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¿Existen de verdad la prohibición de despido y el permiso retribuido recuperable?

En el blog de Hay Derecho ha habido ya ocasión, a través del análisis general del notario Segismundo Álvarez-Royo Vilanova y del específico del abogado y profesor Ignacio Fernández Larrea, de tratar sobre las medidas laborales contenidas en el Real Decreto-ley 8/2020, que introdujo normas para la adaptación de horario o reducción de jornada durante esta excepcional crisis sanitaria y, muy especialmente, para la suspensión de contratos (lo que coloquialmente sigue conociéndose como ERTEs) y la prestación de desempleo derivada de los mismos.

Toca hoy realizar un comentario de urgencia acerca del nuevo paquete de importantes medidas que, en este mismo ámbito laboral, se han adoptado en los Consejos de Ministros del viernes 27 y del domingo 29 de marzo.

Empezando por el final, la decisión de mayor impacto es, sin duda, la suspensión de toda la actividad económica no esencial, una medida drástica pero que venía siendo reclamada desde distintos sectores. Dada mi condición actual de miembro de la judicatura, obviamente no me corresponde a mí formular valoraciones de la misma desde criterios de oportunidad política, pero sí caben una explicación divulgativa y algunas consideraciones sobre su articulación técnico-jurídica.

¿PERMISO RETRIBUIDO RECUPERABLE?

En lo que respecta al encaje laboral de esta paralización, es decir, qué sucede con los trabajadores al detenerse la actividad empresarial, se ha habilitado en el Real Decreto Ley 10/2020 una solución que se ha calificado como permiso retribuido recuperable.

El gobierno parece haber querido minimizar la repercusión económica en las arcas públicas (no cargándolas con más prestaciones de desempleo por suspensiones de contratos), en las empresas (con la previsión de recuperar luego las horas ahora perdidas) y en los trabajadores (que siguen percibiendo su salario durante ese tiempo), pero, ciertamente, atendiendo a la fórmula nominal empleada, no caben más imprecisiones en menos palabras.

Fijándonos en la descripción realizada por el presidente del gobierno, para empezar, no estamos realmente ante un permiso, esto es, un derecho de ausencia previsto por normal legal o convencional o autorizado por la empresa. Permiso viene, obviamente, de permitir. En este caso, no se trata de algo permitido sino de algo obligatorio. No es opcional: el trabajador ha de abstenerse necesariamente de acudir a la empresa y de prestar sus servicios si está comprendido dentro de las actividades consideradas no esenciales y si no venía trabajando a distancia sino de manera presencial.

Pero, más equívocos aún que el sustantivo, resultan los adjetivos que lo acompañan. Enseguida uno se acuerda de aquella figura retórica que nos enseñaron en la escuela: el oxímoron. Retribuido y recuperable es un claro ejemplo de oxímoron. Una ausencia del trabajo o es retribuida o es recuperable, pero las dos cosas a la vez es conceptualmente imposible.

La descripción dada por el presidente es que, durante esos días de cese en la prestación laboral, las personas trabajadoras “continuarán percibiendo su salario íntegro y con normalidad” pero después “recuperarán las horas de trabajo no prestada de manera paulatina y prolongada en el tiempo”.

La obligada conclusión, por tanto, es que este “permiso” no es realmente retribuido y sí es recuperable. La empresa simplemente anticipa la remuneración, pero el trabajador “le debe esas horas” a su empresa: el mismo tiempo que ahora cobra sin trabajar, después lo trabajará sin cobrar. No se retribuye un permiso, se retribuye tiempo de trabajo, aunque se haga antes de que se preste.

Esta ausencia se producirá entre el lunes 30 de marzo y el jueves 9 de abril ambos inclusive, con lo que, en la práctica, debido a la Semana Santa, los efectos que se pretenden se ampliarán hasta el domingo 12 y, en algunos lugares, hasta el lunes 13 (pues hay comunidades autónomas que utilizan la opción legal de sustituir como festivo el jueves santo por el lunes de pascua).

En cuanto a la forma de recuperación de esos ocho o nueve (dependiendo de la comunidad autónoma) días laborables, se fijará por acuerdo entre la empresa y los trabajadores. En el momento de redactar estas líneas no ha sido publicado en el BOE aún el Real Decreto-ley (posiblemente sí se conozca cuando vean la luz) pero, por los textos que se han adelantado, parece que el ejecutivo está apuntando más a negociación colectiva que a pactos individuales con cada empleado.

Los trabajadores han de conocer cómo se recuperará ese tiempo con al menos cinco días de antelación al momento efectivo de recuperación.

Aunque no se indica expresamente, la expresión usada en su anuncio -“paulatina y prolongada en el tiempo”- y la exigencia expresa de respeto a los descansos semanales, indica que el gobierno está pensando más bien en una recuperación mediante la modalidad de añadir algún tiempo extra en el trabajo diario durante un período extenso, que mediante la de días completos. La primera fórmula se dilata mucho en el tiempo, pero el riesgo de la segunda opción es que se “coma” una parte importante de las vacaciones o descansos del trabajador, esto es, que acabase siendo, en la práctica, una imposición de disfrute de vacaciones ahora. Cabrá negociar, obviamente, fórmulas mixtas: por ejemplo, media hora o una hora más al día durante un determinado tiempo y, además, trabajar algunos días que fueran libres por convenio colectivo o por cualquier otro motivo, hasta completar el total que haya de recuperarse.

