hechos que sucedieron son los que aquí se explican, por lo que una resolución de la Asamblea Parlamentaria que deslegitima la reacción del Estado frente a ellos supone amparar la malversación de caudales públicos, la utilización ilegal de datos personales de los ciudadanos, la obstaculización de la tarea de las comisiones judiciales o de la policía en cumplimiento de órdenes judiciales y el intento de derogar la Constitución al margen de los procedimientos previstos por ella. En definitiva, supone una deslegitimación del Estado de Derecho y una victoria del populismo.

Es por eso que es grave la aprobación de la propuesta de resolución que comentamos. Desde la perspectiva española supone que uno de los países europeos con un nivel más alto de democracia de acuerdo con los rankings internacionales y uno de los que menos condenas han recibido por parte del Tribunal de Estrasburgo ha de pasar por verse considerado como un Estado en el que se puede acabar en prisión por realizar ciertas declaraciones políticas o por llamar a manifestaciones pacíficas. Desde la perspectiva del conjunto de Europa implica que una institución como el Consejo de Europa, que es un referente en la defensa de los principios democráticos y del Estado de Derecho, abandona esta defensa para amparar el populismo que pretende que la actuación de los poderes públicos al margen de la ley es legítima y que las peticiones, aunque sean ilegales y vulneren derechos individuales, si encuentran apoyo en las calles han de ser atendidas. Es un momento para que todos actuemos con responsabilidad y quienes aún creemos que el Estado de Derecho y el resto de principios que dan sentido a nuestras democracias.

Alcemos la voz ante el abandono de dichos principios por quien está llamado a preservarlos y defenderlos.

Recursos contra los indultos: viabilidad jurídica e institucional

Como es sabido, el Gobierno se propone conceder en los próximos días los indultos a los presos del procés, condenados por malversación, sedición y desobediencia que, dado que el informe del Tribunal sentenciador se ha pronunciado en contra, sólo pueden tener carácter parcial, en virtud de lo establecido en la Ley del Indulto de 18 de junio de 1870. De la misma forma, algunos partidos políticos han anunciado su intención de recurrirlos, lo que plantea algunas cuestiones jurídicas interesantes pero, sobre todo, algunas reflexiones sobre la repercusiones institucionales que puede tener esta decisión.

Lo primero que hay que señalar es que si bien los indultos (como cualquier otro acto del Gobierno o de la Administración) son recurribles ante la jurisdicción contencioso-administrativa no todo el mundo tiene legitimación para hacerlo, ya que se exige la concurrencia de un derecho o interés legítimo, de conformidad con lo dispuesto en el art. 19 de la Ley de la Jurisdicción contencioso-administrativa.  Mientras que este interés legítimo no hay duda de que concurre en el ofendido por el delito -por usar la terminología de la propia Ley del indulto- como sucede claramente, por ejemplo, en el caso de la víctima o de sus familiares o allegados (esto fue lo que ocurrió precisamente en el caso del indulto del kamikaze, cuya concesión se recurrió por la familia de la víctima) es menos evidente cuando no hay una víctima o un ofendido concreto por el delito. En nuestro ordenamiento jurídico no existe una “acción popular” en defensa de la legalidad en el ámbito contencioso-administrativo como sucede en el ámbito penal, salvo los casos en que así se prevé expresamente. En definitiva, es probable desde un punto de vista jurídico que los partidos u organizaciones que quieran recurrir el indulto se encuentren con un problema de falta de derecho o interés legítimo para recurrir, en la medida en que no son ofendidos por el delito, salvo que entendamos que los ofendidos son los colectivos a los que representan (¿sus afiliados? ¿sus cuadros? ¿sus electores?) lo que no es fácil. Téngase en cuenta que los bienes jurídicos vulnerados por los delitos cometidos son el ordenamiento jurídico constitucional, el cumplimiento de las sentencias o la Hacienda Pública, no la vida, la integridad física o el patrimonio de una persona concreta.

