Entradas

Editorial: propósitos para el año nuevo

No ha sido 2023 un buen año para nuestro Estado de Derecho y nuestras instituciones, principales preocupaciones de Hay Derecho. El último artículo del Economist sobre España se titula “Las instituciones españolas crujen bajo la presión partidista”. Hace referencia a las tensiones creadas por la proposición de ley de amnistía, a los pactos de investidura con referencias a un supuesto, al bloqueo del Consejo General del Poder Judicial, pero también a la invasión partidista del CIS, la agencia EFE, la Fiscalía y el Tribunal Constitucional. Que diga  que las cosas no están tan mal como en Polonia (antes del cambio de Gobierno allí) no es un consuelo sino lo contrario: se nos empieza a ver como el tercer enfermo de Europa, tras Hungría y Polonia. 

Pero tan importante como ser conscientes de la gravedad de la situación es no equivocarse en la reacción. En Hay Derecho entendemos que los ataques al Estado de Derecho no se remedian saltándose las reglas, sino, por el contrario, reclamando su estricto cumplimiento por todos los medios legales. Es decir, con más Estado de Derecho, y no con menos. Por eso, ante las amenazas que los pactos de investidura implican para el Imperio de la Ley, la igualdad y la separación de poderes, cada institución tiene que cumplir estrictamente su papel.

Estos son casi los términos exactos que ha utilizado el Rey en el mensaje de Nochebuena de 2023. En concreto ha dicho que “cada institución, comenzando por el Rey, debe situarse en el lugar que constitucionalmente le corresponde, ejercer las funciones que le estén atribuidas y cumplir con las obligaciones y deberes que la Constitución le señala”. La frase funciona como unos espejos enfrentados, pues al decirla, él mismo cumple su papel de moderador de las instituciones que le asigna la constitución. También responde a quienes pretenden que ante los ataques al orden constitucional el Jefe de Estado fuerce los límites de su papel constitucional. Lo último que necesitamos es que las instituciones que siguen en su sitio lo pierdan. 

El mensaje es además, una defensa de la Constitución y de la unidad de España, como es lógico pues el Jefe del Estado es “el símbolo de su unidad y permanencia” (art. 56 CE) . Pero lo importante no es tanto lo que defiende sino porqué. El discurso comienza refiriéndose a las dificultades económicas y sociales, al empleo, la sanidad, la educación y a la violencia contra la mujer. La Constitución y la unidad no se contemplan como objetivos en sí sino como instrumentos para conseguir “el desarrollo de nuestra vida colectiva”. Se sitúa así en la posición  institucionalista que defendemos en Hay Derecho. Esta teoría sostiene que son las instituciones democráticas y el Estado de Derecho lo que hace posible la justicia, la prosperidad y la paz. La Constitución es lo que permite que exista un Estado democrático y social, o como dice el mensaje: “Expresarse libremente, recibir una educación, tener un empleo, o protegerse de la enfermedad … , contar con ayuda social o disponer de un retiro digno”.  En esto también hemos insistido desde aquí, cuando algunos políticos han llegado a manifestar que el Estado de Derecho era un lujo que solo importaba a los ricos, y que bien cabía sacrificarlo para mantener las políticas sociales. No. Sin Estado de Derecho, sin control de poder, no habrá derechos de ningún tipo, tampoco sociales. Como resume el propio mensaje “fuera del respeto a la Constitución no hay democracia ni convivencia posibles; no hay libertades sino imposición.” No hay, tampoco, Estado social. 

Otra línea fundamental del mensaje es la insistencia en un proyecto común (hasta 7 veces). Este proyecto común se basa en unos principios políticos (la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político como valores básicos del art. 1 CE) pero se extiende a aspectos materiales, pues la Constitución permite  “disfrutar de una vida en la que cada uno pueda ver razonablemente satisfechas sus legítimas expectativas, sus ambiciones, proyectos y necesidades.” Es evidente que una amplísima mayoría de los españoles está de acuerdo sobre esos principios políticos y sobre el tipo de sociedad en la que quiere vivir: una economía de mercado en la que exista una solidaridad interpersonal e interterritorial que permita mantener el Estado de bienestar. La polarización, es decir defender que existen dos -o más- Españas irreconciliables, no refleja la sociedad, sino que es una estrategia política para obtener réditos electorales a corto plazo. Aunque no se explicite, las referencias a los principios compartidos y la unidad implican que la única forma de afrontar los retos que tenemos en asuntos básicos como educación, pensiones, empleo y sanidad es a través de pactos amplios de las principales fuerzas políticas. 

