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La direccion pública en Portugal frente a la COVID-19

Não saber sobre si mesmo é sobreviver. Conhecer mal de si mesmo, iso é pensar.

Fernando Pessoa

 

A España y a Portugal les unen muchos ámbitos, desde una geografía peninsular privilegiada, unas lenguas iberorromances hermanas, un pasado imperial común o una historia moderna semejante. Ambos países firmaron conjuntamente, el 12 de junio de 1985, el Tratado de Adhesión a las Comunidades Europeas con un doble acto en Lisboa y en Madrid. Sin embargo, desde hace una década, parece que ambos países no caminan por la historia de la misma manera.

Antes de la pandemia de la COVID-19, el buen comportamiento de la economía de Portugal sorprendía a muchas instituciones. El país luso había acabado prácticamente con el déficit público (del 11 al 0,5% del PIB), había comenzado a reducir su deuda pública (del 133 al 124% del PIB), la desigualdad económica estaba en mínimos de los últimos años y había llevado la tasa de paro a niveles de 2004 (del 16 al 6%), incluyendo una fuerte caída del paro de larga duración y una reducción impresionante del desempleo juvenil, situada cerca de la media de la UE.

Portugal había pasado, en una década, de ser un territorio deprimido por una larguísima crisis a convertirse en un país de moda, receptor de inversiones de medio mundo, captador de residentes de lujo, vivero de mandatarios internacionales y escenario de un pulso al paro que iba ganando.

El milagro de “los nuevos nórdicos del sur”, según su Presidente de la República, de pasar a ser rescatado en 2011 y sufrir una severa crisis en 2012 y 2013 a tener un crecimiento sólido de la economía, se debía combinación de varios factores: las reformas económicas de Passos Coelho (2011-2015), el equilibrio de cuentas públicas, la geringonça, el aumento creciente de sus  exportaciones, los altos ingresos por el boom del turismo; y, entre ellos, los frutos de la profunda reforma de su administración central [1].

La reforma de la administración central portuguesa fue una de las primeras demandas de troika en su intervención de Portugal en 2011. A través del Plano de Redução e Melhoria da Administração Central (PREMAC), el gobierno luso desarrolló diversas medidas de modernización y reforma de la administración pública portuguesa. Con ello se redujo los costes de la administración procurando modelos más eficientes de funcionamiento; se eliminó estructuras duplicadas y redujo el número de los organismos públicos (más del 15%), pero manteniendo la calidad en la prestación de los servicios públicos; se redujo también el número de cargos dirigentes y del de empleados públicos, especialmente en los sectores menos cualificados hasta en un 23%;  aumentó la jornada de los trabajadores públicos de 35 a 40 horas semanales y se recortó los salarios de los funcionarios públicos, entre 3,5% e 10%.

Muy interesante es lo sucedido en el ámbito de la profesionalización y despolitización de la gestión pública portuguesa, donde se potenciaron las políticas de evaluación del rendimiento y de ética pública y servicio a los intereses generales. Pero sin duda, la joya de la corona en la reforma de la función directiva fue la creación, en 2011, de la Comissão de Recrutamento e Seleção para a Administração Pública (CReSAP), catalizadora de la profesionalización y democratización en el acceso a los puestos más elevados de la administración pública portuguesa. Este organismo independiente sustituyó al poder político en la preselección de directivos públicos, a los que eleva una terna de candidatos, y limitó el cese discrecional de los mismos, dotándoles de un mandato que puede llegar a los 10 años, previa evaluación positiva de la ejecución de sus proyectos. Muchos de estos cargos seleccionados a través de este sistema realmente meritocrático, abierto también a candidatos del sector privado, estaban finalizando o renovándose a lo largo de 2019 y 2020. Y entonces irrumpió la COVID 19.

El efecto de la COVID-19 en Portugal ha sido grave, pero bien gestionado. En datos numéricos el pasado 1 de mayo en Portugal los contagiados ascendían a 25.351, los muertos se situaban 1.007 y los recuperados en  1.647 personas, fruto de un exitoso programa de contención del virus.

El estado de excepción finalizó el 2 de mayo, comenzando su desconfinamiento el día 4 de mayo, en un clima de éxito en el control de la pandemia, según su Primer Ministro Antonio Costa, “avanzando en una nueva etapa de lucha y convivencia con el virus”. Contrasta estos datos con los de España, que ese mismo día, 1 de mayo, los contagiados ascendían a 215.216, los muertos se situaban 24.824 y los recuperados en  114.678 personas.

Distintos son los factores del éxito luso sobre la contención de la pandemia; pero, en un momento de intervención pública desorbitante, donde el peso del sector privado es menor, resulta interesante volver los ojos sobre la actual dirección pública portuguesa y analizar si la profesionalización de sus directivos sanitarios es un factor positivo.

Son varios los altos cargos de la sanidad lusa responsables de esta acertada estrategia ante la pandemia del coronavirus. La Ministra de Sanidad, Marta Temido, que es licenciada en derecho y master en Dirección y Economía de la Salud; y que al ser nombrada había acreditado una amplia trayectoria como gestora de centros hospitalarios, había sido directora del Instituto de Medicina Tropical e Higiene dependiente de la Universidad de Lisboa, directora de la Asociación de Hospitales de Portugal, miembro de varios grupos de trabajo relacionados con la atención sanitaria en su país, entre ellos Salud en Portugal: un desafío para el futuro. También es citado por su labor el Secretario de Estado de Salud, Antonio Lacerda Sales, licenciado en Medicina, especialista en ortopedia y medicina deportiva, y que antes de ocupar este cargo político, ejerció su profesión en el hospital de Santo André de Leiria y en el Centro Hospitalario de S. Francisco.

Pero ambos se sitúan como altos cargos de la esfera política, por lo que en este artículo y para este foro resulta más interesante descender un peldaño más hasta la dirección pública portuguesa sanitaria, centrándolo en la figura de la Directora General de Salud (DGS), sin duda piedra de bóveda de la exitosa estrategia de Portugal contra la covid-19.

Pero, ¿quién es Graça Freitas? Maria da Graça Gregório de Freitas es licenciada en Medicina y especialista en salud pública y en prevención y control de enfermedades transmisibles. Fue coordinadora, desde 1996, de las campañas de vacunación y participó en la gestión de crisis de enfermedades trasmisibles, como la gripe A o el SARS, ya como jefa de la división de enfermedades trasmisibles. Su reconocido prestigio también se aprecia en el ámbito internacional, siendo miembro del Centro Europeo de Prevención y Control de Enfermedades o del Programa de Inmunización de la OMS. Justo antes de ser nombrada DGS había sido subdirectora de salud y, desde la jubilación del anterior DGS, ocupaba este puesto de forma interina.

Como puede observarse el perfil competencial de Graça Freitas se ajusta al requerido para ser DGS, pero ¿Cómo fue seleccionada? El 20 de octubre de 2017 el anterior DGS, Francisco George, se jubiló. El Ministerio de Sanidad, cubierta de forma interina esta plaza, solicitó a la CReSAP candidatos para el nombramiento definitivo de la misma. Asimismo el Ministerio de Sanidad, a través del propio Francisco George, patrocinaba como sustituta a la doctora Raquel Duarte, médica y especialista en salud pública, jefa de Servicio de Pneumologia en Hospital de Gaia y profesora en la Universidad de Oporto. En palabras textuales dijo a la prensa: “me gustaría que mi sustituta fuese una mujer y que la próxima DGS fuese Raquel Duarte”.

Desde 2013 los puestos de directivos públicos en Portugal dejaron de ser de selección y nombramiento discrecional por los Ministros a un procedimiento de concurso público (Ley 64/2011). Así, a la convocatoria de cobertura del puesto de DGS de la CReSAP de 3 de octubre de 2017 se presentaron siete candidatos con posibilidades a ser DGS.

Entre estos candidatos destacaban la favorita del Ministerio de Sanidad, Raquel Duarte, que entonces dirigía el Programa Nacional para el VIH y la Tuberculosis. El doctor Rui Portugal, que era el coordinador del Plan Nacional de Sanidad y ex presidente de la administración regional de salud de Lisboa. Y la subdirectora de salud pública, que ejercía interinamente el puesto de DGS, Graça Freitas.

Tras dos meses de proceso de preselección, con sus fases de evaluación curricular, realización de test de competencias y entrevistas, el 13 de noviembre de 2017 la CReSAP presentó al Ministro de Sanidad tres candidatos, graduándolos desde la mejor puntuada, Graça Freitas, seguida de Raquel Duarte y por último Rui Portugal.

El Ministro de Sanidad, Adalberto Campos Fernandes, no se separó del criterio de la CReSAP nombrando el 1 de enero de 2018 a Graça Freitas en el puesto de DGS, para un mandato de 5 años prorrogable por otros 5 previa evaluación positiva de su plan de actuación.

Sobre si ha sido acertada esta selección y nombramiento dan cuenta datos como el de haber situada a Portugal en el tercer país de la Unión Europea con más médicos por habitante (1 por cada 200), la actual gestión de la pandemia con su plan para que los hospitales estén preparados para un nuevo brote o las numerosas críticas positivas que recibe de sus colegas, entre las que no están las del anterior DGS, Francisco George, quien ha declinado hacer consideraciones sobre su sustituta por entenderlo no oportuno.

Visto el éxito de Portugal en su fase pre COVI 19 y durante la pandemia, concluyo este artículo consultándole al lector dos cuestiones: ¿cree usted que, con la profesionalización de la dirección pública, Portugal está mejor preparada para afrontar el post COVID? ¿Cree usted que la actual DGS, Graça Freitas, conseguirá prorrogar su mandato hasta 2028 por demostrar haber cumplido satisfactoriamente su plan de actuaciones (carta de missao)?

 

NOTAS

[1] A reforma da Administração Pública Central no Portugal democrático: do período pós-revolucionário à intervenção da troika. César Madureira. Universidade Lusíada

http://www.scielo.br/pdf/rap/v49n3/0034-7612-rap-49-03-00547.pdf

 

De nuevo sobre el Real Decreto 463/2020: ¿estado de alarma o de excepción?

“Existen situaciones de hecho en las cuales el normal funcionamiento del orden constitucional se ve alterado y, en mayor o menor medida, en peligro, generándose una situación de anormalidad constitucional en la que el sistema ordinario constitucional no es suficiente para asegurar el restablecimiento. A tal fin, para reaccionar en defensa del orden constitucional, se prevén medidas excepcionales que implican, de hecho y de derecho, una alteración del sistema normal de distribución de funciones y poderes. Es lo que se denomina el Derecho excepcional o de emergencia”.

Con este aserto comenzaba el trámite de alegaciones el Abogado del Estado contra el recurso contencioso-administrativo que se promovió frente el Real Decreto 1673/2010, de 4 de diciembre, por el que se declaraba el estado de alarma (primer y único precedente en la democracia española) para la normalización del servicio publico esencial del transporte aéreo y su prórroga ­–en el conocido como caso de los controladores aéreos–  que acabaría conociendo y desestimando en amparo el Tribunal Constitucional (en delante, TC) en sentencia nº 83/2016 de 28 de abril. Hoy, casi una década después, vuelve a invocarse el Derecho de emergencia, pero esta vez, con más sombras que luces.

