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¿Cómo nos está ayudando la cultura tecnológica a derrotar la crisis del coronavirus?

El Covid 19 corre velozmente y nos pone a prueba. La tecnología, nuestra capacidad de adaptación y tener un propósito son las principales herramientas para frenarlo.

Si lo vemos en perspectiva, el brote y la crisis desatada está presentando una dura prueba para medir que tan digitalizadas están nuestras sociedades; pero, sobre todo, qué tan conectados y ligados estamos por un propósito. Estar digitalizados no significa estar conectados. La tecnología no nos conecta por sí misma, solo puede hacerlo por medio de una cultura y un propósito que nos impulse en un mismo sentido.

Cuando la tecnología permea en la cultura con un propósito suceden cosas como la app que Corea del Sur ha lanzado, que conecta a la gente obligada a quedarse en casa con las autoridades sanitarias para monitorizar su evolución, y que también incluye localización por GPS para alertar si se rompe la cuarentena. En España e Italia tenemos la misma tecnología, pero ni la usamos ni somos propositivos.

Este ejemplo une nuestra capacidad de adaptación con la tecnología y un propósito: nuestra capacidad de asimilar la tecnología de manera rápida y efectiva, ponerla en funcionamiento para frenar la propagación del virus.

En el Colegio Estudiantes de Madrid, los estudiantes dejaron de ir a la escuela, pero siguen tomando clases con Google Classroom y herramientas como Hangouts. No fue nada raro para ellos; ya viven una cultura de innovación en la aulas. Por eso se movieron rápido y se las ingeniaron para actuar ante el problema. Su propósito es “la emoción de aprender, y está claro que lo llevan bien alto.

En Findasense tenemos activa, desde hace años, nuestra política de work from home. Y esto no es solo capacidad tecnológica (estrictamente necesaria), sino sobre todo una cultura impulsada por un propósito. Nuestro propósito es “relaciones que funcionan ”, y el coronavirus la está poniendo a prueba, con el excelente resultado de que nuestra operación sigue con normalidad, sin un gran esfuerzo adicionalidad; ya estábamos preparados.

Aquí la cultura juega un papel preponderante. La cultura de estar conectados, atentos y a disposición del otro. La cultura de la autogestión, la horizontalidad y la conexión han demostrado ser herramientas eficaces para luchar contra el contagio; organizaciones abiertas y capaces de moverse con agilidad ante este tipo de cambios son las primeras que han podido reaccionar con acciones como el teletrabajo. Esto es capacidad constante de adaptarnos.

Ciertamente, la pandemia activa nuestra capacidad adaptativa y nos hace pensar de manera diferente. Pero, así deberíamos pensar siempre en un mundo tan cambiante y con tantos retos por delante. La directora ejecutiva del Instituto for the Future (IFTF), Marina Gorbis, argumenta en su ensayo “El futuro como una forma de vida” que la única manera de lidiar efectivamente con los eventos desde este tipo es con un “esfuerzo público masivo” de imaginar y hacer el futuro. Su conclusión es clave: “el pensamiento futuro es una habilidad esencial del siglo XXI: necesitamos cultivar ampliamente en todo lo que hacemos”.

Hoy la tecnología nos permite el privilegiado acceso a una plataformas como Ending Pandemics, una organización que se dedica al descubrimiento temprano de brotes de enfermedades infecciosas. ¿Qué tan al tanto estamos de este tipo de accesos? El Coronavirus nos da la posibilidad única de redescubrir que siempre hay una mejor manera de hacer las cosas. Nos enseñará mucha otras cosas.

El Coronavirus nos pone de cara frente a nuestro miedo eterno a lo nuevo y desconocido. Mirar hacia adelante y replantearnos constantemente es una postura que todas la empresas y las personas debemos tomar, pues el futuro siempre será incierto. Pero, de nada sirve si no conectamos la información y la tecnología con una cultura abierta al cambio, con el propósito de frenar todo lo que sea un perjuicio. Si lo viéramos así constantemente, pocas posibilidades tendría un virus.

Afrontando las pandemias del siglo XXI con las herramientas del siglo XX

Es difícil no hablar en estos días de la pandemia provocada por el coronavirus que sufre el mundo y con particular virulencia España. De hecho, cualquier otro tema que no sea el coronavirus ha pasado a un segundo plano en el que es difícil que pueda captar siquiera un poco de atención.

Se ha escrito mucho sobre el coronavirus desde el punto de vista epidemiológico, médico y sanitario. Se ha escrito sobre la prevención, los riesgos, la evolución, … No soy médico, y por tanto no es mi pretensión aportar nada en ninguno de esos temas. Pretendo aportar algo de reflexión desde otro punto de vista: la utilización de la tecnología digital para combatir esta pandemia, o más bien la sorpresa al comprobar el uso reducido de los recursos tecnológicos. La primera gran pandemia global del siglo XXI, profundamente relacionada con las características de la vida y la sociedad de este siglo, como son las grandes urbes y la interconexión e interdependencia entre todos los países, se está combatiendo con las mismas herramientas tecnológicas que se habrían utilizado en el siglo XX.

Empecemos por lo más básico. Cuando surge la situación de alarma entre la población, la reacción de las Administraciones, además de la gestión médica y sanitaria, es …. habilitar un número de teléfono para atender las dudas, y para gestionar las citas para las pruebas de infección por el coronavirus. Habilitar un número de teléfono es básicamente la misma tecnología que se habría utilizado en los años 90. Aún con la extraordinaria evolución tecnológica de los call centers en los últimos años, y la buena voluntad de todas las personas que atienden el teléfono, el resultado ha sido el previsible. Los números están colapsados, las redes sociales se han llenado de gente indignada porque pasa horas esperando a que le atiendan. También puedo imaginar que las personas que contestan este teléfono estarán mostrando toda su paciencia con la indignación y la desesperación de las personas que llevan horas intentando hablar con ellas.

Es el eslabón más básico. No es muy complicado de solucionar. Países como Corea del Sur o Singapur desde el inicio de la crisis adoptaron soluciones algo más avanzadas. Una App o una Web es la solución perfecta para este tipo de situaciones. Una App que se descargue en el móvil que permita fácilmente recoger los datos, hacer las preguntas de protocolo adecuadas, y gestionar la cita para la prueba. La misma tecnología que la práctica totalidad de los hospitales y centros de salud han incorporado como parte de su proceso de digitalización para la cita de los pacientes. El desarrollo de una App de esas características puede realizarse de forma muy rápida, porque son muchas las experiencias en situaciones similares. Sorprende que aún se siga insistiendo en llamar a un número que no hace sino exasperar a la población. Es verdad que no toda la población podría manejar una App, pero solo con que la utilizase la población experimentada se liberaría el teléfono para los que realmente lo necesitan.

Si seguimos subiendo el nivel de dificultad, afrontamos el proceso de realización de las pruebas diagnósticas. Esta mañana he leído uno de los artículos publicados en un periódico nacional donde detallaban la forma como se están realizando. Asombroso. No solo por la profesionalidad y valentía del personal sanitario, sino por la ineficiencia del proceso. Si los sanitarios tienen que desplazarse a la casa de cada posible infectado, protegerse antes de entrar en la casa, y realizar la prueba, podemos esperar que a lo largo de un día un equipo de sanitarios no pueda realizar más de … quizás 10 pruebas. Obviamente sería mucho más eficiente que las pruebas se hiciesen en los centros de salud, pero el riesgo de contagio a otras personas obliga a descartar esta opción. De nuevo la solución tampoco es compleja. Aquí países como Alemania y de nuevo Corea del Sur han implementado soluciones más eficientes: pruebas en los coches habilitando zonas de “drive in”. Algo de nuevo muy sencillo. Donde antes solo podían realizarse un número muy reducido de pruebas, pueden pasar a realizarse … 100, 200 incluso 500 pruebas por un equipo en un día. Seguro para los sanitarios, y seguro para las personas que deben someterse a la prueba. Lo que realmente precisa una situación como la que atraviesa una ciudad como Madrid. En este caso no hablamos de tecnología punta. Hablamos de ingeniería de procesos, y de tecnología básica. De nuevo la app de citación, la habilitación del espacio adecuado y la tecnología básica de identificación es suficiente. A mayor número de pruebas, con detección más temprana de casos positivos, mayor posibilidad de aislamiento y de tratamiento eficiente.

Hasta aquí todo parece bastante sencillo. Sorprende que no se estén aplicando estas medidas no ya en España, sino en todos los países europeos. Avancemos en el nivel de dificultad. Si algo han demostrado otras pandemias, como fue la del virus zika en el año 2016, fue el poder de los datos para mejorar la contención y aplicar las mejores medidas en cada momento. En este caso la decisión es más compleja. Los datos ideales para una pandemia como el coronavirus supondrían que cada persona infectada está localizada, y que sus movimientos en los días previos a la constatación de una infección pueden ser igualmente identificados para una alerta temprana a las personas implicadas. Como en tantos otros aspectos afrontamos el difícil equilibrio entre el derecho a la privacidad de las personas, y en este caso, el interés general por contener la expansión de una enfermedad. ¿Cuánta gente estaría dispuesto a autorizar que una App en su móvil realizase el seguimiento de sus movimientos para, en caso de contagio, controlar las cuarentenas, y avisar a las personas que podrían haber estado en situación de riesgo? Probablemente esa pregunta realizada hace 15 días habría dado un porcentaje cercano al 0%. Si esa pregunta la realizásemos hoy en alguna de las zonas más afectadas, como puede ser Madrid, quizás la respuesta podría sorprendernos.

