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2021: año 1 d.C. (despúes de la Covid)

Se nos ha prometido esperanza, haciéndonos creer que después de una placentera fase de desescalada volveremos a una “nueva normalidad”. Aunque lo más probable es que nos encontremos un mundo regido por la desconfianza y el miedo: temeremos volver a salir a cenar con nuestra pareja y amigos, todo ello suponiendo que el establecimiento nos lo permita. Recelaremos de volver a los comercios minoristas a realizar compras físicas. Nos aterrará asistir a nuestro primer evento más o menos multitudinario. O volver a emprender un simple viaje en transporte público.

Sin embargo, ese no es el mundo en el que deseamos vivir. El miedo no es una opción.

En particular, el comercio sabe que, en el corto plazo, las cosas no pueden seguir igual. Por eso, con independencia de las inversiones que deban acometer de cara a adecuar sus locales a las nuevas medidas higiénico-sanitarias que les exijan desde las autoridades sanitarias, el sector minorista deberá centrar sus esfuerzos en recuperar la confianza del consumidor.

Al nuevo consumidor no le va a extrañar que se le tome la temperatura a la puerta del establecimiento, o que se les atienda con medidas personales de protección propias de películas de ciencia ficción. Eso, el cliente, lo da por supuesto. De lo que va esta próxima fase de “obligada anormalidad” es de cambiar la tendencia actual y renovar la credibilidad perdida.

El consumidor siempre espera que los negocios a los que acude cumplan a rajatabla con toda la normativa. Pero, ahora, sus expectativas van más allá: quiere que el empresario le informe, de manera clara, completa y transparente, de cuáles son los esfuerzos que está llevando a cabo al objeto de convertir su establecimiento en un espacio seguro y confiable, en lo que al riesgo de contagio se refiere.

Este proceso de información no puede quedar en una simple manifestación unilateral del empresario. El nuevo cliente va a exigir que aquel sea capaz de acreditar que dispone y cumple con procesos, protocolos y políticas que, preferiblemente, vayan más allá del mínimo impuesto por las normas sanitarias aplicables. Es más, que la veracidad y eficacia de tales procedimientos han sido objetivamente validadas por un tercero de confianza.

Dentro de este nuevo escenario post-Covid, la tecnología debe convertirse en una solución eficaz, de asunción rápida y asequible para la generalidad de los comercios. Valga como ejemplo el de un eventual sistema de autodiagnóstico inicial, que permita a las empresas a registrar en una cadena de bloques inmutable, o blockchain, cuantas evidencias disponga ese concreto negocio sobre las efectivas acciones llevadas a cabo para securizar sus negocios ante la amenaza del Covid, o de cualesquiera otros riesgos sanitarios a los que podamos enfrentarnos en el futuro. Dicho con otras palabras, si queremos darle la vuelta a este nuevo escenario de temor clientelar, no bastará con limitarse a cumplir las normas de control sanitario, ya que la salubridad ha dejado de ser un riesgo sanitario para convertirse en un riesgo de negocio.

En este sentido, las nuevas actividades de marketing de los negocios convertirán al cumplimiento normativo en un nuevo argumento publicitario, al objeto de lograr el mayor carácter diferenciador posible de su propio establecimiento frente al de sus competidores. Es decir, si un consumidor ha de elegir entre comprar en una tienda que le informa, de forma transparente y rigurosa, de la implantación de medidas sanitarias en el local y de control de higiene de sus empleados y proveedores, y además lo acredita; o entre entrar en otra tienda que no le da ningún tipo de información, casi con toda seguridad la prudencia llevará a ese consumidor a optar por la primera frente a la segunda.

En efecto, el negocio que sea capaz de convencer a sus clientes de que dentro de su establecimiento no corre riesgo de contagio, comenzará a construir los cimientos sobre los que se volverá a levantar la confianza de su clientela y, por tanto, de la sociedad en general. Al lograrlo, ese empresario no sólo volverá a impulsar su actividad, sino que se presentará ante el mercado como un negocio diligente y socialmente responsable, digno de la confianza del público en general, y del regulador en particular.

La clave del éxito de esta manera de proceder la podemos encontrar en la cultura de gestión de riesgos y cumplimiento normativo de las organizaciones. Esta forma de actuar resulta esencial para poder gestionar, de forma eficiente, la responsabilidad de la persona jurídica y, por tanto, de la de sus administradores y directivos. En el fondo, no olvidemos que un eventual contagio provocado en una tienda por una deficiente implantación de medidas sanitarias preventivas aparejará una posterior exigencia de responsabilidades, y una reclamación por los daños y perjuicios causados, cuando no -a la vista de la gravedad del caso que ahora nos ocupa- algún tipo de sanción penal.

Gracias a esta cultura de compliance a la que nos hemos referido, la empresa puede diseñar protocolos propios (o aplicar los desarrollados sectorialmente desde su agrupación, asociación, franquiciador, etc.), donde se identifican las acciones que debe emprender. El efectivo nivel de cumplimiento de tales medidas debe, además, quedar suficientemente probado (una certificación basada en ese extremo podría bastar). Y, por último, la documentación acreditativa debe quedar, en todo momento, a disposición de terceros (clientes, inspección, etc.), pues así lo exige el principio de accountability, o cumplimiento efectivo, que debe regir una eficaz gestión de riesgos empresariales.

Sólo con este enfoque basado en acciones, y en la acreditación de su implantación, estaremos en condiciones de avanzar hacia una nueva normalidad, en la que la responsabilidad de los negocios nos lleve, de nuevo, hasta los niveles de confianza que el comercio y la industria necesitan para superar estos meses de inactividad.

¿Cuánta (ir)racionalidad permitimos a nuestros gobernantes en la elaboración y aprobación de los presupuestos públicos en tiempos de coronavirus?

La Constitución española prohíbe la arbitrariedad de los poderes públicos (art. 9.3), proscribiendo así toda norma cuyo contenido carezca de toda explicación racional.

Durante la vigencia del estado de alarma, algunas corporaciones locales y comunidades autónomas han aprobado normas presupuestarias elaboradas sobre la base de unas previsiones de ingresos públicos que no cuentan con la más mínima previsión del impacto que la pandemia COVID-19 ocasionará en las cuentas de todos los poderes públicos de nuestro país. Así, por ejemplo, destacan la Región de MurciaCataluña.

¿No es irracional la actuación de los gobernantes que deliberadamente ignoran  el impacto de un riesgo cierto como la pandemia COVID-19 en las normas presupuestarias que elaboran y cuya aprobación pretenden? Al fin y al  cabo, dicho riesgo ya no es incierto sino que a lo sumo se desconoce el alcance exacto de sus consecuencias. De hecho, de acuerdo con las previsiones del Fondo Monetario Internacional (FMI) de mediados de abril, el Producto Interior Bruto (PIB) de la zona del euro podría contraerse un 7,5% en 2020, lo que supone una revisión de casi 9 puntos porcentuales con respecto a las previsiones previas al Covid-19.Por tanto,el impacto económico del coronavirus es inevitable, generalizado, sustancial, relevante y directo.

Las normas presupuestarias son el principal vehículo de dirección y orientación de la política económica de los ejecutivos (vid. STC 44/2018).

