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Babel parlamentaria e integración territorial

La sesión constitutiva de las Cortes nos dejó el primer señuelo político de la legislatura: el uso de las lenguas cooficiales en el Congreso. Un señuelo que avanza los derroteros por los que parece que va a seguir transcurriendo la vida política de nuestro país. No debatiremos sesudas propuestas de reforma del Reglamento del Congreso para mejorar nuestro parlamentarismo, como la que planteó en su día el añorado Manuel Marín, sino que seguiremos con enredos con el mantra plurinacional como telón de fondo.

Además, las formas con las que la recién elegida presidenta anunció la medida también resultaron preocupantes. Parecía que había sido una decisión in voce de la presidenta vigente “desde esta primera sesión constitutiva”. Algunos juristas nos sobresaltamos: ¿con qué base jurídica se adoptaba? Días después ha matizado reconociendo que, aunque su compromiso es firme, buscaría un “amplio acuerdo” y era consciente de sus dificultades técnicas. Ambos matices resultan pertinentes.

En primer lugar, porque cualquier decisión materialmente constitucional -y el uso de las lenguas cooficiales en el Parlamento creo que lo es- debería venir precedida por un acuerdo que incluya como mínimo a los dos principales partidos. Como nos recuerda el profesor Manuel Aragón, la nuestra no es una democracia de mayorías, sino “consensual”, por lo que, en temas constitucionales, no basta con tener la mitad más uno de los votos (ni siquiera una mayoría reforzada de la Cámara), sino que hay que aspirar a generar consensos con el adversario político. Por ello es tan nocivo el bloqueo ante decisiones que afectan al orden democrático, pero también que una mayoría se envalentone y adopte reformas institucionales sin contar con la otra mitad del arco parlamentario.

En cualquier caso, una iniciativa de este tipo debería respetar unas formas jurídicas mínimas, lo que, a mi juicio, exige una reforma del Reglamento del Congreso. Así se hizo en sucesivas reformas del Reglamento del Senado que han permitido un uso limitado de lenguas cooficiales. Y así fue como se planteó en 2022 con una propuesta de reforma del Reglamento del Congreso que fue rechazada por amplia mayoría. No hay, pues, una laguna que suplir mediante una resolución de la presidencia, sino la voluntad expresa de la Cámara de no regular esta cuestión manteniendo el español como única lengua.

En segundo lugar, las dificultades técnicas para lograr la correcta traducción e interpretación son evidentes. Se generarían costes económicos y disfuncionalidades en nuestros ya lastrados debates parlamentarios. En los debates con pinganillo del Parlamento Europeo las distorsiones son insalvables y los matices se pierden. En ese contexto europeo no hay otra alternativa, ya que no hay una auténtica lengua franca; pero, ¿tiene sentido convertir nuestro Congreso en una babel lingüística? Por mucho que España no sea Francia o Portugal y reconozcamos que hay un número significativo de españoles cuya lengua materna no es el castellano, tampoco somos Bélgica, Suiza, Canadá o la propia Unión Europea. Nuestro país sí que tiene una lengua común, el castellano o español.

Y, en tercer lugar, aunque en el Senado se venga permitiendo el uso de lenguas cooficiales en tanto que Cámara de representación territorial, cabe plantearse la constitucionalidad de esta medida si se extendiera al Congreso. De acuerdo con el artículo 3.1 de nuestra Constitución “el castellano es la lengua española oficial del Estado”. Son varias las lenguas españolas, algunas incluso con oficialidad en sus territorios (art. 3.2 CE), pero sólo una, el castellano, es la oficial de todo el Estado. Una oficialidad que comporta que esa lengua sea reconocida “por los poderes públicos como medio normal de comunicación en y entre ellos y en su relación con los sujetos privados” (STC 82/1986). Además, nuestro Tribunal Constitucional también ha declarado que no existe un derecho a relacionarse en la lengua cooficial con los órganos constitucionales del Estado. De todo lo cual se deduce, según me parece claro, que las relaciones institucionales a nivel nacional, de acuerdo con nuestra Constitución, han de desarrollarse fundamentalmente en castellano, que, además, es la única lengua cuyo deber de conocimiento impone la Constitución a todos. No parece que el constituyente en 1978 admitiera las tesis que postulan una posición en cierto modo equiparada de las lenguas españolas, sino, por el contrario, lo que se deduce es que sólo el español es la lengua común que cohesiona e integra nuestra comunidad.

Lo que sí que reconoce nuestra Constitución, y vincula a todos los poderes públicos, es que hay una riqueza lingüística que se afirma como un “patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección” (art. 3.3 CE).

Se observan así los equilibrios que alcanzó el constituyente para darnos la única de nuestras constituciones que responde no sólo a ser una constitución auténticamente democrática, sino también de consenso. Un espíritu que debería preservarse en el desarrollo de las correspondientes políticas. De hecho, creo que el tema lingüístico es uno de los grandes asuntos pendientes. A este respecto, hay espacios para seguir avanzando en la integración de las lenguas cooficiales en la vida nacional y para fomentar su conocimiento en todo el territorio, porque todas son lenguas españolas. Conviene así destacar el acierto de políticas desplegadas por el Estado como la apertura del Instituto Cervantes o de premios nacionales a las lenguas cooficiales. Unas dinámicas positivas que contrastan con el afán excluyente del español que se practica en algunas Comunidades Autónomas que ahora reivindican la integración de las lenguas a las que llaman “propias”. De ahí que sea necesario advertir también el valor cohesionador de que entre las lenguas españolas haya una, el castellano o español, que es lengua común. No debemos permitir que la diversidad lingüística se convierta en un factor para segregar o discriminar ni para establecer barreras a la libre circulación. Contamos con una nutrida jurisprudencia constitucional al respecto cuyo leal cumplimiento es exigible a todos los poderes del Estado, incluidos los autonómicos, como recientemente ha estudiado España Juntos Sumamos en un informe coordinado por el profesor Fernández Cañueto de la Universidad de Lérida.

El problema es que me temo que la decisión aquí comentada del uso de las lenguas cooficiales en el Congreso sea una concesión a la “agenda plurinacional” de los actuales socios del Gobierno. Los partidos independentistas, de los que el PSC nunca ha estado especialmente lejos -y ahora todo el PSOE- han tenido una hoja de ruta bien definida: consolidar en sus respectivos territorios una cultura nacionalista hegemónica al tiempo que se iban desactivando las vías de integración colectiva como españoles y progresivamente se desmembraba el Estado, impidiendo que se consolidara un poder federal en democracia. Un proyecto que se ha visto reforzado por el afán deconstituyente de Podemos-Sumar.

Se intuye así una voluntad de mutar el sentido de nuestra Constitución, no ya hacia ideales federales, sino de corte confederal, que a mi entender resultan difícilmente conciliables con su espíritu (como también ocurre con quienes apuestan por relecturas centralistas). Frente a tales pulsiones urge que, de una vez, los grandes partidos nacionales propongan un proyecto de construcción nacional fundado en el reconocimiento de aquello que nos une, lo común, empezando por nuestros valores democráticos, y que haga de la diversidad un factor de riqueza y no de exclusión. Como escribí en su día, si el lema nacional estadounidense fue “E pluribus unum” (de muchos, uno), o el de la Unión Europea “In varietate concordia” (unidos en la diversidad), el nuestro podría ser “una pluralis, in commune fortis et in varietate dives” (una [España] plural, fuerte en lo común y rica en la diversidad).