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Radiografía de la Justicia española

España es uno de los países europeos en los que la ciudadanía tiene peor percepción de la independencia de los jueces. En la encuesta La imagen de la justicia de 2023 se constata que un 87% de los encuestados considera que los políticos tratan de influir sobre el poder judicial y controlarlo. También en 2023, un estudio del CIS reveló que la Justicia es uno de los servicios públicos peor valorados. 

Por ello, quisiera romper una lanza a favor de la confianza en nuestro sistema judicial. Entonar un «yo sí que creo» en nuestra Justicia. Eso sí, como la confianza no puede ser ciega, tratemos de profundizar aportando datos, la mayoría de los cuales los tomo del informe recientemente presentado por la Fundación Hay Derecho sobre la situación de nuestro Estado de Derecho. En estos momentos de desinformación generalizada y de discursos construidos a través de percepciones subjetivas, conviene recordar que «dato mata relato».

Ciertamente, el servicio público de la administración de justicia en nuestro país tiene mucho que mejorar. Aunque en los últimos años se ha hecho un esfuerzo presupuestario y no estamos mal situados en cuanto a cifras de inversión atendiendo a nuestro PIB, ello no se ha traducido en mejoras en la congestión de nuestros tribunales. Tenemos una justicia lenta y congestionada, por lo que tenemos que ser más eficientes. Un servicio público que llegó tarde y mal a la digitalización, pero, sobre todo, al que le faltan muchos jueces. España es el cuarto país en Europa por la cola en número de jueces por cada 100.000 habitantes. 

Se dice, también, que nuestros jueces son conservadores y se señala como culpable al sistema de acceso. Soy firme partidario de cambiar nuestro sistema de acceso a la alta función pública para dirigirlo hacia un modelo de oposición tipo «MIR», en línea con el sistema alemán. Ahora bien, los datos están ahí: casi la mitad de los jueces y magistrados no están asociados y, entre los asociados, muchos lo están en asociaciones que no se identifican ideológicamente. Tan sólo un 34% de los jueces son afiliados de las dos asociaciones alineadas con los grandes partidos. Pero, sobre todo, lejos queda esa idea de que para ser juez hay que tener un cierto «pedigrí»: un 70% de quienes acceden a la carrera judicial no tienen a ningún familiar en el ámbito jurídico y sólo un 5,96% tiene algún familiar que sea juez o magistrado. Además, los padres de un 20-30% de quienes acceden a la judicatura, según la promoción, no han tenido estudios superiores. Aunque más del 95% de los jueces han contado con el apoyo económico de sus familias durante los más de cuatro años que se extiende como media la preparación. De ahí la importancia del sistema de becas implantado desde 2022.

Tampoco ayuda a la percepción de la independencia judicial ciertas actuaciones del Consejo General del Poder Judicial: su bloqueo, el afán de los partidos por colocar a afines, decisiones polémicas en casos sensibles… Pero, al mismo tiempo, tenemos que ser conscientes de que el CGPJ no adopta decisiones jurisdiccionales. Su importancia reside, fundamentalmente, en su poder discrecional en ciertos nombramientos judiciales, donde el patronazgo asociativo de la carrera judicial es el problema: las dos asociaciones vinculadas a partidos copan los asientos del Consejo y, desde ahí, encumbran a sus asociados a los altos puestos judiciales comprometiendo el mérito y capacidad.

Y llegamos así al núcleo: ¿hay lawfare en España? ¿estamos ante un poder sin controles? ¿Existe una judicialización de la política? Claramente no. Puede haber algún exceso o desviación de un juez concreto, como hay malas praxis en cualquier profesión, y puede haber decisiones cuestionables de un juez o tribunal, porque el Derecho no es una ciencia exacta. Lo importante es que existen mecanismos de recurso para corregirlas, hasta llegar a Estrasburgo. De hecho, nuestra justicia es especialmente respetuosa con los derechos fundamentales.

Así las cosas, el protagonismo actual de la judicatura quizá tenga más que ver con una política populista cada vez más prepotente, que ha perdido el respeto a las reglas del juego democráticas, y con unos políticos interesados en inocular la desconfianza en el Poder Judicial para cuestionar su necesario control. Amén de que cuando fallan otras formas de exigir responsabilidad en sede política o de prevenir corruptelas (con mecanismos antifraude eficaces), entonces el único camino que queda es el de los tribunales. Pero, más allá de asuntos mediáticos y de polémicas políticas, podemos confiar en la profesionalidad e independencia de nuestro sistema judicial.

