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El dilema del deporte trans: competición justa o derechos humanos

  1. Lia Thomas ganó el campeonato universitario de EE.UU. Nació varón y compitió como nadador, llegando hasta el puesto 65º del ranking en la prueba de 500 yardas estilo libre. Comenzó su terapia hormonal tras la pubertad, pero no se sometió a cirugía de reasignación de sexo. Pasó a ser la nº 1 en la categoría femenina, cuando comenzó a competir como mujer; en las 200 yardas estilo libre, pasó del puesto 554 en hombres, al nº 5 en mujeres. 

Hay muchas historias como la de Lia: mujeres trans que compiten en categorías femeninas destacando inmediatamente y superando a las mejores deportistas. Sobre este aspecto, la Ley 4/2023, la conocida como ley LGTBI, generó grandes expectativas. Fue muy aplaudida porque, por fin -se dijo-, se rompían los moldes sexo-genéricos y los estereotipos patriarcales que obligan a elegir una identidad binaria y a competir en la categoría correspondiente al sexo biológico. Nada más lejos de la realidad. 

  1. La lex sportiva fomenta la competición justa como pilar básico de cualquier evento deportivo. La lucha contra el dopaje es el mejor ejemplo. La participación de las mujeres trans en competiciones deportivas está siendo criticada precisamente por quebrar ese principio. De hecho, no es casual que a las ventajas competitivas de las mujeres trans se las haya llegado a calificar como “dopaje inverso”.

El COI ha venido estableciendo los requisitos para que una persona pueda representar a su país en competiciones internacionales. Se denominan “criterios de elegibilidad”. Los cambios en estos criterios han ido en paralelo a la evolución en la esfera sociopolítica de las reivindicaciones de los colectivos LGTBI.

Las Directrices sobre elegibilidad del COI de 2003 se caracterizaron por, como se diría actualmente, asumir una percepción patológica del fenómeno trans. Exigían tres criterios cumulativos: 1º) Haber completado la cirugía de reasignación de sexo al menos dos años antes; 2º) Tener reconocimiento legal de dicho sexo; y 3º) Haber pasado una terapia hormonal durante un período de tiempo suficiente como para minimizar las ventajas relativas al género en la competición. 

Las reivindicaciones de “despatologización” de las personas trans no tardaron en abrirse camino. El cambio de las Directrices de 2015 fue en esa dirección. Los criterios evolucionaron para respetar la autodeterminación personal -ya no se exigía reconocimiento legal del sexo, sino una declaración personal-. Se eliminó, además, la obligación de sometimiento a una cirugía de reasignación. Sí se mantuvo el sometimiento a una terapia hormonal. Ya no se aludía a periodos de tratamiento, pero sí se fijó un parámetro máximo de testosterona en sangre: menos de 10 nanomoles/litro (nmol/L). En cierto modo, se podía decir que los criterios de elegibilidad pretendían tener un barniz de objetivación basada en datos científicos. Es llamativo que no se tuviera en cuenta que las mujeres biológicas pueden tener una media de 0,12 a 1,79 nmol/L, y que un hombre puede tener entre 7,7 y 29,4 noml/L. Una mujer trans que cumpliera con el estándar oficial por encima de 1,79 nmol/L tendría una ventaja competitiva evidente. La ciencia parece verificar, además, que el hombre biológico que no se somete a un tratamiento hormonal antes de la pubertad mantiene una ventaja de por vida. Hay ventajas como la “memoria muscular” que no se corrigen ni con una hormonación prolongada. Se confirmaría algo intuitivo: los aspectos biológicos son determinantes y el género sentido no elimina las ventajas.

Los criterios de elegibilidad del COI siguieron evolucionando a la par que se fortalecían las demandas del colectivo trans. En 2021 se modificaron de nuevo. Se suprimieron los anteriores criterios y se estableció la competencia de las federaciones internacionales para determinar cuándo una deportista trans puede tener ventajas desproporcionadas sobre otras competidoras. Consecuencia: a partir de 2021 no cabría presumir ventaja competitiva alguna, trasladando la responsabilidad de su identificación a las federaciones deportivas.

