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Melilla 1936: una novela constitucional

¿Historia novelada o novela histórica? Resolver el dilema es lo primero que el lector tendría que hacer al paladear este espléndido trabajo de un autor, como Luis María Cazorla, que combina el rigor procesal de un sumario penal con el ligero aire de un contexto literario seductor que engancha así desde su primera línea hasta el final. Final que desde las últimas cincuenta páginas obliga a seguir la marcha de las hojas, carilla tras carilla, y no soltarlas, tal es la emoción que provoca lo que, un tanto angustiosamente, se va adivinando. Desabriga así el manto ideológico, político y dudosamente histórico que envolvía un luctuoso acontecer que se recupera aun cuando quede desnuda una parte la historia que no nos contaron de aquellos días de rebelión en esta hermosa ciudad.

Había leído otras novelas del autor, lo que me llevaba ya a aceptar anticipadamente un buen disfrute del seguro volumen que me había regalado a mí mismo para saborear el sosiego de unas cálidas tardes de verano. No imaginaba que me atraparía la biografía de un buen Juez, creyente el pobre en el Derecho como civilizada solución de conflictos, hasta el punto de conquistar mis horas sin parar. Y el resultado de mis impresiones es lo que les cuento.

Y es que el volumen-  en su pulcra combinación entre el personaje,  la historia de la vieja Rusadir, (fenicia, púnica-cartaginesa, romana, mauritana, rifeña, española) coloreando de forma subconsciente el espíritu del lector a través de los tonos de las conversaciones y estampas literarias que impregnan las páginas, unido a la dramática, más aún, trágica, vocación que lleva al buen Juez protagonista del relato, a cumplir un destino fatal, construye un palpitante retrato en que la Constitución republicana y su legislación, asumen también el papel de protagonista.

Por eso llamo “Novela Constitucional” a esta obra. Está en juego, no solo la vida de una persona digna, sino la creencia en el Derecho, incluso más allá de la mera legislación, como forma de vida, como Weltanschauung; esa cosmovisión que infiltra las almas honradas que al término, por coherencia, puede conducirlas a una lógica separada inclusive del instinto de conservación y cercana al sacrificio en razón de los principios morales.

Exactamente, lo que sucede con el protagonista, brillando resueltamente la pluma de Cazorla Prieto en la descripción psicológica de quien, atrapado entre el cumplimiento del deber que el Derecho impone y la más elemental necesidad de poner tierra por medio, elige, incluso reflexivamente, sin precipitación, aunque con alguna lógica duda, mantenerse como capitán de navío que se hunde en un barco que hace aguas por todos los lados, si se permite la imagen.

Aunque, naturalmente, no descubriré al posible lector la trama, sí indicará que para escribir esta novela, Luis María Cazorla ha abordado, agotadoramente, el sumario penal instruido por un Consejo de Guerra. Lo hace siguiendo minuciosamente, con datos, hechos, números, sujetos, contexto, lo que las ya amarillas hojas de la instrucción revelan. Solo un jurista de talla, puede escribir este trabajo literario. Obvio que ha de contar con buena pluma literaria. Y aquí quiero destacar el placer estético que produce seguir el buen léxico del escritor, donde aparecen jugosamente combinados giros locales con el claro lenguaje castellano, expresiones castizas con cultismos jurídicos, en fin, un elaborado texto que en su gramática y ortografía, también cautiva, a veces obligando a repasar la frase para memorizarla, de lo interesante que resulta, en otras ocasiones, sonriendo ante la socarronería con que alguno de los presentes en la obra resulta criticado (por cierto, con elegancia, ya que solamente concentrándose en lo dicho sobre el susodicho, aparece patente su penosa actitud en la trama).

Aporte de interés para el lector, sobre todo si el lector es jurista, es que con precisión, todos y cada uno de los actores de esta obra son reales. Alguno, como Luis Jordana de Pozas, por mi profesión, doy fe, ya que le conocí, de que es exacto lo que dice y transcribe la novela. Otros, emparentados, hay que decirlo, con conocidos protagonistas de nuestros días, también han logrado su asiento en esta obra por la verificación y exactitud de su participación en los hechos.

