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ALCOA, la deslocalización por omisión

El 11 de diciembre de 2014 las calles de Avilés fueron el escenario de una multitudinaria manifestación: 20.000 almas contra el cierre de la planta de aluminio que la multinacional ALCOA explotaba a orillas de la ría. Unos días antes, la empresa había comunicado el cierre de sus plantas de Avilés y Coruña dedicadas a la producción de aluminio primario y que empleaban unos 800 trabajadores de forma directa y otros 300 de forma indirecta. La principal razón que alegaba la multinacional era su incapacidad de asegurar precios competitivos para la energía eléctrica consumida por éstas plantas, lo que suponía el 40% de la materia prima utilizada en sus procesos productivos.

El pasado 28 de mayo ALCOA anunciaba el cierre de su última planta en España, la fábrica de San Ciprián en Lugo, y la intención de despedir a sus 534 trabajadores aludiendo a factores estructurales inherentes y a dificultades de “carácter permanente”, es decir, al precio de la energía eléctrica. Con ese anuncio se anticipaba el fin en España de un sector: el de la fabricación de aluminio primario, con una demanda creciente a nivel mundial.

¿Qué ha pasado entre estas dos fechas, diciembre de 2014 y mayo de 2020? ¿Cómo es posible que el principal factor de deslocalización alegado por la empresa, el alto costo de la energía eléctrica, no haya encontrado solución en todo este tiempo? La reclamación, entonces y ahora, repetida de forma recurrente por empresa, sindicatos, fuerzas políticas y sociales era la de disponer de una tarifa eléctrica, predecible, estable y competitiva. Reclamación extensiva a todas las empresas electrointensivas para las que el precio de la energía es un factor determinante de producción. Un artículo publicado el 17 de junio de 2019 en el diario económico Cinco Días Fernando Soto, gerente de AEGE (Asociación de Empresas con Gran Consumo de Energía) daba cuenta de la magnitud del problema, y resumía así sus peticiones: “Las empresas electrointensivas integradas en nuestra organización, que suman más de 20.000 millones de euros de facturación anual y más de 186.000 empleos estables y de calidad, estamos seriamente preocupadas por el futuro de nuestra actividad, por lo que reclamamos con urgencia un Estatuto de consumidores electrointensivos que aporte certidumbre, que esté dotado económicamente y que facilite compensaciones similares a las que disfrutan nuestros principales competidores europeos. Pedimos las mismas condiciones que ellos tienen desde hace mucho tiempo”.

Es forzoso recordar que la Ley 24/2013 del Sector Eléctrico, en sintonía con lo que ya recogía la Ley 54/1997 de 27 de noviembre, reconoce que “el suministro de energía eléctrica constituye un servicio de interés económico general (SIEG), pues la actividad económica y humana no puede entenderse hoy en día sin su existencia”. Consideración que convierte al mercado eléctrico en un mercado fuertemente intervenido, probablemente el que más, con amplias facultades a favor de la Administración para definir sus aspectos esenciales.

Por eso el caso ALCOA no es un caso de deslocalización más, resulta paradigmático de muchas cosas: de cómo se ha abordado la política industrial en España en los últimos 20 años, de los procesos de privatización seguidos al calor de la apertura de nuestra economía; de la discutida capacidad que tienen los viejos Estados nacionales para enfrentarse a las decisiones de las grandes corporaciones que operan en mercados globales con criterios de rentabilidad definidos a escala mundial, cuando muchas veces, y éste es un caso claro, las condiciones de competitividad están decisivamente influidas por factores locales.

Pero sobre todo, desde el ámbito regulatorio, ALCOA es un paradigma de cómo las ineficacias legislativas influyen de forma decisiva en la marcha de la economía. Muchos pensarán que el peculiar contexto político en el que estamos instalados determina esa ineficacia, pero visto el tiempo transcurrido y los sucesivos gobiernos implicados, es para dudarlo. Y es que el problema de la energía eléctrica en España puede resumirse en pocas palabras como el extraordinario encarecimiento de la electricidad en los últimos años, debido fundamentalmente (aunque no exclusivamente) a errores regulatorios. Este problema, como demuestra el caso ALCOA, acarrea otros, no menos graves: la pérdida de competitividad de la industria, la pérdida de atractivo de España como destino de inversión y una percepción de inseguridad jurídica con efectos muy negativos.

