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Dilaciones indebidas o deficitaria administración de justicia

Decía Jean de la Bruyère que “una cualidad de la Justicia es hacerla pronto, y sin dilaciones; hacer esperar es injusticia.”. Y más sobriamente lo plasmó el Legislador constituyente en el artículo 24 de la Constitución española: “todos tienen derecho (…) a un proceso público sin dilaciones indebidas”. Pero esto, desgraciadamente, no siempre se sigue al pie de la letra.

Este derecho fundamental tiene como norte y guía, los plazos legalmente establecidos en las Leyes de Enjuiciamiento. Empero, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos -abrazando toda lógica- (TEDH en lo sucesivo) lo asimila al derecho a un proceso en plazo razonable. En este punto, es tributario aclarar que, se tenga o no derecho a la acción que se ejercita, el tiempo en que la Administración de Justicia debe dar respuesta tiene que ser razonable, aunque la resolución sea negativa.

Las dilaciones indebidas, que descansan sobre el funcionamiento anormal de la Administración de Justicia, no pueden encontrar excusa absolutoria en aquello de la falta de medios -humanos y/o materiales- como acertadamente tiene dicho el Tribunal Constitucional (Pleno nº54/2014 de 10 de abril de 2.014). Y es que, una deficitaria estructura del sistema judicial no excluye la responsabilidad del Estado. En el mismo justo sentido, se pronunció el TEDH, concluyendo que “el carácter estructural de las dilaciones sufridas por la sociedad demandante, no puede privar a los ciudadanos de su derecho al respeto del plazo razonable”, y sigue “el art. 6.1 del CEDH obliga a los Estados contratantes a organizar su sistema judicial de tal forma que su Tribunales puedan cumplir cada una de sus exigencias, en particular la del derecho a obtener una decisión definitiva dentro de un plazo razonable”.

Naturalmente, para cada supuesto de hecho, los principios basales del Estado de Derecho, imponen una consecuencia jurídica. Quiere esto decir, que, si un justiciable padece esta diacrónica anomalía judicial (ya parece que lo anómalo sería lo contrario), tiene derecho a impetrar Justicia ante los tribunales a fin de que tales daños (excesiva tardanza en administrar justicia o, lo que es lo mismo, mal funcionamiento de la misma) sean resarcidos (si eso fuera posible) mediante una indemnización equivalente (según jurisprudencia) a alrededor de 3.500 euros por año.Y ello por ministerio del mandato constitucional que impone el artículo 106.2, que dice “Los particulares, en los términos establecidos por la Ley, tendrán derecho a ser indemnizados por toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de servicios públicos”.

Por su parte, la ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ, en adelante) en los artículos 292 y siguientes, contempla los supuestos genéricos indemnizables, cuales son el error judicial y el funcionamiento anormal de la Administración de Justicia, en el que centraré las siguientes líneas. Y reza el precepto “Los daños causados en cualesquiera bienes o derechos por error judicial, así como los que sean consecuencia del funcionamiento anormal de la Administración de Justicia darán a todos los perjudicados derecho a una indemnización a cargo del Estado, salvo en los casos de fuerza mayor, con arreglo a lo dispuesto en este Título”, y además,“el daño alegado habrá de ser efectivo, evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o grupo de personas”. Y por último, la Ley Reguladora de la Jurisdicción de las Administraciones Públicas, en su artículo 32 se pronuncia en idéntico sentido.

Entonces,¿en qué supuestos estamos ante las referidas dilaciones indebidas? Para responder a esta pregunta valga poner de ejemplo el plazo máximo de instrucción de que disponen los órganos instructores para practicar diligencias desde el auto de incoación del sumario, a saber, de 6 meses (ex art. 324 Ley de Enjuiciamiento Criminal). Pues bien, si la causa no fuera declarada compleja (a instancia del Ministerio Fiscal y previa audiencia de las partes), el plazo que rige las labores de instrucción del órgano es de 6 meses (y no de 18 meses prorrogables por igual plazo). Y aun así, en la mayoría de los casos, este plazo es desatendido sistemáticamente. Ante esta situación, todo el tiempo que se devenga desde el termino de los 6 meses, sería insertable dentro del reloj de arenade las dilaciones indebidas. Pero ¿indemnización a cuenta del Estado, y nada más? 

