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La crisis silenciosa de liderazgo en las empresas públicas españolas: cómo la politización las destruye y qué podemos hacer al respecto

Imagine, estimado lector, que es accionista de una gran empresa cuyo Consejo de Administración toma la decisión de nombrar como primer ejecutivo a una persona sin formación ni experiencia alguna para el puesto. Imagine que el Consejo continúa actuando así no una ni dos, sino siete veces seguidas a lo largo de 20 años. Esos siete ejecutivos –muchos de ellos «amiguetes» del presidente del Consejo– ni definen ni ejecutan una estrategia coherente para la compañía que, gradualmente, pierde cuota de mercado frente a sus competidores internacionales. Entre tanto, la empresa –que emplea a nada menos que 50.000 trabajadores– arroja pérdidas multimillonarias en ocho de los últimos diez ejercicios

Pues bien, esa empresa existe, todos los españoles somos accionistas y clientes de ella, y se llama Correos. El Dedómetro 2024 de la Fundación Hay Derecho es concluyente sobre la entidad 100% propiedad del Estado: en los últimos 20 años han sido nombrados siete presidentes –seis por gobiernos del PSOE y uno del PP– con una nota media de mérito y capacidad de 3,7 sobre 10, aunque con una larga trayectoria política previa. Desde 2020, la compañía arroja unas pérdidas acumuladas de 676 millones de euros. 

Los que conocemos el sector sabemos que Correos es un actor de poca relevancia en el mercado global de la logística y el transporte, por comparación con los correos de otros países –Alemania, Francia o Reino Unido son algunos casos de éxito– que han ejecutado ambiciosas estrategias de crecimiento. El caso del operador postal francés, La Poste, es una comparación especialmente odiosa para Correos: con una estrategia de internacionalización sostenida en el tiempo ha conseguido convertirse en un gran operador global de transporte y logística con 240.000 empleados y 34 mil millones de euros de cifra de negocio. En el mismo período de 20 años en el que Correos ha tenido siete presidentes diferentes, La Poste ha tenido dos, con el actual presidente en el cargo desde 2013. Ambos tenían una sólida formación y una larga experiencia en gestión antes de unirse a La Poste. De ninguno de los dos se conoce una afiliación política concreta. 

Los lectores de este blog saben desde hace mucho tiempo que el poder político tiende siempre a sobrepasar los límites. Las empresas públicas españolas, Correos no es un caso aislado, son un buen ejemplo de ello: el Dedómetro 2024 confirma que, con independencia de la preparación de los directivos, estos están más vinculados a los partidos políticos que los nombran, en una tendencia negativa que se observa desde 2017 con una caída del indicador de independencia política por debajo de 5 sobre 10. Estamos ante un problema persistente y estructural. Dejo a los juristas valorar si nombrar altos directivos incompetentes es, además de una irresponsabilidad, otro tipo más de corrupción política. 

En cualquier empresa privada profesional, los altos directivos tienen su foco en servir a sus 

clientes a través de productos de calidad al mejor precio. Si tienen éxito, la compañía crece y los diferentes grupos de interés –clientes, accionistas y empleados– se benefician de ello. Si no tienen éxito, los accionistas buscarán mejores profesionales para conseguir sus objetivos de negocio. Los líderes de cualquier organización son casi siempre la clave de su éxito o su fracaso. Las empresas compiten por atraer y retener a los mejores; así de sencillo. 

El Dedómetro 2024 plantea varias recomendaciones de mejora para las autoridades y las entidades. Hay tres soluciones que están probadas hace mucho tiempo en la empresa privada y que contribuirían en favor de tener empresas públicas menos politizadas que presten servicios de calidad de forma eficiente: 

Primero, es esencial seleccionar a los altos directivos a través de procesos abiertos y competitivos. Uno de los principales problemas en la selección de directivos del sector público es la falta de transparencia y competencia. Estos procesos deberían incluir convocatorias públicas y la participación de comités independientes de evaluación. Los criterios de selección deben ser claros y objetivos, centrados en la experiencia, formación y competencias específicas necesarias para el puesto. 

