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El retorno del rey emérito

Este artículo es una reproducción de una tribuna de El Mundo, que puede encontrarse aquí.

Dado que en España hemos conseguido politizar asuntos como el tipo de canción o de cantante que llevamos a Eurovisión no es demasiado sorprendente el revuelo político y mediático que se ha organizado en torno a la vuelta del rey emérito a España por unos días. Puede que ese revuelo, como afirman algunos, sea un producto de nuestra particular burbuja mediático-política, pero no cabe duda de que tiene su trascendencia. Aunque ya no ostenta cargo institucional alguno (lo del “rey emérito” como lo del “papa emérito” no deja de ser una categoría peculiar que pone de relieve que hay otro jefe del Estado u otro jefe de la Iglesia Católica) es evidente que su retorno ha provocado una ola de manifestaciones más o menos espontáneas a favor o en contra no ya de su persona, sino de la institución a la que sigue inevitablemente vinculado. Porque, si bien las responsabilidades institucionales de Juan Carlos I terminaron el día que abdicó, lo cierto es que no se trata de un ciudadano más, como el papa emérito no es tampoco un católico más. De ahí que sea fácil instrumentalizar su vuelta por unos y por otros y que, al hacerlo, lo que se trata es de debatir sobre la jefatura del Estado y la Constitución de 1978. Dicho de otra forma, salvo su familia y sus amigos de verdad, parece que todo el mundo tiene interés en utilizarle para sus propios fines.

Sentado lo anterior, es obvio que el rey emérito pasará a la Historia como una figura controvertida. Creo que se le reconocerán los indudables méritos de haber impulsado la Transición desde la dictadura del General Franco a una democracia moderna en un corto espacio de tiempo, consiguiendo no sólo que fuera posible -no olvidemos que heredó todos los poderes de una Jefatura del Estado autocrática- sino,  sobre todo, que fuera un éxito. Para las personas de mi generación queda también el recuerdo imborrable del 23-F, cuando puso fin al golpe de Estado del coronel Tejero y del general Armada. Más allá de las indudables imprudencias que también cometió (al igual que muchos políticos de su generación, por cierto) paró el golpe de Estado y, como bien afirma Javier Cercas en su estupendo libro “Anatomía de un instante”,  en ese momento era el único que podía hacerlo. Pero esto es ya historia; muchos españoles no habían nacido entonces y es difícil trasmitirles que la transición pacífica y muy rápida de una dictadura a una democracia representativa liberal no estaba ni muchísimo menos garantizada. De hecho, conocemos otros muchos países en donde esto no ocurrió; pensemos en Rusia o en muchas repúblicas ex soviéticas sin ir más lejos. Sin duda, el rey no fue el único artífice de este éxito, pero sí fue una pieza esencial.

Posteriormente, -con la plena connivencia de una clase política y mediática cuyos sucesores se rasgan ahora las vestiduras- el rey emérito, cumplida su misión histórica, aprovechó su posición para divertirse y para enriquecerse. Todo se le consintió. La ciudadanía poco o nada sabía de esta “doble vida” que llevaba el monarca al margen de las instituciones y, probablemente, de su familia. Durante muchos años, tuvo el respeto o al menos la aprobación de la inmensa mayoría de los españoles, no todos ellos monárquicos. De ahí que se dijera que España no era tanto monárquica como juancarlista.

Todo esto se rompió en un instante cuando se descubrió, con el asombro y la consternación de la mayoría y con la cínica sorpresa de la minoría, que el rey en realidad no era lo que parecía; que tenía una “amiga” -que no era ni mucho menos la primera- que, además, vivía en un edificio propiedad del Patrimonio del Estado y que había acumulado una fortuna en comisiones en países poco recomendables. A partir de ahí, la abdicación se hizo inevitable para salvar la institución, y así se hizo con el consenso de los dos grandes partidos el PP y el PSOE, perfectamente conscientes de lo que se hacían cuando emergían con fuerza los nuevos partidos y el independentismo estaba en pleno auge. Lo cierto es que el nuevo Jefe del Estado si por algo se caracteriza es por una gran profesionalidad y una gran prudencia, de manera que ha mantenido -con el coste personal que podemos imaginar-  una relación muy distante con su padre.

Lo que siguió a continuación es un rifirrafe procesal con muchas idas y venidas a cuenta de un patrimonio por el que nunca se declaró impuesto alguno. La interpretación que han hecho los tribunales de la inviolabilidad del Rey (recogida en la Constitución) y la prescripción de las deudas tributarias ha hecho el resto. El caso es que, por distintas razones técnicas y jurídicas cuya explicación haría muy largo este artículo, a día de hoy el Rey emérito no tiene cuentas pendientes con la Justicia española, a diferencia de lo que ocurre con otros personajes como Puigdemont. Pero de lo que no cabe duda es de  que su conducta no ha sido ejemplar bajo ningún concepto, por lo que el reproche ético persiste. Y esto para una institución absolutamente anacrónica como es una monarquía, aunque sea parlamentaria, es un problema grave. Porque dado que al rey, a diferencia de un presidente, no se le elige y no se le puede echar, lo que sí se le puede y se le debe de exigir es un comportamiento absolutamente ejemplar.  Sin duda, algo complicado para cualquier ser humano cuya vida privada pueda ser escudriñada hasta el mínimo detalle, pero este es el precio a pagar. Nadie se lo hizo ver al rey emérito, y es difícil que pueda llegar a entenderlo en un momento en que la necesidad de justificar lo que ha sido su vida es mayor que nunca.

Pero lo que sin duda se podría y se debería evitar a toda costa es que la defensa del rey emérito se convierta en una bandera política más. En particular, de una parte de la derecha española. Es comprensible la tentación, desde el momento en que los independentistas y un sector de la izquierda radical aprovechan descaradamente su figura para atacar a la actual jefatura del Estado: los independentistas -tan complacientes ellos con su corrupto “padre de la patria”, Jordi Pujol-  por la sencilla razón de que quieren un Estado propio con un Presidente propio. Y parte de la izquierda, sobre todo la más radical, por una concepción infantil pero también profundamente iliberal de lo que significa una República. Sobre la vigencia del mito republicano tampoco nos podemos extender aquí; pero sí me parece interesante recordar que con los mimbres con los que trabaja el ultranacionalismo y este sector de la izquierda con lo que terminaríamos sería con un Presidente de una república iliberal, tipo Erdogan u Orban.  Desde el punto de vista de la democracia representativa liberal no parece que sea un gran avance sobre lo que hay en estos momentos, que es una jefatura del Estado por encima o al margen de los partidos políticos, máxime en un entorno de enorme polarización.  Por otra parte, conviene no olvidar que las jefaturas de Estados parlamentarios con forma de monarquía son características de los países democráticos más avanzados del mundo; y puede que no sea una casualidad, precisamente por esta función de árbitro neutral que se les atribuye y que difícilmente puede tener un Presidente electo.

Por último, creo que también hay que tener muy en cuenta la brecha generacional que puede existir entre aquellas personas que hicieron la Transición junto con el rey emérito y que, al defenderle, defienden también su legado,  los que vivimos la realidad de los años 80 del siglo pasado y las generaciones de españoles que nacieron después y que sólo han vivido los escándalos, las comisiones, las compañías dudosas y que sólo tienen la imagen de una persona muy mayor viviendo con mucho lujo en un emirato árabe y viajando a España en un avión privado.  Muchos, además, son jóvenes precarios y con un futuro muy incierto. Será a ellos a quienes probablemente les tocará decidir la forma de la jefatura del Estado. Y para convencerles de que una monarquía es una buena idea a estas alturas parece razonable primar los argumentos racionales frente a los emocionales. Lo fundamental es que una jefatura del Estado monárquica puede servir de elemento de moderación y de integración en un contexto de gran incertidumbre y de enormes riesgos para las democracias liberales representativas. Por esa razón, creo que convertir la defensa del rey emérito en un elemento más de la lucha partidista no es una buena idea; una jefatura del Estado monárquica no puede ser de derechas. Si no se entiende así, se le está haciendo el juego a sus adversarios.

La racionalidad de la monarquía

Hace unos días leí en un periódico de difusión nacional un artículo acerca de la inviolabilidad del Rey. El tema es, como sabemos, complejo, pero no fue ese asunto el que reclamó mi atención, sino una afirmación que dejó caer de pasada el autor. Decía así: “aun cuando pueda ser verdad que la república es más racional que la monarquía, sin embargo, no siempre la política se guía por la razón”. La segunda parte de la frase despeja las posibles dudas que pudiera suscitar la primera. Parece claro que la república es más racional que la monarquía, aunque esta es el tributo que pagamos por nuestros comportamientos políticos irracionales.

No entraré en la segunda parte de la afirmación acerca de nuestra irracionalidad cuando actuamos políticamente. Solo me ocuparé de la primera, la forma de Estado monárquica es menos racional que la republicana. Esta idea se encuentra asentada en nuestra conciencia, en nuestras prácticas y nuestros hábitos. La institución de la monarquía es anacrónica, decimos, antes de defender al rey. En realidad, asumimos esos pensamientos como algo dado y correcto. Cuantas veces no hemos dicho que nuestro rey es el primer republicano; cuantas otras que el rey es quien mejor encarna los valores republicanos, en suma, un rey republicano. De esta manera logramos que nuestra atención se desplace de la monarquía hacia la república y lo justificamos porque encarna los principios de esta, no porque sea rey.

A esta razón añadimos otras que se desprenden de la idea de fondo. Así cuando defendemos que la monarquía es completamente democrática, en lo que nos apoyamos es que las democracias más plenas de este mundo, son también monarquías parlamentarias. De este hecho deducimos la bondad de la institución monárquica. Si existe un número considerable de países entre las primeras democracias que se han instituido como reinos, no parece que andemos excesivamente descarriados cuando nuestra monarquía es perfectamente equiparable a esas monarquías europeas. El problema con este argumento es que solo añade cantidad, número, sin que profundice en la razón o razones que hubiera para defender o no un régimen monárquico. Únicamente sabemos que una parte importante de las democracias plenas son monarquías

Otro argumento al que se suele recurrir es el del dinero. Las repúblicas son mucho más costosas que las monarquías. Recuerdo una anécdota del rey sueco cuando los socialistas llegaron al poder en los años treinta del siglo pasado. Naturalmente, el rey los recibió. Los socialistas habían vencido en las elecciones con un programa republicano, por lo que tendrían que llevarlo a cabo. El rey así lo reconoció, aunque les rogó que primero trataran durante algún tiempo de seguir con él y probar a ver cómo les iba. Finalizada la reunión y una vez que el líder socialista abandonaba el despacho, el rey le espetó, “Ah, además le aseguro que es más barato”.

Ninguna de estas explicaciones es capaz de poner en cuestión la posible consistencia del argumento que acompaña la caracterización de la monarquía como un régimen menos racional que la república. En un libro de cuasimemorias escrito hace más de veinte años a cuatro manos entre Felipe González y Juan Luis Cebrián, incidía el primero en esta misma idea: la monarquía “no es racional. Desde el punto de vista de la lógica representativa, no hay ninguna razón” para sostenerla. Puede haber otras razones que la justifiquen, como las de utilidad, moderación, estabilidad, pero razón, no, pues la monarquía no pertenece a la lógica democrática”. Esta idea ha pervivido en nuestro país a lo largo del tiempo, hasta el extremo de llegar a ser defendida por gentes que podríamos caracterizar de ideologías muy diversas y contrapuestas. Pareciera que solo estuviesen de acuerdo en su oposición, por su debilitada racionalidad, a la monarquía.

