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Cultura de mediación para las Administraciones Públicas

El Gobierno sigue avanzando en favor de lo que pasó a denominar ”Medios de Solución de Diferencias” en el primer Anteproyecto de Ley sometido a consulta pública el pasado junio por el Ministro Juan Carlos Campo. Se alejaba así de la denominación que se venía imponiendo en el mundo académico, “Métodos Alternativos de Solución de Conflictos” (MASC), para huir del anglicismo, tan utilizado en la práctica jurídica, “Alternative Dispute Resolutions”, (ADR). Cabe recordar al respecto, por cierto, la tesis doctoral de Paulino Fajardo de enero del 2016, luego publicada como libro, “Cooperar como Estrategia”.  También es cierto que en la actualidad los abogados especializados, como el citado, manejan cada vez más la de “Métodos de Gestión de Acuerdos”.

Había decidido el nuevo titular de la cartera abandonar el anterior “Anteproyecto de Ley de Apoyo a la Mediación”, de más concreto y limitado nombre, iniciado con Rafael Catalá en el último Gobierno de Rajoy y aprobado por el primer Gobierno de Pedro Sánchez, siendo Ministra Dolores Delgado.

Tras ello, y sorprendentemente para muchos, el actual equipo llevó a aprobación del Consejo de Ministros, el 15 de diciembre de 2020, un nuevo “Anteproyecto de Ley” bajo una muy ambiciosa denominación: “Medidas de Eficiencia Procesal del Servicio Público de Justica”. A pesar de que en la “Exposición de Motivos” se afirmaba con rotundidad que “esta norma ha sido sometida a los correspondientes trámites de participación política, esto es el de consulta pública previa y el de audiencia e información pública”, el Ministerio de Justicia ha abierto nuevamente este preceptivo trámite.

Creo que con estos primeros comentarios queda más que claro el gran interés de los últimos Gobiernos de España en estos métodos alternativos para mejorar y enriquecer la Justicia española actual, que sigue sufriendo de un brutal estancamiento. Desde luego, se había generalizado la convicción de que la meritoria Ley 5/2012 de “Mediación en Asuntos Civiles y Mercantiles” y su posterior Real Decreto 980/2013, impulsados por la Directiva 2008/52/CE, habían dado el máximo de sí, por lo que era urgente fomentar la justicia alternativa o complementaria.

Vuelvo al título de mi reflexión, consciente de que tanto el art.2.2.c de la citada Ley como los ulteriores Anteproyectos “excluyen del ámbito de aplicación la Mediación con las Administraciones públicas”. El actual Anteproyecto anuncia en cualquier caso una “futura regulación de estos mismos medios adecuados de solución de controversias en el ámbito administrativo y en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo”, promesa muy coherente con las tres declaraciones de principios con las que se abre la Exposición de Motivos: “es responsabilidad de la ciudadanía contribuir a la sostenibilidad del servicio público de Justicia“; “la justicia emana del pueblo, como también radica en el mismo el sentido de lo justo, por lo que se ha de propiciar la participación de la ciudadanía en el sistema de Justicia”; y, finalmente, “ya que para entrar en el templo de la Justicia se ha de pasar antes por el templo de la concordia, se trata de potenciar la negociación entre las partes, directamente o ante un tercero neutral”.

Llego así a mi principal afirmación que, espero, puedan compartir conmigo los miles de abogados, de que las administraciones, o mejor dicho los funcionarios y altos cargos que deciden, siguen mayormente anclados durante la vía administrativa – reposición y alzada – en viejas posiciones de “sostenella y no enmendalla”, obligando finalmente al administrado a acudir a los saturados tribunales contencioso-administrativos, donde tendrá enfrente a los bien preparados Abogados del Estado.

Resulta evidente que este distanciamiento final del administrador hacia la “diferencia” de criterios con el administrado lleva a plantearla, ya como “problema”, ante la Justicia, incumpliendo así las obligaciones que veíamos antes y que incumben a todo “ciudadano de a pie” y, lógicamente, mucho más a quien pertenece a esa primera categoría de los “servidores públicos”.

