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El dilema del deporte trans: competición justa o derechos humanos

  1. Lia Thomas ganó el campeonato universitario de EE.UU. Nació varón y compitió como nadador, llegando hasta el puesto 65º del ranking en la prueba de 500 yardas estilo libre. Comenzó su terapia hormonal tras la pubertad, pero no se sometió a cirugía de reasignación de sexo. Pasó a ser la nº 1 en la categoría femenina, cuando comenzó a competir como mujer; en las 200 yardas estilo libre, pasó del puesto 554 en hombres, al nº 5 en mujeres. 

Hay muchas historias como la de Lia: mujeres trans que compiten en categorías femeninas destacando inmediatamente y superando a las mejores deportistas. Sobre este aspecto, la Ley 4/2023, la conocida como ley LGTBI, generó grandes expectativas. Fue muy aplaudida porque, por fin -se dijo-, se rompían los moldes sexo-genéricos y los estereotipos patriarcales que obligan a elegir una identidad binaria y a competir en la categoría correspondiente al sexo biológico. Nada más lejos de la realidad. 

  1. La lex sportiva fomenta la competición justa como pilar básico de cualquier evento deportivo. La lucha contra el dopaje es el mejor ejemplo. La participación de las mujeres trans en competiciones deportivas está siendo criticada precisamente por quebrar ese principio. De hecho, no es casual que a las ventajas competitivas de las mujeres trans se las haya llegado a calificar como “dopaje inverso”.

El COI ha venido estableciendo los requisitos para que una persona pueda representar a su país en competiciones internacionales. Se denominan “criterios de elegibilidad”. Los cambios en estos criterios han ido en paralelo a la evolución en la esfera sociopolítica de las reivindicaciones de los colectivos LGTBI.

Las Directrices sobre elegibilidad del COI de 2003 se caracterizaron por, como se diría actualmente, asumir una percepción patológica del fenómeno trans. Exigían tres criterios cumulativos: 1º) Haber completado la cirugía de reasignación de sexo al menos dos años antes; 2º) Tener reconocimiento legal de dicho sexo; y 3º) Haber pasado una terapia hormonal durante un período de tiempo suficiente como para minimizar las ventajas relativas al género en la competición. 

Las reivindicaciones de “despatologización” de las personas trans no tardaron en abrirse camino. El cambio de las Directrices de 2015 fue en esa dirección. Los criterios evolucionaron para respetar la autodeterminación personal -ya no se exigía reconocimiento legal del sexo, sino una declaración personal-. Se eliminó, además, la obligación de sometimiento a una cirugía de reasignación. Sí se mantuvo el sometimiento a una terapia hormonal. Ya no se aludía a periodos de tratamiento, pero sí se fijó un parámetro máximo de testosterona en sangre: menos de 10 nanomoles/litro (nmol/L). En cierto modo, se podía decir que los criterios de elegibilidad pretendían tener un barniz de objetivación basada en datos científicos. Es llamativo que no se tuviera en cuenta que las mujeres biológicas pueden tener una media de 0,12 a 1,79 nmol/L, y que un hombre puede tener entre 7,7 y 29,4 noml/L. Una mujer trans que cumpliera con el estándar oficial por encima de 1,79 nmol/L tendría una ventaja competitiva evidente. La ciencia parece verificar, además, que el hombre biológico que no se somete a un tratamiento hormonal antes de la pubertad mantiene una ventaja de por vida. Hay ventajas como la “memoria muscular” que no se corrigen ni con una hormonación prolongada. Se confirmaría algo intuitivo: los aspectos biológicos son determinantes y el género sentido no elimina las ventajas.

Los criterios de elegibilidad del COI siguieron evolucionando a la par que se fortalecían las demandas del colectivo trans. En 2021 se modificaron de nuevo. Se suprimieron los anteriores criterios y se estableció la competencia de las federaciones internacionales para determinar cuándo una deportista trans puede tener ventajas desproporcionadas sobre otras competidoras. Consecuencia: a partir de 2021 no cabría presumir ventaja competitiva alguna, trasladando la responsabilidad de su identificación a las federaciones deportivas.