En mi opinión esta manera de pensar implica un entendimiento erróneo de la democracia, lo que conduce a no entender tampoco el papel del monarca en ella. A fin de comprenderlo, habría que remontarse a las monarquías constitucionales del siglo XIX. Estas se asentaban en la soberanía popular al mismo tiempo que desconfiaban del acierto de las decisiones a las que pudiera llegar quien la encarnaba. Esta es la razón por la que, defendiendo el papel primigenio del pueblo, se sostuvo a la vez la necesidad de que hubiera una sola voz que hablara en nombre del mismo y con ello se evitase el caos de una pluralidad de voces, todas ellas expresión de la voluntad popular. Así se introdujo el papel del monarca como la voz del pueblo, garante de su unidad. El monarca asumía un papel central y único a la hora de determinar lo que el pueblo como soberano deseaba.

La monarquía parlamentaria no es sino una evolución de esa monarquía constitucional, en la que el papel del rey ha dejado de ser determinante y se limita a asumir uno de carácter simbólico. Nuestra democracia se asienta sobre la soberanía del pueblo, esto es, sobre la voluntad general, pero esta es una mera abstracción que requiere de su determinación. Esto se puede llevar a cabo en una democracia solo y exclusivamente a través de la libre participación de las voluntades particulares expresadas en las urnas. Así, la universalidad de la voluntad general se diluye en la suma y resta de voluntades individuales que, si no son capaces de reconciliarse con la universalidad de la voluntad soberana del pueblo, puede conducir a que esas decisiones, democráticamente adoptadas, puedan considerarse como irracionales.

Es verdad que nuestro sistema posee muchos mecanismos que tratan de corregir de un modo u otro esa posibilidad de que las voluntades particulares terminen imponiendo la arbitrariedad de sus intereses egoístas. Por ejemplo, el reconocimiento de derechos y libertades individuales; la división de poderes; el sometimiento a la ley y, entre ellos, la institución de la monarquía. Su labor fundamental consiste en recordarnos que el Estado democrático de derecho se sostiene sobre el interés general del pueblo como soberano. Esta es la razón por la que el rey nunca puede hablar en nombre de los intereses particulares, que quedan lanzados al terreno de la lucha política. El rey solo se mueve en el plano que expresa la abstracción del interés general y la necesidad de que su determinación por medio de las voluntades de los ciudadanos se realice siempre dentro del marco de la ley.

De lo anterior puede concluirse que la monarquía no es menos racional que la república, sino todo lo contrario, más racional. La razón radica en que saca de la lucha partidista el elemento básico sobre el que se construye nuestro sistema de convivencia, la voluntad general o soberanía popular. Es decir, la institucionalización de la monarquía es la expresión más evidente de la necesidad de combatir las insuficiencias de una lógica representativa abandonada a sí misma en la tormenta de los diversos y enfrentados intereses particulares de los ciudadanos. En suma, la lógica democrática bien entendida nos exige no la institucionalización de una república que no puede evitar el estado de arrojamiento en la lucha partidista, que por tal es arbitraria y egoísta, sino justamente la necesidad de que nuestro edificio jurídico político pueda simbolizarse en una institución como la de un monarca que ha de encontrarse siempre imbuido solo y exclusivamente por el interés general.

Las exigencias de una institución de este tipo son inmensas y no porque pueda considerarse como irracional o menos racional que la de una presidencia de la república, sino por lo contrario, precisamente porque es más racional. Si existe un sistema jurídico racional y justificado frente a los sistemas republicanos que se nos tratan de imponer, es el de la monarquía parlamentaria. Pregúntenselo a G. W. F. Hegel, se lo dirá mejor, pero no más claro.

La inviolabilidad regia

El pasado 2 de marzo la Fiscalía archivó las investigaciones que mantenía abiertas sobre el patrimonio privado del rey emérito, don Juan Carlos I. Uno de los motivos que se han aducido para justificar el cierre de estas diligencias es que, aunque se hallaron hechos que podrían ser delictivos entre 2012 y junio de 2014, cuando don Juan Carlos todavía era jefe del Estado, los mismo estarían cubiertos por la inviolabilidad regia, por mucho que se trataran de actos privados del rey, es decir, de actos que se realizaron al margen del ejercicio de sus atribuciones como jefe del Estado.

La polémica estaba servida y esta prerrogativa constitucional ha pasado así a estar en el centro del debate jurídico-político. De hecho, han comenzado a circular rumores de que el Gobierno, de acuerdo con Zarzuela, podría estar estudiando fórmulas para limitar la inviolabilidad regia. De ahí que sea pertinente tratar de responder a algunas preguntas: ¿es adecuada constitucionalmente la interpretación dada por la Fiscalía de que la inviolabilidad regia es absoluta y ampara todos los actos del rey, también los privados? ¿Incluso cuando deja de ser rey? ¿Habría otras interpretaciones posibles más “restrictivas” que redujeran tan amplio espacio de inmunidad?

Pues bien, con la actual Constitución no me cabe duda de que la inviolabilidad del rey se concibe de forma absoluta, al menos mientras se es jefe del Estado. Y es que la Constitución de 1978 fue muy taxativa en su dicción al contemplar estas prerrogativas: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad” (art. 56.3 CE). No se hacen distingos, actos privados o públicos, y se declara inviolable a la “persona” del rey. Eso sí, los actos del rey (debe entenderse como jefe del Estado) para ser válidos necesitan del refrendo. Veo difícil, por tanto, explorar el camino de invocar una suerte de mutación constitucional en este punto, como ha propuesto algún autor.

De hecho, el debate sobre la extensión de la inviolabilidad ya se produjo mientras se aprobaba nuestra Constitución, cuando se llegó a plantear la hipótesis del rey violador o asesino. Ante lo cual se impuso la tesis favorable a esta concepción absoluta de la inviolabilidad. De manera que, como ha expresado O. Alzaga, si un rey delinquiese, “nos encontraríamos ante el desprestigio y, por ende, ante el ocaso de la institución monárquica”. Una interpretación que parece haber sido confirmada por el Tribunal Constitucional cuando ha recordado que “esta especial protección jurídica, relacionada con la persona y no con las funciones que el titular de la Corona ostenta” (STC 98/2019, de 17 de julio), y al señalar que se trata de prerrogativas “de alcance general”, que no admiten ser relativizadas (STC 133/2013, de 5 de junio).

Pero, del hecho de que se reconozca el carácter absoluto de esta prerrogativa mientras se es rey, no se deduce de forma necesaria que se le proteja también una vez que haya dejado de serlo por actos realizados mientras ostentó esta dignidad. Y es aquí donde está la clave de la actual polémica.

A favor de interpretar que la inviolabilidad se mantiene podría jugar el sentido último de esta prerrogativa en relación con la concepción de la abdicación como mecanismo que permite una suerte de “depuración” de responsabilidades de un rey que hubiera incurrido en alguna irregularidad o, simplemente, que hubiera tenido un comportamiento “no ejemplar” en su vida privada (así parece apuntarlo el profesor Josu de Miguel –aquí-). En cierto modo es lo que habría ocurrido con el rey Juan Carlos, que consciente de su falta de ejemplaridad, abdicó para no comprometer la Corona, aunque, puede pensarse, que en la confianza de que mantendría su inviolabilidad por los actos que realizó mientras fue rey.

Y así lo ha entendido el Legislador que en la Exposición de motivos de la LO 4/2014, de 11 de julio, declaró que: “Conforme a los términos del texto constitucional, todos los actos realizados por el Rey o la Reina durante el tiempo en que ostentare la jefatura del Estado, cualquiera que fuere su naturaleza, quedan amparados por la inviolabilidad y están exentos de responsabilidad. Por el contrario, los que realizare después de haber abdicado quedarán sometidos, en su caso, al control jurisdiccional”. No obstante, como ha señalado el Tribunal Supremo, esta limitación temporal no se ha incorporado al nuevo art. 55 bis de la LOPJ y, en tanto que esa apreciación se ha recogido sólo en la exposición de motivos, carece de valor normativo (Auto del TS, Sala 1ª, de 28 de enero de 2015, FJ. 4º). Es verdad que el propio Tribunal Supremo habría seguido esta interpretación en el auto de 22 de noviembre de 2014 que cerraba la causa especial n. 3/20623/2014, sobre unos presuntos delitos contra la Hacienda Pública que se imputaban a don Juan Carlos por actos realizados mientras fue rey, y que el Supremo decidió no enjuiciar en atención a que entonces era inviolable.

Sin embargo, el Tribunal Constitucional no ha fijado un criterio claro a este respecto. En concreto, la STC 111/2019 parece dejar abierta la puerta a que se pudiera exigir responsabilidad al rey emérito por hechos realizados durante su reinado que no estuvieran vinculados con sus funciones como jefe del Estado: “Este objetivo [la creación de una comisión de investigación sobre la monarquía] es inconciliable con las prerrogativas otorgadas por el art. 56.3 CE a la persona del rey de España, respecto de cualesquiera actuaciones que directa o indirectamente se le quisieran reprochar, ya se dijeran realizadas, unas u otras, en el ejercicio de las funciones regias, o con ocasión de ese desempeño, ya incluso, por lo que se refiere, cuando menos, al titular actual de la Corona, al margen de tal ejercicio o desempeño”. Ese “cuando menos” permite mantener vivo el debate sobre si cabría exigir responsabilidad por actos al margen de las funciones institucionales para el rey emérito.

En mi opinión, la interpretación constitucional más adecuada de la inviolabilidad regia prevista por la Constitución, en una monarquía parlamentaria del siglo XXI, nos lleva a entender que ésta resulta absoluta para preservar la posición del rey en tanto que sea jefe del Estado pero, si éste dejara de serlo, seguiría siendo irresponsable por los actos institucionales que realizó, los cuales de forma expresa o tácita estarían cubiertos por el refrendo, aunque debería poder ser juzgados por los actos privados realizados mientras fue rey. Y es que, como ha expresado el Tribunal Constitucional, estas prerrogativas “que el art. 56.3 CE reconoce al rey se justifican en cuanto condición de funcionamiento eficaz y libre de la institución que ostenta.” (STC 98/2019, de 17 de julio). De ahí que el sentido de esta inmunidad absoluta pueda comprenderse para dotar al jefe del Estado de una especial protección jurídica en tanto que el mismo personifica al Estado, pero su fundamento se debilita si se proyecta más allá cuando deja de ostentar su dignidad como rey.

Puedo comprender las razones de índole práctico, que podríamos considerar razones de Estado, que han justificado mantener esta interpretación “absolutista” de la inviolabilidad regia para proteger al rey emérito, sobre todo atendiendo a que, como se señaló, éste depuró su responsabilidad a través de su abdicación y con la posterior expatriación. Don Juan Carlos fue, como jefe del Estado, un rey constitucional que supo pilotar el país en un momento muy difícil de nuestra Historia para conducirlo hasta la consolidación de nuestra democracia. Algo que creo que le debe ser reconocido. Por desgracia, en buena medida dilapidó su crédito institucional con unas conductas privadas como mínimo poco ejemplares, si no directamente delictivas. Pero, reitero, aunque las mismas no puedan ser juzgadas, no hay impunidad y la lógica constitucional se ha impuesto: el rey tuvo que renunciar a la corona y, aún más, vive una suerte de “pena” de destierro, aunque haya anunciado que tiene voluntad de volver de visita a España. Lo cierto es que está pagando por sus pecados.

