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Toque de queda y ordenamiento jurídico

¿Qué es el toque de queda que nos anuncian los “responsables” políticos?  Desde la perspectiva legal, no hay respuesta, porque el toque de queda no es una categoría normativa regulada en ninguna norma de nuestro ordenamiento. Si nos vamos entonces al Diccionario panhispánico del español jurídico, éste lo define como “medida gubernativa que, en circunstancias excepcionales, prohíbe el tránsito o permanencia en las calles de una ciudad durante determinadas horas, generalmente nocturnas”. Término que nos evoca situaciones de grave ruptura del orden público en las que se confina a la población, principalmente para evitar desórdenes y algaradas. De hecho, la referencia más reciente al toque de queda en nuestra democracia se encuentra en el bando difundido por el Teniente General del Ejército Milans del Bosch en Valencia el 23 de febrero de 1981, sin ninguna base legal ni constitucional. Tan aciago recuerdo ya tendría que ser suficiente para prevenirnos de recurrir a estos términos, so pena que la predicada “nueva normalidad” –término, a mi juicio, también inadecuado: no estamos viviendo en una situación de normalidad, sino de anormalidad prolongada en el tiempo- suponga dar por buena la retórica militarista de Estado policial que ya vimos la primavera pasada.

Pues bien, entrando de lleno a la revisión de esta nueva ola de restricciones a nuestros derechos fundamentales derivada de la pandemia, en un artículo anterior (aquí) ya tuvimos ocasión de comentar las actuaciones coordinadas en salud pública que originaron el conflicto con la Comunidad Autónoma de Madrid, llevando a la declaración del estado de alarma en este territorio, y que han sido cuestionadas por varios Tribunales Superiores de Justicia autonómicos, el primero el de Madrid pero también ha tenido gran repercusión la decisión del de Aragón. Desde entonces, la innovación en el ámbito de lo jurídico no ha dejado de sorprendernos. Por citar algunos casos especialmente sangrantes, en Navarra se aprobó por decreto el pasado 21 de octubre, no sólo una serie de medidas preventivas generales, sino el confinamiento perimetral de toda la Comunidad y otras restricciones en el ámbito público y privado a reuniones, hotelería etc. Medidas que han sido ratificadas por el TSJ de esta Comunidad. En Aragón, también el 21 de octubre se ha optado por el decreto-ley para declarar el confinamiento de determinados ámbitos territoriales (Decreto-ley 8/2020, de 21 de octubre). Al recurrir a una norma con rango de ley para establecer estas restricciones el Gobierno autonómico consigue fugarse del control de los órganos judiciales ordinarios, evitando un nuevo varapalo judicial después de que su TSJ hubiera rechazado ratificar las medidas sanitarias que adoptó el Gobierno autonómico hace unas semanas. Queda, eso sí, el control ante el Tribunal Constitucional. El cual, si llega a conocer de esta norma, no sabremos que dirá, porque hasta el momento ha mantenido una doctrina a mi entender excesivamente generosa con los decretos-leyes, que puede terminar por convertir en papel mojado el límite prescrito por el art. 86.1 CE que veda que puedan regularse por decreto-ley  materias que afecten a “a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I”. Y, la última de las cuestiones, es cómo articular esa suerte de “toque de queda” que nos anuncian, habida cuenta que, en palabras del Presidente Sánchez, vienen “meses muy duros” donde será necesaria mucha “disciplina social” para frenar al virus. Por el momento, las medidas que han ido avanzando algunas Comunidades Autónomas pasan por el cierre nocturno de comercios, restaurantes y locales de ocio, y límites a reuniones públicas o privadas por las noches entre quienes no sean convivientes. Incluso, Comunidades como Murcia o Valencia han solicitado autorización judicial para prohibir de forma radical el tránsito de los ciudadanos por las calles, es decir, un verdadero toque de queda.

Lo que parece claro es que ya sea en la versión light o en su expresión más radical, el toque de queda implica una severa restricción de las libertades de los ciudadanos y, como tal,  para concluir su legitimidad deberá superar el test que en esta materia hemos ido asumiendo principalmente por influencia del Tribunal de Estrasburgo: se hace necesario comprobar si las medidas tienen cobertura legal, si son idóneas para alcanzar el fin perseguido, si son necesarias en tanto que no existan otras alternativas eficaces menos gravosas y si resultan proporcionales en sentido estricto, valorando el sacrifico del bien con los intereses protegidos.

Con respecto a la primera de las cuestiones, como han puesto de manifiesto algunos de los Tribunales Superiores de Justicia Autonómicos, la cobertura legal que ofrece la legislación sanitaria es muy precaria. Como hemos señalado en otros trabajos anteriores (aquí o aquí), la legislación sanitaria ordinaria no estaba prevista para que se adoptaran limitaciones generalizadas de derechos. Pero, además, el artículo 3 de la LO 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, adolece de una evidente falta de taxatividad, ya que su habilitación para restringir derechos fundamentales es excesivamente genérica. El legislador ha perdido un maravilloso tiempo para haberlo actualizado y su intervención en este ámbito se ha limitado a modificar las leyes procesales para santificar la posibilidad de que, con autorización judicial, la autoridad sanitaria pueda adoptar medidas restrictivas generalizadas de derechos fundamentales (Ley 3/2020, de 18 de septiembre), algo cuestionable constitucionalmente. Una reforma que, por cierto, no ha logrado evitar la inseguridad a la que da lugar que, ante medidas similares, unos Tribunales Superiores de Justicia las estén autorizando y otros las rechacen. Pero, sobre todo, elude la que, para muchos, es la vía constitucionalmente adecuada para adoptar estas restricciones: el estado de alarma. Aquí, además, la cobertura legal es más clara. En concreto, el art. 11 de la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estado de alarma, excepción y sitio, prevé entre las medidas a adoptar en un estado de alarma: “Limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos”. El toque de queda encajaría perfectamente en este supuesto, siendo además patente la diferencia, que en su día ya señalamos (aquí), entre una restricción a la movilidad como ésta y lo que, a mi juicio, supuso una suspensión de esta libertad durante el confinamiento general de primavera.

Pero, más allá de la falta de cobertura legal, jurídicamente es preciso valorar también la idoneidad, necesidad y proporcionalidad de las medidas, según se ha adelantado. Aunque aquí el control jurídico termine por ser más bien externo, debe exigirse una adecuada motivación de las medidas restrictivas que se están adoptando. ¿Tiene sentido que familia o amigos puedan quedar a comer en casa pero no a cenar? ¿Sería proporcionado no dejar salir a pasear a las personas, convivientes o no, por la noche? ¿Es lo mismo un restaurante que una discoteca? ¿Un gran centro comercial que una pequeña tienda? La incapacidad de los poderes públicos para controlar adecuadamente la correcta ejecución de medidas “selectivas”, que incidan quirúrgicamente allí donde de verdad están los focos de riesgo, no pueden servir de justificación para restringir de forma generalizada los derechos fundamentales de las personas y las libertades económicas. Es tanto como admitir que se maten moscas a cañonazos. Va siendo hora de que nuestros representantes políticos sean capaces de consensuar las medidas sanitarias adecuadas y de actualizar el ordenamiento jurídico para darles la adecuada cobertura jurídica. Lo que exige, como ya sostuve en julio en este blog (aquí), “’desdramatizar’ la aplicación del Derecho constitucional de excepción, rodeándolo de las garantías necesarias, y sin forzar los poderes ordinarios otorgándole a las autoridades administrativas facultades exorbitantes en la restricción generalizada de derechos fundamentales”.

 

 

 

Los confinamientos de la impotencia

En los meses de abril y mayo, me asomé a este blog para escribir sobre aspectos ligados a la pandemia sobre los que no podía sino mostrar perplejidad. El vodevil de las mascarillas me pareció un elemento relevador, no solo del fracaso en la gestión de la pandemia, sino también en la comunicación sobre cómo debían protegerse los ciudadanos y en la capacidad de incorporar de forma pragmática los nuevos conocimientos sobre el virus.

También me parecía importante entender que el confinamiento sólo podía explicarse como una medida destinada a ganar tiempo. En los meses de marzo y abril podía justificarse una medida tan lesiva y destructiva para la actividad económica y la salud mental de los ciudadanos por el fracaso al adoptar medidas preventivas que permitieran contar con mascarillas, EPIs, y equipos de protección. Para mí era difícil asumir que una medida similar a la que se adoptaba en la Edad Media fuera la única aportación de la epidemiología moderna para luchar contra una pandemia. Cuando el debate sobre el confinamiento vuelve a estar de actualidad por las medidas adoptadas en Madrid, yo vuelvo también a mostrar mi perplejidad por la evolución de los acontecimientos.

En los últimos días ha circulado un vídeo, de un prestigioso investigador del MIT, José Luis Jiménez, que por sí solo hace más por transmitir lo que deben hacer los ciudadanos para protegerse del virus que todo lo que han hecho las autoridades sanitarias españolas en las últimas semanas. Merece la pena verlo. Incluye una frase en la que he sentido reflejada toda mi perplejidad: la OMS y las autoridades sanitarias de muchos países (entre ellos menciona España) aplican ciencia del siglo XIX en esta pandemia y se muestran incapaces de incorporar la ciencia del siglo XXI.

Él se refiere a la incapacidad de reconocer que la principal vía de contagio del virus serían la transmisión por aerosoles y que esto debería hacer cambiar y reenfocar la estrategia de prevención. Uno no entiende que la OMS no lo haya aún asumido si es cierta tanta evidencia como parece aportar este científico. Quizás no tanto, considerando que, en los meses de marzo, la OMS mantenía entre sus recomendaciones que no era necesario llevar mascarillas si no estabas infectado y afirmaba que generaban una sensación de falsa seguridad que podía ser contraproducente. Uno esperaría que la persona que escribió esas desafortunadas recomendaciones haya por fin encontrado su verdadera vocación fuera de la salud pública. Sí, es cierto, en aquel momento no había suficiente evidencia científica sobre la utilidad de las mascarillas. Aun así, los países con mayor experiencia y éxito en la lucha contra este tipo de pandemias, los asiáticos, no tenían ninguna duda. Tampoco parece suficiente ahora con la transmisión por aerosoles. Para cuando la haya, ahora como entonces, quizás las medidas lleguen tarde. Parece que la ciencia y los tiempos del siglo XIX no se adaptan a las pandemias del siglo XXI.

El tema que nos ocupa ahora es la idoneidad de los confinamientos como medida de contención de la pandemia. Mi capacidad de asombro se sometió a una nueva prueba al escuchar al ministro Salvador Illa cuando afirmó con convicción que sabíamos como parar la pandemia porque ya lo habíamos hecho en los meses de abril y mayo y no le temblaría el pulso para volver a hacerlo. Afirmar que confinar a todo el mundo en sus casas, o en sus ciudades, es saber como parar la pandemia en mi cabeza suena casi como si el director general de tráfico afirmase que sabe como evitar los accidentes de tráfico: obligando a todo el mundo a que deje el coche en casa. Una afirmación nos sonaría a ocurrencia, mientras lo otro tiene un sorprendente apoyo.