No. El Tribunal supremo, con un inapelable criterio, ha venido justificando la atenuación (pudiendo llegar a muy cualificada) de la pena en una disminución de la culpabilidad de quien, como acusado en el proceso penal, sufre las dilaciones indebidas. Así, “si se vulnerara esta compensación de pérdida de derechos, sostiene el Alto Tribunal, se vulneraria el principio de culpabilidad, pues se desconocería que el autor del delito ya ha extinguido una parte de culpabilidad con la pérdida de derechos y que ello debe serle compensado en la pena impuesta. Si ello es así, insiste, con la perdida de derechos sufrida legítimamente (por ejemplo, la prisión provisional, que ha de abonarse a la pena finalmente impuesta, ex art. 58 del Código Penal), con mayor motivo deberá compensarse una pérdida de derechos ilegítima como son las dilaciones indebidas”(STS de 8 de junio de 1.999)

Así las cosas, las dilaciones indebidas más frecuentes traen causa de paralizaciones y retrasos injustificados en la actividad jurisdiccional, de una excesiva demora en realizar las notificaciones y, en muchas ocasiones, de una hiperbólica tardanza en resolver los recursos planteados por las partes. Y huelga recordar que las deficiencias estructurales, si bien excluyen la responsabilidad individualizada de los agentes de la Justicia, no exime al Estado de responsabilidad, precisamente porque ninguna persona tiene el deber jurídico de soportar dilaciones indebidas en el seno de un proceso judicial.

Para que la reclamación de responsabilidad patrimonial de la Administración del Estado prospere, es necesario colmar los requisitos legales y jurisprudencialmente exigidos (existencia de daño efectivo, individualizado y evaluable económicamente, que haya funcionamiento anormal de la Administración de Justicia, y la oportuna relación de causalidad entre el mal funcionamiento y el daño causado, de forma inextricable), dirigiéndola al Ministerio de Justicia solicitando sea reconocido el mal funcionamiento y el derecho del justiciable a ser indemnizado. Es aconsejable elaborar un iter cronológico de las actuaciones y sus correlativas demoras.

En suma, conjurar las tan mentadas dilaciones indebidas es una obligación adjetiva de cualquier Estado servidor del Derecho. Todo lo contrario, es deshonestidad con el mismo. Por todo ello, la Justicia no puede tener otra servidumbre que el ideal mismo de Justicia (incompatible con las dilaciones), si de verdad se quiere hacer gala del buen hacer y de la recta Administración de Justicia desde todos los ángulos, evitando así, de paso, la tan perniciosa pena de banquillo.

Con esto acabo. William Shakespeare dijo una vez “Malgasté mi tiempo. Ahora el tiempo me malgasta a mí”. Que no nos pase, o será el tiempo quien malgaste el Estado de Derecho.

#JuicioProcés: Las provocaciones y los suplicatorios

1.- la testifical de Cuixart como estrategia de provocación al tribunal

 

Parece que la debilidad de la testifical de las defensas, a la que nos referimos en el post anterior, ha conducido a una estrategia aparentemente dirigida a preconstituir un supuesto de imparcialidad objetiva del Tribunal.

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#JuicioProcés: las diferencias entre las estrategias de la defensa, el nivel de los observadores internacionales y la petición de apertura de causa contra Puigdemont en el Tribunal de Cuentas

Tras las declaraciones de la Guardia Civil, llegó el turno en esta séptima semana de los observadores internacionales o del Teniente Coronel Baena, al cual la defensa había acusado de tener un perfil en Twitter desde el cual escribía mensajes contrarios a la independencia.