Pero incluso si se salvara este escollo jurídico-procesal, este posible recurso plantearía una tensión institucional nada deseable entre el Gobierno y el Tribunal Supremo, que es al que le corresponde competencialmente decidir sobre estos indultos. De hecho, ya se han oído las voces habituales sobre la necesidad de “hacer política”, “separar la justicia de la política” o “desjudicializar la política” lo que sencillamente supone desconocer las reglas del Estado de Derecho, que exigen la intervención de los Tribunales de Justicia para garantizar el respeto al ordenamiento jurídico, incluso cuando esa vulneración proviene de los gobernantes, que es cuando realmente es más necesaria.  Pero lo que es cierto es que la revisión de un indulto cuando es contrario a los informes preceptivos reviste una gran complejidad porque enfrenta inevitablemente una decisión política o de oportunidad (esto es lo que es un indulto que se concede en contra de los informes de Tribunal y fiscalía) a una decisión judicial, que, además, se va a producir meses más tarde de su concesión en virtud de los plazos procesales cuando estos indultos ya hayan producido sus efectos. Tanto penales como políticos.  De alguna forma esta situación recuerda un poco a lo ocurrido con la sentencia del Estatut, en el sentido de que el pronunciamiento del Tribunal Constitucional llegó 4 años más tarde de su aprobación, ratificación y entrada en vigor, con lo que esto supone.

Y es que, inevitablemente, si el Tribunal Supremo llega a entrar en el fondo del asunto, es decir, si admite los recursos que se interpongan va a tener que pronunciarse sobre la potestad discrecional que tiene el Gobierno para indultar aún en contra de los informes preceptivos, y tendrá que hacerlo atendiendo a su motivación para poder comprobar si el ejercicio de dicha potestad ha dado lugar a una arbitrariedad proscrita por nuestra Constitución. No es una tarea fácil y va a ser difícil salir con bien del empeño. Por eso lo conveniente desde un punto de vista institucional es no tensar la cuerda, aunque por lo que parece a estas alturas nuestros partidos políticos ya dan por sentado los unos que se indultará y los otros que se recurrirá.

Recordemos que incluso en el caso del kamikaze, que no tenía trascendencia desde un punto de vista político (más allá de un supuesto trato de favor por parte del entonces Ministro de Justicia) el debate en el Tribunal Supremo fue muy grande, y la sentencia que revocó el indulto contó con 17 votos particulares (decidía la Sala III en pleno).  En conclusión, el caso de los indultos, si llega al Tribunal Supremo, es un caso envenenado como lo era el caso del Estatut para el Tribunal Constitucional en su día.  Efectivamente, unos indultos contrarios a los informes preceptivos son muy difíciles de justificar habida cuenta de la regulación y de la doctrina acerca del control de la arbitrariedad de los Poderes Públicos, pero si el Tribunal Supremo considera que efectivamente su concesión es arbitraria tenemos servido un conflicto institucional cuyo alcance probablemente se nos escapa, pero que, como tantas cosas de las que estamos viendo estos días, no beneficia en nada al Estado democrático de Derecho.

Qué tiempos aquellos cuando el Presidente del Gobierno (junto con otros partidos políticos) consideraban que había que limitar los indultos cuando fuesen contrarios a los informes preceptivos por entender que eran una injerencia del Poder Ejecutivo en el Judicial. A lo mejor porque entonces los indultos los daba el Partido Popular. Como con tantas otras reformas, se perdió entonces la oportunidad de reformar la Ley del Indulto para ajustarlo a las necesidades de un Estado democrático de Derecho del siglo XXI.

Dicho eso, con esto no quiero decir que no haya una posible respuesta política que pase por renunciar a penalizar las conductas que se produjeron en el otoño de 2017. Pero creo que el planteamiento debería de ser radicalmente posible, debería hacerse en los Parlamentos y a través de leyes, que son, en definitiva, la manifestación de la voluntad general y, por supuesto, con un amplio consenso político y partiendo de una renuncia clara por parte de los independentistas no ya a la vía unilateral, sino a la vulneración sistemática de las reglas del juego democrático y a un compromiso firme con el Estado de Derecho. No parece que ese sea el camino elegido y probablemente no tardemos en pagar los platos rotos del desgaste jurídico-institucional.

 

Una versión de este artículo fue publicada en Crónica Global, disponible aquí.