El Tribunal Constitucional: la politización y sus consecuencias

El problema de la palabra democracia es que su etimología es de sobra conocida: significa que el poder (cracia) corresponde al pueblo (demos). Eso hace que se asocie de manera automática a la existencia de elecciones, a que el pueblo decida sobre todo ejercicio del poder. Y no es cierto. La principal diferencia entre autocracias y democracias no es la celebración de elecciones sino la existencia de límites del poder.  Poco después de la revolución francesa ya Constant advertía que las tiranías de los monarcas absolutos hicieron pensar que el problema estaba en el ejercicio por una sola persona, pero que pronto quedó claro que el problema residía en el poder mismo: «El poder, siempre activo, siempre inquieto, derriba uno tras otro todos los diques que se le oponen y penetra en todas las parcelas de la esfera individual, invadiendo poco a poco la libertad del ciudadano». Para evitarlo se diseñó por Montesquieu el sistema de separación de poderes, y la idea de los checks and balances en Estados Unidos. Hasta ChatGPT pone como primer rasgo diferencial de las democracias la distribución del poder, y como segundo las elecciones libres. Pero parece que no nos lo terminamos de creer, y eso lo aprovechan los políticos para realizar esa incesante labor de zapa de todo lo que limita el poder. Las manifestaciones de políticos que niegan la legitimidad de los jueces (o del Rey) por no haber ser elegidos democráticamente no son más que maniobras para desprestigiar instituciones de control o de representación que impiden la concentración de un poder omnímodo en el ejecutivo. 

Este incesante intento por desprestigiar o ocupar las instituciones de control tiene muchos ejemplos: ataques al poder judicial, ocupación de la Fiscalía General, manipulación y postergamiento del Parlamento, captura de los organismos supuestamente independientes (como el Banco de España, sin ir más lejos). Los ejemplos abundan también en las Comunidades Autónomas, y bajo gobiernos de todo signo: la Fundación Hay Derecho ha seguido con preocupación el cierre de la agencia antifraude de Baleares, la supresión de la Cátedra de Buen Gobierno de la Universidad de Murcia, los cambios en el Consejo de Transparencia en Madrid

Pero después de leer el nuevo informe sobre el Estado de Derecho de la Fundación Hay Derecho, hoy toca hablar del Tribunal Constitucional. ¿Porqué es esencial este Tribunal? Porque la constitución establece el marco en el que el poder legislativo ejerce sus competencias, es decir hace las leyes. Y estas a su vez marcan los límites del ejercicio del poder por el ejecutivo y son las que aplican los jueces y tribunales. Las leyes se aprueban por mayoría en el Parlamento, pero esa mayoría se podría utilizar para oprimir a las minorías y vulnerar derechos fundamentales de todos. Podrían aprobar la esclavitud, o que el poder pudiera confiscar las propiedades de determinados grupos, o cambiar las reglas que rigen las elecciones para beneficiar a esa mayoría. Por eso se hace una constitución que se aprueba (y reforma) por unas mayorías reforzadas y con unos procedimientos especiales: esa norma superior garantiza que existe un marco común, dentro del que se puede optar por distintas políticas, pero siempre con límites, respetando unos derechos inalienables y unos procedimientos imperativos. Es el marco dentro del cual todos, cualquiera que sea su ideología, podemos sentirnos seguros. Y el Tribunal Constitucional es el que asegura que ese marco se respeta. Es evidente que si los miembros del Tribunal fueran elegidos por la mayoría parlamentaria en cada momento, sería inútil, pues reproduciría la división política. Por eso los miembros tienen un cargo que dura nueve años. También es obvio que si los nombrados fueran políticos al servicio del partido que los propone el tribunal sería también inútil, pues no serviría de control de poder sino de correa de transmisión de los partidos. Por eso se exige que sean juristas de reconocido prestigio, con más de 15 años de ejercicio profesional en los ámbitos del derecho y que se elijan por mayoría reforzada por el Parlamento. 

