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RIP por la función pública ¿es inconstitucional la ley de reducción de la temporalidad en el empleo público? (parte III)

 “Los sabios saben que la legislación necia es una cuerda de arena que se deshace al doblarla”

(Emerson, Ensayos, Cátedra, 2014, p. 430)

Breve análisis de los enunciados legales presumiblemente viciados de inconstitucionalidad

En apretada síntesis, las objeciones de inconstitucionalidad (aparte de lo que ya se ha expuesto en las entradas anteriores) que presenta esta Ley son las siguientes:

a) En el Real Decreto 14/2021 ya se incorporaba un concepto de “plaza estructural de facto (esto es, aquella que no está recogida en la relación de puestos de trabajo ni en plantilla ni en otro instrumento de organización de recursos humanos), que abre la puerta a la estabilización excepcional rebajada por la que apuesta esta Ley a decenas de miles de situaciones (que se extiende por la DA 7 a entidades del sector público) que, aparte de su vocación de corregir fraudes de ley continuados en la contratación laboral y las afectaciones indirectas a las legítimas expectativas ciudadanas de acceso en condiciones de igualdad, podían resultar incontrolables o de muy complejo acotamiento (lo que dará lugar, sin duda, a excesos y alguna que otra ventaja pactada sindicalmente). Xavier Boltaina ha estudiado recientemente los impactos laborales de la estabilización, también con el cruce de la –siempre benefactora para los trabajadores del sector público de la reforma laboral. El agravamiento de esa solución chicle de plazas de facto (generosa donde las haya, por mucho que se quiera acotar, como lo intenta Virginia Losa) viene de la mano de la polémica disposición adicional octava a la que luego se hará referencia. Quien crea que esto es, como tantas veces se ha dicho, una ley de punto final, no sabe o no quiere saber nada sobre cómo funciona realmente el sector público en España. Las bolsas de estos de estos procesos surtirán las futuras necesidades del sector público en España. Las oposiciones, salvo por las escasas organizaciones públicas que se las tomen en serio, serán siempre trucadas: unas tendrán saber especializado y capacidad ejecutiva; el resto, a sortear el panorama. No será neutro en cuanto a prestación de servicios respecta. Comparto, en otro orden de cosas, la tesis del profesor Castillo Blanco de que ese artículo 2.1 de la Ley (como tampoco la DA 6ª) no se puede aplicar a procesos selectivos de habilitación nacional, tales como los de la Administración Local, pues en estos últimos no se convocan plazas. Ello exigiría una cobertura normativa que la Ley no da. Mientras unos dedican años a preparar oposiciones, otros calientan sillas. Se barruntan procesos de estabilización en de FHN.

b) La referencia del artículo 2.4, cuando se refiere al “concurso-oposición excepcional”, expone lo siguiente: “pudiendo no ser eliminatorios los ejercicios en la fase de oposición, en el marco de la negociación colectiva establecida en el artículo 37.1.c) del TREBEP”. Este enunciado (por mucho que esté formulado potestativamente) plantea, por su carácter abierto, un encaje constitucional imposible (salvo que no se haga uso de esa posibilidad), puesto que habilita, por un lado, a que los ejercicios de la fase de oposición no sean eliminatorios (¿para qué sirve entonces la oposición?), aunque se haya interpretado (siempre interpretado) que la Ley no dice que no haya que superarse la fase de oposición (Mauri); la clave es preguntarse con qué puntuación (las bases estarán llenas de trampas). En todo caso, se desnaturaliza la esencia de la oposición (aunque aquí la jurisprudencia constitucional y ordinaria, en ese supermercado o bazar jurisprudencial en el que siempre se encuentra algo que nos sirva, ha sido muy complaciente con tales interpretaciones); mientras que, por otro, práctica absolutamente extendida, si bien sin encuadre posible en el artículo 37.2 TREBEP, habilita igualmente a que se negocien las bases de los procesos selectivos lo que anula las potestades de autoorganización y vacía más aún (además por norma legal básica excepcional que colisiona con la norma legal básica primaria) el poder de dirección (en la política de RRHH) de las administraciones públicas. Una vez más proliferará la tendencia a la interpretación conforme. Pero, si no torcemos el Derecho hasta lo irreconocible, a veces no será fácil, y el marco de inseguridad es total. A los mismos resultados, con argumentos más detallados, llega la profesora Cantero Martínez en el artículo ya citado de la RVOP (número 21) y en su próxima monografía sobre esta materia, fruto de su ejercicio de acceso a la condición de Catedrática de Universidad. Conviene leerla.

c) La disposición adicional sexta que establece obligatoriamente (“convocarán”) el sistema general “excepcional” de concurso para la provisión de todas aquellas plazas que, reuniendo los requisitos establecidos en el artículo 2.1, “hubieran estado ocupadas con carácter temporal de forma ininterrumpida con anterioridad a 1 de enero de 2016”. Esta solución normativa implica materialmente que ningún ciudadano que previamente no haya trabajado como funcionario o laboral en las Administraciones Públicas, tendrá la más mínima posibilidad real de acceder a ninguna de esas plazas. Además, la Resolución de la Secretaría de Estado de 1 de abril de 2022, pretende cerrar el paso a la participación efectiva de los funcionarios de carrera y personal laboral fijo a quienes no se valorarían los servicios prestados en esa condición; de tal modo que tales procesos de estabilización se configurarían materialmente como pruebas restringidas de acceso exclusivamente a favor del personal interino, quedando realmente fuera del cómputo los externos que no tengan período de servicios prestados a las administraciones y también -lo cual es grave en sí mismo- todos los funcionarios de carrera de las Administraciones Públicas españolas a quienes no se computarían tales méritos. En todo caso, si el concurso es un procedimiento selectivo excepcional de acceso a la función pública, no puede calificarse como excepcional lo que se pretende aplicar a centenares de miles de plazas. Así las cosas, en esa interpretación “ministerial” se percibe con claridad que ese concurso, además, solo pretende –otra cosa es que lo consiga- aplantillar a quienes ya están. Por tanto, es una total pantomima (en términos igual o más duros se pronuncia Jorge Fondevila). Mucho se tendrán que retorcer las bases de convocatoria y mucho tendrán que tragar los tribunales de justicia para impedir (pues nada prohíbe la Ley) que a los funcionarios de carrera que busquen la promoción profesional, un mejor destino o mejores retribuciones se les cierre abruptamente la posibilidad de obtener plaza, y cabe intuir que estos procesos acabarán en batallas judiciales por doquier. Pretender utilizar argumentos propios de la década de los ochenta y noventa, diciendo que se trata de un procedimiento excepcional (cuando en verdad es la excepción de la excepción y, aun más, de una tercera excepción), y por una sola vez (cuando ya se ha hecho y pretendido hacer en numerosas ocasiones), son pésimas justificaciones. Además, ¿por qué poner el umbral en los cinco años? Como ha expuesto la profesora Cantero, en esta opción hay una elección caprichosa, que en ningún momento se justifica objetivamente en el preámbulo de la Ley. Aquí se ha confundido directamente lo que es extender las condiciones y derechos funcionariales (por ejemplo, en el ámbito de excedencias) de los funcionarios de carrera a los interinos (que algunos pronunciamientos del TC fijaron como interinidad de larga duración en esos años), lo cual es una aplicación correcta de la Directiva 1999/70, con el acceso al empleo público. En efecto, el acceso a la función pública es manifestación de un derecho fundamental, por muy de configuración legal que sea, no una condición de trabajo o situación administrativa, ni un derecho retributivo. Además, como argumento a favor de los temporales, si esto fuera constitucional sería contradictorio, ya que la Ley fija el umbral máximo de la temporalidad en tres años, por lo que no se entiende por qué hace uso para ese caso singular de cinco. Es incongruente. Al margen sin duda de que, como también ha estudiado la profesora Cantero, la aplicación del concurso como medio ordinario para seleccionar centenares de miles de plazas es, en sí mismo, no una medida excepcional, sino más bien arbitraria que contradice completamente la previsión normativa del artículo 61.6 TREBEP, que se enuncia como presupuesto legal de cobertura, y que prevé esa naturaleza excepcional del procedimiento de concurso como vía de acceso, habitualmente aplicada a determinadas plazas o puestos de trabajo que por sus exigencias funcionales específicas así lo permitan. Aquí la exigencia funcional se difumina y emerge la excepción temporal, que se aplica a todos los colectivos y que, por tanto, solo puede tomar como referencia la antigüedad o criterios formales (titulaciones o cursos de formación).  A mayor abundamiento, la obligatoriedad de que las Administraciones Públicas deban convocar por ese procedimiento selectivo de concurso tales plazas, y no puedan hacerlo por concurso-oposición, teniendo como tiene ese proceso un encaje constitucional poco menos que imposible, es una vulneración directa de la autonomía y potestad de autoorganización de las Administraciones públicas territoriales que contradice la finalidad y sentido del artículo 61 del TREBEP y el propio espíritu de esa norma básica, no justificando en ningún momento cuál es el fundamento en el que se basa esa obligación de acudir preceptivamente al concurso y, no alternativamente, como sería más adecuado constitucional y eficientemente, al concurso-oposición. En un marco normativo básico de impronta dispositiva (Castillo Blanco), como es el TREBEP, este injerto normativo sacrifica el principio de autonomía y autoorganización de los entes territoriales en el altar de una Ley centralista que todas las CCAA aplauden. Paradojas.