No son pocos los que ya cuestionan el confinamiento: la declaración de 17.000 expertos en la denominada declaración de Great Barrington, parece haber puesto voz al sentido común. Las políticas de brocha gorda como es el confinamiento, por supuesto que funcionan, pero a un coste difícil de asumir y explicar en una pandemia de las características de la actual. Parecen mucho más razonables medidas más centradas en los colectivos más vulnerables (el concepto de medidas focalizadas que recoge la declaración de Barrington), más dirigidas a localizar rápidamente las personas contagiadas y a reducir el riesgo en los lugares con mayor probabilidad de contagio. Desde la OMS también empiezan tímidamente a cuestionar el confinamiento como medida razonable.

El mensaje es claro: el confinamiento solo puede entenderse como una medida para ganar tiempo mientras estás haciendo otras cosas, no es una medida que su relación coste/beneficio pueda valorarse como positiva. Si lo miramos desde el sentido común, una medida de reclusión tiene todo el sentido con un objetivo concreto. Puedes confinar una casa o un edificio, cuando has detectado varios casos y quieres obligar a realizar cuarentenas, y ganar tiempo para aplicar tests a todo el mundo. Este mismo razonamiento es aplicable a una calle, si igualmente quieres realizar tests. Para mí es mucho más difícil explicarlo en poblaciones por encima de … quizás … 10.000 habitantes, siempre que el objetivo sea realizar tests.

Si no vas a realizar tests para después realizar cuarentenas, no se entiende bien la utilidad de un confinamiento perimetral. ¿Para qué sirve? En el caso de Madrid, la frase muy cuestionable es la de que pretende salvar vidas de madrileños. Tendría todo el sentido si dijera que pretende salvar vidas de toledanos, valencianos o leoneses … es decir, de todos aquellos destinos a donde se podrían desplazar los madrileños, pero ¿de los madrileños? ¿En qué medida contribuye un confinamiento perimetral en una ciudad de más de 3 millones de habitantes con libertad de movimientos dentro de la ciudad a la salud de los madrileños? Respuesta sencilla: en ninguna. Y si contribuye a no expandirlo por otras poblaciones (en las que ya está presente el virus), obliga a hacerse la difícil pregunta de si la salud de esas otras poblaciones debe tener mayor valor que la de los madrileños. Pregunta que no merece tampoco ahora respuesta por no complicar y desviar aún más el debate.

Tras la primera ola, los únicos que aparentemente sacaron conclusiones y aprendieron de aquella experiencia fueron los profesionales sanitarios que atendieron los enfermos en los hospitales. Ellos no precisaron comités de expertos, ni la aprobación de auditorías. Su propia profesionalidad y aplicación de los procedimientos de trabajo permitieron compartir experiencias sobre los tratamientos y protocolos que mejor funcionaban. Y eso es en gran medida lo que está permitiendo que esta segunda ola no sea tan dramática como la primera. En el área de la epidemiología desgraciadamente no parece que hayamos aprendido mucho de la primera ola, y esto nos está llevando a cometer los mismos errores.

Todo el mundo parecía tener claro que la respuesta eran los tests y el trazado de contagios, y aquí no es fácil responder a la pregunta de por qué ese procedimiento que era el que debía aplicarse ha fracasado de nuevo en esta etapa. ¿Por qué no se contrataron rastreadores? ¿Por qué no se diseñaron los protocolos de rastreo de contagios? ¿Por qué no se rediseñaron los protocolos de atención para no saturar la atención primaria desviando hacia otros centros los casos COVID? ¿Por qué no se han desarrollado herramientas que permitan agilizar la atención de una patología tan conocida en sus etapas iniciales que permitiría un alto grado de atención automatizada del primer contacto para dirigir rápidamente a la realización de las pruebas diagnósticas? No hay respuesta a estas preguntas. O preferimos no escuchar la respuesta obvia: graves errores, no en los aspectos sanitarios, sino en los aspectos de organización y gestión. Lo cual lo hace aún más incomprensible.

Desde un punto de vista de análisis, uno esperaría que la pandemia se abordase con un proceso básico de resolución de problemas: identifico las causas y pruebo las soluciones.

  • Si mi problema es que la gente se está contagiando, el primer paso tendría que ser averiguar dónde y cómo se contagia. Se ha avanzado mucho, pero aún así, uno esperaría que las áreas de sanidad de los diferentes gobiernos tuvieran un ejército de personas estudiando todos los casos de contagio y transmisión para trasladar a la ciudadanía los sitios y situaciones de mayor riesgo. En cada comparecencia de las autoridades sanitarias uno esperaba que contaran los resultados de esos estudios y cómo eso les permitía dar mejores recomendaciones. Nunca ha sucedido.
  • Ese conocimiento debería permitir abordar el segundo paso, las medidas a adoptar, centrando mucho más las recomendaciones:
    1. Si las mascarillas son efectivas en entornos abiertos, y en cerrados donde puedes mantener la distancia de seguridad y no vas a permanecer mucho tiempo, uno se pregunta por el empeño en castigar a toda la actividad comercial. Si los supermercados han permanecido siempre abiertos y nunca se los ha identificado como foco de contagio, ello debería invitarnos a la reflexión.
    2. Si en los lugares cerrados donde hay mayor concentración de gente, pero puedes seguir llevando mascarilla y mantener la distancia de seguridad, uno se pregunta si lo más efectivo no sería subvencionar la aplicación de filtros de aire HEPA, para proporcionar mayor seguridad, en lugar de acabar con toda la actividad de cines, teatros, muesos, actividades culturales o grandes centros comerciales.
    3. Si ya contamos con test, como los de antígenos, que permiten con una precisión razonable y en menos de 15 minutos tener un resultado fiable, uno se pregunta si esto no debería formar parte de una estrategia básica de protección a vulnerables en lugares como residencias. Igualmente, uno se pregunta de si estos test no deberían ser la base para construir una estrategia de recuperación del turismo con test masivos en aeropuertos y estaciones de tren de larga distancia, o en hoteles y complejos turísticos. ¿De verdad no es posible una estrategia de recuperación de la industria turística contando con esta herramienta?
    4. Si los lugares donde no es posible estar protegidos son aquellos donde no es posible llevar mascarilla (restaurantes y bares) y donde es difícil mantener la distancia de seguridad, ¿no sería más efectivo ser mucho más estricto en las medidas adoptadas en estos lugares y centrar la batería de medidas de ayudas (ERTEs, aplazamientos, …) en estos colectivos donde realmente no contamos con soluciones a corto plazo, en lugar de seguir parcheando lo que parece imposible?
    5. ¿No sería necesario para proteger a los más vulnerables, las personas mayores ir mucho más allá en las recomendaciones e incluso aconsejar que, en los entornos familiares, las personas más vulnerables que conviven con otras personas procuren usar también mascarilla y tomar mayores precauciones?
    6. ¿No sería más interesante recomendar que en entornos donde no vas a utilizar mascarilla (reuniones profesionales o personales) restrinjas el número de personas de forma muy estricta y se apliquen los conceptos de burbujas de contactos?
    7. ¿No sería mucho más efectivo en lugar de seguir apostando por medidas que destruyen la economía apostar por medidas que en caso de contagio facilitan las cuarentenas y el aislamiento (bajas, hoteles medicalizados, ….)?

Hace algunos días la OMS afirmaba que no entendía cómo España podía haber vuelto a caer en una segunda ola tan virulenta. Creo que todos los ciudadanos de este país lo tenemos claro: desgraciadamente no hemos contado con las personas adecuadas por conocimiento y capacidad de liderazgo en los puestos clave. Más bien hemos contado con personas muy inadecuadas para los puestos que desempeñan. Es muy relevante que aquellos países y regiones que han contado con profesionales de prestigio en los puestos clave se encuentran en mejor situación.

Yo me atrevo a apuntar una segunda razón igualmente crítica: el 8M, no tanto por lo que pudo haber contribuido a la expansión del virus, sobre lo cual no tengo ningún dato que lo avale, sino por el efecto en la extrema polarización que ha generado en un tema de salud pública: unos por defender lo indefendible, en lugar de reconocer el error y mirar al futuro; otros por intentar sacar rédito político de una situación que precisaba centrarse en las soluciones. A partir de ahí no había vuelta atrás. Con el conocimiento sobre la transmisión por aerosoles uno no puede evitar también recordar la irresponsable campaña de algunos medios sobre mascarillas que eran “demasiado buenas” para los ciudadanos, campaña lanzada por motivaciones puramente políticas. Ese ejemplo explica muchas cosas sobre nuestra situación. Cuando las medidas para afrontar una pandemia son de derechas o de izquierdas no puedes tener mucha esperanza de que pueda afrontarse con garantías.

Estoy seguro de que España cuenta con fantásticos y extraordinarios profesionales epidemiólogos. A diferencia de sus colegas del mundo sanitario/asistencial que se han hecho oír, y han actuado con una profesionalidad digna de total admiración, en mi humilde opinión, se echa de menos mayor actividad y contestación por parte de los epidemiólogos ante los flagrantes errores que se han venido cometiendo.  Uno quiere pensar que más allá de aconsejar la misma medida que se aconsejaba en la Edad Media, el confinamiento, esa disciplina es capaz de ofrecernos mejores medidas y de imponerse con su rigor y profesionalidad frente a las presiones e intereses del poder político, no siempre coincidentes. Es la esperanza que no podemos perder.

Estado de desconcierto

Vivimos las últimas semanas en Madrid y en el resto de España en un estado de desconcierto permanente. La gestión de la pandemia ha desnudado las muchas carencias de un Estado complejo que empieza a mostrar algunos síntomas preocupantes de Estado fallido, al menos en aspectos tan básicos como gestionar la salud pública de sus ciudadanos. El que los problemas puestos de manifiesto sean tanto de tipo político-institucional como de capacidad de gestión no es precisamente un consuelo.

En este sentido, el lamentable espectáculo ofrecido las dos últimas semanas por el Gobierno central y el de la Comunidad de Madrid, desde la ridícula escenificación entre banderas del supuesto acuerdo entre ambos (dinamitado apenas unos días más tarde en prime time) hasta la declaración del estado de alarma sin consenso en Madrid es un síntoma gravísimo de la enfermedad institucional que padecemos. Una enfermedad que impide a nuestros gobernantes y gestores públicos no solo ponerse de acuerdo en cuestiones esenciales para la salud de los ciudadanos sino incluso identificarlas correctamente. Si a esto se une la falta de datos oficiales fiables, objetivos e inmediatos respecto a la evolución de la pandemia y la polarización en torno a su gestión tenemos el cóctel perfecto para un fracaso colectivo que no deja de ser desconcertante en un país que es la cuarta economía del euro. Y que empieza a tener un alto coste de imagen en un momento muy delicado para España.

La realidad es que, salvo en el aspecto sanitario, no hemos aprendido absolutamente nada de la primera ola de la pandemia. O dicho de otra forma, sólo ha aprendido el personal sanitario. Tratamos mejor que en marzo a los pacientes de Covid-19, lo que se traduce en una menor mortalidad. No es poco, desde luego, pero claramente es insuficiente. Y la razón de no haber aprendido nada es que no hemos evaluado lo que sucedió en la primera ola.