La diferencia entre Melero y el resto de las defensas:

La contundencia de las testificales practicadas esta semana está haciendo aflorar con claridad las diferencias entre los planteamientos y estrategias de las defensas.

Así Melero permanece concentrado y apegado a su línea de intentar acreditar la autonomía operativa de los Mossos y de ahí la falta de participación de Forn en los incidentes del 20 se septiembre y el 1 de octubre. Tuvo una intervención inteligente al protestar, en la declaración del Teniente Coronel Baena, por la descripción como insurreccional del período entre el 20-S y el 27-O, reconociendo Marchena la notable carga valorativa del adjetivo insurreccional, pese a lo cual, afirmó que la Sala valoraría los hechos con su propio criterio al margen de la subjetividad del testigo.

Sin embargo, otras defensas parecen acusar cierta descomposición ante el resultado de las testificales, afrontando los interrogatorios con un extravagante comportamiento procesal. En primer lugar, las defensas están reiterando ad nauseam su petición de reproducción de prueba videográfica de modo simultáneo a la práctica de la prueba testifical, formulando protesta cada vez que por el Presidente de la Sala se deniega tal petición. La Ley de Enjuiciamiento Criminal regula en sus artículos 688 y siguientes el “modo de practicar las pruebas en el juicio oral” y establece un orden claro en la práctica de la prueba: se está practicando la testifical, después vendrá la pericial y por último la documental, que incluirá la exhibición de los vídeos. Las contradicciones, si se producen, deben ponerse de manifiesto por los abogados en su informe final, y la Sala las valorará conforme a las reglas de la sana crítica. Por eso no se produce menoscabo alguno del derecho de defensa y las protestas, como dice Marchena, son de cara a la galería: es en su informe final cuando los abogados tienen la ocasión de denunciar las contradicciones, si es que se producen.

Más insólita aún es la insistencia en interrogar a los testigos sobre los atestados de la Policía Judicial, las circunstancias de su confección o lo recogido en ellos. La Sala, precisamente como garantía de los principios de contradicción e inmediación, ha dejado claro desde el primer momento que no valorará como prueba la que no se practique en el plenario y, en particular, que los atestados han valido para la instrucción, pero ya no valen. Este es un criterio riguroso sobre el valor probatorio del atestado que garantiza precisamente el derecho de defensa. El Presidente de la Sala, ante los reiterados intentos de interrogar a los testigos sobre los atestados, ya ha señalado que es perder el tiempo. La insistencia contumaz por parte de alguna de las defensas parece más bien un intento de distraer la atención sobre la contundencia del testimonio que se está prestando ante la Sala.

El miércoles, ante la invocación por Pina de la “ley de ritos”, Marchena le solicitó que no utilizase ese término, que consideraba un “insulto a los procesalistas”. Ley de ritos es una denominación que viene del siglo XIX, cuando la tramitación de los juicios no era otra cosa que la aplicación formulista de los ritos por los que se tramitaban los procesos. Es la época del procedimentalismo o formalismo, en que el Derecho de ritos no era más que un apéndice formal del Derecho sustantivo. Desde mediados del s. XX, con Windscheid y Chiovenda, surge el concepto de proceso y Derecho procesal con sustantividad propia. Por eso, la llamada de atención de Marchena parece que excede de una cuestión terminológica, y es un modo de llamar la atención sobre la necesidad abandonar la protesta formulista de cara a la galería y centrarse en lo material del proceso.

El nivel de los observadores internacionales y su remuneración:

Dentro de las declaraciones de la semana, resultó esclarecedor el interrogatorio de la Sra. Helena Catt, no sólo sobre la malversación cuya prueba comienza a fraguar, sino sobre el nivel de los expertos internacionales utilizados por Diplocat para su propaganda exterior. La Sra. Catt era la jefa de un grupo de sedicentes observadores, denominado International Election Expert Research Team, que emitió un informe tras el 1-O en el que literalmente validaba los resultados de voto ese día, manifestando además que los observadores estaban atónitos de haber observado una operación de estilo militar para impedir un proceso democrático pacífico. Hace unos días se interrogó a Albert Royo, ex secretario general del Diplocat, que negó haber contratado y pagado observadores del 1-O, afirmando que sólo se trataba de una visita de expertos en ciencia política que coincidió en Cataluña aquellos días. La declaración de la Sra. Catt permitió avanzar en la prueba de la malversación, a través del incisivo interrogatorio de la Abogacía del Estado, ante el que reconoció haber cobrado 8.000 euros de Diplocat, al tiempo que aseguraba que el resto de 17 miembros del equipo también habían cobrado sus honorarios. El método de informarse sobre el referéndum consistió, además de leer folletos electorales, en clandestinas reuniones a las que el grupo era convocado por un correo electrónico “monitors@” a reuniones con personas cuya identidad no conoció, que le impartían “briefings” sobre el referéndum. Para rematar, y pese a afirmar que el objeto de su visita no era tanto el referéndum como el contexto, afirmó no haber tenido siquiera noticia de los acontecimientos del 20-S. Este era el nivel de los observadores que validaron los resultados del 1-O.

La responsabilidad civil en el delito de malversación:

Esta semana hemos visto una noticia que a lo mejor ha pasado desapercibida en su significado: el Fiscal del Tribunal de Cuentas ha pedido abrir una causa contra Puigdemont por el desvío de dinero público para financiar el referéndum ilegal del 1-O.

Cuando se presentaron los escritos de acusación, se generó cierta polémica porque la Abogacía del Estado no pedía la responsabilidad civil derivada del delito de malversación, sino que remitía para su determinación al correspondiente procedimiento de responsabilidad contable ante el Tribunal de Cuentas. Se vieron entonces manos negras e intenciones esquinadas. Y nada más lejos de la realidad, es lo que dice la Ley.

El artículo 18.2 de la Ley Orgánica 2/ 1982, de 12 de mayo, del Tribunal de Cuentas lo señala con claridad: Cuando los hechos fueren constitutivos de delito, la responsabilidad civil será determinada por la jurisdicción contable en el ámbito de su competencia. Es una Ley Orgánica, perfectamente habilitada para decidir sobre cuestiones relativas al reparto de competencias entre jurisdicciones, como la Ley Orgánica del Poder Judicial.

Es decir, que si existe un delito de malversación de caudales públicos cometido por quien tiene la condición de cuentadante (autoridad, funcionario o empleado público que gestiona bajo su responsabilidad caudales públicos), la responsabilidad civil derivada de este delito debe determinarse en el correspondiente procedimiento ante el Tribunal de Cuentas, de manera que el Tribunal Penal realizará una determinación aproximada de la cuantía solo a los efectos de aplicar o no el tipo básico o el agravado, cuyo límite son 250.000 euros al tenor del artículo 432. 3 b) del Código Penal.

 

Foto: RTVE

HD Joven: Hacia una prueba cada vez menos ilícita

La declaración de ilicitud de una prueba es una manifestación consustancial al Estado de Derecho que tiene su razón de ser en la prevención de eventuales actuaciones arbitrarias por parte de los poderes del Estado, más si cabe en el orden penal donde las garantías constitucionales están más enraizadas al proceso por la naturaleza de los intereses que en él se dirimen, posibilitando el cuestionamiento del contenido de una prueba como de su modo de obtención y aportación a la causa.

Sin embargo, este sentir garantista no ha estado huérfano de contrapartidas. Tradicionalmente, el ciudadano de a pie se ha preguntado sobre si debía prevalecer el interés de la Administración de Justicia de llegar al conocimiento de unos hechos por medio de cualquier prueba o si, por el contrario, debían primar los derechos fundamentales que asisten al investigado en todo procedimiento penal.