Para desbrozar el caso ALCOA es necesario hacer un poco de historia: ALCOA se hizo en 1998 con el grupo Inespal, empresa estatal perteneciente al INI, aprovechando el proceso de privatización puesto en marcha por el primer gobierno de José María Aznar. La multinacional con sede en Pittsburg se hacía con un grupo que daba empleo a 5.000 empleados y que contaba con trece plantas en España. Oficialmente ALCOA pagó al Estado español, a la SEPI, una cantidad próxima a los 410 millones de dólares, pero de esa cifra hubo que descontar 200 millones para afrontar la deuda anterior del grupo, debido sobre todo a inversiones, y otros 100 millones más por sendas reclamaciones del nuevo propietario. Un negocio ruinoso, reconocido por los responsables de la SEPI, que hablaron poco después de «una operación deficitaria para el Estado español». De aquel grupo industrial hoy sólo queda la planta de San Ciprián (Cervo-Lugo), sobre cuyos 534 trabajadores pesa la amenaza de cierre y despido.

El contrato de venta recogía una garantía sobre el precio de la tarifa eléctrica (el obstáculo que había impedido a ALCOA hacerse con Inespal años antes) que iría de 1998 a 2007, más otros cinco años suplementarios, hasta 2012, con cargo a las arcas del Estado, al establecerse una cláusula según la cual la SEPI pagaría el coste extra energético a partir de unas variables establecidas. Es decir, se fijaba un precio para el kilovatio durante todo ese tiempo y todo lo que pasara de esas cifras lo abonaría el Estado.

Es en 2013 cuando ALCOA tiene que empezar a pagar la energía que consume (recordemos el 40 por ciento de sus costes aproximadamente) sin el colchón de aquella “letra pequeña” que le garantizaba un ahorro multimillonario. Antes, en 2009 ya habían comenzado los problemas para el gigante del aluminio estadounidense. La Unión Europea prohibió la tarifa especial que España le ofrecía a la multinacional, denominada G4, porque daba una ventaja competitiva a las industrias beneficiarias. El gobierno diseñó un sistema para compensar a las industrias electrointensivas por  ofrecer un  servicio de  “interrumpibilidad”.

¿Qué es esto? Básicamente un sistema por el que en periodos en que la demanda de electricidad es muy alto, estas fábricas reducen drásticamente su consumo, se desconectan del sistema para permitir que la luz llegue a todos los hogares. A cambio reciben pagos millonarios. Pero en 2013, la UE manifestó su recelo a estas ayudas y con el ministro José Manuel Soria al frente de Industria se sustituyó el sistema de asignación directa por un modelo de subastas a la baja para que el reparto de estas compensaciones atendiese a las reglas de la competencia, y evidentemente para ahorrar dinero en un contexto de caída de la demanda y un exceso de capacidad instalada que, ante el menor riesgo de saturación de consumo en el sistema eléctrico, hacen menos necesario el servicio de interrumpibilidad.

El fracaso de ALCOA en la primera de las subastas, en noviembre de 2014, provocó la amenaza de cierre de sus dos plantas de Avilés y Coruña. A finales de 2014 se produjeron otras dos subastas extraordinarias y entonces si consiguió los paquetes de interrumpibilidad que necesitaba para operar con precios asumibles. Con ello dio carpetazo momentáneo a sus planes de clausura y los centros de La Coruña y Avilés siguieron funcionando. Aunque con la advertencia de que resultaba urgente abordar el asunto de la tarifa eléctrica dadas las insuficiencias evidentes del sistema de subastas de interrumpibilidad.

Sin embargo, en octubre de 2018 la amenaza sobre estos dos centros de producción se concretó definitivamente: la multinacional anuncia su cierre alegando una “improductividad” ocasionada por problemas estructurales, su “menor capacidad de producción, una tecnología menos eficiente y elevados costes fijos”, todo unido al sempiterno problema del coste de la energía.