Es más, nuestros políticos y gestores se han resistido como gato panza arriba a realizar una evaluación rigurosa (como la propuesta por varios científicos españoles en la revista The Lancet) con el fundado temor de tener que dar explicaciones -no hablamos ni siquiera de asumir responsabilidades- por los errores que se hayan podido cometer. El problema, claro está, es que una evaluación nos hubiera permitido aprender de esos errores y evitar volver a batir récords de contagios. Que la razón haya sido la falta de cultura de evaluación de políticas públicas en España, las visiones cortoplacistas o demasiado complacientes («no se podía saber») o los pequeños intereses políticos o/y personales de algunos responsables o una conjunción de todos esos factores da bastante igual a estas alturas. El caso es que no hemos hecho los deberes.

Conviene insistir en que estas carencias no responden a un problema genético ni cultural de los españoles sino que responden a carencias institucionales y políticas muy evidentes: en general, tenemos instituciones muy politizadas, poco profesionales y con poca capacidad real aunque desde luego hay excepciones tanto a nivel estatal (ahí está la Agencia de la Administración Tributaria por ejemplo) como regional y local. En definitiva, tenemos un déficit de buen gobierno. La prestigiosa revista The economist realizó un estudio en junio pasado sobre la respuesta contra el coronavirus por parte de 21 países de la OCDE: mientras Nueva Zelanda, Austria y Alemania figuran entre los mejores, España, Reino Unido y Bélgica se encontraban entre los peores. ¿La causa de los problemas? Una respuesta insuficientemente rápida y coordinada, una falta inicial de capacidad de prueba y rastreo, una excesiva politización de la gestión…;en definitiva, lo que podríamos definir como mal gobierno.

Como decíamos, además, nuestros gobernantes no sólo están demostrando su incapacidad para adoptar medidas eficaces de lucha contra la pandemia sino, incluso, para identificarlas correctamente. La razón es que no estamos teniendo los debates públicos necesarios en torno a cuestiones tan importantes como dónde se producen los contagios, cómo se trasmite el virus o cómo de efectivas son las medidas que tomamos. Por supuesto que sabemos que confinarnos y aislarnos radicalmente funciona, pero no es razonable que a estas alturas de la segunda ola ésta sea la única solución posible. Dado que lo previsible es que tengamos que convivir meses o años con la pandemia, un nuevo confinamiento estricto supondría el reconocimiento de un enorme fracaso colectivo.

No hay duda de que se trata de debates muy complejos; la evidencia científica disponible va cambiando, se están probando nuevos tratamientos, algunas medidas funcionan mejor que otras y hay factores económicos, sociales y hasta psicológicos a tener en muy cuenta, además de los intereses legítimos de muchos colectivos. Pero por eso precisamente es indispensable tenerlos con la mayor cantidad de agentes posible, desde los expertos de todo tipo hasta las distintas organizaciones de la sociedad civil recabando el mayor consenso político posible para escuchar todas las voces y todos los puntos de vista. Es fácil observar que esto es justo lo contrario de lo que estamos haciendo en España en estos días, lo que genera una enorme frustración. Es más, no solo no tenemos los debates esenciales, es que los estamos sustituyendo con falsos debates y trifulcas infantiles e insustanciales en el Parlamento y en los medios de comunicación.

Es más, ni siquiera hemos tenido otros debates mucho más sencillos de abordar, tales como los referentes a puros problemas de gestión (descongestión y desburocratización de centros de atención primaria, lugares de realización de pruebas Covid, comunicación de sus resultados, contratación de rastreadores, protocolos fiables de actuación en caso de contagio, etcétera) incluso contando con el precedente de países de nuestro entorno o de CCAA que han resuelto razonablemente bien estos problemas. Merece especial mención en este sentido la Comunidad de Madrid que ha demostrado una falta de capacidad de gestión realmente desconcertante.

No solo eso: hemos tenido y seguimos tenido un problema grave de comunicación epidemiológica, sustituida por la sobreabundancia de otro tipo de comunicación más política o mediática pero escasamente relevante a los efectos de explicar a los ciudadanos cómo protegerse. Aquí podemos señalar directamente al doctor Simón, como máximo responsable a nivel nacional. No se han dado mensajes claros y relevantes a la población si entendemos por tales los basados en la evidencia disponible en cada momento para evitar contagios, seguir protocolos, realizar pruebas o mejorar el tratamiento de la enfermedad.

Por último, el estado de alarma declarado en Madrid por el Gobierno de forma unilateral (después del ofrecimiento público a las CCAA de hacer justo lo contrario) supone la constatación de otro fracaso. Llega después de un primer estado de alarma muy largo con uno de los confinamientos más estrictos del planeta, de una desescalada vertiginosa y desordenada, de mensajes oficiales falsamente complacientes, de la retirada del Gobierno central y la gestión autonómica de los diferentes rebrotes con mejor o peor fortuna y de la apelación a una «cogobernanza» que ha degenerado en una auténtica batalla campal político-jurídica-mediática entre Gobierno y Comunidad de Madrid que los españoles, sencillamente, no nos merecemos.

Quien piense que alguien, personal o políticamente, puede salir ganando con esta situación, se engaña. Cuando una sociedad desconfía de sus instituciones en mitad de una pandemia, cuando empieza a atender más al quien que al qué, cuando hay medidas sanitarias de izquierdas y de derechas, cuando considera que sus gobernantes toman decisiones que afectan a su salud y bienestar por intereses partidistas o incluso personales estamos recorriendo un camino muy peligroso que pone en riesgo la convivencia y, con ella, la propia democracia.

 

Una versión previa de este artículo pudo leerse en El Mundo.

El fin no justifica los medios. Sobre el Auto del TSJ de Madrid de 8 de octubre de 2020

Como no teníamos bastante con la propia pandemia, sigue el culebrón político-judicial sobre el confinamiento de Madrid. Decimos político-judicial no porque Auto TSJM Sala Contencioso-Advo. Sec. 8ª 8 oct 2020 2 tenga en absoluto un tinte político, sino por la utilización político partidista que -inevitablemente, dada la situación de enfrentamiento generada entre la CAM y el Gobierno central- se está haciendo del mismo. En todo caso, intentaré hacer un resumen sencillo para no juristas de lo que se está debatiendo en este procedimiento, cuyo objeto es la ratificación de la Orden 1273/2020 de 1 de octubre de 2020 que introduce determinadas restricciones a la libre circulación en determinadas zonas de Madrid.

Como recordarán los lectores, hace unos días dediqué un post al “confinamiento” de Madrid por la vía de la Declaraciones de Actuaciones Coordinadas en materia de salud pública, explicando como funcionaba este mecanismo en base a lo dispuesto en el art. 65 de la Ley 16/2003 de 28 de mayo  de Cohesión y Calidad del Sistema Público de Salud  (que es el que, a su vez, da lugar a la Orden Comunicada del Ministerio de Sanidad de 30 de septiembre de 2020, aunque no hubo consenso en el Consejo Interterritorial de Salud y a la Orden  1273/2020, de 1 de octubre para dar cumplimiento a dicho mandato y que es el objeto del procedimiento en cuestión) pero sin entrar -tal y como algún agudo comentarista detectó- en el espinoso tema de si era posible por esa vía restringir derechos fundamentales, más en concreto el derecho a la libertad de circulación. Posteriormente en otro post, el profesor de Derecho Constitucional Germán Teruel manifestó sus dudas al respecto inclinándose por la necesidad de utilizar el estado de alarma. Todo ello en defecto de una modificación “ad hoc” de la LO     3/1986 de 14 de abril de Medidas especiales en materia de Salud Pública    o incluso de la propia Ley  16/2003 que es la supuestamente sirve de cobertura normativa a la Orden cuya ratificación se solicita.

Pues bien, es precisamente sobre esta cuestión sobre la que se pronuncia el importante Auto del TSJ de Madrid de 8 de octubre de 2020. La necesidad de la intervención de la autoridad judicial para ratificar (o no) la Orden 1273/2020, de 1 de octubre deriva de que contiene medidas limitativas de derechos fundamentales, lo que hace necesaria la intervención judicial, tal y como ha venido sucediendo con diversas medidas de tipo similar adoptadas por otras CCAA o por la propia CAM. Entre ellos el propio TSJ de Madrid que ya se había pronunciado previamente sobre  la necesidad de la autorización o ratificación judicial para las medidas sanitarias que impliquen privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental dado que, como es lógico, los derechos fundamentales no tienen un contenido absoluto y son susceptibles de limitaciones o restricciones en determinados supuestos como recuerda el Tribunal Constitucional.

También es preciso señalar que la competencia del órgano judicial en estos casos se limita a examinar la cobertura legal de estas medidas, si la Administración que las acuerda es la competente y si respeta los parámetros de justificación, idoneidad  y proporcionalidad que exige el TC para la restricción, o limitación de dichos derechos fundamentales, lo que manifiestamente exige entrar en consideraciones epidemiológicas de fondo, como ha ocurrido con ocasión de otros pronunciamientos judiciales. Aunque el TSJ insiste en que su competencia no se extiende a revisar aquellas recomendaciones o consejos dirigidos a la población que no constituyen limitación o restricción de ningún derecho fundamental sino meras indicaciones desprovistas de fuerza imperativa alguna, no cabe duda de que un Auto como el que comentamos tiene un impacto muy grande -al menos potencialmente- en las decisiones de los ciudadanos.

Claro está que la utilización de estos parámetros en cada caso concreto plantea el problema de una posible diversidad de pronunciamientos judiciales incluso en situaciones muy parecidas. De hecho, para evitar al menos la dispersión de criterios entre los juzgados de lo contencioso-administrativo se introdujo una modificación en el art. 10.8 de la Ley de Jurisdicción Contencioso Administrativa en su relación con el art. 122 quater de dicha ley procesal por ley 3/2020 de 18 de septiembre para atribuir la competencia a los Tribunales Superiores de Justicia de las CCAA.

Lógicamente, se plantea también el problema de qué ocurre cuando nadie acude a la vía judicial, puesto que hemos visto que no ha sido igual la reacción de otras CCAA igualmente obligadas por la Orden Comunicada, e igualmente gobernadas por el PP. Pero esta es otra cuestión. Ya sabemos que esto es lo que tiene la politización de la pandemia.

En todo caso, con respecto al fondo del asunto que es lo que aquí nos interesa, el TSJ recuerda que la Orden comunicada del Ministro de Sanidad de 30 de septiembre de 2020, en su apartado primero, declara como actuaciones coordinadas en salud pública para responder a la situación de especial riesgo por transmisión no controlada de infecciones por COVID-19, de
acuerdo con lo establecido en el artículo 65 de la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud determinadas actuaciones entre las que se encuentra la restricción de la entrada y salida de personas de los municipios incluidos en su ámbito de aplicación, salvo para aquellos desplazamientos, adecuadamente justificados, que se produzcan por alguno de los motivos que expresa, medidas restrictivas que son reproducidas en la Orden 1273/2020, de 1 de octubre, de la Consejería de Sanidad, en ejecución de las actuaciones contempladas en la declaración de actuaciones coordinadas.

