La inviolabilidad regia
El pasado 2 de marzo la Fiscalía archivó las investigaciones que mantenía abiertas sobre el patrimonio privado del rey emérito, don Juan Carlos I. Uno de los motivos que se han aducido para justificar el cierre de estas diligencias es que, aunque se hallaron hechos que podrían ser delictivos entre 2012 y junio de 2014, cuando don Juan Carlos todavía era jefe del Estado, los mismo estarían cubiertos por la inviolabilidad regia, por mucho que se trataran de actos privados del rey, es decir, de actos que se realizaron al margen del ejercicio de sus atribuciones como jefe del Estado.
La polémica estaba servida y esta prerrogativa constitucional ha pasado así a estar en el centro del debate jurídico-político. De hecho, han comenzado a circular rumores de que el Gobierno, de acuerdo con Zarzuela, podría estar estudiando fórmulas para limitar la inviolabilidad regia. De ahí que sea pertinente tratar de responder a algunas preguntas: ¿es adecuada constitucionalmente la interpretación dada por la Fiscalía de que la inviolabilidad regia es absoluta y ampara todos los actos del rey, también los privados? ¿Incluso cuando deja de ser rey? ¿Habría otras interpretaciones posibles más “restrictivas” que redujeran tan amplio espacio de inmunidad?
Pues bien, con la actual Constitución no me cabe duda de que la inviolabilidad del rey se concibe de forma absoluta, al menos mientras se es jefe del Estado. Y es que la Constitución de 1978 fue muy taxativa en su dicción al contemplar estas prerrogativas: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad” (art. 56.3 CE). No se hacen distingos, actos privados o públicos, y se declara inviolable a la “persona” del rey. Eso sí, los actos del rey (debe entenderse como jefe del Estado) para ser válidos necesitan del refrendo. Veo difícil, por tanto, explorar el camino de invocar una suerte de mutación constitucional en este punto, como ha propuesto algún autor.
De hecho, el debate sobre la extensión de la inviolabilidad ya se produjo mientras se aprobaba nuestra Constitución, cuando se llegó a plantear la hipótesis del rey violador o asesino. Ante lo cual se impuso la tesis favorable a esta concepción absoluta de la inviolabilidad. De manera que, como ha expresado O. Alzaga, si un rey delinquiese, “nos encontraríamos ante el desprestigio y, por ende, ante el ocaso de la institución monárquica”. Una interpretación que parece haber sido confirmada por el Tribunal Constitucional cuando ha recordado que “esta especial protección jurídica, relacionada con la persona y no con las funciones que el titular de la Corona ostenta” (STC 98/2019, de 17 de julio), y al señalar que se trata de prerrogativas “de alcance general”, que no admiten ser relativizadas (STC 133/2013, de 5 de junio).
Pero, del hecho de que se reconozca el carácter absoluto de esta prerrogativa mientras se es rey, no se deduce de forma necesaria que se le proteja también una vez que haya dejado de serlo por actos realizados mientras ostentó esta dignidad. Y es aquí donde está la clave de la actual polémica.
A favor de interpretar que la inviolabilidad se mantiene podría jugar el sentido último de esta prerrogativa en relación con la concepción de la abdicación como mecanismo que permite una suerte de “depuración” de responsabilidades de un rey que hubiera incurrido en alguna irregularidad o, simplemente, que hubiera tenido un comportamiento “no ejemplar” en su vida privada (así parece apuntarlo el profesor Josu de Miguel –aquí-). En cierto modo es lo que habría ocurrido con el rey Juan Carlos, que consciente de su falta de ejemplaridad, abdicó para no comprometer la Corona, aunque, puede pensarse, que en la confianza de que mantendría su inviolabilidad por los actos que realizó mientras fue rey.
Y así lo ha entendido el Legislador que en la Exposición de motivos de la LO 4/2014, de 11 de julio, declaró que: “Conforme a los términos del texto constitucional, todos los actos realizados por el Rey o la Reina durante el tiempo en que ostentare la jefatura del Estado, cualquiera que fuere su naturaleza, quedan amparados por la inviolabilidad y están exentos de responsabilidad. Por el contrario, los que realizare después de haber abdicado quedarán sometidos, en su caso, al control jurisdiccional”. No obstante, como ha señalado el Tribunal Supremo, esta limitación temporal no se ha incorporado al nuevo art. 55 bis de la LOPJ y, en tanto que esa apreciación se ha recogido sólo en la exposición de motivos, carece de valor normativo (Auto del TS, Sala 1ª, de 28 de enero de 2015, FJ. 4º). Es verdad que el propio Tribunal Supremo habría seguido esta interpretación en el auto de 22 de noviembre de 2014 que cerraba la causa especial n. 3/20623/2014, sobre unos presuntos delitos contra la Hacienda Pública que se imputaban a don Juan Carlos por actos realizados mientras fue rey, y que el Supremo decidió no enjuiciar en atención a que entonces era inviolable.