La “patata caliente” que el COI deja a las federaciones abre varias alternativas: 1ª) Prohibir a las mujeres trans competir; esto es inaceptable para los colectivos trans, pues significaría dejarles fuera de la competencia deportiva según su género sentido; 2ª) Hacer un análisis deporte a deporte, prueba a prueba, e ir detectando ventajas competitivas; allí donde la fuerza, la potencia y la resistencia sean determinantes y, por ello, los hombres biológicos tuvieran una superioridad objetiva, se podría impedir o condicionar competir a las mujeres trans; el colectivo trans considera que esto les obligaría a tener que cumplir un “test de feminidad” que las degradaría como mujeres; 3ª) Crear nuevas categorías. Podrían ser categorías específicas para personas trans, o bien modificar las categorías tradicionales y organizar el deporte según niveles de testosterona; esto tampoco es aceptable para el colectivo, ya que sería una expresión de transfobia disimulada que entraña una segregación; o 4ª) Dejar que las mujeres trans compitan en la categoría libremente elegida. Ésta es la reivindicación del colectivo. A este respecto hacen algunas consideraciones que merece la pena exponer. Las mujeres trans entienden que esta discusión parte de un agravio comparativo: no se problematiza con hombres y mujeres biológicos con condiciones naturales extraordinarias que les hacen tener ventajas respecto del resto de competidores -ser zurdo en esgrima; tener una gran capacidad pulmonar en ciclismo; etc.- En fin, afirman, el foco sólo se pone en las ventajas de las mujeres trans. Y aquí se acude a otro argumento. Algunas mujeres biológicas, por razones naturales, tienen niveles de testosterona anormalmente altos -el caso de la sudafricana Semenya-, o bien nacen con un cromosoma XY -el caso de la española Patiño-. El colectivo rechaza la estigmatización de estas mujeres cuando son sometidas a las reglas antidopaje. El lema vendría a ser algo así: hay mujeres con condiciones naturales extraordinarias, incluyendo las mujeres biológicas y las mujeres trans con niveles altos de testosterona.

  1. A mi juicio, esta cuestión plantea un dilema entre dos enfoques: 1º) El enfoque de la competición justa y la evitación de ventajas competitivas; y 2º) El enfoque de los derechos humanos y, por tanto, del reconocimiento del derecho a la autodeterminación personal y, en consecuencia, del derecho a competir según el género sentido.

El primer enfoque creo que ya habría quedado claro. El segundo es el que está ganando peso. El TC y el TEDH vienen ampliando progresivamente el derecho fundamental a la autodeterminación personal como un derecho inherente a la dignidad de la persona. No es momento de desarrollar el estado de la cuestión, pero podría decirse que, si se confirmara en toda su extensión ese derecho en relación con las personas trans, sería evidente que podrían alegar discriminación por no poder competir con otras mujeres. Es más, si alguna federación incoara un expediente por incumplimiento de estándares medidos en nmol/L de testosterona en sangre, esa actuación podría ser calificada como denigrante para la dignidad de la mujer trans.

  1. Recordará el lector que toda esta digresión venía a colación de una afirmación que hice sobre la ley LGTBI. Dije entonces que la ley había generado unas expectativas sobre el derecho a competir según el género sentido que no se habrían cumplido. Y, añado ahora, esto se hizo, además, incurriendo en una contradicción jurídicamente reprochable. 

Para comprender esta afirmación es imprescindible poner de relieve que la ley LGTBI asume decididamente el enfoque de los derechos humanos. El objetivo de la ley es desarrollar y garantizar los derechos de las personas de los colectivos LGTBI fundamentados en los arts. 10, 14 y 18.1 de la Constitución: dignidad de la persona, no discriminación e intimidad personal. Si éste es el enfoque general de la ley, no habría motivo para pensar que el legislador no fuera a ser coherente y mantener con todas las consecuencias esa misma determinación, también en el terreno deportivo.

