Desde hace tiempo, la denuncia pública de los atropellos cometidos desde el poder ha sido una poderosa manera de buscar justicia. Así Voltaire denunció públicamente el empapelamiento e ignominiosa ejecución de Jean Calas, un buen hombre contra quien se formuló una acusación de homicidio seguramente porque era protestante en una Francia católica. Otro autor francés, Emilie Zola también publicó una carta abierta al Presidente de la República francesa en el diario L´Aurore, en la que bajo el título J´Accuse denunció el error cometido en el proceso judicial seguido contra el Capitán Dreyfus, que llevó a este militar de ascendencia judía a cumplir condena en la Isla del Diablo.
Sin embargo, nuestros tiempos de posverdad han generado también una nueva tipología de denuncias en los medios de comunicación contra delitos y atropellos. Frente a la tradicional denuncia contra el poder público y sus excesos, el grueso de las acusaciones públicas que hoy en día se están produciendo tiene por objeto comportamientos privados respecto de los que los denunciantes entienden que la acción de la justicia no es efectiva, es tolerante o simplemente es ineficiente. Asistimos así a una proliferación de denuncias de mujeres que han sido objeto de ataques de naturaleza sexual o a la filtración en prensa de miles de documentos privados procedentes de despachos fiscales en paraísos fiscales. Estos dos supuestos son, por supuesto, muy distintos y tienen dinámicas propias, pero presentan también puntos comunes en un entorno de gran receptividad de los medios de comunicación a colaborar en hacer justicia por medio de su publicación. En este modesto artículo no hay ni ápice de crítica a estas denuncias públicas, especialmente a las protagonizadas por mujeres contra los agresores sexuales, sino por el contrario un apoyo claro a las mismas. Solamente he querido hacer intento de explicar los efectos provocados por las mismas en la persecución de los delitos y en la singular dinámica que están imprimiendo para terminar con ignominiosas situaciones de larga impunidad.
Las denuncias de abuso sexual en medios de comunicación están alcanzando en este último año una intensidad sin igual, en una brecha iniciada por la denuncia de abuso sexual lanzadas por varias actrices contra el productor estadounidense Weinstein, aunque esta tendencia tiene desde luego antecedentes muy anteriores. La denuncia contra Weinstein ha roto aparentemente un dique de contención, puesto que a esta primera le ha seguido una riada de posteriores denuncias de abusos sexuales contra el mismo productor y contra otras personas de marcada proyección pública. El movimiento #metoo, que es un canal que permite publicar y compartir estas denuncias de acoso sexual en las redes sociales, está alcanzando una extraordinaria influencia y está siendo, a la vez, replicado en diversos países. Ni Suecia, modelo en occidente de tolerancia y reconocimiento de igualdad, ha podido sustraerse a este huracán, pues más de 700 cantantes de ópera han hecho público el abuso sexual sufrido en aquel país, abuso del que tampoco se ha librado ni la distinguida Academia de los Premios Nobel, que también tiene su propio caso de denuncia pública protagonizada por 18 mujeres. La magnitud de este proceso de denuncia pública está permitiendo a la opinión pública entender la entidad del problema, que hasta ahora nunca había sido manifestado tan obvia y crudamente. Gracias a la utilización de la palanca de la opinión pública por este movimiento de denuncias, se ha conseguido poner a los poderes públicos ante la necesidad de actuar más eficazmente.
España no ha sido ajena a este movimiento. Una distinguida paciente sevillana tuvo el arrojo superar el sentimiento de humillación y denunciar en Facebook el acoso sufrido ejercido por su psiquiatra, denuncia que dio lugar a otras sucesivas y a la apertura de investigaciones que hasta ahora habían dormido el sueño de los justos. Tres profesoras también en Sevilla denunciaron los abusos sufridos por un catedrático, que fue condenado por estos hechos seis años más tarde. Una última sentencia del Tribunal Supremo ha devuelto a la actualidad la denuncia pública realizada por varias gimnastas españolas contra el seleccionador nacional por ataques sexuales, caso que curiosamente se parece al que también ha protagonizado el médico de la selección norteamericana de gimnasia, Larry Nassar, condenado por abusos inferidos a unas trescientas mujeres.