En cualquier caso, la pregunta sobre qué debe prevalecer, la privacidad o el interés general de contener la expansión de una enfermedad es algo que deben hacerse los países, y en particular las democracias occidentales. Países como Singapur o Corea del Sur no han tenido dudas a la hora de aplicar estas medidas. De nuevo la tecnología no es el freno. Es una tecnología relativamente sencilla que conjuga la geolocalización con la identificación, y que complementada con técnicas de big data se han mostrado muy eficaces para aplicar protocolos de contención y adoptar medidas en aquellas zonas donde son más necesarias. La decisión no es sencilla para una democracia como la española, pero es el tipo de debates que, de nuevo, merece la pena tener.

El ex primer ministro italiano Matteo Renzi, en una entrevista realizada en el periódico El País el 12 de Marzo deslizaba una frase que incita a la reflexión, y a la preocupación: “Italia es el primer país que está viviendo esta experiencia desde el punto de vista de una democracia occidental. China ha reaccionado de forma muy eficiente pero no es una democracia. Creo que la experiencia de Italia le resultará muy útil al resto de países con contagios para aprender tanto de las cosas que han funcionado, las cuarentenas y ampliar las restricciones a todo el país, como de los errores cometidos.”. Deslizar la idea de que las democracias pueden ser menos eficientes en la batalla contra una pandemia como la creada por el coronovirus, es un mensaje inquietante que no podemos permitirnos. Pero para eso hace falta hacer mucho más que lo que hasta ahora han hecho las democracias occidentales.

En las últimas semanas tanto la Comisión Europea como los gobiernos de todos los países europeos han mostrado su convicción sobre la necesidad de abordar el proceso de transición digital, y han anunciado una estrategia digital de ámbito europeo. La digitalización es algo más que palabras, e incluso algo más que tecnologías como el 5G o la nube, y más que un gran impacto positivo en la productividad de las empresas. La digitalización es un proceso que puede tener un impacto extraordinario en el bienestar de las sociedades, y en las batallas contra los desafíos del siglo XXI, como son las pandemias creadas por un coronavirus.
No es la digitalización lo que nos está ayudando a superar la crisis en esta ocasión, sino el extraordinario avance en la ciencia médica y la organización sanitaria, a lo cual tenemos que estar infinitamente agradecidos; pero no deja de sorprender el escaso apoyo en otras tecnologías que pueden multiplicar la eficacia de las medidas epidemiológicas y sanitarias.

Sin duda, las medidas anunciadas por el Presidente del gobierno el 12 de Marzo, encaminadas a paliar tanto los efectos económicos como el riesgo sanitario son importantes, pero ignorar este otro tipo de medidas mucho más sencillas y muy eficientes no deja de sorprender. Esperemos que aún estemos a tiempo de tomarlas en consideración.

Artículo de nuestro patrono Rafael Tamames en Expansión: Ya es 2020, y aun sin una agenda digital para España

Discutir una agenda digital país pone de relieve, al menos, dos grandes pilares para diseñar una política capaz de encarar los retos que ya enfrentamos en el horizonte inminente de una digitalización, que abarca todos los aspectos de la vida política, social, económica y cultural del país: la infraestructura y el factor humano.

Pero antes de definir los pilares de un plan debemos entender y dejar claro que la transformación digital es un fenómeno que va mucho más allá de las disrupciones tecnológicas, y situarla en el interior mismo de la vida política e institucional de España.

Para nadie es un secreto que la tecnología está transformando la sociedad a un ritmo vertiginoso en todos sus aspectos. La manera en la que nos comunicamos y relacionamos, la forma en la que gestionamos cualquier todos nuestros tareas profesionales, cívicas y personales.

En este sentido, la agenda digital no debería aparecer como un capítulo más de las plataformas de gobierno, sino que debe sumarse como un elemento esencial a todas sus áreas, como la economía, la industria, la salud y la educación.

Un primer paso es echar luz sobre el miedo y oscurantismo que aún aísla el tema. Pues a pesar de la incertidumbre (muchas veces infundada) que vienen generando las grandes transformaciones producidas por el fenómeno de una automatización sin precedentes, el futuro no puede ser más claro. Digitalizar todos los aspectos de la vida pública y productiva de un país o rezagarse.

Pero lo preocupante es que no se percibe, a nivel de políticas públicas e institucionales a largo plazo, una ruta digital clara a seguir para el país. Un mapa que supere las tensiones partidarias, una política digital de Estado, para unificar los distintos esfuerzos que se vienen haciendo de manera atomizados y desconectados.

Los datos, que se vienen registrando desde el 2013 por la Comisión Europea, no pueden ser más contundentes sobre la importancia de comenzar a diseñar esta política y ejecutarla.

Según la Comisión, el mercado mundial de la robótica asciende a 15.500 millones de euros al año, y a 3.000 millones de euros en la UE, que alcaza  una cuota del 25% del mercado mundial de la robótica industrial y del 50% de la robótica de servicios profesionales.

Además, por cada dos puestos de trabajo perdidos en el mundo, la economía de Internet crea cinco. El sector europeo de las tecnologías de la información y las comunicaciones emplea a 7 millones de personas y se calcula que la mitad del aumento de la productividad se debe a la inversión en tecnologías de la información y las comunicaciones.

Según proyecciones de la Comisión, para el 2020 ya nos estarían faltando 500.000 trabajadores capacitados en TIC.

Entender y asimilar este contexto es entender el futuro, y la necesidad de cambio es prioritario para crear y aprovechar nuevas oportunidades. Aquí se abren las dos grande áreas que hay que intervenir, el de la infraestructura tecnológica y la del factor humano. En el primer aspecto contamos con avances y fortalezas, en el segundo estamos rezagados.

Según el Índice de Economía y Sociedad Digital (DESI) España ocupa la décima posición en el ranking europeo, en cuanto a infraestructura digital, por encima de Alemania o Francia, pero tiene una notable deficiencia en la oferta de profesionales TIC, donde seguimos por debajo de la media de la UE.

Pero una agenda digital no son solo mejoras en la infraestructura, es la convocatoria y escucha a los distintos sectores, desde las grande corporaciones, las pujantes startups y la educación hasta la escucha de los ciudadanos, para integrarnos en este aprendizaje continuo que debemos asumir como sociedad.

Para el DESI, España ha experimentado grandes avances en áreas como la conectividad y la integración de la tecnología digital a los servicios públicos digitales. Sin embargo, también indica que nuestro país ha tenido una mala calificación en áreas como el capital humano y el uso de servicios digitales.

En cuanto al capital humano, España ocupa el puesto 17 de la UE y se encuentra, por tanto, por debajo de la media europea. Este dato es clave para regresar al incio, y asumir que uno de los aspectos más relevantes y quizás más descuidado de la una agenda digital para el país es el factor humano, y dentro de ésta la educación.

¿Está el Estado haciendo lo necesario? ¿Están las plataformas políticas embebidas del nuevo contexto tecnológico, social y cultura que la transformación digital ha generado? ¿Existe un plan integral que articule la digitalización de todos los retos que tenenos como sociedad? ¿Está la política al nivel de los hábitos, necesidades, retos, comportamientos y demandas de los ciudadanos, profesionales e industrias?

Por lo pronto, veo una marcada inclinación hacia la regulación de políticas fiscales en torno al nuevo entramado de negocios que la transformación digital ha generado. Esto es necesario, pero no debe excluir la necesidad de definir un rumbo claro hacia una digitalización de toda la estructura del Estado, que derrame sus oportunidades hacia sus distintos ámbitos de injerencia, cuyo gran beneficiario será, sin lugar a dudas, el conjunto de la sociedad española.

 

Prácticas restrictivas de la libre competencia promovidas por la Administración al contratar. ¿Por qué un caso de Ocean´s eleven y no de Ocean´s twelve en la licitación de servicios informáticos por parte del sector público (II)

  1. La sanción a once empresas por el cártel de de servicios informáticos y de tratamiento de datos contratados por las Administraciones públicas.