La estructura de estas normas, con vigencia a priori  limitada al año para el que se elaboran y aprueban, está basada en dos partes diferenciadas. Por un lado, contienen una previsión de los ingresos públicos y por otro, contienen una propuesta de autorización del gasto público que las correspondientes cámaras legislativas o corporaciones locales pueden rechazar o aprobar definitivamente.

La aprobación definitiva vincula al gobierno encargado de la ejecución presupuestaria tanto en el quantum  máximo de gasto permitido como en las finalidades previstas para el mismo. En idéntico sentido, la aprobación definitiva implica una aprobación implícita del procedimiento y del resultado seguido para la estimación de ingresos públicos.

El mantenimiento de la autonomía financiera y presupuestaria de las corporaciones locales y de las comunidades autónomas durante el estado de alarma

La declaración y vigencia del estado de alarma por el Gobierno de la Nación no implica necesariamente la suspensión de la autonomía financiera y presupuestaria de las corporaciones locales o de las comunidades autónomas.

Por tanto, en abstracto no hay impedimento jurídico para que los mismos elaboren y, en su caso, aprueben sus normas presupuestarias para este año, las cuales constituyen la mayor expresión de su autonomía.

El ejercicio concreto de la potestad presupuestaria conforme a los principios constitucionales aplicables

El ejercicio concreto de la autonomía presupuestaria deberá ser conforme no solamente con los principios constitucionales específicamente aplicables a los instrumentos presupuestarios y con a las normas y principios técnicos que los desarrollan sino también con los principios constitucionales generalmente aplicables como el de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.

En consecuencia, toda norma presupuestaria debe ser conforme con el principio de unidad presupuestaria (art. 134 CE)—los Presupuestos Generales del Estado tendrán carácter anual, incluirán la totalidad de los gastos e ingresos del sector público estatal y en ellos se consignará el importe de los beneficios fiscales que afecten a los tributos del Estado— y con el principio de estabilidad presupuestaria (art. 135 CE),el cual viene definido en el artículo 2 de la Ley Orgánica 2/2012 de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera (en adelante, la “LOEPSF”) como la situación de equilibrio o superávit estructural.

Elaboración y aprobación de normas presupuestarias: margen de discrecionalidad de los gobiernos y límites constitucionales y comunitarios 

La necesaria inclusión del gasto público y de los previsibles ingresos permitirá a los miembros de las asambleas legislativas o de las corporaciones locales el ejercicio de tres facultades en relación con las proyectadas normas presupuestarias: (i) la de modificar el gasto público propuesto (ii) la de evaluar el resultado y el procedimiento de estimación de ingresos públicos realizado por el gobierno y (iii) la de evaluar y, en su caso, aprobar o rechazar la norma presupuestaria en su conjunto.

Respecto al quantum del gasto público, los gobiernos deben respetar el límite máximo de gasto no financiero, coherente con el objetivo de estabilidad presupuestaria y la regla de gasto (art. 30  LOEPSF).

En relación con la estimación de los ingresos públicos, los ejecutivos disponen de un amplio margen de discrecionalidad y deferencia en el control de su racionalidad. Así, en ningún caso puede el Tribunal Constitucional examinar si las estimaciones de crecimiento económico que sirvieron de base a la elaboración del presupuesto fueron técnicamente correctas, o políticamente pertinentes, sino únicamente si la norma (y la estimación de ingresos ) que se impugna es irracional (vid.  la STC 206/2013).

Y es que no es exigible a los gobiernos que garanticen que las previsiones de crecimiento (o decrecimiento) económico que sirven como base para la elaboración de los presupuestos […] se vean cumplidas debido a la incertidumbre de las variables macroeconómicas habitualmente empleadas.

No obstante, la discrecionalidad de los gobiernos viene limitada por su vinculación positiva a determinados principios constitucionales, legales y comunitarios en la estimación de los ingresos públicos, los cuales sirven de criterios integradores de su actuación.

Consecuentemente, los presupuestos técnicos empleados para la estimación de ingresos contenida en los presupuestos deben permitir una abstracta y liminar valoración del previsible cumplimiento del principio constitucional de estabilidad presupuestaria y del principio de sostenibilidad financiera o capacidad para financiar compromisos de gasto presentes y futuros dentro de los límites de déficit, deuda pública y morosidad de deuda comercial […] (art. 4 LOEPSF).

De hecho, así lo recoge explícitamente la LOEPSF, la elaboración, aprobación y ejecución de los presupuestos y demás actuaciones que afecten a los gastos o ingresos de los distintos sujetos comprendidos en el ámbito de aplicación de esta Ley se realizará en un marco de estabilidad presupuestaria (art. 3.1).

Adicionalmente, es indispensable que las previsiones macroeconómicas y presupuestarias se basen en el principio de prudencia ínsito en el artículo 4 de la Directiva UE 2011/85/ sobre los requisitos aplicables a los marcos presupuestarios de los Estados miembros y según el cual los Estados miembros velarán por que la planificación presupuestaria se base en previsiones macroeconómicas y presupuestarias realistas, utilizando la información más actualizada. La planificación presupuestaria se basará en el escenario macropresupuestario más probable o en un escenario más prudente. 

El cumplimiento de estos principios por los gobernantes está íntimamente ligado con la evaluación de la discrecionalidad empleada en la estimación de los ingresos públicos y con las limitadas facultades que los miembros de las cámaras legislativas o las corporaciones locales tienen sobre dicha estimación pues solamente pueden aprobarla o rechazarla, quedando precluida cualquier iniciativa de enmienda tanto del resultado como de los presupuestos económicos de los que trae causa.

Por todo ello, solamente gozarán de una presunción de racionalidad y, por tanto, de constitucionalidad aquellas estimaciones de ingresos públicos que vengan objetivamente respaldadas por antecedentes (memorias o informes económicos y financieros, etc.) que colmen suficiente y objetivamente la carga del cumplimiento de los principios anteriormente mencionados.

La pandemia COVID-19 y la ruptura de la presunción de racionalidad de las normas presupuestarias que no prevén su impacto a pesar de su acaecimiento

La pandemia COVID-19 está generando un impacto negativo simultáneo en las principales potencias económicas del mundo.

La generalizada correlación de riesgos que caracteriza a este tipo de pandemias imposibilita o dificulta muchísimo el aseguramiento privado ante los daños económicos que las mismas ocasionan.

Además, las medidas para evitar la mayor propagación de la pandemia, como la restricción de la libertad de movimientos de ciudadanos o la suspensión temporal de actividades económicas, implican necesariamente una ruptura generalizada y sustancial de los presupuestos habituales sobre los que se elaboran las previsiones de ingresos públicos. Por ejemplo, desde la incorporación de España a la Unión Europea no tenemos precedentes de cierres de fronteras como el actualmente vigente.

No estamos pues ante una simple contingencia cuyos catastróficos efectos puedan ser compensados por su restricción a determinadas áreas geográficas o su limitación subjetiva  a damnificados directos. Su impacto negativo en la actividad económica es seguro aunque de alcance incierto y desconocido. Circunstancia esta que es plenamente trasladable a las estimaciones de ingresos públicos contenidas en las normas presupuestarias que no hubiesen previsto siquiera el acaecimiento del COVID-19 durante su elaboración y aprobación.