Sin entrar en el mundo de las estadísticas, sabemos todos que una gran mayoría de los administrados se ven a lo largo de sus vidas abocados a renunciar a lo que consideran sus derechos por no ofrecérseles otra vía que la costosa, lenta, y muchas veces poco idónea, contenciosa-administrativa. Sin esperar a la anunciada Ley de Mediación con las administraciones públicas, debería enseñarse, divulgarse e imponerse esta nueva cultura de la negociación, mediación y conciliación, por citar los más conocidas medios alternativos para la solución de los conflictos.

Afortunadamente, nuestro jueces y magistrados cada vez saben mejor que la mediación puede influir para bien en el funcionamiento de la justicia. Sigo admirando el gran esfuerzo hecho en 2016 por el Consejo General de Poder Judicial cuando, a través de distintos grupos de trabajo, elaboró y publicó una valiosa “Guía para la Práctica de la Mediación Intrajudicial”, que cubría, en distintos capítulos, la administrativa, la penal, la laboral, y la civil y familiar, que no dejan de incluir la comercial. La trágica pandemia que vivimos no ha hecho más que intensificar esta necesidad, y así lo ha reconocido el propio CGPJ en su Plan de Choque en la Administración de Justicia del pasado mayo 2020, con un importante ´Bloque para la solución extrajudicial de conflictos´, y medidas como la genérica del 2.2. para ´reducir la litigiosidad” o la específica del 5.16 en favor de ´soluciones acordadas mediante la conciliación intrajudicial y la mediación´.

Pero volvamos a la ahora más impulsada mediación pre o extra judicial, planteada incluso como”requisito procedimental” en el nuevo Anteproyecto de Ley, aún en curso de redacción definitiva para su ulterior remisión a las Cortes. Por su propia esencia, estas figuras autocompositivas exigen la existencia de una libre disposición de las partes sin que las mismas puedan imponerse. Y para ello hay que vencer la natural reticencia de la Administración a aceptar novedosamente un análisis objetivo de posiciones, un debate entre las mismas o la intervención de un tercero en búsqueda de la mejor solución. Imbuido de conceptos decimonónicos, considera a menudo el funcionario responsable que ello minaría o debilitaría su auctoritas, sin darse cuenta de que los tiempos y también los legisladores se han actualizado, y ahora la primera obligación es que las administraciones públicas dejen de actuar con prepotencia y escuchen al administrado, evitando así la multiplicación de los enfrentamientos.

Cada uno de nosotros, muy especialmente si somos abogados y hemos podido profundizar en la aplicación de los preceptos legales, podría hacer un ranking, de mejor a peor, de las distintas Administraciones, – estatales, autonómicas o locales -, con las que ha tenido que medirse, por utilizar un término coloquial. Es cierto que no cabe generalizar, pues finalmente la calidad del servicio prestado depende de cada individuo en concreto con poder de decisión.

A pesar de mi corta experiencia profesional como vocacional mediador, siempre recordaré como ejemplo a imitar las instrucciones del titular de la entonces llamada “Dirección General de los Registros y el Notariado” a sus colaboradores para evitar, en un supuesto muy específico, generar un resultado que, por muy conforme que fuese con los antecedentes históricos, carecería de la necesaria equidad, y podría, por ello, ser revisado por los Tribunales.  Calificaría luego lo vivido como Una Resolución Avanzada en el nº 84 “El Notario del Siglo XXI”.

Ciertamente, pienso que sería bueno que las distintas Administraciones públicas creasen al efecto Unidades de Mediación, como ya es regla en muchos otros países, dedicadas a la búsqueda de una solución pactada capaz de evitar el ulterior recurso a los tribunales. Podrían contar para ello con la inestimable ayuda jurídica de los propios Abogados del Estado, destinados en cada Ministerio, y siempre deseosos de no tener que defender “casos perdidos” creados por la propia Administración.

Termino recordando que el recientemente reformado Código Deontológico de la Abogacía (2019), recoge en varios de sus puntos “la obligación de promover siempre la concordia”, y la vieja Ley 27/2005 de “Fomento de la Cultura de la Paz” asumía ya “la obligación gubernamental de promover la formación especializada en técnicas de resolución de conflictos, negociación y mediación”.

De la mediación intrajudicial en el seno de una ejecución urbanística que ordena la demolición, a propósito del edificio Conde Fenosa.

En los últimos días se ha suscitado un interesante debate con motivo de la resolución adoptada, hace escasos meses, por el Pleno de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Galicia, en el seno de una ejecución urbanística de sentencia que ordenaba la demolición de un conocido edificio de la ciudad de A Coruña, el “Conde Fenosa”.

