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La jurisprudencia “en tránsito”: entre la amplia discrecionalidad y la pura arbitrariedad

El asunto de los nombramientos discrecionales de los altos cargos judiciales por parte del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) es un asunto polémico donde los haya, probablemente el más polémico de los que rodean al mencionado órgano constitucional y lo es desde hace ya muchos años.

En sus funciones de control de la legalidad de tales nombramientos, la Sala Tercera del Tribunal Supremo, en una primera fase, se limitó a contrastar que todos los aspirantes a estos puestos cumplían con los requisitos legales necesarios para aspirar a los mismos, dejando total libertad al CGPJ para elegir a quién tuviese por conveniente.

Sin embargo, la creciente desconfianza en el ejercicio de esa potestad discrecional dio lugar, a partir de una lejana sentencia de 29 de mayo de 2006, a lo que se denominó “jurisprudencia en tránsito”, que empezó a entrar en la valoración y enjuiciamiento de esa discrecionalidad y que, como su propio nombre indica, no descartaba llegar en el futuro a soluciones más avanzadas.

Esa “jurisprudencia en tránsito”, de la que también son exponentes muy notables, las sentencias de 27 de noviembre de 2007, 12 de junio de 2008, 23 de noviembre de 2009 y, posteriormente, las sentencias de 4 y 7 de febrero de 2011, se basaba en tres pilares fundamentales: (i) El CGPJ esta revestido de una amplia discrecionalidad a la hora de hacer los nombramientos de los altos cargos judiciales, más amplia todavía cuando el cargo en cuestión tiene naturaleza gubernativa o mixta (gubernativa y jurisdiccional); (ii) Esta discrecionalidad, no obstante, está sometida a unos límites que necesariamente la condicionan, como son el respeto a los principios de igualdad, mérito y capacidad, así como la interdicción de la arbitrariedad (art. 9.3 CE); (iii) la motivación del acuerdo de nombramiento tiene un carácter significativo y es esencial.

Fruto de esa jurisprudencia es el Reglamento 1/2010, de 25 de febrero, dictado por el CGPJ con el objeto de regular su propia potestad para la provisión de las plazas de nombramiento discrecional.

La Exposición de Motivos de dicho Reglamento, todavía vigente, alude a la necesidad de precisar normativamente la clase de méritos que el CGPJ puede libremente ponderar y considerar prioritarios para decidir la preferencia determinante de la provisión de estas plazas, con respeto a la primacía de los principios de seguridad jurídica e igualdad, de mérito y capacidad para el ejercicio de la función jurisdiccional.

Más en concreto y tratándose de plazas correspondientes a las diferentes Salas del Tribunal Supremo, su artículo 5 dice que “se valorarán con carácter preferente los méritos reveladores del grado de excelencia en el estricto ejercicio de la función jurisdiccional.” Como dice la Real Academia Española, el término estricto, tiene una única acepción: “estrecho, ajustado enteramente a la necesidad o a la Ley y que no admite interpretación”.

Estos méritos “preferentes”, reveladores del grado de excelencia y relacionados todos ellos con la estricta función jurisdiccional, son: a) el tiempo de servicio activo en la Carrera Judicial; b) el ejercicio jurisdiccional en destinos correspondientes al orden jurisdiccional de la plaza de que se trate; c) el tiempo de servicio en órganos judiciales colegiados, y d) las resoluciones jurisdiccionales de especial relevancia jurídica y significativa calidad técnica, dictadas en el ejercicio de la actividad jurisdiccional.

Como méritos “complementarios” y, por tanto, no preferentes, también se podrán ponderar el ejercicio de profesiones o actividades no jurisdiccionales, pero de análoga naturaleza.

Es decir, a la hora de designar a un Magistrado del Tribunal Supremo, el CGPJ habrá de elegir a alguien que tenga antigüedad suficiente, experiencia contrastada, tanto en el orden jurisdiccional de que se trate, como en órganos colegiados, es decir, que conozca en profundidad el funcionamiento ordinario de las Salas de Justicia y tenga experiencia contrastada en deliberaciones, redacción de sentencias en las que se recoja el sentir unánime o mayoritario de la Sala, votos particulares, etc. y, por último, que se haya destacado en su trayectoria jurisdiccional por la especial relevancia jurídica y significativa calidad técnica de sus sentencias y resoluciones.

Esta autorregulación conduce inevitablemente a una comparativa entre los méritos de los distintos candidatos y orienta al CGPJ hacia la designación, como Magistrados del Tribunal Supremo, a aquellos candidatos que ostenten una antigüedad, experiencia y calidad técnica superior a la de los restantes competidores.