Terminamos con el aspecto institucional, que es el mensaje central para nosotros, pero tratando de aterrizarlo. Ralph Waldo Emerson dijo que una institución es la sombra alargada de un hombre”. De nada sirve una recomendación a las instituciones si no lo reciben personas concretas. Esa es sin duda la razón por la que dice que las instituciones deben estar en su lugar “empezando por el Rey”. El discurso utiliza  2 veces a “derechos”, pero 13 “deberes”, “obligaciones” o “responsabilidades”. Cuando dice que “debemos respetar a las demás instituciones y contribuir a su fortalecimiento y su prestigio” se está dirigiendo a él mismo, pero también a cada Juez, Fiscal, magistrado del Constitucional, Ministro, funcionario y ciudadano. Nuestro propósito para este nuevo año es que cada uno de nosotros, y no solo los que ostentan un cargo o una función pública, cumpla la función que le corresponde, pues como dijo el juez Louis Brandeis, en democracia el cargo político más importante es el de simple ciudadano. 

Nombramientos en el Consejo de Estado. Lo legal, lo moral y lo ideal

El pasado martes 29 de marzo el Boletín Oficial del Estado publicó el nombramiento de una nueva consejera permanente de estado y de cuatro nuevos consejeros electivos.

Hay que comenzar destacando que se trata de una buena noticia por partida triple: primero, porque se ha llevado a cabo la renovación parcial de quienes componen el Consejo de Estado de acuerdo con lo previsto en las normas que lo regulan; segundo, porque, a diferencia de lo que ha sucedido en otras instituciones, la renovación es fruto de un acuerdo entre los partidos mayoritarios (entre los nuevos consejeros electivos, dos son claramente afines al PSOE y los otros dos al PP); y, en tercer lugar, porque la renovación ha permitido al Consejo de Estado seguir funcionando con total normalidad, y no lo ha bloqueado.

Dicho lo anterior, consideramos necesario reflexionar sobre si el nombramiento ha recaído sobre las personas idóneas para desempeñar las funciones que los consejeros de estado tienen encomendadas, pues este es, a nuestro juicio, uno de los aspectos que contribuye, decisivamente, al fortalecimiento y a la mejora de la calidad de las instituciones.

Esta reflexión debe partir, necesariamente, de los rasgos que caracterizan al Consejo de Estado del Reino de España y de las funciones que tiene encomendadas según la Ley Orgánica 3/1980, de 22 de abril, del Consejo de Estado, y el Reglamento Orgánico del Consejo de Estado, aprobado por Real Decreto 1674/1980, de 18 de julio.

El Consejo de Estado es el supremo órgano consultivo del Gobierno, ejerce la función consultiva con autonomía orgánica y funcional para garantizar su objetividad e independencia y en el ejercicio de esta función debe velar por la observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico. Se compone del Presidente, los Consejeros de Estado, el Secretario General y los Letrados del Consejo de Estado.

Entre los consejeros de estado, se distinguen tres clases: consejeros permanentes de estado, consejeros electivos de estado y consejeros natos de estado. Adicionalmente, se regula la clase de consejeros natos de estado con carácter vitalicio, que está reservada a los expresidentes el Gobierno que manifiesten al presidente del Consejo de Estado su voluntad de incorporarse a la institución. Aunque todos ellos ostentan la condición de consejeros de estado, la clase a la que pertenecen conlleva importantes diferencias tanto en sus funciones, como en su régimen jurídico.

Los consejeros permanentes de estado son nombrados sin límite de tiempo y no se jubilan por edad. Son nombrados entre personas que estén o hayan estado comprendidas en algunas de las siguientes categorías: ministro; consejero de Estado; Letrado Mayor del Consejo de Estado; profesor numerario de disciplinas jurídicas, económicas o sociales en Facultad Universitaria, con quince años de ejercicio; oficial general de los Cuerpos Jurídicos de las Fuerzas Armadas; funcionarios del Estado con quince años de servicios al menos en Cuerpos o Escalas para cuyo ingreso se exija título universitario. Como puede observarse, el legislador está pensando en un perfil eminentemente jurídico.