Pues bien, a la vista de los precedentes mencionados, adoptados por la propia Comisión Nacional de la Competencia y confirmados por el Tribunal Supremo, despista, sorprende e incluso puede decirse que resulta contradictorio que en su Resolución del pasado 26 de julio de 2018 la CNMC haya pasado por alto – salvo en un voto particular – la posible infracción de las normas de la competencia por sujetos integrantes del sector público. Se trata de una Resolución en la que se declara la culpabilidad y se sanciona a once empresas por acuerdos colusorios (art. 101.1 TFUE y art. 1.1 LDC), por crear un cártel en el suministro de servicios de informática y tratamiento de datos a diversos órganos administrativos y organismos del sector público. En ella aparece como probado que, a causa del referido cártel, y como consecuencia de esa trama, las empresas, en su calidad de contratistas del sector público, se repartieron clientes, pactaron precios y condiciones comerciales durante más de 10 años. De ello se derivó el encarecimiento de una gran cantidad de contratos públicos de gran relevancia técnica, económica y funcional. Por eso, no es, en principio, nada inexplicable que la citada Resolución concluyera con un fallo en el que se han impuesto considerables sanciones (cuya suma asciende a una cantidad total de 29,9 millones de euros) a la mayoría de las empresas investigadas, entre ellas, algunas muy reputadas y con un relevante porcentaje en el mercado español de servicios tecnológicos (el conjunto de empresas incoadas venía ostentando una cuota de mercado superior al 40% en la prestación de servicios de tecnologías de la información).

  1. Razones y datos para investigar y, en su caso, responsabilizar de la infracción a los sujetos públicos intervinientes.

Así las cosas, aparecen en la referida Resolución, tanto en los antecedentes como en los propios fundamentos de Derecho, datos e incluso juicios de valor, – que apenas han sido tomados en consideración en el Fallo que finalmente se adopta-, que ponen abiertamente de manifiesto que en cierta medida la conducta infractora se produjo en connivencia con algunos de los organismos públicos y órganos de la Administración contratante; en otras palabras, que hubo de ser, al menos en parte, inducida por los propios sujetos públicos que requerían los servicios. Los organismos públicos implicados fueron, entre otros, ni más ni menos, que la caja de ingresos y la caja de pagos del Estado, esto es, la Agencia Tributaria (AEAT), la Gerencia de informática de la Seguridad Social (GISS); el Servicio público de Empleo (SEPE) y el Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS): en definitiva, puntos neurálgicos del funcionamiento de la Administración. Hay muchos indicios que muestran que los contratos fueron redactados por las Administraciones teniendo en cuenta la necesidad de fidelizar al personal informático que se encontraba año tras año integrado en sus establecimientos, trabajando codo a codo con sus propios servicios. En el epígrafe III de la Resolución se alude a ello textualmente: “En la mayoría de los casos estos contratos conllevan la integración física del personal de las empresas incoadas o de sus subcontratas en las plantillas de los clientes como personal de apoyo (…)”. La propia denuncia – que la Comisión asocia a su campaña contra el fraude en la contratación pública – partió del personal de los servicios de la Agencia Tributaria, conocedor de tales componendas. En la exposición de los hechos acreditados de la Resolución (epígrafe IV) se intercalan en diversas ocasiones alusiones a estos datos: (27) Así en un correo interno de una de las empresas contratistas se comenta que es “el concurso que estaban esperando y que da continuidad al contrato en el que están actualmente”. En el mismo se indica lo siguiente: “La AEAT ha sacado un pliego que recoge bastante bien los conocimientos de la gente que tenemos allí ubicadas las cuatro empresas”. En otro correo de otra empresa se lee (30): “hemos conseguido presentarnos solo nuestra UTE porque el Cliente quería continuidad y pliego enfocado a la continuidad de los recursos actuales”. Otro correo señala (66) “Hemos elaborado los perfiles junto con el cliente y en el pliego han puesto exactamente los modelos que nosotros enviamos”. Asimismo, en otro se dice (109): “Desde GISS (Gerencia de informática de la Seguridad Social) quieren que les ayudemos a hacer los pliegos para comenzar el procedimiento administrativo”.

De hecho, cuando en los Fundamentos de Derecho se analiza (4.1.2) el modus operandi de las empresas se alude expresamente a que “en gran parte de los procedimientos de contratación analizados se puede observar como las empresas tienen conocimiento de la futura licitación con anterioridad a la publicación de la misma. Ello se consigue gracias a los contactos que las empresas mantienen dentro de la Administración contratante”. También se expone literalmente, pero de forma indeterminada como “en algunas licitaciones las propias empresas que participan de los acuerdos han incidido directamente en la elaboración de los pliegos que deben regir el contrato al que posteriormente licitan”.

Además, hay que tener en cuenta que, aunque en la imputación de la responsabilidad a la mayoría de las empresas investigadas se desecha la invocación, efectuada por ellas, del principio de confianza legítima, -es evidente que no se suscita por parte de la Administración una confianza de este tipo cuando hay expreso conocimiento de la ilegalidad de la conducta realizada-; la propia Resolución sancionadora alude inequívocamente a la intervención de la Administración como causa directa de la infracción. Lo hace cuando modula el quantum de la sanción, de forma expresa pero imprecisa, atendiendo a la intervención en la conducta infractora de los sujetos públicos contratantes. Este es un dato que “se sobreentiende” en la propia Resolución y que incluso se enjuicia, por supuesto, desfavorablemente, por cuanto sirve de atenuante a la responsabilidad de las empresas infractoras. Así literalmente se afirma en el apartado 6.2 Criterios para la determinación de la sanción lo siguiente: “se ha tenido en cuenta que las Administraciones públicas han podido tener cierta incidencia en el mantenimiento de los acuerdos, si bien en ningún caso puede descargarse en este hecho la responsabilidad de las empresas”.

A la vista de todo ello, no se entiende entonces cómo no se ha investigado ni se ha realizado una valoración, jurídica y económica, precisa y objetiva de la responsabilidad de los sujetos públicos intervinientes y se ha procurado con ello una oportunidad para su defensa. Hay datos que manifiestamente señalan que la redacción y elaboración de los pliegos se realizó con conocimiento, y a veces ayuda, de los potenciales oferentes de los servicios, por lo que no cabe descartar que las empresas se cartelizaran siguiendo, al menos en parte y en determinados casos, las orientaciones de la Administración, que se canalizaban fundamentalmente a través de la redacción de los propios pliegos de contratación. Y si hubiera que desechar esa posibilidad, tampoco se encuentra en la Resolución, ni en sus antecedentes ni en sus fundamentos, ningún argumento que sirva para tratar de convencer de tal cosa.  Y esto a pesar de que los datos, y los propios juicios de valor de la Comisión, como ya se ha referido, conminan precisamente a entender que ha sucedido lo primero. No sirve en este caso esgrimir el argumento (apartado 4.6.2 de la Resolución) de que las Administraciones y organismos contratantes están sujetos a las normas de contratación sobre la que la CNMC no tiene la facultad de pronunciarse. Lo contradice con claridad lo anteriormente expuesto (supra I).

Todo ello conduce a que no podamos estar más de acuerdo con el voto particular de la Resolución, en el que se comparte la calificación de las conductas infractoras, y al mismo tiempo se sostenía que se tendría que haber incluido a ciertos organismos públicos entre los sujetos imputados en el expediente (señaladamente a la AEAT, GISS, SEPE e INSS), en su calidad de facilitadores de la restricción de la competencia. En este sentido, entiende el voto particular que, de acuerdo con la jurisprudencia del TS y del TSJUE, cabe declarar la responsabilidad de una entidad pública como facilitadora de un cártel, aunque no actúe en el mercado afectado ni en los conexos, siempre que se pruebe que su actuación ha contribuido de manera decisiva y activa a la realización de la conducta restrictiva de la competencia. Todo ello lo basa claramente y con indudable acierto en un concepto amplio y funcional de empresa, al que se ha hecho alusión supra 1, y a una evolución jurisprudencial que permite entender que la Administración, con independencia de que no actúe como operador económico, está sometida al Derecho de la competencia, máxime cuando hay pruebas que apuntan a que “desempeñó un papel relevante en la distorsión del mercado y la perturbación de la competencia”.

Podría quizá barajarse una objeción para no culpabilizar a la Administración, y no responsabilizarla en este supuesto relativo a las licitaciones del suministro de servicios de soporte informático y de tratamiento de datos, (cuyo eficiente funcionamiento, no hay necesidad de explicarlo mucho, es indispensable para los organismos públicos que gestionan las cajas de recaudación de ingresos y gastos, o dan satisfacción a prestaciones económicas sociales y de empleo). Y esta objeción no es otra que la de considerar que tal práctica, la connivencia entre ellos y las empresas, luego cartelizadas, posiblemente se basó en la búsqueda de la fidelización del empleo del personal de servicios informáticos que había estado subcontratado en bloque durante años por los propios organismos públicos. Y que ello resultaba ser la manera más eficiente de suministrar esos servicios, de modo que habría de reputarse como imprescindible para la promoción del progreso técnico o económico siempre que, a su vez, no se hubiera perjudicado la competencia en el mercado respecto de una parte sustancial de los productos o servicios concernidos. En definitiva, habría que haber probado – con un análisis económico preciso – que las prácticas referidas, a pesar de aparecer en ellas claros indicios de pactos entre sujetos públicos y empresas, (las cuales a su vez adoptaron, entre sí, acuerdos cartelistas), resultan más beneficiosas que perjudiciales desde el punto de vista del interés general. Todo ello hubiera quizá permitido considerarlas una excepción de las amparadas por el propio Derecho de Defensa la Competencia (art. 1.3 y art. 101.3 TFUE).

