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Cinco lecciones del Qatargate para la regulación del lobby

No se han apagado todavía los ecos del que, probablemente, sea el mayor escándalo de corrupción en el seno de las instituciones esenciales de la UE. Vaya por delante que este caso, del que responsables en estas instituciones aún no saben hasta dónde puede llegar, trasciende con mucho la simple mala praxis del cabildeo o lobby: se están investigando delitos penales graves que podrían ir desde sobornos a blanqueo de dinero, pertenencia a organización criminal, tráfico de influencias e injerencias directas de terceros estados en las políticas públicas de la Unión sin ningún control.

Con todo, y a la espera de mayores avances en el proceso y la investigación, que ya se ha cobrado las primeras dimisiones al margen de los principales procesados, los hechos conocidos ya nos dejan algunos aprendizajes sí directamente relacionados con el ejercicio del lobbying y su necesaria regulación, que en el caso de la UE es mejorable, como reconocen sus más altas instancias, y en el caso de España, que carece a nivel nacional de una ley que lo regule, verdaderamente urgente.

La primera lección es que regular la actividad de lobby, actividad legítima y necesaria, es mejor que no regularla porque conlleva una mejor detección de irregularidades. En el Parlamento Europeo, al menos, ya existía un Registro de Transparencia de grupos de interés, lo que ayuda a tirar del hilo de posibles incumplimientos y, lo que es mucho más importante, atajarlos antes de que deriven en actuaciones tan graves como las que se investigan. La autorregulación del Parlamento Europeo (y también de la Comisión Europea) se ha visto sin embargo insuficiente. El Registro de grupos de interés es nominalmente voluntario pero de facto obligatorio si los grupos de interés quieren realizar determinadas actividades de influencia, como reuniones con responsables políticos o intervenir en la elaboración de políticas públicas, y, si esto se ha incumplido como parece ha sucedido en algún caso, ya era un indicio de que algo no iba bien. Además, hay un canal de denuncias, no anónimo, para denunciar incumplimientos que puedan provocar desigualdad de acceso y trato preferente para determinados grupos de interés, razones fundamentales por las que se desarrolló esta regulación. ¿Habría llegado el Qatargate tan lejos de haberse podido denunciar  de forma anónima en el propio seno del parlamento antes que en la fiscalía? ¿Habrían estado estas prácticas mucho más extendidas en la opacidad de no existir esta regulación previa?

La segunda lección es que definir quiénes son los grupos de interés regulados por lo que hacen y no quiénes son es buena cosa, minimiza riesgos. Pero hay que ser consistente: excluir colectivos que realizan idénticas actividades de influencia, regularlas para unos sí y otros no, como ha sido el caso, exceptuando determinadas asociaciones o agentes es el camino más seguro para que estas excepciones sean utilizadas por quienes prefieren la opacidad y no estar sujetos a ningún código ético en su actividad de influencia.

La tercera lección es que si un grupo de interés puede o quiere influir es porque hay un potencial receptor de dicha influencia al otro lado, hay dos partes siempre en la actividad de lobby y cada parte tiene responsabilidad en esta actividad. El derecho a participar en las políticas públicas es un derecho reconocido a la sociedad civil, tanto en el ordenamiento jurídico de la UE como en España, en nuestra Constitución. Es un derecho del que se benefician también nuestros responsables públicos (que no tienen por qué saber de todo sobre lo que legislan ni de todo con el máximo detalle, como sí conocen quienes son especialistas en la materia). Por tanto, aquí hay dos partes y ambas están sujetas a obligaciones de transparencia y ética. Si se reconocen obligaciones hay que contemplar también la posibilidad de que alguien se las salte, tiene que haber un régimen sancionador equilibrado que aborde los incumplimientos de unos u otros. Si no lo hubiese o no fuese efectivo, además de instaurar la impunidad sería un agravio comparativo grave para quienes hacen las cosas bien, que se verán perjudicados por los escándalos de quienes no lo hayan hecho bien.