d) Y, en fin, luego está la enigmática disposición adicional octava, como guinda del pastel. Aquí se le ha colado al legislador sus verdaderas intenciones (aplantillar “personas”: toda la retórica del preámbulo y ministerial se va al garete). La técnica legislativa es, como estudió Jorge Fondevila, deplorable. Su único significado posible está en su relación con el artículo 2.1 de la Ley; al que ya hemos prestado la atención debida. Conforma con este último precepto el coladero final en el que se ha convertido esta Ley. Lo que pretende esta DA 8ª es, una vez más, que también se beneficien de ese acceso fácil las plazas tengan carácter estructural de facto o fantasma, también las estacionales, lo que obligará previamente a crearlas de iure, y reconocer luego en las bases de convocatoria esos derechos adquiridos a las personas que las habían venido ocupando temporalmente. Lo que pase antes (cuáles se incorporen) y luego, mejor ni pensarlo. El coste financiero tampoco importa: ya se darán cuenta los ayuntamientos de la factura a pagar cuando la crisis fiscal azote.

Final: un balance desolador

En fin, de regulaciones legislativas propias del compadreo parlamentario y de populismo barato, salen enunciados normativos o legales de estructura tan abierta que se aproximan a monstruos legales, que prácticamente todo lo admiten. Aquí el legislador no configura un derecho fundamental, sino que lleva a cabo una labor mucho más efectiva de deconstrucción (a incorporar en los estudios futuros de los derechos fundamentales): el artículo 23.2 CE aparece así como un derecho fundamental de desconfiguración legal, vaciando la Constitución, así como la Ley, y dejando en manos de espurias negociaciones sindicales entre bambalinas la comisión de atropellos indiscriminados de derechos fundamentales a la ciudadanía, admitiendo una gama de soluciones que pueden ir desde lo razonable (algo que apenas veremos) hasta lo disparatado (que será común) y devastando los contornos de un derecho fundamental al que deja vacío de contenido en lo que de su aplicación a quien sea outsider respecta, así como planteando una preterición casi absoluta del principio de autonomía y de autoorganización de las administraciones territoriales (que a ninguna al parecer le importa un comino; pues solo quieren que les solucione expeditivamente el legislador un marrón que ellas mismas han creado por su absoluta incompetencia y dejadez). Mal asunto tiene todo esto. Los medios de comunicación, también irresponsablemente y con un desconocimiento absoluto y total ignorancia de esta materia, dan todo esto por sentado y definitivo. Hablan un día sí y otro también de ofertas de empleo público, que son de mentira. Da la impresión de que el espíritu crítico se haya secado en este país. El conformismo cómodo se impone, junto a un populismo que ya devora las entrañas del Estado. Intuyo el final: la gestión de este proceso será una tortura absoluta que consumirá recursos públicos sinfín. En las próximas décadas esa secular institución de la función pública  será un armatoste inefectivo y costosísimo, más aún de lo que ya lo comienza a ser en nuestros días. El “(in)digno” legislador democrático así lo ha querido.

Adenda

Cuando una pésima Ley requiere ser “interpretada” oficialmente por el Ministerio del ramo para evitar destrozos mayores (Resolución de la Secretaría de Estado de Función Pública de 1 de abril de 2022) o cuando abundan las “guías” interpretativas y aplicativas, algo raro sucede. Mediante este tipo de instrumentos de soft law hispánico se pretende, por un lado, que las Administraciones Públicas (con ese amplísimo margen de discrecionalidad que les da la Ley) no comentan (mayores) atropellos (algo difícil de conseguir por el trazado tan abierto de las normas a aplicar, que prácticamente todo lo admiten), así como fomentan el apetito siempre insaciable de los sindicatos de beneficiar a los que están, pretendiendo evitar que prosperen impugnaciones y que se pongan en bandeja el planteamiento de cuestiones de inconstitucionalidad; y, por otro, que los tribunales de justicia tengan un referente oficial (de la pretendida interpretación constitucionalmente correcta) que actúe como una suerte de efecto de desaliento a la hora de elevar tales cuestiones, animando a realizar interpretaciones “conforme” que se imponen desde los círculos de poder. Veremos si se consigue.

Algún día los responsables de todo este desaguisado pasarán un test de escrutinio serio y estricto por parte de la doctrina administrativa del Derecho Público español (lo del Derecho del Trabajo, mejor lo dejamos de lado en este punto, dado que poco o nada ha hecho salvo contaminar una institución como la función pública con categorías exógenas hasta pervertirla en su esencia), y quienes lo emitan intuyo que serán implacables con el tremendo daño no solo causado a un ya muy debilitado derecho fundamental (artículo 23.2 CE), sino sobre todo a la institución de función pública, que ha recibido un golpe letal del que tardará décadas (si es que lo consigue) en recuperarse. A ello me he referido con cierta carga irónica en otro lugar. Flaco negocio este del populismo legislativo. Pero son los tiempos que corren, para mayor desgracia de este país llamado España. Y me temo que habrá que acostumbrarse a retorcer el Derecho hasta un punto en el que, como fuste torcido, ya sea totalmente irreconocible, como lo ha hecho esta Ley 20/2021 en los puntos antes expuestos. Todo para que “los que están se queden”, y que “los de fuera no entren”. ¡Qué sencillo parece! No lo es.

¿Es inconstitucional la ley de reducción de la temporalidad en el empleo público? Parte I

Tal como expuso el profesor Alejandro Nieto, al “debilitarse el rigor de la selección” se produce obviamente un “descenso del nivel científico y técnico de la función pública”, signo evidente de su anunciada “decadencia y crisis”. Partiendo de esta atinada reflexión, formulada por cierto hace décadas,  es momento de retornar a lo que importa, esto es, a los conceptos; pues con frecuencia se olvida lo esencial –más aún en esta época de aceleración y volatilidad, también de ignorancia atrevida- , y se pone el foco en lo adjetivo.

La función pública es una institución del Estado que se caracteriza por tres elementos que conforman su “ADN”, siempre mal comprendidos y hoy en día casi totalmente olvidados.

El primero, premisa de los demás, es su carácter profesional; así, la función pública es una institución del Estado democrático, en la que deben ingresar aquellos profesionales que acrediten mejores méritos y capacidades (lo que hoy día se llama competencias) a través de procesos abiertos y competitivos en los que se salvaguarden los principios de igualdad, libre concurrencia y de publicidad. Dicho de otro modo, a la función pública en un Estado Constitucional (y de todas sus Administraciones Públicas) debería acceder quien tenga el mayor talento, con la finalidad de prestar servicios de calidad efectiva a la ciudadanía en todas las organizaciones públicas. No hacerlo de este modo es una estafa al país y a sus gentes. Una modalidad de corrupción político-legislativa, siquiera sea contingente o estructural, según los casos. Todos queremos que nos atiendan los mejores profesionales sanitarios, tener excelentes profesores, disponer de cuerpos de policía y bomberos efectivos, así como de los funcionarios más cualificados que sirvan los intereses públicos con integridad, sentido de pertenencia y compromiso público. Por contra, los actuales sistemas de acceso al sector público ven tambalearse una vez sí y otra también el principio de mérito.

Un sistema de función pública (ahora denominado con la bastarda expresión de empleo público) que no se asiente en esta primera premisa de profesionalidad niega su carácter democrático al deslegitimarse, y puede incluso ser tachado de iliberal e ineficiente, dando pie a la irrupción sin freno del clientelismo, abrir las puertas a la corrupción o, en el mejor de los casos, dar pie a una fatal gestión de recursos humanos en las organizaciones públicas, que también es un síntoma grave de corrupción por abandono o incompetencia. En la poliédrica problemática de la temporalidad, hay un buen número de personas que accedieron a las plazas interinas por medio de sistemas competitivos, también las hay que ingresaron de la mano de sus padrinos políticos o sindicales, así como otras muchas que apenas acreditaron nada o casi nada, y que, una vez allí instaladas, por transcurso del tiempo, ante la insólita y temeraria dejadez gestora de los responsables públicos, solo deberán justificar (como así reconoce la Ley 20/2021, de 28 de diciembre) llevar un mínimo de cinco o de tres años “de antigüedad”, según los casos, para participar en pruebas selectivas de pantomima y “calzarse” una plaza en propiedad hasta su paso a la jubilación. Sí, ya sé, me objetarán de inmediato que se convocan “plazas”. Eso parece; pero no se engañen.