Por ello, una vez declarado el estado de alarma por la virulenta expansión del coronavirus y siendo conocido por todos los poderes públicos el seguro impacto que el mismo tendrá sobre los ingresos públicos, cualquier norma presupuestaria cuya previsión de ingresos omitiese la más mínima evaluación de dicho impacto muy difícilmente gozaría de la presunción de racionalidad y, por tanto, de constitucionalidad.

Partiendo del impacto económico inevitable, generalizado, sustancial, relevante y directo apuntado, la omisión de la más mínima previsión en los presupuestos que los gobiernos elaboren y, en su caso, aprueben sobre su impacto implica necesariamente una presunción de irracionalidad de dichas normas.

Irracionalidad que afectaría a la  autorización de gasto público contenida en esas normas presupuestarias. Y es que el otorgamiento de una autorización de gasto público por un quantum que difiriese sustancialmente de los ingresos efectivos del ejercicio supondría una objetiva situación de peligro por posible déficit que casa mal con el cumplimiento de los principios de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera.

Tras la declaración del estado de alarma, la relevancia y gravedad del impacto de la pandemia no ampara su desconocimiento en los presupuestos que se elaboren y aprueben desde entonces so pena de incurrir en una manifiesta e injustificada irracionalidad. Este intencionado desconocimiento afectaría al núcleo de las normas presupuestarias y a su función en el ordenamiento ya que obligaría a los parlamentos y corporaciones locales a realizar su función de control a partir de unos presupuestos manifiestamente erróneos e irracionales, los cuales no pueden siquiera sustituir.

Resultan paradigmáticos los presupuestos autonómicos de Cataluña aprobados el pasado 24 de abril.

La previsión de ingresos incorporada a esta norma presupuestaria autonómica se basó en un escenario macroeconómico elaborado en junio de 2019 y cuyo pronóstico principal consistía en una desaceleración moderada del ritmo de crecimiento de la economía catalana que apunta a una estabilización del crecimiento en torno al 2%. Además, el ejecutivo autonómico ya había alegado, a efectos de la promulgación de un decreto-ley, que las últimas previsiones de […] la OCDE […]prevén un deterioro del contexto macroeconómico y revisan a la baja las previsiones de las principales economías europeas para el 2020. En términos globales, la OCDE ha revisado a la baja el crecimiento mundial en 0,5 puntos, hasta el 2,4%, aunque si el avance del coronavirus fuera más extenso y duradero, el crecimiento se podría reducir prácticamente a la mitad de este valor, hasta el 1,5%.

No creemos queesta actuación de un gobierno colme la racionalidad constitucionalmente exigible y debida, pues simultáneamente se alega el impacto en los ingresos públicos que implica el coronavirus como presupuesto habilitante para la promulgación de un decreto ley y, a su vez, se pretende la autorización de una norma presupuestaria que omite la más mínima valoración de tal impacto en los ingresos públicos estimados.

Discrepando respetuosamente del criterio consultivo del Consejo de Garantías Estatutarias de Cataluña, esta irracionalidad no es salvable con la mera inclusión tautológica de una voluntariosa y formal disposición en la que se afirme el formal cumplimiento con los principios de estabilidad y sostenibilidad presupuestaria ni  tampoco con la eventual modificación de las normas presupuestarias tras su aprobación en caso de circunstancias extraordinariassobrevenidas pues el impacto del pandemia ya no es sobrevenido.

Este tipo de actuaciones gubernamentales, vistas desde la óptica de otros ámbitos del derecho como el de la responsabilidad de los administradores de sociedades de capital, serían muy probablemente consideradas como auténticos disparates empresariales y sus autores potenciales responsables de los daños y perjuicios que las mismas ocasionasen.

Lesiones psíquicas provocadas por la epidemia COVID-19 en sanitarios

El gran grupo de riesgo, y donde podemos encontrar desde resiliencia hasta cuadros muy severos de Estrés Postraumático e incluso presencia de ideas suicidas o su consumación, como ha ocurrido en otros países, son los profesionales sanitarios, hospitalarios y extrahospitalarios: desde personal de limpieza hasta los jefes de servicio pasando por los celadores, auxiliares, enfermería, médicos y voluntarios. También debemos contar en este grupo al personal militar y del Cuerpo de Bomberos que se ha encargado de entrar en las residencias de ancianos y en los domicilios donde habían fallecido personas solas.

Veamos, en primer lugar, los factores que pueden contribuir a la aparición de estos riesgos.

En primer lugar, debe tenerse en cuenta que la presión asistencial (la cantidad de trabajo), aunque todos los atendidos hubieran sido cuadros leves, ha sido suficientemente intensa como para haber provocado por si sola cuadros de estrés agudo.

En el miedo al contagio, dada la ausencia casi general de equipos de protección individual, tenemos, por un lado, el miedo al contagio propio; y, por otro, un miedo aun mayor: el miedo a contagiar a los seres queridos. Esto ha provocado que muchos trabajadores de este grupo se autoconfinaran voluntariamente al salir de sus jornadas en hoteles medicalizados, dificultando la realización de medidas de higiene mental basadas en el apoyo emocional de terceros.

El aislamiento autoimpuesto tras la jornada laboral, no regresar a sus casas o hacerlo autoconfinandose en una zona de la misma, también ha aumentado la dificultad para intentar gestionar las emociones y el estrés. La mala costumbre de disimular ante nuestros seres queridos para no preocuparles ha contribuido a ellos, ya que supone no solo un estrés añadido a una situación ya de por sí difícil, sino la imposibilidad para soltar parte de la carga mental que la asistencia a la epidemia de la COVID-19 ha supuesto para todos aquellos que han trabajado con enfermos y familiares.

Por otro lado, está la conciencia de la falta de EPIs y la percepción de que al estrés por la presión asistencial hay que añadir la rabia por la búsqueda de responsables de esa inseguridad biológica en la que están desarrollando su labor.

En el caso de trabajadores que han caído enfermos, pueden tener sentimientos de impotencia o frustración por no poder reincorporarse a ayudar a sus compañeros y atender a sus pacientes. El sentido del deber se exacerba en profesiones vocacionales y, en situaciones excepcionales, y cuando se es consciente de la escasez de recursos humanos, la reacción habitual es que te sientes aún más imprescindible.

En circunstancias y momentos extremos se han podido dar casos en los cuales no se disponía de recursos sanitarios suficientes para asistir a todos los afectados por el virus, provocando sentimientos de impotencia, rabia y desolación.

Entre los factores de peor pronóstico en profesionales para el desarrollo de problemas psicológicos están:

  • Desarrollar el trabajo en unidades de alta mortalidad y escasez de recursos: (UCIs, urgencias, residencias de ancianos)
  • Puestos o cargos relacionados con tomas de decisiones secundarias a falta de medios.
  • Asistir de forma reiterada a escenarios trágicos. Asistencia domiciliaria, urgencias extra hospitalarias, cuerpo de bomberos, policía.
  • Evidentemente, un factor personal como el estar sufriendo de forma coetánea un duelo por un familiar no conviviente también ha de ser tenido en cuenta a la hora de valorar el impacto de la situación.
  • Por último, el factor de mayor impacto es haber tenido casos de Covid-19 en la propia familia y creer poder ser el agente de contagio, en el caso de que la enfermedad haya terminado con un fallecimiento, el potencial de riesgo de desarrollo de trastornos se convierte en altísimo.