De nada serviría todo lo anterior sin un control de los posibles incumplimientos por un órgano independiente con capacidad de sancionar. Las instituciones europeas tienen amplia y exigente normativa sobre transparencia y sobre cómo participan e interactúan con los grupos de interés. De hecho, es la normativa de referencia para los países de la Unión. Ahora bien, ¿cómo se aplica este control? Este ha sido el flanco débil por el que se ha colado el Qatargate. Vaya por delante que los responsables de la Comisión tienen unas obligaciones exigentes y un régimen sancionador acorde. Lo que hemos visto es que en el Parlamento Europeo no tanto. La responsabilidad de controlar el Registro de Transparencia recaía en una secretaría técnica dependiente de la propia presidencia y mesa del Parlamento Europeo (una de cuyas vicepresidentas, ya destituida, sigue en prisión en estos momentos). No sabemos si esta secretaría contaba, además, con medios suficientes para esta labor de control e instrucción de las denuncias que pudiese recibir. Lo que sí sabemos es que en el Qatargate hay implicados grupos de interés que debían haber estado inscritos y no lo estaban. Que ha habido reuniones con responsables públicos no registradas, o sin previa comprobación o a sabiendas de que se reunían con grupos de interés no registrados, como era obligado. La cuarta lección, por tanto, es que no basta con tener la regulación más prolija y exigente del mundo, hace falta un árbitro independiente, dotado de los medios adecuados, para hacerla cumplir.

Hay una quinta lección que tiene que ver con el control de las puertas giratorias. No se trata de impedir la necesaria permeabilidad de capacidades y conocimiento entre el sector público y el sector privado, se trata de evitar que alguien, valiéndose de una posición o atendiendo a intereses de parte, entre en conflicto de intereses, entrando a gestionar lo público para el interés privado o, viceversa, asegurándose una buena posición futura en lo privado valiéndose de una posición pública actual y contaminando así sus decisiones. Los límites pueden ser difusos y hay un consenso internacional en que un periodo de enfriamiento, que no un veto eterno, es necesario. Los tiempos y la extensión de este periodo de enfriamiento por razón del cargo y la materia sobre la que se tiene autoridad es un debate abierto actualmente, no obstante, otro de los aprendizajes del Qatargate es que quizá, a partir de determinadas posiciones, dos años son insuficientes. Las oficinas que conocen, investigan y autorizan estas entradas y salidas velando porque no haya conflicto de intereses tienen una labor harto complicada. Convendría no complicársela aún más y, como mínimo, adscribir también su función a una autoridad administrativa independiente como pueda ser en España el Consejo Nacional de Transparencia y Buen Gobierno, y no a un ministro del propio Ejecutivo que nombra y cesa.

Y en España, ¿estamos preparados?

Desde 2015, a instancias de diferentes directivas europeas, ha habido obligación de avanzar en diferentes normas que nos exigen más transparencia y mejor cumplimiento de la función pública. Por desgracia, la regulación de la transparencia de los grupos de interés no tiene aún la obligatoriedad de transposición que exige una directiva, pero es una política clara que la UE vigila para todos los países en sus informes de Buen Gobierno y Anticorrupción, sea a través de GRECO o de la propia Comisión Europea. Como resultado, tenemos algunas buenas leyes a nivel autonómico pero aún ninguna a nivel nacional que regule la relación de los grupos de interés con la Administración General del Estado, el Gobierno de España o las Cortes Generales (vía reforma de sus reglamentos, necesariamente, en este último caso).

La opacidad hace daño principalmente a la inmensa mayoría de la sociedad civil organizada que participa limpiamente y cuyas aportaciones son imprescindibles para hacer políticas públicas oportunas y útiles. La ausencia de reglas no minimiza los riesgos de malas prácticas, simplemente impide que se detecten, porque oficialmente no existen. Desde APRI, que es la primera asociación nacional de profesionales para la función de lobby y las relaciones institucionales en nuestro país, somos muy conscientes de ello y llevamos más de quince años reivindicando reglas claras, no excluyentes y que garanticen igualdad de acceso con estándares mínimos de ética y transparencia. Hay un anteproyecto de ley del Gobierno que lleva dos años en estudio y no sabemos si finalmente verá la luz como ley en vigor en lo que queda de legislatura, que es más bien poco. No deberíamos esperar a que estalle ningún escándalo para regular. Siempre es mejor prevenir que curar, pero no con cualquier ley, bien lo sabemos, sino con una buena ley.