En verdad, las plazas cubiertas por personal interino que se convoquen en estos “nuevos” procesos de estabilización (y no es un juego de palabras) “extraordinarios plus”, que se suman con sus tres modalidades a los procesos “extraordinarios ordinarios” de la tasa adicional de estabilización de las leyes de presupuestos de 2017 y 2018,  y que pretenden transformar, por arte de birlibirloque, las plazas convocadas en funcionarios inamovibles. Ansiado objetivo, más ahora que todo se tambalea. Da igual que tales plazas, luego ejercidas a través de puestos de trabajo o dotaciones, tengan o vayan a tener tareas efectivas o que estas se vean gradualmente eliminadas (hasta hacer desaparecer múltiples dotaciones o inclusive puestos de trabajo) por la automatización o la revolución tecnológica, que eso no importa mucho, menos ahora. Mediante tales procesos de estabilización, se van a convocar decenas de miles de plazas (por ejemplo, de auxiliares administrativos, administrativos o de actividades de tramitación o gestión), que dentro de muy pocos años (o pasado mañana) ya no dispondrán de tareas efectivas; pero ahí estarán las plazas (puestos o dotaciones) enquistadas para siempre (con los impactos presupuestarios que ello comportará). Pero eso a nadie importa, lo que el Presupuesto público aguante no es de nadie, al menos eso creen quienes con sus actitudes u omisiones depredan lo público.  En estos momentos sólo se busca –otra cosa es que se consiga, pues indirectamente se está estimulando, al menos en los procedimientos de “concurso”, la movilidad entre funcionarios seniors de diferentes Administraciones Públicas (buscar la que pague más)- aplantillar definitivamente a cuantas más personas mejor. Pero este último es espíritu y finalidad de la Ley; aunque los errores en su diseño son monumentales. Lo ha explicado con gran claridad el profesor Castillo Blanco (aquí). Ello explica por qué se han rebajado más todavía las ya muy blandas exigencias de acceso recogidas en las Leyes de Presupuestos para 2017 y 2018, así como en el Real Decreto-Ley 14/2021 (que ya estaba, como se ha dicho por Marcos Peña, en el límite de la tolerancia constitucional), hasta abrir las puertas del acceso a la función pública de par en par a través de  pacto político parlamentario-gubernamental (con notables deficiencias de técnica legislativa, como ha escrito Jorge Fondevila, en su reciente análisis de las disposiciones adicionales 6ª y 8ª de la Ley 20/2021, publicado en El Consultor), mediante la incorporación de tres insólitas modalidades de procedimientos “selectivos” más extraordinarias aún (y en algunos casos restrictivas o restringidas de facto) de acceso al empleo público. Se han puesto creativas sus señorías. Donde había una excepción, se suman tres excepciones más, cada una más excepción que la anterior, y que además rebaja hasta el subsuelo los estándares antes previstos: blanda, de manga ancha, de manga anchísima y sin manga. Así, suena a broma de mal gusto que se hable, tal como hace el preámbulo de la Ley 20/2021, de “profesionalización del modelo del empleo público, con el centro en el personal funcionario de carrera”. Mentiras piadosas, que ya nadie cree, salvo el BOE y sus escribientes.

La pregunta políticamente incorrecta es obligada: ¿qué sentido tiene hoy día la inamovilidad o la continuidad de por vida en la función pública de quienes no acreditan permanentemente un desempeño efectivo y exigente? Y esto va para todos, no solo para temporales aspirantes a fijos. Dicho de otro modo: sin exigencias serias en el acceso ni evaluación alguna del desempeño, la inamovilidad se transforma en un privilegio sangrante frente a la precariedad y volatilidad del empleo privado. Se retribuye a los funcionarios por ser y por estar, nunca por hacer, menos aún por hacerlo bien. Y ese empleo público tan escasamente efectivo no sale precisamente gratis, como han expuesto en un impecable análisis L. Bernaldo de Quirós y M. Gómez Agustín, “Un Estado caro, ineficaz e ineficiente”, Revista del IEE, 1/2022, pp. 91 y ss. (aquí).

La segunda nota existencial de la función pública, y consustancial a la institución, que así se diferencia de la política, es la imparcialidad. Por definición, una función pública profesional es el mejor antídoto contra la parcialidad y la corrupción en el sector público, puesto que quienes acceden por estrictos criterios de igualdad, mérito y capacidad nada deben a quienes circunstancialmente ejercen el poder. Una de las cualidades más destacadas de la institución británica del Civil Service es que, dada su profesionalidad e imparcialidad, los altos funcionarios profesionales siempre han tenido la capacidad de decir no a la política, cuando esta propone atajos o soluciones no ajustadas a la legalidad, la integridad o la eficiencia. Nada de esto sucede entre nosotros. Por consiguiente, abrir las puertas de acceso a las administraciones públicas a profesionales que no hayan acreditado previamente saber especializado ni realizado esfuerzo competitivo alguno para ingresar, es convertir la función pública en una institución inservible, insignificante, incapaz por sí misma de atender las exigencias sociales y, peor aún, muy fácilmente maleable por el poder de turno, lo que conduce al debilitamiento del Estado democrático y de los servicios que debe recibir la ciudadanía.

La tercera nota determinante de una función pública profesional e imparcial es la garantía de estabilidad  o de permanencia en el empleo;  y ello implica que –en el contexto histórico en el que emergió; a lo largo del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX- lo relevante era poner a los funcionarios al abrigo de la política, para que no dependieran de los humores y cambios de sensibilidades ideológicas que en cada ciclo histórico o tras unas elecciones se producían. Se trataba así de erradicar el viejo sistema de cesantías o de lo que en Estados Unidos se conocía como el spoils system. En todo caso, para evitar lecturas torticeras, ha de advertirse que la permanencia o estabilidad en la función pública encuentra su sentido sólo como complemento necesario de la previa existencia de una institución profesional e imparcial. Es más, una estabilidad mal entendida puede introducir en la función pública una patología mucho mayor aún que la derivada de la España de las cesantías, pudiendo provocar incluso la aparición de un auténtico monstruo. Y esto se podría producir, por ejemplo, cuando se pretenda aplantillar definitivamente por decisión legal mediante convocatorias convenientemente trufadas en sus bases a centenares de miles de empleados públicos temporales sin exigir conocimiento alguno o aflojando tanto las exigencias de acceso que incluso no superando ninguna de las pruebas selectivas se pueda – como expuso el profesor Alejandro Nieto- “atravesar el Jordan y besar la Tierra Prometida”; esto es, obtener la ansiada plaza de por vida. La pregunta es obvia: ¿para qué valen, si es que se hacen, los ejercicios de oposición cuando determina el concurso? Está muy claro, para nada. La profesora J. Cantero (RVOP número 21, 2021) planteó con acierto el dudoso encaje de esa solución legal.

Cierto es que el abuso de la temporalidad en el empleo público es, en buena parte de las Administraciones Públicas (con excepción de la AGE), un mayúsculo problema generado por unas prácticas irregulares y una mezcla de irresponsabilidad política e incompetencia gestora, y agravado en los años duros de crisis fiscal con la imposición de tasas de reposición durísimas que dejaron a la función pública a los pies de los leones. Pero, no nos llamemos a engaño, siendo cierta la precisión última, que lo es (aunque no hasta el punto  de justificar las excepciones a la excepción, como pretende hacer con poca finura la exposición motivos de la Ley 20/2021, en “factores de tipo presupuestario”), la gestión de las ofertas y convocatorias ha sido generalmente desastrosa e indolente  en un gran número de Administraciones Públicas. Pero aquí las responsabilidades son difusas, y nadie las asume. Lo de siempre.

Y a río revuelto, ganancia de pescadores. Así ha sido. Como el lío creado era monumental y la bola de nieve imparable, la solución salomónica rebozada de burdas justificaciones de constitucionalidad se impuso: pretender que entren todos a través de los añadidos de la Ley 20/2021 al RDL 14/2020. Al margen de la clara vulnerabilidad constitucional de esa solución legal, me preocupa especialmente el mensaje que lanza este despropósito legislativo: el mérito y el esfuerzo ya no sirven de nada en la Administración Pública. Lo sabíamos en la carrera profesional, ahora lo hemos descubierto también en el acceso. El “concurso” o las “pruebas selectivas fakes solo pretenden medir la antigüedad y poco más. La igualación por el suelo devasta el talento. De ahí al subsuelo, solo hay un paso: el entierro de la institución.

En efecto, la Ley 20/2021 es -perdonen las licencias de lenguaje- un auténtico bodrio normativo, especialmente en sus injertos choriceros al Real Decreto-ley 14/2021, y dará inmensos dolores de cabeza a quienes la deban interpretar y aplicar (tanto Administraciones Públicas como jueces y tribunales), multiplicando los litigios y produciendo más ineficiencia (disparando el gasto público, así como estresando y devastando los recursos de la Administración y de los tribunales); pero es lo que han querido sus señorías que, una vez parido el monstruo, descansarán tranquilas, bien cubiertas con el velo de la ignorancia. Hay riesgo evidente de que con estos procesos excepcionales en cadena de estabilización a la brava la función pública se nutra en buena medida de personas dóciles con el poder, que sean más permeables a presiones políticas. Votantes eternos de aquellos a quienes siempre deberán su tranquilidad futura. Si así fuera, el desastre sería mayúsculo y sus efectos letales.