Con independencia de ello, aparece asimismo claro que, estas prácticas a las que nos referimos abren también, sin duda, a otro tipo de reflexiones, desde el punto de vista del empleo público y sus repercusiones en el ámbito laboral, que sólo podemos aquí y ahora sucintamente esbozar: ¿Ofrece el estatuto de empleado público incentivos suficientes a las personas para que éstas proporcionen servicios informáticos con un nivel de solvencia y eficiencia adecuados cuando se trata de prestaciones indispensables que ha de ofrecer la Administración? ¿Por qué determinados órganos y organismos públicos, vinculados a las arterias principales de la Administración General del Estado, externalizan “en parte” el personal informático para la prestación y el mantenimiento de estos servicios imprescindibles y no realizan dicha prestación por gestión directa? ¿Está justificado? ¿Son estos supuestos admisibles desde el punto de vista del Derecho laboral?

Prácticas restrictivas de la libre competencia promovidas por la Administración al contratar. ¿Por qué un caso de Ocean´s eleven y no de Ocean´s twelve en la licitación de servicios informáticos por parte del sector público? (I)

I.                    Cuando la actuación pública lesiona la libre competencia.

A estas alturas no es posible dudar lo más mínimo de que cuando las organizaciones del sector privado promueven o incurren en prácticas anticompetitivas deben ser declaradas culpables y sancionadas, en su caso, conforme al Derecho europeo y español de Defensa de la Competencia. Sin embargo, cuando dichas prácticas provienen de actuaciones de las Administraciones Públicas, el asunto se complica. Las conductas de organizaciones públicas o de órganos dependientes de Administraciones públicas tradicionalmente no han estado sujetas a la supervisión de las Autoridades de Defensa de la Competencia, salvo que se identificaran con una actuación empresarial y se integraran, por tanto, automáticamente dentro de la consideración de sujetos que ejercían una actividad como “operadores económicos”. Desde hace un tiempo ese tópico, – las Administraciones públicas ejerciendo de tales no pueden ser controladas por las Autoridades administrativas de Defensa de la Competencia -, ha empezado justamente a desaparecer.  En realidad, ha sido suprimido. Y ello en la medida que la legislación ha dispuesto nuevos mecanismos de control de carácter preventivo y represivo con los que se verifica precisamente ese tipo de supervisión: frente a actos y disposiciones administrativas, actuación, inactividad o vía de hecho contrarias al principio de libre competencia se ha establecido desde hace relativamente pocos años (art. 26 y ss. Ley 20/2013, de garantía de Unidad de Mercado) la posible reclamación e incluso impugnación por parte de la Comisión Nacional de los mercados y la Competencia (en adelante, CNMC). Más recientemente, la Ley 9/2017 de Contratos del Sector público (art. 132.3) ha venido a incluir otro mecanismo – esta vez de naturaleza claramente preventiva – para tratar de acabar con las licitaciones ilegales por contrarias al principio de libre competencia. Aunque esta previsión ya contaba con un contenido equivalente en la Disposición adicional 23ª del R.D. Legislativo 3/2011 por el que se aprobó el texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público.

Es claro que estos mecanismos encuentran su antecedente en la propia legislación de Defensa de la competencia que desde 2007 prevé en los arts. 13.2 y art. 12.3 Ley 15/2007  (LDC)– éste último sustituido por el vigente art. 5.4 Ley 13/2013, de creación de la CNMC –  la impugnación por las Autoridades de Defensa de la Competencia de actos administrativos y de normas infralegales cuando impliquen, bien a nivel autonómico, bien a nivel estatal y/o europeo, restricciones a la competencia no amparadas por ley alguna.

Asimismo, han sido las propias Autoridades de Defensa la Competencia, respaldadas por los tribunales y con base en una interpretación extensiva de los posibles infractores de las normas de la competencia, las que han llegado a considerar culpables – aunque sin imponerles la correspondiente sanción – como sujetos “inductores” de conductas restrictivas de la libre concurrencia empresarial a organismos integrantes del sector público y a Administraciones públicas en su condición de tales y no de “operadores económicos”. Así lo declararon sendas resoluciones adoptadas por la Comisión Nacional de la Competencia: Resolución de 6 de octubre de 2011, (Expt. S/0167/09, Productores de Uva y Vinos de Jerez) y la Resolución de 27 de septiembre de 2013, (Expte. S/013/10, Puerto de Valencia). La primera de ellas ha sido además confirmada por el propio Tribunal Supremo (STS de 18 de julio de 2016, RJ20164363). Se trató, tanto en un caso como en otro, de actuaciones administrativas materiales imputables a órganos y sujetos integrantes del sector público. En el primer caso una Administración en sentido estricto: la Consejería de Agricultura y Pesca de la Junta de Andalucía, órgano del Consejo de Gobierno andaluz, en el segundo, un organismo público, que actúa bajo una forma personificada autónoma, la Autoridad portuaria de Valencia.  

Con esta clase de supuestos en los que se declara la responsabilidad de las Administraciones públicas infractoras, aun a título de colaboradores o inductores de conductas empresariales restrictivas de la competencia, se opta por un tipo de control que optimiza claramente el uso de los recursos materiales y personales empleados en la Defensa de la competencia. Y ello es así, porque al tiempo que se sanciona y disuade a las empresas privadas que operan ilegalmente en el mercado, se lanza un mensaje de control y disuasión a las personas que gestionan y asumen cargos en organizaciones públicas, pertenecientes en algunos casos en sentido estricto a la Administración. A estos efectos, resultaría todavía si cabe más disuasorio, que la declaración de responsabilidad llevara aparejada la correspondiente sanción. Esto en la práctica solo ha tenido lugar en supuestos de restricción anticompetitiva causados por conductas de las Administraciones locales en calidad de tales: así, entre otras, en la Resolución de 3 de marzo de 2009, de la CNC, Expt. 650/08, Ayuntamiento de Palma/EFMSA, de la que conoce la STS de 14 de junio de 2013, en la que “se sanciona” tanto a la empresa pública por abuso de posición de dominio como al Ayuntamiento que la controla; asimismo cabe reseñar la Resolución del Consejo de Andalucía de Defensa de la Competencia de 18 de junio de 2014, Expt. S/12/2014, Inspección técnica de Edificios de Granada, en la que se declara probada la existencia de una infracción del artículo 1 LDC con la firma de dos convenios consecutivos restrictivos de la libre competencia entre el Ayuntamiento de Granada y los Colegios Oficiales de Arquitectos y de Aparejadores. Igualmente “se sanciona” en ella a todos los sujetos intervinientes.

Las razones jurídicas que subyacen a esta imputación de responsabilidad y declaración de culpabilidad con respecto a sujetos del sector público o de la Administración se encuentran, por supuesto, en el concepto amplio de infractor que se utiliza en el Derecho de la competencia, tal como lo expresó la Sentencia del Tribunal Supremo de 18 de julio de 2016 “lo relevante no es el estatus jurídico económico del sujeto que realiza la conducta sino que su conducta haya causado o sea apta para causar un resultado económicamente dañoso o restrictivo de la competencia en el mercado” (FJ 4º). En este punto, la sentencia de 18 de julio de 2016 se alinea con la jurisprudencia del propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea – por todas: STJUE de 22 de octubre de 2015 (C-194/14 P, AC-Treuhand AG) -. En definitiva, la explicación que cabe barajar para explicar este fenómeno, es que el juicio subsuntivo y de valor relativo a que la Administración actúa como poder público con incidencia económica (bien en ejercicio de su actuación material, bien como poder normativo, bien dictando actos jurídico-administrativos, o como contratante demandando bienes o servicios en el mercado) y no como “operador económico”, no constituye en la actualidad un obstáculo para la aplicación del Derecho de la competencia. Si hasta hace poco tiempo, de la praxis podía inferirse que la imputación a la Administración de responsabilidad por infracción de las normas de la competencia se realizaba sólo en los supuestos en los que actuaba como empresa u operador económico, entendiendo por tal aquel que ofrece servicios en el mercado – v.gr. Resolución de 2 de febrero de 2009, Expte. R 7/2008, del Tribunal Gallego de Defensa de la Competencia que fiscaliza el ejercicio directo por parte de la Diputación provincial de Lugo de los servicios de transporte fluvial de viajeros con embarcaciones de su propiedad -, esto ya no es así. De hecho, esto fue durante un tiempo admisible porque no resultaba excesivamente disfuncional, por cuanto se aplicaba en realidad una interpretación muy amplia, e incluso desvirtuada, del propio concepto de “operador económico”. En este concepto se subsumían supuestos fácticos muy discutibles. En este sentido pueden citarse, por ejemplo y sin pretensión de exhaustividad, la Resolución de 29 de marzo de 2000, Expt. 452/99, Taxi Barcelona, en la que se sanciona al organismo municipal encargado de otorgar las licencias de taxi y a la Entitat del Transport de Barcelona en la medida que no existía ninguna normativa que amparara el acuerdo que adoptaron de contingentar las licencias de autotaxi que trabajasen a doble turno entre las ya otorgadas; o la Resolución de 17 de mayo de 2008, Expt. 632/07, enjuiciada en la Sentencia de la Audiencia Nacional de 15 de enero de 2010, Jur 149796, sobre un convenio entre el Ayuntamiento de Peralta (Navarra), con una Asociación de feriantes, para el uso de espacios públicos excluyendo, sin cobertura legal, la utilización por terceros.  Estos supuestos se explican en la medida que el término de “operador económico” se habría estado empleando como presupuesto indispensable para proceder a la aplicación del Derecho de defensa de la competencia y, con ello, para imponer en el caso concreto las sanciones que la ejecución de esta normativa lleva aparejadas. En la actualidad, insistimos, esto, como se ha expuesto, ya no es ciertamente así. En un contexto en el que la cultura del respeto a la competencia no ha hecho más que evolucionar y expandirse, no cabe dudar de que la protección de la libre concurrencia empresarial, pilar de una economía de mercado, se proyecta sobre la actividad material, normativa y jurídico-administrativa de las Administraciones públicas en cuanto tales.