En esta línea se han movido las sentencias que hemos mencionado antes y también, más cercanamente, las sentencias del Pleno de la Sala Tercera de 10 de mayo de 2016 y 27 de junio de 2017, que, aunque no se referían a una plaza del Tribunal Supremo, sí sientan una doctrina general.

Particularmente relevante es la primera de ellas, donde se distingue entre méritos susceptibles de una mayor objetivación y otros méritos de carácter más subjetivo, en los que la discrecionalidad del CGPJ opera en su nivel máximo. Los méritos objetivables son justamente los que acabamos de ver para la designación de Magistrados del Tribunal Supremo, mientras que los de naturaleza subjetiva son los que corresponden a los puestos de carácter gubernativo o mixto.

Tanto es así que, en la referida sentencia de 10 de mayo de 2016, el Tribunal Supremo va contrastando los méritos objetivos, uno por uno, para llegar a una conclusión que favorece a la recurrente y afirma que, si el puesto se quiere otorgar al otro candidato recurrido, habrá que explicar de modo convincente por qué los méritos subjetivos desplazan a los objetivos.

A partir de esta sentencia, a mi juicio, la Sala Tercera inicia un claro “retroceso” en sus postulados. Apenas un año después, en la sentencia de 27 de junio de 2017, ya se contienen afirmaciones como que en ninguna parte se establece jerarquía, preferencia o mayor calidad entre los distintos méritos a valorar o ponderar y se apuesta por una idea de valoración conjunta de los méritos, obviando por tanto la comparativa, mérito por mérito, que se llevó a cabo en la sentencia de 2016.

Así llegamos a la reciente sentencia, de 11 de junio de 2020, dictada por la Sección Sexta de la Sala Tercera, que implica una auténtica abdicación de las funciones de control jurisdiccional de los límites que ha de respetar en todo caso el ejercicio de la discrecionalidad del CGPJ a la hora de efectuar los nombramientos de los altos cargos judiciales.

En esta reciente sentencia se hacen afirmaciones del estilo “la comparación aislada de méritos no puede negar al Consejo una facultad razonable de valoración del conjunto de todos ellos o establecer la preferencia de uno o de alguno respecto de los demás”, o que “la apreciación por el Pleno del CGPJ responde a méritos que representan opciones igualmente válidas en Derecho” o, en suma, que “la libertad del Consejo comienza una vez que se haya rebasado ese umbral de profesionalidad exigible y tiene múltiples manifestaciones, porque una vez justificada que existe esta cota de elevada profesionalidad en varios de los candidatos, el órgano constitucional, en ejercicio de su discrecionalidad, puede efectivamente ponderar una amplia variedad de elementos, todos ellos legítimos, y acoger cualquiera de ellos para decidir, entre esos candidatos que previamente hayan superado el escrutinio de profesionalidad quién es el que finalmente debe ser nombrado”.

Es decir, dicho en román paladino: superado el escrutinio de profesionalidad, que cumplen todos los candidatos, el CGPJ puede nombrar libremente a quién le parezca más oportuno.

La sentencia comentada corresponde a la Sección Sexta de la Sala Tercera, que es la encargada de controlar la legalidad de los actos del CGPJ, aunque nada impedía que el asunto se llevara al Pleno. Sin embargo, ni el Presidente de la Sala Tercera, ni la mayoría de sus magistrados consideraron oportuna la celebración de ese Pleno, que acaso hubiera sido útil para afianzar o abandonar la línea jurisprudencial imperante hasta el momento.

Es llamativo que la sentencia de la Sección Sexta de 11 de junio de 2020 arrojara un resultado de tres a dos y no menos llamativo es que el Magistrado encargado de su redacción, y que suma su decisivo voto al de la mayoría, fuera también el que se adhirió al voto particular concurrente formulado a la comentada sentencia del Pleno, de 10 de mayo de 2016; voto particular en el que se llegó a imputar al CGPJ nada menos que una “muestra clara de arbitrariedad que dio lugar a una auténtica desviación de poder”. ¡Cosas veredes!

Pese a existir un voto particular de los dos magistrados disidentes, cuya autoría corresponde al ponente del recurso y, por tanto, siendo evidente que el caso presentaba serias dudas de derecho, se imponen las costas al recurrente al “no apreciar razones para no hacerlo”.