En estas líneas –una vez contextualizado el estado de la cuestión–, se establecerá el marco constitucional del Derecho de emergencia; se realizará un silogismo de interpretación y otro de integración de norma para comprender si la declaración del estado de alarma y el contenido material del mismo son ajustados a Derecho; y se darán argumentos que abonan la anticonstitucionalidad de la ley (el Real Decreto aquí es ley según el Tribunal Supremo) que declara del estado de alarma.

En efecto, el precepto constitucional del que nacen los estados de emergencia y que manda al legislador a desarrollarlos por Ley Orgánica es el 116 de la Constitución (en adelante, CE). Según éste, la declaración de éstos (sitio al margen) corresponde al Gobierno y se hace por plazos máximos (15 días alarma, 30 excepción) prorrogables (siempre previa autorización del Congreso). Como su naturaleza es gradualista (en intensidad, no van escalonados) del salto de uno a otro se endurecen los controles: si para la declaración del estado de alarma el Gobierno sólo da cuenta al Congreso, para la declaración del estado de excepción se exige la autorización previa del mismo. Por su parte, el art. 55 de la CE restringe la suspensión de un numerus clausus de derechos fundamentales (libertad, inviolabilidad del domicilio, secreto de las comunicaciones, libertad ambulatoria, huelga, entre otros) a la declaración del estado de excepción o sitio, exclusivamente. Y así, siguiendo el mandato constitucional, se promulga la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de juicio, de los estados de alarma, excepción, y sitio (en adelante, LOEAES), en cuyo art. 4 se establece el elenco cerrado de “alteraciones graves” que justifican la declaración del estado de alarma, así como en el art.13 las del estado de excepción.

El primer ejercicio ­–de interpretación– consistirá en subsumir la situación en que se encontraba España al momento de declarar el estado de alarma de 14 de marzo mediante el Real decreto 463/2020 (en adelante RD), en una de las “alteraciones graves” contempladas en la LOEAES. Y hasta aquí no hay debate: el apartado b) del art. 4 de la citada ley es suficientemente expresivo al referirse a “Crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves”.

El segundo ejercicio –de integración, de sentido y alcance– consistirá en ver si el contenido material del instrumento jurídico utilizado (RD) se ajusta a las previsiones constitucionales del estado de alarma (no basta con enunciarlo en su preámbulo) o si, por el contrario, entra en los umbrales del estado de excepción. A este respecto, vuelvo a traer a la memoria el art. 55 de la CE que prohíbe –sensu contrario– la suspensión de derechos fundamentales en el estado de alarma; permitiendo exclusivamente limitaciones o restricciones en los mismos (vid. citada STC 83/2016). Y aquí está el debate: en si se han limitado o suspendido derechos, ya que sólo lo primero salvaría al RD de una eventual declaración de inconstitucionalidad.

Para resolver lo anterior, (sin olvidar que la limitación deja a salvo el contenido esencial del derecho, mientras que la suspensión no) es inexcusable conocer lo que constituye el “contenido esencial” de los derechos fundamentales, para lo que el Tribunal Constitucional establece dos caminos. El primero –desde la naturaleza jurídica– serían “aquellas facultades o posibilidades de actuación necesarias para que el derecho sea recognoscible como pertinente al tipo descrito y sin las cuales deja de pertenecer a ese tipo y tiene que pasar a quedar comprendido en otro desnaturalizándose, por decirlo así. Todo ello referido al momento histórico de que en cada caso se trata y a las condiciones inherentes en las sociedades democráticas, cuando se trate de derechos constitucionales”. El segundo –desde los intereses jurídicamente protegidos como núcleo y médula de los derechos subjetivos­– “aquella parte del contenido del derecho que es absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente protegibles, que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos. De este modo, se rebasa o se desconoce el contenido esencial cuando el derecho queda sometido a limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan más allá de lo razonable o lo despojan de la necesaria protección”.

Por tanto, si se enfrenta la doctrina jurisprudencial expuesta –y consolidada hoy día– al art. 7 del RD relativo a las “limitaciones de la libertad de circulación de personas”, así como a lo establecido en el mentado art. 55 de la CE; se concluye que la limitación es, de iure y de facto, una suspensión del derecho fundamental a la libre circulación, independientemente de su adjudicación nominativa (en idéntico sentido F. J. Álvarez García F.J,: Estudios Penales y Criminológicos, vol. XL (2020). ISSN 1137-7550: 1-20). Y a más si se tiene en cuenta que “el citado precepto prohíbe la circulación por las vías publicas, con una serie de excepciones que se exponen en un elenco cerrado; es decir: la norma es la prohibición de circulación, la excepción el permiso” (op. cit.), teniendo en cuenta además que dicho permiso se circunscribe a actividades de pura subsistencia (adquisición de alimentos y fármacos, acudir a centros sanitarios y financieros, ayudar a otros, trabajo y causa de fuerza mayor). Y es que, si el contenido del derecho es la deambulación por el territorio nacional, y es justo lo que proscribe la norma imponiendo el confinamiento general –desvirtuando su contenido esencial–, lo que se ha hecho es suspender el derecho. E insisto, considerar que excepcionar la prohibición para mantenerse con vida es una limitación [1], obliga a asimilar la suspensión con la derogación; y, hacerlo, es antijurídico.

Por otro lado, y sin olvidar el arrastre que se produce con la suspensión de facto de dicho derecho (que comporta la impracticabilidad de otros como el derecho de reunión o manifestación, lo que agrava la anticonstitucionalidad), es que la amarga situación actual de España se ajusta perfectamente a “las alteraciones graves” que la LOEAES reserva para el estado de excepción, a saber, el ejercicio de derechos fundamentales (al excelente artículo de German M. Teruel Lozano en este Blog y a la doctrina me remito), el funcionamiento de las instituciones (al Parlamento y al hoy todopoderoso Ejecutivo me remito), de los servicios públicos esenciales (al asfixiado sistema sanitario me remito) o cualquier otro aspecto del orden público, ex. art. 13 LOEAES) y que justifica, a todas luces, su declaración. Y ello sin caer en conceptos atávicos de orden público o, en palabras del citado autor, “alejado de concepciones añejas de orden público (…) no en sentido de quietud de los ciudadanos, sino en el de participación de estos en la totalidad del Ordenamiento”. Porque como tiene dicho el TC “el respeto a los derechos fundamentales y libertades públicas garantizados por la Constitución es un componente esencial del orden público”.

En fin, poca reverencia se le está haciendo al Derecho cuando se produce una transgresión constitucional tan seria. Y no es que la suspensión de tales derechos no sea proporcional y adecuada al fin perseguido, es que se lesionan gravemente los principios de legalidad, de seguridad jurídica y, a más, los derechos fundamentales de todos los españoles. Sólo queda esperar a que el Tribunal Constitucional vele por la constitucionalidad y arroje luz entre tanta sombra.

NOTAS

[1] Un ejemplo de limitación del derecho a la libertad de circular sería –aisladamente considerada– la Orden INT/262/2020 que desarrolla el RD 463/2020 de estado de alarma e impone restricciones en materia de tráfico y circulación de vehículos de motor pues respetaría el contenido esencial del derecho, es decir, la libertad de circulación por el territorio nacional (op. cit. nota al pie nº12)

 

 

Fuerza mayor y responsabilidad por el COVID-19

Artículo originalmente publicado aquí.

Estoy leyendo mucho sobre la posible responsabilidad del Gobierno por las medidas tomadas (y dejadas de tomar o tomadas a destiempo) en relación con el COVID 19 y creo que no estamos centrando el tiro, dicho sea, en términos estrictamente jurídicos. De modo que conviene comenzar por el principio, lo cual requiere dejar claro que la responsabilidad patrimonial de la Administración se encuentra regulada en la Ley 40/2015 (que viene a reproducir el mismo texto que nuestra vieja Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado, de 1957), en los siguientes términos:

“Artículo 32. Principios de la responsabilidad.

  1. Los particulares tendrán derecho a ser indemnizados por las Administraciones Públicas correspondientes, de toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos salvo en los casos de fuerza mayor o de daños que el particular tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con la LeyLa anulación en vía administrativa o por el orden jurisdiccional contencioso administrativo de los actos o disposiciones administrativas no presupone, por sí misma, derecho a la indemnización.
  1. En todo caso, el daño alegado habrá de ser efectivo, evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o grupo de personas.”

Con estas palabras se viene a reconocer una responsabilidad objetiva de las AAPP que debe quedar, por tanto, al margen de toda noción de culpa, aunque eso solo es así cuando la lesión es causada por una actuación material imputable a la Administración (como pueda ser el típico caso de un bache en carretera mal conservada o la caída en la calle por defectos en la acera). Lo que se exige, en estos casos, es que la lesión (que debe ser económicamente evaluable) sea consecuencia de un hecho imputable a la Administración, como sucedería en los ejemplos citados.

Por otra parte, quedan excluidos los daños que provengan de fuerza mayor (como se dice en el precepto trascrito) o los que se deriven de hechos o circunstancias que no se hubiesen podido prever o evitar según el estado de los conocimientos de la ciencia o de la técnica existentes en el momento de producción de aquéllos. Y aunque no se mencione de forma explícita, también se añade un componente más como es el concepto de “antijuricidad” del daño (cuando este daño no proviene de un mero hecho sino de la actuación de la Administración). A esto último (la “antijuricidad”) y al resto de los requisitos mencionados se refiere el artículo 34.1 de la misma ley en los siguientes términos:

“Artículo 34. Indemnización.

  1. Sólo serán indemnizables las lesiones producidas al particular provenientes de daños que éste no tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con la Ley.No serán indemnizables los daños que se deriven de hechos o circunstancias que no se hubiesen podido prever o evitar según el estado de los conocimientos de la ciencia o de la técnica existentes en el momento de producción de aquéllos, todo ello sin perjuicio de las prestaciones asistenciales o económicas que las leyes puedan establecer para estos casos”.

Es decir, con el requisito de “antijuridicidad” se quiere expresar que el particular no debe tener el deber de soportar el daño que se le ha causado, por lo que se trata de un requisito que opera desde la perspectiva del ciudadano y no desde la de la Administración. Sin embargo, cuando el daño es causado por una actuación administrativa (y no por un simple hecho), la “antijuridicidad”, no toma como referencia al propio particular (y la inexistencia de un deber de soportar la lesión) porque se traslada hacia la Administración, exigiendo probar que la conducta generadora de la lesión ha sido irrazonable o desproporcionada. Adviértase que esto resulta aplicable, solamente, cuando el daño haya sido provocado por una actuación de la Administración, tomando como fundamento el texto del último párrafo del art. 32.1 de la Ley 40/2015 (“La anulación en vía administrativa o por el orden jurisdiccional contencioso administrativo de los actos o disposiciones administrativas no presupone, por sí misma, derecho a la indemnización”). Y es que, en puridad, el requisito de la “antijuridicidad”, tal y como se indica, entre otras muchas en la Sentencia del TS de 5 de febrero de 2007, (con cita de otras muchas anteriores), “lo relevante no es el proceder antijurídico de la Administración, sino la antijuridicidad del resultado o lesión”.

De lo dicho hasta ahora se extraen tres conclusiones básicas: i) la RPA será desestimada en casos de fuerza mayor, y ii) la RPA será desestimada cuando el ciudadano tenga el deber jurídico de soportarlo (ausencia de antijuridicidad del daño) y, iii) cuando la lesión sea consecuencia de una actuación de la Administración (en forma de acto o disposición general) la antijuridicidad se traslada a la misma y requiere demostrar que se ha tratado de una actuación “irrazonable” o “desproporcionada”. .