Ahora, el reto del rey don Felipe es precisamente cumplir fielmente como rey constitucional y, al mismo tiempo, recuperar la confianza en la institución a través de una conducta ejemplar. Una ejemplaridad personal y familiar que se proyecta en los aspectos más íntimos, toda vez que el sentido último de la Monarquía radica en esa idea de la Familia real como fuente de inspiración, síntesis de unos valores éticos y estéticos que se han de ver representados en ella. Pero también en la gestión de la propia Casa Real, que debe ir incorporando las exigencias de transparencia y control públicos, sobre todo en el ámbito económico, por mucho que constitucionalmente se le haya dotado de plena libertad al rey (art. 65 CE). En cuanto a las prerrogativas como la inviolabilidad regia, en el futuro deberíamos apostar por la reinterpretación restrictiva de la misma que hemos propuesto. Para todo ello no tengo claro que la propuesta de una Ley de la Corona sea la fórmula idónea. Además, cualquier intervención legislativa debe llevar cuidado con no caer en una legislación puramente interpretativa de la Constitución, que ha sido censurada por el Constitucional. Quizá, el camino más adecuado sea el ya emprendido desde que inició su reinado Felipe VI: incorporar progresivamente buenas prácticas en la Casa Real y, llegado el caso, cuando ya no se pueda comprometer la situación del rey emérito, afrontar una reintepretación de la inviolabilidad regia dando una nueva regulación al aforamiento de quien ha sido Rey. Por lo demás, doy un claro voto de confianza a don Felipe quien en un momento tan difícil a nivel institucional y familiar ha sabido transmitir su firme compromiso como rey constitucional y ha hecho de la ejemplaridad pública su sello personal.

El mito de la república

El reciente 90 aniversario de la segunda república española ha puesto de relieve, nuevamente, la enorme vigencia en el imaginario político colectivo en general y en el de los partidos políticos de izquierda en particular del mito de “la república” (en concreto, de la segunda, pues del interesantísimo experimento de la primera nadie parece acordarse).

Como todos los buenos mitos, el de la república española como parangón democrático es refractario a los hechos -que cualquiera con una mínima inquietud por la historia puede conocer gracias a la enorme cantidad de bibliografía nacional y extranjera disponible- y también al paso del tiempo. Al contrario, parece que con el paso del tiempo el mito está cada vez más vivo. Honramos a los hombres y mujeres políticos de la segunda república o les dedicamos calles y homenajes con un entusiasmo que ya agradecerían personajes de nuestra historia más reciente -algunos de ellos todavía vivos- que, además de luchar por la libertad, la justicia y la igualdad, tuvieron bastante más éxito que sus predecesores. Me estoy refiriendo, claro está, a los hombres y mujeres que hicieron posible la Transición Española. Con la reciente excepción de la redenominación del aeropuerto de Madrid-Barajas en honor de Adolfo Suarez, la diferencia me llama mucho la atención.

Quizás el problema es que ninguna democracia real -pasada, presente o futura- puede soportar la comparación con la idea platónica de república construida por estos lares en torno a la segunda república por motivos básicamente políticos. Lo mismo que un amor real, con todas sus imperfecciones, no puede suportar la comparación con un amor platónico. Sin embargo, creo que pocos de nosotros, una vez alcanzada la mayoría de edad, elegiríamos lo segundo sobre lo primero. Y lo cierto es que la democracia construida en 1978 tiene muchas imperfecciones, sin duda, pero tiene también la enorme ventaja de ser real y tangible, de poder ser medida en los “rankings” de calidad democrática (en los que España es una democracia completa, una “full democracy”) y de haber perdurado hasta hoy y esperemos que por mucho más tiempo. No tengo ninguna duda de que muchos de los constructores de la segunda república envidiarían y admirarían esta historia de éxito construida con el talento, la generosidad y el esfuerzo de las siguientes generaciones.

Por tanto, quizás deberíamos madurar un poco como ciudadanos y ser más conscientes de la democracia real que disfrutamos y de nuestra obligación de conservarla y mejorarla para las siguientes generaciones. Para empezar, podríamos abandonar la maniquea contraposición entre república (buena) y monarquía (mala) instalada en el imaginario nacionalista y en parte de la izquierda española que no responde a la evidencia empírica que manejan desde organizaciones como Freedom House al Instituto de la calidad del gobierno de la Universidad de Gotemburgo en Suecia y que colocan sistemáticamente a las monarquías nórdicas entre los países con mayor libertad y democracia. Y es que en una democracia moderna la forma de la jefatura de Estado determina poco la mucha o poca calidad democrática de un país, en la medida en que lo esencial son las instituciones democráticas, los contrapesos al poder y el Estado de Derecho y no si la Jefatura del Estado es o no electiva. En definitiva, una monarquía puede ser tremendamente despótica, como en Arabia Saudí, o ser un modelo de democracia, como en Noruega. Exactamente lo mismo que una república; repúblicas son tanto Alemania como Corea del Norte.

Pero lo más importante es que nos comprometamos todos, empezando por los políticos y terminando por los ciudadanos de a pie, con nuestra actual imperfecta democracia porque es la única que tenemos y porque, nos como demuestra la historia, cualquier democracia puede desaparecer. Esto no quiere decir que no sea criticable, reformable o mejorable; lo es y mucho, pero lo que no es sensato es compararla o medirla en relación a algo que nunca existió y que nunca existirá, al menos mientras las democracias las construyan hombres y mujeres de carne y hueso. Dejémonos de mitos infantiles y pongamos manos a la obra.

 

Una versión previa de este texto puede leerse en Crónica Global

La Corona y el control parlamentario

¿Pueden las cámaras investigar a un ex monarca por lo que hizo durante su reinado? ¿y después? Los Letrados de las Cortes han respondido “no” a la primera pregunta y “sí” a la segunda. Politiqueo oportunista al lado, de este debate surge un interrogante mayor: ¿de lege lata, qué margen hay en nuestra constitución para la supervisión parlamentaria de la Jefatura del Estado?

Algunas posturas niegan la posibilidad de dicho control, por parte de poder legislativo, salvo cuando actúe como poder constituyente constituido, es decir, mediante reforma de la constitución. En nuestra opinión, semejante planteamiento ignora deliberadamente varios pasajes de nuestra carta magna.

¿Qué son la proclamación del nuevo monarca o la jura constitucional del heredero al trono al alcanzar la mayoría de edad (art. 61CE) sino modalidades de control implícito? Las Cortes, además, ostentan las facultades de nombrar regencia para el rey incapacitado o cuando la llamada al trono se produce siendo este sea menor de edad. En este último supuesto también podrían nombrar a su tutor (arts. 59 y 60 CE).

La carta magna prevé incluso que a falta de líneas de sucesión, las Cortes elijan a un nuevo monarca “en la forma que más convenga a los intereses de España” (art. 57.3 CE). Si bien se trata de un supuesto improbable, pocos controles mayores sobre el trono que elegir a titular puede preverse. Las Cortes pueden, asimismo, excluir de la sucesión al trono a quien se casara contra la prohibición expresa del rey o del propio parlamento (art. 57.4 CE). Del mismo modo, la Constitución deja en manos de congreso y senado regular las abdicaciones, renuncias sucesorias y dudas sobre la sucesión (art. 57.5CE).

Paralelamente, el refrendo, incluso en su modalidad tácita, articulada en la presencia del ministro de la jornada, supone el control del gobierno sobre el rey. Ahora bien, ex constitución, son las Cortes las que, en última instancia, controlan al poder ejecutivo. Si este amparara conductas indignas o ilegales del monarca el Congreso podría imponer un cambio de gabinete mediante la moción de censura (art. 113 CE).

La verdad sea dicha las cámaras muestran poco interés en desplegar sus facultades de control directo sobre la Corona. Bien lo demuestra que a estas alturas aún no dispongamos de un reglamento que regule las sesiones conjuntas de ambas cámaras, pese al mandato constitucional (art. 72.2CE). Recordemos que la carta magna exige la reunión conjunta de senadores y diputados para que las Cortes deliberen acerca de cualquier cuestión relativa al Título II (art. 74.1CE).

Nada indica que en el corto plazo se vaya aprobar ese reglamento. Más improbable aún parece que el estatuto de inviolabilidad del monarca pueda modificarse, por ejemplo, haciendo que sus efectos decaigan cuando abandona el cargo, como pregona el Derecho Internacional Público consuetudinario para la responsabilidad penal de los jefes de Estado y de gobierno.

Precisamente, Aragón Reyes escribió que la monarquía parlamentaria se asienta sobre dos instituciones: refrendo e irresponsabilidad. La validez de sus actos se condiciona al aval de un tercero (arts. 56.3 y 99.5 CE) que asume la responsabilidad ex lege que de estos se derive. No menciona el catedrático y ex magistrado del TC la inviolabilidad, pues, si bien el derecho comparado nos muestra que esta es la norma en las constituciones regias, análogas a la de 1978, -y muchas de las republicanas- no parece que un monarca enjuiciable se hiciera incompatible con la monarquía parlamentaria, especialmente, si los tribunales únicamente conocieran de sus conductas como particular y sólo después de abdicar el trono o ser depuesto ope legis.

A este respecto, la doctrina ha discutido acerca de si la ley orgánica de abdicación mencionada en el art. 57.5 CE propugna la existencia de una norma ad hoc para cada abdicación, renuncia o dudas a las sucesión −imagínese el improbable caso de que a un monarca le apareciera un primogénito extramatrimonial bajo un régimen constitucional que no admite discriminación por razón de nacimiento o filiación y que, a diferencia de la discriminación por sexos (art. 57.1 CE), no prevé una excepción expresa en este punto para la sucesión al trono. La alternativa conceptual consistiría en una ley orgánica que regulara los cauces procedimentales de una abdicación o renuncia, incluyendo, a criterio del legislador, supuestos de abdicación automática.

El encaje constitucional de supuestos automáticos de abdicación de lege ferenda encuentra apenas un puñado de partidarios, entre quienes destaca Pérez Royo. En su contra se encuentran la mayoría de constituciones monárquicas que han regido en España, pues preveían la autorización de las Cortes para cada abdicación. No obstante, siendo el texto de 1978 más ambiguo que el de sus inmediatos predecesores, cabe traer a colación que el art. 172 de la constitución de 1812, donde se recogen supuestos de abdicación automática, en caso de que el rey transgrediera ciertos interdictos.

¿Tiene sentido persistir en este debate? Después de todo, la LO 3/2014, de 18 de junio, por la que se hace efectiva la abdicación de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I de Borbón, acogió el formato de autorización ad hoc. Esto parecería consolidar la práctica del planteamiento doctrinal mayoritario. Sin embargo, en una monarquía del S XXI siguen quedando cabos sueltos que apoyan de lege lata que el texto constitucional acoge una norma generalista de abdicaciones y renuncias a la sucesión al trono.

Consideremos este escenario: el monarca quiere abdicar y las Cortes no aprueban la pertinente ley orgánica. ¿Se puede obligar a un ser humano a desempeñar un cargo vitalicio contra su voluntad? Es cierto que el derecho occidental conoce de prestaciones obligatorias para los ciudadanos, tales como participación en jurados, mesas electorales, el servicio militar obligatorio o prestaciones sustitutorias, o inclusive el sufragio activo. Sin embargo, advertimos que, al margen de que se encuentren o no retribuidas, toda prestación obligatoria presenta una ocupación limitada del tiempo del sujeto. Incluso cuando sea periódica y/o vitalicia, como el pago de tributos, no debe privarnos del libre desarrollo de nuestra personalidad.

Quienes hemos cursado la carrera de derecho antes o después tenemos a algún amigo, normalmente republicano, normalmente de izquierdas, que nos pregunta: ¿Qué ocurre si el rey veta una ley? Cuando me la hicieron por primera vez, reconozco que tuve que pensar un poco. Por fin me aclaré los conceptos y respondí que en puridad no podría hablarse de un veto, sino de una dejación de funciones por parte del titular de la Corona. Ciertamente, la ley o decreto no podría entrar en vigor, aunque a ver, nuestro sistema constitucional no quedaría en el aire por capricho de un individuo, ya que las Cortes podrían imponer una regencia.