El voto particular, espléndido, se lamenta del “efecto devastador” que la sentencia mayoritaria puede producir en la carrera judicial, al llevar a la convicción a muchos jueces de que el resultado del esfuerzo por realizar bien su trabajo jurisdiccional no será ponderado en condiciones de igualdad. Y reivindica, en línea con la sentencia del Pleno de 10 de mayo de 2016 y otras anteriores, la jurisprudencia de la Sala sobre la necesidad de identificar los concretos méritos que han de decidir la prioridad del nombramiento, así como la necesidad de examinar la trayectoria de todos los candidatos y ponderar cada uno de los méritos de la convocatoria.

La sentencia de 11 de junio de 2020 es un indudable paso atrás en el control jurisdiccional de la discrecionalidad del CGPJ. En definitiva, deja en nada la jurisprudencia “en tránsito”, porque lo razonado en ella sitúa la doctrina del Tribunal Supremo en el punto inmediatamente anterior a la sentencia de 29 de mayo de 2006, que dio inicio a ese tránsito…que ha resultado ser a ninguna parte.

¿Cómo es el trabajo de un juez?

Cuando en las novelas, series o películas se representa como personaje a un juez, normalmente suele ser un hombre (o mujer) entrado en años, subido a un estrado y vestido con su toga americana. Los jueces en España tenemos una media de edad de 47 años, un 54% somos mujeres y nuestras togas son diferentes. Tener una idea preconcebida errónea sobre cómo son los jueces y cómo trabajan lleva a que, en la mayoría de las ocasiones en las que un ciudadano se presenta ante un juez, se sienta decepcionado o desorientado al enfrentarse a una persona sentada en estrados que poco tiene que ver con el personaje de ficción de las películas de mediodía sestera de la televisión. De hecho, aunque es cierto que todos los jueces destinamos una parte de nuestra jornada laboral a la dirección de juicios, esta actividad solo comporta una pequeña parte de nuestra función.

Los jueces no tenemos un horario fijo, sería imposible. Todos –excepto los jueces instructores que se encuentran en servicio de guardia– tenemos obligación de estar en el juzgado “las horas de audiencia”, unas cuatro horas diarias, que se suelen fijar entre las 10.00 y las 14.00 horas. Esto significa que, a diario, el juez debe dedicar ese tiempo de audiencia pública a juicios, comparecencias, práctica de prueba, tramitación en la oficina o visitas. El resto de nuestro trabajo, que constituye la mayor parte de él, lo hacemos fuera de esas horas y sin sujeción a horario alguno. Digamos que los jueces trabajamos por objetivos, no por horas. Tengamos en cuenta que, tras una sesión de juicios de una mañana, hay que resolver los asuntos y dictar las sentencias o autos que correspondan, lo cual lleva muchísimo tiempo.

Como ya expusiera en otros artículos, el poder de los jueces no es omnímodo. Así, si un juez va paseando por la playa o por una calle peatonal y presencia un delito, no puede dar órdenes a la policía y hacerse cargo de la instrucción. El juez competente para investigar un delito es el juez del juzgado de instrucción (de guardia) del lugar donde el delito se comente. Otra cosa es que, como cualquier ciudadano, deba denunciar y hacer lo posible para colaborar con la Justicia en la contención del delincuente. Por la misma razón de competencia territorial, un juez no puede practicar las diligencias investigadoras que tenga por conveniente en otro partido judicial distinto al suyo. Para ello, debe realizar dichas actuaciones “por exhorto” (ayuda), mecanismo procesal según el cual el juez que conoce la causa, pide colaboración al juez del territorio donde ha de practicarse la prueba para que lo haga por él. Sólo en circunstancias excepcionales, el juez que conoce del asunto puede desplazarse fuera de su partido al territorio donde es competente otro juez, siempre con autorización de este.

Volviendo al trabajo ordinario de los jueces, cuando dictamos sentencias, estamos obligados a responder exhaustivamente a cada cuestión planteada por las partes. Es decir: si el demandante pide tres cosas, el juez no puede contestar solo a dos. Tampoco puede contestar a cosas distintas de las pedidas. En uno u otro caso, la sentencia adolecería de vicio de incongruencia, lo que llevaría bien a su solicitud de complemento, bien a ser revocada por vía de recurso. Como decía en mi artículo del mes de febrero «¿Quién controla a los jueces?», el hecho de que los Letrados de la Administración de Justicia (LAJ) den fe de una actuación judicial (recordemos: certifican que ese juez, en ese momento ha dictado esa resolución, en ese procedimiento y con ese contenido), impide que un juez pueda modificar su sentencia o auto después de dictado. A eso se llama “intangibilidad” de las resoluciones judiciales y suponen una garantía de legalidad del proceso, puesto que con ello se prueba la integridad de lo acordado. Ahora bien, el hecho de que un juez no pueda variar su propia resolución por voluntad propia debido a esta intangibilidad, no significa que la resolución no pueda ser variada bien por otro órgano judicial a través del recurso de apelación o suplicación, bien por el propio órgano judicial que dictó la resolución, a través del recurso de reforma o reposición (cuando es posible) o de la nulidad de actuaciones (si concurre un defecto formal generador de indefensión y la resolución no es recurrible). Únicamente un juez puede modificar la resolución de otro juez a través del correspondiente recurso interpuesto por una de las partes y solo si es el órgano superior jerárquico. Las resoluciones judiciales tienen efectos de cosa juzgada para todos, hasta para los jueces.