El paso dado con esa Ley 20/2021  es muestra de la expresión más viva de un populismo parlamentario demagógico (en busca del “disputado voto” se tira la casa por la ventana) que creará más problemas de los que pretende resolver, y puede conducir a la institución de función pública al cementerio de los trastos viejos e inservibles, para así tener –o eso piensan algunos políticos- las manos libres. Se equivocan. Se han dado un tiro en el corazón de sus propias instituciones de autogobierno. El tiro de gracia.

Mi tesis, que expondré  en su día con el mínimo detalle que un post permite, es que esa “solución legislativa” buscada (realmente, cúmulo de ocurrencias: sólo hace falta ver las enmiendas presentadas en su día) no tiene encaje razonable en la Constitución, ya que rompe sus costuras; menos aún en 2021. Esa cadena interminable de excepciones cada una más cerrada dejan prácticamente vacíos de contenido los artículos 23.2 y 103.3 CE. Desde un plano fáctico, estamos hablando (y no es una cifra menor precisamente) de procesos de estabilización en cadena de personas que ocupan ya plazas interinas  o temporales, que sumadas todas ellas, representan casi un tercio del total del empleo público en España (en algunas Administraciones superan el cincuenta por ciento de su personal). Por tanto, las modalidades excepcionales de acceso ya no son sólo la regla, se convierten en universales, y no por “una sola vez”, que ya van muchas, sino porque condicionarán las futuras. Al tiempo.

Unos procesos que, se mire de lado, de frente o de costado, laminan literalmente la libre concurrencia y la plena efectividad de los principios constitucionales de  igualdad, mérito y capacidad, pretiriendo el ejercicio de un derecho fundamental a millones de potenciales aspirantes. Estos procesos llevan camino de enterrar definitivamente, como de materializarse así pasará, un derecho fundamental ya actualmente malherido: el derecho de acceso en condiciones de igualdad a la función pública (artículo 23.2 CE). Un derecho fundamental que, una mezcla obscena de decisiones legislativas y ejecutivas, así como por la enorme complacencia jurisdiccional y del propio Tribunal Constitucional, se ha ido vaciando gradualmente de esencia y efectividad desde finales de la década de los ochenta hasta la actualidad, quedándose convertido prácticamente en una reliquia constitucional con magro recorrido, ya que protege siempre mucho más al que ya está frente al que pretende ingresar. El siguiente paso, gravísimo por cierto, sería que se pretendiera justificar la constitucionalidad de semejante atropello legislativo. Un sapo difícil de digerir, como razonaré en su momento.

Nada de esto se extrae de la doctrina jurisprudencial del TJUE. Los jueces europeos que dictaron esa doctrina en innumerables sentencias no pudieron ni imaginar que la consecuencia de tales pronunciamientos sería enterrar el modelo de función pública profesional en España. Los márgenes de apreciación del legislador para aplicar esa doctrina no son habilitaciones para preterir los principios y reglas de la Constitución. No se confundan

Tampoco vale cínicamente echar mano de que el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, por exigencias de la Unión Europea, nos obliga a reducir radicalmente la temporalidad en el empleo público, lo cual es verdad; pero no así. Es totalmente falso el pretendido argumento, expuesto en el preámbulo de la Ley 20/2021, de que esta disposición normativa “conjuga adecuadamente el efecto útil de la directiva mencionada (Directiva 1999/70) con el aseguramiento de los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad en el acceso al empleo público”. Una vez leídos los chorizos incrustados por las Cortes Generales al RDL 14/2021, nadie en su sano juicio se lo cree, ni siquiera el dócil redactor de semejante mentira. Lo veremos en el siguiente comentario. Continuará.

Interinos eternos (reproducción tribuna en EM de Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes

Este artículo es una reproducción de una tribuna en El Mundo.

 

En pleno debate sobre los interinos en las Administraciones procede señalar que su proliferación y presencia masiva en las tareas públicas es el fruto del matrimonio contraído entre una señora, la deplorable gestión de la función pública, y un señor, el clientelismo. Un matrimonio de los antiguos, sólido y a prueba de cualquier mudanza.

No extraña por ello que los jueces – europeos, nacionales… – se hayan visto obligados a poner coto a la incuria de los poderes políticos para introducir el ingrediente de la justicia allí donde no hay más que sinrazón. Porque es oportuno ponerse en la posición de un magistrado ante el que se presenta un veterinario, un profesor o un bombero que lleva veinte años prestando servicios a una Comunidad autónoma o a un Ayuntamiento sin que nada ni nadie haya sido capaz de enderezar su situación. Y lo mismo vale decir para el empleado de Hacienda, de Obras Públicas o de Justicia al servicio del Estado. Es lógico que quien conoce de tal atropello trate de arreglarlo como pueda con sus armas en un juzgado.

¿Cómo es posible el embrollo que todos los veranos se organiza con la asignación de puestos en la enseñanza? Y que afecta no solo a los interinos sino a quienes ya han logrado superar una oposición, peregrinos de centro en centro por las provincias durante años. Antiguamente, en épocas de menor exaltación empoderada, a quien aprobaba una oposición a profesor de Instituto se le asignaba una plaza que ocupaba hasta que por concurso se podía trasladar a otra que fuera más de su conveniencia y a la que tuviera derecho. Tal previsibilidad ha desaparecido y los pobres profesores, superadas las pruebas, se ven sometidos durante años a la trashumancia. Pero la trashumancia es propia del ganado y de los sufridos pastores, no de los funcionarios públicos.

Si esto ocurre con quienes han superado unas pruebas, imagine el lector lo que ocurre con quienes ostentan la condición de interinos, piezas movibles de un tablero regido por reglas arcanas y en donde -precisamente por ello- los enigmas sobrepasan con holgura a las certezas. La desesperación del observador se afianza si contemplamos la carencia de personal en la asistencia sanitaria, especialmente lacerante en las zonas rurales, agravada por las consecuencias del virus. O en los servicios sociales o de empleo que tanto perjuicio causan a personas en situaciones desesperadas. Por no hablar de la Agencia Tributaria que exige un tipo de funcionario muy cualificado para que la seriedad se alíe con la solidaridad en beneficio de todos.

Al mismo tiempo, es bien cierto que, no todos, pero sí la inmensa mayoría de los interinos han adquirido tal situación gracias a la mediación de un pariente o al favor de un político. Lo lógico es que se les aclare desde el primer momento, sin la menor duda, que su condición es precaria y esconde un privilegio del que no han gozado miles de españoles carentes de ese cuñado bienhechor o de ese concejal, consejero o ministro que extrema su ternura con los allegados políticos. Un detalle que trastorna el orden constitucional entre cuyos valores se encuentra el mérito y la capacidad adecuadamente demostrados, como llaves que abren la puerta de acceso a los empleos que se financian con dinero público. Gracián ya dejó escrito que “no se habría de proveer dignidad ni prebenda sino por oposición, todo por méritos, solo a quien venga con más letras que favores”. Y esto dicho en el siglo XVII, cuando aún no se vivía bajo las actuales finuras constitucionales.

Por tanto, si tal interino estuviera en su puesto de trabajo solo el plazo que se necesita para que sea ocupado por un funcionario de carrera, entonces no se habría creado el atolladero que estamos viviendo conocido como “el “problema de los interinos”. Pero tal no ocurre, lo que se debe a la deficiente gestión de la función pública ya explicada. De esa coyunda entre el trato de favor (insistimos: no siempre, pero sí con absoluta frecuencia) y la incuria nace el interino. El “interino eterno” lo que es un oxímoron porque el interino, según el DRAE, es quien “ejerce un cargo o empleo por ausencia o falta de otro”. Es como si habláramos de la “embarazada eterna”.  Y al “interino eterno” el juez no tiene más remedio que ayudarle solucionando los casos concretos y escandalosos de los que conoce en el ejercicio de su función.

Otra cosa es que el legislador se empeñe en resolverlo y lo haga además utilizando, en lugar de una pluma sutil, la tosca herramienta de la chapuza. Porque chapuza, y de las clamorosas, es que a quien lleve diez años de servicio se le exima de cualquier prueba, la mínima que se pueda imaginar: un simple dictado, verbi gratia, para comprobar si el candidato maneja de manera ortodoxa consonantes comprometidas como son la “b” y la “v”.

¿Por qué diez años? ¿De dónde sale esa cifra? Estamos ante un acuerdo al que se ha llegado sin consulta previa ni con las Comunidades Autónomas ni con las entidades locales, altamente afectadas. No es mal desaire para un Gobierno de coalición que enarbola el diálogo y la “cogobernanza” como emblemas de su condición progresista, transversal e inclusiva. Chapuza pues, remiendo impresentable. Que a nadie puede extrañar si, como sabemos por los medios de comunicación, el bodrio ha sido cocinado in extremis por dos o tres diputados. Personas estas a quienes debemos respeto por ser nuestros representantes elegidos en listas electorales bloqueadas y cerradas. Pero ningún respeto más, pues se trata de seres que poco o nada saben de los asuntos serios y el de la función pública como soporte del Estado.