De ordinario, este “permiso” extraordinario es recuperable sólo mediante prestación de tiempo equivalente y no está permitido hacerlo por detracción de salario. Pero surge la duda de qué pasará en los casos en los que la relación laboral se extinga antes de que haya podido recuperarse ese tiempo, por finalización de contrato de duración determinada, por baja voluntaria del propio trabajador o por cualquier otro motivo. ¿Se podrán entonces descontar esos días en la liquidación? No está en el espíritu de la norma, pero cuando no hay posibilidad de recuperación temporal parece una consecuencia lógica de sus restantes previsiones, por analogía con lo que sucede en otros casos.

¿ESTÁ PROHIBIDO DESPEDIR POR CAUSA DEL COVID-19?

En cuanto al previo Real Decreto Ley 9/2020, en su artículo 2 dispone que la fuerza mayor y las causas objetivas (económicas, técnicas, organizativas o de producción) derivadas de la actual situación sanitaria no se podrán entender como justificativas de la extinción de contratos de trabajo.

La lógica de las medidas acordadas por el gobierno parte de la premisa de que las consecuencias que la actual situación excepcional proyecta sobre la actividad empresarial son temporales y que, por tanto, también temporales y no definitivas han de ser las medidas empresariales que se admitan para superarlas. Como consecuencia de ello, se facilitan las suspensiones de contratos pero se dificultan las extinciones.

Tal premisa parece acertada por lo que respecta a la causa de fuerza mayor que se deriva de la propia suspensión de actividades impuesta por el Real Decreto que declaró el estado de alarma. Esa parálisis de las actividades terminará en una determinada fecha y las mismas se reanudarán, desapareciendo la fuerza mayor que las impedía.

Pero no resulta tan indiscutible en cuanto a las restantes causas objetivas pues, aunque estén originadas por la crisis, es muy probable que sus efectos se prolonguen en algunas empresas mucho más allá del estado de alarma. Habrá empresas, o incluso actividades y sectores, que puedan salir seriamente dañados y no remonten, de forma que necesiten adecuar su plantilla a la demanda del momento, precisamente para garantizar su supervivencia. Un precepto tan escueto previsiblemente suscitará dudas y necesidad de interpretación a la hora de su aplicación práctica a los casos concretos que se sometan a la consideración judicial.

En todo caso, no conviene olvidar que de ese artículo del RDL no se deriva como consecuencia la nulidad de esos despidos -salvo que sean nulos por otro motivo- sino el carácter no justificado de la causa, esto es, la improcedencia de la extinción. El efecto práctico, por tanto, no es, como titularon de forma algo simplificada algunos medios, que esté “prohibido despedir”, sino que el despido será improcedente y, por tanto, más costoso. En lugar de la indemnización de veinte días por año trabajado (con un máximo de doce mensualidades) aplicable a las extinciones por causas objetivas, si el trabajador reclama el empresario vendrá obligado a abonar -previo acuerdo de conciliación o previa sentencia judicial- la que corresponde al despido improcedente, treinta y tres días de salario por año de servicio (con un máximo de veinticuatro mensualidades y con la salvedad de aquellos contratos que tengan antigüedad previa a la reforma laboral de 2012, en los que se abonarán cuarenta y cinco días por los períodos devengados previamente a la misma).

OTRAS MEDIDAS

Otra previsión del citado RDL es que, para el reconocimiento de la prestación de desempleo a las personas trabajadoras afectadas por un ERTE no será necesaria solicitud individual de cada interesado, sino una solicitud colectiva tramitada telemáticamente por la propia empresa (artículo 3).

En el artículo 4 encontramos que el gobierno, como venía solicitando el empresariado de las entidades de Economía Social, amplía también la posibilidad de suspender la prestación de servicios, en términos similares a los previstos para los trabajadores laborales, a los socios trabajadores de cooperativas.

Finalmente, la norma aclara que, en el caso de contratos temporales sujetos a una duración determinada (eventuales por circunstancias de la producción, interinidad, prácticas, formación, etc.) se interrumpe el cómputo si se ha acordado la suspensión de los mismos y se reanudará después. Es decir, no podrán darse por extinguidos durante la suspensión, aun llegado el término contractual inicialmente previsto.

Estamos ante cambios importantes, aunque con vocación de transitoriedad, en nuestro ordenamiento laboral, que plantean continuamente dudas de aplicación práctica. Si es necesidad habitual para el laboralista estar al día, la actual crisis de COVID-19 exige casi estar al minuto. Además de en el área sanitaria, la pandemia que sufrimos está siendo un auténtico desafío para nuestra sociedad en muchos ámbitos y a ello no escapa el Derecho del Trabajo.

Aspectos controvertidos de la relación laboral en los e-sports

Los conocidos como esports (electronic sports), son descritos por la Asociación Española de Videojuegos (AEVI) en el Libro Blanco de los e-sports como: “competiciones de videojuegos estructuradas a través de jugadores, equipos, ligas, publishers, organizadores, broadcasters, patrocinadores y espectadores”. Según aclara la AEVI, e-sports es una denominación genérica que se concreta en competiciones y ligas de diversos juegos, no aludiendo por tanto, a una única modalidad de juego. Si bien el calificativo “e sport” nos lleva inevitablemente a pensar en deportes, la realidad es que los videojuegos en los que se compite a alto nivel no son sólo de género deportivo destacando entre otros, League of Legends (Juegos en arenas multijugador), Call of Duty (Juegos de disparos en primera persona), EA Sports Fifa (Simuladores deportivos) o Hearthstone (Juegos de cartas coleccionables).

En España se ha generado un debate técnico-deportivo  y jurídico acerca de su reconocimiento como deporte y el hecho de que uno de los requisitos que establece el Consejo Superior de Deportes para ello sea desarrollar  una actividad física, dificulta de una manera obvia su integración en el marco legal deportivo actual.