En sanitarios se puede prever un alto porcentaje de personas que desarrollen resiliencia tras cuadros de estrés agudo; pero también nos vamos a encontrar un elevadísimo número de casos de Estrés Postraumático, siendo parte de los síntomas principales aquellos que ya están informando los sanitarios que están en activo: parasomnias, insomnio pre y postdormicional, pesadillas, alteraciones del apetito, despersonalización, desrealización, flash-back, embotamiento afectivos, reacciones de hiperalerta, etc.

Habrá que determinar si estos cuadros se convierten en secuelas o con un correcto tratamiento e intervención pueden ser únicamente lesiones psíquicas. En el caso de los profesionales sanitarios, las FFCCSE y el Cuerpo de Bomberos esto tiene una trascendencia importante ya que en la casi totalidad de los casos deben considerarse enfermedad profesional o accidente de trabajo, suponiendo esto una diferencia sustancial de cara a la Seguridad Social.

En casos muy extremos nos encontraremos incluso con la incapacidad para el ejercicio de la profesión por secuela psíquica, siendo esto un tipo de invalidez y en la que el carácter de laboralidad tiene una marcada diferencia. Supone pasar de un 100% de pensión a un 200%. Pero ese tema hay que dejarlo para otro post dirigido a los abogados laboralistas y a los psicólogos y psiquiatras forenses.

Una comisión frente a la crisis

Fue el jueves 9 de abril cuando en su comparecencia ante el Congreso de los Diputados el presidente Sánchez lanzó la idea de una Mesa de partidos políticos en la que fraguar los Pactos de la Moncloa del siglo XXI. La idea era convertir ese gran pacto en el motor fundamental con el que hacer frente, desde la unidad política, a la que el mismo Presidente calificó como la crisis económica y social de nuestras vidas, la pandemia derivada del COVID-19. Puede afirmarse que con ello no hacía sino recoger lo que ya entonces emergía como un clamor social.

Ha pasado un mes y la posibilidad de ese gran pacto parece haber muerto antes incluso de ver la luz. Primero, por exigencias del PP, aquella idea inicial se transformó de Mesa de partidos liderada por el Gobierno en una Comisión parlamentaria; luego, los que inicialmente acordaron su constitución, PP y PSOE, ni siquiera fueron capaces de promoverla conjuntamente. Finalmente su andadura se inició el pasado jueves 7 de mayo con la celebración de su sesión constitutiva; eso sí, sin privarnos de la correspondiente batalla sobre quién debiera presidirla y, al parecer, con ideas muy distintas sobre sus objetivos. En todo este tiempo se han seguido tomando decisiones de enorme calado en medio de los habituales acordes y desacuerdos, sin que hayamos sabido de una sola reunión o escuchado una propuesta sustantiva sobre el contenido de ese gran pacto.

Y no es porque el marco elegido no sea el adecuado: al contrario, sin duda es un acierto que sea el Congreso de los Diputados la sede de estos Pactos por la Reconstrucción Social y Económica (fatalista denominación elegida por PSOE y Podemos). Nuestro modelo constitucional de Estado, la Monarquía parlamentaria, reconoce como única sede de la voluntad ciudadana a las Cortes Generales, representadas por Congreso y Senado (art. 66 CE) y es precisamente del Congreso de donde surge la legitimidad del Gobierno, mediante el otorgamiento de la confianza precisa para llevar a cabo su programa. En nuestro caso el programa de un Gobierno, nacido con fórceps apenas dos meses antes de declararse la pandemia, que ha quedado completamente desbordado por la realidad. De ahí que no resulte nada desdeñable el efecto de recuperar la centralidad del Parlamento, en un momento donde urge afianzar la legitimidad democrática de nuestras instituciones, máxime una vez prorrogados los poderes extraordinarios que acumula el Ejecutivo con el estado de alarma.

El instrumento parlamentario elegido ha sido una Comisión Parlamentaria no permanente de las recogidas en los artículos 51 y 53 del Reglamento del Congreso. Son aprobadas por la Mesa de la Cámara, tras escuchar a la Junta de Portavoces, se crean para un trabajo concreto y se extinguen a la finalización del mismo. En este caso los promotores conjuntos han sido el Grupo Parlamentario del PSOE y Unidos-Podemos, su propuesta fue aprobada de forma unánime por la Mesa el pasado 28 de Abril. En el texto de su iniciativa, de forma escueta y genérica, se fijan como objetivos de la Comisión: la recepción de propuestas, la celebración de debates y la elaboración de conclusiones sobre las medidas a adoptar para la reconstrucción económica y social, como consecuencia de la crisis del COVID-19”.

La concreción de sus siguientes pasos se difiere a un plan de trabajo que a estas alturas aún no se ha aprobado, a ello está emplazada la Comisión en una próxima sesión.

Según el borrador filtrado por sus promotores, se habla de crear en su seno una serie de comisiones que aborden cuatro bloques temáticos: 1) El reforzamiento de la sanidad pública; 2) La reactivación de la economía y la modernización del modelo productivo; 3) El fortalecimiento de los sistemas de protección social, de los cuidados y la mejora del sistema fiscal; y 4) la posición de España ante la Unión Europea. Los resultados de esos cuatro bloques se refundirían en un documento de conclusiones que tras ser votado favorablemente en la Comisión se elevaría al Pleno para su aprobación definitiva. Ese dictamen serviría como orientación de las futuras políticas de reconstrucción económica y social con las que afrontar la crisis. Muchas de esas propuestas deberían traducirse en acciones del Ejecutivo, pero la mayoría de las reformas que se acuerden deben transformarse en proyectos o proposiciones de ley (desde luego la primera de todas la Ley de Presupuestos) cuyo debate y aprobación tendrá que recorrer nuevamente la vía parlamentaria.

El plazo establecido para el desarrollo de los trabajos de la Comisión es de dos meses, debería acabar su función a finales del mes de junio con la remisión de sus conclusiones al Pleno, aunque cabe su prórroga. Más allá de que esa suerte de comisiones dentro de otra comisión, a modo de matrioshkas rusas, no tienen acomodo en las normas reglamentarias, que sí recogen la creación de subcomisiones y ponencias; lo cierto es que la propia dinámica de todas las comisiones parlamentarias hace extremadamente difícil el cumplimiento de ése plazo, máxime cuando ya se ha perdido un mes en los prolegómenos y el desacuerdo ha presidido sus pasos hasta la fecha. Y sin embargo la magnitud de los propósitos de ésta Comisión quedó expuesta en las palabras del presidente de la Comisión, Patxi López, al ser elegido: “Esta Comisión tiene que ser la manifestación de un esfuerzo colectivo para buscar juntos una salida global, económica y social a nuestro país. Con la que superar las rencillas desde la convicción de que si fracasa la vida de los españoles será peor”.