Sin embargo, el informe demuestra que desde el principio de la democracia el Tribunal Constitucional se ha ido politizando progresivamente. El punto álgido se produjo con los últimos nombramientos por parte del PSOE en 2022: Juan Carlos Campo, que había sido ministro de justicia hasta julio de 2021, y Laura Diez, que había sido Directora General del Ministerio de Presidencia hasta abril de 2022. Esto es algo inédito, pero el informe de Hay Derecho aporta más datos, que convierten estos dos casos escandalosos en la culminación de una tendencia trágica para este órgano. Actualmente, 8 de los 12 magistrados han ostentado con anterioridad cargos públicos para los que fueron designados por los partidos políticos, es decir un 66%. La media, quitando el actual tribunal, es del 33%. Pero la evolución ha sido claramente al alza, con un crecimiento casi exponencial a partir de 2016. Y no hay visos de que haya un cambio de tendencia. El último nombramiento, muy reciente y pactado junto a la renovación del CGPJ, ha sido el de Jose María Macías, que había sido miembro del mismo CGPJ designado por el PP, confirmando que el cursus honorum en esto de la justicia pasa por la conexión partidista. Lo pueden ver en este gráfico. 

El informe revela que no solo ha ido aumentando el número de magistrados vinculados políticamente, sino que cada vez es más corto el tiempo transcurrido entre el ejercicio del cargo y el nombramiento: por ejemplo el magistrado Xiol había sido Director General y miembro del CGPJ, pero fue nombrado magistrado 13 años después del último cargo; Ollero había sido Diputado, pero fue magistrado casi 10 años después. 

Finalmente, otro dato preocupante es el cambio en el origen profesional de los magistrados. Se han reducido los provenientes de la academia y han aumentado los de la carrera judicial. Pero sobre todo ha cambiado el origen de los jueces. Inicialmente se consideraba una regla no escrita que los magistrados de origen judicial hubieran sido miembros del Tribunal Supremo, con poquísimas excepciones: ahora solo la mitad lo son, como pueden ver en este revelador gráfico. 

Las consecuencias de esta invasión del Constitucional por los partidos también se pueden medir. Una de ellas es que directamente no pueden ejercer su función: Juan Carlos Campo se ha debido abstener en decenas de asuntos por su participación en ellos como político. Solo el Auto 62/2023 la abstención de Campo para el conocimiento de 19 asuntos, relacionados con actos o proyectos de ley en los que participó en su etapa como ministro. Otra, que también se puede medir, es la politización de las decisiones: mientras que en el año 2022 solo el 8% de las sentencias habían sido votadas por bloques entre los designados por los grandes partidos, en 2023 han sido el 29%, porcentaje que en realidad es del 100% en los asuntos políticamente sensibles. Esto último es gravísimo, porque mina la credibilidad del Tribunal ante la opinión pública. 

Pero las consecuencias van mucho más allá. Afecta también a la moral de los jueces, que ven como el desarrollo profesional y el acceso a los puestos más altos parece depender fundamentalmente de la conexión con -y sumisión al- poder político. Más bien puede afectar a la moral de dos formas: puede desmoralizar al que no está dispuesto a ceder y amoralizar (corromper) al que por ascender renuncia a su independencia. 

Lo más grave es que si los ciudadanos pierden la confianza en que el TC tratará de mantener el sentido y espíritu de la constitución, se pierde la fe en la democracia misma. Pues  si el TC no es un guardián objetivo del marco constitucional, podemos decir que ese marco común ha desaparecido, y por tanto los ciudadanos que no apoyan al Gobierno pueden no considerar que su actuación es legítima, por muy libres que hayan sido las elecciones. 

La democracia, como decía al principio, no es algo que se establezca una vez y esté ya conquistado. Vuelvo a Benjamin Constant: «El despotismo de la mayoría es quizás más temible que el de uno solo, porque no parece ser tal, y se disfraza con las apariencias de la opinión general y la voluntad del pueblo.» Eso nos obliga a todos a trabajar para reforzar los diques que el poder siempre trata de derribar, aún en democracia y lo ejerza quien lo ejerza. Por eso este artículo es también un llamamiento: al lector a leer y divulgar este informe; a los políticos, a recordar que los muros que derriben hoy dejarán el campo libre a los adversarios que mañana ostentarán el poder; y a los miembros de las instituciones de control, para que sean conscientes de que su lealtad es a la institución y a la sociedad y no a quien les nombró.

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