Los consejeros electivos de estado son nombrados para un período de cuatro años. Son nombrados entre quienes hayan desempeñado determinados cargos: Diputado o Senador; Magistrado del Tribunal Constitucional, Juez o Abogado General del Tribunal de Justicia de la Unión Europea; Presidente o Vocal del Consejo General del Poder Judicial; Ministro o Secretario de Estado; entre otros. Como puede observarse, no todos los cargos exigen una sólida preparación jurídica.

Los consejeros natos de estado son quienes, en un determinado momento, ostentan determinados cargos, y cesan cuando dejan de ostentar dichos cargos (entre otros: el Presidente del Consejo Económico y Social; el Fiscal General del Estado; o el Jefe del Estado Mayor de la Defensa).

La función consultiva del Consejo de Estado se concreta, primordialmente, en la emisión de dictámenes sobre cuantos asuntos someten a su consulta el Gobierno o sus miembros, y en ellos se pronuncia, fundamentalmente, sobre aspectos eminentemente jurídicos, de legalidad y constitucionalidad, y, excepcionalmente, cuando así lo solicite expresamente la autoridad consultante o lo exija la índole del asunto o la mayor eficacia de la Administración en el cumplimiento de sus fines, sobre aspectos de oportunidad y de conveniencia, pero, en todo caso, con una gran prudencia. Los asuntos que se someten a consulta del Consejo pueden ser, y son, muy variados: desde proyectos normativos elaborados por los distintos departamentos ministeriales hasta reclamaciones de responsabilidad patrimonial de la Administración; solicitudes de declaración de nulidad de pleno derechos de actos administrativos; recursos extraordinarios de revisión; contratos administrativos; etc. Adicionalmente, la función consultiva se puede concretar en estudios, informes o memorias.

El Consejo de Estado actúa en Comisión Permanente, Pleno y Comisión de Estudios.

La Comisión Permanente está integrada por el Presidente, los consejeros permanentes y el Secretario General. Se reúne, prácticamente, todos los jueves y aprueba la gran mayoría de los dictámenes (por encima del 99%) emitidos cada año.

El Pleno está compuesto por el Presidente, los consejeros permanentes, los consejeros natos, los consejeros electivos y el Secretario General. Se reúne una vez al mes y aprueba entre ocho y doce dictámenes anualmente (menos del 1% del total).

La Comisión de Estudios está integrada por el Presidente y, al menos, dos consejeros permanentes, dos consejeros electivos, dos consejeros natos y el Secretario General. Le corresponde elaborar los informes y estudios que se le encarguen.

Una vez expuestos los rasgos fundamentales del Consejo de Estado, lo primero que hay que señalar en relación con el tema de este editorial es que, en el nombramiento de los nuevos consejeros, se han cumplido todos los requisitos exigidos por la LO del Consejo de Estado: todos los nombrados han ostentando alguno de los cargos previos exigidos para ser nombrados y, por tanto, no hay duda sobre la legalidad de los nombramientos.

Ahora bien, una cosa es que se cumplan los requisitos exigidos en la ley, y otra cosa es que las personas que hayan sido nombradas sean las más adecuadas para el desempeño de las funciones que, como consejeros de estado, tienen encomendadas. A nuestro juicio, quienes tienen reconocida la facultad de nombrar a los consejeros de estado no deberían limitarse a cumplir, estrictamente, la letra de la ley, sino que, de acuerdo con las exigencias de la lealtad institucional, deberían nombrar a las personas que mejor puedan desempeñar esos cargos.

Las personas que han sido nombradas consejeros de estado tienen en común dos rasgos importantes a los efectos que ahora interesan: por un lado, ninguno tiene estudios de Derecho, y, por otro, en todos los casos, sus carreras profesionales han estado vinculadas, desde muy pronto y forma inescindible, a la política, Desde que obtuvieron su primer cargo político (todos con menos de 30 años, a excepción de Pedro Sanz, con 35), han encadenado distintos cargos políticos hasta la actualidad, sin que hayan desarrollado ninguna carrera profesional al margen.