La “patata caliente” que el COI deja a las federaciones abre varias alternativas: 1ª) Prohibir a las mujeres trans competir; esto es inaceptable para los colectivos trans, pues significaría dejarles fuera de la competencia deportiva según su género sentido; 2ª) Hacer un análisis deporte a deporte, prueba a prueba, e ir detectando ventajas competitivas; allí donde la fuerza, la potencia y la resistencia sean determinantes y, por ello, los hombres biológicos tuvieran una superioridad objetiva, se podría impedir o condicionar competir a las mujeres trans; el colectivo trans considera que esto les obligaría a tener que cumplir un “test de feminidad” que las degradaría como mujeres; 3ª) Crear nuevas categorías. Podrían ser categorías específicas para personas trans, o bien modificar las categorías tradicionales y organizar el deporte según niveles de testosterona; esto tampoco es aceptable para el colectivo, ya que sería una expresión de transfobia disimulada que entraña una segregación; o 4ª) Dejar que las mujeres trans compitan en la categoría libremente elegida. Ésta es la reivindicación del colectivo. A este respecto hacen algunas consideraciones que merece la pena exponer. Las mujeres trans entienden que esta discusión parte de un agravio comparativo: no se problematiza con hombres y mujeres biológicos con condiciones naturales extraordinarias que les hacen tener ventajas respecto del resto de competidores -ser zurdo en esgrima; tener una gran capacidad pulmonar en ciclismo; etc.- En fin, afirman, el foco sólo se pone en las ventajas de las mujeres trans. Y aquí se acude a otro argumento. Algunas mujeres biológicas, por razones naturales, tienen niveles de testosterona anormalmente altos -el caso de la sudafricana Semenya-, o bien nacen con un cromosoma XY -el caso de la española Patiño-. El colectivo rechaza la estigmatización de estas mujeres cuando son sometidas a las reglas antidopaje. El lema vendría a ser algo así: hay mujeres con condiciones naturales extraordinarias, incluyendo las mujeres biológicas y las mujeres trans con niveles altos de testosterona.

  1. A mi juicio, esta cuestión plantea un dilema entre dos enfoques: 1º) El enfoque de la competición justa y la evitación de ventajas competitivas; y 2º) El enfoque de los derechos humanos y, por tanto, del reconocimiento del derecho a la autodeterminación personal y, en consecuencia, del derecho a competir según el género sentido.

El primer enfoque creo que ya habría quedado claro. El segundo es el que está ganando peso. El TC y el TEDH vienen ampliando progresivamente el derecho fundamental a la autodeterminación personal como un derecho inherente a la dignidad de la persona. No es momento de desarrollar el estado de la cuestión, pero podría decirse que, si se confirmara en toda su extensión ese derecho en relación con las personas trans, sería evidente que podrían alegar discriminación por no poder competir con otras mujeres. Es más, si alguna federación incoara un expediente por incumplimiento de estándares medidos en nmol/L de testosterona en sangre, esa actuación podría ser calificada como denigrante para la dignidad de la mujer trans.

  1. Recordará el lector que toda esta digresión venía a colación de una afirmación que hice sobre la ley LGTBI. Dije entonces que la ley había generado unas expectativas sobre el derecho a competir según el género sentido que no se habrían cumplido. Y, añado ahora, esto se hizo, además, incurriendo en una contradicción jurídicamente reprochable. 

Para comprender esta afirmación es imprescindible poner de relieve que la ley LGTBI asume decididamente el enfoque de los derechos humanos. El objetivo de la ley es desarrollar y garantizar los derechos de las personas de los colectivos LGTBI fundamentados en los arts. 10, 14 y 18.1 de la Constitución: dignidad de la persona, no discriminación e intimidad personal. Si éste es el enfoque general de la ley, no habría motivo para pensar que el legislador no fuera a ser coherente y mantener con todas las consecuencias esa misma determinación, también en el terreno deportivo.