Con orígenes y fines muy distintos, pero formando igualmente parte de la catarata de denuncias que desde los medios de comunicación se vierte sobre la opinión pública, se encuentran las denuncias sobre ricos y famosos que ocultan sus fortunas en paraísos fiscales para eludir sus obligaciones fiscales o, peor, para encubrir otros delitos. Primero fue la noticia de que en 2006 Falchiani había sustraído información del banco suizo en el que trabajaba y, con ánimo de monetizar este desliz, la vendió a cambio de dinero. Los compradores de la información fueron Estados que podían exigir las correspondientes responsabilidades tributarias. Posteriormente, los casos de los Papeles de Panamá en 2016 y de los Papeles del Paraíso en 2017, esta vez gracias a un presunto y desinteresado denunciante anónimo, se han vertido en prensa miles de documentos sobre corruptelas económicas y fiscales a lo largo de todo el globo. La información difundida había sido previamente robada a dos despachos de abogados. No obstante, las apelaciones hechas por esos despachos sobre la ilegal sustracción de tales documentos quedaron silenciadas y desatendidas en medio del entusiasmo y morbo del gran público, que pudo acceder desde su ordenador personal a los secretos de camilla de muchos famosos y políticos.
¿Qué tienen que ver las legítimas denuncias de abusos sexuales y las revelaciones de los pecados fiscales de los poderosos del mundo? Pues nada en cuanto a su origen, y mucho en su forma de hacer justicia en los medios de comunicación. Las mujeres han encontrado en estas denuncias públicas una forma de reaccionar frente a delitos muy difíciles de probar, socialmente estigmatizantes y generadores de sentimiento de culpa en la víctima. De ahí viene el “me too” norteamericano. El paso adelante dado por una mujer incentiva a que otras víctimas del mismo depredador hagan lo mismo, por razón de que el ejemplo de la primera denunciante permite a las posteriores recuperar la confianza de que su denuncia valdrá para perseguir los delitos sufridos. Este legítimo movimiento ha generado una concienciación en el público y en los poderes públicos sobre el abuso sexual, que ninguna acción previa había producido hasta ahora. Por el contrario, las denuncias anónimas de los paraísos fiscales tienen unos orígenes y finalidades más oscuras. A su vez, los perjudicados en estos delitos no son otros ciudadanos sino los Estados, que no pueden tener acceso a la información de los defraudadores más sofisticados, que amparan sus fortunas al amparo de las legislaciones de paraísos fiscales. En estos casos, son anónimos denunciantes quienes hacen pública una información previamente sustraída en despachos de paraísos fiscales. ¿Estamos realmente ante Robin Hoods desinteresados que roban la información para dársela a la opinión pública, o nos enfrentamos con sofisticados intereses que ponen en manos de las autoridades fiscales informaciones a las que éstas no podrían acceder por otros medios, incluida la cooperación internacional?. Cuando me hago esta pregunta me viene a la memoria la frase que he oído pronunciar varias veces a Antonio Garrigues, según el cual “no hay nada más sospechoso que una persona desinteresada”.
El punto de común de todas las denuncias es el carácter público del sujeto afectado por la denuncia. La proyección pública del denunciado es, por un lado, lo que provoca un efecto devastador en las denuncias públicas de las mujeres abusadas. De igual forma, las revelaciones de los paraísos fiscales solo adquieren sabor periodístico si los afectados son personajes del famoseo, en otro caso solo interesarían a nuestro probo inspector de hacienda de cabecera. De toneladas de información de los Papeles de Panamá, solo acceden a los periódicos las informaciones “noticiables”, es decir las que suscitan interés en el público. Por ello, no todo delito es denunciable con eficacia, sino solamente aquel que se refiere a sujetos de reconocida proyección pública, en otro caso la denuncia no tiene más salida que su presentación en la ventanilla de la comisaria de guardia.