Algunas propuestas para regular los lobbies en España

Max Weber dijo que quien hace política aspira al poder. Esta sencilla observación, pero a la vez aguda y precisa, adquiere una mayor dimensión si se plantea conjuntamente con esta pregunta: ¿Quiénes hacen política hoy? En España, igual que en muchos otros países, ésta es ejercida mayoritariamente por los partidos políticos. De hecho, la Constitución española, en su artículo sexto, atribuye a estas formaciones la condición de «instrumento fundamental para la participación política». Ahora bien, si consideramos esta misma cuestión desde un punto de vista práctico, probablemente incluiríamos a más organizaciones. Con todo, aunque la política sirva para conseguir poder, no hay que olvidar que éste, a lo largo de la Historia, se ha manifestado en distintas extensiones, formas y grados. En relación con esto, actualmente la Ley se consagra como un considerable ejercicio de poder, debido a que, como dicta el principio de legalidad, los poderes públicos quedan sujetos a ella.

De acuerdo con lo expuesto anteriormente, ¿los lobbies hacen política? Es una posibilidad, aunque antes de responder dicha pregunta, convendría establecer un mínimo marco teórico. Así pues, un lobby o grupo de presión puede definirse como una organización que intenta influir en una o varias personas que ejercen, o presumiblemente ejercerán, al menos, una cuota significativa de poder; de ahí que su principal objetivo sea dirigir parte de la producción normativa en una determinada dirección. Esta actividad puede no encajar en una definición estricta o rígida de política, pero no hay nada más político que legislar, por lo que sería conveniente someter a estos grupos a algún tipo de reglas. En cualquier caso, la prohibición de los mismos debería rechazarse porque un lobby no es algo malo per se, ni todos ellos tiene intereses exclusivamente económicos. Además, si se prohibieran, sencillamente seguirían operando de manera clandestina.

¿Cuál es la situación actual?

Estados Unidos cuenta con la Lobbying Disclosure Act, aprobada en 1995, pero su primera ley al respecto data de 1946. Sin embargo, en la Unión Europea los lobbies no tienen una regulación específica, siendo solo posible mencionar las Normas y Registro para Consultores y Asesores Políticos de 1992. Pese a ello, en 2011, en sustitución de los registros del Parlamento y la Comisión, se constituyó el Registro de Transparencia de la Unión Europea, en el que se inscriben desde los propios grupos de presión de las empresas hasta consultorías profesionales o incluso grupos de reflexión. En realidad, tal y como se recoge en el Informe anual sobre el funcionamiento del Registro de transparencia 2019, presentado por el Parlamento Europeo y la Comisión, el registro se aplica a todas las organizaciones y personas que realizan actividades cuyo propósito sea influir en los procesos decisorios y de ejecución de las políticas de las instituciones de la Unión. Por otro lado, en España, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia creó también su propio registro en 2016. Lo interesante de estos instrumentos es que sirven para identificar qué organizaciones actuarán como grupos de presión.

Empero, la función de esos registros tiene que completarse con herramientas adecuadas en materia de transparencia. En este sentido, España aprobó en 2013 su Ley de Transparencia, la cual entre otras posibilidades establece unas obligaciones de publicidad activa que deben cumplir los sujetos recogidos en su ámbito de aplicación. Esto es destacable, porque obliga a los poderes públicos a publicar, por ejemplo, los contratos que han firmado o las subvenciones que han concedido. No obstante, en el presente caso lo más importante es la información de relevancia jurídica, ya que es el apartado más idóneo para albergar la denominada «huella legislativa», es decir el recorrido de las normas desde que son meros borradores hasta su publicación definitiva. Esto permitiría examinar si los posibles cambios en la redacción de una norma están orientados a beneficiar a algún sector o empresa determinada. Eso sí, esto obligaría definitivamente a dotar de más medios y recursos tanto al Consejo de Transparencia como a los distintos órganos equivalentes de las Comunidades Autónomas, dado que son los encargados de controlar el cumplimiento de las obligaciones de publicidad activa.