   En primer lugar, si la conducta administrativa ilegal por restrictiva de la competencia no se ha traducido en una actuación jurídico-administrativa, sino en una actuación material, de la que se ha seguido un comportamiento empresarial restrictivo de la competencia, no hay duda que la Autoridad de Defensa de la competencia debería, incluso con mayor motivo que si la actividad ha cristalizado en una actuación jurídico-formal, declarar la responsabilidad de la Administración en relación con esa conducta concreta e intimarla a su cesación – como de hecho sucedió en las citadas Resoluciones de la CNC, en la Resolución de 6 de octubre de 2011, (Expt. S/0167/09, Productores de Uva y Vinos de Jerez) y la Resolución de 27 de septiembre de 2013, (Expte. S/013/10, Puerto de Valencia)-. Recuérdese que la actividad material de la Administración no resulta necesariamente impugnable a efectos de imponer su cesación. No está en sí sometida a la presunción de validez de los actos administrativos (prevista en el vigente art. 39.1 Ley 39/2015). Además, ello resulta ser más rápido y efectivo que esperar a que los tribunales decidan por medio de una sentencia judicial o lleguen a adoptar una medida cautelar de suspensión previa a la misma – recordemos que ésta ya no es siempre automática por decisión del TC (STC 79/2017, FJ 17) que declaró inconstitucional tal previsión (art. 127 quater de la Ley 29/1998 introducido por la Disposición final 1ª Ley 20/2013) para el caso de la impugnación de actos, disposiciones o de actividad anticompetitivos de la Administración de las Comunidades-.

En segundo lugar, si la adopción de una norma infralegal o un acto administrativo, o incluso de un contrato traen consigo en la práctica restricciones empresariales a la libre competencia y ello no se encuentra amparado en una ley previa, tal y como dispone expresamente el art. 4.2 LDC y se deriva a sensu contrario del art. 4.1 LDC, tampoco es posible entender que el ordenamiento jurídico ofrezca cobertura a tal restricción. Desde la perspectiva jurídico-administrativa, además de que la norma o acto administrativo hayan de ser reputados ilegales y deban ser impugnados en vía jurisdiccional, es necesario que el control jurídico-administrativo que se verifique conduzca a una declaración de culpabilidad de la Administración. Distinto es el supuesto, y esto conviene aclararlo, en el que el control verifica exclusivamente la ilegalidad de la actuación formal administrativa por lesión del principio de libre competencia, sin que ello haya tenido todavía consecuencias relativas a desviar la actividad empresarial, esto es, cuando de esa ilegalidad no se haya seguido ninguna conducta empresarial restrictiva de la competencia. En esos supuestos, al no producirse infracción de las normas de Defensa la competencia, se activaría por parte de las Autoridades de Defensa de la Competencia un mero control de legalidad, un control abstracto, en cuyo caso no habría conducta antijurídica ni por ello necesidad de declarar la responsabilidad ni la culpabilidad de ningún sujeto, tampoco de la Administración.

                           

El futuro de Internet se decide en Europa: la modificación de la normativa sobre propiedad intelectual

La batalla sobre el futuro de Internet tal y como lo conocemos hasta ahora se lleva librando meses en la Unión Europea y podemos estar cerca de su resolución. Si la nueva norma que finalmente se apruebe mantiene los artículos sobre los que está redactada, todo hace indicar que el cambio será radical, con unas consecuencias que desconocemos y con el usuario como gran perjudicado.

Pero recapitulemos. La Unión Europea buscaba desde hace tiempo aprobar una legislación que adaptara la normativa sobre propiedad intelectual a la nueva era digital, y así figura en la exposición de motivos de la nueva ley. Andrus Ansip, vicepresidente para el mercado único digital, lo resumía con estas palabras: “Tenemos un resultado justo y equilibrado que se adapta a una Europa digital: las libertades y los derechos que disfrutan los usuarios de Internet hoy serán mejorados, nuestros creadores serán mejor remunerados por su trabajo y la economía de Internet tendrá reglas más claras para operar y prosperar”.

Si esto es así, entonces ¿por qué se ha levantado tanta polémica? ¿Qué ha generado el malestar de los usuarios? Fundamentalmente, el hecho de que, independientemente de que haya mayores oportunidades para las empresas que operan en Internet, éste se convertirá en un sitio más cerrado, con un mayor control sobre el contenido que generan los usuarios no sólo en plataformas grandes como Facebook, Youtube o Google, sino en webs mucho más reducidas (que tengan cinco millones de usuarios únicos mensuales, lleven más de tres años operando en la red y facturen más de diez millones de euros).

En este punto hay que diferenciar dos aspectos: por un lado, mirando a los usuarios, la forma de encontrar el punto de equilibrio entre control de contenido y remuneración por derechos de autor; por otro, pensando en las empresas, cómo llevarán a cabo de forma efectiva ese control sobre el contenido que les exige la nueva ley. Así, nos podemos encontrar con una situación en la que, si bien los usuarios podrán subir contenido a la red que esté protegido por los derechos de autor y cuenten con mecanismos para denunciar rápidamente cualquier situación anómala, a las empresas les sea mucho más fácil técnicamente y rentable a nivel económico bloquear la subida de contenidos de los usuarios que tener que controlar lo que sube cada uno. Y ése precisamente es el temor de los usuarios.

Las cifras son asombrosas: según datos de 2017, cada minuto se producen 900.000 accesos a Facebook, se suben 46.200 post a Instagram, se reproducen 4,1 millones de vídeos en Youtube, se escuchan 40.000 horas de música en Spotify o se mandan 156 millones de correos electrónicos. Y la pregunta es evidente: ¿realmente se puede controlar que todo ese contenido que se sube al minuto cumpla la normativa? Si Google ya ha señalado que se avecinaría un Internet más cerrado… pongámonos en lo peor.

Concretamente es el famoso artículo 13 el que mayor polémica ha generado. En su punto 1 dice textualmente lo siguiente: “Los proveedores de servicios de la sociedad de la información que almacenen y faciliten acceso público a grandes cantidades de obras u otras prestaciones cargadas por sus usuarios adoptarán, en cooperación con los titulares de derechos, las medidas pertinentes para asegurar el correcto funcionamiento de los acuerdos celebrados con los titulares de derechos para el uso de sus obras u otras prestaciones o para impedir que estén disponibles en sus servicios obras u otras prestaciones identificadas por los titulares de los derechos en cooperación con los proveedores de servicios. Esas medidas, como el uso de técnicas efectivas de reconocimiento de contenidos, serán adecuadas y proporcionadas. Los proveedores de servicios proporcionarán a los titulares de derechos información adecuada sobre el funcionamiento y el despliegue de las medidas, así como, en su caso, información adecuada sobre el reconocimiento y uso de las obras y otras prestaciones”.

Hasta ahora, en Youtube por ejemplo, un vídeo sólo era eliminado cuando había una denuncia del autor del mismo, pero no había ningún control previo sobre la subida de ese contenido. ¿Y qué ocurre en casos en los que en un vídeo se mezclan diferentes derechos de autor? ¿Por ejemplo un videoclip oficial de un músico en los que algunos de esos derechos son desconocidos? ¿Se debe bloquear el vídeo aunque se tengan acuerdos con los otros propietarios?

Como casi siempre, el tema económico tiene mucho peso, está detrás de todo esto en realidad, y están en juego muchos millones de una tarta que nadie quiere repartir. Aunque no sólo afecta a este tipo de empresas, sino que por ejemplo la famosa Wikipedia y otros proyectos de conocimiento libre quedarían “en el aire” si se aprueba la nueva normativa. ¿No supone esto un revés al internet libre tal y como nació y que actualmente conocemos?