Hechos descritos, y bien, con un conocimiento exacto, resultado de los viajes que Cazorla Prieto realizó a Melilla y a su conexión con abogados cultos de la ciudad, especialmente su Decano, Imbroda. Así cuando uno se sumerge en la descripción de los edificios donde van sucediéndose los hechos del relato, recibe del autor una información precisa sobre el estilo del inmueble, también, inclusive, sobre el del mobiliario, por cierto, dando Cazorla, su propia opinión que se le escapa como apunte estético en la representación que hace del gusto que informan los enseres, trastos y bártulos, con lo cual la imagen es perfecta. Uno cree estar en esa Rusadir, cuando atrapada la imaginación por la lectura, va siguiendo el desenvolverse del personaje por la malla de calles y callejones, avenidas y pasadizos. También cuando, encerrado en las paredes del domicilio, con el único consuelo de sus apuntes y el Diario que escribe, el Juez va reflexionando sobre lo que sucede. Es decir, sobre lo que le acontece y lo que sobreviene a su alrededor y luego, por proyección, en toda la ciudad. Y en esas páginas, el argumento cobra la fuerte dinámica de un guion cinematográfico, tanto de acción – a veces trepidante, como lo fue en la realidad – como en la reflexión, casi siempre dramática, desde luego realista, cuando en su intimidad sabe que el fatum que rige su destino está predeterminado.

Interesará al lector conocer que parte capital del trasfondo de la novela es, resueltamente, una opinión bastante completa sobre lo que el Derecho supone en la vida de las personas, en la sociedad. Y de como las Instituciones, o se miman, o quebradizas acaban derrumbándose y cuando se desmoronan, todo lo malo sucede.

La cuestión que a mi juicio se plantea en esta gran novela, cuya lectura decididamente recomiendo, es conocer hasta qué punto podemos mantener nuestra confianza en el Derecho, y hacerlo patente contra viento y marea.

En la novela se ve bien cómo la creencia en el Derecho es esencial para mantener una sociedad en paz, que es el primer bien público a proteger. Pero la cuestión es que se necesita creencia, que tiene algo de acto de fe.

Nada está dado ni resuelto en lo que hace al Derecho como elemento esencial rector de la vida de las personas y por ende de la sociedad entera. Cuando desde el poder no se atiende debidamente, y aparece el fraude y el abuso, o inclusive, peor, la propia crisis, como muestra el asesinato de Calvo Sotelo, al que también se refiere nuestro buen Juez con comprensible horror, comienza un proceso de cuestionamiento de las bases mismas de lo que el Derecho y su aceptación supone. Es el momento, feroz, en que la fuerza bruta empieza su grosera, torpe, necia y a la vez, salvaje obra destructora, con la desaparición del Derecho, sus reglas y sobre todo, principios. Y como esa violencia, acaba tomando la forma de odio. Odio que se destila diariamente, en su más pura y negra forma, que ni admite razón, ni hay argumento que no sea destruido por el sectarismo, el engaño y, como se ve en la novela, la persecución hasta la muerte.

Un buen juez, que formado en París, con una tesis prologada por el divino Garrigues, que le denominó “Juez culto” – y quienes conocimos a don Joaquín bien sabemos lo que era gozar de un simple aplauso suyo – creyente y practicante del Derecho (también de la Religión, según sabe contar Cazorla) con la leve arma de la razón jurídica, pretendió defender, auto a auto, sentencia a sentencia, la legalidad, entonces la republicana. Lo hizo como el “buen juez” de las historias que nos contaron en la Facultad. Independiente sin ser arrogante, discreto mas con firmeza, de honradez limpia incluso contra convicciones políticas, culto y docto sin ser pretencioso, valiente, con coraje jurídico aunque le temblaran las piernas cuando tenía que actuar en medio del conflicto en que vivía la sociedad melillense, asumió que impartir justicia exigía actuar con la dignidad de un verdadero sacerdote fiel y honrado.

Esto es lo que he podido desprender de este magnífico libro que Luis María Cazorla Prieto, dedicando horas a esta notable labor de contar novelada una historia constitucional, nos ha querido entregar. Ha resucitado a un buen hombre, que ahora, ochenta y seis años después, vuelve a cobrar vida en el corazón y mente de todo el que la lea. Y que con cuya lectura, subraya la importancia de mantener o si fuera necesario recuperar la gran clave de una sociedad que logre la paz, y que al decir del constitucionalismo  logre “Life, Liberty and the pursuit of Happiness”, para lo cual el Buen Juez, es, sin duda, y mucho más tras la lectura de esta feliz novela, el actor principal con su única arma: el Derecho. Hace bien Luis María Cazorla Prieto en recordárnoslo de una manera tan bella.