Sean calificados como deporte o no, el éxito de los deportes electrónicos tanto a nivel  internacional como nacional es indiscutible y el crecimiento de esta industria es imparable.  Consecuencia de ello, en algunos niveles, nos encontramos ante profesionales en el sentido estricto de la palabra, integrantes de un gremio cada vez más amplio. Jugadores dedicados a la práctica de videojuegos de un modo profesional que reúnen las notas definitorias  de laboralidad que prescribe en el Art. 1 del Estatuto de los Trabajadores: aquellos “que voluntariamente presten sus servicios retribuidos por cuenta ajena y dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona, física o jurídica, denominada empleador o empresario se entienden cumplidas”.

Es por ello que tanto la citada LVP, como Riot Games, desarrollador de videojuegos y organizador de competiciones, obligan a todos los clubes a presentar documentación al comienzo de cada temporada de competición  a acreditar que todos sus gamers han firmado un contrato laboral.

Sentado lo anterior, la singularidad propia de la prestación de estos trabajadores unido a la imposibilidad de considerarlos dentro del régimen jurídico de los deportistas profesionales, que en su consideración como relación laboral de carácter especial a través del numerus apertus del articulo 2 del Estatuto de los Trabajadores, son regulados por el Real Decreto 1006/1985 de 26 de junio, por el que se regula la relación laboral especial de los deportistas profesionales, nos hace cuestionarnos algunos aspectos controvertidos de la relación que procedemos a apuntar:

El primero es relativo a una cuestión bastante habitual en el mundo del deporte, sobre todo en el fútbol y que parece ser también frecuente en la práctica entre los profesionales dedicados a los e-sports, cual es  la posibilidad de cesiones de jugadores entre clubes.

El artículo 11 del Real Decreto 1006/1985 regula las denominadas cesiones temporales de deportistas profesionales, estableciendo la posibilidad de que los clubes o entidades deportivas pueda ceder los servicios de un deportista profesional a otro club diferente, que se subroga en los derechos y obligaciones del club cedente, para el que el jugador desarrollará temporalmente su actividad deportiva pero manteniendo su vínculo laboral con este último. Es importante resaltar el hecho de que este precepto constituye una excepción a lo dispuesto con carácter general en el artículo 43.1 del Estatuto de los Trabajadores, en materia de prohibiciones o limitaciones a la  cesión de trabajadores, que viene justificada por las peculiaridades de la relación laboral de los deportistas profesionales, pues la contratación de trabajadores para cederlos temporalmente a otra empresa solamente viene autorizada según preceptúa el precitado artículo a través de las empresas de trabajo temporal debidamente autorizadas en los términos que legalmente se establezcan.

Como ya apuntábamos anteriormente, no pueden encuadrarse dentro del ámbito de aplicación del Decreto 1006/1985, lo que hace legalmente imposible la cesión de jugadores entre clubes.

Junto con la cesión existe otro mecanismo de gran utilidad en el mundo del deporte para tratar de retener el talento en los clubes, cual es la inclusión en los contratos de una cláusula de rescisión.  Con base en el artículo 16 del Decreto 1006/1985, tal cláusula, opera en supuestos de ruptura unilateral por parte del deportista sin que concurra causa justificada en que éste pueda amparar dicha decisión, teniendo el club derecho a ser resarcido por los daños y perjuicios causados, que puede ser una cantidad prefijada contractualmente, en su caso.

Tal cláusula de rescisión, entendida como la obligación de indemnizar al empleador en caso de incumplir un pacto de permanencia en la empresa, no es exclusiva de los deportistas profesionales, sino que puede tener una incidencia directa en el vínculo de cualquier trabajador, a través de un pacto de permanencia desarrollado en base al artículo 21.4 del Estatuto de los Trabajadores, pero de una forma más restrictiva que lo anterior, ya que está condicionado al cumplimiento de unos requisitos entre los que destacan : Que exista una causa concreta que lo justifique, que ha de ser la formación y especialización profesional que el trabajador va a recibir con cargo a la empresa y que el pacto tenga una duración determinada, no pudiendo ser, en ningún caso, superior a 2 años.

Otro aspecto de gran trascendencia en el marco de la contratación es la edad, los jugadores que participan en estos torneos son jóvenes, con una edad media que no supera los 24 años. Como es sabido,  el Estatuto de los Trabajadores prohíbe el trabajo de los menores de 16 años. El Decreto 1435/1985, que regula la relación laboral especial de los artistas en espectáculos públicos, establece una excepción a tal regla para el supuesto de menores que trabajan en espectáculos públicos, por lo que si las competiciones de e sport fueran concebidas como espectáculos públicos, menores de 16 años si podrían ser contratados por un club.

En el caso de los deportistas, si bien es cierto que hay competiciones, partidos oficiales, etc, en las que menores de 16 años participan, no lo pueden hacer vinculados al club con contratos de  deportistas profesionales.

Para terminar, entendemos oportuno hacer referencia a algunos aspectos que hacen difícil el cumplimiento de lo prescrito en materia de jornada de trabajo, descansos y vacaciones en la regulación laboral común: De idéntico modo que en el caso de los deportistas,  el calendario de competición condiciona sus jornadas de entrenamiento, concentraciones y periodos laborales. A lo anterior se une el hecho de que los jugadores de e-sport se concentran en las conocidas como gaming house, lugares donde conviven los jugadores y el equipo técnico durante las horas de trabajo dedicadas al entrenamiento y a la competición, que en ocasiones es además su residencia, lo que dificulta como ya adelantábamos la observancia de algunas prescripciones legales que impone el marco regulatorio de una relación laboral ordinaria.