Ante tan altas aspiraciones sólo cabe asegurar que pocas veces fue tan necesario evitar el fracaso de una comisión parlamentaria. Esos propósitos, sin embargo, chocan con lo limitado de sus márgenes de actuación. Tal parece que se quisiera escenificar nuevamente el desacuerdo o una suerte de impotencia parlamentaria que deje vía libre a caminos ajenos a nuestro modelo constitucional, más próximos quizás al presidencialismo o a la “democracia aclamativa” de la que hablaba Carl Schmitt.

Lo cierto es que esta Comisión no puede ser un instrumento más de la polarización política, otra oportunidad para imponer mecánicamente escuálidas mayorías según bloques predefinidos. Ni tampoco un foro duplicado, una mera coartada con la que validar acuerdos alcanzados al margen de la propia institución parlamentaria. Porque lo cierto es que, mientras transcurren los días, las decisiones políticas de transcendencia y que condicionan el futuro y el posible pacto no se detienen. Como ejemplo, el acuerdo sobre la prórroga de los ERTEs anunciado a bombo y platillo hoy por Gobierno, patronal y sindicatos. O los datos que vamos conociendo sobre la Renta Mínima Vital, que parece de inminente aprobación. Si no se quieren compartir las decisiones, ¿para que se promueve una Comisión de este tenor? Para este viaje no hacen falta alforjas; si esas son las intenciones, mejor se emplazaban ya, Gobierno y oposición, a la negociación presupuestaria sin mayores dilaciones, no hay tiempo que perder: ¿qué fue de aquellos objetivos de estabilidad presupuestaria y deuda pública tan trabajosamente pactados por la ministra Montoro con los nacionalistas, apenas dos semanas antes de decretarse el estado de alarma?

Pero si de verdad se pretende cumplir con los altos designios con los que nace esta Comisión, que por supuesto comparto, será preciso conjugar agilidad, rigor, eficacia y flexibilidad. Y para eso un cambio en el modelo elegido puede ayudar: sería necesario transformar la que ahora es una Comisión no Permanente, en una Comisión Permanente Legislativa de las recogidas en el art. 46.1 del Reglamento. Veamos los efectos que se producirían:

  • En primer lugar, esto permitiría ampliar su horizonte de duración a toda la Legislatura. Ese cambio facilitaría priorizar sus trabajos, sin tener que descartar cuestiones importantes en aras a atender sólo lo urgente.

La totalidad de las Comisiones del Congreso, excepto la que nos ocupa, tienen, a fecha de hoy, el carácter de Comisiones Permanentes, es decir, durarán lo que dure la actual XIV Legislatura. ¿Acaso hay alguna otra prioridad política para lo que reste de mandato que no pase por proteger la salud de los ciudadanos y defender nuestro tejido productivo, reduciendo al mínimo posible el impacto social de la crisis?. Y si eso es así, ¿no merece ese objetivo tener una Comisión Permanente en el Parlamento? Esta ampliación de horizontes haría posible compatibilizar tres objetivos ahora excluyentes: a) El debate urgente e inmediato sobre ese pacto de reconstrucción económica y social que no admite demora; b) La evaluación y rendición de cuentas sobre la gestión de la crisis, después; y c) El seguimiento y valoración de la implementación de las medidas y reformas que en su caso se acuerden, como corolario imprescindible de toda política pública.

Cada cosa a su debido momento, si, pero sin renunciar a ninguna de ellas. Es posible conciliar objetivos a corto y medio plazo, facilitando un espacio para que todos los partidos, al menos a los que se invoca para el gran pacto, encuentren acomodo a sus pretensiones y no se vean excluidos de inicio. De no conciliar estos objetivos, seguramente que asistiremos al preludio de un acuerdo menor, lo suficientemente genérico y rápido como para contentar a la mayoría que gobierna, pero inservible para sumar un solo apoyo más. Paralelamente se abriría un frente de batalla más, al que llegarían pronto las peticiones de Comisiones de Investigación con la correspondiente letanía de reproches mutuos, mientras se ensancha la grieta entre los españoles y sus representantes.

El PP ya propuso el 11 de marzo crear una “Comisión de seguimiento del Covid-19” que materializase el control parlamentario sobre la gestión de la crisis desde una óptica multidisciplinar. Entendiendo, y no le faltaba razón, que eran totalmente insuficientes las comparecencias del ministro de Sanidad en la comisión correspondiente; en tiempos de crisis sanitaria, estado de alarma y acumulación de poderes extraordinarios en el Ejecutivo, una democracia sana no puede rebajar el control parlamentario, en todo caso aumentarlo.

Por otro lado, si algo tiene esta crisis es que afecta a prácticamente todas las áreas de la sociedad, ya sean del sector público o privado; un momento disruptivo de ésta magnitud necesita una Comisión específica en el Congreso que aborde sus efectos más allá de los dos próximos meses y desde un enfoque integral y no meramente coyuntural.

  • En segundo lugar, dotar de competencias legislativas a ésta Comisión elevaría su rango, la dotaría de mayores instrumentos de actuación y permitiría ganar en agilidad a la hora de tramitar los proyectos o proposiciones de ley que recojan los contenidos de los posibles acuerdos.

Como ya señalamos, la función de una Comisión no Permanente como la creada es sólo elaborar un dictamen, una propuesta de actuación, más o menos detallada, sin duda de gran calado e importancia política, pero la iniciativa legislativa subsiguiente recae en el Gobierno o si acaso en los Grupos Parlamentarios. En todo caso, cuando esos proyectos legislativos lleguen al parlamento seguirán los cauces parlamentarios habituales, y esa Comisión, en cuyo seno nacieron, no intervendrá en su tramitación, para entonces estará disuelta. Lo que seguramente hará que se dupliquen los debates, dilatando la entrada en vigor de muchas de las medidas.

Cosa distinta es que estuviésemos ante una Comisión Permanente Legislativa, aquellas que tienen precisamente como núcleo de actividad la función legislativa derivada del art. 66.2 de la Constitución, es decir la aprobación de proyectos o proposiciones de ley, mediante el procedimiento conocido como “aprobación con competencia legislativa plena”. Un procedimiento en el que después del debate de totalidad o de toma en consideración por el Pleno, es la Comisión correspondiente la que se ocupa de la tramitación hasta la aprobación definitiva. En el Congreso funciona casi de forma automática (arts. 148 y 149 RC), ya que existe una presunción a favor de la aplicación de esa técnica cuando las iniciativas no afecten a materias constitucionalmente indelegables. En ese caso podría ser la Comisión encargada de tramitar muchos de los proyectos legislativos y reformas consecuencia del pacto fraguado en su seno, lo que les dotaría de mayor agilidad y coherencia.

Todo esto unido a que dispondría también de los mecanismos para desarrollar las otras dos funciones típicamente parlamentarias: la función de control al Gobierno (comparecencias de miembros del Gobierno, autoridades, funcionarios, expertos, solicitud de información, preguntas orales, tramitación de Proposiciones no de Ley…) y la función de representación institucional como interlocutor con la sociedad civil; sin duda reforzaría su papel.