Y siguiendo con las cuestiones generales, deben hacerse algunas precisiones sobre el concepto de fuerza mayor (como exonerante de la responsabilidad)) advirtiendo que siempre viene referida a un hecho que no se puede evitar y tampoco se puede prever. Así se concibe en el artículo 1105 del Código Civil se refiere, en los siguientes términos: “Fuera de los casos expresamente mencionados en la ley, y de los en que así lo declare la obligación, nadie responderá de aquellos sucesos que no hubieran podido preverse, o que, previstos, fueran inevitables.” Cierto es que aquí se recogen tanto los casos de fuerza mayor como de caso fortuito, pero esta diferencia (que no es sencilla de realizar en muchos casos) no viene ahora a cuento, porque lo que quiero destacar es que el concepto de fuerza mayor viene siempre ligado a hechos, como así se desprende de la legislación sobre contratos del Sector Público. En este sentido, el artículo 239 de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público dice lo siguiente:

“1. En casos de fuerza mayor y siempre que no exista actuación imprudente por parte del contratista, este tendrá derecho a una indemnización por los daños y perjuicios, que se le hubieren producido en la ejecución del contrato.

Tendrán la consideración de casos de fuerza mayor los siguientes:

  • a) Los incendios causados por la electricidad atmosférica.
  • b) Los fenómenos naturales de efectos catastróficos, como maremotos, terremotos, erupciones volcánicas, movimientos del terreno, temporales marítimos, inundaciones u otros semejantes.
  • c) Los destrozos ocasionados violentamente en tiempo de guerra, robos tumultuosos o alteraciones graves del orden público”.

Dos cuestiones importantes a destacar aquí. La primera, que, en materia de contratos del Sector Público, la regla que rige en materia de responsabilidad ser invierte, y los supuestos de fuerza mayor, en lugar de ser exonerantes, dan lugar al derecho a ser indemnizado. La segunda (que es la que ahora interesa) que la fuerza mayor siempre viene vinculada a un hecho, como son todos los que se relacionan en la norma trascrita. Y aquí hago ya un alto para vincular todo lo dicho hasta el momento con la pandemia por el COVID 19 y las medidas tomadas por el Gobierno como consecuencia de la misma, porque resulta necesario diferenciar ambas cosas.

La pandemia por el COVID 19 es un hecho, que puede ser perfectamente calificado como fuerza mayor, surtiendo los efectos propios de tal calificación tanto en Derecho privado (exonerando del cumplimiento de sus obligaciones a quienes han contratado) como en Derecho público (no cabe exigir por esto responsabilidad patrimonial, pero si contractual). Hasta aquí no veo problemas especiales.

Ahora bien -y aquí es donde creo que ha de prestarse atención- una cosa es la pandemia por el COVID 19, (como hecho constitutivo de fuerza mayor) y otra, las medidas adoptadas y que adopte el Gobierno y el resto de las AAPP como consecuencia de la pandemia. En este caso, estamos fuera de la fuerza mayor y cabrá, por tanto, exigir la responsabilidad patrimonial del artículo 34 y concordantes de la Ley 40/2015, siempre, claro está, que se cumplan el resto de los requisitos. Requisitos entre los que destaca el de la “antijuridicidad” que ya no deberá ser entendida desde la perspectiva del particular (que no tenga el deber de soportar el daño), sino desde la de la propia Administración. Es decir, para poder exigir responsabilidad patrimonial como consecuencia de las medidas tomadas a causa de la pandemia por el COVID 19, deberá probarse que tales medidas han sido “irrazonables” y que la Administración no ha actuado con la diligencia debida [1].

Es pues, en estos términos, en los que debe plantearse la posible exigencia de responsabilidad patrimonial al Gobierno y demás AAPP por las medidas tomadas como consecuencia de pandemia por el COVID 19, siendo de destacar los siguientes aspectos:

  • El daño que se reclame debe ser económicamente evaluable e individualizable.
  • La reclamación por responsabilidad patrimonial ha de plantearse en el plazo de un año a contar desde que pueda determinar el alcance de los daños causados [2].
  • Debe probarse la relación de causalidad entre el daño causado y las medidas tomadas por el Gobierno y demás AAPP

Y a partir de estos datos (expuestos en líneas muy generales) todos los ciudadanos podrán ejercitar las acciones que consideren pertinentes exigiendo responsabilidad patrimonial (conocida como RPA, en siglas) si entienden que las medidas adoptadas por el Gobierno y otras AAPP han sido “irrazonables” o arbitrarias. Incluso cabría exigir la RPA por la ausencia de medidas adecuadas, cuando se demuestre que dichas medidas pudieron ser adoptadas. A título particular, me atrevo a señalar que considero que tales medidas han sido:

  • Tomadas demasiado tarde
  • Tremendamente confusas dando lugar a reiteradas rectificaciones y aclaraciones que no hacen sino complicar las cosas.
  • En buena parte, ineficaces
  • Posiblemente inconstitucionales por ser algunas de ellas propias del estado de excepción y no del de alarma [3].

Pero, sobre todo, han sido unas medidas claramente insuficientes para frenar la escalada de la epidemia, ya que ni se ha proporcionado al personal sanitario ni a las fuerzas del orden público material de protección (mascarillas), ni se han realizado las compras de ese material y de vacunas correctamente. De todo ello, los ciudadanos pediremos responsabilidades llegado el momento, aparte de las responsabilidades de otro orden que puedan ser exigidas a este Gobierno … (ahí lo dejo)

Con esto me despido, sin perder la sonrisa etrusca y enviando un fuerte abrazo virtual a todos los que, desde su confinamiento o ejerciendo su profesión en beneficio de todos, nos están haciendo todo esto más llevadero.

NOTAS

[1]Esto es lo que viene a sostenerse, entre otras muchas, en la STS de 17 de febrero de 2015 (RJ 2015, 922) (recurso de casación 2335/2012), en relación con el alcance de la antijuridicidad:

“Pero no es solo el supuesto de ejercicio de potestades discrecionales las que permiten concluir la existencia de un supuesto de un deber de soportar el daño ocasionado con el acto anulado… porque como se declara por la jurisprudencia a que antes se ha hecho referencia, <<ha de extenderse a aquellos supuestos, asimilables a éstos, en que en la aplicación por la Administración de la norma jurídica en caso concreto no haya de atender sólo a datos objetivos determinantes de la preexistencia o no del derecho en la esfera del administrado, sino que la norma, antes de ser aplicada, ha de integrarse mediante la apreciación, necesariamente subjetivada, por parte de la Administración llamada a aplicarla, de conceptos indeterminados determinantes del sentido de la resolución. En tales supuestos es necesario reconocer un determinado margen de apreciación a la Administración que, en tanto en cuanto se ejercite dentro de márgenes razonados y razonables conforme a los criterios orientadores de la jurisprudencia y con absoluto respeto a los aspectos reglados que pudieran concurrir, haría desaparecer el carácter antijurídico de la lesión y por tanto faltaría uno de los requisitos exigidos con carácter general para que pueda operar el instituto de la responsabilidad patrimonial de la Administración. Ello es así porque el derecho de los particulares a que la Administración resuelva sobre sus pretensiones, en los supuestos en que para ello haya de valorar conceptos indeterminados, o la norma legal o reglamentaria remita a criterios valorativos para cuya determinación exista un cierto margen de apreciación, aun cuando tal apreciación haya de efectuarse dentro de los márgenes que han quedado expuestos, conlleva el deber del administrado de soportar las consecuencias de esa valoración siempre que se efectúe en la forma anteriormente descrita. Lo contrario podría incluso generar graves perjuicios al interés general al demorar el actuar de la Administración ante la permanente duda sobre la legalidad de sus resoluciones”.

[2] Respecto de este plazo, el art. 67 de la Ley 39/2015 dice lo siguiente:

“1. Los interesados sólo podrán solicitar el inicio de un procedimiento de responsabilidad patrimonial, cuando no haya prescrito su derecho a reclamar. El derecho a reclamar prescribirá al año de producido el hecho o el acto que motive la indemnización o se manifieste su efecto lesivo. En caso de daños de carácter físico o psíquico a las personas, el plazo empezará a computarse desde la curación o la determinación del alcance de las secuelas.

En los casos en que proceda reconocer derecho a indemnización por anulación en vía administrativa o contencioso-administrativa de un acto o disposición de carácter general, el derecho a reclamar prescribirá al año de haberse notificado la resolución administrativa o la sentencia definitiva.

En los casos de responsabilidad patrimonial a que se refiere el artículo 32, apartados 4 y 5, de la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público, el derecho a reclamar prescribirá al año de la publicación en el «Boletín Oficial del Estado» o en el «Diario Oficial de la Unión Europea», según el caso, de la sentencia que declare la inconstitucionalidad de la norma o su carácter contrario al Derecho de la Unión Europea.

2. Además de lo previsto en el artículo 66, en la solicitud que realicen los interesados se deberán especificar las lesiones producidas, la presunta relación de causalidad entre éstas y el funcionamiento del servicio público, la evaluación económica de la responsabilidad patrimonial, si fuera posible, y el momento en que la lesión efectivamente se produjo, e irá acompañada de cuantas alegaciones, documentos e informaciones se estimen oportunos y de la proposición de prueba, concretando los medios de que pretenda valerse el reclamante”.

[4]  Me remito a lo dicho en el siguiente post: ESTADO DE ALARMA DEL GOBIERNO Y ESTADO DE SHOCK DE LOS CIUDADANOS que puede encontrarse en este link: https://www.linkedin.com/pulse/estado-de-alarma-del-gobierno-y-shock-los-ciudanos-villar-ezcurra/

 

Ley y decreto-ley: democracia y excepción

“Otra consideración a hacer, por más que escape demasiado al espíritu de partido, es la de que no puede juzgarse a los hombres más que por sus medidas, y sólo las malas medidas hacen a los malos ministros”

(Jeremy Bentham, Tratado de los sofismas políticos, 2012, p. 195)

 

La Ley tiene un origen parlamentario. El decreto-ley, gubernamental. Disponen del mismo rango y de idéntica fuerza. Rango es equivalencia formal en jerarquía; fuerza, capacidad derogatoria de leyes anteriores, aunque quien la ejerza sea circunstancialmente el Gobierno. Algo anormal, pero constitucional. Sin embargo, la dignidad democrática de la Ley pesa. Su fuente de legitimidad está en la esencia de la democracia y de la propia institución de la que emana: órgano representativo por excelencia. La Ley es, además, resultado de un proceso deliberativo y público. El procedimiento parlamentario formal tiene esos atributos. La Ley nace del diálogo, como palabra que surge del Parlamento. Otra cosa es si la palabra sale recta o torcida.