Pues no es así. El art. 26.3 de la ley establece que en las competiciones deportivas “se estará a lo dispuesto en la normativa específica aplicable, nacional, autonómica e internacional, incluidas las normas de lucha contra el dopaje, que, de modo justificado y proporcionado, tengan por objeto evitar ventajas competitivas que puedan ser contrarias al principio de igualdad”. Síntesis: 1º) La ley “se lava las manos”, pues se remite a la normativa aplicable que, en el ámbito competitivo, será la internacional -actualmente habrá que estar a lo que establezcan las distintas federaciones-; 2º) Traiciona al enfoque de derechos humanos y asume el de competición justa con el fin de evitar “ventajas competitivas” contrarias al principio de igualdad; y 3º) Asume que los criterios a emplear para limitar que las mujeres trans compitan con mujeres biológicas deberán estar “justificados y ser proporcionados”; esto significa asumir límites basados en datos objetivos y, por ello, abrir la puerta a recuperar estándares probados científicamente. 

Cabría preguntarse si el legislador podría haber hecho algo más. Partiendo de un enfoque de derechos, podría haber reconocido el derecho a competir de las mujeres trans en competiciones femeninas, al menos, en las competiciones nacionales, como ya pasa en algún país. Esto hubiera sido lo más coherente. Sucede que el legislador era consciente de que esto hubiera significado el fin del deporte femenino. Por ello, el legislador aviva una esperanza que apaga inmediatamente y genera la frustración lógica del colectivo.

Seamos realistas, guste o no, la solución pasa por compatibilizar los dos enfoques: 1º) Mantener la premisa de que nadie tiene derecho a competir; 2º) No sobreponer los derechos de las mujeres trans sobre el principio de competición justa para evitar la discriminación de las mujeres biológicas; 3º) Fijar parámetros validados científicamente que permitan fundamentar la inexistencia de ventajas; y 4º) Establecer mecanismos para que, caso a caso, se pueda demostrar la inexistencia de ventajas competitivas que abran el derecho a competir. 

En fin, se trataría de compaginar el casuismo, según cada prueba deportiva y cada persona, con una validación basada en criterios científicos objetivos. No veo otra manera.

Lecciones públicas de una agresión que no fue

La conmoción creada hace unos días por la noticia de la homófoba agresión en el madrileño barrio de Malasaña y a plena luz del día a un veinteañero quedó solo superada por otra notica: aquella que la desmentía por haber sido, según los mismos medios, una invención destinada a ocultar una relación sexual sadomasoquista -y, según parece, pagada- frente a su pareja.

Huelga decir que una simulación de delito no puede llevar a conclusión alguna sobre la existencia de tales delitos. En todo caso, me parece que el suceso sí nos debe hacer reflexionar sobre la calidad de nuestro debate público y, especialmente, sobre el papel que han jugado los medios de comunicación, los poderes públicos, las redes sociales y los movimientos sociales.

Quizás a alguno le sorprenderá, pero muchos de los grandes avances del movimiento feminista y del movimiento LGTB+ se produjeron sin que fueran protagonistas en las noticias las víctimas de agresiones machistas u homófobas en tanto que víctimas. Sin embargo, los movimientos, en algunos casos pobres de programa tras grandes conquistas, divididos ante cuestiones fundamentales y con dificultad para concienciar de lo mucho que queda por hacer, se pliegan a los poderosos medios, guardianes de la esfera pública. Entre detalle escabroso y detalle escabroso, los activistas aprovechan para señalar el suceso como prueba de que los problemas persisten, pedir medidas que los palien y señalar a quienes se resisten al cambio.

En ello, juega un papel clave la función de la filtración policial a los medios que, en este caso, ha sido terrible. Sin querer alimentar ninguna teoría de la conspiración, sí que quedan algunas preguntas por responder y algunas responsabilidades por asumir ¿quién se apresuró a filtrar la información de un caso en el que las piezas no encajaban? ¿Con qué intención? ¿A favor del movimiento o para perjudicarlo? ¿Quizás queriendo dominar el ciclo de noticias y tensar el enfrentamiento contra Vox? ¿Cómo de arriba vino la decisión? ¿Por qué se hizo, según apuntan todos los indicios, contra la voluntad de la víctima?