Indultos divisivos: tribuna de Elisa de la Nuez en Crónica Global

Más allá del análisis sobre las consecuencias jurídicas de otorgar indultos a los condenados por la sentencia del Procés en contra de los informes del Tribunal sentenciador y de la Fiscalía y en un supuesto en que no hay ningún tipo de arrepentimiento sino todo lo contrario (que, por si tienen interés, he realizado aquí, en el blog de la Fundación Hay Derecho), me interesa ahora analizar el otro gran argumento esgrimido por los defensores de su concesión: el político. Aclaro que no me centraré tanto en los argumentos de intelectuales orgánicos, miembros del Gobierno, representantes del PSOE en el poder y medios de comunicación más o menos afines que se suelen reducir, sin demasiada concreción, a la necesidad de hacer política, a los supuestos beneficios para la convivencia que supondría este acto de generosidad, al “y tú mas” (indultos a golpistas del 23F, a condenados por los GAL, a políticos corruptos, etc, etc) y, cuando ya se agotan los anteriores, a atacar a la derecha.

En ese sentido, cabe dudar de la honestidad intelectual de aquellos que argumentan en este momento que pueden darse sin problemas indultos contra los informes preceptivos de Fiscalía y Tribunal Supremo cuando antes sostuvieron lo contrario, o de la de aquellos que buscan a toda costa defender lo que en cada momento decide el Presidente del Gobierno, y que cambiarían su postura en el momento mismo en que decidiera lo contrario. Por ejemplo, que la convivencia y los intereses generales exigen respetar la separación de poderes y que no se concedan indultos ni amnistías. No hay que dejar volar la imaginación para ello, puesto que esto es lo que dijo hace escasamente un par de años.

También hay que tener cuidado con otro tipo de argumentos que son muy preocupantes cuando se lanzan desde el Poder, como los que equiparan a “revancha” y “venganza” el cumplimiento de las sentencias de un Estado democrático de Derecho o los que afirman que “se ha acabado el gobierno de los jueces” y otras lindezas por el estilo, que tienen un tufillo iliberal y autoritario que no sorprendería oír en boca de Erdogan, Orban o Putin. Claro que ese iliberalismo siempre es más difícil detectar en los nuestros que en los adversarios políticos.

En todo caso, estamos ante un debate que, como no podía ser de otra manera en tiempos de polarización, es profundamente divisivo. Pero quizás lo más interesante es que es un debate que divide profundamente a la izquierda misma y en particular a electores y militantes del PSOE. No son pocas las voces que se han levantado dentro del partido (aunque no en el núcleo duro del Presidente del Gobierno) para decir que políticamente no parece una buena idea. En definitiva, aunque no se diga, que la auténtica razón para plantear ahora los indultos y no antes no es otra que la necesidad aritmética de un Gobierno minoritario de contar con ERC para llegar al final de la legislatura, es decir, razones de oportunidad estrictamente partidista.

Esta necesidad de apoyos nacionalistas para Gobiernos minoritarios es una constante desde la Transición y no supone ninguna novedad. Después del sonado fracaso de Ciudadanos como partido bisagra para evitar esta situación, nos encontramos de vuelta en el punto de partida. O más bien, en el punto de llegada: antes, a cambio de este apoyo nacionalista, se cedían competencias o se desistía de recursos de inconstitucionalidad contra leyes dudosas; ahora el precio ha subido mucho, quedan pocas competencias que ceder (la última, las prisiones al PNV) y además es que los nacionalistas catalanes ya no quieren más competencias, quieren una república independiente, sin ser demasiados escrupulosos con el procedimiento para alcanzarla. No sólo lo demostraron sobradamente en otoño de 2017, es que lo repiten ahora también a quienes  quieran oírlo. De hecho, ni siquiera está claro que el indulto les parezca gran cosa, a juzgar por las declaraciones de alguno de los condenados.

En esta situación, me parece muy difícil pensar que unos indultos profundamente divisivos, sin un debate público en el Parlamento, sin un gran consenso político con la oposición (no está de más recordar que los indultos a los responsables del GAL o al General Armada se hicieron por gobiernos respectivamente del PP y del PSOE) con escaso apoyo de la ciudadanía, y que incluso pueden dar lugar a manifestaciones en contra vayan a arreglar nada en términos de convivencia y de concordia. En particular, si los catalanes no nacionalistas se sienten, por enésima vez, abandonados por el Gobierno de España. Más bien al contrario; estos indultos pueden envenenar el clima político en España en general y en Cataluña en particular todavía más, si cabe. Y es que, parafraseando a Einstein, si quieres resultados distintos prueba a hacer cosas distintas. No sé si funcionaría, pero por lo menos ensayaríamos algo diferente. Eso sí que sería valiente.