Tradicionalmente, ha existido un debate extenso entorno a la potestad de las Cortes para inhabilitar al Rey, dentro del actual marco constitucional. En la doctrina prima la tesis de que la incapacidad del monarca declarada por congreso y senado se circunscribe a supuestos de incapacidad natural, como ante una pérdida de conciencia prolongada, caso de un coma de incierto pronóstico, cualquier enfermedad neurológica o trastorno mental severo.

Bajo esta óptica se veda la regencia como deposición encubierta para el monarca indigno, en una suerte de impeachment regio. Como principal punto de apoyo de esta tesis se encuentran la interpretación histórica y gramatical estricta, casi restrictiva, del articulado constitucional.

Una vez más, únicamente la constitución de 1812 mencionaba expresamente la posibilidad de que las Cortes inhabilitaran al rey “por cualquier causa física o moral” (art. 187 in fine). Por cierto, que en 1823 se le aplicó a Fernando VII ante su negativa a replegarse a Cádiz ante el avance del duque de Angulema y los Cien Mil Hijos de San Luis. Desde el Estatuto Real de 1834 hasta nuestra vigente carta magna siempre se ha hablado de que el rey “se hallara incapacitado”, lo que parece referirse en efecto más bien a supuestos de incapacidad civil o, por ejemplo, de secuestro, vedándose así a las Cortes potestad de enjuiciarlo y castigarlo con una regencia.

Frente a esta argumentación, cabría esgrimir el aforismo qui potest plus, potest minus. ¿No pueden las cámaras derrocar la monarquía mediante una reforma constitucional? A fortiori, habrán de poder imponer una regencia por oportunidad política.

A su vez, al aforismo latino podríamos replicarle que, en efecto, en las Cortes dormita y si es preciso despierta el poder constituyente, pero eso no las autoriza a incurrir en un fraude constitucional. Por no mencionar que la transmutación de la Jefatura del Estado actual en una Presidencia de República exige además de la aquiescencia del pueblo en referéndum, no pudiendo llevarla a cabo las cámaras por sí solas.

Aunque la doctrina jurídica persiste en presumir la existencia de un Legislador ideal para declarar sólo aparentes desatinos, descuidos y lagunas en las normas, lo cierto es que, desde la última circular administrativa a la carta magna, las leyes las redactan humanos demasiado humanos. Los padres constituyentes no son una excepción. Bien por descuido bien por imposibilidad, hay supuestos que no se prevén cuando se escribe una constitución.

Con esta perspectiva en mente, de nuestra regencia cabe predicar algo similar a la XXVª Enmienda de la constitución estadounidense. Sencillamente, en 1978 las constituyentes no contemplaron el escenario de un rey éticamente desahuciado, del mismo modo que en 1967, nadie en el Congreso de los EE.UU. se imaginó el advenimiento de un Presidente errático, pero no nítidamente incapaz.

¿Estas carencias de la carta magna pueden compensarse mediante su desarrollo legislativo o exigen sí o sí de su reforma? En nuestra opinión, hay una gran diferencia entre precisar el texto constitucional o colmar sus lagunas y contradecirlo. En consecuencia, no se aprecia óbice alguno para llevar a cabo precisiones legislativas del Título II, sea sobre el apartado 3º del art. 57 CE, o bien otros aspectos, como la creación de un estatuto jurídico para la Princesa de Asturias.

Se podría discutir si la reserva de ley orgánica abarca el conjunto del título o únicamente al art. 57.3CE. Sistemáticamente, parece conveniente que todo asunto relativo a la más alta magistratura del Estado se legisle por ley orgánica, sin bien, se trata de una cuestión menor. En todo caso, las Cortes gozan de potestad universal en materia legislativa, salvo expresa prohibición constitucional o de tratado internacional en contra y este no es el caso. Concluimos pues afirmando que, al margen de los mecanismos de control que la carta magna prevé para el parlamento sobre la Corona, los cuerpos legislativos pueden establecer otros adicionales ex lege.

El no refrendo. El frustrado viaje del Rey frustrado

Leía hace meses un tuit de RedJurídica Abogad@s, que jocosamente decía “Últimamente estamos asistiendo a situaciones de excepcionalidad jurídica que estudiamos en la carrera pero jamás pensamos que viviríamos: estado de alarma, 155, investigación a la Familia Real, sedición y rebelión, etc… Sólo falta que un enjambre de abejas entre en fundo ajeno”.

A parte de ingenioso (al menos para los que tuvimos que vérnoslas con el Código Civil), el mensaje da en la diana, especialmente en el ámbito del Derecho Constitucional, donde se amontonan supuestos nunca vistos.

Así, el último espectáculo jurídico al que hemos asistido es la inédita negativa al refrendo de un acto real para evitar el viaje de S.M. el Rey a Barcelona, con motivo de la entrega de despachos a los nuevos jueces.

¿Es el refrendo una facultad disponible o un acto reglado? Esa es la pregunta clave para saber si el Gobierno estaba legitimado para vetar el viaje del Rey. Y para responderla propongo el siguiente razonamiento:

1º. El Rey reina pero no gobierna, es la frase con la que se explica el papel del Rey en una Monarquía parlamentaria. Según nuestra Constitución (art. 56), el Rey es el Jefe del Estado, simboliza su unidad y permanencia, arbitra el funcionamiento de las instituciones y asume la más alta representación en las relaciones internacionales.

2º. Además de estas funciones de trascendencia simbólica o representativa, la constitución asigna al Rey otras funciones (art. 62) que, además de esa trascendencia representativa, tienen también una trascendencia jurídica, como por ejemplo sancionar y promulgar las leyes, convocar y disolver las Cortes Generales o nombrar y separar a los miembros del Gobierno. Esto, lógicamente, lo hace a propuesta de los órganos constitucionales competentes.

3º. El Rey no puede negarse a esas funciones, no elige lo que firma. Así, si mañana tiene que firmar los indultos de los jordis, de Junqueras o de quienes queman fotos de su familia en la calle, deberá hacerlo, pues esa es su función constitucional (volvemos al reina pero no gobierna).

4º. Por esa razón, y dado que su figura es inviolable (él no es responsable), existe la figura del refrendo, por la cual, la autoridad refrendante -que siempre ha de ser el Presidente del Gobierno, un ministro o el Presidente del Congreso (art. 64 de la Constitución)- asume la adecuación jurídica de sus actos al ordenamiento.

5º. De este modo, siempre que Rey actúa como Jefe de Estado (salvo alguna excepción que fija la constitución en su artículo 65), tiene que ser refrendado. No tienen que ser refrendados, por el contrario, los actos “personalísimos” o de carácter privado, como otorgar testamento, casarse, un viaje privado o cambiar el lugar de vacaciones de Mallorca a Salou. ¿Se imaginan? ¿Qué haría el Gobierno entonces?

6º. Ese refrendo puede ser explícito (cuando el refrendante estampa su firma junto a la del Rey, normalmente en aquellos actos con trascendencia jurídica) o implícito (en actos de trascendencia representativa, como en los viajes oficiales en los que siempre es acompañado por un miembro del Gobierno).

Hasta aquí, la teoría; pero seguimos sin resolver la pregunta: ¿Puede el Presidente negarse a refrendar un acto real?

7º. Para responder debemos diferenciar, de nuevo, dos grupos de actos objeto de refrendo. En primer lugar, están aquellos actos referidos a una función que se encuentra en el ámbito competencial del Ejecutivo. Imaginemos que el Rey fuese invitado a un viaje a un país extranjero. En este caso Zarzuela debería preguntar al Gobierno, que podría indicarle que no debe viajar. Ello es así porque el Gobierno es quien según el art. 97 de la Constitución dirige la política interior y exterior del Estado (otro ejemplo del Rey reina pero no gobierna).

En segundo lugar, hay casos en los que el refrendo se refiere a actos que no son competencia del ejecutivo, sino de otras instituciones o poderes del Estado, como el nombramiento del presidente de una Comunidad autónoma o el del Tribunal Constitucional (que lo nombra el Rey a propuesta del propio Tribunal)

8º. El Tribunal Constitucional tuvo la oportunidad de pronunciarse (STC 5/1987 de 27 de enero) sobre este segundo grupo de casos y dejó claro que (i) solo eran competentes para refrendar quienes indicaba la Constitución en su artículo 64. (ii) Que el refrendo únicamente significa la constatación de la adecuación del acto real al ordenamiento jurídico constitucional aunque no haya intervenido el refrendante en su contenido y no sea de su competencia. (iii) Y que ello no supone ninguna injerencia del refrendante en la esfera competencial de donde se origina el acto real.

Así, refrendar no supone un conflicto competencial con la Comunidad autónoma cuando se nombra al presidente de un gobierno autonómico, como tampoco hay injerencia en la Justicia Constitucional o en el poder judicial cuando el Presidente del Gobierno refrenda el nombramiento del presidente del Tribunal Constitucional o el del Consejo general del Poder Judicial, explicaba el Alto Tribunal.

9º. Eso es así en el caso de refrendar, pues le es obligado al refrendante hacerlo, pero, ¿qué ocurre en el caso de “no refrendar” un acto de otro poder del Estado?

Imaginemos que el Presidente del Gobierno no quisiera firmar el refrendo, siguiendo con los ejemplos anteriores, del nombramiento del lehendakari o el del presidente del Tribunal Constitucional cuando correspondiese. Evidentemente su inactividad sería una flagrante e inconstitucional injerencia en otras instituciones o poderes del Estado. Por ello, siempre que haya una adecuación al ordenamiento jurídico de lo que se ha presentado a la firma del Rey desde otros poderes del Estado, el Presidente del Gobierno no puede dejar de refrendar.

10º. Llegamos al final: en esos ejemplos la injerencia sería muy visible. Aunque en el caso del refrendo implícito (en viajes por ejemplo) no es tan visible, el argumento y la conclusión son los mismos: NO es posible negarse al refrendo implícito de funciones constitucionales del Jefe del Estado referidas a otros poderes del Estado.

Admitir la negativa del refrendo a un acto ajeno a las competencias del Ejecutivo es admitir que el Ejecutivo puede entrar a valorar la oportunidad del ejercicio de una competencia de otro poder del Estado. Ello es una injerencia de libro y supone, además, posibilitar la apropiación de las funciones del Jefe del Estado en beneficio propio; el uso de la Corona como una extensión del Ejecutivo, capaz de vetar de su agenda hasta aquellos actos ajenos a su ámbito responsabilidad. ¡Adiós a la separación de poderes!

Ello ha ocurrido con la invitación por el poder judicial a presidir un acto del propio poder judicial. La negativa a su refrendo ha sido una de las decisiones más graves de este Gobierno, una intromisión en las competencias del poder judicial, un ataque a la línea de flotación de la división de poderes, piedra angular de la democracia. Un ejemplo más del uso instrumental del derecho y del manoseo por parte del Ejecutivo de las instituciones; ayer de la Fiscalía, hoy, nada más y nada menos, que de la Corona. ¡Eso sí que es “pasarse tres montañas”!

Aunque quizá sea mejor mirar para otro lado y no advertir de la inconstitucionalidad de esta injerencia, no vaya a ser que se les ocurra otras medidas para dejar al Rey en la Zarzuela. No vaya a ser que, en vez de confinarle sólo a él, confinen a todo Madrid para que no haya desfile de las Fuerzas armadas y así sigamos sin ver a Su Majestad. ¡Todo se andará!

Notas para el desarrollo legislativo del Título II de la Constitución, “De la Corona”

Como es sabido, nuestra norma suprema de 1978 cuenta con diez títulos, numerados en romanos. Toca poner el reflector en el segundo de ellos, o sea, los Arts. 56 a 65: son diez preceptos. Resulta obvio que no lo regula todo: a una norma jurídica no se le pueden pedir imposibles y menos aún contra más alto sea su rango. Pero aquí el problema resulta especialmente agudo porque estamos ante un contenido casi inmodificable: el procedimiento de reforma del Art. 168 fue diseñado justo para no poderse aplicar.