No se puede decir lo mismo de los decretos-leyes. Su procedencia gubernamental perturba su esencia y contenido. Nace de la imposición, del impulso. Es “decreto” por su procedencia, y “ley” por su rango y fuerza. Manifestación extraordinaria (esto es, fuera de lo común) de la potestad normativa del Gobierno, al que se le faculta para dictar con carácter excepcional disposiciones normativas “provisionales” (hasta su convalidación) con rango y fuerza de ley. Lo normal es que apruebe “decretos” (reglamentos), sin adjetivos. Algo que los medios de comunicación no explican bien. Y conviene hacerlo. En su gestación, no hay publicidad; tampoco transparencia, ni deliberación pública, sólo las batallas soterradas departamentales (o políticas) que, bajo el secreto de las deliberaciones, se planteen en sede del Consejo de Ministros (más aún si, como es el caso, se trata de un Gobierno de coalición). El decreto-ley nace del secreto y proyecta su sombra. Se fríe a fuego rápido y se inserta en el BOE para que la ciudadanía a primera hora del día (o, peor aún, a pocos minutos de empezar el nuevo), se desayune (o acueste) con algunas medidas “legales” (que derogan o modifican leyes vigentes) que regirán a partir de entonces su existencia y la pueden cambiar por completo. Por decisión gubernamental. Unilateral.

No descubro nada nuevo si afirmo que los decretos-leyes han sido tradicionalmente un instrumento normativo muy acariciado (y, por tanto, practicado) por poderes autoritarios o dictatoriales. Es de sobra conocido. Franco los manoseó hasta la extenuación. Su generalización es una enorme anomalía democrática, pues desplaza al Parlamento de su cometido existencial: aprobar leyes. Por tanto, debe ser utilizado con una especial mesura y proporcionalidad, siempre cuando sea estricta y exquisitamente imprescindible su uso. No como medio de “legislación ordinario”, pues no lo es. Insisto, es una modalidad de legislación de excepción. Y esto se debe grabar con fuego. La excepción quiebra la normalidad, como diría Carl Schmitt. Y la prolongación de la excepción es una anormalidad continuada. Una ruptura del statu quo.

En situaciones de crisis, por ejemplo, económicas, el recurso al decreto-ley oscurece y arrincona la existencia de las leyes. Esto se vio con claridad durante los años 2012 y siguientes, donde la legislación excepcional dejó sin sangre al Parlamento. La legislación de excepción superó con creces la procedente del Parlamento (algo que también pasó, sorprendentemente, en 2018 y, en menor medida, en 2019; cuando la “crisis” no existía). En los contextos de crisis, la ley se vuelve, paradójicamente, un instrumento normativo excepcional, mientras que los decretos-leyes se tornan como el mecanismo ordinario de “legislar”. La lógica institucional-democrática se invierte. La calidad de la democracia se pone en entredicho o, como es el caso, “en cuarentena”. El Ejecutivo cortocircuita el funcionamiento ordinario del Poder Legislativo, apropiándose de su función más típica. Más grave aún es cuando, junto al silencio del Parlamento, el resto de instituciones de control permanecen también inertes, sin actividad efectiva. La prolongación de ese estado de cosas no puede sentar bien a la salud democrática. El poder sin control, como dijera Alain, enloquece. Y ya sabemos lo que pasa en tales circunstancias. Antesala del despotismo.

En esta crisis sanitaria, que ya ha derivado en una brutal crisis económica (fiscal) y social (cuyos efectos duros están aún por llegar), el Gobierno a día de hoy (28 de abril) ha aprobado ya 15 decretos-leyes en 2020. En el escaso período de legislatura que llevamos recorrido, no llegan a cinco meses, el Parlamento –dadas las circunstancias excepcionales y la exasperante lentitud del procedimiento en un sistema bicameral- no ha aprobado ninguna Ley. No se advierte que la producción legislativa parlamentaria sea precisamente plato preferido en esta Legislatura ni del Gobierno ejerciente pues, si lo fuera, el Gobierno, actor principal de ese impulso, debería llenar el Parlamento de iniciativas legislativas a través de proyectos de Ley. Y, a fecha de hoy, la inmensa mayoría de los proyectos de Ley que se tramitan tienen su origen en decretos-leyes convalidados, mientras que las iniciativas “puras” se limitan a siete. Y ya veremos cuándo ven la luz: en 2021 o 2022. Mientras tanto, el reinado del decreto-ley será absoluto. Una nueva forma de gobierno emerge con fuerza: la monarquía parlamentaria “absoluta del decreto-ley”.

En efecto, esta tendencia de apropiación legislativa por parte del Ejecutivo no ha hecho más que empezar. La situación de excepción sanitaria se prolongará en el tiempo. Luego vendrá la mayúscula crisis económica y social que ya está incubada, cuyos efectos serán devastadores. Y la excepción continuará multiplicándose: habrá que adoptar, una seguida de otra, medidas “legislativas excepcionales” por medio de una cadena inagotable de decretos-leyes. Por tanto, la producción “legislativa” del Ejecutivo ensombrecerá más aún la débil luz que alumbra al Parlamento como institución creadora de la Ley. Me da la impresión de que el Ejecutivo, en sus cortas estancias en el poder, ha cogido especial gusto a legislar por decreto-ley. Sin calibrar lo que ello implica. Si lo pensara democráticamente, sería más prudente en su abuso.

La Ley, con todas sus imperfecciones, que hoy en día tiene muchas, es producto del pensamiento lento (mejor dicho, de la acción lenta, regida por la deliberación y el contraste que se prolonga entre distintos actores a lo largo del tiempo). El elemento lógico-racional impera, aunque a veces no lo parezca. Y eso es importante cuando de leyes se trata; pues el ritmo de las leyes, en palabras del profesor Vittorio Italia, es clave en la interpretación de las normas (La forza ed il ritmo delle leggi, Giuffrè Editore, 2010). Cuando su producción es acelerada, el resultado puede tener consecuencias graves sobre la coherencia del ordenamiento jurídico y en su aplicación. El decreto-ley es, por tanto, una criatura propia del pensamiento rápido, cargada muchas veces de improvisación (cuando no de contradicciones o chapuzas), una reacción rápida frente al peligro o la inmediatez cuyas consecuencias muchas veces no se valoran bien, y algo de eso estamos viendo.  Como dice también el citado profesor italiano, los decretos-leyes contienen a menudo sólo fragmentos de normas y, aunque tengan fuerza de ley, hacen perder a ésta su ritmo y cadencia. La confunden. Fruto de la urgencia y precipitación, cuartean el derecho. Son “leyes-medida”. A veces dictadas con escasa mesura y menos proporción. Deshilachan el Derecho.

Es cierto que el proceso legislativo (no solo el “procedimiento legislativo parlamentario”) es lento. Probablemente en estos momentos demasiado lento, cuando se trata de dar respuestas inmediatas a necesidades inaplazables. Mientras que el decreto-ley es expeditivo (de “un día para otro”). Y, como tal, sorprendente y, también en apariencia, eficaz. Un atributo que necesita todo Gobierno en un contexto de emergencia. Más cuando la gestión pública ejecutiva dista de estar imbuida precisamente por ese atributo. Siempre es más fácil agarrarse al BOE, que ser efectivo en la contratación pública o en la logística o distribución de recursos. Y legislar a través de él. Con el Boletín (¡vaya nombrecito decimonónico!), más si es del Estado y Oficial, la apariencia de gobernar se recupera. Manejar “el Boletín” es poder. O eso parece. No obstante, tal vez sea la hora de desenterrar otros instrumentos normativos que son intermedios (más equilibrados) y que pueden permitir una mejor colaboración entre el Parlamento y el Gobierno en la producción legislativa, como son aquellos decretos legislativos que nacen de unas bases previamente aprobadas por el Parlamento y que el Gobierno articula. Están en total desuso. Desde hace décadas. Sólo los “refundidos” se emplean.

De seguirse la tendencia descrita, en los próximos meses y años los daños al sistema institucional pueden ser irreparables. La crisis institucional puede acentuarse. El Parlamento se ha convertido exclusivamente en una cámara de ruidos y bullanga, que no tiene otra función legislativa que convalidar (o no hacerlo), a través del Congreso, la obra “legal” que promueve el Gobierno una semana sí y otra también. Al Gobierno y a sus “ideólogos” de la excepción les encanta, al parecer, tener plenamente activa esta máquina de poder normativo que produce decretos-leyes a velocidad de vértigo (o “como churros”) y que nubla hasta oscurecer el escaso brillo (ya muy deslucido, por el propio sistema de partidos) que la digna Ley tenía. La criatura bastarda del decreto-ley, mezcla espuria de poderes gubernamentales excepcionales que anulan al adjetivo (ley), aunque se prevalen de su rango y dan fuerza al sustantivo “ordeno y mando” (decreto), ha venido para quedarse por mucho tiempo, con peligrosa vocación de arraigo. Convendría que la institución parlamentaria actuara frente a esta usurpación “constitucional”, pero tremendamente dañina si el tiempo y la práctica, como todo apunta, la consolida. Pero, en nuestro sistema parlamentario, el Parlamento es cautivo del Gobierno y de sus posibles mayorías. No tiene nadie que lo defienda. De la oposición, hablaré otro día. La “colaboración Parlamento-Gobierno”, a la que se refería Duguit como atributo de la forma parlamentaria de gobierno, se ha transformado en captura gubernamental de la sede de San Jerónimo (la otra, ni cuenta). La orfandad y desamparo de la institución parlamentaria debería ser objeto de profunda reflexión. Pues sin su vigor y dignidad, la democracia se transforma fácilmente en un sofisma o, peor aún, en una gran mentira.

Viricidas sociales y democráticos

Ni al novelista más sinuoso y sagaz podría habérsele ocurrido urdir una trama en la que concurriesen, de un lado, una pandemia -aparentemente- generacional de índole medieval, injertada en el seno de una sociedad hipertecnificada y profundamente refractaria a la asunción de responsabilidades, instalada en un confort líquido, epidérmico e insustancial y, todo ello, en un escenario político guiado general y fatalmente por criterios ideológicos en detrimento de pautas puramente técnicas o científicas, pues «la plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un sueño que tiene que pasar».

«Lo natural es el microbio»; todo los demás -la lealtad, la integridad, la pureza, la responsabilidad, el compromiso- es fruto de la voluntad, que no debe detenerse nunca. Desde hace años, sin embargo, se advierte una involución en ese impulso autónomo, manifestándose principalmente en la transferencia obsesiva y gregaria de toda responsabilidad propia hacia terceros. Es, verbi gratia, muy significativo el aumento exponencial de pretensiones y acciones judiciales en todos los órdenes, construidas sobre la identificación de responsabilidades de otros por conductas propias, con la insensata anuencia, por cierto, de las instancias jurisprudenciales supranacionales.

Pero claro, ahora, ¿a quién echamos la culpa del virus? Descartando que estemos ante una maldición como fue la peste, arrojada sobre la Tebas de Edipo, siempre podrá imputarse responsabilidades en la gestión perfunctoria de las autoridades («Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras, y sin embargo pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas»); o, aún peor, a delirantes teorías acerca del origen étnico-geográfico del bacilo («El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia»), pero lo cierto es que los efectos de una pandemia tan distópica como la que ahora padecemos no permite, racionalmente, trasladar su origen a un extraneae personae.

Entonces, cuando uno de los primeros efectos que ha tenido esta infección en la ciudadanía ha sido la exigencia de conductas que trasciendan a su acostumbrada mismidad, la necesaria hipotrofia de los sentimientos individuales en favor de la comunidad es un ejercicio tan imprescindible como arduo. No en vano, «la estupidez insiste siempre, y sería fácilmente detectable si uno no pensara siempre en sí mismo».