Como puede observarse, los perfiles someramente descritos son perfiles eminentemente políticos. Sin embargo, a nuestro juicio, no es este el perfil de consejero que más puede aportar al trabajo del Consejo y, por ello, se exponen algunas reflexiones sobre los aspectos que deberían tenerse en cuenta a la hora de nombrar a los consejeros de estado:

En primer lugar, debe tenerse presente que el Consejo de Estado no es -ni debe ser- un órgano político, sino un órgano jurídico y técnico y, por ello, sería deseable que los consejeros de estado tuvieran unos mínimos conocimientos jurídicos.

Los dictámenes del Consejo de Estado, al igual que los proyectos de dictamen que elaboran los Letrados y constituyen la base de todos los debates que se mantienen en el seno del Consejo, solo contienen consideraciones jurídicas, nunca de carácter político. Aunque es cierto que son los Letrados -y no los consejeros- quienes tienen encomendado el estudio, la preparación y la redacción de los proyectos de dictamen, es recomendable que los consejeros tengan cierta formación jurídica para poder entender, en toda su profundidad, las observaciones y razonamientos jurídicos contenidos en los proyectos de dictamen sometidos a su consideración; hacer sugerencias, de carácter jurídico, que puedan ser incorporadas a los proyectos de dictamen; y, finalmente, aprobar los dictámenes con conocimiento de causa. Puede admitirse que no es necesario que todos sean juristas de reconocido prestigio, pero no que no sea necesario que tengan unos sólidos conocimientos jurídicos para poder desempeñar de forma adecuada su función, especialmente por parte de quienes sean nombrados consejeros permanentes de estado.

Lo anterior, lejos de ser una disquisición teórica tiene, a nuestro juicio, importantes consecuencias prácticas. Los consejeros sin conocimientos jurídicos carecen de los conocimientos necesarios para hacer sugerencias que puedan ser incorporadas a los dictámenes y, como consecuencia de ello, sus intervenciones suelen ser escasas. Además, el nombramiento de este tipo de perfiles priva al Consejo de las aportaciones que hubieran podido realizar personas con los conocimientos adecuados.

En segundo lugar, aparte de los mencionados conocimientos jurídicos, las personas que sean nombradas consejeros de estado deberían contar con algunas características.

Por un lado, quienes fuesen nombrados deberían tener una noción, aunque fuera difusa, de lo que es y hace el Consejo de Estado (algo que, desafortunadamente, tras la visualización de sus discursos de toma de posesión en la web oficial de la institución no puede asegurarse). En sus discursos, glosaron sus trayectorias profesionales, mostraron su más admirable disposición de servicio, pero ninguno de ellos explicó qué va a aportar al Consejo de Estado.

Por otro, quienes fuesen nombrados deberían responder a perfiles y trayectorias profesionales diversas, y no redundantes, pues ello enriquecería el ejercicio de la función consultiva. Sin embargo, no es este el caso de quienes han sido nombrados.

Por último, los nombramientos deberían recaer en personas que aporten los conocimientos que, en ese momento, necesite el Consejo de Estado y, para ello, a la hora de realizar los nombramientos, debería tenerse presente el parecer del Consejo, que debería expresarlo a través de cauces formales.

En el caso de los consejeros electivos, la anterior exigencia debería llevar a tener presente su posible futura pertenencia a la Comisión de Estudios y el contenido de los estudios e informes que, en su caso, se proyecten elaborar. El Consejo de Estado, o el Gobierno, o ambos en conjunto, deberían tener un plan sobre los estudios o informes que es necesario que el Consejo de Estado elabore y, en función de dicho plan, deberían nombrarse esta clase de consejeros.

En el caso de los consejeros permanentes, a la hora de nombrarlos, debería tenerse en cuenta qué sección van a presidir, con objeto de nombrar a una persona con una trayectoria y unos conocimientos contrastados en los asuntos que despacha dicha sección. En el caso de la consejera permanente recién nombrada, el hecho de no tener conocimientos jurídicos podría haber estado justificado por ser quien presidiera, por su condición de médica, la Sección que despacha los asuntos provenientes del Ministerio de Sanidad. Sin embargo, tampoco será así, pues presidirá la que despacha los asuntos provenientes de los Ministerios de Trabajo y Economía Social; de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones; de Derechos Sociales y Agenda 2030; y de Igualdad.