El efecto de la publicidad de la denuncia pública es adrenalina para el sistema. Cuando se hacen públicos los casos de ataques sexuales se reactivan inmediatamente expedientes policiales largamente dormidos y, desde ese momento, es la autoridad pública quien tiene que buscar el favor del público que pide acción y medidas ejemplarizantes. Hecha esta primera denuncia, otras víctimas suman a la misma, facilitando así a los abogados de la acusación unos testigos de cargo de los que jamás habrían conocido ni siquiera su existencia. Gracias a las denuncias públicas de mujeres, se han desenterrado largas situaciones de abuso, amparadas por el silencio cómplice y por un rosario de intereses en los que a los sabedores del problema no les interesaba enemistarse con una personalidad poderosa. La denuncia pública se ha revelado como el mejor disolvente para liquidar las complicidades más enquistadas. Por otro lado, expuesta la información de los defraudadores fiscales en la plaza pública, el espectador deja de cuestionarse matices tales como su ilícita sustracción por un oscuro denunciante, y pasa a embelesarse en la lectura de ingentes listados buscando las infamias de conocidos famosos y políticos. El impacto público legitima la sustracción de los documentos y dirige la atención el denunciado expuesto. Se produce entonces una inversión en la defensa del caso, de forma que será el denunciado quién públicamente deba responder de la información filtrada y no el filtrador, a quien se le dispensa de explicar el irregular origen de los datos difundidos. Por otro lado, el funcionario de Hacienda se encuentra en su mesa con una información que ni en sus mejores sueños esperó poder llegar a recibir de las poco cooperantes autoridades de los paraísos fiscales.
La denuncia pública de los delitos provoca, según los criminólogos, una distorsión en la percepción por parte de la opinión pública sobre los delitos. En concreto, el público tiene más miedo de los delitos publicados y las encuestas de opinión reflejan más preocupación respecto de los mismos. Esto produce una cierta divergencia entre la realidad reflejada por la estadística criminal y la percibida por la opinión pública. Los delitos que no se denuncian públicamente no preocupan y, por lo tanto, no generan opinión que deba tenerse en cuenta por los poderes públicos. No obstante, la denuncia pública puede provocar el afloramiento de problema hasta entonces no suficientemente valorados, por ejemplo sobre la magnitud y preocupante extensión de los abusos sexuales. Pero no quiere decir que la llave de paso del de la denuncia pública esté exclusivamente en manos de los medios de comunicación, puesto que éstos, a su vez, solo pueden publicar las denuncias noticiables y no las referidas a un triste delito sufrido por un desconocido. Es la diferencia entre hacer un canal de actualidad con éxito de audiencia o un canal historia.
Finalmente, debemos dar una última pincelada en este dibujo de las denuncias en medios de comunicación. Tal pincelada, de trazo firme, quiere poner de manifiesto que los tribunales de los países occidentales, lejos de mirar estas denuncias con prevención, están sentando una doctrina que permite darles virtualidad. Dicho en otras palabras, la jurisprudencia está amparando decididamente la eficacia jurídica de estos procesos de denuncia. En España, en sentencia recientísima de 12 de enero de 2018, el Tribunal Supremo ha reconocido que cuando las gimnastas denunciaron públicamente a su entrenador por abusos sexuales hicieron uso de la libertad de información, constitucionalmente reconocida. Lo más relevante, es que el Tribunal Supremo ha señalado que el test de veracidad que estas denunciantes tienen que superar no puede ser tan riguroso que llegue a impedir una denuncia pública. Por el contrario, el Tribunal Supremo sostiene que tal test de veracidad tiene que dulcificarse en atención a la gran dificultad de prueba de las agresiones sexuales, doctrina que indudablemente es un espaldarazo a este tipo de denuncias. De igual forma, el Tribunal Supremo en la sentencia de 17 de enero de 2017 ante la tesitura de si Hacienda podía usar la información que le había caído del cielo gracias a Falchiani, resolvió, siguiendo la llamada jurisprudencia norteamericana del fruto del árbol envenenado, que tal información se podía utilizar para las correspondientes actuaciones de revisión tributaria. Es decir, Hacienda no puede pagar a un tercero para que sustraiga de un despacho de abogados información de posibles delitos fiscales, pero si tal información le cae en su mesa porque fue sustraída por un tercero, Hacienda puede utilizarla y proceder en consecuencia. Para Hacienda los frutos del árbol envenenado ya no son venenosos, sino tiernos y digestivos.