Otro campo que se vería seriamente afectado sería el de las plataformas que comparten contenido agregado de otras plataformas, como Flipboard o Hipertextual, ya que la nueva normativa, en su también famoso artículo 11, prevé el control por parte de los editores de las noticias de los fragmentos que se pueden usar en otras plataformas y la forma de compartirlos. O las obras cuyos derechos de autor han expirado, que entran por tanto en el dominio público, y que gracias a la digitalización han encontrado una nueva vida: si se prohíben, desde luego estaríamos coartando el acceso al conocimiento y a la cultura. Muchos ven en este artículo un intento de llevar a nivel europeo lo que se hizo con el Canon AEDE o la tasa Google.

Todo ello además teniendo en cuenta que cada país tiene su propia legislación sobre este tema, por lo que deberían hacer una trasposición de la misma o las empresas llegar a acuerdos con cada uno de los estados miembros. En España, como ya sabemos, la Ley de Servicios de la Sociedad de la Información y del Comercio Electrónico, popularmente conocida como LSSI.

Facebook, Youtube, Twitter, Instagram, Flipboard, foros, comunidades, Wikipedia, y un largo etcétera de sitios de internet que usamos diariamente podrían dejar de ser tal y como los conocemos. Intereses económicos y acceso libre al conocimiento y a la cultura se enfrentan en una batalla de consecuencias imprevisibles. Estaremos atentos al resultado.

La Tasa Google

La creciente digitalización de la economía mundial es un hecho. Cada vez más, los modelos de negocio se basan en actividades realizadas a distancia, sin que las empresas tengan presencia física en el país donde venden sus bienes o prestan sus servicios. Dichos modelos de negocio digitales resultan además novedosos por la importancia que en ellos tienen los activos intangibles, y en cuanto a que la creación de valor en dichos bienes y servicios viene determinada en gran medida por la contribución a la misma de los usuarios finales, a través de sus datos.

Sin embargo, las actuales normas fiscales internacionales siguen basándose en la presencia física, a través fundamentalmente del concepto de residencia, y no fueron concebidas para hacer frente a este modelo de negocio basado en intangibles y datos, resultando por ende incapaces de impedir la deslocalización de activos a otras jurisdicciones de menor tributación. Tampoco reconocen la aportación de los usuarios a la creación de valor en el caso de la economía digital. En definitiva, actualmente nos enfrentamos a una desconexión entre el lugar de generación de valor y el lugar de tributación.

Para tratar de resolver este problema, hace años ya que se inició la revisión de las normas de fiscalidad internacional, especialmente en el seno de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) y, por lo que a nosotros nos afecta, en la Unión Europea. En 2013, La OCDE con el apoyo del G-20, puso en marcha así un ambicioso plan de acción integral para restablecer la confianza en el sistema tributario internacional y asegurarse de que los beneficios tributen en la jurisdicción en que se desarrollan las actividades económicas y donde se genera el valor. Se trataba de combatir la pérdida recaudatoria mundial derivada de la erosión de las bases imponibles y del traslado de beneficios (BEPS por sus siglas en inglés), y así se denominaba el plan, cuya acción 1 se refería específicamente a los retos fiscales de la economía digital.  Por su parte, la Comisión Europea emitía en 2017 una Comunicación, “Un sistema impositivo justo y eficaz en la Unión Europea para el Mercado único digital” y presentaba en fecha 21 de marzo de 2018 un conjunto de propuestas de Directivas y Recomendación para alcanzar una imposición justa y eficaz de la economía digital.  Una de estas propuestas es la relativa al sistema común del Impuesto sobre los servicios digitales, que constituye un Impuesto indirecto sobre las prestaciones de determinados servicios digitales.

En este contexto, el gobierno de España ha aprobado en fecha 18 de enero de 2019 la remisión a las Cortes Generales del Proyectos de Ley que contempla la creación del Impuesto  sobre Determinados Servicios Digitales (BO de las Cortes Generales de 25 de enero de 2019). Con dicho Proyecto de Ley el gobierno se anticipa a la conclusión de las discusiones relativas al Impuesto en el ámbito de la Unión europea. Existen otras iniciativas en este sentido en diferentes Estados Miembros (Reino Unido, Francia e Italia), pero es de destacar que España es pionera en este ámbito. No obstante, el enfoque se ajusta en gran medida al inicialmente propuesto por la Comisión Europea y se prevé que se adaptará a la solución que finalmente se adopte a nivel europeo.

El Impuesto sobre determinados servicios digitales, vulgarmente conocido por “Tasa Google”,  (a no confundir con el canon AEDE, por el acrónimo de la Asociación de Editores de Diarios Españoles, a la que también se denominó en su día “Tasa Google”), nace así como un impuesto indirecto, que grava tres hechos imponibles, que están constituidos por las siguientes prestaciones digitales: servicios de publicidad dirigida online, servicios de intermediación online y servicios de transmisión de datos online realizados en el territorio. Dichos hechos imponibles eran los inicialmente incluidos en la propuesta de Directiva de la Comisión Europea, la cual ha sido sin embargo, posteriormente modificada, quedando eliminados de su ámbito los servicios de intermediación y transmisión de datos en el Consejo ECOFIN de diciembre de 2018.

El Proyecto de Ley define el lugar de realización de las prestaciones gravadas determinando que las mismas se entenderán realizadas en el territorio de aplicación del impuesto cuando el usuario esté situado en el ámbito territorial, entendiéndose que se da dicha circunstancia cuando el dispositivo donde aparece la publicidad, o desde el que se realicen los servicios de intermediación o donde se generan los datos cuya transmisión quedará gravada, se encuentra localizado en el territorio de aplicación del impuesto, conforme a la dirección IP del mismo salvo que pueda concluirse otro diferente mediante instrumentos tales como los de geolocalización. Este punto va a exigir que las plataformas digitales dispongan de trazabilidad precisa sobre todas las conexiones y no se puede negar que ello complica la aplicación y la gestión del Impuesto.

No todas las empresas que presten los servicios gravados son contribuyentes. Sólo las que superen unos determinados umbrales suficientemente altos como para dejar fuera a las empresas pequeñas y start-ups. La base imponible del IDSD está constituida por el importe de los ingresos excluido el IVA obtenidos por el contribuyente por cada una de las prestaciones sujetas y el impuesto se exigirá al 3%.

Por último, señalar que el Plan Presupuestario del gobierno para 2019 recogía un impacto de 1.200M€ por esta nueva figura impositiva, mientras que la Autoridad Independiente (AIReF) lo ha reducido a un importe entre 546 y 968M€. Para ello la AIReF ha utilizado la información de la Comisión sobre la creación de este impuesto a nivel europeo, que estima un impacto de 6.000M€ para la Unión Europea y ha utilizado datos de Eurostat sobre la participación en redes sociales, la búsqueda de información para la compra de bienes y servicios y la búsqueda de información para viajes y alojamientos en España y en la UE. Adicionalmente, ha tenido en cuenta la diferencia del umbral previsto para ser contribuyente, inferior en España que en la propuesta de Directiva, lo que supondría una mayor recaudación.

           

La Ilegalidad del Impuesto Español sobre Servicios Digitales

Unas semanas atrás el gobierno español dio a conocer al público los detalles del anteproyecto de ley del impuesto sobre servicios digitales, el cual emula al proyecto que la propia Comisión Europea ha planteado como solución interina a los desafíos de la economía digital, en particular respecto a la prestación de ciertos servicios digitales en donde los usuarios juegan un rol fundamental en la creación de valor.

El anteproyecto de ley establece un tipo impositivo del 3% sobre el total de servicios digitales que se presten en España, limitándose a gravar en particular la prestación de servicios de publicidad en línea, servicios de intermediación en línea y la venta de datos generados a partir de información proporcionada por el usuario. Asimismo, y tal como se señala en la nota de prensa donde se presenta el anteproyecto de ley, el impuesto tiene por objeto gravar a las “grandes empresas internacionales a partir de ciertas actividades digitales que escapan al actual marco fiscal”. Para ello el impuesto se pretende aplicar exclusivamente sobre empresas con un importe neto de su cifra de negocios superior a los 750 millones de euros a nivel mundial y cuyos ingresos derivados de los servicios digitales afectados por el impuesto superen los tres millones de euros en España. He aquí donde los problemas legales comienzan.

En primer lugar porque debe tenerse en cuenta que España es parte de la Unión Europea (UE), y como tal, se sujeta a su marco normativo, el cual forma parte del derecho interno español. Dicho marcho normativo, entre otras cosas, prohíbe la discriminación sobre la base de nacionalidad, ya sea que esta se produzca de manera directa, es decir, donde la categoría protegida por el legislador se transgrede de manera evidente, o bien, de manera indirecta o encubierta. Es decir, utilizando categorías legales distintas, pero que en la práctica suponen una discriminación sobre la base de nacionalidad.

El anteproyecto de ley utiliza umbrales sobre la base del volumen de negocios para determinar si una empresa se sujeta o no al nuevo impuesto. En principio, el uso de dichos umbrales no constituye una discriminación de carácter directa, puesto que no distingue entre empresas españolas y no españolas. Es decir, se presenta como neutral. No obstante, indirectamente dichos umbrales están diseñados de tal manera que solo las grandes multinacionales tecnológicas ubicadas fuera de España terminen pagando el citado impuesto. Pero ¿cuál es el problema legal si esas empresas multinacionales son en su mayoría –sino todas– empresas norteamericanas, es decir, empresas fuera del marco normativo de la UE? En principio, ninguno. Sin embargo, dichas empresas norteamericanas suelen operar en Europa a través de al menos una filial que presta servicios. Dichas filiales si que se enmarcan dentro de las limitaciones del Derecho de la UE.

