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La deriva gubernamental hacia el despotismo

En estos últimos días hemos asistido con estupor a un pulso que se remonta al advenimiento de nuestra reciente democracia, pero que no solo no ha terminado, sino que tardará en hacerlo, o incluso previsiblemente subsistirá como una constante permanente.

En el reciente episodio, las fuerzas en lisa se han personificándose en la figura de un Ministro y en la de un alto mando de la Guardia Civil. Pero, de lo que realmente estamos hablando, es del funcionamiento de uno de los poderes del Estado, de su ejercicio, de su abuso, y de la conculcación de las garantías que corresponden a la ciudadanía.

Las teóricas reglas del Estado de Derecho obligan, tanto a ciudadanos como a poderes públicos, a sujetarse a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Aquella, garantiza, entre otros, los principios de legalidad, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la prohibición de la arbitrariedad de los poderes públicos (art. 9 CE).

Uno de los tres poderes del Estado es el Ejecutivo, el Gobierno. La Constitución se ocupa conjuntamente del Gobierno y de la Administración, que, siendo distintos, el primero se sirve de la segunda para ejecutar su política; y para ello, la dirige.

El Gobierno, en el ejercicio de la función ejecutiva, dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Al Presidente del Gobierno le corresponde, entre otras muchas competencias, la de establecer el programa político del Gobierno; determinar las directrices de la política interior y exterior; crear, modificar y suprimir Ministerios; proponer al Rey el nombramiento y separación de los Vicepresidentes y de los Ministros; e impartir instrucciones a los demás miembros del Gobierno.

Directamente dependientes del Gobierno y nombrados por éste, se encuentran los legalmente denominados «altos cargos» o también comúnmente conocidos como «políticos». En el ámbito de la Administración General del Estado se consideran altos cargos los miembros del Gobierno, los Secretarios de Estado, Subsecretarios, Secretarios Generales, Delegados del Gobierno, Secretarios Generales Técnicos, Directores Generales y muchos más. Los miembros del Gobierno, y en la práctica los altos cargos, ejercen sus competencias mediante un mandato temporal, y mientras dura, aprovechan al máximo las oportunidades que el ejercicio del poder les otorga.

Con la Constitución de 1978 se alumbró un nuevo concepto de Administración, plenamente sometida a la Ley y al Derecho, como expresión democrática de la voluntad popular, consagrándose su carácter instrumental, al ponerla al servicio objetivo de los intereses generales bajo la dirección del Gobierno, que responde políticamente por su gestión.

La Administración está integrada por funcionarios públicos, amén de otros colectivos de empleados, los cuales están obligados a ejercer sus funciones de forma imparcial sirviendo con objetividad los intereses generales y, sobre todo, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho. Por tal motivo, el ejercicio por los funcionarios de las funciones públicas se constituye en garantía de legalidad y de imparcialidad para el resto de los ciudadanos, lo que además se ve reforzado por el hecho de que los funcionarios responden de los eventuales incumplimientos en los que pudieran incurrir, con su empleo y con su carrera.

En consecuencia, los funcionarios públicos se erigen como auténticos garantes de legalidad frente a quienes pudieran estar tentados a desviar el antes citado «interés general» hacia un más que reprobable «interés particular».

Gobierno y Administración, en abstracto, se personifican en dos colectivos diferentes: altos cargos y funcionarios. Entre estos últimos se encuentran jueces, fiscales, letrados, militares, policías, inspectores de hacienda o de trabajo, secretarios, interventores, sanitarios o docentes, y muchos más.

Pero, como hemos dicho, el Gobierno dirige la Administración, y a su personal.

Entre la tipología de empleados que integran la Administración se encuentra el personal eventual que, con carácter no permanente, sólo realiza funciones expresamente calificadas como de confianza o asesoramiento especial. El nombramiento y cese de este tipo de personal es libre. No se necesita ser funcionario para ello, de modo que puede nombrarse como eventual a cualquier ciudadano con unos requisitos mínimos. También su cese tiene lugar, en todo caso, cuando se produzca el de la autoridad a la que se preste la función de confianza o asesoramiento. Están «ligados» a quienes les nombraron. Otra característica del personal eventual es la de que no pueden asumir las competencias y funciones propias de los funcionarios. Con lo cual, para los altos cargos, aquel colectivo ostenta una utilidad mermada respecto de la que proporcionan los funcionarios.