Resignados a trabajar con modelos matemáticos como aproximaciones a un universo probable; con aceleradores de partículas en los que emular de manera controlada la acción de los rayos cósmicos sobre la atmósfera terrestre; limitados a introducir en cajas a gatos y trampas letales para certificar la viabilidad de la contradicción o con la prosaica elaboración de simulacros de estrés financieros para cerciorarnos de la tonicidad del tejido bancario (todos ellos instrumentos concebidos como realidades a escala), nos encontramos inopinadamente con un experimento social a tamaño real. Un inconcebible laboratorio de comportamiento humano en el que analizar, en directo, una inédita disrupción de nuestra conducta vital, social y política.

A propósito de esta última derivada: desde hace semanas, muchos giran la vista al Este, no exenta de cierta envidia, al ver la aplicación desembridada de draconianas medidas de confinamiento con tanto menoscabo de los derechos fundamentales -oxímoron- de los ciudadanos de la provincia de Hubei, como éxito en sus resultados.

La Teoría Política siempre ha manejado el axioma de que la democracia, frente al totalitarismo, era inmune a sismicidades exógenas al ser capaz de discriminar entre procedimientos y resultados. Pues el sensacional experimento planetario del que todos somos cobayas arroja resultados extraordinariamente reforzadores de la democracia ante las tentaciones deslegitimadoras de su rol y de su capacidad de respuesta en situaciones extremas.

Hoy, españoles, italianos, franceses y pronto muchos otros ciudadanos de regímenes plenamente democráticos sufrimos severas cortapisas en muchos de nuestros derechos, pero elaboradas, acordadas y aplicadas en un entorno de garantías que, cuando pase la ponzoña, que pasará, seguirán allí, puesto que el valor de la democracia no radica en los beneficios que genera, sino en los derechos que avala. Que esta tragedia secular sirva, al menos, para replantear prioridades y fijar certezas.

Nota bene. Todos los entrecomillados en cursiva pertenecen a La peste (1947), de Albert Camus.

¿Estado de alarma y exclusión de responsabilidad patrimonial? El caso de la AEMPS

En materia de responsabilidad de los poderes públicos existen diversas previsiones constitucionales; por ejemplo, en los artículos 9 y 121, siendo la contenida en el artículo 106.2 de la Constitución la esencial en orden a la configuración del sistema de responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas. Conforme a este precepto:

“2. Los particulares, en los términos establecidos por la ley, tendrán derecho a ser indemnizados por toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos”.

Este artículo cuenta ahora con un desarrollo de orden legal en la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen jurídico del sector público (artículos 32 y ss.) y en su inmediata predecesora, la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento administrativo común de las Administraciones públicas.

La responsabilidad de los poderes y Administraciones Públicas es, por tanto, un mandato constitucional insoslayable, incluso, por lo que aquí interesa, durante la declaración de los estados de alarma, excepción y sitio, contemplados en el artículo 116 de la Constitución, que en su apartado 6 dispone que “la declaración de los estados de alarma, de excepción y de sitio no modificarán el principio de responsabilidad del Gobierno y de sus agentes reconocidos en la Constitución y en las leyes”.

Por si pudiera considerarse que el precepto constitucional podía limitar la responsabilidad a la estrictamente política, la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, establece en su artículo tercero, apartado dos:

“Dos. Quienes como consecuencia de la aplicación de los actos y disposiciones adoptadas durante la vigencia de estos estados sufran, de forma directa, o en su persona, derechos o bienes, daños o perjuicios por actos que no les sean imputables, tendrán derecho a ser indemnizados de acuerdo con lo dispuesto en las leyes”.

Es cierto que la LO 4/1981 no establece una clara correspondencia entre las medidas que pueden adoptarse por el Gobierno y demás autoridades habilitadas en función del estado excepcional que se declare y el régimen de responsabilidad patrimonial indicado; de hecho, algunas de las medidas que se contemplan (como las requisas, las ocupaciones o intervenciones temporales de inmuebles o empresas o las prestaciones personales forzosas) parece lógico deducir que tendrían su cauce de resarcimiento en otras normas, como la Ley de Expropiación Forzosa. Pero lo que sí parece claro es que la voluntad de la Constitución y de la LO 4/1981 es la de que se proceda a reparar los perjuicios que se causen durante los estados de alarma, excepción y sitio, con causa en las decisiones, disposiciones y actos que adopten los poderes públicos competentes. Según el tipo de acto, disposición o resolución, habrá de acudirse a la norma en cada caso aplicable, pero la posibilidad de la indemnización o reparación está claramente admitida por nuestro ordenamiento.

Además de lo anterior, ha de reparase en que la Administración actúa con sometimiento pleno a la ley y al derecho (art.103.1 CE) y que “los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican” (art.106.1 CE). Quiere decirse con ello que la ley no es disponible para las Administraciones públicas, que han de actuar siempre sometidas al principio de legalidad.

Atendiendo a las anteriores consideraciones, llama la atención el contenido de la Orden SND/326/2020, de 6 de abril, por la que se establecen medidas especiales para el otorgamiento de licencias previas de funcionamiento de instalaciones y para la puesta en funcionamiento de determinados productos sanitarios sin marcado CE con ocasión de la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19 (BOE de 7 de abril de 2020).

De conformidad con la fundamentación que indica en su preámbulo, la Orden procede al establecimiento de medidas especiales en materia de licencia previa de funcionamiento de instalaciones y garantías sanitarias requeridas a los productos sanitarios recogidos en el anexo, que son mascarillas quirúrgicas y batas quirúrgicas, por considerarse necesarios para la protección de la salud pública en la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. Acto seguido, prevé la Orden que la fabricación de productos sanitarios necesarios para hacer frente a la pandemia generada por el COVID-19 seguirá requiriendo la licencia previa de funcionamiento de instalaciones establecida en el artículo 9 del Real Decreto 1591/2009, y deberá cumplir con los requisitos establecidos en dicha norma. Si bien se contempla que la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) podrá otorgar, previa solicitud del interesado, una licencia excepcional o una modificación temporal de la licencia existente, tras la valoración en cada caso de las condiciones generales de las instalaciones, su sistema de calidad y documentación del producto fabricado, para la fabricación de los productos sanitarios necesarios para la protección de la salud pública en la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19.

Junto a ello, “se insta” a la AEMPS a que, en aplicación de lo dispuesto en el artículo 15 del Real Decreto 1591/2009, proceda a expedir, tras la valoración de la documentación necesaria en cada caso, cuantas autorizaciones expresas sean posibles para la utilización de aquellos productos precisos para atender a las necesidades generadas por el COVID-19 y que no hayan satisfecho los procedimientos de evaluación de la conformidad indicados en el artículo 13 del citado Real Decreto 1591/2009, todo ello en interés de la protección de la salud pública. En estos casos de expedición de autorizaciones expresas para la utilización de productos “que no hayan superado los procedimientos de evaluación de la conformidad” exigidos por el ordenamiento, se establece que la AEMPS, con carácter excepcional, en función del producto y previa valoración en cada caso de las garantías ofrecidas por el fabricante, podrá establecer qué garantías sanitarias de las previstas en el artículo 4 del Real Decreto 1591/2009, resultan exigibles.

En definitiva, lo que prevé la Orden examinada es una lógica relajación de los requisitos que establece el ordenamiento para que sean admitidos a la utilización por personas en el ámbito médico de determinados productos sanitarios, ante la evidente situación de desabastecimiento. Esa relajación se instrumenta a través de la descrita actuación de la AEMPS, regulada e “instada” por el Ministerio competente, por medio de esta Orden. Por todo ello, no parece admisible la regla que contiene el apartado quinto de la Orden que, bajo el título “Responsabilidad”, establece lo siguiente:

“La eventual responsabilidad patrimonial que pudiera imputarse por razón de la licencia excepcional previa de funcionamiento de instalaciones, el uso de productos sin el marcado CE, en aplicación del artículo 15 del Real Decreto 1591/2009, de 16 de octubre, o de las garantías sanitarias no exigidas a un producto será asumida por la Administración General del Estado, de acuerdo con las disposiciones aplicables de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, siempre que dicho producto sanitario haya sido entregado al Ministerio de Sanidad con la finalidad de atender a los afectados por la pandemia ocasionada por el COVID-19 o ayudar a su control, sin la obtención de ningún tipo de beneficio empresarial por parte de la persona física o jurídica autorizada para su fabricación y puesta en funcionamiento o de cualesquiera otras que intervengan en dicho proceso.

Las autorizaciones que se expidan en aplicación de la presente orden invocarán expresamente este artículo y dejarán constancia de las circunstancias a que se refiere el mismo”.

El régimen de responsabilidad patrimonial es de orden imperativo; la Administración no puede eludirlo con fundamento en una orden ministerial, por mucho que haya sido dictada durante el estado de alarma y con el amparo del Real Decreto 463/2020, que no contiene especialidad alguna en la materia que pudiera permitir a la Administración General del Estado alterar el régimen que contiene la Ley 40/2015. Entender, como hace esta Orden, que la Administración puede eludir su responsabilidad por los daños derivados de productos sanitarios eventualmente defectuosos, fabricados de acuerdo con las prescripciones de esta Orden, no parece acomodarse al descrito régimen legal.

En esta situación, quienes acudan al régimen de licencias y autorizaciones de la AEMPS que regula esta Orden (la Agencia ya ha dictado instrucciones en aplicación de esta Orden: https://www.aemps.gob.es/informa/notasInformativas/productosSanitarios/2020/20-04-07_requisitos_empresas_fabricantes_mascarillas_y_batas_quirurgicas.pdf?x79735 ) deben tener en cuenta que la Orden solo estará vigente hasta la finalización de las prórrogas del estado de alarma. Mientras esté en vigor, el régimen de asunción y exención de responsabilidad patrimonial por la Administración General del Estado no parece compadecerse con la Ley 40/2015.

Como indica la propia Orden, contra ella “se podrá interponer recurso contencioso-administrativo en el plazo de dos meses a partir del día siguiente al de su publicación, ante la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 12 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa”. Una de las cuestiones que podría sustentar la postura de defensa de las empresas que se acojan a este régimen sería recurrir ese régimen de responsabilidad, por las razones expuestas.

Apuntes para líderes confinados

Un mes después de la declaración del estado de alarma por la pandemia del COVID-19 seguimos acumulando ruedas de prensa de elevados propósitos y magros resultados, mientras la edición especial del BOE que recopila las normas dictadas en éste tiempo ocupa ya 600 páginas. Se amontonan en el diario oficial más de cien normas de ámbito estatal para hacer frente a la crisis, desde los imponentes reales decretos, como el RD 463/2020 que decretó la alarma, fuente de excepción y restricción de derechos, hasta las humildes y burocráticas Resoluciones dictadas por todo tipo de autoridades y organismos. Un frío, gris y burocrático retrato de este mes de pesadilla que tiene la virtud de mostrar con precisión quirúrgica el proceso de toma de decisiones políticas seguido desde la eclosión oficial del Covid-19: todas decisiones unilaterales del Gobierno bajo el paraguas de los poderes extraordinarios que le otorgan el art. 116 de la Constitución y la Ley Orgánica 4/1981 que regula los estados de alarma, excepción y sitio.

En términos jurídicos es discutible este modo de conducirse. Pero, más allá de vacilaciones, retrasos y rectificaciones que se verán con más claridad cuando se despeje la bruma del campo de batalla, resulta forzoso reconocer que frente a un enemigo invisible y desconocido que ha paralizado el mundo sin manual de instrucciones, estas semanas de vértigo encajan en las que el art. 1-1 de la Ley Orgánica 4/1981 denomina: circunstancias extraordinarias que hacen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes.