En tal caso, no bastaría con argumentar que el impuesto se aplica homogéneamente a empresas españolas y no españolas, si en la práctica el uso de umbrales limita su impacto exclusivamente a empresas no españolas ubicadas en algún otro Estado Miembro de la UE. Como ha concluido la Corte de Justicia de la Unión Europea (CJEU) en reiteradas ocasiones, aún cuando la imposición de un nuevo tributo por parte de un Estado Miembro se presente como neutral, si el impacto discriminatorio recae fundamentalmente sobre empresas no residentes/no nacionales, es posible concluir que existe una discriminación indirecta o encubierta. Como tal, por tanto, el impuesto español sería en principio legalmente impugnable.

Sin embargo, los problemas legales no terminan allí. Si el anteproyecto de ley se aprueba tal y como se ha presentado, es muy probable que levante también suspicacias desde el punto de vista de la prohibición de ayudas de estado establecida en el Articulo 107 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE). De hecho, en términos generales, el nuevo impuesto discrimina en función del tamaño, nacionalidad y sector, cada uno de los cuales generalmente es suficiente para iniciar una solicitud de ayuda de estado exitosa. Así, un impuesto digital sobre ciertas empresas (como el anteproyecto de ley) podría entenderse como un subsidio selectivo para sus competidores, esto es, pequeñas y medianas empresas tecnológicas en España.

¿Es posible evitar el escrutinio de ayudas de estado en el caso del anteproyecto de ley? Sí, siempre que España decida evitar discriminar a grandes empresas, lo que resulta improbable porque eso no serviría al objetivo político del gobierno que es gravar sólo a la gran tecnología. La otra alternativa sería que el impuesto sobre servicios digitales se apruebe como una directiva de la Unión Europea, lo que conferiría inmunidad frente al escrutinio de ayuda estatal bajo el Derecho de la Unión. De hecho, como sólo la Comisión Europea puede iniciar investigaciones de ayuda estatal, es muy probable que no quiera hacerlo respecto a un impuesto que la misma Comisión está impulsando a nivel Europeo a través de una Directiva. Las opiniones respecto a la aprobación de dicha Directiva están, no obstante, divididas.

Con todo, resulta evidente que el diseño del impuesto español sobre servicios digitales, tal y como se ha dado a conocer al público, carece de una base legal sólida y deja una serie de flancos abiertos para su impugnación legal por su clara contravención al Derecho Europeo. Habrá que ver si España insiste en este diseño, sobre todo considerando la turbulencia política respecto a su homólogo a nivel Europeo.

La posverdad, los medios y el fact-checking

En Derecho, no existe el rumor, los cantos de sirena, los hechos alternativos, ni tampoco las medias verdades. En Derecho, no existe la posverdad. Existe la verdad judicial, es decir, lo probado en sede judicial -aunque ésta última no siempre coincida con la verdad material-  (“Quod non est in actis non est in mundo “). En política, empero, esto no es así. En política, todo vale, o no.

El término posverdad, tan cacareado últimamente, copa el acervo léxico de los interlocutores políticos y, en ocasiones, cuando es detectada, se denuncia su uso para desvirtuar el discurso de quién, mediante argucias y apelaciones emotivas, pretende alterar el relato y deshonrar a la verdad. Así las cosas, huelga preguntarse si es éste un concepto nuevo con sustantividad propia, o si, de lo contrario, es un eufemismo con sustantividad prestada.  O lo que es lo mismo, cuando se habla de posverdad, ¿se habla de algo novedoso y con entidad propia, o es una versión descafeinada de la mentira convencional?

José Antonio Zarzalejos, dice que la posverdad “consiste en la relativización de la veracidad, en la banalización de la objetividad de los datos y en la supremacía del discurso emotivo”. Y de acuerdo. ¿Pero, es esto un fenómeno nuevo? No. Solo hace falta asomarse al balcón de la historia para darse cuenta de que los hechos falsarios, las verdades ilusorias, los sofismas, las trampas dialécticas, las paparruchas, los bulos y el populismo, siempre han estado ahí, y desgraciadamente ahora más que nunca, están.  Todos estos abstractos de la persuasión, que persiguen alienar la opinión pública y sacar rédito, y cuyo denominador común es invocar lo visceral frente a lo racional, deben preocupar más que nunca. Al Ministro de Propaganda nazi, Joseph Goebbels, le bastó con repetir mil veces una mentira para convertirla en verdad, y me pregunto, cuántas le harían falta ahora que vivimos en la efervescencia de la Era Digital, en donde los memes -que son catalizadores virales de la posverdad a tiempo parcial-, tienen el don de la ubicuidad.

Ya es costumbre, cuando se alude a la posverdad, referirse a los debates presidenciales estadounidenses entre Donald Trump y Hillary Clinton en EEUU, y el ascenso del primero a la Casa Blanca (hasta 132 falsedades vertidas por Trump en su primer mes de legislatura, según The Washington Post), y al Brexit, en Gran Bretaña (la campaña del Leave impuso su posverdad en forma de diagnóstico y pronóstico). Estos dos acontecimientos políticos de repercusiones planetarias llevaron a la posverdad –o post-truth-  al Paseo de la Fama y a ser nombrada palabra del año 2016 por Oxford Dictionary, como acertadamente se dice en este blog.

La posverdad se reviste de sentimentalismo y embauca el candor de los sentimentales. Ejemplo de ello fue la comparecencia de Aznar con ocasión de dilucidar las responsabilidades políticas del ex presidente, donde en repetidas ocasiones negó haber lugar a una contabilidad paralela en el Partido Popular, pese a formar parte de los hechos probados de la prolija sentencia de la Audiencia Nacional, además de afirmar con manifiesto y abyecto desprecio hacia la verdad judicial que cuando en el fallo se condena a su partido a título lucrativo quiere decir que “no tenía constancia del delito”, y no. Ese ideario exculpatorio disfrazado de posverdad tiene un doble objetivo. El primero, formar parte del canal de comunicación de los adeptos en el que la misma información circula de un lado a otro como una suerte de autocomplacencia; y el segundo, embelesar a foráneos del canal oficial, que no real, para que, mediante el cortejo del discurso visceral, cambien su estado de opinión y se adhieran al canal de la “verdad”.

Otro ejemplo se edifica alrededor de la interpretación torticera que se le ha dado a la libertad de expresión en relación con la colocación de lazos amarillos en las instituciones catalanas. Los interesados, a sabiendas de que el principio constitucional de neutralidad ideológica es predicable de las Administraciones Públicas, prefieren fanatizar el debate y apelar a un derecho que no existe, creando una posverdad a medida que a la postre, desfavorece el rule of law, y favorece el rule of post-truth.

Este paradigma, en el que la verdad no seduce y la posverdad es sexy, sumado a la opulencia informativa actual y la saturación de los circuitos de información convencionales, y los que no son –piénsese en que ya no solo los medios tradicionales producen y distribuyen la información-, el ciudadano medio se encuentra anestesiado y con dificultad para discernir lo veraz de lo inveraz. Por todo ello, el papel del aparato mediático es imprescindible para afrontar los problemas que el uso indebido de la tecnología y la proliferación de las noticias falsas o fake news pueden tener sobre el filtro crítico – muchas veces acrítico-, de la sociedad.

Ese papel irreemplazable cristaliza en plataformas de verificación que, en el ejercicio del denominado fact-checking, comprueban la veracidad de contenidos informativos que se emplean en los discursos, sobre todo políticos. Sirva de ejemplo la Unidad de Datos de Univisión Noticias, en Miami, que constató, como sostiene Zarzalejos, cuatro mentiras del candidato republicano por cada una de la candidata demócrata, a solo una semana de las pasadas elecciones presidenciales norteamericanas. Ante este escenario, los malversadores de la verdad parecen haberse encontrado con su Kryptonita, toda vez que el rumor, los cantos de sirena, los hechos alternativos y las medias verdades,  van a ver reducida su esperanza de vida.

Con todo, el rol de la mass media ya no va a ser tanto producir y distribuir la información, como verificar y contrastar, esto es, hacer el fact-checking riguroso para descontaminar del entorno la posverdad y demás estratagemas discursivas.  Esta tesis, sostenida por el mismo autor, ya se materializa en las decenas de plataformas que actualmente existen en los EEUU.

Sería conveniente, si se quiere garantizar la incolumidad del sistema democrático y el rigor de la información de que dispone la sociedad (que además de obligación, es derecho), que cada uno, en su esfera personal, haga juicios más críticos, y que los medios, en su esfera profesional, a su tradicional función de contrapesos al poder, ahora sumen la función profiláctica del fact-checking, para que el motor de la información no gripe, y la información veraz tenga más recorrido que la inveraz, porque, al final, aunque la posverdad se vista de seda, posverdad se queda.