Lo segundo es alinear la retribución con los resultados. En el sector privado, la retribución de los altos directivos está conectada con los resultados y alineada con los intereses de los accionistas. Esta práctica motiva a los directivos a alcanzar altos niveles de eficiencia y efectividad en su gestión. Para trasladar esta práctica al sector público, es necesario establecer una estructura retributiva que sea competitiva y transparente, con retribuciones adecuadas alineadas con las responsabilidades del puesto y con incentivos basados en el logro de resultados concretos. 

Por último, es clave retener a los mejores directivos a través de proyectos de largo plazo. La alta rotación en los puestos directivos es un problema significativo en el sector público. Para fomentar la estabilidad y la continuidad en la gestión, es esencial retener a los mejores directivos a través de proyectos de largo plazo. Esto puede lograrse ofreciendo contratos de desempeño con objetivos anuales claros y una duración mínima de cinco años, desvinculados de los ciclos electorales. 

La insuficiente profesionalización de los directivos del sector público español es un problema complejo pero no insuperable. Implementar un marco normativo riguroso para crear procesos de selección abiertos y competitivos, alinear la retribución con los resultados y retener a los mejores directivos a través de proyectos de largo plazo es esencial para abordar este problema de raíz. Al garantizar que los directivos del sector público sean seleccionados por su mérito y capacidad, se puede mejorar significativamente la gestión y eficiencia de las entidades públicas, beneficiando así a todos los españoles. Es hora de aprender del sector privado y aplicar estas lecciones para construir un sector público más competente, eficiente y menos politizado.

Dedómetro 2024: ¿en manos de quién está el sector público?

En Hay Derecho nos hemos preguntado en manos de quién están las empresas y otras entidades del sector público con responsabilidad en la regulación y/o en el control de áreas clave para el buen funcionamiento institucional (organismos reguladores y autoridades independientes). Partimos de una premisa fundamental: si son entidades a las que se le ha conferido una naturaleza pública por su clara vocación de servir a los intereses generales, ¿no debería, entonces, asegurarse que estén al frente las personas mejor cualificadas? Por eso nos pusimos a investigar, y el resultado acaba de ser presentado: el Dedómetro 2024.

Nos referimos a empresas tales como Correos, Paradores, ADIF o Loterías del Estado; o a organismos reguladores como el Banco de España o la CNMC, por citar algunos de los cuarenta analizados.

Es oportuno recordar que el art. 103 de nuestra Constitución señala que la Administración Pública debe servir con objetividad los intereses generales, y que las leyes deben regular el acceso a la función pública de acuerdo con «los principios de mérito y capacidad». A su vez, el artículo 23.2 de la Carta Magna señala que los ciudadanos «tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes». Aspectos que refuerza y desarrolla el Estatuto Básico del Empleado Público, aprobado a través del Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, que alude, junto a los principios de mérito y capacidad, al criterio de idoneidad y a la selección mediante procedimientos que garanticen la publicidad y concurrencia. Recoge que el personal directivo estará sujeto a evaluación con arreglo a los criterios de eficacia y eficiencia, responsabilidad por su gestión y control de resultados en relación con los objetivos que les hayan sido fijados.

Cuando hablamos de empresas públicas, resulta sorprendente que exista una práctica extendida de colocación en la dirección con criterios de afinidad política y al margen de exigirse una acreditada preparación para asumir una responsabilidad de tal envergadura que atañe funciones públicas. No obstante, hay excepciones.

Para indagar exactamente el alcance de este tipo de prácticas la Fundación Hay Derecho elabora el Dedómetro, estudio que mide y evalúa el mérito y la capacidad de los máximos directivos del sector público estatal en nuestro país, tomando una muestra de 40 entidades, en una serie temporal de 20 años (2004 – 2024), abarcando 8 legislaturas e incluido a 215 directivos. Lo hemos llevado a cabo mediante un análisis basado en datos y tras el diseño de una metodología específica de evaluación que tiene en cuenta la formación, la experiencia profesional general, la de gestión y la específica en la materia, a lo que se añade un factor de politización. El resultado es demoledor: solamente 39 superan el examen con una nota de 8 (notable). 