Que una resolución sea revocada por el superior jerárquico tras el recurso no significa que la resolución estuviera equivocada, ya que muchas veces, la decisión depende de las diferentes de la norma o del derecho. Por eso existe el derecho a la segunda instancia. Obviamente, si el juez dictara una resolución errónea a sabiendas, podría estar incurriendo en un delito de prevaricación, y si lo hiciera por absoluto desprecio a su función o con dejación de funciones, podría cometer una infracción disciplinaria. Cuestión distinta es que el juez resuelva de manera equivocada porque las partes le hayan engañado. Si el juez llegara a enterarse de la trampa, además de que probablemente quien le haya inducido a error pierda el juicio, puede incurrir en infracción por mala fe procesal o en delito de fraude procesal, según la entidad del engaño.

Otra de las garantías de la legalidad del proceso la constituye la prohibición de que un juez retrase un asunto a su conveniencia. Si bien puede acordarse la suspensión de un procedimiento por mutuo acuerdo de las partes, lo que no puede hacerse es retrasar sin motivo la tramitación de un asunto de manera voluntaria, puesto que ello llevaría a la posible calificación de la conducta como un delito de retardo malicioso de la administración de Justicia. Otro tema que daría para un artículo independiente es la suspensión por causas legales o por falta de medios de la administración de Justicia.

Los jueces asumen unas responsabilidades muy elevadas, como he ido exponiendo en otros artículos de esta serie publicados en Hay Derecho. Somos los encargados de decidir sobre la vida y patrimonio de las personas. Sin embargo, pese a lo que algunos puedan pensar, no percibimos un salario acorde con nuestras responsabilidades si lo comparamos con el salario de algunos concejales, por ejemplo. En algunos pueblos, el juez gana menos que el policía local que custodia la sede. Lógicamente, en comparación con el SMI o con el sueldo de muchos trabajadores, la retribución es muy superior, pero, en la otra cara de la moneda, a los jueces se nos impide trabajar en nada más que no sea ser juez. Las incompatibilidades profesionales son tan estrictas que, para conseguir ingresos extraordinarios, solo podríamos realizar actividades de creación artística, publicaciones o docencia. Una vez más, otra garantía de nuestra independencia.

La jubilación de los jueces polacos (a switch in time saves nine)

El tres de abril de 2018 entró en vigor una ley aprobada por el Parlamento polaco que adelantaba en un lustro la edad de jubilación de los magistrados del Tribunal Supremo de dicho país. En ese momento, estaba prevista para los 70 años. Para algunos, una auténtica declaración de guerra contra la Justicia independiente. La medida se justificaba en la conveniencia de equipararlos al resto de los trabajadores, cuyo retiro estaba fijado con carácter general a los 65 años. Muchos lo vieron como un mero pretexto, un hipócrita casus bellli para batallar contra los jueces que plantaban cara a un gobierno de tendencias involucionistas, por no decir abiertamente antidemocráticas.

La historia se repite. En febrero del año 1939, Franklin Delano Rooselvelt, Presidente de los Estados Unidos, anunció una modificación profunda del Tribunal Supremo norteamericano: por cada uno de sus miembros de más de 70 años, el propio Presidente nombraría un juez adicional que ingresaría con pleno derecho en el órgano. La razón aducida era que, debido a su provecta edad, necesitaban ayuda, al ser incapaces de sobrellevar la onerosa carga de trabajo que debían despachar. La razón real, para otros, no era sino la voluntad de desbaratar una mayoría judicial que venía tumbando las iniciativas del New Deal, el paquete legislativo más progresista del equipo gubernamental. En la pasada legislatura, sus señorías habían declarado inconstitucional la normativa en materia de reforma agraria e industrial. Estas eran áreas donde el partido demócrata había cifrado sus esperanzas de modernizar la economía nacional.