Es algo muy enojoso, porque sucede que el contenido del Título II (y, peor aún, su tono) no resulta por así decir homologable con el resto del documento. Casi diríase que constituye un cuerpo extraño, cuando no un verdadero quiste, que si pudo introducirse fue a martillazos. Mientras el Art. 23 declara que el acceso a los cargos públicos se encuentra abierto a los ciudadanos, viene el Art. 57 para reservar uno de ellos -el de más arriba- a una familia: casi se antoja un aguafiestas. Si el Art. 14 proclama que todos son iguales ante la ley independientemente del sexo -en estos tiempos, la duda ofende-, sucede que el mismo Art. 57 se planta estableciendo que, dentro de esa familia, el varón tiene preferencia. Como en la época de nuestros abuelos: casi una provocación. Y un tercer ejemplo, particularmente relevante hoy: así como cualquier hijo de vecino vive a la intemperie desde el punto de vista de los procedimientos judiciales –“el que la hace, la paga”; o al menos se arriesga a un día deberlo pagar-, de la persona del monarca se estipula en el Art. 56.3 que “es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Sin matices. Una auténtica machada, podría decirse, si no fuese porque esa palabra suena hoy a incorrección política.

Y no sólo eso es singular; la singularidad de este Título II se manifiesta también a la hora de designar a quien está encargado de interpretarlo. Todo el ordenamiento se encuentra lleno de agujeros y es fuente de cogitaciones, para cuya resolución está precisamente el poder judicial: en eso consiste la potestad jurisdiccional de la que habla (con tono de arrobo, para más inri) el Art. 117.3. Pero el apartado 5 del mismo Art. 57, luego de reconocer que el orden de sucesión puede generar dudas (“de hecho o de derecho”), se desvía de la regla y atribuye la labor decisoria a las Cortes Generales: esas cuitas “se resolverán por una ley orgánica”. El Parlamento se ve así llamado a ejercer una función materialmente judicial, por así decir.

Así pues, es un cuerpo extraño, casi algo excéntrico. Y además, y ahí es donde ahora hay que situar el foco, está lleno de lagunas. Algo que resulta muy peligroso para una institución de la que se proclama -art. 56.1- que es “símbolo de la unidad y permanencia” del Estado. Asunto serio donde los haya. Pifiarla, en el sentido de no dejar atados todos los cabos, puede acabar teniendo fatales consecuencias.

Desde 1978 han transcurrido más de cuarenta años. En los primeros treinta y seis de ellos la institución estuvo encarnada en un aventurero -dicho sea con todo respeto para la figura en abstracto: también lo eran, por ejemplo, un Hernán Cortés o un Francisco Pizarro, que tantos servicios prestaron a la patria- que se encontró amparado por el silencio cómplice de los medios de comunicación. Las trapisondas del buen hombre las intuía todo el mundo, pero sobre ellas se había corrido un tupido velo. El típico secreto a voces. Sólo faltaba que llegara el momento del estallido. Los estudiosos de la artillería saben que los polvorines acaban inexorablemente por saltar en mil pedazos, aunque no resulte fácil vaticinar el momento exacto.

A mediados de 2014, y ya tras la abdicación -obra de Rajoy y del difunto Rubalcaba: dos hombres de Estado, como se dijo entonces entre grandes aplausos: vivir para ver-, las Cortes Generales tuvieron la ocurrencia de aprobar la Ley Orgánica 4/2014, de 17 de julio, de nombre equívoco por no decir abiertamente engañoso: “complementaria de la Ley de racionalización del sector público y otras medidas de reforma administrativa por la que se modifica la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial”. Sus autores debían saber que bajo el Emérito se emboscaba un pasado tenebroso -aunque aún no exteriorizado-, porque de otra manera no se explica que se anticipasen a poner el siguiente parche en la Exposición de Motivos, IV, párrafo tercero:

“Conforme a los términos del texto constitucional, todos los actos realizados por el Rey o la Reina durante el tiempo en que ostentaron la Jefatura del Estado, cualquiera que fuere su naturaleza, quedan amparados por la inviolabilidad y están exentos de responsabilidad”. Excusatio non petita, accusatio manifesta.

Nos situamos seis años largos después, en septiembre de 2020, y el juego de naipes se ha terminado desmoronando a los ojos del mundo entero, poniéndose de relieve con toda crudeza muchas patologías. Hay que empezar por enumerarlas, porque sin diagnóstico no hay terapia que valga. A saber:

Primero, la ingenuidad de los autores del texto constitucional; ingenuos hasta el grado de lo arcangélico o incluso lo tontorrón. El personaje -designado por su nombre y apellidos en el Art. 56.1- era un Edmond Dantés, Conde de Montecristo o, si vamos a Le rouge et le noir, un Julien Sorel (o, en España, un buscón don Pablos), siendo así que el cargo había sido diseñado pensando en un monje cisterciense o, puestos a pensar en un laico, en Eugéne de Rastaignac, el menos balzaquiano (por su carácter timorato y sus escrúpulos morales) de los personajes de Balzac. Un grosero error de diseño. Y un error de los inexcusables, porque el sujeto para entonces ya había apuntado maneras.

Segundo, lo concertado de todo el mundo -una verdadera omertá en el peor sentido del término- a la hora de no impedir las fechorías y además ocultarlas de manera deliberada. Lo ha dicho Elisa de la Nuez en El mundo el 6 de agosto de este 2020: del dato de que “el Rey Emérito haya hecho de su capa un sayo tanto en cuestiones personales como patrimoniales (ambos aspectos están relacionados)”, dato que constituye “un fracaso tremendo”, se declara que resulta imputable (aparte de a “los agujeros del sistema”), a “la tolerancia y pasividad de quienes debían haber velado por su ejemplaridad: el personal de la Casa Real, los políticos de uno y otro signo y los empresarios que durante tanto (tiempo) le dieron cobertura”. Sólo cabe decir amén. No sabe uno si los firmantes de la carta de los 75 que se hizo pública unos días más tarde, en ese mismo mes de agosto, están defendiendo a la persona (o a la institución) o si más bien se están autoexonerando de lo que son, al menos por conducta omisiva, sus propias responsabilidades.

Y en el bien entendido de que ese tipo de fenómenos -callar mientras alguien se enriquece con todo descaro- no es algo privativo del caso que nos concierne. En la Cataluña de 1980-2003 sucedió lo mismo con los negociets del que era Presidente de la Generalitat. Sin una sociedad tan peculiar y sumisa como la barcelonesa no habría podido suceder lo que sucedió: ya se sabe que las personas son como las plantas, que obedecen a un clima. El cactus sólo puede crecer en el desierto y el edelweiss es la blanca flor de los Alpes. Pero cerremos el paréntesis catalán y volvamos a lo que nos concierne.

La tercera y última de las causas de la tragedia está en la inactividad del legislador a lo largo de tantas legislaturas. Somos, y lo dice también Elisa de la Nuez, “un país adicto al BOE” (adicto hasta el extremo de la hiperventilación, definida por el Diccionario RAE como “aumento de la temperatura y la intensidad respiratoria que produce un exceso de oxígeno en la sangre”) y, en efecto, basta leer cualquier producto normativo para poder denunciar lo innecesario y meramente propagandístico de la mayor parte de las determinaciones que salen de los magines de la gente de la Carrera de San Jerónimo, cuando no de su abierta nocividad para el interés general. Las épocas de mayoría absoluta (la última de las cuales, la concluida a finales de 2015) han resultado particularmente prolíficas en lo que a esos bodrios concierne. Todo lo cual contrasta con lo sucedido en relación con la Corona, siendo así que, se insiste, lo incompleto de la regulación constitucional hacía especialmente perentorio el establecimiento de reglas. Pero en lo relativo a la Jefatura del Estado los parlamentarios, de ordinario tan dicharacheros, parecían encontrarse aquejados de una suerte de atrofia que les impedía actuar.

En 2014 entraron en harina por primera (y única) vez, mediante las dos Leyes orgánicas que se han mencionado, la de abdicación de junio y sobre todo la complementaria de un mes más tarde. De esta última cabe indicar que puede servir como antimodelo: lo que era un cáncer en estado de metástasis se pretendía curar poniendo una tirita: el aforamiento en el Tribunal Supremo. Como si la piel de zapa (volvamos a Balzac) todavía pudiera seguir dando de sí. El resultado, en este sufrido 2020, está a la vista.

En agosto acabamos de ver en efecto lo que ha sido un espectáculo pirotécnico, empezando por la espantá del día 3, digna del mismísimo Rafael Gómez Ortega, “El gallo”, el famoso hermano de Joselito que hizo de eso un arte (más aún: teorizó sobre él, en la más noble estela de los toreros filósofos, al explicar que “las banderillas son las banderillas, el pase natural es el pase natural, el volapié es el volapié y la espantá es la espantá”). El debate -jurídico y en general mediático- ha ocupado casi todo el mes. Los partidos políticos se han posicionado de una u otra manera y con más o menos fortuna a la hora de expresarse. No es este el momento de entrar en detalles.

Si modificar la Constitución no resulta hacedero, al menos habría que ir preparando cuanto antes una Ley Orgánica que la desarrollara. Su contenido tendría que versar como mínimo (en eso consiste cabalmente el mensaje de este breve comentario) en dar respuesta a las siguientes cuatro preguntas que la Constitución dejó abiertas de par en par, con el infeliz resultado, casi medio siglo después, y como se dice en las resoluciones judiciales, que obra en autos:

– Determinar el radio objetivo de la inviolabilidad (y con carácter previo definir el alcance exacto de la palabra) del Art. 56.3, así como precisar la noción de “actos del Rey” del Art. 64. Lo que exige pronunciarse sobre si tiene vida privada -¿negociets?– y, en su caso, su régimen económico.

Explicar en qué consiste “el orden regular de primogenitura y representación” a efectos sucesorios, sobre todo para el caso de que las líneas descendentes no existieran o hubieran premuerto. ¿Se recupera en primer lugar la línea ascendente, como en el Derecho Civil? ¿Qué efectos tiene una anterior abdicación del progenitor, como se ha dado de hecho aquí? ¿Implica renuncia a quedarse en la lista de espera?

– ¿Qué sucede con los hijos extramatrimoniales, “iguales ante la ley con independencia de su filiación”, como proclama con entusiasmo el Art. 39?

– ¿En qué supuestos procede que las Cortes Generales inhabiliten a alguien -al margen de la obvia incapacidad física o mental- para llevar el cetro? ¿Cabe una suerte de declaración de incapacidad moral antes de que los jueces -el Supremo, en caso de aforamiento- hubieran impuesto (en cuyo caso todo pasaría a quedar claro) una condena que imposibilitara desempeñar cargo alguno, incluso el de Concejal de pueblo?

Mucho más complicado va a ser poner blanco sobre negro los criterios materiales de deslinde -el reparto competencial, que decimos los administrativistas con nuestro empeño en que cada una de las tareas públicas tenga un dueño claramente predeterminado- entre la función del Rey según el Art. 56.1 (“la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica”) y el cometido de la dirección de la política exterior que según el Art. 97.1 se encuentra en manos del Gobierno.