Puede objetarse que las Comisiones Permanentes Legislativas suelen coincidir con la estructura ministerial que adopta el Gobierno, y es cierto. Pero admite excepciones, cada vez más, prueba de ello fue el caso de las Comisiones de Estudio del Cambio Climático y la de Políticas Integrales de Discapacidad durante la XII Legislatura (2016-2019). Inicialmente ambas se crearon también por la vía del art. 53 del Reglamento, como Comisiones no Permanentes, pero finalmente se procedió por el procedimiento habitual de una proposición de ley tramitada en lectura única, procedimiento rápido y sencillo, a la modificación del art. 46.1 del Reglamento para reconocerlas como Comisiones Permanentes Legislativas.

Nuestro sistema parlamentario no atraviesa un buen momento; curiosamente, una vez que se han cuarteado las mayorías y nos hemos instalado en la pluralidad, lo que debiera haber supuesto un aggiornamento y revitalización de nuestros parlamentos, ha provocado un efecto contrario, mas bien la huida de las instituciones representativas. Un desequilibrio evidente a favor del Poder Ejecutivo que va ocupando espacios e imponiendo su control. Como muestra el abusivo uso de los Decretos Leyes del que han hecho gala los últimos gobiernos de PP y PSOE, ambos han convertido un instrumento excepcional en el modo ordinario de legislar. Asusta comprobar cómo el último Proyecto de Ley aprobado en nuestras Cortes data del 13 de diciembre de 2018. Por el contrario, en el 2020 llevamos ya 17 Decretos Leyes; en el 2019 fueron 18; y en el 2018, 28.

Otra muestra de cómo se deprecian las instituciones representativas fue el bochornoso espectáculo de la Comisión General de Comunidades Autónomas celebrada en el Senado la semana pasada para tratar las medidas contra el coronavirus: sólo asistieron cinco presidentes autonómicos y la ministra de Administración Territorial. El presidente Sánchez ha decidido sustituir ese debate en el Senado por las multiconferencias dominicales desde su despacho, como si una cámara de representación territorial fuese poco más que un cable óptico y una pantalla plana. Luego hablarán de federalismo.

Para terminar, y ante una Comisión que inicia su andadura y a la que se ha cargado con el imponente nombre de “Comisión no Permanente para la Reconstrucción Económica y Social”, en tiempos duros y con tendencia a empeorar, sería conveniente que aquellos que la van a manejar recuerden éste párrafo del profesor Manuel Aragón Reyes a propósito de la polémica clásica entre Kelsen y Schmitt: [1]

“Tampoco en esto hay nada nuevo, puesto que resulta sobradamente conocido que, en el poder democrático, la legitimidad por el origen ha de ir acompañada, necesariamente, de la legitimación por el ejercicio. Hoy, ante lo que algunos llaman crisis del constitucionalismo democrático, resulta necesario insistir en ello.

En estos tiempos en los que la democracia constitucional está asediada por populismos, nacionalismos o fundamentalismos, que son el nuevo rostro del totalitarismo, conviene insistir en que la democracia no suele morir por la fuerza de sus enemigos, sino por la desidia o vileza de sus amigos, esto es, por la corrupción de las propias instituciones democráticas, que pierden, así, su capacidad de resistencia, dejando el campo libre a quienes pretenden destruirlas.”

 

 

La direccion pública en Portugal frente a la COVID-19

Não saber sobre si mesmo é sobreviver. Conhecer mal de si mesmo, iso é pensar.

Fernando Pessoa

 

A España y a Portugal les unen muchos ámbitos, desde una geografía peninsular privilegiada, unas lenguas iberorromances hermanas, un pasado imperial común o una historia moderna semejante. Ambos países firmaron conjuntamente, el 12 de junio de 1985, el Tratado de Adhesión a las Comunidades Europeas con un doble acto en Lisboa y en Madrid. Sin embargo, desde hace una década, parece que ambos países no caminan por la historia de la misma manera.

Antes de la pandemia de la COVID-19, el buen comportamiento de la economía de Portugal sorprendía a muchas instituciones. El país luso había acabado prácticamente con el déficit público (del 11 al 0,5% del PIB), había comenzado a reducir su deuda pública (del 133 al 124% del PIB), la desigualdad económica estaba en mínimos de los últimos años y había llevado la tasa de paro a niveles de 2004 (del 16 al 6%), incluyendo una fuerte caída del paro de larga duración y una reducción impresionante del desempleo juvenil, situada cerca de la media de la UE.

Portugal había pasado, en una década, de ser un territorio deprimido por una larguísima crisis a convertirse en un país de moda, receptor de inversiones de medio mundo, captador de residentes de lujo, vivero de mandatarios internacionales y escenario de un pulso al paro que iba ganando.

El milagro de “los nuevos nórdicos del sur”, según su Presidente de la República, de pasar a ser rescatado en 2011 y sufrir una severa crisis en 2012 y 2013 a tener un crecimiento sólido de la economía, se debía combinación de varios factores: las reformas económicas de Passos Coelho (2011-2015), el equilibrio de cuentas públicas, la geringonça, el aumento creciente de sus  exportaciones, los altos ingresos por el boom del turismo; y, entre ellos, los frutos de la profunda reforma de su administración central [1].

La reforma de la administración central portuguesa fue una de las primeras demandas de troika en su intervención de Portugal en 2011. A través del Plano de Redução e Melhoria da Administração Central (PREMAC), el gobierno luso desarrolló diversas medidas de modernización y reforma de la administración pública portuguesa. Con ello se redujo los costes de la administración procurando modelos más eficientes de funcionamiento; se eliminó estructuras duplicadas y redujo el número de los organismos públicos (más del 15%), pero manteniendo la calidad en la prestación de los servicios públicos; se redujo también el número de cargos dirigentes y del de empleados públicos, especialmente en los sectores menos cualificados hasta en un 23%;  aumentó la jornada de los trabajadores públicos de 35 a 40 horas semanales y se recortó los salarios de los funcionarios públicos, entre 3,5% e 10%.

Muy interesante es lo sucedido en el ámbito de la profesionalización y despolitización de la gestión pública portuguesa, donde se potenciaron las políticas de evaluación del rendimiento y de ética pública y servicio a los intereses generales. Pero sin duda, la joya de la corona en la reforma de la función directiva fue la creación, en 2011, de la Comissão de Recrutamento e Seleção para a Administração Pública (CReSAP), catalizadora de la profesionalización y democratización en el acceso a los puestos más elevados de la administración pública portuguesa. Este organismo independiente sustituyó al poder político en la preselección de directivos públicos, a los que eleva una terna de candidatos, y limitó el cese discrecional de los mismos, dotándoles de un mandato que puede llegar a los 10 años, previa evaluación positiva de la ejecución de sus proyectos. Muchos de estos cargos seleccionados a través de este sistema realmente meritocrático, abierto también a candidatos del sector privado, estaban finalizando o renovándose a lo largo de 2019 y 2020. Y entonces irrumpió la COVID 19.

El efecto de la COVID-19 en Portugal ha sido grave, pero bien gestionado. En datos numéricos el pasado 1 de mayo en Portugal los contagiados ascendían a 25.351, los muertos se situaban 1.007 y los recuperados en  1.647 personas, fruto de un exitoso programa de contención del virus.

El estado de excepción finalizó el 2 de mayo, comenzando su desconfinamiento el día 4 de mayo, en un clima de éxito en el control de la pandemia, según su Primer Ministro Antonio Costa, “avanzando en una nueva etapa de lucha y convivencia con el virus”. Contrasta estos datos con los de España, que ese mismo día, 1 de mayo, los contagiados ascendían a 215.216, los muertos se situaban 24.824 y los recuperados en  114.678 personas.