Lo cierto es que, dotado de poderes extraordinarios, el Gobierno se ha manejado en la más estricta soledad. En términos políticos no era el único camino, pero fue el elegido, buscando la aprobación de sus decisiones a posteriori o en momentos cuasi inmediatos a su anuncio público y con muchas más horas dedicadas a la construcción del relato y a la comunicación de sus actos que a la búsqueda de su respaldo político y social. Si algo ha quedado claro tras el bronco pleno del Congreso del pasado jueves es que ese camino ha tocado a su fin. La solicitud de prórroga del estado de alarma salió adelante con 270 votos a favor, pero las mayorías para aprobar los tres Decretos con medidas económicas y sociales complementarias han sido mucho más exiguas. Y en el caso de la convalidación del RD Ley 11/2020 de medidas urgentes en el ámbito social y económico los votos favorables (171) fueron inferiores a las abstenciones (174). Anticipo de futuras derrotas parlamentarias si la mayoría gobernante sigue caminando sola; la fractura política amenaza con hacerse irreversible en el peor de los momentos posibles.

Por otra parte, la manera en que ha sido recibido el ofrecimiento del Presidente Sánchez de unos nuevos Pactos de la Moncloa, con la honrosa excepción de Inés Arrimadas y Ciudadanos, demuestra que desandar ahora el camino de aquella soledad buscada no resultará nada sencillo y requerirá unos esfuerzos que dudo se estén haciendo. Desde luego, empezar a compartir la toma de decisiones (incluso las que se cobijan bajo un desconocido Comité Científico) no puede demorarse más si se pretende sinceramente algún acuerdo político o social. Si la fuente de conocimiento de los pasos que va dando el Gobierno, muchos de ellos imprevisibles, sigue siendo el BOE para partidos y agentes sociales, que el Gobierno no pretenda reclamar unidad y lealtad.

Dada la referencia permanente a los Pactos de la Moncloa, conviene recordar que aquél gran acuerdo, clave para el éxito de la Transición, fue sólo un hito dentro de un proceso que se había iniciado bastante antes. Todas las fuerzas políticas que firmaron los pactos el 27 de Octubre de 1977 venían de celebrar las elecciones generales del 15 de Junio de 1977, primeras elecciones democráticas desde la 2ª República, en las que ya había participado el recién legalizado PCE, hasta ese momento hegemónico en la oposición clandestina a la dictadura franquista. Durante mucho tiempo tanto su legalización como su participación en esas elecciones estuvieron en el aire. Las bases de su integración en la naciente democracia española acumulaban horas y horas de discretísimos contactos, culminados con el que seguramente fue el encuentro clave: la reunión entre Santiago Carrillo, Secretario General de un todavía ilegal Partido Comunista de España, y Adolfo Suárez, Presidente del Gobierno, en el chalet del abogado José Mario Armero a las afueras de Madrid el 27 de febrero de 1977.

En aquella minimalista reunión de seis horas brotó el elemento clave sobre el que se cimentaron los acuerdos que estaban por venir: la confianza entre Carrillo y Suárez, la seguridad de que aún siendo rivales políticos muy distanciados ideológicamente, en aquél momento histórico, compartían un objetivo político que sin duda les transcendía, pero en cuya consecución los dos eran imprescindibles. Uno aportando la legitimidad necesaria al proceso que nacería de aquellas primeras elecciones democráticas, y el otro impulsando la legalidad que necesitaba el PCE para incorporarse como un actor más del juego democrático.

La discreción, profundidad y eficacia de aquel encuentro es un ejemplo de cómo construir un verdadero “pacto iceberg” capaz de imponerse a una realidad llena de obstáculos.

Otra referencia histórica se ha vuelto recurrente de la mano de épicas metáforas bélicas: la figura más plagiada últimamente es la de Winston Churchill. Su discurso en los Comunes del 13 de Mayo de 1940, dos días después de haber tomado posesión -aquél en el que manifiesta no poder ofrecer otra cosa más “que sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”- ha sido citado por el Presidente Sánchez y por Pablo Casado reiteradamente. Pero nadie se convierte en Churchill por repetir sus frases enfáticamente. Ambos deberían recordar que lo primero que hizo Sir Winston tras su nombramiento fue formar un gobierno de amplio espectro con representación de todos los partidos, incorporando de forma inmediata al reducido gabinete de guerra de cinco miembros a su detestado Chamberlain y a los lideres de la oposición laborista; de hecho, Clement Attlee, el líder laborista, fue su Viceprimer Ministro en el gobierno de coalición. Attlee, apodado “el pigmeo”, una figura muy a tener en cuenta, se ocupaba de la política doméstica y de mantener a pleno rendimiento la maquinaria de guerra, mientras Churchill trazaba la estrategia y mantenía la moral de la nación con su poderosa oratoria.

Nuevamente la confianza entre dos líderes en apariencia antagónicos permitió, en este caso al Reino Unido, superar sus horas más difíciles, y a ambos afianzar sus liderazgos. Churchill ganó la guerra, pero Attlee ganó las elecciones celebradas a su conclusión y gobernó durante los siguientes seis años.

Para los que piensen que permanecer en la oposición esperando al fracaso del rival es la mejor táctica para llegar al poder, ahí tienen al sensato Attlee como prueba de lo contrario. Y es que en situaciones críticas de la magnitud de la que afrontamos, o formas parte de la solución o te conviertes en un problema. Algo que la oposición no debiera olvidar, al menos la que se sitúa en los márgenes interiores de lo que se viene denominando constitucionalismo, y está en disposición de facilitar mayorías parlamentarias por si misma.

Esta semana que iniciamos puede ser un punto de no retorno si fracasan las anunciadas reuniones del Gobierno y los distintos partidos. El inventario de dificultades que se oponen a esa unidad política que tanto se invoca podría ser interminable, pero no son momentos para regodearse en el deber ser, sino en el ser; en lo que forzosamente tiene que ser. Porque con la atenuación del confinamiento y el levantamiento del estado de alarma, aunque resulte paradójico, se iniciará una etapa menos cruda pero más compleja, difícil y duradera: la que ya se ha bautizado como la de “la reconstrucción económica y social”. Hasta la fecha se han adoptado muchas medidas de urgencia en los más diversos ámbitos: sanitario, económico, social, laboral…muchas de ellas, sin el consenso necesario. Pero ahora se trata de adoptar un enfoque no tanto coyuntural sino estructural con el objeto de hacer frente a una crisis sin precedentes que impactará con fuerza en nuestra economía, también en nuestros hábitos sociales y en nuestras instituciones.

Recordaba el profesor Fuentes Quintana en su presentación de los Pactos de la Moncloa que “las soluciones a los problemas económicos nunca son económicas, sino políticas”. Conviene recordarlo y advertir que ,sin un consenso político amplio sobre las medidas a implementar y unas mayorías parlamentarias sólidas que las apoyen, los próximos meses pueden volverse durísimos. La solución de un gran pacto político nacional, seguido de un gobierno de amplia base con ese pacto como hoja de ruta, parece lo ideal; pero ya sabemos que en política, las más de las veces, lo mejor es enemigo de lo posible, así que cualquier otro formato podría ser aceptable siempre que se garanticen mayorías parlamentarias transversales y amplias para sacar adelante las reformas necesarias, que además fortalezcan la credibilidad del Gobierno en el complejo marco de la UE y permitan aprobar los Presupuestos que doten económicamente al plan de reconstrucción. Eso ahora mismo sólo parece estar al alcance de dos partidos y dos líderes, ellos lo saben, la sociedad española también y tomará buena cuenta de sus pasos. Pueden esbozarse cuatro ideas sobre las que cimentar el pacto:

  1. No excluir a ninguna fuerza política a priori. Se trata de reforzar mayorías, no reducirlas o limitarlas. Para el acuerdo importa mas el qué que el quién.
  2. Marcar como objetivo de lo que reste de Legislatura reconstruir el tejido productivo que resulte dañado y potenciar las redes de solidaridad, reduciendo al mínimo el costo social de la crisis. En definitiva proteger rentas y asegurar la liquidez de las empresas para que puedan continuar con su actividad y mantener el empleo. Cualquier otra agenda política ya sea del Gobierno o de la oposición debería  quedar aparcada.
  3. Aprovechar la fuerza y recursos de una sociedad civil y un tejido empresarial, científico y tecnológico que ha mostrado robustez, capacidad de innovación y adaptabilidad. No se trata de sustituir a la sociedad por un estatismo trasnochado. Una sociedad que se ha demostrado ya plenamente integrada en el siglo XXI no necesita políticas del siglo XIX.
  4. Poner en el centro de todas las políticas los principios de coordinación y cooperación. Momentos disruptivos como el que atravesamos aceleran determinados procesos históricos y en España desde hace años vivimos atrapados en el dilema integración/desintegración, lo que esta pandemia ha venido a confirmar es que la escala de integración para los servicios públicos esenciales tiene que ser como mínimo nacional, y a ser posible europea. El bochornoso espectáculo de los 17 sistemas autonómicos de acopio y compra de material y equipos de protección, tests o respiradores, ante la incapacidad de un Ministerio de Sanidad reducido a mero cascarón, no puede volver a repetirse. Igualmente ésta crisis ha puesto de manifiesto la necesidad de contar con sistemas de recogida de datos, información y evaluación rigurosos, homologables y transparentes que guíen la toma de decisiones.

Seguramente que quien haya llegado hasta aquí pensará que pertenezco a la cofradía de los ingenuos, de los convencidos de que nuestros líderes actúan movidos por su bondad intrínseca, cuando la mayoría los considera de la especie de los escorpiones, incapaces de sobreponerse a su naturaleza. Y, sin embargo, no es así. No confío tanto en la virtud como en el instinto de conservación. Porque si algo ha liberado esta crisis es una enorme energía social que se expresa en los balcones, en los supermercados, en los transportistas de guardia, en la titánica tarea de nuestros sanitarios; en la entrega de policías, militares, guardias civiles, bomberos; en los múltiples voluntarios dispuestos a rellenar con imaginación los huecos de unos servicios públicos desbordados; en el talento y la inteligencia colectiva puesta al servicio de la sociedad por nuestro científicos, centros tecnológicos y de investigación, redes de innovación y empresas que se han puesto a producir los bienes que necesitábamos sin esperar a ningún encargo oficial. Toda esa energía está ahora volcada en la fase más aguda de combate del virus, ocupada en salvar vidas y proteger a la sociedad. Pero que nadie dude que esa energía necesitará liderazgo, cauce para seguir movilizada en positivo, alguien que se ponga al frente y traduzca toda esa energía en reformas, en acción positiva de transformación de un sociedad cuestionada en muchos de sus axiomas y costumbres. La pregunta pertinente es: ¿quién se hace cargo de éste liderazgo? Si esa energía no se encauza, lo mas probable es que se vuelva contra los que pudiendo liderarla no quieran o no sepan hacerlo. Ejemplos próximos tenemos de grandes movilizaciones en las calles que al quedar desarticuladas y sin liderazgo probablemente vuelvan su energía contra quien no quiso o no supo traducirla en acción política efectiva.