Mediante el Dedómetro, una investigación exhaustiva, rigurosamente cuantitativa —y poniendo a prueba el sistema de transparencia y acceso a la información pública— la Fundación Hay Derecho es la primera (y única) organización que ha venido trabajando en una trazabilidad sistemática de los currículums de quienes están en la primera división de la dirección del sector público.

En términos generales, se trata de un nuevo estudio que pone de manifiesto un elemento central para la calidad democrática: es necesario mantener una actitud alerta y vigilante sobre quienes conducen la gestión del sector público pues administran importantes fondos de recursos. Estamos hablando de directivos cuyo salario medio asciende a 158.915 euros/año, al cargo de presupuestos nada desdeñables (media analizada de 717 millones de euros) y al mando de equipos de entre decenas y miles de personas (3.228 empleados de promedio).

A pesar de estas cifras, sorprende, para empezar, que únicamente 11 de todas las entidades públicas exigen en su regulación requisitos específicos para acceder a su máxima dirección, ya sea en relación con el perfil o con el procedimiento de selección. Las pocas que incluyen requisitos son algunas de las autoridades independientes u organismos reguladores. Es decir, las empresas públicas están al albur del mangoneo de turno como si fueran un espacio de colocación de afines. Así lo corroboran los datos que, si bien muestran una leve mejoría en el indicador de experiencia, acentúan en cambio la politización de los nombrados.

Una cuestión es hacer depender la estrategia global de la entidad pública de la dirección política que imprima el Consejo de Ministros y otra bien distinta es hacer inviable un modelo de gestión profesionalizada con cierta estabilidad temporal. 

Y esto nos lleva a abordar otro de los elementos que hemos considerado en el estudio: la permanencia en el puesto. Uno de los datos más preocupantes es la alta rotación, no solamente en función de cambios de gobierno, sino de otros equilibrios políticos. La mitad de los directivos permanece en el cargo menos de tres años, habiendo ejemplos extremos de hasta nueve responsables al frente de una empresa pública en un periodo de 20 años (caso SEPES: Entidad Pública Empresarial de Suelo). Esta situación es, a ojos de cualquier persona, incompatible con la posibilidad de liderar y gestionar planes estratégicos a medio plazo. 

En complemento destacamos el incumplimiento flagrante de la normativa de transparencia de cara a ofrecer proactivamente información sobre el perfil profesional de sus propios directivos, así como otra veintena de indicadores. Hasta un 85% de las entidades reporta un deficiente cumplimiento de las exigencias contenidas en la ley estatal de transparencia.

Aunque la fotografía que hemos capturado con nuestro Dedómetro parece apuntar hacia aspectos fundamentalmente negativos y hacia callejones sin salida, hemos detectado casos de buenas prácticas que el informe pone de relieve. Evidencian que es posible hacerlo de otro modo que, sin duda, repercute positivamente en el interés general. 

Finalizamos aludiendo a dos de las recomendaciones que realizamos para mejorar la elección de los responsables de las entidades públicas: 

  • Establecer requisitos objetivos para acceder al máximo puesto directivo de la entidad.
  • Procesos de selección transparentes, abiertos y por concurrencia competitiva. Este proceso debería incluir, como mínimo, una convocatoria pública, la exigencia de que los candidatos presenten planes estratégicos para la entidad que aspiran a dirigir, la selección de una terna y el establecimiento de un contrato de desempeño.

Cabe preguntarse: si para acceder a la dirección de una empresa privada o de cualquier organización (esta Fundación mismo), se articula un proceso de selección con base en unos requisitos objetivos previamente definidos y se concurre a sabiendas de poder resultar elegida o no, al igual que es posible superar o no una oposición, ¿cómo es posible que asumamos que las empresas públicas estén al margen de procesos selectivos? 

No se trata solo de elegir bien, sino de asegurar además la atracción de talento, preservar la igualdad en el acceso a la función pública y que quienes resulten designados puedan llevar a cabo su responsabilidad poniendo el foco en su buen desempeño y no en el favor político.