Pues bien, el TSJ considera que no puede ratificar las medidas sanitarias restrictivas de derechos fundamentales porque la habilitación legal para hacerlo no es suficiente, analizando si la previsión del artículo 65 de la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud, autoriza la restricción de derechos fundamentales y libertades públicas. Es importante que llega a esta conclusión con independencia del juicio (que no llega a realizar) sobre si las medidas restrictivas de tal derecho fundamental han sidon necesarias e idóneas para evitar la extensión de la
enfermedad en una situación de pandemia como la actual, pues la ausencia de habilitación legal para la restricción del derecho fundamental en la norma expresada impide directamente su adopción en base a dicha habilitación, sin perjuicio -también aclara- de que en nuestro ordenamiento jurídico existan otros instrumentos y procedimientos que autorizan, sin duda, la limitación del derecho fundamental a la libre circulación en determinados supuestos con el sometimiento a las garantías y medios de control corerspondientes.

Los argumentos del TSJ, anclados sobre todo en la jurisprudencia del TC al respecto, se reducen básicamente al carácter de ley ordinaria y no orgánica de la Ley 16/2003 de 18 de mayo que sirva de soporte legal a la Orden de 1 de octubre de 2020 (aunque reconoce que cabe la posibilidad de que por Ley Orgánica, e incluso mediante Ley Ordinaria, se permita la adopción de medidas concretas que limiten el ejercicio de determinados derechos fundamentales sin necesidad de acudir a la excepcionalidad constitucional que implica la declaración de un estado de alarma) y sobre todo en que dicha norma no prevé habilitación legal alguna para el establecimiento de medidas limitativas del derecho fundamental a la libertad de desplazamiento y circulación de las personas por el territorio nacional o de cualquier otro derecho fundamental, sin que tampoco contenga referencias de forma directa o indirecta, a la posible limitación de derechos fundamentales con motivo del ejercicio de las funciones legalmente encomendadas al Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud. Por último, añade que no se establecen en forma alguna los presupuestos materiales de una eventual limitación de derechos fundamentales, inherentes a las más elementales exigencias de certeza y seguridad jurídica.

Y lo más curioso es que, como bien señala el TSJ, el legislador ha tenido la oportunidad de hacerlo bien. Porque precisamente ha reformado la LO 16/2003 durante la pandemia, en concreto por real Decreto-ley 21/2020 de 9 de junio en concreto para garantizar la adecuada  coordinación entre las autoridades sanitarias y reforzar el funcionamiento del conjunto del sistema nacional de salud, ante crisis sanitarias, pero no ha dicho nada de autorizar medidas limitativas de la libertad de circulación, como muestra el hecho de que asocie de forma reiterada las mismas a la declaración de estado de alarma.

De hecho incluye un interesante “tirón de orejas” al final que no me resisto a transcribir porque creo que expresa muy bien lo que muchos juristas pensamos de todo esto.

“Resulta llamativo que ante el escenario sanitario descrito no se abordara una reforma de nuestro marco normativo más acorde con las confesadas necesidades de combatir eficazmente la pandemia del Covid-19 y afrontar la grave crisis sanitaria que padece el país, pese al consenso doctrinal existente acerca de que la regulación actual de los instrumentos normativos que permiten la limitación de derechos fundamentales, con el objeto de proteger
la integridad física (artículo 15 CE) y la salud (artículo 43 CE), íntimamente conectados entre sí, resulta ciertamente deficiente y necesitada de clarificación”.

Conclusión: el art 65 de la LO 16/2003 no contiene una habilitación legal para el establecimiento de medidas limitativas de derechos fundamentales y la Orden no se ratifica.

Sin duda, un triunfo para la CAM y para su cuestionada Presidenta. Político. Pero a nosotros lo que nos interesa es que resulta clarificador desde el punto de vista del Estado de Derecho, y de la protección de los derechos fundamentales y creo que contribuye a poner un poco de orden (jurídico) en el desalentador panorama español. Que obviamente la voluntad de la CAM no fuera defender el Estado de Derecho sino su posición política particular y su enfrentamiento con el Gobierno central es lo de menos.  El caso es que, como siempre recordamos en Hay Derecho, el fin no justifica los medios. A ver si de una vez el legislador se pone las pilas y hace las cosas bien, que falta nos hace. Nos jugamos mucho.

 

 

Competencias administrativas y pelotas de ping-pong

¿Son de verdad irrenunciables las competencias administrativas? La pregunta la realizo con tono de denuncia, por supuesto: casi un yo acuso. Y puede parecer retórica a la luz de la enfática proclamación de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público. Su Art. 8, Competencia, se expresa en el apartado 1 sin dejar resquicio a la duda: se proclama de manera enfática de la competencia (que “se ejercerá por los órganos administrativos que la tengan atribuida como propia”, salvo las excepciones de la delegación hacia abajo o avocación hacia arriba) que “es irrenunciable”. No hay fisuras ni matices.

“Competencias del órgano” y “potestades de la entidad” no son exactamente lo mismo, pero ese debate queda para otro momento. Lo cierto es que si nos encontramos en el planeta de la obligatoriedad del ejercicio de los correspondientes cometidos es porque los mismos, aunque puedan tener y tengan una víctima primaria, están al servicio de un tercero o unos terceros. Si la policía disuelve una manifestación, incluso con empleo de la fuerza contra las personas, es para que otros –terceros, en plural- puedan disfrutar de la calle, que es de todos. Si la unidad de carreteras de una Subdelegación del Gobierno expropia un terreno y priva de su titularidad a Fulano es porque hay que hacer una carretera que va a usar no ya Mengano, sino muchos Menganos: el interés público o general, en suma. Et sic et coetera.

El interés general o público tiene sus sufridores inmediatos: una verdadera pena. Pero eso no significa que la Administración no deba actuar (no sólo que pueda hacerlo). Reculer pour mieux sauter, que dicen los franceses. Sin un paso atrás no hay quien dé dos pasos adelante. Y es que, como bien explica la ley de la gravitación universal, las cosas, gusten o no, siempre pesan. La ingravidez sólo existe en el espacio sideral.

Lo natural de los gobernantes, así pues, es, en teoría, no sólo expandirse sin dejar vacíos, sino incluso luchar con el vecino para arañarle el espacio. La Ley Orgánica 1/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, regula, dentro de los conflictos de competencia, la figura de los negativos, que en teoría sería casi un cuerpo extraño en el sistema, cuando no un contradios.

El Código Civil, en su Título Preliminar, dedica su Art. 6, entre otras cosas, a la renuncia de los derechos reconocidos en las leyes. Y proclama que su validez queda condicionada a que no salga perdiendo el interés público, el orden público o terceros, el famoso “perjuicio” a los mismos. Derecho Administrativo -lo nuevo- y Derecho Civil cuadran una vez más: lo accesorio sigue a lo principal. Aunque hace más de cien años que la rama se separó del tronco, le sigue siendo secretamente fiel, como a comienzos del siglo XIX decían los líderes de la independencia de México acerca de la pervivencia, casi indeleble, de los elementos hispánicos –aquello había sido la “Nueva España”- en el país recién emancipado.

Borges, el gran Borges, es el autor de esa boutade tan real de que de la literatura fantástica forma parte no sólo la teología -obvio- sino también la metafísica. Olvidó citar al Derecho Administrativo, quizá porque no estaba familiarizado con él.

Y es que sucede que el titular del órgano público del que habla el Art. 8 de la Ley de 2015, el de las competencias teóricamente irrenunciables, es un político que, si ha llegado al puesto, es porque pertenece a un partido. Y, antes de mover un dedo, va a poner en marcha la calculadora electoral. Si acaso me decido a irrumpir en la manifestación ilegal, que es mi rigurosa obligación, ¿cuántos votos voy a perder? Si desalojo a los ocupantes de tal o cual inmueble, ¿qué van a decir de mí los periódicos y la oposición? Sin duda que de mi dejación saldrán perdiendo algunos, pero eso no se percibe o al menos la gente tarda mucho en caer en la cuenta, siendo así que por el contrario la víctima inmediata de la actuación va a estar muy presente desde el primer momento. Ya sabemos las paradojas y las contraindicaciones de lo que se conoce como la acción colectiva. No es tanto un balance de minorías y mayorías cuanto una ponderación del ruido que es capaz de generar cada quien.

La Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública -de la última época de un Zapatero, quien para entonces ya estaba desahuciado y, por tanto, le resbalaban las expectativas electorales- dedica su Art. 54 a lo que llama “Medidas especiales y cautelares”, a aplicar “con carácter excepcional y cuando así lo requieran motivos de extraordinaria gravedad y urgencia”. Se trata de “cuantas medidas sean necesarias”, incluyendo prohibir a la gente que se arrime. Y eso sin contar con lo que muchos años antes, en la primera legislatura de Felipe González, el período matusalénico, había establecido la Ley Orgánica 3/1986, de Medidas Especiales en materia de Salud Pública. O la Ley 14/1986, de 26 de abril, General de Sanidad.

Todo ello, dicho sea sin poner nombres y apellidos, está en las manos -“podrá”- de las concretas autoridades que sean competentes en materia de sanidad. Y, en fin, ya sabemos que, en el Diccionario jurídico-administrativo, podrá significa deberá: las potestades son por definición de ejercicio obligatorio. Más aún si se trata de defender la salud pública, sin la que no hay economía ni nada de nada. Muy en particular en una sociedad como la española, en la que la vida, y el comercio, se desarrollan al aire libre, entre abrazos o incluso besos y arrumacos. En Oslo, para bien o para mal, todo es distinto. Debe suponerse, dicho sea de paso, que para bien (nuestro). De hecho, son ellos los que vienen aquí en cuanto pueden y no nosotros los que, salvo necesidad imperiosa, vamos allí.

Confinar a las personas o incluso restringir su movilidad -eufemismo para no hablar de confinamiento: ya se sabe que todo se va en el disimulo y la semántica- puede ser la primera de las medidas, obligada y de sentido común, en los casos de pandemia. Y ocurre que en el Estado de las Autonomías esa competencia es en primer lugar de las Comunidades Autónomas, al menos en tiempos ordinarios, y a salvo de las funciones centralizadas de bases y coordinación, que por cierto vaya usted a saber lo que se quiso decir con ellas. Pero he aquí que, ¡ay!, estemos ante una potestad de ejercicio enojoso, porque cuando la calculadora de los votos se pone en marcha los resultados pueden acabar siendo unos u otros. Ya se sabe que el elector se muestra tan mobile como la donna de Rigoletto y lo mismo me termina echando en cara que he puesto en jaque su negocio, por poner un ejemplo socorrido. Los políticos, como gremio, carecen frente a la sociedad de toda capacidad de prescripción de recetas desagradables y ellos son los primeros en no ignorarlo: son conscientes de que, como las vedettes, viven de gustar, no de ejercer la ingrata pedagogía.

Ese es el contexto, nada feliz en los hechos: el Estado de partidos, que la Constitución proclama en su Art. 6, cuya preciosa cantinela conocemos: “expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Y sin olvidar también el Estado autonómico del Art. 2; hay que ver la cantidad de adjetivos que adornan nuestro Estado. Y eso sin contar lo de social, democrático y de Derecho del Art. 1.1, la monarquía parlamentaria y sabe Dios cuánta apelación más.