Pues no es así. El art. 26.3 de la ley establece que en las competiciones deportivas “se estará a lo dispuesto en la normativa específica aplicable, nacional, autonómica e internacional, incluidas las normas de lucha contra el dopaje, que, de modo justificado y proporcionado, tengan por objeto evitar ventajas competitivas que puedan ser contrarias al principio de igualdad”. Síntesis: 1º) La ley “se lava las manos”, pues se remite a la normativa aplicable que, en el ámbito competitivo, será la internacional -actualmente habrá que estar a lo que establezcan las distintas federaciones-; 2º) Traiciona al enfoque de derechos humanos y asume el de competición justa con el fin de evitar “ventajas competitivas” contrarias al principio de igualdad; y 3º) Asume que los criterios a emplear para limitar que las mujeres trans compitan con mujeres biológicas deberán estar “justificados y ser proporcionados”; esto significa asumir límites basados en datos objetivos y, por ello, abrir la puerta a recuperar estándares probados científicamente. 

Cabría preguntarse si el legislador podría haber hecho algo más. Partiendo de un enfoque de derechos, podría haber reconocido el derecho a competir de las mujeres trans en competiciones femeninas, al menos, en las competiciones nacionales, como ya pasa en algún país. Esto hubiera sido lo más coherente. Sucede que el legislador era consciente de que esto hubiera significado el fin del deporte femenino. Por ello, el legislador aviva una esperanza que apaga inmediatamente y genera la frustración lógica del colectivo.

Seamos realistas, guste o no, la solución pasa por compatibilizar los dos enfoques: 1º) Mantener la premisa de que nadie tiene derecho a competir; 2º) No sobreponer los derechos de las mujeres trans sobre el principio de competición justa para evitar la discriminación de las mujeres biológicas; 3º) Fijar parámetros validados científicamente que permitan fundamentar la inexistencia de ventajas; y 4º) Establecer mecanismos para que, caso a caso, se pueda demostrar la inexistencia de ventajas competitivas que abran el derecho a competir. 

En fin, se trataría de compaginar el casuismo, según cada prueba deportiva y cada persona, con una validación basada en criterios científicos objetivos. No veo otra manera.

La Ley Trans requiere más reflexión

Mañana se presentará en el Consejo de Ministros el anteproyecto Ley Trans, al parecer con unas pocas modificaciones respecto del borrador que se conoce. El objetivo  de esa Ley “promover y garantizar la igualdad real y efectiva de las personas trans” (art. 1) y el instrumento con el que se pretende conseguirlo es el “derecho a la identidad de género libremente manifestada”,  es decir la posibilidad de cualquier persona pueda pedir el cambio de género por su sola voluntad. La Ley 3/2007 permite ya el cambio de sexo, acreditando la disforia de género estable, la ausencia de trastornos de la personalidad y el tratamiento médico durante al menos dos años para acomodar el sexo físico al percibido. Bajo la nueva Ley, el cambio, se podrá realizar por la simple manifestación, sin necesidad de información previa y con la expresa prohibición de cualquier examen psicológico. No se exige ninguna expresión exterior del género (ni siquiera el cambio de nombre propio) ni ningún tratamiento hormonal o quirúrgico previo o posterior al cambio (que sin embargo se pueden solicitar si se desea al servicio de salud).

El problema es que a experiencia ya ha demostrado el instrumento por el que se opta (la autodeterminación de género) no protege de verdad al colectivo al que se dirige, y además plantea también conflictos con los derechos de otras personas, en particular los de las mujeres.