El Dedómetro es una investigación necesaria y valiente, y además es de acceso libre: está a disposición de quien desee consultarla en este enlace. También será presentada en un acto público en Madrid el próximo 12 de junio a las 19h, del que se encuentran aquí los detalles.

Los «peculiares» concursos universitarios, el mérito y la legalidad: el caso Sandra León como ejemplo

La dra. Sandra León ha saltado a la palestra pública como consecuencia de que obtuvo una plaza de profesora titular sin disponer de la acreditación previa que exige la ley. Adelanto que no pretendo en este artículo adentrarme en las cuestiones referidas al caso en concreto, sino que, a colación del mismo, creo que se abre una oportunidad para reflexionar sobre los concursos a puestos académicos.

Vaya por delante también que no dudo de la valía de la dra. Sandra León, cuyo currículum, sin lugar a dudas, habría merecido la acreditación a profesora titular si lo hubiera solicitado. Ahora bien, me parece bastante inverosímil la explicación que ha ofrecido sobre el hecho de que de forma extraña y para ella desconocida hubiera desaparecido el requisito legal de la convocatoria de su plaza. Igual que también dudo de que haya sido un mero «error burocrático» de la universidad, cuando se trata de un requisito cuya exigencia legal es palmaria y que venía apareciendo en convocatorias similares. Y, sobre todo, este relato inocente es inverosímil cuando uno conoce cómo se cocinan estas cosas. Y es ahí donde quiero ir.

Desde hace unas décadas, en la infernal peregrinación burocrática para alcanzar una plaza estable de profesor universitario hay dos momentos clave: en primer lugar, la acreditación por una agencia externa, la ANECA a nivel nacional (algunas CCAA tienen agencias propias), que revisa el currículum de los candidatos. Esta evaluación es exigente -lo cual no es malo-. Su problema reside en que es una evaluación muy formalista, valorando más cantidad y factores formales que la calidad real del trabajo. La parte buena es que hay una valoración externa bastante objetiva que, al menos, fija algo así como un mínimo común denominador de calidad. Luego, la segunda parte, consiste en que, una vez acreditado, hay que ganar una plaza convocada por la correspondiente universidad. Y es aquí donde vienen los absurdos, las cocinas y las prácticas proteccionistas

Los absurdos, porque hay universidades que, para preservar una pretendida objetividad en el procedimiento, se han inventado baremos y sistemas informáticos semiciegos, guiados por estulticia (que no inteligencia) artificial, los cuales evalúan a los candidatos limitando al máximo la discrecionalidad de los miembros de la comisión de selección. Conozco casos con resultados disparatados, en los que el candidato más valioso no pasaba ni la nota de corte, mientras que otros con abultados méritos mediocres se llevaban plazas. Este es el problema de crear sistemas formalistas, diseñados desde la desconfianza, que no permiten valorar la excelencia real.

Pero también tenemos el otro extremo: las cocinas y las prácticas proteccionistas. Es raro que una plaza universitaria no salga ya con candidato (con «bicho»). Además, cuando hay candidato local, lo normal es que se perfile la plaza (hay perfiles que son rayanos con lo obsceno) y que se busque un tribunal «amigo». La LOSU de 2023 ha introducido alguna herramienta para limitar perfiles y para tratar de prevenir estos tribunales amigos (con sorteo de algunos miembros), aunque, en la medida que ha dejado el desarrollo a las propias universidades, son muchas las que ya han encontrado la trampa. Por ejemplo, salvo contadas excepciones, las universidades, incluida la mía, han atribuido a los de siempre la potestad para nombrar a quienes integrarán la bolsa para el sorteo: rectorado, sindicatos, decanato y el propio departamento. Parece obvio que el candidato local, salvo extrañas excepciones, seguirá controlando su tribunal.