En España también sucedió algo similar. El artículo 386 de la Ley Orgánica 6/1985, de uno de julio, redujo la edad de jubilación de la plantilla judicial desde los 70 hasta los 65 años, si bien para los magistrados del Supremo se dejaba en los 68. El objetivo, tal como se lee en las actas de los debates parlamentarios, habría sido preservar su “dignidad” profesional. Y estos señores, por mucha toga que vistiesen, a fin de cuentas eran trabajadores integrados en el conjunto de la masa laboral. En cambio, hubo quien entendió que lo que se pretendía de veras era descabezar una cúpula judicial sospechosa de connivencias franquistas. No olvidemos cuán reciente estaba la muerte del dictador, apenas una década atrás.

Son tres casos en los que la magistratura sintió ser objeto de un ataque procedente de las filas de la política. Resulta muy ilustrativo examinar cuál fue la reacción en cada uno de ellos. Veamos:

Charles Evans Hughes, magistrado jefe a la sazón del Tribunal Supremo norteamericano, se apresuró a publicar estadísticas demostrativas de que, pese a sus achaques, sacaban todo el papel que se les echaba encima. Asimismo, entró en contacto con un senador demócrata díscolo, Burton Wheeler, que no temía llevarle la contraria al mismísimo Rooselvelt. Tras sus maniobras entre pasillos, fue creciendo el número de congresistas dispuestos a votar en contra de la iniciativa del Ejecutivo.

Y he aquí lo más sorprendente, dos oportunas sentencias salvaron la constitucionalidad de unas propuestas legislativas de gran calado social cuyo pronunciamiento pendía de resolución justo en esos momentos. No solo eso, uno de esos jueces supuestamente tan avejentados comprendió ¿motu proprio? que había llegado el momento de colgar la toga para abrir la puerta a alguien más joven. Y quién sabe si más afín a la nueva mayoría política. El Presidente de la nación captó el mensaje, cada uno cedería un poco: los jueces desistían de su oposición frontal al New Deal; él, en cambio, aparcaba sine diela remodelación anunciada. Trato hecho. De ahí el juego de palabras que popularizó la prensa: “the switch in time that saved nine” (pues nueve son los miembros de su alto tribunal).

Seguro que semejantes rifirrafes guerrilleros entre jueces y políticos resultarán escasamente edificantes a los defensores del Estado de Derecho. En Polonia las cosas fueron de otro modo. Planteada cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, la sentencia de 24 de junio de 2019 declaró que la norma impugnada atentaba contra el principio de inamovilidad judicial. Es más, desenmascaró las excusas del partido gobernante, al insistir en que no se había justificado suficientemente la alegada pretensión de homogeneizar la edad de jubilación. Existía, por lo tanto, el riesgo de que, en realidad, se buscase excluir de su cargo a un grupo predeterminado de jueces. Y eso que el gobierno polaco, cual aventajado alumno de Rooselvelt, dio marcha atrás y derogó la polémica ley antes de que Luxemburgo hubiese hecho pública su decisión.

Una retirada a tiempo es una victoria (A stich in time saves nine). Ni por esas. Los magistrados europeos estaban empecinados en sentar jurisprudencia. Y bien que lo hicieron.

¿Y entre nosotros?

España es diferente. Recurrida ante el Tribunal Constitucional la citada ley orgánica, la sentencia 108/1986 mantuvo íntegramente su validez. Los jueces tragaron, fin de la historia. Bueno, no exactamente el fin, ya que en 1992, cuando se había completado la purga, se volvió a elevar la edad de jubilación. Más aun, como es bien sabido, se entregó la designación de todos y cada uno de los miembros del Consejo General del Poder Judicial a las cámaras parlamentarias. En breve habrá que renovar sus vocalías. Otra ocasión para medirse en el cuadrilátero. Excepto la asociación “Foro Judicial Independiente”, las demás parecen dispuestas a participar en la farsa electoral, ofreciendo a sus afiliados para que los políticos jueguen al reparto de cromos. Como en la América de los años treinta. Al fin y al cabo tenemos lo que nos merecemos. Mejor dicho, tienen lo que se merecen.

La inmensa mayoría de nuestros jueces nada sabe ni quiere saber de las maniobras de los políticos togados. Tomemos nota pues tarde o temprano habrá que rendir cuentas.

¿Quién ampara a nuestros jueces?

Vaya por delante que considero que la prevaricación judicial es el más abyecto de los crímenes que puede cometer un juez, por lo que dicho delito debería llevar aparejada, siempre, la pena privativa de libertad, además de la inhabilitación. La inhabilitación debería alcanzar al ejercicio de cualquier profesión jurídica. De la misma forma, deberían quedar inhabilitados (para siempre), para ejercer cualquier profesión jurídica, aquellos individuos que cometieran graves crímenes contra la libertad personal (por ejemplo, el secuestro).