Así las cosas, acaba llegándose a una conclusión, ciertamente nada simpática, acerca del interés general. Ese interés general es lo que subyace al principio de irrenunciabilidad de las competencias, y al que la Administración debe servir “con objetividad” (Art. 103.1 de la Constitución), o sea, sin elucubraciones tácticas sobre los votos que –dicho sea sin discriminación de credos y con igual distancia de todos ellos- se ganen o se pierden si se hace o no se hace tal o cual cosa. La conclusión es que el interés general resulta difícilmente compatible con la democracia degenerada –la partitocracia de cortos vuelos y miras de campanario- y descentralización caricaturesca a la que, cuarenta años largos después de 1978, hemos terminado llegando a fuerza de ir cuesta abajo. Lo señalado en cursiva, que son sólo adjetivos, resultan aquí lo sustancial.

Es el Derecho Administrativo, cuando proclama la irrenunciabilidad de las competencias (una declaración ingenua, por lo que vemos), el que, aunque sólo sea por una vez, se encuentra en el buen camino. Y es la prosaica realidad que tenemos ante nuestros ojos –lo que los políticos no sólo dicen y no dicen, sino lo que hacen y no hacen- la que se está desviando y, además, peligrosamente. Ya sabemos lo del jardín de los senderos que se bifurcan.

En resumidas cuentas, que el bienintencionado Art. 8.1 de la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público es poco menos que un grito en el desierto. Vemos a diario que competencias administrativas (algunas, por lo menos) provocan alergia en su titular, cuando no verdadera urticaria. Una competencia es algo que va de mano en mano va y ninguno se la queda, como la falsa moneda. O como una pelota de ping-pong. En nuestro gallinero político diríase como la peste, sólo que aquí no termina uno de encontrar a nadie parecido al Dr. Rieux. Quién le iba a decir al autor de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional de 1979 que eso de los conflictos negativos de competencias –yo paso, ocúpate tú– iba a terminar siendo –sin formalizarlo judicialmente, eso sí- el pan nuestro de cada día.

La consecuencia está en los pésimos datos que vemos a diario en la prensa y que no engañan: somos los peores de Europa en salud. Y no vale la coartada de que se quiere defender la economía, porque lo cierto es que en economía –en teoría, se insiste, lo que explica la parálisis a la hora de decidir- también estamos a la cola. Se suele decir, con tono de llanto, eso de que “unos por otros, la casa sin barrer”. Aquí lo que está sin barrer no es una casa, sino dos: la de la salud y además la de la economía. Ni honra ni tampoco barcos.

“La Covid pone a prueba el Estado autonómico”, se lee en un artículo de El país el 30 de agosto, con la firma de Elsa García de Blas. Y es que “Comunidades y Gobierno se enfrentan por la gestión de la pandemia, que revela lagunas en un modelo con pocos mecanismos de coordinación”. Y una columna anexa se rotula “Declarar la alarma estigmatiza”, recogiendo palabras literales de un Presidente territorial, el de Aragón. Los maños son gente que no se calla: nobleza baturra.

“Fallo de país” es el título de un artículo de Elisa de la Nuez en El mundo en 18 de septiembre. “La negligencia con la que se ha gestionado la pandemia demuestra la falta de capacidad de gestión de todas las Administraciones Públicas, que necesitan (…) una profunda reforma estructural”. Porque “mientras no abordemos la reforma del sector público, estaremos condenados a seguir viviendo de eslóganes”.

Amador G. Ayora, en El economista, 19 de septiembre, diserta sobre “El ruinoso coste de las riñas políticas”. No hace falta extenderse en explicar su contenido.

“Un fracaso estructural”: Ignacio Camacho, ABC, 20 de septiembre: “El Covid ha delatado la grave debilidad sistémica que España sufre en términos sociales y políticos. A una dirigencia de pésima calidad se han unido una opinión pública cargada de prejuicios, un grave déficit educativo, una desoladora ausencia de pensamiento estratégico y un modelo institucional enredado en el caos competencial y jurídico”. La calamidad del diseño institucional se menciona sólo como uno de los factores -el último-, pero es donde ahora hay que poner el reflector. Las personas, necias o prudentes, situadas a uno u otro lado del espectro (lo del espectro no va con segundas) pueden acabar siendo casi irrelevantes, en el sentido de intercambiables. Un coche con mal motor no lo podría conducir ni el mismísimo Fangio redivivo.

Nuestra estructura política y territorial (carísima, por otra parte: un despilfarro) parece haber sido cincelada con esmero para conducir impepinablemente al mal gobierno. Y, cuando no hay más remedio que tomar una decisión, en los minutos finales o incluso en la prórroga, sólo acaba llegando si se consigue la neutralización del adversario político. Si Lorenzetti volviese a pintar la alegoría del mal gobierno, se fijaría en la foto del pasado lunes 21 de los dos especímenes en la Puerta del Sol. Tan sonrientes ellos. Qué monos.

No hace falta decir que, al fondo de todo, suena el eco del José Ortega y Gasset de “Rectificación de la república”, en diciembre del mismo 1931. No es esto, no es esto.

Por supuesto que ese tipo de lamentaciones tan amargas son muy anteriores a la Segunda República. La tradición de la intelectualidad española, al menos desde el barroco, con Francisco de Quevedo y Baltasar Gracián a la cabeza, es la del más absoluto pesimismo acerca de nuestros diseños organizativos. Parecía que por fin habíamos escapado de la maldición, pero el esfuerzo que tiene uno que hacer para ver algo positivo en este paisaje (“los minutos de la basura” del régimen del 78, como ha dicho Jorge Bustos en El mundo) resulta sobrehumano. Diríase una naturaleza muerta de Valdés Leal.

Lecciones del covid-19: España necesita una ley de datos

Esto no es nuevo: nuestro sector público adolece de una mala gestión de la información que tiene importantes consecuencias tanto para el diseño de las políticas públicas como para el sector privado, y que se está poniendo de manifiesto de forma particularmente aguda en la crítica situación presente, como ya hemos denunciado con anterioridad. Esto se debe en gran medida a tres razones: la falta de una cultura de gestión con base en el dato de nuestras administraciones, la patrimonialización o apropiación del dato por los gestores públicos y su politización y continua manipulación por los responsables políticos.

Falta en nuestra Administración (y posiblemente también en gran parte de nuestro sector privado) una verdadera cultura del dato, como fundamento de una gestión “con base en la evidencia”, concepto típicamente anglosajón poco desarrollado en nuestra sociedad. La toma de decisiones, la definición y ejecución de nuestras políticas, requieren para ser eficaces apoyarse en una información de calidad y detallada sobre las realidades actuales, y la ausencia de esa información aboca a la improvisación, impide una gestión que se anticipe a los problemas y genera decisiones que no se ajustan a las necesidades reales.

Todo eso se ha visto en la gestión del covid, con una incomprensible falta de información que, meses después del inicio de la pandemia, sigue sin corregirse. Basta analizar el documento ‘Estrategia de detección precoz, vigilancia y control de covid-19‘, del Ministerio de Sanidad: solo a partir del 11 de mayo, dos meses después del inicio de la crisis, hemos sido capaces de obtener alguna información detallada, y en cualquier caso muy deficiente.

En segundo lugar, existe entre los responsables públicos un arraigado sentido de la propiedad exclusiva del dato. Ello puede responder a un instinto de protección de ese dato (sin fundamento, puesto que es sencillo anonimizarlo) y de poder (el dueño del dato posee el conocimiento y controla su impacto en la opinión pública). Lo cierto es que las instituciones públicas son poco proclives a compartir los datos de que disponen. Existe una prolija regulación, con la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, o la Ley 37/2007, de 16 de noviembre, sobre reutilización de la información del sector público, así como las diversas normas técnicas sobre interoperabilidad, que pretende eliminar estas trabas y crear un entorno de transparencia y publicación de la información del sector público, pero sus resultados son poco alentadores.

Nuevamente el caso del COVID es esclarecedor. A pesar de contar con información detallada sobre las infecciones activas a partir del 11 de mayo, la Administración ha decidido hacer pública solo la información agregada en un fichero muy pobre, según se describe en el propio panel covid-19. Una información detallada que comprendiera todos los datos disponibles, fácilmente anonimizables, puesta a disposición de toda la sociedad (empresas, investigadores, prensa, etc.) para que analizaran y publicaran conclusiones sería extraordinariamente eficaz, como recientemente ha señalado en estas mismas páginas Jesús Fernández-Villaverde. Pero aunque la misma existe, puesto que las distintas instituciones sanitarias autonómicas y centrales la generan, no se extrae de ella la utilidad que podría ofrecer en la lucha contra la pandemia porque no se quiere abrirla a la sociedad. Las administraciones públicas optan, claramente, por apropiarse del dato, no hacerlo público y decidir quién puede utilizarlo, pese a que la normativa antes citada obligaría a hacerla pública.

Finalmente, nuestros responsables públicos practican con frecuencia la manipulación interesada del dato. Dado que hay poca información y que la poca que hay no se suele hacer pública, les resulta fácil utilizarla en función de sus intereses políticos, como hemos visto en estos últimos meses: datos de CCAA que no acababan de llegar al ministerio, información y contrainformación de unos y otros, datos presentados de forma parcial, encuestas de opinión sesgadas, etc.

Esta inadmisible actitud de los responsables públicos, habituados a manejar los datos a conveniencia para proteger la imagen pública de su gestión y agravada por la descentralización de nuestra Administración pública, es insostenible en el entorno digital, dinámico e hipercompetitivo en el que el mundo está entrando. Las nuevas soluciones a los complejos desafíos económicos, sociales, empresariales, de gestión pública, etc. a los que nos enfrentamos vienen, en gran medida, de la mano de la Inteligencia Artificial, que para desarrollarse correctamente necesita un gran volumen de datos precisos, fiables y permanente actualizados. Los datos sobre la realidad económica y social de nuestro país y su entorno constituyen un recurso de importancia fundamental para nuestro futuro progreso, y se encuentran, principalmente, en manos del conjunto de las administraciones y entidades públicas de todo tipo de España. Este acervo de información, sin duda, cae dentro de la órbita de aplicación del art. 128 de la Constitución Española, cuando proclama que toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general.

Su disponibilidad y uso tanto por las restantes entidades públicas como por las empresas y particulares es un factor estratégico para el desarrollo de nuestra sociedad y para la puesta en marcha de toda clase de proyectos públicos, empresariales y de servicios modernos y competitivos. Es imprescindible crear no solo la norma imperativa, sino también la conciencia social de que existe un deber concreto y exigible a todas las autoridades españolas de generar y tratar adecuadamente esa información a la que tienen acceso.

La reciente Directiva UE 2019/1024 de 20 de junio de 2019, relativa a los datos abiertos y la reutilización de la información del sector público, debe ser objeto de transposición antes del 17 de julio de 2021, actualizando la citada Ley 37/2007. Se prevé en la Directiva que cualquier documento (es decir, cualquier contenido o conjunto de datos, sea cual sea su soporte) conservado por organismos públicos, así como en ciertos casos por empresas públicas u organismos de investigación financiados públicamente, sea puesto a disposición general del público, para fines comerciales o no comerciales, y en formatos abiertos, legibles por máquina, accesibles, fáciles de localizar y reutilizables, junto con sus metadatos. La reutilización de esos datos y documentos debe ser gratuita, permitiéndose únicamente la recuperación de los costes marginales de la distribución del dato.