Nos proporciona emoción y placer, una satisfacción grande,  también, recuperar Melilla en nuestra cabeza y que, si me permiten, les diré que en mi caso personal, aumentada por el recuerdo de un buen melillense, Vicente Soriano Garcés, mi padre, que nos mostró una Melilla también hermosa y de la que guardo la memoria de una ciudad, fenicia, cartaginesa… española. Hoy plenamente constitucional, gracias, también, a este Buen Juez, que ahora sí descansa en verdadera paz.

 

Artículo publicado en Confilegal 

Viricidas sociales y democráticos

Ni al novelista más sinuoso y sagaz podría habérsele ocurrido urdir una trama en la que concurriesen, de un lado, una pandemia -aparentemente- generacional de índole medieval, injertada en el seno de una sociedad hipertecnificada y profundamente refractaria a la asunción de responsabilidades, instalada en un confort líquido, epidérmico e insustancial y, todo ello, en un escenario político guiado general y fatalmente por criterios ideológicos en detrimento de pautas puramente técnicas o científicas, pues «la plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un sueño que tiene que pasar».

«Lo natural es el microbio»; todo los demás -la lealtad, la integridad, la pureza, la responsabilidad, el compromiso- es fruto de la voluntad, que no debe detenerse nunca. Desde hace años, sin embargo, se advierte una involución en ese impulso autónomo, manifestándose principalmente en la transferencia obsesiva y gregaria de toda responsabilidad propia hacia terceros. Es, verbi gratia, muy significativo el aumento exponencial de pretensiones y acciones judiciales en todos los órdenes, construidas sobre la identificación de responsabilidades de otros por conductas propias, con la insensata anuencia, por cierto, de las instancias jurisprudenciales supranacionales.

Pero claro, ahora, ¿a quién echamos la culpa del virus? Descartando que estemos ante una maldición como fue la peste, arrojada sobre la Tebas de Edipo, siempre podrá imputarse responsabilidades en la gestión perfunctoria de las autoridades («Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras, y sin embargo pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas»); o, aún peor, a delirantes teorías acerca del origen étnico-geográfico del bacilo («El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia»), pero lo cierto es que los efectos de una pandemia tan distópica como la que ahora padecemos no permite, racionalmente, trasladar su origen a un extraneae personae.

Entonces, cuando uno de los primeros efectos que ha tenido esta infección en la ciudadanía ha sido la exigencia de conductas que trasciendan a su acostumbrada mismidad, la necesaria hipotrofia de los sentimientos individuales en favor de la comunidad es un ejercicio tan imprescindible como arduo. No en vano, «la estupidez insiste siempre, y sería fácilmente detectable si uno no pensara siempre en sí mismo».

Resignados a trabajar con modelos matemáticos como aproximaciones a un universo probable; con aceleradores de partículas en los que emular de manera controlada la acción de los rayos cósmicos sobre la atmósfera terrestre; limitados a introducir en cajas a gatos y trampas letales para certificar la viabilidad de la contradicción o con la prosaica elaboración de simulacros de estrés financieros para cerciorarnos de la tonicidad del tejido bancario (todos ellos instrumentos concebidos como realidades a escala), nos encontramos inopinadamente con un experimento social a tamaño real. Un inconcebible laboratorio de comportamiento humano en el que analizar, en directo, una inédita disrupción de nuestra conducta vital, social y política.

A propósito de esta última derivada: desde hace semanas, muchos giran la vista al Este, no exenta de cierta envidia, al ver la aplicación desembridada de draconianas medidas de confinamiento con tanto menoscabo de los derechos fundamentales -oxímoron- de los ciudadanos de la provincia de Hubei, como éxito en sus resultados.

La Teoría Política siempre ha manejado el axioma de que la democracia, frente al totalitarismo, era inmune a sismicidades exógenas al ser capaz de discriminar entre procedimientos y resultados. Pues el sensacional experimento planetario del que todos somos cobayas arroja resultados extraordinariamente reforzadores de la democracia ante las tentaciones deslegitimadoras de su rol y de su capacidad de respuesta en situaciones extremas.

Hoy, españoles, italianos, franceses y pronto muchos otros ciudadanos de regímenes plenamente democráticos sufrimos severas cortapisas en muchos de nuestros derechos, pero elaboradas, acordadas y aplicadas en un entorno de garantías que, cuando pase la ponzoña, que pasará, seguirán allí, puesto que el valor de la democracia no radica en los beneficios que genera, sino en los derechos que avala. Que esta tragedia secular sirva, al menos, para replantear prioridades y fijar certezas.

Nota bene. Todos los entrecomillados en cursiva pertenecen a La peste (1947), de Albert Camus.