A quienes están tan justitos de conocimientos, caso de esos diputados, no se les deben encargar, sin tomar las cautelas adecuadas, asuntos complejos. Muchos españoles nos quedaríamos más tranquilos si supiéramos que en este tema se había contado con la opinión de catedráticos como Alejandro Nieto o Miguel Sánchez Morón. O con el Informe exhaustivo del Defensor del Pueblo (2003) que criticaba el abuso de la interinidad porque crea “un entramado de intereses contrapuestos”: frustra las expectativas de otros funcionarios al impedirles su promoción y obstaculiza a los opositores que aspiran a presentarse a pruebas públicas, limpias y juzgadas por personal competente (no por aficionados de los sindicatos). El aumento de la interinidad agudiza la desigualdad y extrema el peligro de la arbitrariedad pues es sabido que la contratación de personal temporal no conoce las garantías de la selección de funcionarios de carrera. A ello se añade que los procesos de posterior consolidación – como este que ahora estamos tratando- implican en la práctica incorporar mediante pruebas simples a quienes en su día accedieron sin una demostración exigente de sus méritos.

A la vista de lo expuesto, la complejidad del problema salta a la vista. Nada más frívolo que encargar su tratamiento a quienes carecen de los saberes necesarios y viven las urgencias de alcanzar acuerdos políticos que calmen los aprietos de sus respectivos jefes.

Antes de acabar consignemos con dolor la última botaratada que figura en la ponencia política que va a debatir el PSOE y que consiste en otorgar becas a los opositores a Judicaturas para garantizar el acceso “democrático” a la Carrera Judicial. Hace falta tener cuajo para anunciar este proyecto. Quienes firmamos este artículo llevamos decenios explicando en Facultades de Derecho y podemos asegurar que las plazas de jueces y fiscales se obtienen por jóvenes de orígenes sociales variados, entre ellos son legión los de humilde procedencia. A ver si de una vez se aclara el mundo progresista: el único ascensor que asegura la justicia social es el de las oposiciones libres.

 

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son catedráticos de Derecho Administrativo. Autores de “Panfleto contra la trapacería política. Nuevo Retablo de las Maravillas” con Prólogo de Albert Boadella (Triacastela, 2021).

 

Los principios constitucionales rectores del empleo público no se negocian (a propósito de los interinos)

Los principios constitucionales que rigen el acceso a la Administración, el principio de igualdad, el de mérito y de capacidad, no son materia negociable ni libremente disponible, ni para el Gobierno ni para el propio legislador. La polémica ha surgido a raíz de la convalidación en el Congreso del controvertido Real Decreto-ley 14/2021, de 6 de julio, de medidas urgentes para la reducción de la temporalidad en el empleo público, que será tramitado como proyecto de ley a través del procedimiento de urgencia. Dicha aprobación se consiguió in extremis, tras un duro proceso de negociación de la Ministra de Hacienda y Función Pública para conseguir el apoyo de Unidas Podemos y Esquerra Republicana de Catalunya. Este acuerdo se ha logrado tras el compromiso del Gobierno de introducir en el nuevo proyecto de ley mejoras muy significativas respecto del régimen ya notablemente privilegiado que esta norma contiene para el personal temporal de la Administración. Sin embargo, estas mejoras plantean importantes dudas sobre su constitucionalidad.

Entre otras mejoras, y según ha trascendido a los medios de comunicación, se permitirá la conversión de los funcionarios interinos que lleven más de diez años en la Administración, ocupando la misma plaza, en funcionarios de carrera, sin necesidad de someterse a una oposición, aplicando la excepcionalidad del concurso que prevé el art. 61.6 del TREBEP (Real Decreto Legislativo 5/2015). Se trata de un nuevo y curioso medio de adquirir la condición funcionarial por usucapión, por el mero hecho de ocupar un puesto en la función pública durante un tiempo determinado, sin tener que acreditar conocimientos, competencias y capacidades a través de un procedimiento abierto de concurrencia competitiva. Asimismo, para facilitar los procesos de estabilización del personal temporal se ha previsto la posibilidad de que la fase de oposición no sea eliminatoria, si así lo deciden las Comunidades Autónomas en sus convocatorias, lo que supone incrementar notablemente el peso de la experiencia, evitando que el interino se quede fuera del proceso si suspende la oposición. Con ello, es previsible que se vean truncadas las expectativas de muchos ciudadanos que llevan años preparando oposiciones.

La solución al complejo problema de la temporalidad en la Administración no admite soluciones simples. El Gobierno tiene que manejar dos regímenes jurídicos diferentes, el laboral, para toda la pléyade de contratos laborales temporales que existen en las distintas Administraciones públicas, incluida la categoría del personal laboral indefinido no fijo, y el régimen administrativo para los funcionarios interinos. Por si ello fuera poco, son muchos los intereses contrapuestos que confluyen en esta materia y enormes las presiones a las que el Gobierno está sometido por parte de las plataformas de interinos y de los sindicatos que, por cierto, y sin detenerme en el significativo papel que están jugando, lejos de lanzar una mirada más amplia y responsable del interés general, han adoptado la postura férrea de defender a toda costa el interés privado del personal temporal de conseguir un empleo para toda la vida en la Administración. Como diría Sánchez Morón, se evidencia así, una vez más, el desequilibrio que existe en la negociación colectiva en el ámbito público, donde sindicatos altamente profesionalizados y avezados en las técnicas negociadoras se enfrentan ante una Administración cuyos representantes, no solo disparan con pólvora del rey, sin exponer su propio patrimonio, sino que suelen estar afectados por el síndrome del “horror al conflicto”, lo que debilita radicalmente su posición negociadora (El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, nº 10, febrero de 2010, p. 66).

Cierto es que existen varios cientos de miles de empleados temporales que llevan muchos años trabajando en la Administración de forma abusiva -otros muchos, no– y que tienen dificultades para preparar los largos y tediosos procesos selectivos actuales, basados excesivamente en pruebas memorísticas y en inabarcables temarios que hoy en día tienen ya poco sentido. Sin duda, hay que repensar seriamente el modelo y los procedimientos de acceso a la Administración para atraer el talento y para adaptarlos a los nuevos tiempos. Pero al mismo tiempo, existen también otros cientos de miles de opositores, no sindicalizados, que llevan muchos años dedicados en exclusiva a preparar sus oposiciones, con gran esfuerzo y dedicación y que verán cercenadas sus legítimas expectativas si se adoptan finalmente las medidas que se anuncian.

Al mismo tiempo, habría que tener en cuenta otros intereses públicos que afectan al propio funcionamiento de la Administración, a su eficacia, y que están directamente relacionados con las personas que le sirven. La Administración debe servir al interés general, que cada día es más complejo y requiere de personal altamente cualificado y profesionalizado. Ha de responder a los nuevos retos que plantea la sociedad actual, al envejecimiento de sus plantillas, a las tareas rutinarias de la Administración, que seguramente serán automatizadas en los próximos años y supondrán la desaparición de numerosos puestos de trabajo. Ha de atender a los desafíos que plantean las funciones cada vez más complejas de la Administración, que posiblemente requerirán de una nueva forma de actuación por misiones y proyectos, con nuevas incorporaciones muy cualificadas de personal con carácter temporal. Para ello, la Administración debe contar también con empleados mucho más versátiles, con amplias competencias digitales y probablemente con carácter temporal. Ha de atraer el talento a la Administración, repensar los actuales procedimientos selectivos y, sobre todo, convocarlos con mayor frecuencia. En todo caso, la Administración debería planificar con calma todos estos procesos antes de verse inmersa en estos procedimientos automáticos de estabilización del personal temporal que se pretenden. Debería hacer una reflexión organizativa previa de lo que tiene y de lo que necesita y, sobre todo, debería realizar una planificación inteligente de las plazas vacantes (Gorriti Bontigui).

Ante todos estos intereses contrapuestos, la respuesta de nuestro ordenamiento jurídico no puede ser la de decantar claramente la balanza a favor de uno de ellos, máxime cuando ello supone obviar principios constitucionales que limitan claramente el ámbito de actuación del Gobierno y del propio legislador que, además podrían traducirse en un claro perjuicio para el interés general. Hay que erradicar de la Administración la temporalidad abusiva y reconducirla hacia los porcentajes que se han considerado razonables y sobre los que hay un amplio consenso (en torno al 8% del personal), pero ello no puede hacerse con brocha gorda, a través de un “aplantillamiento” casi directo del personal temporal que lleve más de diez años en la Administración. Esta solución, además de ser incompatible con los principios rectores que rigen el acceso al empleo público, también sería arbitraria y conduciría al absurdo. Si lo hacemos así, ¿por qué no extender la medida a los que lleven 9 años en la Administración? Y si lo hacemos también con estos, ¿por qué no hacerlo con los que han prestado servicios durante 8 años? Y así sucesivamente podría extenderse la argumentación hasta llegar incluso a otros contratos y nombramientos temporales, aunque no se haya producido un uso abusivo de los mismos.