Entre ellos, existen datos de alto valor por su potencial para generar beneficios socioeconómicos o medioambientales importantes y servicios innovadores, beneficiando a un gran número de usuarios, en particular pymes (datos meteorológicos, estadísticos, sobre movilidad, los datos de los registros mercantiles sobre las sociedades mercantiles, etc.), que deben estar a disposición del público de forma enteramente gratuita desde el primer momento. La gratuidad es muy importante, por cuanto el beneficio que se puede generar para el conjunto de la sociedad excede en mucho el supuesto coste que la generación de los datos haya tenido para la entidad (externalidades positivas). Únicamente cabe excluir algunos datos, como los personales cuando no se puedan anonimizar adecuadamente, los que sean objeto de propiedad intelectual o industrial, afecten a la seguridad nacional o defensa, a la confidencialidad estadística o comercial, etc.

Ahora bien, para generar un sistema capaz de impulsar el progreso socioeconómico y la digitalización de nuestra economía (ambos objetivos básicos del Gobierno), la transposición de la directiva y la regulación de la materia no deben limitarse a los mínimos establecidos en ella. Es imprescindible dar un paso más, y para ello puede servir de ejemplo el modelo anglosajón: la Ley que realice la transposición de la Directiva debe obligar a todos los organismos públicos a recoger, tratar y hacer pública la totalidad de la información y datos que reciban. Para esto, cada organismo deberá: determinar de forma consensuada con las partes interesadas todos los datos que son de interés; definir y cumplir un procedimiento de tratamiento de los mismos para dotarles de la calidad necesaria, que incluya fijar los mecanismos para su publicación (en formatos abiertos y con el máximo nivel de detalle y granularidad posible) y garantizar la puntual e inmediata actualización, dada la importancia creciente de la rapidez de los procesos de gestión; y establecer una revisión continua de su cumplimiento de esos deberes y un régimen sancionador contundente para aquellas autoridades que manipulen, alteren, oculten, retrasen, o simplemente no generen los datos mínimos que se consideren razonables.

Adicionalmente, es necesario abordar una profunda transformación de nuestra Administración. En primer lugar, de los perfiles que la componen. Necesitamos profesionales muy diferentes de los actuales entre los que se incluyan científicos de datos, lo que implica adaptar los mecanismos de selección y la política de incentivos a los nuevos tiempos. Se debe garantizar la independencia de las instituciones y sus gestores. Y, finalmente, se debe exigir la rendición de cuentas y el desarrollo de una cultura de gestión con base en la evidencia. Sin todo ello seguiremos teniendo una Administración del siglo XIX para abordar los complejos problemas del XXI.

 

Una versión previa de este artículo fue publicada en El Confidencial y puede leerse aquí.

 

 

La Constitución en la pandemia, ¿papel mojado?

Una situación tan grave y relativamente sobrevenida como es la mayor pandemia mundial sufrida el último siglo supone un reto para todos los países, también en el ámbito legal y en la defensa de los derechos y libertades. La pandemia y el riesgo de contagio llevan a los Gobiernos y autoridades a regular el ejercicio de los derechos fundamentales en un régimen de excepcionalidad que justifica ciertas decisiones, pero esto mismo debe llevar a doblar el control a los Gobiernos, tanto por parte del poder legislativo y judicial como de la propia ciudadanía, o de lo contrario se producirán abusos de poder.

No sólo se producen abusos de poder en los regímenes iliberales, las Democracias también se están resintiendo durante la Pandemia y España no es una excepción. Desde hace cuatro meses, diversas medidas tomadas por los Gobiernos centrales y autonómicos han llegado al límite, y lo han sobrepasado, del marco constitucional.

El domingo 12 de julio se celebrarán las elecciones en Galicia y País Vasco, aplazadas hace cuatro meses, en las cuales las respectivas administraciones impedirán ejercer su derecho al voto a parte de los ciudadanos. Los respectivos gobiernos autonómicos han indicado que personas que hayan dado positivo por covid-19 en las últimas dos semanas, o tengan pendiente el resultado de las pruebas no podrán acudir a votar.

La ley 3/1986 de Medidas especiales en Materia de salud pública, en su artículo 3, contempla la posibilidad de tomar las medidas oportunas para el control de enfermos con enfermedades transmisibles. En la aplicación de cualquier ley debe imperar siempre el principio de proporcionalidad. Aunque tanto las causas como las posibles medidas son a propósito ambiguas, es razonable pensar que se puede impedir a un infectado acudir a un centro electoral y poner en riesgo la salud pública. Lo que es mucho más dudoso es que exista proporcionalidad al impedir a estas personas ejercer su derecho al voto sin alternativa posible. Que las autoridades no hayan tomado las medidas necesarias para permitir el ejercicio de un derecho fundamental tras cuatro meses de pandemia, es algo que afecta seriamente al sistema democrático.

Toda persona que lo desee, debe poder ejercer su derecho al voto y las autoridades deben hacerlo posible, especialmente en los casos donde ellos han impedido el ejercicio de este derecho de la forma ordinaria. El voto por correo con las medidas oportunas debería ser la solución menos mala, ya que tras cuatro meses de pandemia no se han desarrollado alternativas tan viables como el voto electrónico. Que esta situación, tras cuatro meses de pandemia y el aplazamiento de esas mismas elecciones sea sobrevenida es discutible. Que la existencia de situaciones, en abstracto, que puedan dificultar el ejercicio de un derecho fundamental como es el voto, y la necesidad de articular alternativas por parte del legislador, no lo es.

La ley mencionada otorga la capacidad a los Gobiernos de tomar las medidas que consideren oportunas con control judicial a posteriori, lo cual no impide que estas puedan y deban ser criticadas al carecer absolutamente de proporcionalidad. No sólo se impide la asistencia al centro, algo comprensible, sino que al no ofrecer ninguna alternativa, impide ejercer un derecho fundamental como es el voto.

Estas cuestiones no deberían coger de imprevisto a unos dirigentes que hace cuatro meses suspendieron las elecciones por la pandemia aún hoy presente. La decisión de aplazar las elecciones fue a todas luces inconstitucional. La Constitución no contempla aplazar las elecciones, tampoco por la existencia del Estado de Alarma. Es completamente razonable defender que las elecciones no podían celebrarse dadas las condiciones, menos comprensible es que el legislador no haya previsto ninguna solución constitucional tras cuatro décadas de democracia, especialmente cuando el debate no se da ahora por primera vez, sino que ya surgió con el 11M.

Se hizo lo único que se podía hacer, con el consentimiento de todas las fuerzas políticas y de la ciudadanía, se saltó la Constitución aplazando las elecciones en Galicia y País Vasco. Violar la Constitución de forma tan clara, incluso en tales circunstancias, debería llevar a tomar conciencia del grave fallo institucional que ha llevado a tal situación y abrir un debate, de forma inmediata, sobre su solución. En lugar de eso, se dio por bueno que los políticos pudieran saltarse sin más la Constitución de forma tan grave, sin que tal hecho generase debate alguno ni propuestas de reforma.

Que hoy algunos vuelvan a poner sobre la mesa el aplazamiento de las elecciones sin que se hayan tomado medidas tras un hecho tan grave, por mucho que fuera necesario, y que otros acepten sin más la limitación de un derecho fundamental como es el voto, pone en relieve un riesgo que va mucho más allá de las situaciones concretas. Si el miedo a la pandemia nos lleva a permitir que se violen derechos y libertades, así como normas constitucionales sin ninguna consecuencia, lo que está en peligro es la propia Democracia.

El enésimo uso del Real Decreto-Ley: esta vez sobre Energía

Legislar a través de la figura del Real Decreto-ley no es un elemento novedoso en la actual situación política española. Esta figura controvertida ha estado presente desde los inicios del vigente sistema constitucional y los distintos Gobiernos han hecho uso de la misma con relativa discrecionalidad y frecuencia.

Sin embargo, lo que sí resulta incuestionable es que el Gobierno surgido tras la moción de censura de 2018 y que mantiene su continuidad (ahora en un formato de coalición) tras la investidura de enero de este mismo año, se caracteriza por ser el Ejecutivo que más ha empleado esta figura.

El último ejemplo de esta práctica es el Real Decreto-ley 23/2020, de 23 de junio, por el que se aprueban medidas en materia de energía y en otros ámbitos para la reactivación económica. En él encontramos esencialmente una serie de cambios legales sobre distintas Leyes que habilitan al Gobierno de España para realizar diversas actuaciones en el marco de la transición energética que está teniendo lugar. Paradójicamente, el texto fundamenta su razón de ser en ‘dotar de un marco atractivo y cierto para las inversiones’ que requiere esta transición.

De este modo, el RDL establece algunas modificaciones sobre la Ley del Sector Eléctrico del año 2013, una de las piezas fundamentales, sino la que más, de la actual regulación energética de España y uno de los textos más amplios y profundos del ámbito legislativo español.

Las primeras de estas modificaciones buscan regular la problemática existente con los puntos de acceso y conexión a la red eléctrica, que ha dado lugar a una burbuja especulativa con estos elementos en el sector eléctrico, lo que a su vez ha conducido a un entorno de inseguridad y falta de progresos en el ámbito de la instalación de nuevas instalaciones renovables. El Gobierno crea a partir de este RDL cuatro tratamientos distintos para los sujetos titulares de estos activos, lo cual da cuenta del importante cambio regulatorio que tiene lugar.

Las siguientes modificaciones afectan al método de introducción de energías renovables a través del apoyo del régimen especial, a través de los métodos de concurrencia competitiva, es decir: las subastas de renovables. Esencialmente, el texto habilita al Gobierno a establecer nuevas subastas para la introducción de estas energías en el mix eléctrico permitiendo que operen más variables que las establecidas por la Ley de 2013 en relación a la tecnología, la variable a subastar o el apoyo económico.

El RDL también introduce nuevas figuras sobre el texto de 2013, para incluir nuevos elementos surgidos fruto de la mejora tecnológica en el sector eléctrico. En este sentido hay que destacar figuras como el almacenamiento, la agregación de la demanda eléctrica o la hibridación de tecnologías para optimizar el uso de la red. También, con el objeto de fomentar la movilidad eléctrica, se establece que aquellas estaciones de recarga con potencia superior a 250 kW les serán otorgada la declaración de utilidad pública.

Otro de los elementos destacables es la reforma del Fondo Nacional de Eficiencia Energética, que también fue constituido en virtud de una norma con rango de Ley: La Ley 18/2014, de 15 de octubre, de aprobación de medidas urgentes para el crecimiento, la competitividad y la eficiencia. Esta reforma permite ampliar su límite temporal (que ya estaba finalizando) y adaptar el procedimiento de cálculo de los sujetos obligados.