El riesgo principal que plantea la norma es el que afecta a los que quiere proteger, las personas con disforia de género, es decir las que no se sienten identificadas con su sexo físico. Con el objetivo de evitar la patologización y el sufrimiento de estas personas la Ley evita cualquier control de la capacidad control de la capacidad y la madurez, olvidando que estos controles no son un castigo para los menores y personas con discapacidad o afecciones psiquiátricas, sino una forma de protegerlas de terceros y de sí mismos. Por poner un ejemplo, la prohibición del matrimonio infantil no cambia porque el menor quiera de verdad casarse, pues todos sabemos que un menor es más influenciable y le es difícil comprender todas las consecuencias de un acto así.  Sin embargo la Ley permite el cambio de sexo a cualquier mayor de 16, y a  los áun menores con consentimiento de sus padres. Además la Ley no exige ninguna información para una decisión trascendente, lo que choca con los exigentes requisitos que se imponen a quien va a contratar una hipoteca o un producto financiero.

La falta de calidad de ese consentimiento  supone un grave riesgo, especialmente para los más vulnerables, como ha demostrado la experiencia de países cercanos que han avanzado antes en la línea de la autodeterminación de sexo. La disforia de género se quiere presentar como algo totalmente claro y estable pero la realidad es mucho más compleja. Este estudio de la catedrática de la Universidad de Brown Lisa Littman describe  el reciente aumento de la disforia de género tardía en niñas adolescentes con dificultades de ajuste social y asociada al rechazo al propio cuerpo (típico de esa edad) y a la depresión. Las estadísticas en los países más avanzados en esta materia parecen avalar estas conclusiones: la disforia ha pasado en unos años de ser un fenómeno predominantemente masculino a manifestarse hasta 3 veces más en chicas adolescentes (ver este artículo del Economist). En Suecia y Reino Unido se están visibilizando las situaciones dramáticas de personas (también en su mayoría mujeres) que quieren revertir el cambio de sexo por el que optaron de adolescentes. Recientemente la  High Court de Londres condenó al servicio de salud inglés por no haber advertido adecuadamente a una menor de las consecuencias del cambio de sexo y por considerar que no tenía suficiente madurez. Los estudios también muestran que entre el 61% y el 98% de los niños, niñas y adolescentes con disforia se reconciliaron con su sexo natal antes de la edad adulta. Algunos colectivos homosexuales advierten de que el efecto imitación está empujando a personas homosexuales al cambio de sexo cuando el problema no es una auténtica disforia de género sino una falta de aceptación de su homosexualidad. En este sentido no deja de ser revelador que en un país como Irán, que castiga la homosexualidad con la pena de muerte, se permita y sea relativamente frecuente el cambio de sexo.

Hay que tener en cuenta además que, en la práctica, la opción por un cambio de sexo va siempre acompañada de tratamientos médicos en la adolescencia, previendo el proyecto “el bloqueo hormonal para evitar el desarrollo de caracteres sexuales secundarios no deseados; y el tratamiento hormonal cruzado … a fin de propiciar el desarrollo de caracteres sexuales deseados”. Estos tratamientos no son totalmente reversibles y hacen casi imposible en la práctica -y en todo caso enormemente traumático- el cambio de opinión posterior.

Todo esto ya ha provocado un cambio de tendencia en los países que más avanzados en esta materia: en Suecia las derivaciones de niños a las clínicas de género han caído un 65% en los últimos años y hace unos meses muchos hospitales han parado de tratar con hormonas a menores de 18 años (ver aquí). Finlandia ha cambiado su regulación, recomendado un tratamiento distinto para la disforia de aparición tardía y fomentando el asesoramiento. Nuestro proyecto no puede ignorar esta realidad y se deben introducir modificaciones en la Ley para garantizar que el consentimiento sea maduro e informado.

El segundo problema es que el cambio de sexo afecta a terceras personas que también merecen protección.