Hasta la sentencia del Tribunal Constitucional 114/1984, de 29 de noviembre, que introdujo el concepto de “prueba ilícita”, los jueces y magistrados españoles estaban facultados para admitir cualquier tipo de prueba, por muy vulneradora de derechos fundamentales que fuese, siempre que se considerara relevante para el esclarecimiento de unos hechos. Para suplir este vacío legal, el legislador introdujo al año siguiente el artículo 11.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial como freno a la actuación de los poderes públicos, estableciendo que “no surtirán efecto las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, violentando los derechos o libertades fundamentales”. En consecuencia, toda prueba obtenida con vulneración de derechos fundamentales era considerada nula, esto es, inadmitida y expulsada automáticamente del procedimiento.

Sin embargo, a partir del año 1995, tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Supremo fueron reduciendo progresivamente los supuestos de ilicitud probatoria con el fin de favorecer el interés público de descubrimiento de la verdad para aproximarse al ideal de justicia material. Así, en los últimos años se han ido construyendo numerosas excepciones jurídicas a esta garantía procesal -antes- insoslayable, como la prueba “jurídicamente independiente”, el “descubrimiento inevitable”, el “hallazgo casual”, la “conexión de antijuridicidad”, la “confesión voluntaria del inculpado”, y ciertas limitaciones a “la teoría de los frutos del árbol envenenado”, todas ellas convalidatorias de pruebas inicialmente ilícitas.

Con estos mimbres, el pasado 23 de Febrero de 2017, el Tribunal Supremo dio un paso más hacia esta innegable realidad al dictar la primera condena por delito fiscal de entre los 500 incluidos en la “lista Falciani”, considerando como prueba válida los datos contenidos en un fichero contable (“lista Falciani”) repleto de información confidencial del Banco suizo HSBC, como es la identidad de personas físicas y jurídicas que disponían de cuentas en dicha entidad, la cual había sido previamente sustraída por un antiguo empleado del banco, D. Hervé Falciani, con el fin de lucrarse con su venta. Dicho fichero fue intervenido por las autoridades francesas en una entrada y registro practicada en su domicilio en el año 2014, lo que desencadenó la investigación de las personas que en él figuraban.

La defensa del entonces acusado argumentó que la prueba era ilícita pues la “lista Falciani”, por un lado, tenía su procedencia en un delito de apoderamiento de información secreta del Banco del que era empleado y, por otro, se trataba de una mera copia y no íntegra, por lo que técnicamente no cabía descartar una posible manipulación de terceros, concluyendo que “en toda clase de procesos las pruebas de origen ilícito han de ser descartadas, de modo que no pueden los Tribunales de enjuiciamiento receptar documentación e información obtenida ilícitamente”.

La sentencia hace una análisis del Derecho comparado europeo (Tribunal Supremo belga, francés, alemán e italiano así como el propio TEDH) y llega a la conclusión de que la tendencia armonizadora es la de relajar la “ilicitud” de la prueba por el modo en que ha sido obtenida. En este sentido, establece una nueva excepción -otra- a la invalidez de la prueba ilícita tras realizar una doble distinción en función del sujeto que la haya obtenido:

  • Cuando lo hace la Policía o los aparatos del Estado no puede usarse como prueba válida en un proceso penal por operar como “un elemento de prevención frente a los excesos del Estado en la investigación del delito“.
  • Sin embargo, cuando se obtiene por un particular “sin ninguna conexión con los aparatos del Estado”, sí cabe dotar de validez a la prueba ilícita puesto que éste no buscaba prefabricar pruebas sino obtener un lucro de su venta, tal y como era el caso del Sr. Falciani.

En conclusión, es un hecho que nuestro ordenamiento jurídico se dirige hacia una paulatina renuncia de las garantías inicialmente concedidas por nuestra Constitución para dotar de una mayor eficacia, bien o mal entendida, a la jurisdicción penal. Elegir entre el descubrimiento de la verdad material a costa de la relajación de las garantías procesales, o la defensa a ultranza de los derechos fundamentales del acusado ha de tener una repuesta clara en base a los principios informadores del Derecho penal: la justicia es autoridad y no cabe autoridad sin el respeto previo a un proceso con todas las garantías.

Imagen | CCD

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