Esta realidad es especialmente dolorosa cuando se trata de plazas para el primer acceso a la universidad. Es decir, para conseguir el primer puesto en el escalafón de profesor. Ya que de este modo se distorsiona totalmente la competencia y el principio de mérito y capacidad. Hay muchos profesores excelentes, que además hicieron una criba muy dura con el acceso al doctorado, para quienes esa primera plaza ya forma parte de un iter previo. Pero, aún así, la realidad es que no sabemos cuántos candidatos alternativos mejores podrían haber merecido ganar una determinada plaza frente al candidato local. 

Cuando tales prácticas proteccionistas se usan en plazas de los subsiguientes niveles (permanente laboral, titular o catedrático) hay una razón adicional que no se puede despreciar. La universidad española es uno de los pocos ámbitos del empleo público en el que la carrera profesional se configura de forma tal que, en algunos de los ascensos, puedes jugarte el puesto. Es decir, un ayudante que promocionara a permanente, si alguien le ganara ese concurso, podría verse en la calle después de muchos años en la universidad. Una sinrazón que en cierto modo viene a justificar tales «trampas» proteccionistas, con la excusa, además, de que el candidato al menos ha sido acreditado previamente por la ANECA.

Se trata, por tanto, de un sistema perverso o, cuando menos, pervertido. Reconocerlo así no supone negar que hay personas valiosísimas en la vida universitaria, las cuales habrían ganado sus puestos en el más severo y abierto de los concursos. Y que se esfuerzan y realizan ejercicios brillantes aunque sean candidatos únicos. De hecho, los académicos somos los primeros perjudicados por un sistema como el actual, cuyas desviaciones no dejan de ser parches con los que cubrir la precariedad de la carrera académica: un camino en el que hay que enlazar becas y contratos precarios y en el que se ha dilatado mucho en el tiempo el acceso a puestos estables; mal pagados, para colmo; y sometidos a una intensa burocracia. Pero también es cierto que, con el actual sistema, cada vez es más común que pueda colarse la mediocridad. Sobre todo, porque los incentivos de los mejores estudiantes para dirigir su camino hacia el peregrinaje académico son pocos. Cualquier acceso a la función pública presupone un peregrinaje de estudio, pero alcanzada esta, llega el paraíso de la estabilidad -algo que no ocurre en la universidad- y salarios normalmente más altos.

Por todo ello, hace unos años, junto al profesor Gabriel Moreno (aquí), ya lanzamos una propuesta que apostaba por intervenir en un doble sentido: por un lado, diseñando una carrera académica que ofreciera estabilidad y posibilidades de promoción en tiempos razonables. Y, por otro lado, propusimos un sistema de provisión de plazas a través de un concurso-oposición auténticamente competitivo, limitando la autonomía de las universidades en la conformación de los tribunales y en el establecimiento de perfiles, y armonizando los baremos y las pruebas selectivas que deban realizarse. Añado ahora, en línea con lo señalado, que este concurso abierto es especialmente importante para el acceso a la primera posición académica como profesor permanente. Es ahí donde me parece irrenunciable un concurso-oposición que, además de la evaluación de los méritos, obligue a examinarse de un temario y presentar adecuadamente una programación docente, como hacen los profesores de secundaria. Luego, la promoción ya no tendría por qué ser competitiva, aunque exigiera pasar evaluaciones en procesos rigurosos. Además, habría que encontrar vías para favorecer la movilidad entre universidades y para posibilitar la incorporación de investigadores y académicos extranjeros (quizá, como ocurre en el ámbito judicial, con una suerte de «cuarto turno»). 

En un momento en el que la universidad española se enfrenta a un extraordinario relevo generacional, este tendría que ser el gran debate a mantener. Por desgracia, los intereses corporativos y la falta de valentía del legislador apuntan a que, a pesar de que tengamos una ley nueva, los viejos y perversos usos van a persistir.

Un modelo de gobierno profesional para RTVE

El modo en que se ha producido el reciente cambio en la presidencia interina de RTVE (Concepción Cascajosa por Elena Sánchez) y la contratación de David Broncano constituyen la enésima evidencia de que la colonización, ya sea gubernamental o partidista, de los medios públicos no hace más que degradarlos y dar argumentos a quienes abogan por su supresión.

