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Desheredación y libertad para ordenar la sucesión

El Código civil español limita la libertad del testador impidiéndole disponer para después de su muerte de una parte importante de su patrimonio. Pues forzosamente ha de reservar para los descendientes dos terceras partes,  y para los ascendientes, en defecto de aquéllos, la tercera parte si concurre con el cónyuge del testador, o la mitad en otro caso. Tal sistema, que procede de la época de los visigodos, se conserva hoy casi intacto, sin que, hasta hace poco tiempo, ninguno de nuestros legisladores estatales haya tenido la menor preocupación o intento de modificarlo.

Sin embargo, es cada vez más general y contundente la reacción de sorpresa y rechazo en las personas que pretenden hacer testamento, cuando comprueban que no pueden dejar sus bienes a las personas que consideran merecedores de los mismos, y en casos como el del cónyuge, partícipes de su generación. No pueden comprender que el Estado se arrogue el poder de elegir los sucesores de manera ciega al margen de la verdadera situación familiar y de la conducta y del merecimiento, que sólo el testador puede conocer y calibrar.

Ante esta realidad los Tribunales muy poco pueden hacer normalmente, dada la rigidez de las normas que blindan aquella imposición forzosa. Una de ellas es la prohibición de desheredar a los hijos, salvo que concurra alguna de las causas tasadas y graves establecidas en el Código civil, entre las que figura “haber maltratado de obra” o “injuriado gravemente de palabra” a los padres o ascendientes.

Las causas de desheredación han sido objeto de interpretación restrictiva por los Tribunales, lo cual impidió extender el significado de la frase malos tratos de obra a la falta de relación afectiva o abandono sentimental.  Y consecuentemente resolver con justicia casos como el que fue objeto de la sentencia del Tribunal Supremo de 3 de junio de 2014.

El testador había establecido en su testamento que  desheredaba a su hija “al haber negado injustificadamente al testador asistencia y cuidados” y a su hijo “por haberle “maltratado gravemente de obra”.

Sin embargo, el Tribunal Supremo, en la sentencia antes referida,  ejemplar tanto por su claridad, sencillez y brevedad, como por su atinada interpretación, ajustada al tiempo en que vivimos, marginando rigideces formales y atendiendo al fondo humano del caso, inició un cambio de rumbo.  Entendió que también ha de considerarse “maltrato de obra” el maltrato psíquico, y que tiene tal carácter la conducta de menosprecio y de abandono familiar, que resultó evidente al comprobarse que en los últimos años, el padre, ya enfermo, quedó bajo el amparo de su hermana, sin que sus hijos se interesaran por él o tuvieran contacto alguno, “situación que cambió, tras su muerte, a los solos efectos de demandar sus derechos hereditarios”.

Esta sentencia supuso un avance importante en el camino hacia la justicia, frente a una norma que restringe inequitativamente la libertad de disposición de los bienes para después de la muerte. Y su fundamentación no es ajena a la defensa del valor dignidad de la persona, germen o núcleo fundamental de los derechos constitucionales.

Un paso adelante lo dio la Sentencia del Tribunal Supremo de 27 de junio de 2018 al considerar, abriéndose a una interpretación más avanzada, que “una falta de relación continuada e imputable al desheredado podría ser valorada como causante de daños psicológicos y, por tanto, suficiente para la privación de la legítima”

Pero, por muy justa que sea una sentencia, los problemas de fondo que plantea una norma desproporcionada siguen ahí, enquistados en una legislación anticuada, pues la solución no puede remitirse a los tribunales, que, además de limitarse a enjuiciar cada caso, con las dificultades que ello supone y lo gravoso que resulta, no pueden desviarse de lo que la ley establece. Han de respetar su mandato imperativo. Que no pueden ampliar conceptualmente mediante una interpretación que lo neutralice.

Esta limitación se ve y comprueba en la solución adoptada por el Tribunal Supremo en la reciente sentencia de 24 de mayo de 2022, que pone freno al avance hacia la libertad de disposición, vía desheredación. Pero con toda lógica y razón, pues no pueden los tribunales erigirse en legisladores a través de una interpretación extensiva que desquicie el sentido de la ley vigente.

La testadora había desheredado a dos nietas por maltrato físico. La razón que esgrimieron los herederos para la eficacia de la desheredación fue que las nietas hacía muchos años que no tenían relación con la abuela ni con su padre, hijo de esta; lo que, a su entender, equivalía a maltrato psicológico.

Consideró el Tribunal Supremo que el sistema vigente no permite configurar por vía interpretativa una nueva causa autónoma de desheredación basada exclusivamente, sin más requisitos, en la indiferencia y en la falta de relación familiar. Lo contrario, en la práctica, equivaldría a dejar en manos del testador la exigibilidad de la legítima, privando de ella a los que hubieran perdido la relación, con independencia del origen y los motivos de esta situación y de la influencia que la misma hubiera provocado en la salud física o psicológica del causante.

En efecto, los tribunales por muy buena intención y esfuerzo que realicen no pueden desviarse del sentido de una norma jurídica. Es el legislador el que debe tomar conciencia de la cuestión y dictar las normas adecuadas. Pero al jurista compete señalar la insuficiencia o inadecuación de las leyes y proponer soluciones más justas. Concretamente, en este caso, deberá denunciar que el sistema legitimario del Código civil no responde ya a las necesidades realmente sentidas por la sociedad y que su regulación es desproporcionada y, por lo tanto injusta.