Estamos asistiendo, de forma impasible, a serios ataques a determinados jueces, perpetrados por personas que en su día ejercieron la función judicial y que fueron condenadas por ese gravísimo delito de la prevaricación (el más grave que puede cometer un juez en el ejercicio de sus altas funciones, encaminadas a dar satisfacción a un derecho fundamental, el de la tutela judicial efectiva). Los ataques se refieren a imputaciones claras de irregularidades o posibles delitos cometidos por jueces en ejercicio que instruyen causas importantes. Imputaciones relativas no a su esfera personal, sino al ejercicio de sus funciones como juez.

Como informó El País, el 24 de julio de 2017: “Inhabilitado 10 años un juez por cerrar un caso en el que se acusaba a un amigo suyo. El Supremo confirma la condena al juez Fernando Presencia, decano de Talavera de la Reina”. “La sentencia, de la que ha sido ponente el magistrado Pablo Llarena…”

Pues bien, el referido señor Presencia viene firmando y publicando en un diario digital, denominado “Diario 16”, y atribuyéndose explícitamente la condición de “Juez” (“Juez Fernando Presencia”), una serie de artículos que parecen obedecer al rencor e inquina personal que su autor parece profesar sobre el Magistrado del Tribunal Supremo señor Llarena.

Así, el día 10 de agosto de 2018, se publicó el siguiente artículo:

 “El Tribunal alemán de Schleswig-Holstein desconfió de la neutralidad del Juez Llarena para instruir la causa del procés”

Las opiniones vertidas por dicho señor son inaceptables para quien se atribuye expresamente la condición de Juez, sin estar amparadas, en mi opinión, por el derecho fundamental a la libertad de expresión; pues suponen opiniones que no tienen el más mínimo asidero jurídico. Ni un lego en Derecho podría decir tantas barbaridades jurídicas y con la clara intencionalidad con la que se dicen: desprestigiar al Poder Judicial español.

La Resolución del Tribunal alemán que cita no contiene la más mínima referencia a la posterior doctrina del Tribunal de Justicia de la Unión que también cita.

Dicho torticero artículo se escribe desde la más evidente mala fe, por quien quiere desprestigiar al Poder Judicial español y más directamente a un Magistrado del Tribunal Supremo.

Posteriormente, y sin ánimo exhaustivo, este señor ha publicado las siguientes perlas:

El 13 de agosto de 2018: “La figura jurídica del “huido” es una creación del juez Llarena que no existe en el proceso penal español”

En la que el “Juez” vuelve a verter insidiosas apreciaciones sobre la actividad procesal del Juez del Tribunal Supremo señor Llarena. Con absoluta mala fe, trata de vincular una Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 25 de julio de 2018 (que nada tiene que ver con España) a actos procesales del Tribunal Supremo de fechas anteriores (como es el caso del Auto de 9 de julio de 2018, del Juez instructor señor Llarena); que califica como artimañas.

Sobre lo insidioso de dicha opinión, puede verse: “El Supremo responde a Puigdemont que llamarle “huido” es “adecuado y en absoluto desconsiderado”

Del 2 de septiembre: “Pudo cometerse prevaricación en la designación de Pablo Llarena como instructor del Procés” 

Se dice que “El caso de Pablo Llarena no ha sido la primera vez que se han violado en el Tribunal Supremo sus propias Normas de Reparto para “seleccionar” al magistrado instructor en las causas catalanas”.

Otra del 4 de septiembre: “Falsificada el acta que propuso a Pablo Llarena como Magistrado del Tribunal Supremo” 

Se dice que “Fueron los propios integrantes de la Comisión Permanente del CGPJ los que hicieron públicas sus dudas acerca de la validez de los acuerdos adoptados el día 14 de enero de 2016, entre cuyas decisiones se encontraba la composición de la terna que llevaría a Pablo Llarena a la Sala 2ª del Tribunal Supremo”

El 10 de septiembre: “La Fiscalía propuso a Pablo Llarena cometer prevaricación con Puigdemont”

Se dice que “antes de que Pablo Llarena resolviera rechazar formalmente la entrega de Carles Puigdemont, la Fiscalía del Tribunal Supremo ya anunciaba públicamente que no era asumible una entrega parcial, como la establecida por el tribunal alemán.

Según el Consejo General del Poder Judicial, “don Fernando Presencia Crespo no es juez y por tanto no cabe la apertura de expediente disciplinario, toda vez que se ha extinguido la relación estatutaria que al denunciado le unía con este Consejo General.