Se trata del mediático Auto de fecha 8 de febrero de 2019 dictado en incidente de ejecución nº 6937/1997. Resolución de interés indiscutible en la materia dado que utiliza la vía de la mediación intrajudicial, al homologar los acuerdos que aportaron los litigantes en fase de ejecución forzosa. En efecto, en esta ocasión, un pleito urbanístico de una duración aproximada de veinte años logra zanjarse a través de un medio alternativo distinto a los tradicionales en la resolución de conflictos. Solución que, siendo mayoritariamente aplaudida no ha estado exenta de crítica, contando incluso con sendos votos particulares.

Pues bien, haciéndome valer de la citada resolución del tribunal gallego, no quiero desaprovechar la ocasión para recordar que asuntos como el que nos ocupa ilustran a la perfección uno de los graves problemas que, en mi opinión, continua aquejando a la Administración de Justicia en tanto servicio público. Me refiero a la dificultad que entraña la ejecución de sentencias urbanísticas cuando, particularmente, ordenan la demolición de inmuebles (causas de imposibilidad aparte); una materia que, como se sabe, sigue ofreciendo conflicto. Buena muestra de ello son los largos y complejos pleitos urbanísticos que abundan en la jurisdicción contenciosa-administrativa y que, pese a finalizar en fase declarativa con una sentencia de derribo (la declaración contenida en su fallo) sin embargo, no siempre se lleva a su puro y debido efecto. Y es aquí, entonces, cuando la parte beneficiaria a fin de lograr la satisfacción de su pretensión se ve obligada a iniciar una nueva fase procesal compleja allá donde las haya: la ejecución de la sentencia.

Esta realidad -que denota las notables deficiencias del sistema ejecutorio en la materia aludida y que a nadie pasan desapercibidas- ha hecho necesario en los últimos tiempos su replanteamiento para conseguir una serie de cambios innovadores. De ahí que distintos operadores jurídicos, instituciones y organismos implicados en la materia (destacable es el papel asumido por el CGPJ) hayan puesto especial énfasis en avanzar en soluciones alternativas, tales como, particularmente, la mediación intrajudicial.

Sin embargo, retomando nuevamente la solución dada por el TSJ de Galicia en el aludido Auto de 08.02.2019, en mi opinión, no parece que la aplicación de la mediación intrajudicial en el contexto de la ejecución urbanística que ordena derribos resulte de fácil elección y uso en la práctica; basta observar el tenor de la citada resolución en su RJ 6º cuando dice que “…el caso al que nos enfrentamos no puede extrapolarse a otros supuestos y plantear, también de modo simplista, que cualquier ejecución urbanística puede sortearse mediante institutos que suplan la ejecución in natura mediante el único requisito de pactar una indemnización (…) sin que sea en absoluto susceptible de una suerte de extensión de efectos o precedente que pueda esgrimirse en cualquier procedimiento de ejecución urbanística(…)”.

Acabo, por tanto, con una reflexión: la necesaria búsqueda de otras soluciones alternativas que también considero positivas para conseguir el mismo fin. Y así, partiendo de un replanteamiento del modelo normativo vigente jurisdiccional, estimo que debiera evitarse que la función judicial de “hacer ejecutar lo juzgado” quede relegada a un segundo plano con la necesaria asunción por parte del juzgador de un mayor peso en la fase de ejecución forzosa (salvándose la posible quiebra del principio dispositivo en el interés público que subyace en este tipo de materia). Apuesto, a tal fin, por el impulso judicial de oficio en la ejecución forzosa, superando así la mera intervención del juzgador en dicha fase procesal; juntamente con la posibilidad de atribución expresa de la legitimación al Ministerio Fiscal (no olvidemos la afectación de intereses generales de alto riesgo que están en juego).

Reflexión ésta, en la que particularmente he puesto interés con motivo del estudio efectuado en mi tesis doctoral (Potestades administrativas y jurisdiccionales en la ejecución de sentencias urbanísticas, A Coruña, 2017), con apoyo normativo y sustento en vías hermenéuticas que ofrece la norma. De ahí esta particular reflexión abierta al debate acerca de otras posibles vías alternativas en la solución a la todavía problemática ejecución urbanística de derribos, en la consecución, en suma, de una justicia eficaz.