Seguramente, Voltaire y Zola verían con extrañeza que los medios de comunicación se dediquen ahora a denunciar delitos cometidos por personas privadas, como medio para conseguir que los poderes públicos actúen en la persecución del delito. Nos encontramos ante la utilización por privados de la opinión pública para conseguir la justicia material e, incluso, una reparación moral. ¿Qué falla en el sistema de justicia del mundo occidental para que las victimas tengan que organizarse para suplir, al menos en su origen, la inacción de la justicia?; ¿se ha encontrado una forma de orillar las garantías con las que el derecho internacional protege a los clientes de despachos de abogados asentados en el territorio de otro Estado, aunque sea un paraíso fiscal?.
La denuncia pública se ha convertido en una cierta forma de restitución al ciudadano del poder para hacer justicia, especialmente en los supuestos en los que el poder público no es capaz de actuar con eficacia. Vistos los grandes avances que la denuncia pública está teniendo en la erradicación de los abusos sexuales y en la creación de un clima social contrario a los mismos, no se puede negar que este movimiento ha sido más que positivo. Pero no todo son luces en este nuevo panorama, pues el entusiasmo de los denunciantes al empuñar estas novísimas armas creadas para la consecución de la justicia entraña indudables peligros. De un lado, la denuncia en medios de comunicación es una forma de justicia privada que se ejerce contra el denunciado sin el previo e imparcial control de un juez, por lo que pueden cometerse excesos y producirse linchamientos mediáticos que provoquen una injusta muerte civil del denunciado. En este entorno, la ética periodística adquiere una mayor importancia, hasta el punto de que la misma se convierte en el último filtro previo ante un linchamiento injusto. Solo con ética de los medios, evitaremos convertir la atmosfera en irrespirable. Por otro lado, si el denunciante traspasa ciertos límites, que no siempre son claros, puede acabar siendo victimizado por segunda vez por su agresor, esta vez por medio de la estimación de una demanda de daños al honor, injurias o calumnias interpuesta por el destinatario de la denuncia. Los abogados de las víctimas tienen un importantísimo papel que jugar en este nuevo y complejo terreno de juego.
Pablo Olivera es abogado en Equipo Económico (www.equipoeconomico.com). Ejerce también como árbitro y como mediador civil y mercantil. Ha sido Secretario del Consejo de la sociedad cotizada italiana WDF Spa, y General Counsel del Grupo multinacional WDFG del 2009 al 2016. WDFG se dedicaba a la explotación de locales comerciales en aeropuertos en todo el mundo. Socio de Garrigues del 2004 al 2009, trabajando en el departamento de Derecho Mercantil. Vicepresidente de SEPI (INI) del 2001 al 2004, con responsabilidad en la gestión y privatización de empresas públicas. Director General del Patrimonio del 19969 al 2001, centro directivo encargado de la gestión del parque inmobiliario del Estado. Director General de la Sociedad de Participaciones Patrimoniales del 1996 al 1999, con responsabilidad en la ejecución material de las ventas y salidas a bolsa de las empresas privatizadas. Abogado del Estado, con ejercicio activo del 1989 al 1996.linkedin.com/in/polivera