El problema de los indultos políticos

Como era de esperar, después de la Fiscalía el informe del Tribunal Supremo ha sido también contrario a la concesión de los indultos a los presos del “procés”. El informe es muy contundente al recordar que ni los condenados se han arrepentido ni aprecia las razones de equidad, justicia o utilidad pública que podrían ampararlo. Invoca además la gravedad de los hechos cometidos. Recordemos que el art. 11 de la Ley de 18 de junio de 1870 (modificada por la Ley 1/1988, de 14 de enero), que establece las reglas para el ejercicio de la gracia de indulto, señala que “el indulto total se otorgará a los penados tan sólo en el caso de existir a su favor razones de justicia, equidad o utilidad pública, a juicio del Tribunal sentenciador”. Por tanto, parece complicado que se puede otorgar un indulto total en este caso, aunque siempre cabe la posibilidad de un indulto parcial. En cuanto al arrepentimiento, es una de las circunstancias que el art. 25 de la Ley señala que habrá de tomarse en consideración (junto con otras) en el informe del Tribunal sentenciador.

Dicho eso, es evidente que los indultos de políticos a políticos o/y funcionarios han existido desde la Transición, siendo algunos tan sonados como los concedidos a los responsables de los GAL, Barrionuevo y Vera o el concedido al general Armada del 23 F. Es evidente que en ambos casos se habían producido graves quiebras del Estado de Derecho. Sin embargo, quizás es la primera vez en que este tipo de indultos carecen de consenso político: en los anteriores, otorgados respectivamente por Gobiernos del PSOE y del PP se contaba con el consentimiento del otro gran partido aunque no de partidos más pequeños. Y también es la primera vez que los informes de Fiscalía y Tribunal Supremo son tan contundentes en contra (con anterioridad fueron favorables).

A esto hay que añadir que, gracias a las investigaciones de la Fundación Civio y su “indultómetro”, la opinión pública es mucho más conocedora y mucho más consciente de la libertad –por decirlo elegantemente- con que durante mucho tiempo se usó esta figura para perdonar a los afines o a determinados funcionarios, especialmente en casos de corrupción, pero también en casos de abusos y torturas policiales o simplemente en casos donde se quería hacer un favor a alguien conocido que tenía un problema penal.

Precisamente con ocasión del escándalo que suscitó el indulto al kamikaze a propuesta del entonces Ministro de Justicia Ruiz-Gallardón (tratado en este blog aquí por Lucas Blanque) el Tribunal Supremo inició una jurisprudencia novedosa en relación con la posible revisión de estos indultos que podemos llamar por razones de oportunidad, es decir, que contravienen los informes preceptivos. Efectivamente, en su sentencia del Pleno de la Sección 3ª de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, de 20 de noviembre de 2013, dictada en el Recurso nº 13/2013, se anuló el Real Decreto 1688/2012, de 14 de diciembre, por el que se indultaba al kamikaze. Para hacerse una idea de lo complicado del debate, se trata de una sentencia de más de 100 folios y con 7 votos particulares   suscritos por 17 de los 36 magistrados integrantes de la Sala. Y es que efectivamente estamos ante un tema muy complejo desde el punto de vista jurídico (y político).

La madre del cordero era, como podemos imaginar, el control no ya de los elementos reglados del indulto (competencia, procedimiento, etc, etc.), que eso va de suyo, sino el  control de la motivación del indulto o, dicho de otra forma, de la potestad discrecional del Gobierno para otorgar indultos aún en contra de los informes preceptivos. Indultos que pueden estar deficientemente motivados no sólo en sentido formal, sino también material. Pero, ¿hasta dónde llega a su vez la facultad del Tribunal Supremo de revisar un acto del Gobierno de estas características? ¿Estamos en presencia de los famosos actos políticos que se resisten tradicionalmente al control judicial? ¿Cómo es posible combinar esta potestad del Gobierno con la finalidad que le corresponde a los Tribunales de Justicia vía revisión jurisdiccional de impedir la arbitrariedad de los Poderes Públicos, proscrita constitucionalmente? Como se puede ver, son problemas nada fáciles de resolver.  Por eso, adelanto que lo más conveniente es no colocar a un Tribunal de Justicia en esta tesitura y menos con ocasión de un caso de tanta gravedad como el que nos ocupa. Porque es difícil que la cosa salga bien.

