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El ‘caso Dina’ y el uso político de la Administración de Justicia

Una versión previa de este artículo se publicó en Crónica Global y puede leerse aquí.

 

El culebrón jurídico-político del robo de la tarjeta móvil de la ex asesora del Vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, es uno de los mejores ejemplos que podemos encontrar -y eso que no faltan- de la enfermedad institucional consistente en el uso político de nuestra Administración de Justicia.

Hay que partir de la querencia de nuestros partidos -de izquierdas y de derechas- por utilizar la vía judicial como un escenario más de sus batallas políticas, que convierten así en batallas judiciales. Recordemos que las instrucciones judiciales de casos muy mediáticos (como sin duda lo es el caso Tándem, que investiga las actividades del siniestro ex comisario Villarejo) permiten a los abogados de los partidos que son parte en los procedimientos tener acceso a información muy relevante, que puede utilizarse contra todo tipo de adversarios. Además, los escenarios judiciales se utilizan para proyectar una determinada imagen en la que los partidos aparecen como justicieros luchadores contra la corrupción, las cloacas del Estado, los fondos buitre o, más frecuentemente, sus enemigos políticos. En definitiva, se utiliza la justicia para hacer política partidista por otros medios.

De ahí viene la tentación del uso partidista de la policía o/y de la fiscalía (cuando no de la judicatura) con la finalidad de echar una mano al Gobierno o al partido de turno en sus enfrentamientos políticos, lo que poco tiene que ver con los objetivos de estas instituciones. La etapa de Jorge Fernández Díaz como Ministro del Interior fue particularmente desgraciada en este sentido, pero también hay que decir que la inaugurada por Grande Marlaska no parece muy prometedora: las destituciones y dimisiones en la cúpula de la Guardia Civil no auguran nada bueno en términos de la necesaria profesionalización y despolitización.

Sentado lo anterior, el robo y posterior difusión por parte de algunos medios del contenido de la tarjeta móvil de Nina Bousselham (al parecer algo más que una asesora de Pablo Iglesias), investigada en una pieza separada del caso Tándem precisamente a instancias de Podemos, viene a poner de manifiesto todos estos problemas. En esta pieza separada estaba personado, además, el propio Pablo Iglesias como perjudicado. Efectivamente, una copia de la tarjeta se encontró en poder del ínclito Villarejo, a pesar de que la tarjeta original le había sido devuelta al líder de Podemos por el entonces Presidente del Grupo Zeta, Antonio Asensio Mosbah, al parecer por contener fotos íntimas de su propietaria y conversaciones privadas de directivos de Podemos. El problema es que el propio Iglesias, por motivos fáciles de comprender pero no tanto de contar, retuvo la tarjeta móvil que le fue entregada y, cuando finalmente se la devolvió a su ex asistente, estaba inutilizada. Esto ha provocado que el juez instructor le haya retirado la condición de perjudicado, dado que esta postura procesal es incompatible con la de posible investigado por un posible delito de daños informáticos, probablemente de corto recorrido.

Para acabar de rematar el enredo, la ya ex abogada de Podemos, Marta Flor, habría presumido de relaciones íntimas con uno de los fiscales de la causa, Ignacio Stampa, además de llevar a la vez la defensa de Dina Bousselham y de Pablo Iglesias, en una demostración llamativa (por lo desinhibida) de falta de deontología y de profesionalidad a la vez. Y para que no falte nada, a raíz de este culebrón Vox se ha apresurado a querellarse por unos cuantos delitos contra todo lo que se mueve: el fiscal, Iglesias, Bousselham, Unidas Podemos…

Eso sí, una cosa les puedo asegurar: ninguno de ellos parece tener el menor interés en el esclarecimiento de los hechos acaecidos y mucho menos en remediar los problemas de fondo que ponen de relieve. Es interesante, porque Unidas Podemos desde el Gobierno e incluso Vox desde la oposición podrían hacer bastante más que pelearse en los tribunales si les interesaran de verdad cuestiones tales como la actuación profesional de policías, fiscales o abogados, la revelación de secretos, el tráfico de influencias o alguno de los otros delitos que se echan en cara.

En fin, si han conseguido seguirme hasta aquí sin perderse demasiado, podrán concluir conmigo que el ‘caso Dina’ lo tiene todo en términos de desastre institucional: la utilización partidista de las instituciones, en especial de la policía y la fiscalía para “afinar” lo que manden a los jefes políticos de turno; la judicialización de nuestra vida pública por parte de los partidos, dispuestos a interponer las querellas que hagan falta, a personarse como acusación popular o como perjudicados para sacar rédito político (torpedeando si es preciso las investigaciones en marcha y mareando a los jueces); y, finalmente, la intervención de abogados poco escrupulosos con las reglas básicas de la profesión y de medios comunicación, dispuestos a sacar tajada mediática, política o personal.