¿Qué retos hay por delante?

En consonancia con lo dicho, la reforma de la Ley de Transparencia ayudaría a conocer mejor la actividad -política- de los grupos de presión. Ahora bien, en España, una legislación sobre los lobbies debería también tomar en consideración el siguiente aspecto, señalado por Transparencia Internacional en su informe Una evaluación del Lobby en España. Análisis y propuestas: «la actividad de lobby más importante que se realiza en España no [es] ante el poder legislativo, sino ante el poder ejecutivo y las cúpulas de los partidos». Una característica del sistema político español que se explica porque el sistema de listas cerradas da mucho poder a las cúpulas de los partidos sobre sus representantes electos. De esta manera, el informe prosigue arguyendo cómo los lobbies prefieren influir en estas cúpulas o en los gobiernos, sobre todo cuando estos últimos cuentan con mayoría absoluta.

Por el contrario, en países como Estados Unidos, la práctica del lobby es distinta, puesto que convencer al partido no garantiza el éxito de la negociación. En el país norteamericano el representante tiene un vínculo más estrecho con su circunscripción que con su partido, mientras que en España generalmente se impone la disciplina de voto partidista. Esta circunstancia invita a no descuidar la vigilancia sobre los partidos, aun cuando el control económico sobre éstos mejoró con la reforma del año 2015. Esto hace aconsejable que se tengan en cuenta dos medidas que podrían incorporarse a través de la Ley de Partidos Políticos: la primera afectaría a su capítulo II, y giraría en torno a la conocida reivindicación de mejorar la democracia en los partidos, ya que para lo que nos atañe es muy recomendable que algunas decisiones sean tomadas por el mayor número posible de personas. La segunda de ellas requeriría que la ley reconociera que las relaciones de los partidos con estos grupos existen, pero que al mismo tiempo fije algunas directrices básicas para estos encuentros.

En conclusión, si democracia es también vigilar al poder, es imprescindible que la ciudadanía cuente con las herramientas para ello. Por tanto, la supervisión de la «huella legislativa» conviene que sea especialmente exhaustiva con las enmiendas que presenten los grandes partidos, así como con los proyectos de ley y reglamentos propuestos por los gobiernos con amplia mayoría. En consecuencia, es imprescindible que se dote de un renovado sentido a aquellas primeras palabras de la Ley de Transparencia: «La transparencia, el acceso a la información pública y las normas de buen gobierno deben ser los ejes fundamentales de toda acción política».

Nuestro Derecho a una buena administración y los lobbies

La Gran Recesión iniciada en 2007-2008 ha traído un extraordinario incremento de la desigualdad en los últimos años, en la que los lobbies tienen, sin duda su papel reconocido,  tanto en el mundo en general (Oxfam  informa de que 62 personas disponen de la riqueza equivalente a la mitad de la población mundial, mencionando expresamente el papel de los lobbies) como en España en particular, país donde 20 personas más ricas de España poseen tanto como el 30% más pobre de la población, casi 14 millones de personas. De acuerdo con estudios de la ONG Global Justice Now, las 25 corporaciones que más facturan superan el PIB de numerosos países: por ejemplo, la facturacion de Walmart supera el monto de los presupuestos generales del Estado en España.

En definitiva, la Gran Recesión, la desigualdad y esta potencia de los intereses económicos nos devuelven a los clásicos problemas de la corrupción, la oligarquía, la plutocracia y el correcto funcionamiento de la democracia y el papel de la ciudadanía. Voy a considerar aquí dos elementos de posible mejora del sistema, sobre la base de dos recientes libros publicados, uno respecto al derecho a una buena administración y otro incluyendo un exhaustivo, y todavía infrecuente en Derecho, análisis empírico del comportamiento de los lobbies en España. 