En todo caso, en el supuesto del kamikaze (más sencillo desde un punto de vista político, obviamente) el Tribunal Supremo consideró perfectamente posible el control del indulto desde la perspectiva, precisamente, de la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, si bien aclara que: “Se trata, pues, de un control meramente externo, que debe limitarse a la comprobación de si el Acuerdo de indulto cuenta con soporte fáctico suficiente —cuyo contenido no podemos revisar— para, en un proceso de lógica jurídica, soportar las razones exigidas por el legislador, pudiendo, pues, examinarse si en ese proceso se ha incurrido en error material patente, en arbitrariedad o en manifiesta irrazonabilidad lógica. Lo que podemos comprobar es si la concreta decisión discrecional de indultar ha guardado coherencia lógica con los hechos que constan en el expediente”.

Por tanto, la sentencia sí considera que es posible controlar el ejercicio del derecho de gracia por parte del Gobierno desde la perspectiva de la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos analizando en el caso concreto si la potestad discrecional se ha convertido en arbitraria y, de hecho, anulando el indulto por considerar que se había incurrido en esta irrazonabilidad lógica a la vista del propio expediente. Se trata de una sentencia, insistimos, larga y compleja y que probablemente hubiera debido provocar un debate público sereno (más fácil cuando no tienes un caso complicado encima de la mesa) y una modificación de la ley del indulto para aclarar una serie de cuestiones fundamentales; en particular en lo relativo a este reducto de los actos políticos que es la concesión del indulto por un Gobierno en contra de los criterios de Fiscalía y del tribunal sentenciador (dado que estos informes, por definición, nunca van a entrar a valorar consideraciones de oportunidad y mucho menos en consideraciones de tipo político o partidista).

No pudo ser, pero sí que hubo intentos que dieron lugar a una reflexión pública y un debate que merece la pena recuperar precisamente en estos momentos para entender mejor el que estamos viendo estos días en los medios y en las redes sociales y que se refiere a los límites de la propia institución.

Efectivamente, a raíz del impulso reformista que se vivió en relación con esta institución allá por 2018, se plantearon diversas propuestas de distintos partidos políticos tendentes a la supresión de determinados indultos –aquellos que se referían a determinados delitos y que habían escandalizado a la sociedad española o aquellos que mayor sensibilidad política tenían para el grupo parlamentario proponente- o/y a añadir garantías en forma de dictámenes no ya preceptivos, como son ahora, sino vinculantes. Lo analizó Rodrigo Tena en esta entrada que puede verse AQUÍ. 

Pues bien, esta reflexión sigue siendo muy pertinente. Si se considera que es preciso mantener la institución (pues efectivamente hay muchos casos en que puede ser conveniente y razonable exceptuar la aplicación de la ley en el caso particular), la siguiente pregunta es si conviene que sigan existiendo los indultos por razones de oportunidad o, para ser más exactos, de conveniencia política o partidista. Estaríamos hablando de los indultos que tienen en contra los informes técnicos, donde claramente las razones invocadas no se ajustan a los conceptos jurídicos indeterminados que maneja la Ley (equidad, justicia, utilidad social) o a la realidad de los hechos no es congruente con el indulto (inexistencia de arrepentimiento, por ejemplo). Como hemos visto estos días, hay todo tipo de respuestas tanto por parte de los comentaristas políticos como de los propios juristas. ¿Deben permitirse los indultos por razones de conveniencia política o incluso partidista? ¿Es el indulto un instrumento más para que el Gobierno haga política?

En mi opinión, la respuesta debe de ser negativa. Creo que los indultos no están para hacer política y es fácil que cuando sea así el Tribunal llamado a revisarlos pueda detectar un fuerte componente de arbitrariedad (o si se prefiere de oportunismo político o partidista) y que además le resulte difícil encuadrarlo en los conceptos jurídicos indeterminados de equidad, justicia o utilidad social que emplea la Ley.  En suma, desde el punto del Estado de Derecho, el menoscabo que se produce inevitablemente con un indulto de estas características no se ve compensado con ningún beneficio para los intereses generales aunque tenga interés para un partido o partidos determinados.