En este sentido, el varias veces condecorado Villarejo -que ha compartido confidencias con la actual Fiscal General del Estado y ex Ministra de Justicia, que ha sido contratado por personas con mucho poder en empresas muy importantes de este país para hacer todo tipo trabajos sucios a cambio de sueldos millonarios (estando en activo en la policía por cierto)- es el mejor exponente de esta enfermedad institucional que corroe nuestra democracia. Y no parece que los partidos estén dispuestos a curarla, sino simplemente a utilizarla para sus propios fines.

Marlaska y nuestra enfermedad institucional: reproducción artículo en Crónica Global

Artículo previamente publicado en Crónica Global y disponible aquí.

El escándalo de los ceses en el Ministerio del Interior pone de relieve –una vez más– varios de los problemas institucionales que aquejan a nuestra democracia. Efectivamente, no es fácil encontrar un síntoma tan claro de una enfermedad institucional como el cese del coronel Pérez de los Cobos.

Empecemos por los hechos. El coronel Diego Pérez de los Cobos es cesado por el ministro del Interior Grande Marlaska a consecuencia de un informe solicitado a la Guardia Civil en sus funciones como policía judicial por la jueza de instrucción Rodríguez-Medel. La investigación se centra en la posible comisión del delito de prevaricación por parte del delegado del Gobierno en Madrid por la autorización de una serie de manifestaciones a principios de marzo, entre ellas la del 8M. Se trata de un procedimiento que se ha iniciado por querella de un particular, aunque luego se han sumado otras acusaciones populares.

La trascendencia política y mediática de la instrucción es obvia, aunque a mi juicio estamos ante un nuevo ejemplo de un mal uso de la vía penal para dilucidar otro tipo de responsabilidadesNada nuevo bajo el sol.

Pero los personajes también son relevantes. La jueza instructora fue asesora del ministro Catalá (PP) en el Ministerio de Justicia, puesto del que ha vuelto directamente al juzgado de instrucción nº 51 de Madrid. Por su parte, Fernando Grande-Marlaska también es juez de carrera, y ha ocupado importantes destinos en la Audiencia Nacional antes de postularse para ministro (primero con el PP y luego con el PSOE, por cierto). La peculiaridad es que en España, ambos pueden transitar tranquilamente de la judicatura a la política y viceversa sin que se les imponga ningún periodo de enfriamiento o cooling offEn otros países esto sería impensable, dada la evidente posibilidad de contaminación de un juez-político tanto en el ministerio como en el juzgado. Son las puertas giratorias entre política y justicia que giran constantemente sin que nadie se escandalice; es más, muchos jueces cuentan con ellas para hacer no ya carrera política sino también judicial. Es una manera de llegar antes a los más altos puestos de la magistratura, vía nombramientos de un Consejo General del Poder Judicial totalmente politizado.

A estos hechos y a estos personajes hay que unir otro problema gravísimo de nuestra función pública: el uso y el abuso de la libre designación (y del libre cese) por razones ajenas a la confianza profesional. Porque la confianza a la que se refiere la normativa de la función pública es, lógicamente, a la que suscita el desempeño profesional y la adecuación al puesto de trabajo, no la que se produce en el ámbito familiar, social o ideológico. Esta es la interpretación jurisprudencial y la única congruente con los principios constitucionales de mérito y capacidad. Hablando en plata, para nombrar a alguien por razones estrictamente de confianza desligadas de toda consideración profesional ya existe la figura del personal eventual.

Por último, hay que referirse también a la confusión entre las funciones de la Guardia Civil como instituto dependiente del ministro del Interior y sus funciones como policía judicial, en las que solo rinde cuentas ante el juez que se las encomienda. Todo eso en teoría, pues aunque para realizar funciones de policía judicial la Guardia Civil solo dependa del Juez de turno (lo que se denomina dependencia funcional) lo cierto es que orgánicamente dependen del Ministerio del Interior a todos los efectos, incluidos nombramientos, ascensos o ceses.

No resulta difícil comprender las tensiones que se suscitan en una situación así cuando los superiores jerárquicos –o sus colegas en el Gobierno– son precisamente los que pueden resultar dañados por las investigaciones en curso, por no mencionar el problema adicional de la difusión del contenido de las actuaciones. Con este modelo, el investigado puede conocer antes que el juez el informe que se ha emitido. La única forma de evitar esto es sencillamente creando unidades especializadas (de la Guardia Civil, de la Policía Nacional, de la Inspección de Hacienda, etcétera) que dependan funcional y orgánicamente del propio órgano de instrucción.