En la actualidad está separado de la carrera judicial por acuerdo de 26.10.2017 -Inhabilitado por condena-. El referido acuerdo se llevó a efecto en cumplimiento de la sentencia ejecutoria de 23 de mayo de 2016, dictada por la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de Castilla-La Mancha, en cuanto impone al magistrado Fernando Presencia Crespo la pena de inhabilitación especial por tiempo de diez años para el cargo de juez o magistrado, con pérdida definitiva del cargo que ostenta y de los honores que le son anejos, así como con la incapacidad para obtener durante el tiempo de la condena cualquier empleo o cargo con funciones jurisdiccionales o de gobierno dentro del Poder Judicial o con funciones jurisdiccionales fuera del mismo”.

Si el referido señor no es Juez, entiendo que el Consejo General del Poder Judicial no puede quedarse de brazos cruzados ante la utilización de dicha condición profesional por el referido señor; máxime si lo hace para atacar a miembros del Poder Judicial y a los tribunales españoles. De la misma forma que dado que dichas insidias se dirigen a un magistrado por el ejercicio de sus funciones, alguien, desde los Poderes Públicos, debería actuar, porque, ¿quién ampara a nuestros jueces?

HD Joven: Irlanda del Norte y matrimonio igualitario: ¿Qué podía hacer el juez O’Hara?

Para entender por qué la situación del matrimonio homosexual es diferente en Irlanda del Norte respecto al resto del Reino Unido, es preciso retroceder a 1920. Ese año el Parlamento británico aprobó el Acta de Gobierno de Irlanda que dividía la isla en dos territorios con gobierno local, Irlanda del Norte e Irlanda del Sur. En la última, de mayoría católica, el Acta tuvo poca fortuna y a los dos años el Reino Unido tuvo que dar su brazo a torcer reconociendo el Estado Libre Irlandés como reino de la Commonwealth.

En cambio la mayoría unionista de Belfast sí gustó de su nuevo estatus que ha mantenido hasta la actualidad. Los límites competenciales y funcionamiento de su autogobierno se recogen en la actualidad en el Acta de Irlanda del Norte (1998).

En semejante contexto constitucional, las leyes que regulan las pocas cuestiones que todavía agitan severas polémicas entre conservadores y progresistas, a menudo, difieren entre Irlanda del Norte y el resto del Reino Unido. Ocurre así, por ejemplo, en el aborto además de en la cuestión que nos ocupa. Tengamos en cuenta que en esta zona la población es muy conservadora.

Después de que el Parlamento de Westminster aprobara la Civil Partnership Act en 2004, la unión civil para parejas del mismo sexo se implantó en toda Gran Bretaña. Aunque no todos, esta concedía muchos de los derechos de los matrimonios tradicionales, sobre todo, en materia tributaria, derechos de propiedad, sucesión, pensiones, tutela preferente y sumaria etc. Un año más tarde esta ley entraba en vigor en Irlanda del Norte, si bien, no la posibilidad de que estas uniones fueran celebradas por organizaciones religiosas, a diferencia de Inglaterra, Gales y Escocia.

En Inglaterra y Gales el matrimonio igualitario entró en vigor en 2014, habiéndose aprobado la bill un año antes. El parlamento escocés hizo lo propio ese mismo año. Pero no ocurrió así en Irlanda del Norte.

En 2015, el mismo año en que Irlanda aprobó en referéndum el matrimonio igualitario, existía una mayoría favorable en el Parlamento norirlandés para su implantación. Sin embargo, el Partido Unionista Democrático se acogió a una herramienta constitucional del Acuerdo de Belfast de 1998, anacrónica en mi humilde opinión, la petiton of concern o cross community vote, que, para la aprobación de una ley, exige además de mayoría parlamentaria, que ésta se dé entre los partidos que representan a las dos comunidades de Irlanda del Norte: unionistas, defensores del actual estatus del territorio, y nacionalistas, partidarios de la reunificación política de Irlanda.

La bill fue rechazada. Por cinco veces votó el parlamento de Stormont sobre esta cuestión. La última el 2 de noviembre de 2015, cuando pese a haber 53 votos a favor y 51 en contra, el matrimonio homosexual no pudo aprobarse por la interposición de la petition of concern, una vez más por parte del Partido Unionista Democrático, ya que entre las filas unionistas la mayoría seguía estando en contra.