 

 

 

 

Tecnología, neurociencia, democracia y manipulación

Es muy probable que hayan leído el ensayo “Sapiens” del escritor israelí Yuval Noah Harari. Con más de 10 millones de ejemplares vendidos se ha convertido en un éxito, quizás inesperado, y a su autor en un referente en pensamiento y reflexión. El libro aborda la pregunta sobre cómo el hombre ha podido convertirse en la especie que en unos pocos miles de años ha llegado a dominar la tierra.

La tesis central del libro es que el elemento que realmente ha dado la ventaja competitiva al Homo Sapiens no fue su cerebro, que durante mucho tiempo, millones de años, no le confirió una especial ventaja. El elemento determinante habría sido su capacidad de cooperación flexible y a gran escala. Ninguna especie coopera más allá de 150 individuos, unidos por vínculos familiares, o de confianza. La clave de esa cooperación ha sido la capacidad de comunicación hablada y escrita y específicamente la capacidad de construir relatos que unan a comunidades en objetivos comunes. El hombre es el único animal que puede creer en cosas que existen únicamente en su propia imaginación. A lo largo de la historia de la humanidad, esos “relatos” han tomado la forma de religiones, de ideologías o de creencias.

En este artículo no se aborda la importancia del “relato”, sino el impacto de uno de los elementos que introduce Yuval en este libro, y en la continuación, “Homo Deus”, con un enfoque más provocador. Se trata del impacto que el desarrollo tecnológico y el avance científico tiene en uno de nuestros “relatos básicos”: la democracia. Esta reflexión empieza a aparecer en no pocos artículos, y el fenómeno de las fake news no es más que la punta del iceberg de otro  mucho más complejo.

Lo que hoy conocemos sobre cómo funciona el cerebro humano y como tomamos nuestras decisiones cuestiona algunas de las bases del relato del humanismo liberal que ha dominado el mundo desde la segunda guerra mundial, y sobre las que cómodamente se ha asentado la democracia liberal.

El humanismo liberal fue el movimiento intelectual que situó por primera vez al hombre en el centro de todas las decisiones. El liberalismo se centra en los sentimientos subjetivos de los individuos, a los que otorga la suprema autoridad, por encima de dioses o reyes. Lo que es bueno o malo, lo que es bello o feo, todo está determinado por lo que cada persona siente. Por esa razón, la política liberal se basa en preguntar a los votantes, los votantes saben lo que hay que hacer. De la misma forma, la economía liberal se basa en que el cliente siempre tiene razón y el arte liberal en que el observador es el que decide si algo es o no bello. En las escuelas se nos debe enseñar a pensar por nosotros mismos. Se resume en esa frase que tanto aplicamos cuando tenemos que tomar una decisión: “preguntar a nuestro yo interior”.

Lo que la ciencia cognitiva, la neurociencia y la psicología ha descubierto en los últimos años puede describirse de una forma bastante sencilla. Las personas son mucho más fáciles de manipular de lo que podríamos suponer. La idea de que una persona bien informada toma decisiones racionales es un pensamiento voluntarista Si este descubrimiento lo aplicamos al modelo de democracia liberal basada en las decisiones de los votantes, se abren algunas incertidumbres. La ciencia nos va descubriendo lo predecibles que son muchas de nuestras decisiones, sobre la base del conocimiento de cómo funciona nuestro cerebro.

Steven Pinker, en su libro “En defensa de la ilustración”comenta que los politólogos no dejan de sorprenderse de la incoherencia de las creencias políticas de la gente, por la escasa conexión entre sus preferencias, sus votos y el comportamiento de sus representantes políticos. Hoy sabemos con certeza que la opinión de una persona puede invertirse en función de cómo se formula una pregunta o de qué palabras se utilizan. Ya no nos sorprende que los ciudadanos expresen una preferencia y voten a un candidato que defiende lo contrario. Y aún más curioso es que la retroalimentación entre comportamiento de los gobiernos y votos en elecciones posteriores es, cuando menos, confusa. Solemos castigar electoralmente por acontecimientos sobre los que los gobiernos tienen poco control, y olvidamos rápidamente las decisiones que contradicen nuestras preferencias. Los politólogos suelen afirmar que realmente votamos más a políticos que se parecen a nosotros y con las que nos identificamos, y no tanto en función de sus programas.

No debería sorprendernos la afirmación de que los cambios de los últimos cientos/miles de años han excedido con mucho la capacidad de evolución y adaptación de la especie humana. El hombre descubrió una forma de dominar y tener éxito en su entorno que no está sujeta a la evolución de la especie y a la selección natural, y por tanto nos encontramos viviendo en un mundo, para el que ni nuestra mente ni nuestro cuerpo están realmente adaptados.

Este dato, que asumimos con bastante tranquilidad en relación a nuestro cuerpo, nos cuesta  más cuando se refiere nuestro cerebro. Todos somos conscientes que nuestro cuerpo no fue diseñado para pasar las horas que ahora empleamos sentados delante de un ordenador. La posición sentada ha ocasionado una epidemia de dolores de espalda y cuello que todos sobrellevamos con resignación y procuramos gestionar con una buena tabla de ejercicios y un buen fisioterapeuta. Si dejáramos que la selección natural actuase, nuestro cuerpo evolucionaría para dejar de sufrir esos molestos dolores, con un mejor reparto de pesos y soportes para la posición sentada y erguida. Pero eso ya no es probable que suceda.

Lo mismo pasa con nuestro cerebro. La ansiedad fue de las primeras enfermedades que se explicaron como una pésima adaptación de nuestro cerebro al mundo actual. Un cerebro diseñado con unas prioridades claras: sobrevivir a los depredadores, alimentarse y reproducirse presenta algunos problemas de adaptación en el mundo actual. Un mecanismo, la ansiedad, diseñado para maximizar la probabilidad de salvación ante circunstancias como el ataque de un león se convierte en una enfermedad en un mundo donde no hay leones con un síntoma, el estrés, que  hay que combatir. Como es difícil hacer evolucionar el cerebro para desactivar ese mecanismo, hemos de sobrellevarlo con conocimiento, y en ocasiones apoyo químico.

Esta evidencia, se vuelve más preocupante si empezamos a asumir que muchas de nuestras decisiones tienen poco de racionales. Hoy sabemos que el cerebro cuenta con numerosos sesgos diseñados para tomar decisiones rápidamente en situaciones que nuestro cerebro identificó a lo largo de generaciones como peligrosas. La lista es muy larga, pero algunos son sorprendentes. El sesgo de disponibilidad nos dice que priorizamos el conocimiento que tenemos más fácilmente disponible y lo extrapolamos para crear un concepto general. Por eso las noticias recientes y de impacto siempre tienden a transmitirnos una impresión falsa del a realidad porque las generalizamos fácilmente lo que no siempre es correcto. Es solo un ejemplo de lo sesgos cognitivos que nos llevan a tomar decisiones de formas no siempre conscientes pero hay más:

  • El sesgo del arrastre, que nos lleva a adoptar la decisión de lo que suponemos quiere la mayoría.
  • El sesgo del encuadre, que nos lleva a conclusiones diferentes según se presente la información.
  • El sesgo de la confirmación, que nos lleva a buscar siempre  datos o noticias que avalen nuestras creencias y despreciar los que las pongan en duda.
  • El sesgo del coste hundido, de manera que una vez invertido un coste, monetario o emocional en algo nos cuesta mucho cambiar de opinión.
  • El sesgo de la retrospectiva, que tiende a hacernos creer que algo que ha ocurrido nosotros lo habíamos ya previsto, cambiando nuestro recuerdo.
  • El sesgo del anclaje, que da mucha importancia a la primera información que recibimos (el ancla).

Todos estos, y muchos otros, favorecieron durante miles de años la supervivencia de la especie humana transmitiendo tranquilidad, favoreciendo la rápida reacción ante las amenazas, generando cohesión en la comunidad o la tribu, y favoreciendo la toma de decisiones rápidas para evitar el peligro.

El problema es que estos sesgos que nos han ayudado durante miles de años, ahora plantean nuevos riesgos a la democracia liberal. Lo que ha cambiado es la irrupción de tecnologías que permiten utilizarlos para manipular la decisión de los votantes de forma no solo individualizada sino también masiva. Lo que el marketing lleva tiempo aplicando a nuestras decisiones de compra ahora se ha iniciado su aplicación intensa en el ámbito político para nuestras decisiones de voto. Las fake news, son solo el inicio de un fenómeno que debería empezar a preocuparnos.

Algunos empiezan, como tantas otras veces, a cuestionar la democracia liberal. Pero quizás, como hemos hecho asumiendo que nuestro cuerpo no está preparado para la vida actual, y tenemos que “ayudarle”, no estaría mal empezar por asumir que nuestro cerebro tampoco está bien preparado para nuestro entorno actual, y necesita ayuda. Ayudarle especialmente para poder ser consciente del extraordinario esfuerzo de manipulación de nuestras decisiones a través de la tecnología que podemos esperar en los próximos años. Seguiremos hablando sobre este desafío.

 

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