Sin embargo, el Tribunal Constitucional no ha fijado un criterio claro a este respecto. En concreto, la STC 111/2019 parece dejar abierta la puerta a que se pudiera exigir responsabilidad al rey emérito por hechos realizados durante su reinado que no estuvieran vinculados con sus funciones como jefe del Estado: “Este objetivo [la creación de una comisión de investigación sobre la monarquía] es inconciliable con las prerrogativas otorgadas por el art. 56.3 CE a la persona del rey de España, respecto de cualesquiera actuaciones que directa o indirectamente se le quisieran reprochar, ya se dijeran realizadas, unas u otras, en el ejercicio de las funciones regias, o con ocasión de ese desempeño, ya incluso, por lo que se refiere, cuando menos, al titular actual de la Corona, al margen de tal ejercicio o desempeño”. Ese “cuando menos” permite mantener vivo el debate sobre si cabría exigir responsabilidad por actos al margen de las funciones institucionales para el rey emérito.
En mi opinión, la interpretación constitucional más adecuada de la inviolabilidad regia prevista por la Constitución, en una monarquía parlamentaria del siglo XXI, nos lleva a entender que ésta resulta absoluta para preservar la posición del rey en tanto que sea jefe del Estado pero, si éste dejara de serlo, seguiría siendo irresponsable por los actos institucionales que realizó, los cuales de forma expresa o tácita estarían cubiertos por el refrendo, aunque debería poder ser juzgados por los actos privados realizados mientras fue rey. Y es que, como ha expresado el Tribunal Constitucional, estas prerrogativas “que el art. 56.3 CE reconoce al rey se justifican en cuanto condición de funcionamiento eficaz y libre de la institución que ostenta.” (STC 98/2019, de 17 de julio). De ahí que el sentido de esta inmunidad absoluta pueda comprenderse para dotar al jefe del Estado de una especial protección jurídica en tanto que el mismo personifica al Estado, pero su fundamento se debilita si se proyecta más allá cuando deja de ostentar su dignidad como rey.
Puedo comprender las razones de índole práctico, que podríamos considerar razones de Estado, que han justificado mantener esta interpretación “absolutista” de la inviolabilidad regia para proteger al rey emérito, sobre todo atendiendo a que, como se señaló, éste depuró su responsabilidad a través de su abdicación y con la posterior expatriación. Don Juan Carlos fue, como jefe del Estado, un rey constitucional que supo pilotar el país en un momento muy difícil de nuestra Historia para conducirlo hasta la consolidación de nuestra democracia. Algo que creo que le debe ser reconocido. Por desgracia, en buena medida dilapidó su crédito institucional con unas conductas privadas como mínimo poco ejemplares, si no directamente delictivas. Pero, reitero, aunque las mismas no puedan ser juzgadas, no hay impunidad y la lógica constitucional se ha impuesto: el rey tuvo que renunciar a la corona y, aún más, vive una suerte de “pena” de destierro, aunque haya anunciado que tiene voluntad de volver de visita a España. Lo cierto es que está pagando por sus pecados.
Ahora, el reto del rey don Felipe es precisamente cumplir fielmente como rey constitucional y, al mismo tiempo, recuperar la confianza en la institución a través de una conducta ejemplar. Una ejemplaridad personal y familiar que se proyecta en los aspectos más íntimos, toda vez que el sentido último de la Monarquía radica en esa idea de la Familia real como fuente de inspiración, síntesis de unos valores éticos y estéticos que se han de ver representados en ella. Pero también en la gestión de la propia Casa Real, que debe ir incorporando las exigencias de transparencia y control públicos, sobre todo en el ámbito económico, por mucho que constitucionalmente se le haya dotado de plena libertad al rey (art. 65 CE). En cuanto a las prerrogativas como la inviolabilidad regia, en el futuro deberíamos apostar por la reinterpretación restrictiva de la misma que hemos propuesto. Para todo ello no tengo claro que la propuesta de una Ley de la Corona sea la fórmula idónea. Además, cualquier intervención legislativa debe llevar cuidado con no caer en una legislación puramente interpretativa de la Constitución, que ha sido censurada por el Constitucional. Quizá, el camino más adecuado sea el ya emprendido desde que inició su reinado Felipe VI: incorporar progresivamente buenas prácticas en la Casa Real y, llegado el caso, cuando ya no se pueda comprometer la situación del rey emérito, afrontar una reintepretación de la inviolabilidad regia dando una nueva regulación al aforamiento de quien ha sido Rey. Por lo demás, doy un claro voto de confianza a don Felipe quien en un momento tan difícil a nivel institucional y familiar ha sabido transmitir su firme compromiso como rey constitucional y ha hecho de la ejemplaridad pública su sello personal.
Profesor de Derecho constitucional en la Universidad de Murcia