Llegados a este punto podríamos afirmar que la figura del gamer profesional ofrece importantes niveles de análisis desde el punto de vista de su contratación, por lo que cabría preguntarse si estamos ante lo que  debería configurarse como una relación laboral de carácter especial. El tiempo dirá si estamos ante una nueva realidad que requiere de un tratamiento y una regulación específica que se incluya en la enumeración que hace el art. 2 del Estatuto de los Trabajadores. Todo dependerá, probablemente, del desarrollo y evolución del sector en España.

Fiscalización por parte de la empresa de las comunicaciones electrónicas del trabajador

Un tema complejo en el mundo laboral es si la empresa puede fiscalizar, y hasta qué punto, los correos electrónicos, las comunicaciones o incluso las visitas a diversas web desde el ordenador o dispositivo de la empresa, efectuadas por un trabajador concreto. Es una cuestión sin duda delicada, porque se mueve en un equilibrio difícil entre los derechos reconocidos en el artículo 18 de la Constitución (intimidad y secreto de las comunicaciones), y los del empresario de adoptar adecuadas medidas de control del cumplimiento de las obligaciones de sus trabajadores, recogidos en el Estatuto de los Trabajadores.

La jurisprudencia en España ha venido valorando, en general, de manera diferente la situación según la empresa tenga protocolos o códigos internos que prohíban el uso de los equipos informáticos para fines personales. Si no existe es prohibición el trabajador disfrutaría de una expectativa razonable de intimidad que anularía cualquier intromisión empresarial en estos equipos, así como también en las cuentas de correo o sistemas de mensajería que use el trabajador para fines particulares. Por el contrario, de existir un protocolo interno que prohíba usar estos equipos para cuestiones personales, el trabajador no puede aspirar a esa expectativa de intimidad y, en consecuencia, el empresario podrá adoptar las medidas de vigilancia y control que estime pertinentes, incluida la monitorización de los equipos y la intromisión en cuentas de correo o sistemas de mensajería. Esta es la línea que ha venido defendiendo con carácter mayoritario la Sala de lo Social del Tribunal Supremo, entre otras en su sentencia de 6 de octubre del año 2011, recurso 4053/2010, si bien es cierto que con varios votos discrepantes.

Pero toda esta jurisprudencia hay ahora que adaptarla a la importante sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 5 de septiembre de 2017 (sentencia Barbulescu) en la que establece que para que sea aceptable monitorizar y controlar las comunicaciones del trabajador -desde el punto de vista del derecho a la privacidad del trabajador y del equilibrio de este derecho con el de que la empresa se prevenga contra abusos- es necesario que al trabajador se le haya comunicado, con carácter previo y de manera expresa la posibilidad empresarial de adoptar medidas de vigilancia, sino también de cómo estas se pondrán en marcha en la práctica. Es decir, de que sus mensajes podrían ser revisados. No basta con una advertencia más o menos genérica, sino que debería ser muy específica. Así, por ejemplo y en aplicación de esta sentencia, RTVE en febrero de 2018 aprobó una norma, no sin polémica, sobre el uso de los sistemas de información, que habilita a la dirección para , en concreto, acceder al e-mail de los trabajadores o monitorizar sus equipos y dispositivos móviles.

Con posterioridad a la sentencia Barbulescu, el Tribunal Supremo ha tenido ocasión de aplicar sus criterios, que además estima sustancialmente coincidentes con los de la jurisprudencia constitucional. Destaca en primer lugar la sentencia de la sala de lo social de 8 de febrero de 2018. El Supremo confirma la validez y legitimidad, como medio probatorio, del examen del ordenador de un trabajador. En el caso enjuiciado, en la empresa (Inditex) existía una concreta normativa que limita el uso de los ordenadores a los estrictos fines laborales y prohíbe su utilización para cuestiones personales, conocida y aceptada expresamente por el trabajador. Este trabajador había obtenido cantidades de dinero en metálico y un coche de alta gama de un proveedor, por las compras realizadas al mismo, lo que resultaba de los correos electrónicos. El examen del correo electrónico en ese caso no fue indiscriminado sino focalizado en encontrar datos relevantes, utilizando palabras clave. El contenido extraído se limitó a los correos relativos a las transferencias bancarias controvertidas, y siempre desde el servidor de la empresa, no directamente desde el ordenador del trabajador.

El tribunal reflexiona sobre la ponderación entre el derecho del trabajador al que se le respete su vida privada y correspondencia, y el derecho de la empresa a comprobar que la actividad profesional de sus empleados es ejercida con corrección y se adecua a sus directrices y concluye que en este caso concreto el acceso al correo electrónico cumple con el debido equilibrio al ser muy limitado el grado de intromisión del empresario.

Más recientemente, la sala de lo penal del Supremo dicta una sentencia el 23 de octubre de 2018, en la cual se ocupa de fijar cuál es el camino correcto para que la empresa pueda monitorizar los correos electrónicos de sus empleados. En ella, el tribunal acepta que el empresario tenga un legítimo interés en evitar o descubrir conductas desleales o ilícitas del trabajador, pero que ese interés solamente será protegible si se atiene a los estándares marcados por la doctrina Barbulescu. Y reitera algo que a estas alturas es ya muy claro: “No cabe un acceso inconsentido al dispositivo de almacenamiento masivo de datos si el trabajador no ha sido advertido de esa posibilidad y/o, además, no ha sido expresamente limitado el empleo de esa herramienta a las tareas exclusivas dentro de la empresa”.