La respuesta exige brocha muy fina. Ha de buscarse haciendo una ponderación de todos los intereses en conflicto, siguiendo las líneas apuntadas por la jurisprudencia comunitaria y, en todo caso, dentro del marco constitucional que establece las claves del acceso a la Administración. De no hacerlo así, si se buscan atajos, se verían claramente vulnerados los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad y, con ellos, también el de eficacia que proclaman los puntos 1 y 3 del art. 103 de la Constitución. Asimismo, se violarían los artículos 14 y 23.2 de la Constitución, que establecen el derecho fundamental de todos los ciudadanos a acceder en condiciones de igualdad a la función pública.

La igualdad en el acceso es una dimensión específica del derecho a la igualdad de trato al ciudadano, que entronca directamente con las bases del Estado de Derecho y que constituye, desde la perspectiva institucional, uno de los fundamentos objetivos del orden jurídico (STC 302/1993, de 21 de octubre). Este principio se aplica a ambos colectivos de empleados, aunque se basan en títulos jurídicos distintos, el art. 14 de la Constitución, para el personal laboral, y el art. 23.2 de la Carta Magna para el personal funcionarial. Como ha reconocido la STC 236/2015, de 19 de noviembre, el art. 14 también garantiza a los ciudadanos una situación jurídica de igualdad en el acceso al empleo público no funcionarial, con la consiguiente imposibilidad de establecer requisitos para acceder a él que tengan carácter discriminatorio o que no vayan referidos al mérito y capacidad. Dicha protección “debe entenderse también aplicable a cualesquiera normas y actos que afecten al personal laboral durante la vigencia de la relación laboral que les vincula con la Administración”. Con base en esta argumentación, no cabe una transformación automática del funcionario interino en funcionario de carrera ni una novación del contrato laboral temporal en contrato fijo (que no indefinido). Incluso las pruebas restringidas a determinados colectivos de personal se han considerado contrarias a dicho principio, salvo que exista una justificación amparada en una situación excepcional y por una sola vez (STC 302/1993, de 21 de octubre y STC 86/2016, de 28 de abril, entre otras). Lo que sí permite la jurisprudencia constitucional es dar importantes ventajas a los interinos respecto del resto de opositores, pues ha amparado la posibilidad de beneficiar al personal temporal a través de la valoración como mérito -no como requisito- de los “servicios prestados” en la Administración, siempre que ello no sea lo determinante de la nota final (STC 107/2003, de 2 junio y STC 138/2000, de 29 de mayo, entre otras).

En definitiva, salvo que se modificara radicalmente esta doctrina constitucional, tampoco sería lícito, tal como se ha propuesto, permitir que la experiencia y la antigüedad en la Administración se convierta en el elemento determinante del éxito del proceso selectivo al no exigir el requisito de la superación de la fase de concurso. Se explica así que el concurso de méritos como exclusivo método de selección esté configurado en nuestro ordenamiento como algo absolutamente excepcional, sometido a reserva de ley y utilizable cuando, por la naturaleza de las funciones a realizar, deba valorarse la experiencia o cuando se trate de condiciones no acreditables mediante pruebas objetivas de conocimiento. Un claro ejemplo de ello es la docencia universitaria. Se accede por concurso con la exigencia de título de doctor, la previa acreditación por parte de la ANECA, con pleno respeto a los principios constitucionales y valorando, no la antigüedad, sino el historial académico, docente e investigador del profesor. Su generalización en las condiciones apuntadas sería otra puerta falsa para permitir el acceso a la Administración de empleados que no han demostrado suficientemente su mérito y capacidad en una oposición.

Por otra parte, la jurisprudencia comunitaria tampoco exige esta conversión de los empleados públicos temporales en funcionarios de carrera o en laborales fijos. De hecho, la jurisprudencia social del Tribunal Supremo creó en los años noventa una categoría específica de personal laboral, la del empleado público indefinido no fijo, para hacer compatible el carácter tuitivo y protector del trabajador que tiene la normativa comunitaria (Directiva 1999/70/CE — Acuerdo Marco de la CES, la UNICE y el CEEP sobre el Trabajo de Duración Determinada) con los principios constitucionales rectores del acceso al empleo público y con la especial naturaleza pública de la Administración como empleadora. Su declaración ante una contratación abusiva no es obstáculo para la obligación de la Administración de proceder a la cobertura ordinaria de los puestos de trabajo de que se trate o, en su caso, para que se decida su amortización. Ello significa que el empleado indefinido continuará desempeñando el puesto que venía ocupando hasta que se proceda a su cobertura por los correspondientes procedimientos selectivos, momento en el que se producirá la extinción de la relación laboral, salvo que el mencionado trabajador acceda a un empleo público tras la superación del correspondiente proceso selectivo. Cuando ello sucede, deben contar con la correspondiente indemnización por aplicación de lo previsto en la cláusula 4 de dicho Acuerdo Marco, que prohíbe establecer un régimen discriminatorio respecto del personal fijo comparable por la mera temporalidad del vínculo que los une con la Administración. Dicha indemnización debe ser extensible también para los contratados laborales interinos, tal como se sugiere en la reciente STJUE de 3 de junio de 2021, Sala Séptima, asunto IMIDRA (C-726/19).

De no haberse realizado esta armonización, la normativa comunitaria podría convertirse en la puerta falsa que permitiera al acceso a la Administración de personas que no han demostrado fehacientemente su mérito y capacidad a través del correspondiente proceso selectivo o, lo que es más grave, socavar las bases de nuestro Estado de Derecho, desconociendo el principio de igualdad y dando cobertura a posibles comportamientos arbitrarios, nepóticos o clientelares de la Administración. Bastaría con cometer conscientemente una irregularidad para provocar la fijeza del empleado temporalmente contratado.

En todo caso, no está de más reconducir el debate a sus justos términos. En contra de lo que se está afirmando de forma interesada en determinados ámbitos, el Derecho Comunitario no impone la conversión de los empleados temporales contratados de forma abusiva en empleados fijos. Ni siquiera exige aplicar para el ordenamiento administrativo funcionarial el mismo régimen protector que ha previsto el ordenamiento laboral, que convierte el contrato de trabajo temporal irregular en un contrato de trabajo indefinido. Esta sería simplemente una de las múltiples opciones del legislador que se sugiere en la jurisprudencia comunitaria a falta de otra medida equivalente. Como ha declarado la jurisprudencia comunitaria, la comparación del régimen jurídico de los funcionarios interinos ha de hacerse respecto del régimen aplicable a los funcionarios de carrera en su misma Administración, no respecto de las condiciones de trabajo aplicables a sus empleados laborales fijos. Sería erróneo cruzar ambas situaciones para aplicar a las relaciones administrativas las soluciones que aporta el régimen laboral (por todos, nos remitimos al argumento 66 de la STJUE de 14 de septiembre de 2016, en el asunto Pérez López, C-16/15).

El legislador puede buscar otras soluciones equivalentes que sean eficaces para evitar este abuso y sancionarlo y, sobre todo, más compatibles con los principios que rigen nuestro modelo funcionarial. Así lo ha clarificado la STJUE de 19 de marzo de 2020, Sánchez Ruiz y otros, C-103/18, que orienta a nuestro legislador y nos da las claves de las posibles medidas que pueden adoptarse internamente para evitar y sancionar estos comportamientos abusivos. Se señalan como posibles soluciones tres medidas. En primer lugar, la convocatoria regular de procesos selectivos para la provisión definitiva de las plazas ocupadas provisionalmente por empleados públicos cuando se trate de contrataciones o nombramientos fraudulentos que respondan a necesidades estructurales de la Administración. La organización de estos procesos no exime a los Estados miembros del cumplimiento de la obligación de establecer una medida adecuada para sancionar debidamente la utilización abusiva de sucesivos contratos y relaciones laborales de duración determinada, máxime cuando su resultado es además incierto y están abiertos a los candidatos que no han sido víctimas de tal abuso. En segundo lugar, la transformación de los empleados públicos temporales en «indefinidos no fijos», siempre que les permita disfrutar de los mismos derechos que los trabajadores fijos comparables. Su aplicación al ámbito funcionarial podría llevar a la creación de una nueva figura de “funcionario interino indefinido”. Los efectos prácticos de esta figura ya se sugieren en la jurisprudencia de lo contencioso-administrativo del Tribunal Supremo, aunque deberían ser perfilados por el propio legislador (STS de 29 de octubre de 2020, Sección4ª).  Y, en tercer lugar, se sugiere como otra posible solución la concesión de una indemnización equivalente a la abonada en caso de despido improcedente. Esta opción solo sería obligatoria para el personal laboral de la Administración por aplicación de la cláusula 4 del Acuerdo marco, no para los funcionarios interinos (sometidos a relaciones de Derecho público, en las que el “trabajador comparable”, a efectos del Derecho comunitario, es el funcionario de carrera). Así lo han declarado la STJUE de 22 de enero de 2020, asunto Baldonedo Martín y Ayuntamiento de Madrid, C‑177/18 y las STS de 21 de julio de 2020 y de 29 de octubre de 2020, Sala de lo Contencioso-Administrativo, Sección 4ª. La primera de ellas ha fijado la siguiente doctrina casacional: la legislación española sobre función pública, que no prevé el abono de indemnización alguna a los funcionarios interinos ni a los funcionarios de carrera cuando se extingue la relación de servicio, no se opone a la cláusula 4, apartado 1, del Acuerdo Marco.