El Derecho a una buena administración y sus consecuencias en relación a los lobbies

En primer lugar, hay que destacar como el derecho a una buena administración – previsto en el art. 41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, implícitamente en la Constitución española (arts. 9.3, 31.2, 103.1) y explícitamente en diversos estatutos de Autonomía de última generación (así, en Cataluña, Andalucía o Castilla-León)  y leyes vigentes (como las de transparencia, acceso a la información y buen gobierno y buena administración) y protegido por la jurisprudencia para todos las personas en toda España (con ya numerosísimas sentencias del TEDH, del TJUE, de nuestro TS y de los TSJ de las CCAA analizadas en el primer libro mencionado) – supone un trascendental cambio de paradigma en las relaciones entre los ciudadanos y el poder y exige la publicidad de los encuentros entre autoridades públicas y lobbies.

En segundo lugar, debe señalarse como ese derecho a una buena administración puede hacerse efectivo concretamente mediante la exigencia de una constancia escrita de los encuentros informales celebrados con lobbies antes o durante la elaboración de normas por el gobierno para el general conocimiento de los mismos: la denominada huella legislativa, un registro documental de las actividades informales de los grupos de interés en relación al procedimiento de elaboración de reglamentos y proyectos de ley exigida desde la UE y la OECDE. La jurisprudencia de la UE ha derivado directamente del derecho a una buena administración la necesidad de dejar constancia en el expediente de los encuentros informales de miembros de la Comisión europea con privados (sentencia de 12 de junio de 2014, Caso T286/09)

El derecho una buena administración y la debida diligencia o debido cuidado

Pero el impacto del derecho a una buena administración va todavía más allá y afecta más profundamente al Derecho y la gestión pública. El derecho a una buena administración pone fin al paradigma dominante tradicional en el Derecho público español, que sostenía la indiferencia del núcleo discrecional para el Derecho. Con las obligaciones de buena administración que se derivan de este derecho, ya no hay libertad omnímoda de elección entre alternativas indiferentes para el derecho cuando hay discrecionalidad para decidir políticas públicas (regulatorias, planificadoras, en materia de subvenciones, de contratación, etc.). No hay posibilidad de hacer no importa qué no importa cómo. La discrecionalidad no es arbitrariedad y debe ser buena administración. Las decisiones negligentes o corruptas no nos pueden ser indiferentes.

En el siglo XXI, el Derecho público puede y debe contribuir a la buena administración, la prevención de la mala administración y de la corrupción, y la reacción contra éstas) sin eliminar, eso sí, la legítima elección entre alternativas en base a criterios no jurídicos. En ese sentido, si, como ha sido dicho, del paradigma de  la burocracia weberiana se pasó al de la nueva gestión pública y de éste al de la gobernanza, en la actualidad, todos los desarrollos internacionales apuntan a un nuevo paso hacia el buen gobierno y la buena administración (véase “Public Administration after “New Public Management”, OCDE, 2010).

En esta nueva fase, el papel del control judicial en la protección del derecho a una buena administración es crucial. Es preciso tomar consciencia de la revolución silenciosa que ha tenido lugar en la jurisprudencia europea, de las salas de lo contencioso del Tribunal Supremo español y de los Tribunales Superiores de Justicia de las CCAA, quienes, con toda naturalidad, ha pasado en los últimos años de controlar la discrecionalidad en base meramente al principio de interdicción de la arbitrariedad, entendido como ilegalidad de lo no motivado y de lo irracional, a un control más sutil y exigente, comprobando la diligente ponderación de alternativas e intereses implicados y una motivación que no sólo exista y sea racional, sino además suficiente y congruente con el expediente.

En ese sentido, la labor judicial tiene ante sí el reto de garantizar la buena administración estableciendo un estándar de diligencia en el debido cuidado de la ponderación administrativa en cada caso, a falta, aún en España, de un estándar normativo general, que sí existe en otros países y en el sector privado para la diligencia de un administrador (Ley de Sociedades de Capital, modificada por la Ley 31/2014, de 3 de diciembre, arts. 225 y 226). El Tribunal de Cuentas ha señalado que la diligencia exigible a un gestor público es superior a la del gestor privado, puesto que se trata de una diligencia cualificada, ya que “el gestor de fondos públicos está obligado a una diligencia cualificada en la administración de los mismos, que es superior a la exigible al gestor de un patrimonio privado” (Sentencia 16/2004, de 29 de julio). Siendo preciso lo que se ha venido denominando como “agotar la diligencia” como afirma la 4/2006, de 29 de marzo, entre otras.