Distintos son los factores del éxito luso sobre la contención de la pandemia; pero, en un momento de intervención pública desorbitante, donde el peso del sector privado es menor, resulta interesante volver los ojos sobre la actual dirección pública portuguesa y analizar si la profesionalización de sus directivos sanitarios es un factor positivo.

Son varios los altos cargos de la sanidad lusa responsables de esta acertada estrategia ante la pandemia del coronavirus. La Ministra de Sanidad, Marta Temido, que es licenciada en derecho y master en Dirección y Economía de la Salud; y que al ser nombrada había acreditado una amplia trayectoria como gestora de centros hospitalarios, había sido directora del Instituto de Medicina Tropical e Higiene dependiente de la Universidad de Lisboa, directora de la Asociación de Hospitales de Portugal, miembro de varios grupos de trabajo relacionados con la atención sanitaria en su país, entre ellos Salud en Portugal: un desafío para el futuro. También es citado por su labor el Secretario de Estado de Salud, Antonio Lacerda Sales, licenciado en Medicina, especialista en ortopedia y medicina deportiva, y que antes de ocupar este cargo político, ejerció su profesión en el hospital de Santo André de Leiria y en el Centro Hospitalario de S. Francisco.

Pero ambos se sitúan como altos cargos de la esfera política, por lo que en este artículo y para este foro resulta más interesante descender un peldaño más hasta la dirección pública portuguesa sanitaria, centrándolo en la figura de la Directora General de Salud (DGS), sin duda piedra de bóveda de la exitosa estrategia de Portugal contra la covid-19.

Pero, ¿quién es Graça Freitas? Maria da Graça Gregório de Freitas es licenciada en Medicina y especialista en salud pública y en prevención y control de enfermedades transmisibles. Fue coordinadora, desde 1996, de las campañas de vacunación y participó en la gestión de crisis de enfermedades trasmisibles, como la gripe A o el SARS, ya como jefa de la división de enfermedades trasmisibles. Su reconocido prestigio también se aprecia en el ámbito internacional, siendo miembro del Centro Europeo de Prevención y Control de Enfermedades o del Programa de Inmunización de la OMS. Justo antes de ser nombrada DGS había sido subdirectora de salud y, desde la jubilación del anterior DGS, ocupaba este puesto de forma interina.

Como puede observarse el perfil competencial de Graça Freitas se ajusta al requerido para ser DGS, pero ¿Cómo fue seleccionada? El 20 de octubre de 2017 el anterior DGS, Francisco George, se jubiló. El Ministerio de Sanidad, cubierta de forma interina esta plaza, solicitó a la CReSAP candidatos para el nombramiento definitivo de la misma. Asimismo el Ministerio de Sanidad, a través del propio Francisco George, patrocinaba como sustituta a la doctora Raquel Duarte, médica y especialista en salud pública, jefa de Servicio de Pneumologia en Hospital de Gaia y profesora en la Universidad de Oporto. En palabras textuales dijo a la prensa: “me gustaría que mi sustituta fuese una mujer y que la próxima DGS fuese Raquel Duarte”.

Desde 2013 los puestos de directivos públicos en Portugal dejaron de ser de selección y nombramiento discrecional por los Ministros a un procedimiento de concurso público (Ley 64/2011). Así, a la convocatoria de cobertura del puesto de DGS de la CReSAP de 3 de octubre de 2017 se presentaron siete candidatos con posibilidades a ser DGS.

Entre estos candidatos destacaban la favorita del Ministerio de Sanidad, Raquel Duarte, que entonces dirigía el Programa Nacional para el VIH y la Tuberculosis. El doctor Rui Portugal, que era el coordinador del Plan Nacional de Sanidad y ex presidente de la administración regional de salud de Lisboa. Y la subdirectora de salud pública, que ejercía interinamente el puesto de DGS, Graça Freitas.

Tras dos meses de proceso de preselección, con sus fases de evaluación curricular, realización de test de competencias y entrevistas, el 13 de noviembre de 2017 la CReSAP presentó al Ministro de Sanidad tres candidatos, graduándolos desde la mejor puntuada, Graça Freitas, seguida de Raquel Duarte y por último Rui Portugal.

El Ministro de Sanidad, Adalberto Campos Fernandes, no se separó del criterio de la CReSAP nombrando el 1 de enero de 2018 a Graça Freitas en el puesto de DGS, para un mandato de 5 años prorrogable por otros 5 previa evaluación positiva de su plan de actuación.

Sobre si ha sido acertada esta selección y nombramiento dan cuenta datos como el de haber situada a Portugal en el tercer país de la Unión Europea con más médicos por habitante (1 por cada 200), la actual gestión de la pandemia con su plan para que los hospitales estén preparados para un nuevo brote o las numerosas críticas positivas que recibe de sus colegas, entre las que no están las del anterior DGS, Francisco George, quien ha declinado hacer consideraciones sobre su sustituta por entenderlo no oportuno.

Visto el éxito de Portugal en su fase pre COVI 19 y durante la pandemia, concluyo este artículo consultándole al lector dos cuestiones: ¿cree usted que, con la profesionalización de la dirección pública, Portugal está mejor preparada para afrontar el post COVID? ¿Cree usted que la actual DGS, Graça Freitas, conseguirá prorrogar su mandato hasta 2028 por demostrar haber cumplido satisfactoriamente su plan de actuaciones (carta de missao)?

 

NOTAS

[1] A reforma da Administração Pública Central no Portugal democrático: do período pós-revolucionário à intervenção da troika. César Madureira. Universidade Lusíada

http://www.scielo.br/pdf/rap/v49n3/0034-7612-rap-49-03-00547.pdf

 

El político y el científico: a propósito del doctor Simón: reproducción artículo en Crónica Global de nuestra coeditora Elisa de la Nuez

Quizás uno de los síntomas más claros de la polarización política y social durante esta pandemia es la polémica en torno a la figura del doctor Fernando Simón, director desde 2012 del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, que ya era conocido por su actuación como portavoz del comité especial sobre la enfermedad del virus del ébola en España en 2014 pero lo ha sido ahora mucho más como portavoz del Ministerio de Sanidad durante la pandemia. Desde mi desconocimiento sobre su trayectoria  profesional anterior y sobre su perfil de epidemiólogo lo que me  llama profundamente la atención es que se haya convertido en una bandera o símbolo partidista. Para sus defensores (básicamente los medios, ciudadanos y políticos de izquierdas) se trata de una figura intocable, hasta el punto de que se solicitan reconocimientos y se recaban firmas y apoyos. Para sus detractores (medios, ciudadanos y políticos de derechas) es un incompetente y un mentiroso.  Probablemente este sea el drama de nuestros expertos y más en estos tiempos convulsos: que tarde o temprano acaban sirviendo de parapeto de políticos que quieren eludir sus responsabilidades o de diana para los que aprovechan para atacar mejor a sus rivales. Olvidando unos y otros que estamos hablando de personas que además tienen unas responsabilidades muy distintas a las políticas. O al menos así debería ser.