Entre 1978 y 2014, Juan Carlos I fue, en realidad, el Ministro de Asuntos Exteriores, y con carácter general lo hizo muy bien, porque abrió mercados para muchas empresas. En ello pudo haber influido el hecho de que durante muchos períodos la cartera estuvo de facto poco menos que vacante (si uno repasa la lista de los titulares se lleva las manos a la cabeza, a salvo por supuesto de las excepciones que confirman la regla) y, como la naturaleza tiene horror al vacío, fue el Jefe del Estado el que ocupó el hueco: pura ley de Gay-Lussac de la expansión de los gases. Cosa distinta es que ese (buen) desempeño del trabajo -la “más alta representación”- viniera acompañada, ¡ay!, de los trapicheos que ya conocemos: yo te doy el Toisón de Oro -Enrique el de las mercedes, el II de Castilla, 1334-1379, puede haber sido el modelo histórico- y a cambio tú me retribuyes en metálico con lo que formalmente representa una donación. Ahí es donde se ha producido la colusión de intereses. Y eso por no hablar de comisiones descarnadas, que se han sumado a lo anterior.

Hay, en suma, que deslindar lo que, para actuar por España en el exterior, corresponde a cada quien; pero sabiendo, se insiste, que estamos ante un terreno que, como sucede siempre con lo simbólico (o incluso con lo mítico), se resiste al seco corsé de lo normativo. Jacobo I de Inglaterra (y VI de Escocia: era hijo de María Estuardo y vivió entre 1566 y 1625), que, como el torero, también se dedicó a teorizar sobre su oficio -el de rey absoluto-, explicó que lo suyo era un misterio, the mistery of the king, en el sentido de que sus poderes, por participar de lo numinoso, resultaban no sólo jurídicamente informalizables sino incluso intelectualmente inasibles. Ni que decir tiene que, cuatro siglos más tarde, estamos en un contexto muy otro, mucho más racionalizado y objetivo, pero nadie podrá discutir que precisar al dedillo el contenido y los límites de las funciones del titular de la Corona resulta menos fácil que, por ejemplo, establecer, dentro de la estructura orgánica del Ministerio competente en materias eléctricas, el ámbito de potestades de la Dirección General de Política Energética y Minas. En la institución monárquica sigue anidando un punto de hechizo, por mucho que lo sucedido entre 1978-2014 haya mostrado que al final lo que explica las cosas es algo tan poco mágico -tan común- como er mardito parné.

Son sólo unos pequeños aportes para el contenido de esa Ley Orgánica. Y no será porque el autor de estas líneas, luego de muchos años de ejercicio de profesiones jurídicas -la Abogacía, sobre todo- sea un creyente en que las normas resuelven por sí solas los problemas: la financiación de los partidos políticos está superregulada y ya vemos lo que hacen todos ellos. Pero al menos las disposiciones pueden ayudar a que en lo sucesivo no volvamos a vernos en esta misma tesitura.

No hace falta afirmar que estoy entre los que sinceramente piensan que, en la atribulada España actual, cambiar la monarquía -símbolo de la unidad y permanencia del Estado, según el Art. 56.1 de la Constitución: segunda cita- por la República sería el acabose. Dicho sea literalmente: no habría una República, sino varias. Alguna de ellas, además, particularmente bananera y, además, cursi. Pero precisamente por eso a la institución hay que hacerle un lifting, porque ha llegado a 2020 muy perjudicada. El paso de los años sin haberla sabido remozar es lo que le ha provocado la aluminosis, inserta además en una crisis general del modelo representativo partitocrático.

No sabe uno quién ha hecho más daño a la monarquía -una pieza esencial de nuestra convivencia e incluso, reitero, de la propia capacidad de España para subsistir-: si el anterior titular o los que han estado jaleándolo y tapando sus vergüenzas. Hay cariños que matan.

¿Como salvar la Corona? Reproducción de tribuna en EM de Elisa de la Nuez

 

Una vez descubiertas las andanzas patrimoniales y fiscales del rey emérito (que  tanto se asemejan a la de otros personajes de su generación como el ex president  Pujol) y aceptada por  D. Juan Carlos I la única solución posible, es decir, apartándose de toda tarea institucional y abandonando España, la pregunta que podemos hacernos es la de si merece la pena conservar la institución monárquica como institución central de la Constitución de 1978 y, si la respuesta es positiva, qué reformas habría que hacer.

Es indudable el interés político que tiene para algunos partidos el utilizar el enriquecimiento  patrimonial en negro del rey Juan Carlos I, al margen de cualquier vía institucional o legal,para impulsar la idea de que la monarquía –“los Borbones”- es, por definición, corrupta y antidemocrática. De paso, se intenta dar la puntilla al “régimen del 78” en la figura del que ha sido su Jefe del Estado durante casi 40 años.  También es comprensible el interés de los separatistas por eliminar lafigura del rey que encarna la unidad y permanencia de la nación española máxime después del impecable discurso del rey Felipe VI en octubre 2017 en Cataluña. No obstante, la defensa a ultranza de la monarquía por parte de otros partidos políticos argumentando su bajo coste presupuestario, su utilidad durante la primera etapa de la Transición o su carácter neutral frente a un posible Presidente partidista me parece poco acertada. La actual crisis está provocada por la falta de ejemplaridad del rey emérito y es este problema el que hay que resolver urgentemente si queremos conservar una institución que creo  puede volver a prestar servicios importantes a nuestro país.

Hay que comenzar por reconocer lo obvio: es un fracaso tremendo el que el rey emérito haya hecho de su capa un sayo tanto en cuestiones personales como patrimoniales (ambos aspectos están relacionados)aprovechándose de los agujeros del sistema y sobre todo de la tolerancia y pasividad de quienes debían haber velado por su ejemplaridad: el personal de la Casa Real, los políticos de uno y otro signo y los periodistas y empresarios que durante tanto le dieron cobertura. En ese sentido, el fracaso es tan suyo como de D. Juan Carlos y resulta especialmente amargo por coincidir con una situación de crisis política, económica e institucional que sabe a fin de etapa. Pero, dicho eso, quizás es más interesante centrarse en los problemas de la propia institución para ver en qué medida se pueden solucionar. En primer lugar porque lo que importa, al menos desde un punto de vista democrático y de buen gobierno, no es tanto si el Jefe del Estado es un Presidente electo o un Rey hereditario (sus funciones representativas y arbitrales deben ser esencialmente las mismas en un régimen parlamentario) sino si la Jefatura del Estado está adecuadamente diseñada para cumplir con sus funciones constitucionales.

La cuestión de la ejemplaridad me parece especialmente importante en el caso de una monarquía, precisamente porque un rey no está sometido a elecciones y el mecanismo básico de rendición de cuentas en una democracia es la remoción de quienes no lo han hecho bien, lo que no obsta a que en demasiadas ocasiones el votante perdone la corrupción atendiendo a otras consideraciones, como ocurre típicamente con los líderes independentistas. Por eso mientras que un presidente puede permitirse un cierto margen a la hora de interpretar el estándar ético vigente o incluso blindarse frente a sus exigencias esto no es posible en el caso de un monarca: la ejemplaridad de un rey tiene que ser la máxima posible, es decir, la que la sociedad considera irrenunciable en un momento dado. Si no, sencillamente, tiene que irse.  Esto fue justamente lo que pasó en España con la abdicación del rey Juan Carlos I y ahora con su salida del país.

Recordemos que una institución se define como un conjunto de normas, un conjunto d personas y una cultura organizativa. Y los esos tres elementos han fallado en el caso de la Corona. Lo más interesante es que en un país adicto al BOE nuestros políticos no han encontrado el momento en 40 años de regular la Jefatura del Estado. Probablemente por muchas razones; pero esa falta de regulación unida al manto de la opacidad extendida sobre el rey emérito es, en mi opinión, la causa del desastre. La escasa normativa sobre la Corona existente se refiere a cuestiones secundarias, como la organización de la Casa Real o el régimen de títulos, tratamientos y honores de la familia real.Y así durante mucho tiempo el Jefe del Estado ha podido vivir en una especie de limbo jurídico, en el que una vez consagrada su inviolabilidad en el art. 56.3 de la Constitución (entendida de forma muy generosa) quedaba exento de responsabilidad por todos sus actos. Nos encontramos así ante un Jefe del Estado que queda formalmente al margen o por encima del ordenamiento jurídico vigente, lo que no deja de ser una anomalía en una democracia moderna.

A esta circunstancia hay que añadir la falta de contrapesos en forma de colaboradores y consejeros que advirtiesen de los riesgos (ni los sucesivos Jefes de la Casa Real, ni los abogados, colaboradores, consejeros, diplomáticos, y demás personal allí destinado han hecho un papel muy airoso, visto lo visto)y el prestigio internacional del que ha gozado muchos años D. Juan Carlos. La consecuencia, no por comprensible menos lamentable, es una sensación de impunidad que se produce siempre que los seres humanos acumulan poder (político, económico o simbólico) sin ningún tipo de control, transparencia, responsabilidad o de rendición de cuentas. Que es precisamente las reglas institucionales sin las cuales sólo las personas excepcionales son capaces de alcanzar los estándares de conducta que solo uno mismo puede exigirse.

Ahora bien ¿qué podemos hacer ahora para remediar el daño causado?A mi juicio lo más urgente es restaurar la ejemplaridad de la institución, habida cuenta de que precisamente el carácter personalista y poco institucional de la anterior Jefatura del Estado permite diferenciar sin muchos problemas al rey emérito de su sucesor. Aunque el CIS de Tezanos se niegue a hacer preguntas sobre el grado de apoyo popular que tiene  la Corona, o sobre la figura de sus titulares, pienso que la ciudadanía española es perfectamente capaz de distinguir entre dos formas de ejercer la Jefatura del Estado profundamente diferentes, tanto en lo público como en lo privado. En todo caso, me parece que es fundamental cerrar la etapa del rey Juan Carlos a todos los efectos. Para esto el Gobierno cuenta con instrumentos jurídicos más que suficientes, aunque a una parte del PSOE esta decisión no le resulte políticamente cómoda; pero lo que no es razonable es dejar decisiones que tienen un fuerte componente institucional pero también personal en manos del actual rey.

Por supuesto, habría que modificar el RD 470/2014 de 13 de junio que concedió al rey D. Juan Carlos I el título honorífico de rey (una vez que se procedió a su abdicación) para privarle de dicha condición. Como sostiene la jurista Verónica del Carpio, parece más que razonable que el Gobierno, a la vista de la falta de ejemplaridad demostrada, retire este título honorífico con la dignidad que conlleva sin necesidad de que intervenga su hijo. Otra cosa es la decisión sobre donde tendría que vivir su padre fuera de España, cuestión mucho más delicada y que sí se podría dejar en su ámbito de discrecionalidad personal. También me parece imprescindible una reparación económica a los españoles –al fin y al cabo él ha sido durante mucho tiempo la imagen de nuestro país- en forma de restitución a Hacienda de las cantidades eludidas al fisco (con independencia de su origen) al menos como gesto de buena voluntad aunque no se produzca una regularización fiscal en sentido técnico

Pero quizás lo más importante es proceder a una regulación moderna de la institución. Más allá del título de rey del Jefe del Estado, creo que lo que hay que abordar de una vez el desarrollo del título II de la Constitución, introduciendo todas las garantías necesarias para que la Jefatura del Estado, con independencia de quien sea su titular, funcione de forma eficiente y eficaz, neutral, profesional, con los necesarios contrapesos, la debida transparencia y rendición de cuentas y sobre todo con la máxima ejemplaridad.En definitiva, si la Corona quiere subsistir tiene que convertirse en una institución modélica que funcione como un referente para todas las demás, empezando por los Presidentes de algunas CCAA que más que a presidentes aspiran a reyezuelos y terminando por algunos  partidos políticos cuyas prácticas internas en el ámbito de la corrupción y de las comisiones han dejado mucho que desear . De esa forma, el servicio que aún podría hacer a España sería muy grande.

¿D. Juan Carlos de Borbón tiene necesariamente que seguir ostentando el título de honorífico de rey y formando parte de la “Familia Real”?

Una versión previa de este artículo fue publicado en el blog Rayas en el agua, disponible aquí.