El pasado 17 de agosto el debate se reavivó con fuerza cuando la Judicial Communicación Office de Irlanda del Norte publicaba el fallo judicial dictado por el juez O’Hara, que desestimaban la demandada de reconocimiento del derecho al matrimonio homosexual. La demanda había sido promovida por dos parejas norirlandesas del mismo sexo que reivindican su derecho a contraer matrimonio y otra pareja casada en Inglaterra, pero que ante la ley de Irlanda del Norte se ve calificada “únicamente” como unión civil.

El razonamiento del juez O’Hara viene precedido de estas palabras: “It is not at all difficult to understand how gay men and lesbians who have suffered discrimination, rejection and exclusion feel so strongly about the maintenance in Northern Ireland of the barrier to same sex marriage. However, the judgment which I have to reach is not based on social policy but on the law (No es difícil de entender el sentimiento de los gays y lesbianas por la discriminación, el rechazo y la exclusión sufrida como consecuencia del mantenimiento de las barreras al matrimonio del mismo sexo en Irlanda del Norte. Sin embargo, la sentencia que tengo que dictar no está basada en política social, sino en la ley)”, que en mi opinión demuestran un gran ejercicio de profesionalidad, desvinculando su fallo de sus propias simpatías personales y reconociendo por escrito la discriminación sufrida por el colectivo LGTBI.

No me ha sorprendido la rabia con que se ha atacado el fallo del juez O’Hara, aunque no por ello me parece menos injusta. No sé exactamente los pormenores de la ley penal en aquellos lares, pero me aventuro a suponer que como ocurre en España, cuando un juez dicta una resolución judicial a sabiendas de que es contraria a derecho, comete un delito de prevaricación, por muy ética que pudiera parecernos la quiebra de la Ley.

¿Qué podía hacer atado de pies y manos como estaba? Su fallo se basa en dos puntos incontestables: 1º la autonomía de Irlanda del Norte para legislar exclusivamente en su territorio sobre esta cuestión; y 2º la no exististencia del matrimonio homosexual como derecho constituido en la esfera internacional.

Os dejo aquí el enlace por si queréis consultarlo: https://www.courtsni.gov.uk/en-GB/Judicial%20Decisions/Pages/default.aspx

Culpar al juez suele ser una forma de matar al mensajero

Recientemente, en 2016, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (c. Chapin y Charpentier v. Francia nº 40183/07) dictaminó que el matrimonio homosexual no es un derecho humano fundamental y que no puede equipararse a la libertad de elección matrimonial heterosexual. Respecto a la UE, ¿vamos a ignorar que el Protocolo 7 del Tratado de Lisboa que limita la aplicación de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea en Polonia y el Reino Unido, esconde, al menos en el caso polaco, la declarada voluntad de no verse obligados a reconocer nunca derechos civiles a los homosexuales contrarios a su legislación? Frente a su contexto nacional y semejante panorama internacional ¿qué podía hacer el juez O’Hara?

¡Pido qué no haya ninguna confusión! Soy un firme defensor del matrimonio igualitario y la adopción por parte de parejas del mismo sexo. Pero miro con preocupación este fenómeno cada vez más consolidado en nuestros días de esperar que los tribunales juzguen conforme a las convicciones de quien demanda.

Más inquietante resulta ver las expectativas depositadas en el Derecho internacional, desconociendo no sólo su escaso alcance y aplicación, sino su contenido. La rimbombancia de su nomenclatura, como sucede en la tan invocada Declaración Universal de Derechos Humanos, permite que el imaginario popular espere que contenga cualquier aspiración que crea justa. Pero el Derecho internacional se aleja mucho de las utopías y ya no digamos muchas de las sentencias de tribunales internacionales como los de la Haya, el de Estrasburgo o Luxemburgo.

Los derechos no dejan de ser aspiraciones políticas hasta que se convierten en Ley. Es cierto que en ocasiones puede deducirse un derecho de otro derecho en una sentencia. Influye mucho el modelo constitucional del país. Pero no podemos esperar que por sistema los tribunales nos den lo que nos niegue el parlamento.

Los derechos no son maná caído del cielo. Se ganan políticamente y, en una democracia, convenciendo a la mayoría de la población de que su existencia es buena y conveniente.

Nosotros, las generaciones de la postmodernidad, debemos afrontar el reto de legalizar muchos derechos llamados de cuarta generación: matrimonio igualitario, acceso a internet, acceso al agua, igualdad positiva entre hombres y mujeres, la eutanasia… Las generaciones que nos sucedan nos juzgarán por la capacidad que tuvimos para implantarlos en nuestro país y promoverlos en el resto del mundo y, sobre todo, por el modo en como lo hicimos y el contenido que les dimos.