Esto se plantea, por ejemplo, en el ámbito penitenciario. La Ley expresamente reconoce el derecho al internamiento de acuerdo con el sexo registral, lo que parece lógico. Como excepción permite que si esto pone en riesgo su seguridad, la persona trans pueda solicitar el internamiento en un centro del sexo contrario, pensando sin duda en los riesgos que un hombre trans puede sufrir en una prisión masculina. Sin embargo, la Ley olvida el riesgo que puede suponer la presencia de mujeres trans en prisiones femeninas, sobre todo teniendo en cuenta que no se exige ningún cambio hormonal ni físico para el cambio de sexo. En este artículo del Economist se pone de relieve el posible ataque a la intimidad y la seguridad que esto supone para un grupo tan vulnerable como las mujeres reclusas, problema que queda totalmente obviado en la Ley.

Otro conflicto se plantea en el ámbito deportivo, para el que la Ley prevé expresamente la total equiparación, es decir la posibilidad de participar y competir de acuerdo con el sexo registral. También en este caso las posibles perjudicadas son las mujeres, que competirían con mujeres trans que por tener un sexo biológico masculino tienen, de media, mayor tamaño y fuerza muscular. La cuestión se ha planteado ya en el Comité Olímpico, que permite competir a las mujeres trans dependiendo de su nivel de testosterona. En octubre de 2020 la Federación Internacional de Rugby prohibió competir a las mujeres trans (ver aquí), tras un debate en el que intervinieron médicos, representantes trans y deportistas, y se contrapesaron los valores en conflicto (equidad, inclusión y seguridad). En todos los deportes se plantea el conflicto entre equidad e inclusión, pero parece evidente que en los de contacto– y más en los de lucha– la Ley debería permitir tener en cuenta la seguridad de las mujeres.

Con carácter más general, numerosas mujeres han planteado que compartir baños y vestuarios con mujeres trans compromete su seguridad y su intimidad. Esto se agrava cuando el género deriva de la simple voluntad, pues en ese caso es conceptualmente imposible alegar el fraude en la opción. Un hombre, depredador sexual, puede optar por el sexo femenino sin ningún obstáculo, y si agrede sexualmente a una mujer se le podrá condenar por ello, pero no anular su decisión -e ingresará en una cárcel de mujeres-. La sensibilidad de muchas mujeres a esta cuestión, en particular de aquellas que han sufrido ataques sexuales de hombres, no puede dejar de tenerse en cuenta, como señaló en una famosa carta JK Rowling , pero tampoco aparece en la Ley.

Esto conecta con el problema general de la protección de la mujer y toda la legislación dirigida a ella. ¿Cuál es el fundamento de la misma? ¿El sexo biológico o el género? Si fuera solo lo segundo no se plantearían problemas, pero no cabe duda que el distinto tratamiento de la violencia en una dirección se basa también en factores físicos. Plantea dudas que esto permita a hombres que se declaran mujeres trans acceder a una situación más favorable tanto en el tratamiento penal de algunos delitos  o a beneficios de tipo administrativo (cuotas femeninas). El problema no es solo de fraude sino también (como ha señalado Pablo Lora aquí), de atribución de beneficios indebidos. Otras organizaciones han denunciado también que la autodeterminación de género invisibiliza los problemas reales de las mujeres e incluso de las personas intersexuales.

Todo lo anterior no quiere decir que no se pueda modificar la legislación actual ni avanzar en reducir la discriminación. Las anunciadas modificaciones al borrador inicial parecen ir en la dirección adecuada de dar mayores garantías al consentimiento. Algunas novedades del proyecto, como permitir el cambio de nombre de menores sin cambio de sexo y no exigir tratamientos hormonales o físicos, pueden ser acertadas. Pero lo que está claro es que la autodeterminación de sexo no es una varita mágica que acabará con los problemas de las personas intersexuales o con disforia de género, y que provocará –ya lo ha hecho en otros países- nuevos problemas y conflictos. Para conseguir soluciones equilibradas es necesaria la reflexión, el estudio científico, el debate y el diálogo, y sobran los eslóganes y el oportunismo. Por ello el que se anuncie sin rubor que se abrevia el debate de un tema tan serio para presentar el proyecto antes del día del orgullo es de una lamentable irresponsabilidad.