Tampoco hay que obviar elementos como el de la Disposición Adicional Primera que se refieren esencialmente a la planificación del sistema, dado que operan sobre las capacidades de los nudos de conexión de aquellas centrales que dejan de operar. Conviene recordar asimismo que la Planificación del sistema eléctrico (incluida la red de Transporte) debe ser sometida ante el Congreso de los Diputados conforme a la legislación vigente.

Finalmente, cabe destacar la transformación y adaptación del Instituto para la Reestructuración de la Minería del Carbón y del Desarrollo Alternativo de las Comarcas Mineras, creado por la Ley 66/1997, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, administrativas y del orden social; que se produce a través de la Disposición final Segunda.

Como se puede observar, los principales elementos regulatorios mencionados (sin menoscabo de otras cuestiones presentes en el RDL, lo que da cuenta de su extensión y afección regulatoria) responden a varias cuestiones pendientes en el marco de la transición energética o ecológica. Sin embargo, el hecho de que la finalidad pueda ser más o menos loable (lo cual precisamente puede y debe ser objeto de debate en las Cortes) no es óbice para denunciar un uso excesivo de la figura del Real Decreto-Ley para legislar sobre una amplia cantidad de elementos que el legislador había consagrado, precisamente, a través de la figura ordinaria del Proyecto de Ley.

El uso reiterado del RDL guarda, probablemente, una fuerte relación con la fragmentación (esta sí) sin precedentes que muestra el Parlamento nacional y en concreto, el Congreso de los Diputados. Es habitual que los Proyectos de Ley se dilaten en el tiempo y varios grupos tengan la tentación de incluir enmiendas no relacionadas con la materia de la iniciativa.

Sin embargo, esta realidad no debe ser excusa para admitir un uso desmesurado e injustificado del Real Decreto-Ley, que por sus características limita de facto las capacidades legislativas del Congreso y sin duda, tiende a fomentar una mayor inseguridad jurídica en dos sentidos. Por un lado, porque nunca se sabe cuándo y cómo desde el BOE se establecerán nuevos cambios legislativos en un rango (la ley) que por su propia naturaleza se prevé como un elemento estable y duradero.

Por otra parte, en este contexto de atomización parlamentaria, es habitual la convalidación de los RDL por razones de seguridad jurídica o connivencia parcial con su contenido, pero también la apertura de una tramitación como Proyecto de Ley Urgente, lo que en teoría puede desembocar en una transformación importante del contenido que ya es ley desde el día de su publicación.

Como se puede ver, ni siquiera la propia figura está libre de escapar de los avatares propios de un parlamento fragmentado; pero en todo caso este obstáculo (que no olvidemos, es fruto de la voluntad popular) tiene un fácil remedio: el diálogo, la transacción y el acuerdo.

Efectivamente, si el Gobierno prevé, como es probable, que los hipotéticos Proyectos de Ley puedan demorarse o transformarse radicalmente en el Parlamento, su obligación es convocar a las fuerzas políticas, llegar a acuerdos y establecer un curso de acción para evitar una demora excesiva.

En síntesis, en estos tiempos de incertidumbre económica, social y hasta sanitaria, creemos que los actores políticos deben contribuir a la consagración de un entorno favorable a la estabilidad y la inversión derivada de aquella. No es de recibo que una vez más se utilicen causas loables para sortear los legítimos debates, controles y propuestas que todo Parlamento debe ejercer.

Marco jurídico en la desescalada y posibilidades legales para afrontar rebrotes

El pasado 21 de junio se ponía fin en todo el territorio nacional al estado de alarma, después de más de tres meses en esta situación de excepcionalidad constitucional. No es fácil afrontar una situación de grave crisis, las cuales suelen poner a prueba la solidez de los mimbres con los que están hechos los Estados democráticos de Derecho. Y creo que debemos felicitarnos porque España ha superado notablemente esa prueba, al menos desde la perspectiva institucional.

Podemos cuestionar algunas de las decisiones que se han adoptado –si pudo haber sido mejor decretar el estado de excepción para dar cobertura a las medidas más intensas del confinamiento; si se podría haber dado un mayor control parlamentario de la acción del Gobierno; si la coordinación entre administraciones debe reforzarse; si en algunos casos se ha podido dar un exceso de celo en la aplicación de las restricciones y de las correspondientes sanciones…-, pero, a nivel institucional, el Estado constitucional ha respondido de forma adecuada. Ha demostrado la solidez de sus garantías incluso en un momento en el que se daba una fuerte concentración del poder y los ciudadanos tenían que asumir severas restricciones de sus libertades fundamentales. De igual forma, la reacción de la ciudadanía también creo que ha sido ejemplar. Sin embargo, más dudas tengo sobre si los responsables políticos han estado a la altura, aunque no perdamos la confianza ahora que se abre un nuevo periodo para la reconstrucción económica y social del país.

Además, en lo que ahora interesa, el estado de alarma se ha levantado, pero el virus sigue circulando, por lo que debemos preguntarnos sobre cuáles son los instrumentos legales de los que disponemos en esta desescalada, sobre todo si hay que afrontar nuevos rebrotes. A este respecto, como ya expuse en un artículo anterior –aquí-, son varias las leyes que establecen el marco jurídico de las medidas que pueden adoptarse para responder a una epidemia sin tener que recurrir a poderes extraordinarios. En concreto, la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública; la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública, en especial su art. 54; la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad (art. 26); y la legislación autonómica correspondiente. Asimismo, en ocasiones se ha invocado también la posibilidad de acudir a la Ley 17/2015, de 9 de julio, del sistema nacional de protección civil y a otras normativas autonómicas dentro de este ámbito aunque, a mi juicio, existiendo legislación especial para el tema sanitario, es mejor ampararse en ella.

De forma más específica, el Gobierno ha aprobado el Real Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, que ha sido recientemente convalidado por el Congreso. Esta norma, que tiene la ventaja de tener rango de ley, lo que hace es concretar las medidas que permite la legislación sanitaria para adecuarlas a la crisis del covid. Es, por tanto, una norma en cierto modo de “aplicación”. Ahora bien, haber recurrido al decreto-ley plantea también algunas dudas, ya que de acuerdo con la Constitución los mismos no pueden afectar a derechos y libertades constitucionales, aunque la interpretación del Tribunal Constitucional ha venido siendo muy generosa. En todo caso, en cuanto a su contenido, el mismo enfatiza los poderes de coordinación del Gobierno de la Nación para afrontar epidemias (art. 3 y 5); impone medidas de prevención e higiene como el uso obligatorio de mascarillas (art. 6) o regula la distancia social y otras condiciones de higiene en distintos centros y espacios públicos, y en transportes (arts. 7-18); interviene en cuestiones referidas a medicamentos y otros productos sanitarios y de protección de la salud (arts. 19-21); prevé obligaciones de información para el seguimiento y vigilancia epidemiológica y para la comunicación de datos (arts. 22-27); contempla previsiones sobre las capacidades del sistema sanitario (arts. 28-30); y, entre otras cosas, aclara el régimen de infracciones y sanciones remitiéndose a las normas legales correspondientes (art. 31).

De manera que, con este abanico normativo, en principio quedarían cubiertos algunos de los frentes necesarios para dar cobertura jurídica a la desescalada. Hasta los deberes de información y el tratamiento de datos personales que puede afectar al derecho a la protección de datos encuentran justo acomodo con esta normativa.

Tampoco creo que plantee excesivos problemas si, llegado el caso, hubiera que decretar la vacunación obligatoria para prevenir el contagio ante una epidemia. En este caso, de acuerdo con el art. 2 LO 3/1986, de 14 de abril, se podría imponer la misma a aquellos ciudadanos que la rechazaran, con la correspondiente autorización o ratificación judicial (art. 8.6 Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa).

Más dudas presenta, sin embargo, la posibilidad de decretar el confinamiento de personas o poblaciones. Nuevamente la LO 3/1986, de 14 de abril daría cobertura jurídica para imponer el confinamiento, con autorización o ratificación judicial, pero proyectado sobre “enfermos” y sobre “las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato” (art. 3). De hecho, a estos efectos sería especialmente útil que se pueda desarrollar una aplicación que facilite el rastreo de los contactos de las personas contagiadas. Fue el caso, por ejemplo, del confinamiento decretado en febrero por el Gobierno canario de las personas que estaban en un hotel de Adeje donde se detectó un positivo. Por el contrario, más dudoso es que este precepto dé amparo a las decisiones de confinamiento de varias poblaciones como las decretadas por el Gobierno catalán en Igualada o por el Gobierno de Murcia para los municipios costeros.

Para salvar estas dudas se ha planteado reformar la ley orgánica con el objeto de prever de forma expresa la posibilidad de ordenar confinamientos generalizados. Por mi parte, tengo dudas de su constitucionalidad. El confinamiento supone una severa restricción cuando no directamente la privación de un derecho fundamental. Si ésta se hace de forma individualizada o para un grupo definido de personas, encuentra en la intervención judicial una garantía suficiente. Sin embargo, si se decreta de forma generalizada entonces la supervisión judicial pierde parte de su sentido. En estos casos es cuando debe recurrirse al Derecho constitucional de excepción previsto en el art. 116 de la Constitución, con sus garantías institucionales y también judiciales, de tal manera que correspondería al Tribunal Constitucional enjuiciar la necesidad y proporcionalidad de esa medida general de restricción de la libertad.

Incluso, como ya sostuve –aquí-, si se tratara de un confinamiento de la severidad del que hemos vivido, donde más que una restricción estuvimos ante la privación absoluta y generalizada de la libertad de circulación, entonces habría que actuar de acuerdo con el art. 55.1 CE suspendiendo el derecho. Y para ello quizá lo más adecuado sería reformar la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, para contemplar un nuevo supuesto de estado de excepción vinculado a epidemias, con medidas adecuadas para responder a una situación de este tipo. En mi opinión, la suspensión de derechos fundamentales del art. 55.1 CE no tiene por qué comportar su deconstitucionalización temporal y la privación de todas sus garantías, sino que lo que permite es que el legislador orgánico, al prever las medidas del estado de excepción o de sitio, pueda contemplar restricciones que penetren en el contenido esencial del derecho o que priven de garantías constitucionales, algo que en condiciones de normalidad constitucional el legislador no podría adoptar.

De esta manera podríamos “desdramatizar” la aplicación del Derecho constitucional de excepción, rodeándolo de las garantías necesarias, y sin forzar los poderes ordinarios otorgándole a las autoridades administrativas facultades exorbitantes en la restricción generalizada de derechos fundamentales.

Pandemia, vulnerabilidad social y Administración Pública

 

“Algo se ha quebrado en la gestión de esta pandemia. La solidaridad de las personas jóvenes con las mayores, a las que tanto se ha aludido, ha quedado empañada por la interpretación de que su mayor bien es la mera supervivencia. Y pensamos que no, que nadie quiere la supervivencia a cualquier precio, al precio de la soledad, del miedo, de la falta de cariño de tus seres queridos, del abandono”. (AA.VV.: “¿La salud de quien estamos defendiendo? Desigualdades sociales y sanitarias en tiempo de pandemia”)

 

“La ética del cuidado defiende un mundo donde el cuidado a la gente es lo más importante” (Helen Kholen, Entrevista al diario El Periódico, 25-IX-2019) .