Una de las “virtudes” de estos sucesos es que el ciclo mediático es habitualmente demasiado rápido para realmente conocer en detalle qué ha pasado y, las víctimas, demasiadas: ¿quién puede seguir cada caso? Nos quedamos habitualmente con los más graves, con los que indignan por alguna razón (especialmente si el protagonista es joven y bien aparente). Aunque la verdad es que España está entre los países con menos agresiones de Europa, cada agresión es evidentemente una derrota.

Pero es que, sospecho, a nadie en el espacio público le interesa mucho acercarse a la verdad: unos, porque están rellenando minutos y vendiendo audiencias con fast news. Otros, porque pueden encontrar su anhelada unidad interna posicionándose contra la violencia y han conseguido 20 segundos para colocarle a los medios su problema y, con suerte, movilizar. En mi caso, y creo que no somos pocos, me repele tanto detalle personal circulando públicamente. Sin embargo, la velocidad con que se ha autodesmentido el joven ha hecho flagrante la siempre gran diferencia entre la verdad publicada y la verdad.

Confundir la verdad mediática (o la demostrable jurídicamente) con la verdad (con mayúscula) empobrece profundamente nuestra esfera pública, por mucho que pueda resultar una muy efectiva manera de movilizar. Al eliminar las dudas que necesariamente introduce la aceptación de esa diferencia, la reacción emocional es inmediata. Atados a estas verdades de todo a 100, los movimientos y los debates son cada vez más obtusos y pobres: llamar a la prudencia y a pensar antes de actuar está proscrito. Considerar versiones alternativas está proscrito. Quien lo hace, se convierte en paria. El héroe es el que mejor y más ruidosamente llora.

No me toca a mí, que no soy ni activista ni experto en movilización, decidir si esta es la mejor forma para acercarnos a la justicia. Parece cierto, en todo caso, que no hay acción sin emoción y que los fríos datos por sí solos no levantan a nadie del sofá. Pero no es una cuestión de todo o nada y, además, el orden de los factores altera el producto. ¿No parece conveniente, al menos, intentar mejorar a los ciudadanos para que sean capaces de reaccionar emocionalmente a los argumentos racionales? Plegados a que “las cosas son así”, se han depuesto las armas en la batalla por el progreso moral e intelectual, condenándonos a ser cada día menos racionales. Al final de ese camino ni siquiera podremos darnos cuenta de que no es posible ser justo sin saber qué es justicia y cómo aplicarla.

No. Los datos deben movilizar y las organizaciones deben ser élites intelectuales que ayuden a comprender a quienes no tenemos el tiempo para profundizar ni el acceso a todos los datos. No deben ser meros reactivos a la noticia y, aún menos, manipuladores a golpe de emoción e identidad.

En cuanto la noticia tocó lo público, muchos políticos se lanzaron a su denuncia pública, transformando el suceso rápidamente en material para el conflicto político. Efectivamente, todo esto ha ocurrido en un contexto marcado por el enfrentamiento con el escurridizo Vox, quien, con puntuales gestos de homofobia, sabe muy bien atraer el voto de los homófobos. Su técnica parece inspirada en ese arte marcial llamado “aikido”:  aprovechando la fuerza de la indignación del adversario, logra situarse donde quiere en el imaginario del votante, presentándose además como… víctima.

En este caso, Vox ha adoptado además el discurso de “nuestros maricones”, ya usado por Le Pen en Francia, y que pone en la diana a los inmigrantes. Para la ocasión, han lucido las mejores galas de su miseria, difundiendo sospechas sobre la nacionalidad de los atacantes de un suceso que, ahora lo sabemos, ni siquiera ha ocurrido. Un repugnante gesto por el que ni se han disculpado ni se disculparán. Atacarles por ello es inútil, pues se victimizan, y ya ha quedado legitimado a fuerza de presión social que ante el relato de las víctimas (propias) no cabe cuestionamiento alguno.