Pero también hay que mencionar la increíble torpeza política con que se ha manejado todo este asunto; como he dicho antes, considero muy problemática la vía penal elegida, probablemente más por razones políticas y mediáticas que técnicas. El famoso informe de la Guardia Civil –analizado hasta la saciedad por todo tipo de tertulianos y periodistas– tiene, además, una importancia muy limitada en una investigación de estas características. De esta forma, al destrozo institucional se suma el político. La actuación de Marlaska ha convencido a muchos españoles de que realmente hay mucho que ocultar en torno al 8M. Y es que muchas veces hacer lo correcto es también lo más inteligente.

Más despecho que Derecho

Recientemente varios medios de comunicación publicaban que el PSOE había denunciado al partido político VOX ante la Fiscalía General del Estado por un delito de injurias y calumnias contra el PSOE y contra el Gobierno, e incluso por un delito de odio. En el presente artículo analizaremos, de manera concisa, por qué ninguna de estas acusaciones tiene visos de prosperar. En opinión de quien suscribe estas líneas, lo más probable es que el Ministerio Fiscal, como garante de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, proceda al archivo inmediato de la denuncia por las razones que se exponen a continuación.

En primer lugar, las calumnias e injurias contra particulares solo son perseguibles en virtud de querella de la persona ofendida por el delito, tal y como dispone el artículo 215 del Código Penal (en adelante CP): “Nadie será penado por calumnia o injuria sino en virtud de querella de la persona ofendida por el delito o de su representante legal”. De esta manera, la denuncia no es el cauce propicio para la persecución de estos delitos y el Ministerio Fiscal sólo puede proceder de oficio cuando la ofensa se dirija contra funcionario público, autoridad o agente de la misma sobre hechos concernientes al ejercicio de sus cargos. A ello se une que el artículo 804 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal exige, como requisito de admisibilidad de las querellas por injuria o calumnia inferidas a particulares, presentar certificación de haber celebrado acto de conciliación con el querellado, o de haberlo intentado sin efecto, y no hay constancia de que se haya producido.

Por otro lado, en cuanto a las supuestas injurias y calumnias contra el Gobierno, sencillamente se trata de un delito que un partido político, al ser una persona jurídica, no puede cometer. Ello se desprende del tenor literal del artículo 31 bis del CP el cual establece que las personas jurídicas serán penalmente responsables únicamente “en los supuestos previstos en este Código”; supuestos entre los cuales no se encuentra el delito antedicho. Así, si bien encontramos previsiones específicas en el articulado del Código Penal al amparo de los cuales las personas jurídicas pueden ser responsables, entre otros, de los delitos de contra la Hacienda Pública y contra la Seguridad Social (art. 310 bis) o del delito de estafa (art. 251 bis); sin embargo, no existe ninguna previsión similar en el Título XI, que regula los delitos de injuria y calumnia, en virtud de la cual se pueda fundamentar la eventual responsabilidad de una persona jurídica por alguno de estos delitos.

Finalmente nos resta analizar la denuncia por un delito de incitación al odio (artículo 510 del CP) “contra un determinado pensamiento político, el socialismo, representado por el PSOE”. En este punto (dejando a un lado lo cuestionable que resulta la afirmación de que el PSOE actual represente al socialismo), es cierto que una lectura simple del precepto citado puede llevar al equívoco de pensar que el delito de incitación al odio puede producirse contra cualquier persona o grupo de personas. No obstante, la jurisprudencia del Tribunal Supremo ha declarado (entre otras, en la STS 646/2018) que, para que pueda apreciarse la existencia de delito de incitación al odio, debe tratarse de una “agresión a sujetos individuales o colectivos, especialmente vulnerables”; tales como minorías discriminadas por motivos religiosos, raciales, ideológicos, etc. En la misma línea se ha pronunciado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, entre otros, en el asunto Stern Taulats y Roura Capellera. c. España.

A mayor abundamiento puede traerse a colación la Circular 7/2019, de 14 de mayo, de la Fiscalía General del Estado, sobre pautas para interpretar los delitos de odio tipificados en el artículo 510 del Código Penal, en la cual se señala que “el legislador, haciendo ese juicio de valor previo, al incluirlo en el tipo penal, ha partido de esa vulnerabilidad intrínseca o situación de vulnerabilidad en el entorno social”. No parece que el partido político cuyos máximos exponentes forman parte del Gobierno de la Nación pueda ser calificado como un colectivo discriminado en situación de vulnerabilidad.

En fin, a mi juicio, esta denuncia se presenta más como una maniobra de propaganda que como una reacción sincera y justificada en aras de la defensa de determinados derechos. Los juzgados y tribunales no deberían ser utilizados para lograr un titular de prensa, o para canalizar un resentimiento que no ha podido solventarse por la vía política. Me voy a aventurar a sugerir una máxima que podría servir de guía a los partidos antes de acudir a la Administración de Justicia para resolver un conflicto que se haya originado en la contienda política: que en su pretensión haya más Derecho que despecho, y no al revés.