El mundo al que saldremos después del confinamiento ya no será el mismo. Se han impuesto restricciones a las libertades individuales y nos queda un tiempo de ajustes, sacrificios y obligaciones añadidas para todos. Seguramente que algunos de los controles impuestos de forma temporal se convertirán en estructurales, y en éste escenario emerge un intangible imprescindible para la reconstrucción: la confianza. La confianza desaparecida entre los líderes que permanecen confinados en el confort de los bloques ideológicos en los que se ha dividido la sociedad español. Pero sobre todo, la confianza que para aceptar todo esto los ciudadanos necesitan depositar en sus instituciones y en los que las dirigen, en su capacidad para tomar las decisiones que impone el interés general. Si los lideres políticos son incapaces de fijar objetivos comunes y llegar a los acuerdos necesarios para alcanzarlos, si son incapaces de poner lo común por delante de ideologías e intereses propios, nadie dude de que sufrirán un agudo y natural proceso de pérdida de confianza y deslegitimación social. Y detrás de la deslegitimación de las instituciones de la democracia liberal, la nuestra, ya sabemos lo que viene.

Por eso espero que todos los que invocan a Churchill no sólo le citen, sino que acaben comportándose como él, demostrando liderazgo y capacidad de generar confianza y algunos, incluso, recuerden a Clement Attlee y su victoria electoral de 1945.

La democracia liberal vencerá al coronavirus solo con transparencia y tecnología

Artículo originalmente publicado aquí.

 

Las medidas tardías que muchos países, entre ellos España, están tomando ante el coronavirus, como los toques de queda y el cierre de fronteras, están desviando nuestra perspectiva en torno a la problemática que esta crisis nos plantea.

Parece que estamos escogiendo las restricciones por encima de la transparencia y la gestión eficiente de la información, y creo que ahí radica nuestro mayor error. Otro es poner de ejemplo en el combate de esta pandemia a China, que posiciona su sistema restrictivo en nuestro top of mind, y no volteamos la mirada a cómo deberíamos mejorar nuestras libertades.

La crisis mundial ha puesto en duda las democracias liberales, haciéndonos olvidar que las características restrictivas de los populismos traerán las peores recetas para afrontar los retos que nuestras sociedades tienen planteadas, más allá de la coyuntura actual. Sin embargo, una gran esperanza, y enseñanza, está llegando de los países asiáticos libres.

En mi último libro, Qué robot se ha llevado mi queso, hablo del caso de Corea del Sur. El país asiático es el número uno en cuanto a la cantidad de robots por trabajador (según los últimos datos disponibles de la IFR, ocupa el primer lugar, con 531 unidades por cada 10.000 trabajadores). Ser el número uno en cantidad de robots por trabajador no es sinónimo de alto desempleo, allí por el contrario es bajísimo, en torno al 4%.

¿Dónde está el secreto de Corea del Sur?

El informe PISA y otros sondeos como el TIMSS o el PIRLS sitúan a Corea del Sur a la cabeza en educación, superando incluso a países como Finlandia, tradicionalmente en la vanguardia. Allí, la enseñanza es gratuita entre los 7 y 15 años, el Estado destina a la educación casi un 7% del PIB (España, solo 4,5%); las políticas educativas son de largo plazo, se apuesta por la tecnología en el aula y los alumnos reciben en promedio de 10 horas de clases diarias, logrando 16 horas más de estudio a la semana que la media de la OCDE.

La crisis y el miedo están instalando ideas como que la mano dura o el autoritarismo son buenas recetas para frenar la expansión del virus. Pero una sociedad libre y evolucionada debería pensar en generar soluciones y conciencia a partir del acceso a la información; en mejorar las libertades.

Muchos artículos hablan de la falta de liderazgo, pero en cambio yo veo aquí una carencia de herramientas para mejorar la transparencia en nuestras sociedades; y estas herramientas son no solo tecnológicas, sino políticas, sociales, legales y culturales; herramientas que nos permitan disponer y compartir la información en beneficio de todos.

“La gran ventaja de los humanos sobre los virus es su capacidad de intercambiar información”, dice el escritor israelí Yuval Noah Harari en esta entrevista en El País. Emerge así un nuevo reto para las sociedades libres del mundo, el de compartir y gestionar la información de manera ágil, oportuna, eficiente y transparente.

Hay una variable tecnológica que se destaca como relevante, pero de nada sirve sin una cultura abierta al uso de la información para que sucedan cosas; piénsese por ejemplo en la app que lanzó Corea del Sur, que conecta a la gente obligada a quedarse en casa con las autoridades sanitarias para monitorizar su evolución. En realidad, están corriendo varias apps. Una es de uso obligatorio para aquellos que llegan al país de otras zonas de riesgo (actualmente, China, Hong Kong, Macao, Irán y prácticamente toda Europa) o están en cuarentena, y obliga a responder a un cuestionario diario sobre si hay o no síntomas. Las otras no. La app oficial fue desarrollada por el Ministerio del Interior y Seguridad, y permite al Gobierno monitorizar a los ciudadanos cuando se encuentran en cuarentena, así como localizar a quienes tienen prohibido abandonar sus hogares. Luego entran apps privadas, de uso voluntario (pero toda su información puede ser usada por las autoridades). Las más populares son CoronaNow, creada por jóvenes, y la ya célebre Corona 100, desarrollada por una empresa privada.

Tecnología y política

Taiwán es otro caso paradigmático –destacado ya por muchos medios– que tenía todas las de perder, con casi un millón de nacionales residiendo y trabajando en la China continental. Pero respondió rápido, con transparencia y eficacia. Creó un centro multidisciplinar de Mando Sanitario que trabaja 24/7 desde enero y cuyo principal objetivo es la recolección y transmisión de datos provenientes de los principales sectores, como la salud, la economía, el transporte y la educación.

Ciertamente, Taiwán fue sumando restricciones, pero lo hizo de manera oportuna y siguiendo lo que la data le iba diciendo, con transparencia intersectorial y de cara a la sociedad. Una restricción nunca debería tomarse sin información, sino que debe ser una consecuencia de ella.

Trazar y testear por dónde ha pasado el virus usando el poder del big data ha sido una de las claves en los países asiáticos para frenar el contagio. Otra razón es que países como Corea del Sur ya estaban preparados por escenarios similares anteriores, por lo que no esperaron a que los posibles contagiados (trackeados) fueran a los hospitales, sino que los fueron a buscar. En estas sociedades se ha erigido un complejo andamiaje tecnológico y humano para frenar el virus, que incluye entrevista personales y el acceso a todos los datos de los individuos con el uso de apps que han servido para cruzar y sistematizar la información.

Si queremos seguir siendo sociedades libres, tendremos que hacerlo de la mano de la tecnología y la transparencia. Ya no queda lugar para procesos opacos en la toma de decisiones. Mejorar las libertades será mil veces mejor que aumentar las restricciones.

Ante situaciones extraordinarias, medidas extraordinarias ¿Qué consecuencias jurídicas tiene el conoravirus en el comercio internacional y en nuestros contratos?

La crisis sanitaria que estamos viviendo está teniendo un innegable efecto —tanto directo como indirecto—, en la economía global y en la actividad de las empresas, lo que está desencadenando consecuencias jurídicas de diversa índole.

En efecto, son varias las empresas que han comenzado a declarar escenarios de fuerza mayor en respuesta a las dificultades a las que enfrentan, tratando así de protegerse frente a distintas reclamaciones por incumplimientos contractuales. En España, el debate se inició a raíz de la cancelación del Mobile World Congress (MWC) por parte de su organizadora —GSMA—, en la que se alegó una situación de fuerza mayor, dejando en el aire tanto contratos millonarios con compañías expositoras, como reservas y desplazamientos. Así, durante las últimas semanas se han presentado distintas reclamaciones en las que se invoca fuerza mayor que involucran a un comprador o proveedor hasta ahora mayoritariamente chino.

Debido a la posición de China en el comercio internacional —que representa más del 16% del PIB global—, así como a su presencia en las distintas industrias, los efectos del coronavirus empezaron a manifestarse en el ámbito de las relaciones contractuales hace ya unas semanas (i.e. contratos de suministro). Uno de los sectores que más se ha visto afectado por la propagación del COVID-19 es el automovilístico, en el que China es la principal exportadora de componentes para su producción, como el cobre, cubriendo el gigante asiático la mitad de la demanda a nivel mundial. Asimismo, el sector tecnológico está sufriendo un gran impacto, dado que China es el mayor fabricante de componentes electrónicos, siendo el responsable de casi un 30% de las exportaciones a nivel mundial.

En un intento de hacer frente a esta situación, el gobierno chino ha emitido más de 3.000 certificados para evitar que las empresas chinas se enfrenten a potenciales reclamaciones legales relativas a incumplimientos contractuales relacionados con el coronavirus, aludiendo a causas de fuerza mayor. No obstante, la cuestión sobre si dichos certificados tendrán fuerza vinculante, y serán reconocidos por el resto de las jurisdicciones, no es baladí.

De igual forma tenemos que tener en cuenta que la invocación de fuerza mayor puede ser relevante no sólo para los proveedores, que pueden verse impedidos de cumplir en plazo, sino también para los compradores que han podido ver imposibilitada la entrega y pueden verse a su vez incapacitados de cumplir posteriormente. Si bien con la invocación de la fuerza mayor lo que se pretende es ganar la exención de responsabilidad, de cara a alegar su invocación debemos llevar a cabo una labor de interpretación del contrato porque esta limitación de responsabilidad es una excepción al criterio preferencial que es el de la “lealtad de la palabra” o lo que se conoce como pacta sunt servanda. Es decir, que los contratos se firman para cumplirse y si no se cumplen este incumplimiento acarreará consecuencias en el ámbito jurídico.

Ahora bien, de cara a poder determinar si una parte contratante puede invocar o no la exención contractual en caso de epidemia depende principalmente de si pactó esta posibilidad en el contrato recogiendo términos como “fuerza mayor”, “frustración del contrato”, “material adverse change” y “Hardship Clause”.

Pero, ¿qué sucede si no se ha previsto contractualmente la fuerza mayor? 

En el caso de que no se hubiera previsto contractualmente tendremos que analizar si existe normativa internacional que lo regule (como puede ser el caso por ejemplo de la “Convención de las Naciones Unidas sobre los Contratos de Compraventa Internacional de Mercaderías (CIM)”, del año 1980, que en su artículo 79 prevé la exención de responsabilidad debido a un impedimento imprevisible e inevitable) y la ley aplicable a la potencial controversia.

En relación con la ley aplicable, en el caso de China por ejemplo si una empresa invoca la fuerza mayor, es altamente probable que un tribunal chino la exonere de responsabilidad aludiendo a causas de fuerza mayor. No obstante, el resultado puede no ser el mismo en caso de que dichos certificados de fuerza mayor se invoquen ante los tribunales de los países occidentales, toda vez que el gobierno chino no tiene reconocida una autoridad global, y que éstos fueron emitidos con anterioridad a que el coronavirus fuese oficialmente calificado como pandemia.

¿Cuál es la situación en España? 

En el caso particular de España, me gustaría hacer referencia no sólo a la figura de la fuerza mayor sino también a lo que se conoce como clausula rebus sic stantibus.

En cuanto a la fuerza mayor, para que sea eximente de responsabilidad civil (art. 1105 CC) debe tratarse de un suceso imprevisible, o que, a pesar de ser previsible, por lo menos fuera inevitable. Nuestro, Tribunal Supremo ha analizado los conceptos de inevitabilidad y de imprevisibilidad sin grandes cambios a lo largo de los años indicando que el nadie puede responder de un daño que no pudo prevenir, ni evitar empleando los medios que le eran exigibles y debiendo hacerse esta valoración atendiendo a las circunstancias concurrentes en el momento en el que se produjeron los daños. Ejemplo de estos hechos, susceptibles de ser calificados como fuerza mayor, son, entre otros, el miedo a volar a causa de conflictos bélicos en otros países, los atentados terroristas internacionales o los efectos de una gripe de ámbito global entre los pasajeros de un crucero.