A modo de conclusión, este editorial quiere dejar claro que no se trata de un ataque personal hacia los nombrados, nada más lejos de nuestra intención, sino únicamente de poner de manifiesto el desconocimiento que, de la institución, de su función y su funcionamiento, tienen quienes han propuesto sus nombramientos, los han nombrado e incluso, los han aceptado. Un honor de la magnitud como el de ser nombrado consejero de Estado del Reino de España, sólo puede ser aceptado si, razonablemente, se puede estar a la altura, por conocimientos y por experiencia. La experiencia en asuntos políticos, siendo muy valiosa en otros ámbitos, aporta muy poco a los razonamientos jurídicos que contienen los dictámenes del Consejo de Estado si no va acompañada de conocimientos jurídicos o, en su caso, económicos, filosóficos o sociológicos de un nivel contrastado. Por ello, consideramos que los nombramientos persiguen más premiar lealtades que mejorar la calidad del trabajo y el prestigio del Consejo de Estado. Se pueden y se deben hacer las cosas de otra forma. Si queremos unas instituciones de calidad y sólidas, que sirvan de la mejor manera posible los intereses generales de todos los españoles, lo primero es elegir a las personas que integran las instituciones en función de sus conocimientos y experiencias en aquello que realizan las instituciones, no en función de su lealtad a los partidos políticos.

 

 

Lealtad

La lealtad a la Constitución (Wille zur Verfassung) presidió nuestra democracia durante los primeros cuarenta años. Nuestros políticos aceptaban mayoritariamente que nuestra Carta Magna fue el resultado del consenso y la concordia que presidió toda la Transición, así como que sobre estos valores habría de desenvolverse nuestra vida política. Este consenso se manifiesta a lo largo del texto constitucional con la exigencia a nuestros representantes de que acuerden entre ellos, pues habrán de ir más allá del espacio que sus siglas delimitan. La reclamación de mayorías cualificadas que recorren la Constitución así lo imponen, primero porque las leyes orgánicas de desarrollo del texto constitucional exigen mayorías absolutas y, segundo, porque se prescriben unas mayorías aún más exigentes como el del acuerdo que ha de alcanzarse por una mayoría de 3/5, e incluso de 2/3, de los miembros del órgano establecido a fin de lograr su cometido, lo que implica la necesidad de actuar por medio del consenso entre las distintas fuerzas políticas, especialmente aquellas que son centrales en nuestra vida política. La consecuencia de la falta de acuerdo conllevaría que se obstaculizara aquello que la misma Constitución demanda.

Esta es la razón por la que se habla del mal ejemplo del PP, dada su falta de compromiso con la renovación del órgano de gobierno de los jueces, lo que ha llevado a considerar que con ello este partido ha secuestrado a la justicia, por lo que se ha calificado su actitud como antidemocrática e inconstitucional, pues no ha permitido que se cumpla la ley al no renovar a sus miembros. La consecuencia inmediata de tal proceder ha provocado el bloqueo del órgano de gobierno de los jueces. ¿Cómo podríamos considerar la negativa del PP a renovar el CGPJ?

Juan Linz diferenció en su libro La quiebra de las democracias entre oposición leal, desleal y semileal.  Para que pudiéramos calificar que una oposición fuese leal, Linz exige a la misma “un compromiso a participar en el proceso político en las elecciones y en la actividad parlamentaria”. Si admitimos esta exigencia, lo que en mi opinión es inevitable, habría que caracterizar la actitud del PP acerca de este problema como propia de una oposición desleal, pues si bien ha participado en las elecciones, su actividad parlamentaria se ha enconado en una oposición radical a alcanzar acuerdos necesarios para que el poder judicial pueda funcionar adecuadamente en el Estado de derecho, que es lo que la misma Constitución y las sentencias del Tribunal Constitucional imploran a fin de alcanzar el correcto funcionamiento de la vida democrática.

Ahora bien, el problema con el que nos enfrentamos es algo más complejo, porque el compromiso de acordar y pactar ha de llevarse a cabo con una fuerza política, PSOE, cuyas políticas y alianzas de Estado y gobierno no parece a primera vista que puedan considerarse como leales. Linz habla de la oposición, que es lo lógico cuando se habla de lealtad o deslealtad, pues del gobierno ha de presuponerse la primera. Sin embargo, nuestra situación es tan confusa que las ideas de Linz acerca de la oposición podrían trasladarse sin dificultad a los partidos de gobierno, así como a quienes lo apoyan.