Además, establece muy claramente que una de las claves de todo esto es la advertencia previa y expresa al trabajador de la intención de controlar y los medios para hacerlo: “Si existiese esa expresa advertencia o instrucción en orden a limitar el uso del ordenador a tareas profesionales (de lo que podría llegar a derivarse un anuencia tácita al control o, al menos, el conocimiento de esa potestad de supervisión) y/o además alguna cláusula conocida por ambas partes autorizando a la empresa a medidas como la aquí llevada a cabo; o , si se hubiese recabado previamente el consentimiento de quien venía usando de forma exclusiva el ordenador (en caso de negativa, nada impedía recabar la autorización necesaria), pocas dudas podrían albergarse sobre la legitimidad de la actuación llevada a cabo por la empresa”.

Así lo reitera la sentencia como conclusión: “Sólo el conocimiento anticipado por parte del trabajador (deducible o explícito) de que puede ser objeto de fiscalización por parte del empresario, legitimaría el acto de injerencia en los sistemas informáticos puntos a sus alcance por la entidad para la que trabaja”.

Es decir, el Tribunal Supremo recalca muy claramente que para considerar lícitas acciones de fiscalización por parte del empresario, no basta que sean proporcionadas y limitadas al objetivo perseguido, que sí deben serlo, sino también que el trabajador tenga plena consciencia previa de que esa fiscalización podría tener lugar, por medio de la correspondiente advertencia previa. Porque si no existiera ésta, dice el tribunal, aunque se limitara la intromisión a elementos estrictamente necesarios sin afectar a la intimidad del usuario, ello no serviría para revertir en legítima la intromisión ab initio ilegítima.

 

HD Joven: La figura del becario, la polémica de Jordi Cruz y la jurisprudencia

Recientemente ha saltado a la opinión pública la polémica sobre si los becarios deberían o no deberían cobrar. Parte de esta disputa la ha sufrido el televisivo chef Jordi Cruz, quien afirmó que los becarios en su restaurante no cobran porque “estás aprendiendo de los mejores en un ambiente real, no te está costando un duro y te dan alojamiento y comida. Es un privilegio. Imagínate cuánto dinero te costaría eso en un máster en otro sector”. Y claro, el debate sobre si un becario debería cobrar o no, está servido. En este sentido, el diputado Alberto Garzón publicó en su cuenta de Twitter lo siguiente: “Justificar el trabajo no remunerado (sea de chefs sea de otra profesión) es un salto hacia atrás; concretamente hacia la esclavitud” (parece que conoce que un becario ni puede ni debe ser un trabajador). Asimismo, el economista Juan Ramón Rallo, defendió al chef diciendo: “tiene toda la razón cuando carga contra la demagogia […] Es evidente que tales empresarios no son hermanitas de la caridad que prestan formación de manera desinteresada y filantrópica, pero tampoco hay ningún motivo para exigirles que lo sean”.

En mi opinión, el problema de fondo real es que en España se está utilizando la figura del becario para cubrir puestos de trabajo que, dado el nivel de responsabilidad que se les exige, deberían corresponder a personas con contrato laboral, con todo lo que eso conlleva (derechos, obligaciones, etc). El puesto de becario está pensado para dotar a los jóvenes de un conocimiento práctico y en un ambiente laboral real, no para que realicen el trabajo de un profesional a bajo coste o gratis. Sólo cabría la posibilidad de no pagar al becario si la empresa estuviera invirtiendo realmente en su formación. En caso contrario, estaríamos ante un abuso de poder que acabará por terminar con dicha figura, permitiendo que políticos, como Alberto Garzón, hablen de esclavitud. Todos conocemos a alguien, si no lo hemos sufrido en nuestras propias carnes, al que una empresa le ha contratado bajo esta fórmula, siendo pagado, en el mejor de los casos, con un curso online que casi nunca se completa, para así poder formalizar un convenio de prácticas en lugar de un contrato de trabajo. Pero, ¿qué dice nuestro marco jurídico y la Inspección de Trabajo sobre este asunto?

La última norma dictada al respecto es el Real Decreto 592/2014, de 11 de julio, por el que se regulan las prácticas académicas externas de los estudiantes universitarios. En el artículo 2 del mismo, se establece que: “constituyen una actividad de naturaleza formativa realizada por los estudiantes universitarios y supervisada por las Universidades, cuyo objetivo es permitir a los mismos aplicar y complementar los conocimientos adquiridos en su formación académica, favoreciendo la adquisición de competencias que les preparen para el ejercicio de actividades profesionales, faciliten su empleabilidad y fomenten su capacidad de emprendimiento”, a lo que añade que: “dado el carácter formativo de las prácticas académicas externas, de su realización no se derivarán, en ningún caso, obligaciones propias de una relación laboral, ni su contenido podrá dar lugar a la sustitución de la prestación laboral propia de puestos de trabajo”. Además, en su artículo 3 se disponen los fines de las mismas, que deberán “contribuir a la formación integral de los estudiantes complementando su aprendizaje teórico y práctico, facilitar el conocimiento de la metodología de trabajo adecuada a la realidad profesional en que los estudiantes habrán de operar, contrastando y aplicando los conocimientos adquiridos, favorecer el desarrollo de competencias técnicas, metodológicas, personales y participativas, obtener una experiencia práctica que facilite la inserción en el mercado de trabajo y mejore su empleabilidad”. Todos estos fines tan loables, conforme al artículo 6 del mismo texto, deberán recogerse en un proyecto formativo que “deberá fijar los objetivos educativos y las actividades a desarrollar”.