Para comprobarlo, la pregunta que cabe hacerse en este caso es muy sencilla: ¿se hubiera planteado este mismo indulto con un Gobierno que no fuera minoritario y dependiente del partido político a cuyos presos se quiere otorgar un indulto que no han solicitado?  Recordemos las no tan lejanas declaraciones del Presidente del Gobierno en que afirmaba que el indulto no se produciría. No parece que aquí haya mucha utilidad social, por mucho que se invoque formalmente, sino más bien pura y dura necesidad de sumar apoyos parlamentarios.

Dicho eso, esto no quiere decir que no haya una posible respuesta política a los independentistas que pase por renunciar a penalizar las conductas que se produjeron en octubre de 2017.  A mí no me parecería razonable desde un punto de vista político, pero para eso están los Parlamentos y las leyes y las mayorías que en cada momentos se puedan sumar. Cuando existe un consenso político amplio (como puede ocurrir después de una dictadura o de una guerra civil o de otros episodios traumáticos) se puede decidir hablar de amnistías o leyes de punto final como de hecho ocurrió en la Transición española y en algunas otras transiciones en países sudamericanos. Claro está que se también se suele partir del compromiso de dejar atrás etapas oscuras de la historia y que, en no pocas ocasiones, estas leyes se han revisado después.

Claramente, no es el caso; se trata de un indulto profundamente divisivo. A mí particularmente me parece que no es una buena noticia que la fortaleza de nuestro Estado de Derecho dependa de la debilidad parlamentaria del Gobierno de turno, aunque desde luego no sea la primera vez: recordemos todos los recursos de inconstitucionalidad retirados contra leyes autonómicas por la necesidad de apoyos parlamentarios nacionalistas tanto de gobiernos del PP como del PSOE. Sin embargo, quizás esta sí sea la vez más grave, pues lo que ocurrió en Cataluña en otoño de 2017 fue un intento de ruptura del orden constitucional que los condenados y sus partidos no sólo no repudian sino que afirman que volverán a intentar.

En todo caso, todas las soluciones son malas. Si se impugnan los indultos el Tribunal Supremo lo tendrá muy difícil sentencie lo que sentencie. En último término nos corresponde a los ciudadanos valorar si este tipo de indultos es compatible no ya con la letra de la ley sino con su espíritu y finalidad y, en definitiva, con el Estado democrático de Derecho.

La lógica de los indultos a los presos del Procés. Reproducción de artículo en Crónica Global de nuestra coeditora Elisa de la Nuez

Cercanas ya las elecciones autonómicas catalanas parece que el Gobierno está decidido a indultar a los presos condenados por el Tribunal  Supremo en el juicio del procés. Se deslizan públicamente consideraciones como la de que todos los españoles tienen derecho al indulto, que el indulto se puede conceder frente a los informes contrarios del tribunal sentenciador y la fiscalía, o que existe una “obligación moral” de aliviar las tensiones producidas por el encarcelamiento de unos políticos condenados no por sus ideas (como no se cansan de repetir) sino por una serie de delitos tipificados en un Código Penal aprobado por un Parlamento democrático. De conformidad, además, con un procedimiento judicial que, en principio, reúne todas las garantías propias de un Estado de Derecho como nos recuerda el abogado Javier Melero en su muy recomendable libro “El encargo” aunque discrepe con el resultado final.

Como es habitual en estas manifestaciones públicas se mezclan conceptos, se utilizan medias verdades y se oculta información, lo que me parece especialmente peligroso cuando tratamos de temas tan sensibles para el Estado de Derecho como unos indultos con una clara motivación política. Porque, efectivamente, los indultos regulados nada menos que en una Ley de 18 de junio de 1870 no están pensados para hacer favores políticos, aunque ciertamente no es la primera vez que sucede, aunque sí probablemente es la primera vez que se intenta justificar públicamente, al menos que yo sepa.  Efectivamente, lo primero que hay que señalar es que el indulto supone el ejercicio de un derecho de gracia, lo que quiere decir que no es verdad que todos los españoles tengan derecho al indulto como ha dicho la Vicepresidenta Carmen Calvo: precisamente como es una gracia puede concederse o denegarse sin más, lo que no sucede, por definición, con un auténtico derecho subjetivo.  Algo bien distinto es que si alguien solicita un indulto haya que tramitarlo obligatoriamente, pero eso no quiere decir ni mucho menos que la concesión sea obligada.