El primero de los libros mencionados apuesta, aprovechando el bagaje indicado, por la generación normativa de un estándar de conducta de los servidores públicos, con inspiración en los ya existentes en el derecho privado (caso de la conocida diligencia de un buen padre de familia del Código Civil, arts. 1.094, 1.104.2, 1.903, o de “el estándar de diligencia de un ordenado empresario” que “se entenderá cumplido cuando el administrador haya actuado de buena fe, sin interés personal en el asunto objeto de decisión, con información suficiente y de acuerdo con un procedimiento de decisión adecuado”) y en el derecho público de otros países, que debiera ser concretado sectorialmente mediante cartas de servicios, códigos de conducta y protocolos.

Derecho a una buena administración y lobbies: un análisis empírico

La defensa y promoción de la buena administración en el futuro van a requerir un diálogo y colaboración entre el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial y un despliegue de numerosas técnicas jurídicas, económicas y de gestión y que sólo en parte han sido incorporadas en la nueva generación de leyes de transparencia y buen gobierno dictadas desde 2013: desde la mejora regulatoria o better regulation hasta el reforzamiento de los controles externos no judiciales de la administración, pasando por la transparencia como herramienta para la buena administración o el papel de las Cartas de Servicios que fijen estándares de calidad precisos, obligatorios y exigibles por los ciudadanos en la prestación de los servicios públicos. 

Es preciso, en definitiva, una infraestructura global de buen gobierno y de buena administración. Pero ahora interesa centrarse en una pieza de esa necesaria infraestructura: la regulación de los lobbies. 

En el caso español, el reciente estudio empírico incluido en el segundo libro antes aludido, centrado en Cataluña, comunidad con una de las primeras y más avanzadas leyes en la materia, ha demostrado mediante un enfoque cualitativo (entrevistas) y cuantitativo -con un análisis de casi 7.000 reuniones y, de entre las referidos a elaboración de normas, una selección de 7 concretos casos que se analizan en detalle- que ello no está ocurriendo en el día a día de la elaboración de normas, reglamentos y proyectos de ley, por el Gobierno catalán y, podemos lanzar como hipótesis, en el resto del Estado.

Por ello, es preciso abogar por una mejor regulación de la exigencia de una huella normativa (legislative footprint), un documento de trazabilidad de la actividad de los lobbies (que sólo ahora empieza a ser incluida con claridad en legislaciones autonómicas muy recientes aragonesa de 2017, la de Navarra y la valenciana de 2018). Y que la misma sea incorporada por una futura legislación estatal de común aplicación en el Estado, que permita conectar distintos elementos relevantes en la toma de decisiones en contextos de informalidad, tal y como se visualiza aquí:

 

Un cambio de paradigma: de perseguir la corrupción a además prevenirla

En fin, todo lo dicho nos permite detectar la necesidad de generar un nuevo pensamiento y lenguaje en torno a la buena administración. Un nuevo lenguaje que ya fue necesario en el siglo XVIII tras la revolución francesa, el establecimiento del principio de legalidad y la labor desarrollada de limitación del poder público, como nos recordó en su día magistralmente el profesor García de Enterría. 

Un nuevo lenguaje que deberá construirse en el siglo XXI, el siglo de la buena administración, puesto que el Derecho, en el concierto de las ciencias sociales, no puede, no debería, renunciar a su parte de responsabilidad en la garantía de la calidad de lo público en el marco de un Estado Social y Democrático de Derecho que funcione y no sea fallido y que evite un crony capitalism, o, en la afortunada traducción realizada por Sansón Carrasco en su magnífico libro, donde los lobbies tienen un espacio importante, un capitalismo clientelar

Capitalismo clientelar que no sólo genera corrupción (esto es, mala administración dolosa) sino también mala administración negligente, con despilfarro (cuantificado en 81.000 millones de euros en las últimas dos décadas,  sólo en infraestructuras de cierta magnitud) y un déficit de calidad institucional en España que impacta en la economía y sociedad de manera muy negativa. 

En definitiva, contra el capitalismo clientelar y el déficit de calidad institucional, más buen gobierno y buena administración.