Esto es lo que dice la norma que lo regula, es decir, que su contenido no “podrá dar lugar a la sustitución de la prestación laboral propia de puestos de trabajo”. Sin embargo, como todos conocemos, esto no es lo que está sucediendo últimamente. Son muchas las empresas que están utilizando esta figura para sustituir a puestos de trabajo con una relación laboral. Es cierto que si las empresas están recurriendo a este tipo de “fraude” -a pesar de ser el país del Lazarillo de Tormes y la picaresca-, quizás el debate no debería tratar sobre si los becarios deberían o no deberían cobrar, o de si se trata de esclavitud o no, sino que debería enfocarse hacia si nuestra legislación laboral permite, con suficiente flexibilidad, que las empresas puedan incorporar a jóvenes profesionales sin tener que recurrir a estas “artimañas” que desvirtúan a una figura que, bien utilizada, es positiva. También se podría debatir sobre si una empresa que no genera beneficios suficientes como para poder contratar personal, y a la que no le queda otra que tener que recurrir a la figura del becario no remunerado para poder contar con capital humano suficiente, debería seguir existiendo.

Que la figura del becario tiene que ser de carácter formativo, nos ayuda a entender la jurisprudencia y las decisiones que, en algunos casos, ha tomado la Inspección de Trabajo, como podemos comprobar en los siguientes ejemplos:

En primer lugar, la sentencia de 5 de mayo de 2014 del Juzgado de lo Social Nº 22 de Madrid. En ella se reconoció la existencia de relación laboral porque “los becarios se integran en el departamento de servicio al cliente […] y realizan las mismas funciones que el resto de los trabajadores del equipo, sin que […] elaborara un proyecto específico para las prácticas externas y sin que” se realizaran “funciones de tutoría”. En segundo lugar, la STS 4986/2015, donde se acredita la existencia de relación laboral porque aunque “el becario recibió al inicio una formación teórica durante la primera semana” y “estuvo aprendiendo el sistema informático” […] ”el resto del tiempo estuvo prestando servicios de cajero, ocupando el puesto de trabajo de otro trabajador que estaba de baja por incapacidad temporal y sin la presencia del tutor de la entidad que se encontraba en otra provincia, siendo sus tareas supervisadas por el resto de los empleados.”

Lamentablemente, estos dos ejemplos no sientan la única interpretación. Los tribunales también afirman que el tema debatido es esencialmente casuístico, por lo que pueden existir pronunciamientos contrarios. Así lo ilustra la sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia e la Comunidad Valenciana de 20 de julio de 2010, en donde se niega la existencia de relación laboral por parte de dos becarios argumentando que “las ausencias de empleados en las oficinas o bien eran circunstanciales o bien estuvieron cubiertas por trabajadores en misión” y que “la actividad practica realizada por los codemandados fue adecuada a la finalidad de la beca de facilitar la formación práctica del becario, respondiendo así al plan formativo preestablecido por el Convenio”.

Lo que está claro es que la comparativa de sentencias y la lectura del Real Decreto nos ayuda a reafirmarnos en que el puesto de becario tiene que ser, efectivamente, una figura formativa. Los becarios deben contar con un plan específico de formación, con el que se le aporten unos conocimientos prácticos que completen lo que ya aprendieron en los libros de la Universidad o en los Institutos de enseñanzas técnicas, pero nunca deberían ser utilizados como forma de contratación barata o gratuita.

Personalmente, si se utiliza escrupulosamente la figura del becario para lo que fue creada, no veo la necesidad de considerar obligatoria su remuneración. Como dicen Juan Ramón Rallo o Jordi Cruz, una serie de profesionales les está dedicando parte de su tiempo y recursos para formarlos en un ambiente de trabajo real, y eso, a la empresa, si se hace como debe hacerse, le puede acarrear ciertos costes. Cosa muy distinta es que los estén utilizando para sacar adelante el trabajo de un profesional, sin que en ningún momento exista un plan de formación y que supongan ahorros de costes. En ese caso, no es que personalmente considere que se les deba remunerar o no, sino que realmente debería existir un contrato de trabajo, estableciendo una relación laboral real con todos los derechos propios de un trabajador.

Como ya he comentado con anterioridad, quizás el debate debería enfocarse en torno a qué tipo de regulación laboral se encuentra vigente en nuestro país, ya que da la impresión de que bien las empresas no cuentan con la flexibilidad suficiente para apostar por los jóvenes graduados o bien que no son capaces de generar ingresos suficientes como para poder costear un capital humano y formado. Si nuestro tejido empresarial tiene este tipo de problemas, el debate no debería girar en torno a si se debería pagar a los becarios o no, sino que debería tratar sobre el modelo laboral y productivo que tenemos hoy en día.

TJUE y contratación temporal en España (II): Encadenamiento de contratos en las Administraciones Públicas

En la segunda de las sentencias dictadas por el TJUE el pasado 14 de septiembre sobre contratación temporal en España, la Justicia europea vuelve a sacar los colores al Estado español. En esta ocasión, reprobando la extendida práctica de encadenar nombramientos temporales en las Administraciones Públicas para cubrir necesidades que realmente son de carácter permanente, al amparo de una normativa que, en particular en el sector sanitario, no fija limitaciones claras y efectivas.

El Estatuto Marco del Personal Estatutario de los Servicios de Salud (aprobado por Ley 55/2003, de 16 de diciembre) permite, en su artículo 9, que “por razones de necesidad, de urgencia o para el desarrollo de programas de carácter temporal, coyuntural o extraordinario”, los servicios de salud puedan “nombrar personal estatutario temporal”.

Dichos nombramientos son posibles, en primer lugar, en casos de interinidad, para desempeñar una  plaza vacante hasta que se incorpore el personal fijo que vaya a cubrirla o hasta que la misma se amortice. Una supuesta provisionalidad que, como sabemos, en ocasiones se perpetúa.