Y, sin embargo, quienes sí se disculpan son algunos de quienes acusaron a Vox de ser responsable del suceso. ¡Como si no fuera cierto que su discurso legitima la antesala de la que pende la homofobia (y parte de sus votos)! Pero aquí aparece otra confusión tremendamente extendida: aquella entre el evento particular y el fenómeno mismo.

Si el evento es inventado, entonces Vox es inocente. Lo que me lleva a concluir que la culpa atribuida previamente no estaba bien identificada: se le atribuía una especie de “autoría intelectual” del delito concreto, en lugar pedir cuentas por, por ejemplo, atacar a toda la sociedad civil organizada descalificándola como “chiringuitos”; una sociedad civil que, con sus aciertos y errores, es fundamental en democracia; en este caso, para combatir la homofobia.

El riesgo de esta estrategia de los movimientos, como se ha visto, es grande en cuanto hay tiempo para mirar con detalle cada caso (o cuando se desmiente con tanta rapidez y tan rotundamente). Sobre todo, porque el desmentido pone en jaque todo el discurso una vez que el problema (estructural y extendido especialmente en lo micro) se había visto sintetizado en lo que sólo es la punta del iceberg: los sucesos extremadamente violentos, que son por suerte excepcionales (aunque siempre demasiados). Pero ya se encargan los movimientos de afirmar, como Pedro y el lobo, que estamos en el peor momento y en una escalada, digan lo que digan los datos y la experiencia diaria [1].

Desde luego, resulta muy legítimo tomar un evento particular como excusa para emprender un debate y reforzar una reivindicación. El problema es asumirlo como síntesis del problema. Y esto se hace en uno y otro lado. Primero, los que tomaban el suceso como prueba de una escalada de agresiones. Los segundos, quienes al descubrir que la historia era inventada se apresuraron a ufanarse de que no hay homofobia. Y, tercero, volvían a hacerlo los primeros tras el chasco del engaño: “Claro que hay homofobia: no olvidamos que hace un mes mataron a un chico mientras le llamaban maricón”. Incurrían así de nuevo en la imprudencia de convertir en prueba última de su posición lo que es objeto de una investigación aún inconclusa.

El suceso en cuestión, ahora que parece que nos acercamos más a la verdad, puede incluso servir legítimamente para conversar sobre el consentimiento en la prostitución (masculina), sobre los límites legítimos de las prácticas sadomasoquistas o sobre el concepto de fidelidad en la pareja. Ahora bien, insistamos: hacerlo tomando los nuevos datos que aportan los medios sobre la situación del joven como si fueran verdad irrefutable es volver a caer en el mismo error acerca de la “Verdad”. Y, además, profundiza en el daño a la posible víctima.

Para esos debates, solo queda abstraerse del caso: si no, todos esos comentarios versan sobre la vida de una persona de carne y hueso, que siente y padece. El modelo de inmoralidad made in “Sálvame” se extiende en virtud de las redes sociales contra todos: nos hace a todos potenciales protagonistas de un correveidile de patio de vecinos, además de en comentaristas, sin ninguna vergüenza. Lo más sangrante es que ello pueda ocurrir precisamente en los momentos más delicados para un ser humano: cuando ocupa la posición de víctima.

Pero hay una diferencia fundamental entre el patio de vecinos y las redes sociales: uno muy bien puede hacerse sus opiniones (¡sabiendo que son meras opiniones y no conocimiento!) y comentarlas con sus amigos en la terracita o en un grupo de WhatsApp; nadie resulta dañado por ello, salvo quizás la reputación de cada uno ante sus amigos. Ahora bien, cosa distinta es airearlas en una red social como Twitter, donde todo es público por defecto y donde todo queda escrito. Donde la persona objeto del comentario es también espectador potencial.