El episodio que se abre a continuación, penúltimo camino de ésta novela por entregas, es más propio de la vieja picaresca española del Siglo de Oro; una buena muestra de ese capitalismo no ya de amiguetes, sino de pura y dura rapiña que aflora en los momentos de crisis de la mano de avispados empresarios de fortuna, dispuestos a repartirse los despojos de un patrimonio industrial que el Estado no ha querido o sabido defender. ALCOA abrió un verdadero “casting” para seleccionar posibles compradores para sus plantas de Coruña y Avilés y, finalmente, con todas las bendiciones del Ministerio de Industria, supervisor y garante del proceso, el 31 de julio de 2019 se las adjudicó a Parter Capital Group, un fondo de inversión suizo sin conocimiento alguno en el sector fabril del aluminio. “Un día para la satisfacción y la esperanza” en palabras de la Ministra Reyes Maroto. Pronto se agotó la esperanza: recientemente hemos sabido que Parter ya ha cedido el control de las plantas a un denominado Grupo Industrial Riesgo (el sarcasmo del nombre se las trae), nuevo propietario de Alu Ibérica (nombre con el que ahora operan las plantas de Avilés y Coruña de la antigua ALCOA) denominación comercial de PMMR 1866 SL, sociedad constituida el 9 de mayo de 2019 con 3.000 euros de capital social, sede en Benalmádena (Málaga) y carácter de sociedad limitada unipersonal. Detrás se encuentra el empresario Víctor Rubén Domenech y un oscuro entramado de sociedades. Panorama muy negro para la reactivación de estas dos plantas, que permanecen hibernadas apenas un año después de su venta con todo el aparato comunicativo oficial detrás.

Para lo que aquí interesa cabe preguntarse: y, en todo éste tiempo, ¿qué se ha  hecho para ofrecer esa tarifa eléctrica predecible, estable y competitiva, al menos en términos europeos, recurrente reclamación de las empresas que como ALCOA necesitan un alto consumo de energía en sus procesos productivos?

Con Pedro Sánchez ya instalado en La Moncloa y en plena crisis por el cierre de las plantas de aluminio primario, el gobierno aprueba el Real Decreto-ley 20/2018, de 7 de diciembre, de medidas urgentes para el impulso de la competitividad económica en el sector de la industria y el comercio en España. En él se reconoce la necesidad de dotar de especial protección a la industria electrointensiva en línea con lo que sucede en el resto de la Unión Europea. Por  ello se reconoce que es necesario y urgente arbitrar mecanismos que permitan optimizar el coste que la energía eléctrica tiene para estos consumidores y, de esta forma, mejorar su competitividad internacional. En su art. 4 se crea la figura del consumidor electrointensivo y se da un mandato al gobierno para que, “en el plazo de seis meses, elabore y apruebe un Estatuto de consumidores electrointensivos, que los caracterice y recoja sus derechos y obligaciones en relación con su participación en el sistema y los mercados de electricidad”.

El RD-Ley fue sometido a convalidación del Congreso de los Diputados el 20 de diciembre de 2018, sesión a la que asistieron los comités de empresa de ALCOA en Avilés y Coruña. Tras una intervención de la ministra Reyes Maroto que no formará parte de su mejores tardes, el RD salió adelante gracias a una mayoría de votos escépticos (111, Si; 4, No; 228, Abstenciones).

La portavoz más beligerante de aquélla sesión fue la diputada por La Coruña Dña. Yolanda Díaz Pérez, del Grupo Parlamentario Unidos Podemos-En Común Podem-En Marea, que en un pasaje especialmente vibrante le espetaba a la ministra: “señora ministra, dos de las medidas que trae usted aquí de energía y para los sectores de las industrias electrointensivas en nuestro país nos las deriva usted a seis meses. ¿Es urgente o no lo es, señora ministra? ¿Usted cree que es serio un precepto como el cuatro? Nos llevan anunciando —sin que nunca lo hagan— que España por fin va a hacer un estatuto que regule la electrointensividad y los grandes consumidores, como en Francia, en Alemania y en los países serios, y nos dice que  trae este real decreto para hacer otro real decreto dentro de seis meses. No es serio, señora ministra. Se lo digo con todo el cariño: no es serio.”