El politólogo británico Peter Humphreys elaboró una tipología de sistemas de gobierno de los medios públicos atendiendo a los criterios que priman a la hora de designar a los miembros de sus principales órganos de decisión. Se trata de los modelos gubernamental (cuando los nombramientos se realizan desde el Poder Ejecutivo), parlamentario (cuando dependen de las cámaras legislativas), profesional (cuando se priman los méritos curriculares) y cívico o corporativo (cuando intervienen en los procesos de designación partidos, sindicatos y otros colectivos sociales o profesionales). 

En España, RTVE, desde la aprobación del Estatuto de 1980, ha contado con un modelo gubernamental hasta 2006 (el entonces director general de nuestra radiotelevisión pública, dotado de amplios poderes, era nombrado por el Gobierno por un periodo que coincidía con la legislatura); un modelo parlamentario, de 2006 a 2012 (la reforma impulsada por el Ejecutivo de Zapatero estableció una mayoría cualificada de 2/3 para la elección del Consejo de Administración y el Presidente, y un mandato para ambos de seis años); un modelo que implica un giro regubernamentalizador, de 2012 a 2017 (el Ejecutivo de Rajoy reformó por decreto-ley el sistema de gobierno anterior, permitiendo la elección de los referidos cargos por mayoría absoluta en segunda votación); y finalmente, un modelo que combinaba elementos del profesional y el parlamentario, al contemplar un concurso público seguido del nombramiento de los consejeros y el presidente de RTVE por una mayoría cualificada de Congreso y Senado (previsto en la Ley 5/2017, que contó con un amplísimo apoyo parlamentario, en buena parte por la presión de Podemos y Ciudadanos).

Muchos acogimos con entusiasmo esta última reforma, que parecía recuperar el acierto de apelar a los grandes consensos parlamentarios (incorporado en la Ley 17/2006, a partir de las recomendaciones del denominado Comité de Sabios, y que dio lugar al periodo más exitoso de RTVE), añadiéndole un componente de mérito y capacidad, de modo que no serían los partidos políticos los que seleccionasen directamente (en función de su peso parlamentario) a los consejeros y al presidente, sino que su poder decisorio quedaría limitado por un concurso público al que concurrirían espontáneamente los candidatos que, reuniendo los requisitos, tuvieran interés en implicarse en el gobierno de la radiotelevisión pública nacional.

Tuve el privilegio de formar parte del Comité de Expertos para el concurso público para la selección de los miembros del Consejo de Administración de la Corporación RTVE y de su Presidente, designado por la Comisión Mixta de Control Parlamentario de la Corporación RTVE y sus Sociedades, en julio de 2018. El Comité evaluó durante aproximadamente cinco meses el currículum y el proyecto de gestión de 95 candidatos, librando al Parlamento, en diciembre, un listado con los 20 mejor puntuados para que, tal como establecía la referida Ley 5/2017, las cámaras procediesen a nombrar, entre ellos, a los 10 consejeros (seis el Congreso y cuatro el Senado) y, a continuación, entre esos 10, al presidente. 

El proceso se dilató inexplicablemente más de dos años, desentendiéndose finalmente los grupos parlamentarios (aunque no todos) del trabajo de un Comité de Expertos nombrado por ellos mismos y cuyas evaluaciones siguieron los criterios fijados también por ellos mismos. El argumento utilizado fue que, con los candidatos preseleccionados (ya 19 por el fallecimiento de Alicia Gómez Montano, que había obtenido la calificación más alta), no se podía garantizar la paridad de género, al quedar solo tres mujeres. Una paridad que en absoluto se respetó al configurar el Comité de Expertos (siendo entonces igualmente exigible y mucho más fácil de articular) y que tiene muy mal encaje con el concurso público, como bien deberían saber los legisladores.