Por su parte la cláusula rebus sic stantibus hace referencia a la relevancia del cambio o mutación de las condiciones básicas del contrato, también se perfila como el instrumento jurídico apropiado para resolver los múltiples conflictos económicos, principalmente ante incumplimientos de un contrato, que comienzan a emerger por culpa del coronavirus. Esta cláusula fue recientemente reinterpretada por la Sala Primera del Tribunal Supremo a través de sus sentencias de 30 de junio 2014, 15 de octubre 2014 y 24 de febrero de 2014 de una forma novedosa e innovadora para paliar los efectos de la anterior crisis económica al entender que “dicha crisis pudo ser considerada abiertamente como un fenómeno de la economía capaz de generar un grave trastorno o mutación de las circunstancias y por tanto, alterar las bases sobre las cuales la iniciación y desarrollo de las relaciones contractuales se habían establecido”

Ante este escenario, ¿qué pueden hacer las empresas para proteger sus derechos a nivel jurídico?

  1. Proceder a examinar el contrato y ver si existe una cláusula de fuerza mayor, analizar si en esa cláusula puede entenderse incluido un caso como el coronavirus, de qué riesgos debe responder cada parte, si existe algún plazo específico para accionar y cuáles son las causas de terminación anticipada que puedan ser invocadas, etc.
  2. Examinar cuál es la ley aplicable, ya sea como complemento a las disposiciones contractuales o de forma supletoria en el caso de que no existiera tal previsión.
  3. Revisar las pólizas de seguro que tengamos suscritas para analizar cuál es su alcance, si está excluida o no la fuerza mayor, cuáles son los procedimientos y plazos a tener en cuenta a los efectos de comunicar potenciales daños, identificar las circunstancias que agravan los riesgos contratados y los deberes que de ello resultan.
  4. Adoptar medidas para mitigar el daño, anticipándose y evitando actos propios que puedan perjudicar posibles acciones futuras, agotando todos los medios a su alcance, incluidos los alternativos para dar cumplimiento a las obligaciones pactadas
  5. Contactar con la contraparte por escrito para explicar las circunstancias lo antes posible pero valorando si esté contacto y afirmaciones pueden tener algún efecto sobre otros contratos.
  6. Recabar pruebas de forma paralela, por ejemplo, noticias de prensa, declaraciones en redes, grabando y transcribiendo conversaciones verbales, etc.

¿Y si tenemos que formalizar un nuevo contrato?

En el caso de que tengamos que formalizar un nuevo contrato, os aconsejamos que consideréis las cláusulas de fuerza mayor con cuidado, valorando detenidamente la elección de la ley aplicable y de las cláusulas de sumisión a tribunales o arbitraje, pues considero que el arbitraje y la mediación pueden ser los grandes aliados para superar estas controversias. Veámoslo.

La complicada situación que estamos viviendo y que a tantas empresas afecta unida a la paralización de la mayoría de los procedimientos judiciales en prácticamente todos los países y la imposibilidad de presentar actualmente nuevas demandas judiciales va a ocasionar verdaderas dificultades a la Administración de Justicia de numerosos países, entre ellos España, a la hora de gestionar, de manera eficaz, los conflictos existentes y los que ya están surgiendo. Este es el motivo por el que, en este escenario, donde confluyen intereses internacionales, el arbitraje y la mediación van a jugar un papel fundamental en la resolución de los conflictos originados por el coronavirus.

Además, no podemos olvidar que tanto la mediación como el arbitraje tienen una característica común que a día de hoy es de alto valor añadido: es el uso constante de la tecnología a la hora de tramitar los procedimientos, pues se permiten las notificaciones telemáticas, videoconferencias, expedientes online, comunicaciones electrónicas, etc. sin que sea necesario tener que desplazarse para celebrar vistas o reuniones si las partes así lo deciden.

Por último, no me gustaría terminar sin hacer la siguiente reflexión: si bien es probable que haya un amplio margen para el debate legal sobre la interpretación de las cláusulas de fuerza mayor y la potencial aplicación de la cláusula rebus sic stantibus y que es importante que sigamos las recomendaciones indicadas desde este mismo momento, pienso que las consideraciones comerciales deben tener prioridad. Si los proveedores, subcontratistas y contratistas desean continuar trabajando juntos en el futuro, en circunstancias en las que ninguna de las partes tiene la culpa, se requerirá la comprensión de ambas partes. Si el objetivo compartido es la reanudación del desempeño lo antes posible, la colaboración, debe ser el camino a seguir.

La Responsabilidad Patrimonial de la Administración Pública y el COVID-19: entre la imprudencia y el dolo eventual

I.- No resulta controvertido que la institución de la responsabilidad patrimonial de la Administración Pública (RPA) descansa sobre la base de un sistema de responsabilidad de carácter directo y puramente objetivo, al margen, por tanto, de toda idea de culpa; criterio éste que no es consecuencia de la regulación que al respecto previenen la Ley 39/2015 (LPAC) y, principalmente, la Ley 40/2015 (LRJSP), sino del que previamente quedaba regulado en la Ley 30/1992 (LRJ-PAC), modificada parcialmente por la Ley 4/1999, de 13 de enero, e incluso en textos legales más alejados en el tiempo como son la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957 y la Ley de Expropiación Forzosa de 1954, al establecer, ésta última, la responsabilidad de la Administración en los casos de “funcionamiento normal”, lo que, por tanto, incluye los daños causados involuntariamente o, al menos, con una voluntad meramente incidental, es decir, no dirigida directamente a producirlos.

No obstante lo expuesto y sin perjuicio de lo que se dirá, se debe destacar que, con la promulgación de la Ley 4/1999, se unificó el régimen de la responsabilidad patrimonial que se aborda en este artículo, pues a partir del citado texto legal dejó de distinguirse entre responsabilidad objetiva cuando la Administración actuaba sometida al Derecho Administrativo y responsabilidad basada en la culpa cuando actuaba “bajo el paraguas” del Derecho Privado, estando, desde ese momento, configurada la RPA con un carácter objetivo.

Por otro lado y en lo que al criterio de imputación se refiere, se considera que, excluida, por lo que se dirá, la fuerza mayor del escenario en el que nos encontramos, la Administración sólo responderá de los daños que le sean jurídicamente imputables como consecuencia de su comportamiento activo u omisivo y que el ciudadano (también las personas jurídicas) no tengan el deber jurídico de soportar.

Nos encontramos, por tanto, con que la RPA es un mecanismo objetivo de protección integral de la esfera jurídica de los ciudadanos, incluyendo, como se ha dicho, a las personas jurídicas.

En sintonía con lo expuesto y profundizando un poco más, es notorio que la RPA exige el cumplimiento de dos presupuestos: i) la lesión del derecho (o bien jurídicamente protegido) y ii) la existencia del nexo de causalidad entre la lesión y el funcionamiento de los servicios públicos; estableciéndose respecto del primero que el daño sea efectivo, evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o grupo de personas.

En consonancia con lo manifestado, se puede indicar que la lesión de los derechos y de los intereses jurídicamente protegidos puede, por tanto, producirse por la inactividad –jurídica o material- de la Administración, si bien, para que esto suceda (daño por omisión) se requiere la existencia para ésta (de la Administración), de un previo deber jurídico de actuar y que tal deber no sea cumplido sin mediar causas de fuerza mayor.

Por tanto, si se produce la omisión de ese deber y de esa conducta, al menos, omisiva, resulta la lesión de un derecho (o de un bien jurídico protegido) de un ciudadano, de un grupo de ellos o de toda ciudadanía, y nace la obligación de la Administración de reparar la lesión causada.

II.- Hechas las consideraciones jurídicas que se entienden pertinentes para valorar la existencia (o no) de la RPA, se considera oportuno recordar, para concluir sobre la indubitada responsabilidad patrimonial de la Administración Pública en la gestión de la pandemia provocada por el COVID-19, una serie de acontecimientos y comunicados oficiales que evidencian que la tardía respuesta de nuestros gestores públicos ha ocasionado un daño que ha de ser resarcido mediante la RPA, sin perjuicio de las responsabilidades contractuales que se puedan derivar de otras consideraciones legales.

Expuesto lo anterior con carácter enunciativo (no preclusivo), se debe recordar que i) el 30 de enero de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la emergencia internacional provocada por el COVID-19, ii) que el 11 de febrero la OMS  alertó, nuevamente, sobre los efectos de esta pandemia, iii) que el 2 de marzo, el Centro Europeo para el Control y Prevención de Enfermedades advirtió de la rápida propagación del virus, recomendando que se limitaran las concentraciones masivas de gente, etc….

Ante estas advertencias al Poder Público Estatal, éste, en ausencia de diligencia, permitió, entre otros acontecimientos y después del 2 de marzo, que se celebrase en Madrid un concierto de Isabel Pantoja y se jugasen los partidos de fútbol entre el Atlético de Madrid y el Sevilla, entre el Valencia y el Atalanta, así como la celebración en Vista Alegre, el 8 de marzo, del meeting del partido político de Vox, alentando, como manifestación más grave de imprudencia o dolo eventual, que se acudiese, en toda España, a la  Manifestación del 8 de marzo, que reunió en Madrid a más de 150.000 personas, y a varios cientos de miles en el resto de España.

No obstante lo expuesto, pero evidenciando, por otro lado, que el Poder Ejecutivo Central era consciente de la magnitud de la pandemia, aunque no tomase las medidas oportunas para cortar su propagación, éste empezó a hacer acopio de material de protección, etc…, Sirva como prueba de ello que tanto Cofares como otros distribuidores farmacéuticos indicaron que, desde el 2 de marzo, la Agencia del Medicamento empezó a requisar mascarillas, resultando imposible proveer a los establecimientos.

III.- A modo de conclusión se puede afirmar que, si bien la crisis sanitaria provocada por el COVID-19 “aterrizó” –a nivel mundial- como un acontecimiento que se puede considerar de fuerza mayor por su carácter imprevisible, no es menos cierto que la Administración Pública española sabía de su existencia al menos a finales de enero, quedando ésta obligada, cuanto menos y desde entonces, a minimizar el impacto de esta crisis en todos los órdenes mediante la ejecución de las políticas públicas adecuadas.

No obstante, y como se ha acreditado, la Administración no sólo ha incurrido en una clara omisión de su deber de evitar la propagación del coronavirus, sino que con su actuación ha permitido –o eso parece- que el mismo se expanda incrementando el daño (moral y material) que está sufriendo el conjunto de la nación española, tanto a nivel social, como sanitario y económico.

Por tanto y excluida la fuerza mayor de la crisis que estamos viviendo, se puede afirmar la Administración Pública no ha puesto en marcha los mecanismos pertinentes para minimizar el impacto de ésta, sino que, como se ha dicho, ha contribuido, con sus acciones y omisiones, a que el daño aumente, dando lugar, cuando se determinen (cualitativa y cuantitativamente) los daños causados a que se pueda exigir la oportuna Responsabilidad Patrimonial por los cauces legales que permite nuestro ordenamiento jurídico. 

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