En segundo lugar, cabe también recurrir al nombramiento de personal estatutario con carácter eventual cuando se trate de “la prestación de servicios determinados de naturaleza temporal, coyuntural o extraordinaria”, cuando sea “necesario para garantizar el funcionamiento permanente y continuado de los centros sanitarios” y “para la prestación de servicios complementarios de una reducción de jomada ordinaria”. La segunda de estas opciones es un “coladero” muy común para una temporalidad estatutaria a la que se acude con carácter habitual y no de forma excepcional y justificada.

El tercer y último supuesto que permite el nombramiento de personal estatutario temporal son las sustituciones.

El Tribunal de Justicia de la Unión Europea se pronuncia sobre si esta previsión de la legislación española es acorde con la normativa comunitaria y, en particular, con el Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada, que fue suscrito por la Confederación Europea de Sindicatos (CES), la Unión de Confederaciones Industriales y Empresariales de Europa (UNICE) y el Centro Europeo de Empresas y Servicios Públicos (CEEP) y que se incluyó como anexo en la Directiva 1999/70/CE del Consejo de 28 de junio de 1999.

El caso que ha dado lugar a que el TJUE aborde esta cuestión es el de Elena Pérez López, una enfermera del Servicio Madrileño de Salud, que prestó servicios durante cuatro años ininterrumpidos, mediante ocho nombramientos sucesivos como personal estatutario, de duraciones comprendidas entre tres y nueve meses cada uno de ellos, siempre con carácter eventual e invariablemente con el objeto de “garantizar la atención asistencial”.

Desestimado el recurso de alzada que interpuso, la afectada acudió a la vía judicial. Y el Juzgado de lo Contencioso-administrativo número 4 de Madrid decidió plantear cuestión prejudicial ante el TJUE.

El órgano consultante señalaba, como posibles contradicciones con el Acuerdo Marco europeo, que la norma española “no fija una duración máxima total para los sucesivos nombramientos de carácter eventual, ni un número máximo de renovaciones de los mismos”. Asimismo, que “deja a la libre voluntad de la Administración la decisión de proceder a la creación de plazas estructurales” y que tampoco exige, en los sucesivos nombramientos temporales, constancia “de la concreta causa objetiva de naturaleza temporal, coyuntural o extraordinaria que los justifique”.

La sentencia del Tribunal de Justicia europeo aprecia que, efectivamente, el Estatuto Marco español del personal estatutario de los servicios de salud es contrario a la citada Directiva 1999/70/CE que incorporó el Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada.

Colisiona, en particular, con la cláusula 5.1.a), en la medida en que la ley española posibilita el uso de nombramientos temporales para cubrir necesidades que son realmente permanentes y estables, sin que se contemple ninguna obligación de crear puestos estructurales que pongan fin a esa sucesión de nombramientos temporales.

El TJUE es muy claro y contundente al apreciar que “la situación de precariedad de los trabajadores perdura, mientras que el Estado miembro tiene un déficit estructural de puestos fijosen el sector sanitario.

Resulta paradójico que un comportamiento –el encadenamiento de contratos- que, en el caso del personal laboral en empresas, está expresamente considerado como un fraude de ley y se supone que perseguido por la Administración a través de la Inspección de Trabajo, venga siendo practicado por esa misma Administración en su ámbito, mediante este abuso de la temporalidad del personal estatutario…  Es el permanente doble rasero de unos privilegios que sólo se justifican cuando responden a la defensa del interés público encomendado a la Administración, algo que difícilmente puede predicarse de este supuesto.

El TJUE vuelve a señalar así otra norma española que contraviene la normativa comunitaria. Dados los antecedentes, me temo que el gobierno en funciones no va a corregir de manera rápida y efectiva la situación, impulsando las reformas legislativas y adoptando las medidas administrativas adecuadas. Así que me atrevo a pronosticar que, en los próximos meses, veremos un peregrinar de personal sanitario (y no descartaría que de otros sectores de la Administración, buscando un pronunciamiento similar) por los órganos judiciales, que una vez más se verán obligados a asumir una sobrecarga totalmente innecesaria, fácilmente evitable si el legislativo y el ejecutivo hicieran sus deberes. Ojalá me equivoque.

TJUE y contratación temporal en España (I): Indemnización en los contratos de duración determinada

En abril de 2015, con ocasión del I Congreso de la Abogacía Madrileña, desde la Sección de Derecho Laboral que presido en el Colegio de Abogados de Madrid decidimos programar una Mesa redonda dedicada a “Derecho Social Internacional y Comunitario y su aplicación práctica en España”. Disculpen la autocita, pero en la presentación decía yo entonces que, durante muchos años, el laboralista tendía a pensar que ese Derecho “contenía proclamas genéricas que ya estaban incorporadas a nuestro Derecho interno” y que, sin embargo, los sucesivos recortes sociales habían producido que, en algunos casos, nos quedásemos “por debajo de estándares supranacionales”. Los tres magníficos ponentes que intervinieron -los profesores Julia López, Carmen Salcedo y José María Miranda- nos ilustraron sobre ejemplos concretos en los que los Reglamentos de la Organización Internacional del Trabajo, la Carta Social del Consejo de Europa o las Directivas y Reglamentos de la Unión Europea podían tener aplicación directa ante los juzgados de nuestro país en aspectos tan “de andar por casa” como el período de prueba, las vacaciones, la antigüedad, la lactancia o la jubilación, entre otros. Concluía yo que cada vez tendríamos que conocer mejor y “explorar la utilización de estas normas europeas e internacionales, ya sea para reclamar derechos de trabajadores, o para contra argumentar cuando nuestro cometido sea defender intereses empresariales”.

Quizá nunca se ha visto esto de forma tan clara como el pasado 14 de septiembre, cuando el Tribunal de Justicia de la Unión Europea dictaba tres sentencias muy relevantes, que sin duda tendrán incidencia en materia de contratación temporal en nuestro país.