 

 

 

 

 

 

La Ley Trans y el consentimiento (reproducción de la Tribuna publicada en ABC)

Que el infierno está lleno de buenas intenciones lo dijo ya San Bernardo de Clairvaux allá en el siglo XII. Camus, más preciso, dice en su novela La Peste que la buena voluntad puede hacer tanto mal como la malevolencia,  si no se acompaña de conocimiento. Nadie duda de la buena voluntad del borrador de Ley Trans: su objetivo declarado es la protección de las personas trans, lo que es encomiable pues todos los estudios concluyen que son un grupo especialmente vulnerable a la discriminación y a la violencia. Hay que recordar también que la intersexualidad, es decir la condición de personas que tienen caracteres físicos de ambos sexos es una realidad que afecta a muchos miles de personas (el 0,02% de la población). Pero la buena intención no basta y la orientación de la Ley puede desproteger a muchas personas, también vulnerables.

La principal novedad de la Ley es reconocer el derecho a la autodeterminación de la identidad de género, es decir que cualquiera puede decidir cambiar su sexo sin necesidad de diagnóstico médico o psicológico alguno. No se exige la condición de intersexualidad ni ningún  tratamiento (hormonas, operaciones) previo o posterior al cambio. Basta el consentimiento individual a través de una solicitud al encargado del Registro Civil en la que se manifieste el sexo elegido, sin necesidad de información previa y prohibiéndose expresamente que se exija  “informe médico o psicológico alguno”. El objetivo de esta simplificación extrema es agilizar el trámite y la falta de examen de capacidad persigue no patologizar la disforia sexual, es decir no considerar como una enfermedad la situación del aquél que no se siente identificado con su sexo.

Pero la supresión de cualquier exigencia de capacidad o información tiene importantes riesgos. Por un lado, porque el control de capacidad no es un castigo para los menores -ni para las personas con enfermedades psiquiátricas o con discapacidad intelectual- sino una forma de protegerlas de terceros y de sí mismas. Por otro, porque el consentimiento no es digno de tal nombre si no está adecuadamente informado: incluso para actos mucho menos importantes de personas plenamente capaces (contratar un préstamo o un fondo de inversión) la Ley impone exigentes requisitos de información previa. Es evidente que una decisión de cambio de sexo tomada sin la necesaria capacidad, reflexión o información puede suponer gravísimos daños, y que el riesgo afecta sobre todo a los más vulnerables.

Esto se hace evidente en el caso de los menores. La Ley Trans equipara a los mayores de 16 a los adultos, sin que deban intervenir sus padres ni el Juez ni el Ministerio Fiscal, como sucede en general para todas las decisiones importantes de los menores de 18. Es cierto que la sentencia del Tribunal Constitucional de 18/7/2019 admitió el cambio registral de sexo de un menor, pero porque en ese caso existía consentimiento paterno y se acreditaba la “suficiente madurez” y una “situación estable de transexualidad”; también porque no existían en la ley alternativas como el simple cambio de nombre. En la nueva Ley, no se exige ningún requisito a los mayores de 16 y los mayores  de 12 también pueden pedir el cambio de sexo con el consentimiento de uno solo de sus progenitores, sin información ni examen de madurez o capacidad, ni intervención de juez o fiscal.