Así las cosas, la referida Comisión Mixta de Control de RTVE optó por convocar ante las comisiones de nombramientos de Congreso y Senado a los 95 candidatos, filtrándose a los medios, ¡antes de que se realizasen las comparecencias en el Senado!, el acuerdo entre PSOE, PP, Unidas Podemos y PNV por el que se repartían, con el tradicional sistema de cuotas, las sillas del Consejo de Administración (incluida la del Presidente). Entre los elegidos (ya en marzo de 2021), solo tres de los 20 seleccionados por el Comité de Expertos y un candidato con cero puntos en su proyecto de gestión.

Transcurrido un año y medio, en septiembre de 2022, dimitía el presidente, José Manuel Pérez Tornero, siendo nombrada presidenta interina, por el propio Consejo de Administración, la consejera Elena Sánchez (cuota PSOE en el citado acuerdo). Inmediatamente después, el Gobierno, por acuerdo del Consejo de Ministros de 4 de octubre, modificó los Estatutos Sociales de RTVE para ampliar las competencias de la Presidenta interina, algo que contrasta llamativamente con lo ocurrido con los vocales (en funciones) del Consejo General del Poder Judicial.

Ahora, Elena Sánchez ha sido cesada por el mismo Consejo de Administración que, en su lugar, ha nombrado a Concepción Cascajosa, también cuota PSOE y declarada militante del partido. La nueva Presidenta interina, pese a su meritoria trayectoria académica, ocupó el puesto 86 en la evaluación de los expertos, siendo curiosamente la mujer con menos puntuación de todas las candidatas que concurrieron.

Nos encontramos, pues, con un Consejo de Administración de nueve miembros (por la dimisión de Pérez Tornero) del que sigue formando parte (aunque no asista a las reuniones) Elena Sánchez y que cuenta ya con cinco consejeros en funciones, pues este organismo se ha de renovar por mitades cada tres años. Y lo que es peor, con una imagen pública de foro de batallas partidistas, como lo muestra el alineamiento (salvo en el caso de la Presidenta cesada) de los consejeros propuestos por los partidos que dan apoyo al Gobierno para la designación de Cascajosa.

Para desencallar esta situación, desaparecido el concurso público (recogido en una transitoria de la reforma realizada en 2017 de la Ley 7/2006), se requiere una mayoría de dos tercios de Congreso y Senado, que se vislumbra imposible de alcanzar en el corto plazo. ¡Solo nos faltaría una modificación por decreto-ley que redujese las mayorías requeridas para cubrir las seis vacantes existentes por el momento y para ratificar a la Presienta interina! 

En este contexto, soy claramente partidaria de recuperar el concurso público, corrigiendo, eso sí, las múltiples fallas del anterior. Urge implementar un sistema de gobierno que descanse sobre la cualificación profesional y que prevea un mecanismo (por ejemplo, el sorteo) para evitar bloqueos como el que vivimos

El drama es que esa apremiante reforma debería ser aprobada por quienes tanto han faltado al respeto a candidatos y expertos y, tras todo lo ocurrido, siguen hablando sin ningún rubor de la imprescindible independencia de los medios públicos. No deja de ser paradójico que el mencionado reparto de sillas del Consejo de Administración de RTVE sea uno de los pocos asuntos en los que se recuerda un entendimiento entre los que se presuponen dos grandes partidos de Estado.

La irrelevancia de las instituciones

En España se habla desde hace mucho tiempo del declive institucional. En fechas recientes, Rafael Jiménez Asensio ha publicado un libro dedicado a las Instituciones rotas que refleja de manera breve, pero clara y contundente, algunas de las razones de ese declive institucional que llega hasta nuestros días. Sin duda, es una lectura de sumo interés.

Muchas de las preocupaciones que tenemos como ciudadanos se deben al deterioro de nuestro entramado institucional y a los ataques a la separación de poderes, como se ha puesto de manifiesto en este prestigioso blog. La relevancia de la lucha por el derecho que encarna la Fundación Hay Derecho se pone de manifiesto cuando el Tribunal Supremo, precisamente atendiendo a la ejecutoria de la Fundación, le reconoce en un hito histórico la legitimación en el recurso contencioso administrativo contra el Real Decreto de nombramiento de la anterior Presidencia del Consejo de Estado con el resultado ya conocido para los lectores de este blog.