Tras estas resoluciones, será muy difícil que, en los próximos meses, un abogado laboralista que defienda a trabajadores españoles no tenga alguna ocasión de invocar directamente ante nuestros juzgados el Acuerdo marco europeo sobre el trabajo de duración determinada, incorporado por la Directiva 999/70/CE del Consejo.

La primera de estas tres sentencias, la del asunto C-596/14, considera que la diferencia existente en nuestro país entre las indemnizaciones de contratos temporales e indefinidos vulnera la normativa europea. Y abre la puerta a que pueda reclamarse, en los casos de terminación de un contrato temporal, una indemnización equivalente a la prevista para la extinción por causas objetivas.

Hay que recordar que en nuestro país existen -básicamente y por simplificarlo de una forma comprensible para el no jurista- tres tipos de indemnizaciones en las extinciones contractuales:

  • Una indemnización de 12 días por año de servicio que se abona a la finalización de determinados contratos temporales, no de todos.
  • Una indemnización de 20 días por año (con un máximo de 12 mensualidades) que se abona cuando se extingue el contrato por una decisión empresarial amparada en causas objetivas (económicas, técnicas, organizativas o de producción).
  • Y una indemnización de 33 días por año trabajado (con un máximo de 24 mensualidades) que se abona cuando el contrato se extingue invocando motivos disciplinarios y ese despido es declarado o reconocido como improcedente. Transitoriamente se realiza un doble cómputo, de forma que, para los períodos anteriores a la reforma laboral de 2012, se respeta el devengo con la cuantía antes vigente de 45 días por año (con un máximo de 42 mensualidades).

El caso que da lugar al pronunciamiento del TJUE al que nos referimos es el de Ana de Diego Porras, empleada por el Ministerio de Defensa durante nueve años mediante varios contratos de interinidad concertados para sustituir a diversos trabajadores.

Al término de los mismos, cuando se reincorporó a su puesto la última de las trabajadoras sustituidas, la trabajadora interina reclamó judicialmente, alegando fraude de ley en sus sucesivos contratos.

La demanda resultó desestimada por el Juzgado de lo Social nº 1 de Madrid e, interpuesto recurso de suplicación ante la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia, se elevó cuestión prejudicial al Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

Se pregunta el tribunal español si la previsión legal de que no se cobre ninguna indemnización al finalizar el contrato de interinidad vulneraría la cláusula 4.1 del Acuerdo marco sobre el trabajo de duración determinada, por suponer una condición de trabajo diferente de la que se aplica a los trabajadores indefinidos.

En síntesis, el TJUE concluye que sí, que la norma nacional que deniega la indemnización a un trabajador con contrato de interinidad, mientras que permite la concesión  de la misma a los trabajadores fijos comparables, contraviene la citada norma europea, pues no hay razón objetiva que justifique lo que entiende como una diferencia de trato.

La consecuencia práctica inmediata de la sentencia puede ser que los trabajadores temporales se amparen en el citado Acuerdo marco y la Directiva 1999/70/CE para reclamar que, al finalizar su contrato, se les abone una indemnización como la prevista para la extinción por causas objetivas en los contratos indefinidos, esto es, 20 días por año, sin perjuicio de los supuestos de improcedencia, en que será superior.

Desde el lógico respeto a la decisión del TJUE, hay que decir que sorprende el planteamiento porque, en mi opinión, la norma española no prevé soluciones diferentes en los mismos supuestos si el trabajador es temporal o si es indefinido.

En el caso de extinción del contrato por causas objetivas, la indemnización es exactamente la misma -20 días por año- sin distinguir si la modalidad contractual es indefinida o es de duración determinada.

En el caso de cualquier despido del que se reconozca o se declare la improcedencia, el trabajador percibirá una indemnización de 33 días por año, con independencia de que sea un empleado temporal o indefinido.

Cuestión distinta es que la indemnización para la finalización del contrato temporal en la fecha o en el supuesto expresamente previsto en el mismo sea de 12 días por año. Pero ahí no hay un caso equiparable en la contratación fija, porque el contrato indefinido, por definición y como su propio nombre indica, no tiene una fecha ni un supuesto de terminación.

El Acuerdo marco exige que no se trate de forma diferente, en las condiciones laborales, a los trabajadores temporales y a los indefinidos, pero no dice que no puedan existir trabajadores temporales.

El TJUE confunde, a mi juicio, dos situaciones jurídicas bien diferentes: la terminación normal de un contrato, en la fecha o supuesto expresamente pactado en el mismo, y la terminación anormal de un contrato por una decisión unilateral del empresario, aunque sea motivada.

La interpretación del Tribunal parece convertir, en la práctica, todas las relaciones en indefinidas e imponer, por esta vía interpretativa y no como fruto de una respetable decisión legislativa, un modelo de contrato único.

La duda que se suscita es si esta decisión judicial no tendrá exactamente el efecto contrario al pretendido, es decir, igualar a la baja. Dado que lo que recrimina el TJUE no es la cuantía indemnizatoria –que reconoce como decisión de cada Estado- sino la supuesta diferencia de trato entre indefinidos y temporales, no sería descabellado pensar que las futuras reformas legislativas lleven precisamente a disminuir la indemnización por despido en nuestro país.

En todo caso, como decíamos, en los próximos meses vamos a asistir a una frecuente invocación de la mencionada Directiva europea y del Acuerdo marco contenido en la misma ante los órganos judiciales españoles, a fin de que, de acuerdo con la interpretación que realiza esta sentencia, se reconozcan indemnizaciones de 20 días por año a la expiración de esa “duración determinada” pactada y que constituye la característica esencial de esas modalidades contractuales.