En fin, debe ser el legislador el que se decante por alguna de estas opciones, orientándose por la prolija jurisprudencia comunitaria y, muy especialmente, por la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional. En esta búsqueda de posibles soluciones, ha de adoptar aquellas que sean más respetuosas con los principios constitucionales que rigen el acceso a la Administración y, más concretamente, con el principio de igualdad de oportunidades en el acceso al empleo público. Está claro que la conversión automática del personal temporal en personal fijo o en funcionario de carrera no lo es.

La temporalidad enquistada en el empleo público: la temporalidad futura como problema institucional

Se puede hablar de una temporalidad pasada (de aquellos polvos vienen esos lodos), presente (la que se tiene que resolver) y futura: esto es, la que prevé el régimen jurídico de aplicación tras la entrada en vigor del real decreto-ley 14/2021, de 6 de julio, “de medidas urgentes para la reducción de la temporalidad en el empleo público”, cocinado a fuego lento con los agentes sociales y las comunidades autónomas, así como con la FEMP. Esto de legislar por decreto-ley ya es una enfermedad contagiosa en la que la extraordinaria y urgente necesidad se torna un eufemismo (de estabilizar al personal interino ya se hablaba incluso en el primer plan de recuperación, transformación y resiliencia de 7 de octubre de 2020: ¿no hubo tiempo desde entonces de tramitar este grave asunto como proyecto de ley?).

No busque el lector un análisis aquí de las situaciones de temporalidad pretéritas, que son las presentes. Ya habrá quien se posicione sobre tales remedios, que no contentarán a todos. De las tres temporalidades descritas, nos ocuparemos de la última. Por tanto, hablaremos de futuro, que probablemente a nadie importa. El enfoque de la temporalidad futura se pretende atajar con unas medidas de energía aparente, con objetivos loables (reducción al 8 %). Nada nuevo, salvo las indemnizaciones y otros matices, que no estuviera en la legislación presupuestaria previa.

Hay varias confusiones con esto de la temporalidad (insisto, futura). La primera proviene de que se pretende aplicar a los tiempos venideros de disrupción tecnológica y funcional una normativa (en este caso un Acuerdo Marco) elaborada hace veintidós años cuando el mundo del trabajo era otra cosa. Es perfectamente lícito y compartible que se persiga la temporalidad fraudulenta. Y se debe aplaudir. Pero, el mercado de trabajo está sufriendo alteraciones sinfín, y la estabilidad propiamente dicha ya no se aplica tanto al sector privado como especialmente al público; donde sigue siendo uno de los elementos estructurales aún intocados. No sé por cuanto tiempo. En efecto, en las Administraciones Públicas los puestos de trabajo son, por definición, estructurales; pues sus funciones gozan de una suerte de pretendida eternidad que les protege. Al menos hasta ahora. Así, se defiende incluso que el puesto de trabajo ha de seguir, incluso si sus tareas se difuminan. La directiva 1999/70, que tenía sobre todo una inicial voluntad de ser aplicada a las relaciones laborales privadas, corre el riesgo de convertirse en el refugio jurisdiccional del empleo público temporal, sea este funcionarial o laboral. Una interpretación y aplicación incorrecta de su contenido, pudiera comportar -como luego diremos- resultados indeseados: por ejemplo, que la necesidad de transformar y adaptar las Administraciones Públicas sea tarea imposible, por mucha resiliencia que venga de Europa.

La primera paradoja resulta que, tras la aplaudida STJUE de 3 de junio, de las instituciones europeas han llegado mensajes contradictorios, o si se prefiere de fuego cruzado amigo. Por un lado, se animaba a que las restricciones presupuestarias fruto de la consolidación fiscal pusieran el foco en los gastos de personal. El legislador presupuestario fue obediente a las exigencias de la Comisión Europea (“los hombres de negro”), y adoptó medidas durísimas de contención presupuestaria durante el período 2011-2016, también en lo que a la congelación de las ofertas se refería. La Comisión aplaudía año tras año esa política de ajuste presupuestario. No se olvide.

La justicia europea tiene otro discurso, al menos mientras la directiva 1999/70 siga en vigor. Con el último pronunciamiento citado del TJUE, avalado por la Sala de lo Social del TS, cabría preguntarse hasta qué punto la tasa de reposición está herida de muerte. Y si finalmente es así, habrá que aplaudirlo, pues tal tasa pretendía pan para hoy y hambre para mañana, y en nada suponía una medida de contención del gasto, sino que lo hacía de forma aparente o en su mínima intensidad, y se proyectaba a lo largo de futuros ejercicios presupuestarios. Si no se podía cubrir las vacantes con personal de plantilla, se recurría a la interinidad. Hecha la Ley, hecha la trampa. La cosa viene de lejos. La tasa de reposición ha devastado el empleo público. Y sus verdaderas consecuencias están aún por escribir. Esto no ha hecho más que empezar.

Diez consecuencias de la regulación de la temporalidad futura en el TREBEP

Una lectura atenta de las medidas aprobadas no deja de producir una cierta sensación déjà vu, o casi. En lo que a la temporalidad futura respecta, lo más relevante sería lo siguiente:

Primera. Se modifica en profundidad el artículo 10 del TREBEP, cuyo enunciado sigue siendo el mismo: “Funcionarios interinos”; por tanto, esa modificación normativa se aplica exclusivamente al personal funcionario, nunca al personal laboral, que sigue poblando abundantemente las nóminas de las Administraciones Públicas, particularmente de las locales.

Segunda. Se densifica el artículo 10 TREBEP, hasta el punto de que, el incisivo jurista persa cuando se aproxime a la realidad normativa de la función pública española, rápidamente advertirá que ese personal interino no es la excepción, sino más bien la norma, en ese modelo bastardo de función pública ya sancionado. El propio preámbulo del real decreto-ley, a pesar de todas las cautelas dialécticas, da a entender en muchos de sus pasajes que esto de la interinidad en el empleo público es una epidemia, de ahí las medidas preventivas que se incluyen, que ya veremos si son suficientes para erradicar la enfermedad futura.

Tercera. El artículo 10.1 a) TREBEP sigue reconociendo con algunos cambios lo que ya existía: si una Administración Pública tiene una vacante estructural no cubierta, puede acudir a cubrirla temporalmente con personal interino, pero establece un plazo máximo de tres años. ¿Y por qué tres años? Hay que ir a la nueva redacción del artículo 10.4 para saberlo: se obliga a las Administraciones Públicas a proveer esa vacante mediante cualquier sistema de provisión o movilidad; pero si no se cubriera, puede acudir a hacerlo por medio de personal interino (en plaza estructural), con la condición de que a los tres años “desde el nombramiento del funcionario interino” (una situación subjetiva) la vacante sólo podrá ser cubierta por funcionario de carrera. Sin embargo, de inmediato viene la siguiente excepción: “salvo que el correspondiente proceso selectivo se haya quedado desierto, en cuyo caso se podrá efectuar otro nombramiento de personal funcionario interino” (cabe presumir que diferente del anterior, pues en caso contrario la interinidad se eternizaría de nuevo, incurriendo en práctica abusiva). Allí no acaban las excepciones, ya que, una vez convocada en el plazo de tres años la plaza (situación objetiva) desde que el funcionario interino fue nombrado (dimensión subjetiva), éste permanecerá en tal plaza hasta que el proceso selectivo se ultime; esto es, hasta la resolución de la convocatoria que, impugnaciones aparte, puede durar más de un año. La temporalidad de interinos en la función pública ya no será de larguísima duración, pero tampoco corta.

Cuarta. Esa modificación del artículo 10 del TREBEP se ve reforzada con lo establecido en la disposición adicional decimoséptima del TREBEP. Con ello el legislador excepcional pretende “aplicar soluciones efectivas disuasorias que dependen del Derecho nacional” (como reza el preámbulo), y a tal efecto “sancionar un eventual abuso de la temporalidad”. Así se prevé, en primer lugar, la descafeinada fórmula (ya incorporada para la contratación laboral por las leyes anuales de presupuestos generales) de exigir algo tan obvio como que las Administraciones Públicas “cumplan la legalidad”. Para intentar asustarlas se añade “que las actuaciones irregulares en la presente materia darán lugar a la exigencia de las responsabilidades que procedan de conformidad con la normativa vigente en cada Administración Pública”. Una vez más, exigencias de responsabilidad indeterminadas; que de poco servirán hasta que actúe la fiscalía, la justicia penal o el Tribunal de Cuentas, si es que procede. Más fuerza de convicción puede tener el hecho de que el incumplimiento del plazo máximo de permanencia (los tres años y todo lo que se estire la ejecución de las convocatorias) “dará lugar a una compensación del personal interino afectado, que será equivalente a 20 días de sus retribuciones fijas por año de servicio”, con los matices que allí se contienen. Si hay que abonar, es que ha habido responsabilidades a depurar.