 

La Agenda 2030 tiene, entre sus múltiples objetivos, erradicar la pobreza, también acabar con la desigualdad y la defensa de un trabajo decente. Dentro de las secuelas humanitarias, económicas y sociales de la pandemia está, sin duda, la más que previsible ampliación de la brecha de desigualdad y la multiplicación de la pobreza. Por no hablar del desempleo monumental que la recesión económica producirá.

 

En esta entrada sólo pretendo poner el foco en algunos déficits que en el ámbito público se han observado de forma clamorosa en estos últimos meses y, asimismo, en cuáles son algunos de los retos o desafíos que los poderes públicos deberán afrontar en los próximos meses y años para atenuar y, en su caso, mejorar, los devastadores efectos que la crisis ha producido y provocará sobe aquellas personas que ofrecen fuerte vulnerabilidad social; cuyo círculo, conforme pasen las semanas y meses, se irá ampliando dramáticamente.

 

La presente entrada surge tanto por la observación y reflexión personal como sobre todo por la lectura del documento al que se hace referencia en la cita inicial (consultar aquí), suscrito por diferentes profesionales de los ámbitos sanitario y de servicios sociales de distintas instituciones y entidades de Euskadi, y del que tuve conocimiento por medio de una de las personas que lo suscribió (Boni Cantero). Este trabajo se divulgó también en un articulo de opinión editado en los diarios El Correo y El Diario Vasco, que llevaba por título  “Responsabilizarnos del otro”.

No cabe duda que, en lo que afecta a colectivos vulnerables (un concepto que la crisis derivada de la pandemia está ampliando constantemente), el largo período de duro confinamiento (más allá de la clásica “cuarentena”) ha mostrado algunas luces, pero sobre todo enormes sombras. Como bien se expuso por Rafael Bengoa, las medidas adoptadas han evitado el colapso hospitalario, pero dejaron desatendidos otros frentes: por ejemplo, las residencias de tercera edad, en las que los efectos letales de la pandemia han sido devastadores. El descuido público en este punto ha sido evidente. Y no basta, como dice el documento antes citado, enviar al ejército, a voluntarios o la dedicación abnegada de la mayor parte del personadle tales centros, pues las responsabilidades de esta pandemia no son solo individuales, sino también políticas y de gestión. Se requerían adoptar medidas que evitaran contagios masivos. Y, en algunos casos, no se adoptaron. Los análisis de riesgo, la propia gestión y por lo común la escasa atención sanitaria hacia ese problema, han sido muestras muy deficientes de unas políticas que son manifiestamente mejorables. La visión socio-sanitaria se impone, aunque tarde. La atención no preferencial por parte de los poderes públicos hacia esos colectivos de personas vulnerables ha sido la norma. Sabemos que han muerto muchos miles de personas en circunstancias muy poco precisas, la mayor parte de las veces en la soledad más absoluta. Tanto abogar por la muerte digna y las hemos condenado a un mal morir: nadie les ha acompañado en ese duro momento. El duelo oficial llega muy tarde y algo impostado.

Pero, durante el punto álgido del confinamiento, la vulnerabilidad  no se ha quedado ahí. Ha afectado sobre todo a colectivos muy concretos, por lo común olvidados e ignorados socialmente: personas sin techo, mujeres sin recursos y cargas familiares, mujeres maltratadas, menores, estudiantes sin acceso a Internet ni medios tecnológicos, parados, inmigrantes, discapacitados, personas con adicciones crónicas, y un largo etcétera. La crisis Covid-19 es y será una máquina de producir desigualdad. Sus daños colaterales serán terribles.

 

Ciertamente, como estudió Adela Cortina, la aporofobia ha echado fuertes raíces en nuestras sociedades. Y, probablemente, esa enfermedad social se multiplique (con un  populismo en auge o con la proliferación del egoísmo más vil) si no somos capaces de reforzar los valores de solidaridad, empatía y la propia ética del cuidado hacia esas personas que están padeciendo los efectos más duros de la crisis y todavía los padecerán más en un futuro inmediato.

Pero, desde un punto de vista ético y de arquitectura de valores en la sociedad contemporánea, otra preocupante tendencia viene a añadirse a la anterior: la gerontofobia que ha emergido con fuerza en estos últimos tiempos. El documento citado otorga un particular relieve a esta tendencia y pone de relieve manifestaciones múltiples de discriminación por edad que se están viviendo en esta crisis. Desde un punto de vista retórico, nadie se suma a esa idea, sin embargo los hechos avalan que tal tendencia se ha instalado de forma silente con fuerza en nuestra sociedad y también (más preocupante aún) en la actuación (o inactividad) de los poderes públicos. Directa o indirectamente, algunas medidas públicas han partido de la idea (nunca expresada) de que tales personas son “menos valiosas”. Y ello abre un debate ético que no se ha sabido encauzar en la tormenta de la crisis. En buena medida, las personas mayores (especialmente, aquellas que superan determinadas franjas de edad y ya no están en activo) han comenzado a ser invisibles y en cierta medida molestas: consumen demasiados “recursos” y son vistos como una carga. La actual delimitación de guetos espaciales, horarios o residenciales, les segregará más todavía. El afán regulatorio desmedido no ayuda a la responsabilización individual. Además, en una sociedad altamente envejecida (y con tendencia a serlo mucho más), es este un enfoque gravísimo del problema. Dinamita los fundamentos de cohesión de la sociedad. También en el texto que citaba se contienen interesantísimas reflexiones sobre esta cuestión. Y allí me remito.

La heurística de la dignidad personal (Adela Cortina) adquirirá una fuerza inusitada en los próximos tiempos. También la ética del cuidado. Ambas ideas-fuerza deberán ser la guía de actuación de los poderes públicos en el futuro post-Covid. Pues, en estos primeros pasos, lo que se ha observado de forma muy preocupante es la emergencia de una sociedad marcadamente dual. Hay quien ha sobrellevado razonablemente la primera fase de la pandemia y el confinamiento porque tenía recursos, empleo estable, medios y espacio adecuado para hacerlo, permaneciendo alejado del riesgo y de sus efectos colaterales (sus organizaciones han cerrado o “trabajado a distancia”); mientras que otra parte importante de la sociedad, muy vulnerable en diferentes ámbitos y aspectos, ha sido tapada de la escena pública e invisibilizada (tan solo recogida en algunos reportajes mediáticos que alertaban puntualmente de que el mundo no era el paraíso de los cánticos al “resistiré” de los balcones). Y, en fin, luego están los aplaudidos y los menos aplaudidos, colectivos que han sido enviados al campo de batalla con uniformes desaliñados y sin medios  ni recursos para enfrentarse a tan etéreo enemigo. Han caído como moscas. Y han hecho lo humanamente posible. Pero también es cierto que la sociedad ha abusado de esos colectivos (particularmente, aunque no solo, del sanitario o social) o de la necesidad existencial de trabajar que tenían otras muchas personas para salvaguardar su existencia y la de los suyos. Como expresa el texto comentado:   “No está bien abusar del carácter vocacional y solidario, y permitir que las personas trabajen en condiciones límites y/o de desprotección o sobreexponerlas a la fatiga y al burnout. Tampoco es correcto en virtud de la propia seguridad, negarse a atender necesidades que no pueden ser prestadas a través del teletrabajo”. En efecto, las personas que trabajan en servicios sociales municipales han prestado asistencia profesional en temas tan alejados de su competencia como el asesoramiento o tramitación digital de expedientes de solicitudes de ayudas, porque al “otro lado”, si no eran ellos, a esas personas (colectivos vulnerables, también autónomos y desempleados) nadie les ayudaba realmente o simplemente no sabían dónde acudir.

La brecha digital, por mucho que se ignore (también por la Administración), sigue siendo algo real y doloroso. Y no se sabe a ciencia cierta cuántas personas se han quedado fuera de esos circuitos de ayudas al no poder informarse o tramitarlos por cauces telemáticos (por ejemplo, no deja de ser curioso que los locutorios hayan sido uno de los servicios más demandados en esta crisis por tales colectivos). La ética de orientación al servicio de la ciudadanía como premisa de actuación de la Administración Pública en parte ha quebrado durante esta primera fase de la pandemia.

En definitiva, hay muchas lecciones que se pueden aprender de esta complejísima circunstancia vivida. Una de las más importantes es que, de forma imperceptible, hemos “descuidado” públicamente la imprescindible ética del cuidado como complemento al valor ético de la justicia. Se ha practicado con intensidad, aunque con notables limitaciones, en el ámbito hospitalario, y se ha desatendido más en otras esferas y colectivos sociales. Lo expresa con contundencia el citado documento: “La situación vivida en la pandemia por parte de las personas más vulnerables sanitaria y socialmente, pone de manifiesto una crisis muy importante de cuidados y responsabilidad y una evidente ruptura del llamado pacto intergeneracional de cuidados que puede generar riesgos graves de daños y maltrato”.

Son muy interesantes las lecciones que extraen de la crisis el documento elaborado por el Grupo de Trabajo de Ética y Covid. Contiene abundante material para la reflexión y, especialmente, si se quieren adoptar medidas de mejora. La lucha para paliar la desigualdad marcará la agenda política en los próximos tiempos. Y la dignidad de la persona se sitúa en el epicentro del problema. Dentro de los círculos de vulnerabilidad, determinados colectivos (personas mayores, mujeres, desempleados, menores, personas sin techo, dependientes, etc.), deberán ser un punto de especial atención. Hay que huir de políticas de beneficencia y apostar por soluciones estructurales que palien las desigualdades. Por mucho que se desarrolle el teletrabajo en la Administración, el servicio público debe proporcionar siempre y en todo caso proximidad, asistencia personal y asesoramiento, empatía y acompañamiento a quienes sufren desigualdades (también de brecha tecnológica). Si bien la vida acaba siempre con la muerte, no es lo mismo morir dignamente que morir mal. La ética del cuidado deberá ser una de las políticas estrella del futuro. Y ello ineludiblemente exige contacto físico o presencia, no la fría o hierática “distancia digital” (hay situaciones y contextos personales muy duros detrás de la vulnerabilidad).

Hay que compatibilizar y equilibrar razonablemente los enfoques epidemiológicos con la ética del cuidado. Para todo ello, los poderes públicos deberán priorizar en los próximos meses y años las políticas sociales, y ello requiere dedicar recursos de todo tipo en la mejora de la gestión. Hay que salvaguardar, como también se expone, ese imprescindible compromiso profesional: “Con reconocimiento social a quien más allá de sus obligaciones legales, presta una atención excelente corriendo riesgos, porque sabe que en la relación asistencial no solo se juega la dignidad de la persona atendida (cuidada, educada, protegida, lavada, alimentada o acariciada), sino el propio proyecto de autorrealización personal”. Esa es la auténtica idea de servicio público, y lo demás maquillaje. Por eso, y no por otras cosas, los servicios de atención a las personas (sanitarios y sociales, entre otros) saldrán revalorizados de esta pandemia y de la tremenda crisis ulterior, pero también  frente a la revolución tecnológica. Nunca podrán ser totalmente sustituidos por máquinas ni por artefactos digitales. Ese será su gran valor y su gran servicio público. Presente y futuro.