¿D. Juan Carlos de Borbón tiene necesariamente que seguir ostentando el título de honorífico de rey y formando parte de la “Familia Real”? La respuesta a esas dos preguntas es no, salvo opinión mejor fundada en Derecho.

Por mera decisión del Gobierno, por la sencillísima vía de real decreto, sin intervención de las Cortes, al Gobierno le sería posible eliminar el título protocolario de rey honorífico y la pertenencia jurídica a la llamada “Familia Real” (que no, evidentemente, a la familia de rey, concepto distinto y que depende del vínculo de consanguinidad).

Salvo opinión mejor fundada en Derecho, entiendo que al Gobierno le bastaría con modificar dos simples reales decretos:

Veamos los dos aspectos.

La figura jurídica de “rey con carácter honorífico”; cómo se regula y cómo suprimirla

La figura jurídica de “rey emérito” no existe, por mucho que los medios de comunicación la utilicen constantemente. Lo que existe es el título singular honorífico de rey, concedido a D. Juan Carlos por el Gobierno en 2014.

La Constitución no prevé nada al respecto en su Título II “De la Corona“, ni en ningún otro apartado, y más cuatro décadas después de aprobarse la Constitución las Cortes no han encontrado momento para aprobar la Ley de la Corona que los juristas expertos en Derecho Constitucional llevan muchos años reclamando como urgente e indispensable. El único que conforme a la Constitución (artículo 56.2 CE. “Su título es el de Rey de España y podrá utilizar los demás que correspondan a la Corona “) puede ser llamado rey de España es quien ostenta la Jefatura del Estado, o sea, en estos momentos D. Felipe VI.

La Constitución Española de 1978 atribuye al Rey el “conceder honores y distinciones con arreglo a las leyes” (art. 62 f). Aunque puede discutirse, y de hecho se discute, si ello implica una constitucionalización de los títulos nobiliarios, lo cierto es que en la práctica hasta la propia página web del Ministerio de Justicia da por sentado que “Las Grandezas y Mercedes nobiliarias nacen por concesión soberana del Rey” (sic) e incluye un resumen de cómo se conceden y tramitan.

Pero lo de los títulos nobiliarios, de tan fuerte olor a naftalina, y respecto de los cuales quien tenga interés sobre su regulación puede leer, por ejemplo, jurisprudencia del Tribunal Constitucional, no tiene nada que ver con el título de rey emérito o rey honorífico. Dicho título se trata de algo muy distinto de un título nobiliario otorgado por el rey; es un simple honor protocolario excepcional otorgado por el Gobierno del Sr. Rajoy en el año 2014 de forma simultánea a la abdicación del a la sazón rey D. Juan Carlos I.

Y puesto que el rey Felipe VI no es quien ha otorgado el título de rey emérito en el ámbito de sus facultades en materia de títulos nobiliarios, porque no entra dentro de sus facultades, no puede retirarlo. Ello, en clara diferencia de cómo sí pudo retirar y retiró el título nobiliario de Duquesa de Palma de Mallorca a su hermana Cristina de Borbón, como figura en el BOE.

El Real Decreto 470/2014, de 13 de junio, por el que se modifica el Real Decreto 1368/1987, de 6 de noviembre, sobre régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real y de los Regentes, que entró en vigor de forma simultánea a la abdicación, y firmado por el Sr. Rajoy y, curiosamente, por el propio rey D. Juan Carlos I, dispone lo siguiente:

El 2 de junio de 2014, S. M. el Rey Don Juan Carlos I de Borbón comunicó al Sr. Presidente del Gobierno su voluntad de abdicar.

El artículo 57.5 de la Constitución Española dispone que «las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverá por una ley orgánica». El 3 de junio, el Consejo de Ministros aprobó y remitió al Congreso de los Diputados el Proyecto de Ley Orgánica por la que se hace efectiva la abdicación de S. M. el Rey Don Juan Carlos I de Borbón.

La normativa en vigor otorga, en algunos aspectos, el adecuado tratamiento a SS. MM. los Reyes Don Juan Carlos I de Borbón y Doña Sofía de Grecia tras la abdicación, en cuanto que permanecen como miembros de la Familia Real. Sin embargo, existen otras cuestiones que es preciso regular para determinar el estatuto de los Reyes tras la abdicación, que hoy en día se tratan en distintas normas.

El Real Decreto 1368/1987, de 6 de noviembre, sobre régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real y de los Regentes, ya previó, en su disposición transitoria primera, el tratamiento y títulos correspondientes a Don Juan de Borbón y Battenberg y de su consorte tras la renuncia a sus derechos dinásticos por el primero.

El otorgamiento de un tratamiento singular al Rey que, voluntariamente, pone fin a su reinado, y a la Reina Consorte, además de continuar la senda de precedentes históricos y de la costumbre en otras monarquías, no es sino la forma de plasmar la gratitud por décadas de servicio a España y a los españoles.

En su virtud, a propuesta del Presidente del Gobierno, previa deliberación del Consejo de Ministros en su reunión del día 13 de junio de 2014,

DISPONGO:

Artículo único. Modificación del Real Decreto 1368/1987, de 6 de noviembre, sobre régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real y de los Regentes.

Se añade una disposición transitoria cuarta en el Real Decreto 1368/1987, de 6 de noviembre, sobre régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real y de los Regentes, redactada como sigue:

«Disposición transitoria cuarta.

Don Juan Carlos de Borbón, padre del Rey Don Felipe VI, continuará vitaliciamente en el uso con carácter honorífico del título de Rey, con tratamiento de Majestad y honores análogos a los establecidos para el Heredero de la Corona, Príncipe o Princesa de Asturias, en el Real Decreto 684/2010, de 20 de mayo, por el que se aprueba el Reglamento de Honores Militares.

Doña Sofía de Grecia, madre del Rey Don Felipe VI, continuará vitaliciamente en el uso con carácter honorífico del título de Reina, con tratamiento de Majestad y honores análogos a los establecidos para la Princesa o el Príncipe de Asturias consortes en dicho Real Decreto.

El orden de precedencia de los Reyes Don Juan Carlos y Doña Sofía en el Ordenamiento General de Precedencias del Estado, aprobado por el Real Decreto 2099/1983, de 4 de agosto, será el inmediatamente posterior a los descendientes del Rey Don Felipe VI.»

Disposición final única. Entrada en vigor.

El presente real decreto entrará en vigor en el momento en que lo haga la Ley Orgánica por la que se hace efectiva la abdicación de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I de Borbón.

Dado en Madrid, el 13 de junio de 2014.

JUAN CARLOS R.

El Presidente del Gobierno,
MARIANO RAJOY BREY

Ya resulta sorprendente que un simple Gobierno pueda conceder el título de rey con carácter honorífico a alguien sin que las Cortes hayan aprobado ese nombramiento por ley y sin que las Cortes hayan autorizado esa delegación en favor del Gobierno para que este lo otorgue ni tengan que ratificarlo, simplemente porque lo decida en Consejo de Ministros. Y resulta muy curioso también que ese documento normativo lleve la firma del propio rey D. Juan Carlos I. Pero, puesto que se da por bueno este pulpo jurídico como animal jurídico de compañía, asumamos las consecuencias: lo que un Gobierno ha otorgado un Gobierno puede quitarlo.

De hecho, este real decreto de 2014 no sale de la nada, sino que modifica expresamente otro anterior, el Real Decreto 1368/1987, de 6 de noviembre, sobre régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real y de los Regentes. Es decir, otro simple real decreto del Gobierno, en ese caso del de Felipe González, y firmado por su ministro de Justicia, ni siquiera por el presidente del Gobierno, en el que se define quién puede ser llamado alteza real, el tratamiento de la reina viuda y cuestiones parecidas. O sea, que es el Gobierno, no el rey y tampoco las Cortes quien regula esto.

Si el Gobierno lo regula de una forma y ya lo ha cambiado cuando han cambiado las circunstancias, ahora puede regularlo de otra, si lo considera oportuno.

¿Y cuáles son las consecuencias de ser rey honorífico? Básicamente los honores militares del Real Decreto 684/2010, de 20 de mayo, por el que se aprueba el Reglamento de Honores Militares y los honores protocolarios a efectos de precedencias en actos públicos del Real Decreto 2099/1983, de 4 de agosto, por el que se aprueba el Ordenamiento General de Precedencias en el Estado.

O sea, consecuencias honoríficas; es decir, que alguien se considera que merece el honor de ser conocido y tratado públicamente como rey de España o como persona de dignidad análoga.

Juan Carlos de Borbón es miembro de la llamada “Familia Real” y podría dejar de serlo por simple real decreto. El concepto de “Familia Real” es muy curioso. Tampoco está regulado en la Constitución ni en ninguna norma con rango de ley dictada por las Cortes. Procede también de un simple real decreto dictado en 1981 por el Gobierno de Leopoldo Calvo-Sotelo, con firma de su ministro de Justicia. Se trata del pintoresco Real Decreto 2917/1981, de 27 de noviembre, sobre Registro Civil de la Familia Real, al que he dedicado varios posts  en el que, siguiendo la tradición de la monarquía española, se restablece el Registro Civil especial de la Familia Real, que se suprimió por la II República.

Mejor dicho, ese Registro Civil especial ya “se restableció” antes, en 1975, por un Decreto-ley preconstitucional urgente de muy significativa fecha: el mismo día de la muerte del dictador Franco: el Decreto-ley 17/1975, de 20 de noviembre, sobre restablecimiento del Registro del Estado Civil de la Familia Real de España. Esta normativa de 1975 no reguló quiénes formaban parte de la “Familia Real” y en definitiva se limitaba a decir que quedaba restablecido ese Registro, que “Los libros y documentos del Registro del Estado Civil de la Familia Real de España, actualmente bajo la custodia del Juez municipal encargado del Registro Civil del Distrito de Palacio de Madrid, serán devueltos al Ministerio de Justicia” (Disposición Adicional 1ª) y que se autorizaba al Gobierno a aprobar un texto refundido sobre la materia.

Como en estas se aprobó la Constitución, que modifico el marco normativo general, no fue un texto refundido lo que el Gobierno aprobó en 1981, ni un decreto-ley, sino un simple real decreto, el Real Decreto 2917/1981, de 27 de noviembre, sobre Registro Civil de la Familia Real:

El Registro Civil de la Familia Real afecta, pues, al “Rey de España, su Augusta (sic) Consorte, sus ascendentes de primer grado, sus descendientes y al Príncipe heredero de la Corona “. Y esos son quienes tienen la consideración de Familia Real, porque ese real decreto lo dice; como podría decir otra cosa.

Tanto es así que he hecho, el Registro Civil de la Familia Real históricamente desde que se creó en el siglo XIX no siempre concedió la consideración de Familia Real al mismo tipo de personas.

Como explica el ilustre jurista Antonio Pau Padrón en su trabajo de referencia El registro civil de la Familia Real (Anales de la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía, ISSN 1133-1240, Nº. 8, 2, 2004, págs. 809-826) del que transcribo un párrafo en el que explica un ejemplo (hubo otros):

El Real Decreto de 29 de mayo de 1922 amplía el concepto jurídico de Familia Real, e incluye en él -además de las personas señaladas por el decreto de 1918- “a aquellas elevadas personas que teniendo la cualidad de Príncipes Reales de la Casa de Borbón o de las ligadas con la de V. M. por vínculos de parentesco de consanguinidad o afinidad, forman parte de Vuestra Augusta Real Familia en un sentido menos restringido. A efectos registrales se dispone que los actos del estado civil relativos a esa familia ampliada accederían a un Anejo al Registro civil de la Familia Real, siempre que se trate, o bien de personas de nacionalidad española, o bien de actos que tengan lugar en España -cualquiera que sea la nacionalidad de la persona-. También esta reforma del año 1922 tiene su origen en un episodio histórico concreto: estaba punto de nacer -y efectivamente nació dos días después de la firma del decreto y en el palacio de El Pardo- la hija Carlos de Habsburgo, emperador de Austria Hungría- y Zita de Borbón-Parma. No parecía adecuado que una princesa en quien confluía la sangre de dos dinastías tan destacadas se inscribiera en el Registro municipal, y eso hizo que se abriera el Registro Civil de la Familia Real a Isabel de Habsburgo y Borbón-Parma.