El ataque institucional también tiene lugar cuando personas sin la más mínima cualificación alcanzan no ya puestos políticos, para los que esa cualificación no se exige y depende de la libre voluntad de los ciudadanos libres e iguales en derechos, sino puestos técnicos para los que se presume la posesión de la cualificación que habría de ser acreditada ante las instancias competentes. Quizá que se produzca el acceso a determinados puestos directivos en empresas públicas por personas carentes de la formación adecuada, es por lo que desde hace tiempo se fantasea con la supresión del sistema de oposiciones como filtro de acceso a la Función Pública, basada en los principios constitucionales de mérito y capacidad.

Pero el deterioro institucional no se produce solamente en la esfera política y pública, en el sentido del entramado de los órganos constitucionales y las administraciones territoriales y entidades públicas a ellas vinculadas, sino también en tantos otros ámbitos de nuestra organización como comunidad política y como sociedad.

Un ejemplo reciente que puede pasar inadvertido para el común de los ciudadanos pero que no debería pasar desapercibido para la comunidad jurídica, es la Sentencia de la Audiencia Nacional, de 5 de febrero de 2024, recurso 9/2019, por la que se estima el recurso contencioso-administrativo interpuesto por el Abogado del Estado en representación de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) contra el acuerdo de la Junta de Gobierno del Colegio de Abogados de Vigo de 5 de marzo de 2019 por el cual se acordó imponer a una abogada una sanción de suspensión de un mes en el ejercicio de la abogacía como autora de una infracción grave del artículo 85.a) de los Estatutos Generales de la Abogacía Española, así como frente al acuerdo del mismo órgano de 2 de septiembre siguiente, que rechazó el requerimiento previo de anulación realizado por la CNMC, anulando los acuerdos colegiales.

En un alegato procesal que la Sala rechaza y que la doctrina cualificada califica de esperpéntico, el Colegio de Abogados de Vigo trató de «atraer» al recurso ante la Audiencia Nacional al Consejo General de la Abogacía, invocando como excepción procesal el litisconsorcio pasivo necesario, extraño a la jurisdicción contencioso-administrativa. El repaso de la Sala al Colegio de Abogados es digno de ser leído.

Pero lo llamativo no es solo ese intento desesperado sino, sobre todo, que pone de manifiesto que el Consejo de la Abogacía ni estaba ni se le esperaba en un pleito sobre la aplicación a la organización colegial de la Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de garantía de la unidad de mercado, asunto de indudable trascendencia para la actual conformación normativa y operativa de los colegios profesionales en España.

Lo que se dilucidaba en dicho pleito era si la obligación de correspondencia entre el Colegio de la Abogacía de primera incorporación a la profesión y el lugar de ubicación del despacho profesional, conforme a la regla del artículo 3.3 de la Ley 2/1974, de 13 de febrero, de Colegios profesionales, ha de mantenerse a lo largo de la vida profesional y, por ello, en los sucesivos cambios de domicilio profesional que puedan producirse, de modo que el cambio de ubicación del despacho implica la del Colegio de residencia, con los consiguientes desembolsos económicos.

La cuestión no es baladí. De mantenerse en nuestro ordenamiento la solución adoptada de la CNMC confirmada por la Audiencia Nacional – porque la Sala Tercera del Tribunal Supremo no admite o no estima el presumible recurso de casación del Colegio de Vigo – se ven potencialmente afectados, entre otros, los artículos del Estatuto general de la Abogacía Española, aprobado por el Real Decreto 135/2021, de 2 de marzo, relacionados con las clases de colegiados, los deberes de los colegiados, las cuotas que han de abonar y el régimen sancionador.

El impacto descrito, a buen entendedor, hubiera merecido un poco más de atención por parte de la institución que culmina la organización profesional de la Abogacía. Las consecuencias para ésta y el resto de organizaciones profesionales del indicado fallo son difíciles de calibrar en el momento actual. Pero no parece que las preocupaciones corporativas hayan estado bien encaminadas en los últimos años.