Los indultos, además, tienen una lógica jurídico-penal y de política criminal y no política. Así lo dice con claridad el art. 11 de la Ley que señala que el indulto total se otorgará a los penados tan sólo en el caso de existir a su favor razones de justicia, equidad o utilidad pública, a juicio del Tribunal sentenciador. Los ejemplos típicos que se ponían en la Facultad de Derecho cuando estudiábamos esta institución, un tanto anacrónica, son los de personas que han delinquido pero que después se han arrepentido o se han reinsertado con éxito en la sociedad (pensemos que a veces se tarda mucho en entrar en la cárcel sobre todo si no hay prisión preventiva) para las que la pena de cárcel, cuando llega, parece demasiado gravosa a juicio del propio Tribunal sentenciador. Esto es lo que ponen de manifiesto los fiscales del Tribunal Supremo en su criticado informe sobre el indulto: que en el caso de los presos del Procés no se dan las circunstancias previstas en este precepto, salvo que entendamos la justicia, la equidad o utilidad pública de forma un tanto peculiar.

En el mismo sentido, el art. 25 de la Ley recoge el contenido que debe de tener el informe que emite obligatoriamente el Tribunal sentenciador y que entre otras consideraciones debe de recoger, de forma destacada “especialmente las pruebas o indicios de su arrepentimiento que se hubiesen observado”. Difícil de aplicar también a unos presos que no cesan de proclamar que “ho tornarem a fer”.

Como se desprende de todo lo anterior, la lógica del indulto es de política criminal. Aunque es cierto que los dictámenes previstos no vinculan al Gobierno, que puede decidir en contra de ellos (lo que por cierto ha sido muy criticado por la doctrina porque introduce la posibilidad de decisiones arbitrarias o sujetas a criterios políticos) no lo es menos que la finalidad y el espíritu de la Ley son muy claros: no se trata de que el Gobierno haga favores políticos con los indultos.  Lo que no quiere decir que esto no haya ocurrido muchas veces: hasta recientemente, y gracias a la opacidad con que se manejaba este tema, se ha indultado muy generosamente a políticos y funcionarios condenados por corrupción por ejemplo, por gobiernos de uno y otro signo. Solo cuando se ha empezado a poner el foco en los indultos (mérito básicamente de la Fundación Ciudadana Civio con su herramienta el “indultómetro”) ha subido un tanto el coste político y social de indultar a los afines particularmente cuando se opone el Tribunal sentenciador y la fiscalía y, en consecuencia, se ha reducido muy significativamente el número de indultos concedidos.

En ese sentido, la existencia de algunos casos muy mediáticos llevó también al planteamiento por parte de algunos partidos de fórmulas para modificar la ley del indulto y limitar la libertad del Gobierno para su concesión, fórmulas, que, finalmente, no han prosperado. El problema de fondo es que los indultos, como tantas otras instituciones mediatizadas por los partidos, es un instrumento demasiado goloso. Cuando todo lo demás falla, presiones sobre los Tribunales de Justicia incluidos, siempre queda la posibilidad de indultar. Pero, quizás, la principal diferencia con otros indultos del pasado (que intentaban realizarse con discreción y fuera de los focos) sea el descaro con que se defiende que el Gobierno puede indultar a quien le dé la gana, faltaría más, con independencia de que se reúnan o no los requisitos previstos en la Ley reguladora.  Y por si el argumento se queda corto y no convence demasiado a los escépticos se refuerza con la existencia de una supuesta obligación moral (Abalos dixit) para suavizar tensiones políticas; aunque se ve que solo las que afectan a los independentistas, que deben de tener la piel más fina que el resto de la ciudadanía.

En conclusión, los indultos a los presos independentistas no resiste el más mínimo análisis técnico-jurídico ni tiene ningún sentido desde el punto de vista de la finalidad de esta medida de gracia. Como tampoco lo tenían los indultos que se han ido concediendo a políticos corruptos  Solo tiene motivaciones políticas a mi juicio, además, profundamente equivocadas, puesto que responde a intereses partidistas y al cortísimo plazo y no a algo parecido a una estrategia de futuro para restaurar la convivencia en Cataluña. Por tanto, lo más probable es que sirva más que para confirmar lo que ya sabemos: que los políticos en España se consideran por encima de la Ley. En definitiva, estamos ante una decisión que no encaja bien en un Estado democrático de Derecho.