 El 25 de abril del 2019 la CNMC hace público el informe preceptivo sobre el Proyecto de RD que regula el Estatuto de consumidores electrointensivos, remitido por el gobierno el 18 de Marzo. De ese informe interesa destacar un párrafo suficientemente ilustrativo: “En este sentido, la CNMC pide analizar en mayor detalle todos los mecanismos desde la óptica de la normativa de ayudas de Estado y recomienda que se tengan en consideración las ayudas a la industria electrointensiva que otros Estados miembros han adoptado y que ya han sido autorizadas por la CE”. Hablando claramente, el organismo regulador viene a decir: oiga, copien ustedes de otros países como Francia, Italia o Alemania que forman parte de la UE como nosotros y hace tiempo que adoptaron mecanismos que les ha permitido ofrecer una tarifa eléctrica competitiva a su industria. Entre los años 2017 y 2018, el precio eléctrico final pagado por la industria española fue de 20 a 25 euros/MWh más caro que el de sus competidores franceses y alemanes, respectivamente, lo que significa un 50% mayor.

El pasado 11 de febrero de 2020, 14 meses después de que se autoconcediese un plazo de seis meses para ponerlo en marcha, el gobierno hizo público el texto del último Proyecto de Estatuto para la industria electrointensiva. Ha recibido alegaciones de todo tipo de entidades y colectivos y ha conseguido algo extraordinario en estos tiempos de polarización: unir en torno a un mismo escrito de alegaciones pidiendo cambios significativos a la Xunta de Galicia (PP), el Principado de Asturias (PSOE) y el Gobierno de Cantabria (PRC).

Puede que finalmente el ansiado Estatuto vea la luz, aunque si no hay cambios significativos su utilidad parece muy dudosa. Máxime tras asistir al último paso de éste largo vía crucis: la comparecencia el pasado martes ante la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica del Congreso de D. Andrés Barceló, secretario de la Alianza por la Competitividad de la Industria Española y Director General de la Unión de Empresas Siderúrgicas (Unesid), quien calificó la última propuesta del gobierno para la industria electrointensiva como un “insulto”: ”si sale como el último borrador que nos presentaron, que lo dejen. Ya que si para el principal sector industrial, que es el siderúrgico, la rebaja contemplada en el último marco regulatorio propuesto era de 56 céntimos por Megavatio/hora… Eso es un insulto. No tiene otro nombre”. Sin pelos en la lengua. Los trabajadores de ALCOA que estos días pelean por mantener las instalaciones de San Ciprián en Lugo y sus 534 puestos de trabajo, último reducto del sector del aluminio primario en España (recuerden, esto empezó con 5000 empleos), agradecerán esta sinceridad.

Desde diciembre de 2014, fecha del primer anuncio de deslocalización de ALCOA, se han celebrado siete procesos electorales de alcance nacional. En todos ellos la promesa de una tarifa eléctrica singular para la industria electrointensiva (predecible, estable, competitiva…) ha formado parte del corazón de las propuestas electorales de todos los partidos, muy especialmente de los que lideraban el gobierno en aquella fecha o lo hacen ahora.

Procesos traumáticos como los de ALCOA o de la planta de Nissan en la Zona Franca de Barcelona obedecen seguramente a múltiples factores, algunos de ellos derivados de complejas estrategias globales. Pero, en el caso ALCOA, su lento y paulatino proceso de deslocalización ha estado marcado por una reivindicación de sobra conocida; no hay sorpresa ni amenaza nueva. Lo que sí ha habido es una omisión flagrante por parte del Estado; la omisión de la diligencia debida en lo que es su principal obligación en el ámbito económico: generar un entorno competitivo para que la actividad empresarial, en este caso industrial, pueda desarrollarse plenamente. Aquí ha fallado el entorno regulatorio, pues todo lo demás España lo tenía: instalaciones, procesos, tecnología, personal cualificado… Sólo faltaba la regulación y, ahí, con haber copiado a nuestros vecinos europeos, hubiese sido suficiente. Pero ha faltado voluntad política, ese arcano que opera intramuros del Consejo de Ministros y que ha estado presto para apoyar a otros sectores. Desde luego, no a la gran industria, la que curiosamente ofrece el empleo más cualificado, más estable y de mayor calidad.

Sólo me queda una curiosidad, ¿qué pensará de todo esto aquélla enérgica diputada gallega que en el pleno del Congreso le espetó a la ministra de Industria aquello de: “esto no es serio, ministra”? ¿Seguirá pensando lo mismo, ahora que comparten asiento en el Consejo de Ministros y ella es titular, nada menos, que de la cartera de Trabajo?