El Registro Civil de la Familia Real tiene varias particularidades muy llamativas, que solo se explican por su origen histórico. Define quiénes forman la Familia Real a los efectos de ese Real Decreto, unas personas a las que se les concede el curioso privilegio de quedar inscritos su nacimiento y los demás hechos inscribibles en un Registro Civil que no es Registro Civil en el que nos inscriben a todos, sino uno especial y privado, a cargo del Ministro de Justicia que, además, no es accesible más que a algunas concretas personas (artículo 4. “Las certificaciones sólo podrán expedirse a petición del Rey o Regente, de los miembros de la Familia Real con interés legítimo, del Presidente del Gobierno o del Presidente del Congreso de los Diputados “).

O sea que, por ejemplo, no podemos saber cuál es el régimen económico matrimonial de D. Juan Carlos y Dª Sofía pidiendo un certificado del Registro Civil como lo podríamos pedir respecto de cualquier pareja casada. Debe de ser irrelevante que sepamos si Dª Sofía tenía o no legalmente participación económica en los extraños manejos económicos de D. Juan Carlos.

En todo caso, resumiendo, lo regulado por un real decreto podría modificarse por otro real decreto.

 

¿Merece D. Juan Carlos de Borbón seguir ostentando el título honorífico de rey y merece seguir formando parte de la Familia Real?

Que cada cual saque sus propias conclusiones.

Un día tras otro estamos siendo abrumados con horripilantes informaciones sobre la corrupción y el deshonor, voy a decir sin tapujos estas palabras, de D. Juan Carlos de Borbón, antes y después de su abdicación. Porque corrupción sería cobrar de Estados extranjeros, ser comisionista y cobrar por gestiones que o debería hacer gratis porque estarían incluidas en su sueldo si son lícitas o que serían inadmisibles si son ilícitas, manejar dinero no declarado en cantidades que serían propias de un gobernante de república bananera de la peor especie y utilizar mecanismos de engaño tributario masivo. Y deshonor es tirar por los suelos el prestigio del país que por la Constitución representaba y sus propios loables esfuerzos iniciales en pro de una democracia consolidada, además de abusar torticeramente de la Constitución dando por sentado que su privilegio constitucional de inviolabilidad equivale a impunidad.

Y todo esto lo digo sin perjuicio de la presunción de inocencia, porque aquí estamos en otra esfera. La figura del rey tiene un especial imperativo de ejemplaridad y solo tiene sentido en una democracia constitucional por la ejemplaridad pública y de hecho ejemplifica la propia ejemplaridad pública (Vd. Javier Gomá, “Ejemplaridad pública“, Taurus, 2009). Por tanto, en un rey el nivel de escrutinio crítico y de crítica puede y debe ser mayor que con un particular -no, como creen, o fingen creer los medios de comunicación cortesanos, menor-, por el mismo motivo de que simboliza al Estado y porque, además, en ciertos casos podría ser irresponsable penalmente.

En lo que a mí respecta mis personales conclusiones son que no merece esos honores pero que, sobre todo, quienes no nos merecemos que D. Juan Carlos siga ostentando los honores somos nosotros.

Y mis motivos son dos.

En primer lugar, porque el propio rey Felipe VI, en su puramente publicitaria y carente de eficacia jurídica declaración de renuncia a la futura herencia de D. Juan Carlos (¿o hay que explicar en serio otra vez lo que sabe cualquier alumno del Grado de Derecho: que, según el Código Civil, es jurídicamente imposible renunciar a una herencia futura?), en realidad lo que ha hecho es poner distancia con su padre y dar crédito en público a las informaciones sobre extrañas fundaciones con extraños dineros y hasta el punto de querer transmitir a la opinión pública que prefiere renunciar a ese dinero.

Y en segundo lugar, por la propia opacidad sistemática de la institución monárquica en materia económica; opacidad amparada por todos los Gobiernos.

Llevo denunciando públicamente una y otra vez desde mi blog y desde que se aprobó la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno que el patrimonio personal del rey y su Familia no están incluidos en la Ley de Transparencia ni en ninguna otra, y que se han denegado por las Cortes todos los intentos de incluirlo. Por tanto, no podemos saber oficialmente ni el patrimonio del rey ni sus contratos ni sus intereses ni los ingresos que reciba más allá de lo que le damos nosotros en los Presupuestos Generales del Estado, ni de él ni de su Familia.

En consecuencia, no pueden ni el rey, ni su Familia, ni sus cortesanos quejarse de que nos veamos obligados a hacer conjeturas jurídicas sobre documentos filtrados y cuya existencia y veracidad pueden ser dudosas y sobre procedimientos penales en curso que quizá no acaben nunca, cuando deliberadamente se nos quieren ocultar los datos y los documentos verídicos que sí sabríamos hasta de simples altos cargos.

Para terminar, quiero compartir un artículo del catedrático de Derecho Constitucional Jorge de Esteban del año 2014, “CÓMO REGULAR LA ACTIVIDAD REAL. La necesaria Ley de la Corona“, artículo al que el legislador hizo caso omiso:

“[la Ley de la Corona que debería dictarse] Debería ocuparse de la transparencia de la Corona, que se proyecta principalmente sobre dos cuestiones. Por una parte, debe haber una claridad absoluta en lo que se refiere a lo que se denomina en otras Monarquías como la ‘Lista civil’, es decir, lo referente al presupuesto detallado que atribuyen los presupuestos generales al Rey, como reconoce, por ejemplo, el artículo 89 de la actual Constitución belga de 1994. Y por otra parte, esta transparencia debe afectar igualmente a la vida privada del Rey. Ahora bien, con esto, no pretendo afirmar que el Rey no tenga derecho a una vida privada, sino que por las necesidades de su cargo, se encuentra muy condicionada por la necesidad de no perjudicar a la dignidad de la Corona. Todo exceso en la vida privada del Rey tiene inmediata repercusión en el propio Estado y de ahí la cautela que debe tener el Rey en este terreno.

Dónde queda la dignidad de la Corona con un rey del que su propio hijo se ve obligado a distanciarse es evidente. Y también es evidente dónde queda la dignidad de los partidos que en las más de cuatro décadas desde la Constitución han mantenido la decisión de que la ciudadanía no debería saber nada del patrimonio y las actividades de nuestro rey y su Familia, incluso si perjudica al erario público, a la imagen de España como país civilizado, serio y constitucional y a la propia Monarquía. Que ahora no me digan que hago meras suposiciones de mala fe y voy contra la presunción de inocencia por pedir que dejemos de honrar públicamente a un señor que, de tratarse de un simple diputado, hace mucho que habría tenido que apartarse para siempre de la vida pública.

La monarquía en tiempos de pandemia: reproducción del artículo de Elisa de la Nuez en “Crónica global”

Artículo originalmente publicado en Crónica Global y disponible aquí

A la situación de emergencia nacional que vive nuestro país se une la de una de nuestras principales instituciones, la Jefatura del Estado. Es indudable que las graves noticias que se refieren a la fortuna acumulada por el rey emérito no pueden dejar de afectar a la institución, en la medida en que ponen de manifiesto un comportamiento muy poco ejemplar en un momento especialmente crítico para los ciudadanos. El hecho de que D. Juan Carlos I estuviese tan protegido por los grandes partidos y por los medios de comunicación hasta muy poco antes de su abdicación no elimina su enorme responsabilidad en cuanto al daño ocasionado a la monarquía, del que no sabemos si podrá recuperarse. El tiempo dirá.

En todo caso, no es éste el momento de cuestionar la institución ni la Jefatura del Estado como pretenden algunos partidos, y menos con actitudes un tanto infantiles como caceroladas en los balcones alentadas desde los socios del Gobierno. Como no es el momento de cuestionar otras muchas instituciones también muy erosionadas por un largo periodo de decadencia y de ocupación partidista, lo que vienen a ser sinónimos. Tiempo habrá de hacerlo y de exigir las reformas imprescindibles en todas y cada una de ellas desde el análisis sosegado de lo que necesita España y de cuáles son las alternativas reales, no las utópicas. Porque conviene recordar que varias de las viejas monarquías europeas encabezan las democracias más robustas del planeta, como ocurre en Suecia, Noruega o Dinamarca. Y alguna de las peores autocracias son repúblicas.

Con esto queremos decir que la forma del Estado no es en absoluto relevante para garantizar una mayor calidad democrática ni una sociedad más abierta y avanzada, aunque la imagen de un rey o una reina probablemente será siempre menos “moderna” que la de un presidente o presidenta. Pero si no hablamos de imagen sino de arquitectura institucional y de Estado democrático de Derecho, que es lo que realmente importa, conviene no perder esto de vista cuando se sueña con repúblicas imaginarias que guardan más semejanzas institucionales con la Rusia de Putin o la Polonia de Ley y Justicia, que, por cierto, tienen bastantes cosas en común.

Dicho eso, no cabe duda de que el rey actual es muy distinto de su predecesor. Hay que valorar los gestos que ha realizado para defender la institución, puesto que no cabe duda de que comportan altos costes personales, al tratarse de su familia. Entre ellos, el de manifestar ante Notario una futura renuncia a la herencia de su padre que, a día de hoy, no puede materializarse porque sencillamente no es jurídicamente posible al no haber fallecido el rey emérito. Pensar que se trata de engaños me parece injusto. Una cosa es desear legítimamente un cambio en la forma del Estado –lo que exige, como es sabido, una reforma del título II de la Constitución que está sujeto al procedimiento de reforma agravado de su art.168– y otra aprovechar la situación para desprestigiar al actual Jefe del Estado por comportamientos de su predecesor en los que no ha tenido, que se sepa, intervención alguna.

Por otro lado, el componente ideológico y partidista de estas protestas, tanto en el caso de Podemos como en el de los independentistas, es obvio. Lo cual no obsta en absoluto para reprobar el comportamiento muy poco ejemplar del rey emérito.

El rey se dirigió este miércoles a los españoles para hablar de la crisis que padecemos y apelar a la unidad y a la resistencia, trasladando también su convicción de que la superaremos y de que fortalecerá nuestra sociedad.  Es el mensaje que había que lanzar y que vieron más de catorce millones de personas, entre ellas muchas mayores aisladas en sus domicilios necesitadas de consuelo y de esperanza. Decir que con el mensaje pretendía “lavar su imagen” es desconocer el papel de la institución en circunstancias como las que vivimos y hasta dudar de la decencia de las personas que la encarnan.

¿Perdió el rey una gran ocasión el miércoles en su discurso al no aprovechar para hacer referencia a las informaciones relativas a su padre y dar alguna explicación? Lo primero que hay que reconocer es que no es fácil para un hijo respecto de un padreY tampoco para una institución de estas características reconocer las debilidades del anterior Jefe del Estado, máxime cuando se ocultaron por todos durante tanto tiempo. Sin embargo, en situaciones excepcionales las respuestas deben de ser también excepcionales y hay que arriesgarse más. También es cierto que en nuestra cultura política las explicaciones y las disculpas tradicionalmente brillan por su ausencia. Pero quizás si la monarquía ha de pervivir debe de estar a la altura de los momentos extraordinarios que estamos viviendo. Ciertamente es un poco injusto pedir a nuestros representantes que sean excepcionales, pero eso es exactamente lo que necesitamos y lo que justifique su permanencia.