La experiencia en otros países de nuestro entorno demuestra que la preocupación por la madurez del solicitante responde a riesgos reales. Una reciente sentencia de la  High Court de Londres (caso Keira Bell) ha condenado al servicio de salud inglés a indemnizar a una menor que se arrepintió de su cambio de sexo, por no haberla informado adecuadamente sus consecuencias del cambio de sexo ni contrastado su madurez. Además advirtió a los médicos que tratan a personas de 16 o 17 años deberían solicitar la aprobación judicial del cambio de sexo. No se trata de un caso aislado. En los últimos años se ha producido un enorme  aumento de la disforia de género entre chicas adolescentes que no tenían ningún antecedente en la infancia, como pueden ver en este gráfico.

Esto ha hecho saltar las alarmas entre los psicólogos.Un estudio de la catedrática de la Universidad de Brown Lisa Littman reveló que muchos de estos casos tenían características semejantes: no había antecedentes de disforia en la infancia, aparecían de manera súbita en la adolescencia, a menudo combinados con dificultades de ajuste social, insatisfacción con su aspecto físico y depresiones. La autora plantea la hipótesis de que esa súbita aparición de la disforia responde a respuestas adaptativas al estrés social. El profesor de la Universidad de Mc Gill  S. Veissiere señala (aquí) que está comprobado que las mujeres, debido a su mayor sensibilidad a las señales sociales, son mucho más propensas a estos fenómenos llamados sociogénicos, lo que puede explicar que este incremento de la disforia tardía afecte sobre todo a chicas adolescentes. También organizaciones feministas y de lesbianas temen que se puede estar orientando al cambio de sexo a personas que simplemente tienen una orientación sexual distinta (aquí).

El caso de Keira Bell ha visibilizado los problemas de otras chicas que quieren revertir su decisión. Hay que tener en cuenta que aunque la Ley Trans no lo exige, en la práctica el cambio de sexo va siempre acompañado de tratamientos médicos en la adolescencia (ver este artículo). La Ley viene a considerarlo el camino normal al prever “el bloqueo hormonal al inicio de la pubertad, para evitar el desarrollo de caracteres sexuales secundarios no deseados; y el tratamiento hormonal cruzado … a fin de propiciar el desarrollo de caracteres sexuales secundarios deseados”. Estos tratamientos no son totalmente reversibles y hacen casi imposible, y enormemente traumático, el cambio de opinión posterior. Este artículo del Economist señala que varios estudios médicos muestran que entre el 61% y el 98% de los niños que presentan trastornos relacionados con el género en la adolescencia se reconciliaron con su sexo natal antes de la edad adulta. Todo esto está provocando un cambio de tendencia: las derivaciones de niños a las clínicas de género se han frenado en Reino Unido, han caído un 65% en Suecia, y Finlandia ha cambiado su regulación para garantizar un asesoramiento adecuado.

El que la Ley permita que los padres soliciten el cambio de sexo de niños menores de doce años plantea el problema de si cabe la representación en actos personalísimos, pues es difícil pensar en algo más personal e íntimo que esa decisión. Y eso no cambia porque consienta el menor, por la misma razón que a nadie se le ocurre defender el matrimonio infantil cuando la niña está de acuerdo: es evidente la posibilidad de influencia de los mayores y la insuficiente madurez de un niño para comprender todas las consecuencias. Eso no debe impedir garantizar el respeto a los niños que se manifiestan con un género distinto al físico (admitiendo incluso el cambio de nombre sin cambio de sexo), ni prestar atención médica y asesoramiento especial a las personas intersexuales.
La Ley Trans hace de la voluntad el elemento central, pero al no establecer ninguna exigencia de asesoramiento, autenticidad, seriedad y madurez, no garantiza que se trate de un consentimiento verdadero. Los problemas que ya se han manifestado en países de nuestro entorno han revelado las complejidades de la llamada autodeterminación de sexo: las buenas intenciones pueden llevar a situaciones dramáticas e irreversibles a personas vulnerables, en particular a adolescentes con dificultades de adaptación. La cuestión merece mayor estudio y reflexión y evitar dogmatismos, pues -como decía también Camus- el vicio más desesperante es el de la ignorancia que cree saberlo todo.