Quinta. Todo ello es una manifestación más de que el proceso de laboralización de la función pública, como es su día expuso el profesor José Ángel Fuentetaja, es ya irreversible. Sin duda, el Acuerdo Marco y la jurisprudencia del TJUE han tenido un papel relevante. Lo paradójico, una vez más, es que esas medidas de regulación estatutaria de la temporalidad a futuro del TREBEP no se apliquen ex lege también al personal laboral interino en plazas estructurales, dejando que la marea jurisprudencial siga abriendo amplios boquetes en una actuación administrativa que, fruto de sus inconsistencias gestoras en no pocos casos, terminará incurriendo en incumplimiento de plazos y en fraudes temporales. Las competencias jurisdiccionales en el empleo público están partidas, pero también las gubernamentales (en distintos Ministerios, y no del mismo color), aunque ello no impidió que la regulación del teletrabajo fuera estatutaria. Sinceramente, no se entiende que una medida tan relevante desde el punto de vista estructural y de planificación estratégica del empleo público futuro, como es que las plazas estructurales vacantes se deban cubrir en un plazo de tres años (nada se dice de la oferta inmediata o de la próxima), no se haya incorporado como exigencia legal estatutaria también para el personal interino en el empleo público laboral. Un estatuto del empleado público no puede ser tan disímil en cuestiones estructurales o de gestión de procesos centrales de recursos humanos. La modificación del artículo 11 TREBEP, nada dice, salvo las previsiones relativas a indemnizaciones por establizazión que se regulan después, si se excede el plazo de temporalidad, que sigue sin fijarse en el TREBEP.  Algo más, como ya sugirió en su día una de las personas que suscribe esta entrada, se podía haber hecho.

Sexta. Se sigue admitiendo, en todo caso, la existencia de personal interino para la ejecución de programas de carácter temporal, que no podrán tener una duración superior a tres años, ampliable hasta doce meses más por las leyes de la Función Pública que se dicten en desarrollo de este Estatuto. No se dice que sea una modalidad de interinidad excepcional, pero sus limitaciones temporales no la hacen idónea para proyectos de medio plazo o para captar talento que desarrolle su actividad temporal en las Administraciones Públicas. Otros países (por ejemplo, Francia) han ampliado esos programas, proyectos o misiones a seis años, tiempo razonable para ejecutar, por ejemplo, los proyectos de fondos europeos del Plan de Recuperación que se extienden desde 2021 a 2026, o los relacionados con proyectos transversales derivados del cumplimiento de determinados Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030. Parece oportuno que las comunidades autónomas que no lo hayan hecho amplíen tales plazos hasta el límite previsto por la legislación básica. La rígida regulación de la temporalidad estructural, puede animar la huida de esta fórmula y la busca de refugio en la temporalidad por programas, siempre más flexible. Así las cosas, se puede producir una plétora de la interinidad funcionarial por programas. Si bien, sus límites temporales de superarse o aplicarse en fraude de ley, comportarán también la vulneración de las previsiones recogidas en el Acuerdo Marco, lo que podría derivar, una vez constatado el fraude, en demandas de responsabilidad patrimonial. Mejor hubiera sido prever una indemnización para estos supuestos de abuso de la temporalidad, al igual que se ha establecido para el personal interino estructural.

Séptima. El sistema de limitación de la temporalidad, si se aplica incorrectamente, puede abocar a que las administraciones territoriales (donde está principalmente el problema) caminen hacia un modelo de eliminación definitiva de las oposiciones libres y su sustitución por el ya dominante concurso-oposición, donde de nuevo  se demandará que al personal interino, sea estructural o sea temporal, se le computen los servicios prestados, a ser posible en la propia administración, y se articulen modelos de pruebas selectivas blandas. La insólita inclusión en la normativa básica de función pública del instrumento de las bolsas de interinidad aboga en esa dirección. Acceder a bolsas será ya el modo ordinario de acceso al empleo público territorial, con muy contadas excepciones. Y la rotación eterna en interinidades por bolsas puede acabar siendo identificada también como un abuso de temporalidad. Al tiempo. Salvo esta amenaza incierta, el modelo creado tiene un marcado sesgo de efecto de desaliento para apostar por un acceso sólo por oposición, que seguirá, así, teniendo un carácter residual, al menos en buena parte de las Administraciones territoriales. Qué consecuencias tenga ello para tales subsistemas de empleo público no es cuestión de tratar ahora; pero se puede intuir sin mucho esfuerzo.

Novena. La alternativa a tal modelo de interinidad como medio de acceso ordinario al empleo público, sólo podría proceder de un cambio radical del modelo de planificación y gestión de la selección, lo que hubiese requerido mucho más coraje normativo y una gran claridad estratégica en el diseño de la norma excepcional, que poco remedio tiene ya en este punto. Seguir con la exigencia de que las ofertas de empleo público deben aprobarse anualmente y formalizar las convocatorias (no su ejecución) de los procesos selectivos en el plazo de tres años desde su aprobación (artículo 70 TREBEP), y ahora también en el plazo de tres años desde que el interino ocupa esa plaza estructural, según el artículo 10 TREBEP), es una medida de gestión del pleistoceno. Cubrir una necesidad de vacante cuatro años después, es alimentar de nuevo la bicha de la temporalidad. No hay organización ni pública ni privada que pueda diseñar un sistema de previsión y cobertura de efectivos tan disfuncional, pues se está reconociendo lo obvio: quien gestiona mal sus políticas de selección de recursos humanos (que son la inmensa mayoría de las administraciones territoriales existentes), tiene premio, y difícilmente cambiará la forma de hacer las cosas. Así, será mucho más expeditivo incorporar personal interino a la estructura, y huir de procesos selectivos complejos. Los problemas futuros que pueda generar ese modo de gestionar recursos humanos en la Administración Pública a nadie importan. Se impone la política del presente, que hipotecará un mañana en el que quien decide ya no estará.

Décima. El peso de la interinidad actual es, sencillamente, insostenible. El peso de la interinidad futura lo seguirá siendo, quizás no tanto; pero, salvo golpes de timón muy enérgicos (impropios de la política compaciente) el sistema de gestión de los procesos selectivos se romperá en pedazos. La selección futura, ante la oleada de estabilizaciones y las jubilaciones masivas, será el gran desafío en la gestión de personas en las administraciones territoriales de esta década, y consumirá ingentes recursos y energías. Ninguna medida se prevé para encarar ese problema. Sí las hay para la administración local en la estabilización, no para las medidas futuras. Miento, hay una y especialmente grave: el decreto-ley incluye una peligrosa previsión que puede llevarse por tierra una política ordenada de gestión planificada de vacantes (Gorriti), la única opción sensata para renovar el talento en las Administraciones Públicas del futuro, ya que se prevé lo siguiente: “Con la finalidad de mantener una adecuada prestación de servicios públicos las Administraciones públicas podrán nombrar personal interino, en las plazas vacantes por jubilación que se produzcan en el ejercicio presupuestario”. Mal leída y mal aplicada, con el permiso de que a partir de 2023 buena parte de las vacantes no se amorticen por mandato presupuestario, esa regla podría ser un incentivo perverso que conduzca a la congelación sine die de las plazas existentes en la propia organización, pues  si se mantienen se podrán cubrir inmediatamente, olvidándose, así, el sector público de crear nuevos y necesarios perfiles de puestos de trabajo, ya que como dice el refrán “más vale pájaro en mano que ciento volando”. En este caso concreto, algo que ha desaparecido insólitamente del artículo 10.4 TREBEP, en ese caso sí que se recoge: como es la inclusión obligatoria de la vacante en la oferta inmediata o, si no fuera posible, en la siguiente.

Pobre empleo público territorial futuro (pues a este ámbito principalmente van dirigidas las medidas) si alguien pretende transformarlo con estos mimbres. Sin política de Estado en función pública, que no la hay, el cuarteamiento de la calidad institucional de las Administraciones Públicas está servido. No sirve con tener una AGE fuerte y unas administraciones territoriales debilitadas, pues en ellas descansan los servicios básicos que se prestan a la ciudadanía. Confiemos, no obstante, en que se haga una aplicación seria y responsable de tales instrumentos. La mejor opción de futuro sería acudir, de una vez por todas, a pruebas selectivas rigurosas, bien trazadas y ágiles de verdad. Evitando rodeos y problemas. ¿Alguien se atreve?