La realidad social y familiar de hoy es muy distinta a la que existía cuando, a finales del siglo XIX, se publicó el Código civil. Entonces se concebía la familia como una comunidad institucional, que respondía a la realidad de un grupo cohesionado en base a una estructura jerarquizada al máximo y a relaciones continuas e intensas de ayuda y colaboración. Y pese a ello, juristas de la talla de Joaquín Costa o Giner de los Ríos, entre otros, sostuvieron con razones muy fundadas la conveniencia de un sistema de libertad de testar sin restricciones.

Pero hoy ya no existe aquella cohesión familiar, que pudiera justificar el sistema legitimario ancestral del Código civil, sino distanciamiento, ausencia de ayuda y colaboración. Los hijos, desde muy corta edad quieren independencia y máxima autonomía. Atareados por múltiples ocupaciones y envueltos en el vertiginoso ritmo de vida de nuestro tiempo, suelen desentenderse de los padres en el momento en que más afecto y asistencia necesitan. Las personas mayores, en muchos casos, no tienen otra opción que vivir en soledad, mientras puedan, sin asistencia afectiva ni económica, y luego acudir a una residencia, en la que pierden todo contacto intergeneracional y familiar.

Habrá que preguntarse, entonces, qué sentido tiene seguir limitando la libertad de testar impidiendo que el testador  pueda dejar sus bienes, sin reservas ni límites, a las personas que, a su juicio, le han atendido y querido, o puedan continuar su obra intelectual y social.

Es preciso recordar que cualquier limitación que afecte al contenido esencial de la propiedad, como es la facultad de disposición, está en contraposición con el valor de la libertad, que el hombre necesita para realizar su proyecto de vida,  del que forma parte el destino de sus bienes para después de la muerte. Consecuentemente, una restricción a este valor, que constituye pilar de nuestro sistema de convivencia,  deberá fundarse en la realización de una función social suficientemente equilibradora y compensatoria que justifique tal limitación.

Verdaderamente, la única razón de peso para mantener las legítimas sería la protección a los miembros de la familia que lo necesiten. Pero tal protección no se consigue hoy a través de una reserva indiscriminada de bienes a favor de grupos de personas a las que la ley concede un derecho por razón de parentesco, al margen de la realidad familiar y, por tanto, de si existen o no relaciones de afecto y colaboración que pudieran justificar un aspecto retributivo o de equidad, que sólo el testador puede apreciar. En efecto, el distanciamiento, el abandono, la desaparición de los lazos afectivos, el egoísmo, o el merecimiento, la atención y la ayuda, en su caso, de los pretendidos legitimarios, únicamente pueden ser valorados por el testador.

Por otra parte, conviene tener en cuenta que las legítimas inciden negativamente en la formación de los hijos, al desincentivar el trabajo y el mérito, ya que la ley les asegura expectativas económicas al margen de su esfuerzo y de su comportamiento.

Tampoco se puede olvidar que la vida media se ha alargado considerablemente, por lo que la plena disponibilidad de los bienes debe cumplir una función de garantía para la obtención de asistencia y evitar la desprotección. Y que los padres también son familia, la otra parte de la familia, precisamente la que creó el patrimonio, que el Estado tan generosa y ciegamente pretende distribuir, y que habrá que proteger.

Por todas estas razones el Estado no puede suplir la voluntad del testador imponiendo lo que tiene que hacer y cual deber ser el reparto de sus bienes. La protección de los hijos, que es lo que prioritariamente se pretende con las legítimas, ha de realizarse de manera que se compatibilicen equilibradamente las atenciones debidas por los padres respecto de sus hijos con la libertad de disponer, cuyo fundamento engarza con la dignidad y desarrollo de la personalidad.

La protección de los hijos no tiene porque extenderse más que a lo necesario para que puedan obtener una formación integral. Basta con una dotación suficiente a tal fin, que deberá concretarse legalmente en una obligación de educación y alimentos en sentido amplio, durante su minoría de edad y aún después hasta que razonablemente puedan conseguir aquella formación, o cuando estén en situación de discapacidad física o psíquica. Los padres tienen la obligación de educar y alimentar a sus hijos, pero no de enriquecerlos.

Es preciso, pues, actualizar nuestro sistema sucesorio, hasta lograr una regulación que, sin olvidar las obligaciones de los padres respecto de sus hijos menores y discapacitados, establezca la libertad de disposición del patrimonio conseguido con el propio esfuerzo. La protección de la libertad y de la familia en las circunstancias actuales, tan distintas a las que existían cuando se establecieron las legítimas, exige una solución más justa y equilibrada.

A los que se oponen a tal modificación alegando el peligro de la fácil influencia que pudiera ejercerse sobre personas de edad muy avanzada, habrá que recordarles que las leyes se dictan para la generalidad, que no para la excepción; para la cual existen remedios legales pertinentes. Que los casos de testamentos aparentemente extravagantes suelen tener su causa en la falta de afecto y atención por parte de los hijos, a los cuales no tienen los padres por qué pedirles permiso ni justificar su decisión para ordenar su sucesión.

Además, ahí está el ejemplo de los territorios de España en los que ha existido desde hace muchos siglos una mayor libertad de testar, que va desde la reducida cuota legitimaria de Cataluña hasta la libertad absoluta de Navarra y algunos municipios de Álava, que no han provocado patología alguna en las relaciones de familia.