He visto en redes bajezas morales de profundidad insondable al respecto del caso: desde quien aprovechaba para vender su libro hasta quien mostraba su turgente glúteo rotulado en busca de seguidores y deseo. En disculpa de nuestra ciudadanía, digamos que aún no hemos desarrollado normas morales acordes a la brutal revolución tecnológica que hemos vivido. Lo que es imperdonable, sin embargo, es la actuación de algunos medios pues, como profesionales universitarios, los periodistas están especialmente sujetos a la reflexión deontológica.

Que hayamos visto imágenes del portal donde vive la víctima e incluso una imagen borrosa del joven ha sido deleznable, y no lo es menos porque la historia haya resultado ser mentira. Transmutados en carroñeros, trituran a sus protagonistas para alimentar la insaciable curiosidad de nuestras mentes aburridas y enganchadas a las redes. Aún ha habido quien públicamente justifique filtrar la imagen del joven porque mintió y perjudicó al movimiento. Buena muestra de lo legitimados que están los sentimientos de venganza y su cómplice, la crueldad.

Nadie niega que el muchacho ha quedado retratado ante sí mismo y ante la deformante opinión pública, algo que sin duda le costará superar, poniéndose en una situación que a mí solo me puede despertar piedad. Pero nuestra opinión pública ha quedado también retratada, y no sale muy bien parada: aparece como simple, pobre, emocionalista, histriónica, militante, frentista, precipitada, manipuladora, inmoral y cruel.

Por quedarnos con el lado bueno: tenemos una oportunidad para hacer examen de conciencia. Y habrá futuras ocasiones en que demostrar si algo hemos aprendido de los terribles errores cometidos.

 

Notas

  1. En 1995 “el colectivo” hablaba de un aumento de agresiones (posiblemente vinculado a la progresiva salida del armario y visibilización). https://elpais.com/diario/1995/01/21/madrid/790691087_850215.html Pero es que en 2016 también se hablaba de repunte. https://www.abc.es/espana/madrid/abci-cinco-agresiones-chicos-gays-sola-noche-plaza-espana-201602152238_noticia.html La experiencia sin embargo ha sido sencillamente de progresiva mejora -al menos, hasta la llegada de Vox-. En todo caso, recuérdese que comparar los primeros 6 meses de 2021 con los de 2020, cuando estábamos confinados, es poco honesto.

La bandera arcoíris y la STS 564/2020

Los catalanes conocemos bien las polémicas de las banderas. Aquí se ha visto de todo. Por supuesto la estelada, pero eso es nada. En los municipios pequeños las excentricidades se cuenta por docenas: rojigualdas de un palmo en la fachada (Gallifa), a juego con un retrato del Rey tamaño carnet en el salón de plenos (Torredembarra), banderas españolas con cartel a pie de mástil donde se expresa repudio a la enseña y que sólo está ahí por imperativo legal (Campelles o Roda de Ter) y suma y sigue.

Pero la STS 564/2020, de la Sala Contencioso-Administrativa no habla de un pueblo catalán, sino de Santa Cruz de Tenerife, cuyo pleno municipal acordó izar la llamada bandera independentista canaria, caracterizada por sus estrellas verdes. Tras un recurso, declaró su nulidad la sentencia de 29 de junio de 2017 del Juzgado Contencioso-Administrativo núm. 2 de Santa Cruz de Tenerife. Sin embargo, la Sección Segunda de la Sala Contencioso-Administrativa del TSJ de Canarias, estimó el recurso de apelación consistorial en su sentencia 329/2017, de 29 de noviembre. En sede de casación, el TS corrigió al TSJ con una contundencia nunca manifestada hasta ahora en la cuestión:

“no resulta compatible con el marco constitucional y legal vigente, y en particular, con el deber de objetividad y neutralidad de las Administraciones Públicas la utilización, incluso ocasional, de banderas no oficiales en el exterior de los edificios y espacios públicos, aun cuando las mismas no sustituyan, sino que concurran, con la bandera de España y las demás legal o estatutariamente instituidas(FJ 6º)

En coherencia con esta jurisprudencia, la titular del Juzgado Contencioso-Administrativo núm. 1 de Cádiz ordenaba al consistorio gaditano retirar la bandera arcoíris el pasado Orgullo. La polémica política no se ha hecho esperar.