En ese momento es cuando los altos cargos (políticos) se plantean la necesidad de contar con empleados profesionales, que al contrario que los eventuales, sí puedan ejercer las competencias previstas en las normas: estos son, sobre todo, los funcionarios de carrera. De tal manera que, el ejercicio de las funciones que impliquen la participación directa o indirecta en el ejercicio de las potestades públicas o en la salvaguardia de los intereses generales del Estado y de las Administraciones Públicas, corresponden exclusivamente a los funcionarios públicos.

En incontables ocasiones, la política del Gobierno se desarrolla en términos que van más allá de los puros criterios de legalidad, dando paso a criterios de oportunidad. Además, debe tenerse en cuenta que si de las Cortes Generales y Asambleas autonómicas parte la actividad legislativa, el Gobierno ostenta la potestad reglamentaria para el desarrollo de tales leyes, las cuales deberá respetar en todo caso. A ello hay que añadirle que la función ejecutiva permite decidir, respetando la legalidad, sobre cuestiones de mera oportunidad. A modo de ejemplo, citamos el supuesto del trazado de una carretera o el de la construcción de un hospital o un colegio, para los que se habrán de respetar leyes y reglamentos que regulan la actividad, pero, en los que será el Gobierno el que decida, según su particular criterio, una serie de características como la ubicación o los recursos personales, materiales y económicos a destinar para los mismos.

Sin bien es cierto que la Administración está dirigida por el Gobierno, con sus altos cargos, éstos no se conforman con las funciones decisorias que las normas les atribuyen, sino que aún, debiéndose servir de funcionarios para la ejecución de tales decisiones, prefieren valerse de aquellos que sean idóneos, dóciles y afines para alinearse con sus propios intereses, ya personales, partidistas o económicos, al margen de que tales funcionarios sean o no los que cuenten con mayor mérito y capacidad profesional.

Entran en juego los conocidos como nombramientos discrecionales o de «libre designación». Este tipo de nombramientos deja en manos del alto cargo un margen considerable para elegir al candidato idóneo. Pero, en muchos casos, esa idoneidad no se orienta a «servir con objetividad los intereses generales» (art. 103.1 CE), sino a los intereses propios de los altos cargos o de los partidos políticos en los que aquellos se integran.

Lo que la ley designa como nombramiento (o en su caso cese) con carácter discrecional, en la práctica son nombramientos y ceses «libres», como si se tratara de aquel personal eventual del que nos ocupábamos antes; pero, esta vez, añadiéndole el requisito de ser funcionarios. Los funcionarios nombrados, de forma libre en la práctica, diariamente se ven amenazados por sus posibles ceses, también libres.

Los nombramientos discrecionales afectan a la judicatura (Tribunal Supremo y Presidencias de órganos judiciales), a las fuerzas y cuerpos de seguridad (Policía, Guardia Civil, etc.) y en general, a los puestos de mayor capacidad decisoria de las distintas Administraciones públicas.

Con lo cual, la voluntad del Gobierno se infiltra y extiende a los niveles más altos del Poder Judicial y de la Administración, nombrando y cesando libremente a quienes en teoría deberían ser amparados con las garantías necesarias para no ser perturbados en el ejercicio imparcial de las funciones que tienen encomendadas.

Y precisamente esto es lo que ha ocurrido en el caso que citábamos al principio: un alto cargo (Ministro), haciendo un uso desviado de poder, tal vez por no ajustarse el funcionario a las instrucciones personales o partidistas del político de turno, ha cesado libremente a un alto mando de la Guardia Civil en el puesto que ocupaba. El funcionario, obligado al estricto cumplimiento de la legalidad, ha sido víctima de una decisión, no discrecional, sino libre o arbitraria, pagando con el precio de su carrera profesional.

No obstante, en este caso -aunque no en incontables otras ocasiones- tal cese se ha vuelto contra el alto cargo a través de una resolución judicial, que aún siendo susceptible de recurso y no carente de controvertidas fundamentaciones e incongruencias internas, previsiblemente supondrá que esta historia no finalice en este punto.

Para terminar, y por alusión al título, recordemos que despótica es la «autoridad absoluta no limitada por las leyes». Que despotismo es el «abuso de superioridad, poder o fuerza en el trato con las demás personas». Que cada cual extraiga sus propias conclusiones.