Sin necesidad de retrotraernos a los últimos veinte años, en los que se inicia su deriva desleal, lo cierto es que el PSOE es un partido que logró, en 2018, “el apoyo de partidos que actuaron deslealmente contra un gobierno previo”, hasta el extremo de que intentaron dar un golpe de Estado. Así sucedió no solo en la moción de censura, sino también con el llamado bloque de investidura. De ahí que este gobierno “se encuentre en una difícil situación cuando está obligado simultáneamente a afirmar su autoridad y ampliar su base de apoyo”, esto es, que no es muy creíble su compromiso con la defensa del orden constitucional.

Si tuviéramos en cuenta los principales partidos políticos que apoyaron la moción de censura y la investidura, sería cuanto menos dudoso calificarlos como leales, pues en un caso han rechazado el uso de medios violentos, sin que hayan condenado su uso con anterioridad ni tampoco han colaborado en la resolución de los casos de asesinatos de los que fueron responsables. En otro de ellos no han renunciado a defender sus propuestas fuera del marco legal, pues han sostenido que volverán a hacerlo, a dar de nuevo otro golpe de Estado. Finalmente, la tercera fuerza política que no solo ha apoyado las anteriores medidas, sino que forma parte del mismo gobierno, no podría calificarse como un partido de dentro del sistema, en tanto que sus propuestas fundamentales tratan de darle la vuelta al mismo desde el momento que defienden el derecho de autoderminación de los distintos pueblos de España, así como la instauración de una república.

Parece evidente, pues, que la dirección del Estado, así como el mismo gobierno no están comprometidos con la salvaguarda del orden político establecido en la Constitución de 1978, sino que su ideal es otro, por lo que habría que concluir que nuestro sistema político se encuentra bajo la dirección de partidos antisistema. Qué no diría Linz si pudiese observar nuestra situación política, cuando en 1978 había calificado la oposición desleal como aquella que cuestiona la existencia del régimen y quiere cambiarlo. Y ahora esto sucede desde la misma dirección del Estado, aún más, desde el mismo gobierno. A este escenario habría que añadirle, asimismo, que el PSOE no muestra ninguna voluntad de “unirse a grupos ideológicamente distantes pero comprometidos a salvar el orden político”. Más bien todo lo contrario, pues no rechaza el pacto con los partidos desleales ni tampoco su apoyo, hasta el extremo de que muestra “mayor afinidad” con los extremistas antes que con los partidos moderados, mostrando una “disposición a animar, tolerar, disculpar, cubrir, excusar o justificar las acciones” de aquellos participantes en el proceso político cuyos presupuestos consisten en cuestionar y cambiar nuestro orden constitucional.

Si esto es así y a mí me lo parece, entonces no creo que pueda calificarse negativamente la actitud del PP como desleal por no pactar con quien es desleal o al menos de no más desleal que quien es desleal por las razones que he apuntado más arriba. Más bien lo contrario, si acaso sería el menos desleal entre lo desleales, pues al menos es incuestionable su defensa del orden constitucional. Sin embargo, no creo que las razones esgrimidas por el PP para justificar su posición de bloqueo sean las adecuadas, pues dado el momento en el que nos encontramos no creo que la solución sea ya la de tratar de defender una vuelta al modelo primigenio de elección de los vocales de origen judicial del CGPJ ni de proteger al poder judicial; tampoco argüir que los socialistas quisieran modificar el delito de sedición y ahora el de malversación.

La situación de quiebra de nuestra democracia es mucho peor, pues lo único que podemos constatar es que el consenso sobre el que fue posible la concordia y nuestra Constitución ha quebrado. De ahí que no tenga mucho sentido aludir a la deslealtad de uno u otro, pues desleales lo son todos, sin que importe ahora el grado de deslealtad que cada uno posea.

Decía Rousseau que cuanto más aumenta el gobierno su esfuerzo contra la soberanía, más se altera la Constitución, con lo que finalmente terminará por romper el trato social. Por eso y ante la situación de descomposición que vivimos, creo que la única solución es llamar a las urnas al pueblo soberano para que este decida si respalda la demolición del régimen de 1978, emprendida de forma enfervorecida hace cuatro años, o su consolidación. Mientras tanto encomendémonos a nuestra memoria y no al disparate de la democrática para evitar que nuestra historia vuelva a repetirse, aunque fuese como farsa.