Un análisis jurídico objetivo de la cuestión me resulta especialmente difícil en esta ocasión. No se trata tanto de mi orientación sexual, sino de que a mis 27 años me encuentro ligado por mi pasado. En 2016, acabando la carrera, participé en la redacción de los borradores del informe “Retrocesos en materia de DDHH: Libertad de expresión de los cargos electos y separación de poderes en el Reino de España”, revisado y publicado por el Síndic de Greuges en abril del año siguiente.

Escribí entonces que, según el art. 3 de la Ley 39/1981, de 28 de octubre, por la que se regula el uso de la bandera de España y el de otras banderas y enseñas, y el art. 4 CE, ningún consistorio podía omitir su deber de ondear la bandera española constitucional. Añadí que cualquier modalidad sui generis de cumplir este deber que desvirtuara el τέλος [telos] de la norma, léase la bandera en miniatura, constituiría un fraude de ley. La bandera española debe lucir en la fachada de cada edificio institucional con visibilidad así como con igual protagonismo y dignidad que el resto de enseñas oficiales, como la autonómica y la municipal.

Respecto a la cuestión de exhibir otros símbolos, pancartas o mensajes me mostré favorable. Con franqueza no juzgo arbitrario mi punto de vista, de hecho lo fundamenté interpretando la jurisprudencia del TS:

Tal exigencia de neutralidad se agudiza en los períodos electorales” (STS 933/2016, Sala de lo Contencioso-Administrativo, de 28 de abril, FD2º)

Salta a la vista que “agudizar” implica que esa neutralidad existe siempre ex art. 103 CE. Ahora bien, ¿en qué se concreta esa agudización? El TS no había precisado la diferencia de rigor entre periodos electorales y periodos no electorales.

Si bien, comparto el criterio del Alto Tribunal de que la neutralidad en el Estado de Derecho deriva de la legalidad y de que es jurisprudencia consolidada del TC que las Administraciones Públicas carecen de DDFF, tampoco se puede negar la importancia del pluralismo político y los cauces de expresión que este debe hallar en las instituciones democráticas. Asimismo, los cargos electos no pueden considerarse huérfanos del derecho a la participación en asuntos públicos o libertad expresión mediante acuerdos legales o declarativos de las posiciones que representan.

En la búsqueda de una conciliación entre ambas premisas, entendía yo que en periodos electorales había que desnudar las fachadas institucionales de cualquier símbolo o pancarta, incluso de reivindicaciones laborales de sus empleados. Ahora bien, al margen de tales fechas, esta neutralidad estricta cedía frente a la prerrogativa de los órganos políticos de expresar opiniones ideológicas, siempre que estas no fueran manifiestamente ilegales. Un criterio favor libertatis, en definitiva.

Aún más laxa fue la interpretación de este concreto fallo por el TSJ de Canarias 329/2017:

– STS 28 abril 2016 (recurso 827/15) por la que es conforme a Derecho la siguiente resolución recurrida:
1º) Durante los periodos electorales los poderes públicos están obligados a mantener estrictamente la neutralidad política y por tanto, deben de abstenerse de colocar en edificio públicos y locales electorales símbolos que puedan considerarse partidistas, y deben retirar los que se hubieren colocado antes de la convocatoria electoral. Este criterio resulta aplicable a las banderas objeto de consulta.” (FJ 2º)

Y añade:

“Esto es elemental pero ha sido recordado en la STS de 28 de abril de 2016 antes citada sobre las esteladas, fundamento 3º) de ahí que, siendo las banderas inocuas, sea aconsejable un uso prudente por el peligro de que te acaben pegando con ellas.
En definitiva se trata de un acto discrecional relacionado con la idiosincrasia de la comunidad española sobre sus señas de identidad que la hace tan aficionada a la ostentación de banderas y símbolos representativos de su existencia colectiva cuya trascendencia llega a prevalecer sobre la personal.
Un Ordenamiento Jurídico basado en el pluralismo político no debería prohibir este tipo de actos excepto que conste de manera clara y tajante el incumplimiento de un mandato legal el cual no puede ser sustituido por meras invocaciones de principios y valores jurídicos” (FJ 4º)

Una cuestión que sale a relucir en el caso canario es que su bandera independentista fue creada por el Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario de Antonio Cubillo. Sin entrar en la polémica histórica de si el grupo estuvo o no detrás de la catástrofe aérea de Los Rodeos o de cómo la guerra sucia costó al Ministerio del Interior indemnizar a Cubillo con 150.253 euros en 2003…, objetivamente, el grupo desempeñó actividades terroristas y, al menos, mató a una persona. No es menos cierto que abandonó la lucha armada en 1979 y que desde entonces diversas sensibilidades políticas de izquierda radical, no independentistas, junto a posiciones independentistas moderadas, han hecho suya la enseña.

Recuerdo que tuve que hacerme una pregunta similar sobre las esteladas. Después de todo, Vicenç Albert Ballester, al diseñarla, sentía un “odio titán” a la Nación, siendo famoso su lema: “¡Viva la Independencia de Catalunya! ¡Muera España!”. ¿Debía considerárselas un símbolo de odio? Tras muchas vueltas, empecé a hablar con mis amigos y conocidos independentistas. Le pregunté exactamente a 73 personas, la mayoría colegas de universidad. Ninguno conocía el origen de la estelada. Llegué a la conclusión de que más importante que el origen histórico de una bandera es su uso social. ¿O habría que prohibir la bandera de la URSS en las manifestaciones por apología del genocidio del gulag? No parece que se use con esa intención, guste más o menos su presencia.

¿Con esto quiero decir que es erróneo el criterio del TS y Juzgado Contencioso-Administrativo núm.2 de Cádiz? En absoluto. Su interpretación de la legalidad vigente me parece bien motivada y coherente. Ya sabemos los juristas que en Derecho el blanco y el negro rara vez existen.

A mi entender, sin embargo, el TS se verá obligado a realizar ulteriores aclaraciones sobre su doctrina. ¿Su sentencia vale sólo para las banderas? En otras palabras ¿cubre las pancartas y cualquier otro símbolo? Prima facie, la exigencia de neutralidad política depende del significado y mensaje de lo que penda de la fachada institucional, no del formato. Por lo tanto, habría que aplicar el mismo criterio que a la bandera LGTBI que cualquier pancarta de apoyo al colectivo como las del Ayuntamiento de Barcelona o la Vicepresidencia de la Comunidad de Madrid.

Tal vez, estará bien que el TS motive cómo se justifica que no puedan colgarse pancartas de, por ejemplo, apoyo al movimiento LGTBI, a la ecología o el cáncer por neutralidad, sin que sea óbice el art. 103 CE para que una institución subvencione actividades de cualquier organización de este signo. No sería muy lógico poner la estética por encima de la cartera del contribuyente. Me diréis que el criterio de esas subvenciones es la utilidad pública, pero una organización LGTBI fundamenta en gran parte su utilidad pública, precisamente, en visibilizar el colectivo, a través charlas informativas, servicios de asistencia y orientación, y, sí, también símbolos. ¿Cuándo ondea en un ayuntamiento, no cumple la bandera LGTBI el mismo propósito de promoción de derechos de una minoría, que esa misma institución u otra puede haber estimado conveniente financiar?

Tal vez, más que en sede judicial, fuera bueno que las Cortes actualizaran la Ley 39/1981 y se aclarara qué puede haber en una fachada pública. De lege ferenda, soy políticamente partidario de abrir la mano en esta cuestión. Eso sí, sea cual sea la salida me escama que se pongan al mismo nivel un símbolo que confronta valores y principios constitucionales, la unidad y por extensión el pluralismo de nuestra patria, con otro que se identifica con esos valores y principios, como igualdad en la diversidad, libertad, justicia y libre determinación del individuo.