Porque el problema es precisamente que los políticos prefieren escudarse en el informe o la recomendación de un experto a la hora de tomar decisiones arriesgadas: así, si las cosas salen mal, siempre pueden decir que no hicieron más que seguir el criterio de los técnicos. Ejemplos tenemos muchos en nuestra vida política: de hecho, lo habitual es que nuestros políticos eludan sus responsabilidades -incluso las jurídicas- amparándose en la existencia de un criterio técnico que sólo les permitía actuar de una manera determinada, obviando que podían haber adoptado otra decisión a la vista de las circunstancias o de las consideraciones (políticas) que hayan estimado oportunas en cada caso. Para eso precisamente tenemos gobiernos de políticos y de funcionarios  y  no tecnocracias.

En el caso del doctor Simón, lo primero que hay que decir es que la actual crisis es tremendamente compleja y probablemente se requerían unas capacidades de gobierno, de gestión y técnico-científicas muy superiores a las que tiene España en este momento.  Pero esto no impide darse cuenta de que su papel no ha sido particularmente brillante durante esta crisis, por lo que es normal que su figura no inspire demasiada confianza en general.  Pero resulta que la confianza es clave en una situación como la que vivimos donde la incertidumbre es máxima, y la necesidad de contar con un liderazgo científico y técnico creíble es esencial en un momento en que de este tipo de decisiones dependen no ya la salud sino también el bienestar económico y social de muchos españoles.  En este sentido, la falta de transparencia (al negarse a dar los nombres de los miembros del Comité científico para decidir sobre la desescalada) es un error tremendo puesto que la opacidad introduce un factor adicional de desconfianza. Pero además su desgaste, al intentar responder a preguntas cada vez más incómodas de forma un tanto peculiar, es  manifiesto. Por último, el hecho de que voluntaria o involuntariamente se haya convertido en el estandarte de una de las facciones supone un problema evidente para que todos los ciudadanos asuman su liderazgo y con él los sacrificios que se les piden.

En definitiva, siempre llega el momento (que es realmente lo que diferencia al final a los técnicos de los políticos) de elegir entre la responsabilidad y la dignidad profesional y consideraciones de otro tipo. Como, por cierto, ha hecho la directora general de la Salud Pública de la Comunidad de Madrid, también médico de profesión. No nos engañemos: lo mismo que los políticos siempre pueden elegir aunque intenten cubrirse bajo el manto de la tecnocracia, los técnicos siempre pueden elegir, aunque intenten cubrirse bajo el manto de la política.

 

 

 

Una política de Estado tras la crisis

La crisis provocada por la pandemia de COVID-19 es una buena ocasión para replantear aspectos esenciales de la práctica política y del Estado, en un nuevo contexto europeo e internacional. Aquí se sugieren siete cambios fundamentales que podrían ser impulsados por la crisis.

Consenso político dentro del Estado

La primera lección debería ser que es preciso un consenso en asuntos de Estado. Las luchas entre partidos pierden mucho sentido cuando surgen amenazas que afectan a todos. Los peligros externos y los objetivos comunes sirven de cemento para unir a las comunidades políticas. Un ejemplo de proyecto colectivo que unió a los españoles fue la democratización del país y la adhesión a la Comunidad Europea en los años 80, y este tipo de proyectos falta hoy. Estamos asistiendo a una creciente polarización política en España, y está demostrado que esta lacra termina desestabilizando a los países. La polarización impide identificar objetivos comunes y termina perjudicando a la sociedad. A pesar de todo, la pandemia ha servido para unirnos más de lo que los debates parlamentarios dan a entender. Diversos partidos han aceptado hasta ahora los estados de alarma, los ciudadanos han respetado con gran disciplina las normas, y han apoyado los esfuerzos de sanitarios, fuerzas del orden y suministros con admirable espíritu de comunidad en esta etapa tan dura.

La actuación colectiva no debe limitarse a la lucha contra el coronavirus. La crisis debería servir para comprender que hay cuestiones de Estado que no pueden ser objeto de reyertas partidistas o territoriales. Un buen sistema sanitario es una necesidad que se impone por sí misma. Tenemos una buena sanidad pública y una de las esperanzas de vida más altas del mundo, pero hemos descubierto que no invertíamos lo suficiente, que faltaban medios, y que la descoordinación entre territorios puede ser disfuncional. Los ciudadanos necesitan la mejor sanidad posible con independencia del partido que gobierne y del territorio donde se encuentren. Otras cuestiones esenciales que requieren el máximo consenso son la educación, la protección del medio ambiente, la justicia, la acción exterior o la sostenibilidad del Estado de bienestar. Tras la pandemia, dichas cuestiones deberían situarse al margen del mercadeo político, en beneficio de todos.

La columna vertebral de la sociedad y los ingresos públicos

La crisis ha puesto de manifiesto que un país moderno funciona gracias a estructuras sólidas que aseguran bienes y servicios públicos. La sanidad, los transportes, la seguridad, los suministros, el registro civil, la administración, o la educación funcionan no porque una ministra, un director general, una parlamentaria o un alcalde sean geniales sino porque detrás hay un entramado de grandes profesionales que realizan su trabajo de manera eficiente. Los aplausos que cada tarde se dedicaban a ellos no estaban dirigidos a los políticos, sino a héroes anónimos que hacen una labor esencial en tiempo de crisis – y también en tiempos normales. De ahí la necesidad de desacralizar la tarea de los políticos, quienes al fin y al cabo son también servidores públicos. Tras este episodio, los representantes políticos deberían fomentar menos el culto a la personalidad y mostrar mayor reconocimiento a la función esencial que realizan las estructuras del Estado.

Los servicios y los bienes públicos son la columna vertebral de un Estado moderno. Para mantener ese sistema óseo, sustentador de los demás órganos y del tejido económico y empresarial, son imprescindibles ingresos públicos, que otros países invertebrados no aciertan a recolectar. Hemos descubierto que la sanidad pública estaba infradotada, y esto se aplica igualmente a partidas que se encuentran por debajo de las medias europeas. La huida hacia paraísos fiscales de fortunas personales y de empresas, la evasión y elusión de impuestos, así como la economía sumergida tienen una gran parte de culpa de que no tengamos una sanidad (y otros bienes y servicios públicos) como necesitamos. Las cifras que se calculan de economía sumergida en España están entre las más altas de Europa. Algunas empresas multinacionales, en especial las tecnológicas, hacen ingeniería fiscal para no pagar impuestos allí donde hacen sus beneficios. A partir de ahora todas las empresas y todos los ciudadanos deberían ser conscientes de que una sociedad bien estructurada y justa requiere la contribución progresiva, y esto se aplica especialmente a los más adinerados. La presión fiscal en España es de un 35,4% del PIB, una de las más bajas de Europa, mientras que en la Eurozona la media es el 41,7%. Y esta no es una cuestión partidista: en los países escandinavos, gobiernos de todo signo han mantenido una presión fiscal que permite el buen funcionamiento de los servicios públicos y del bienestar.

Papel de la inteligencia y del mérito

La crisis también ha demostrado la importancia de una buena inteligencia para hacer frente a las amenazas y los problemas de hoy. El ciclo electoral de cuatro años obliga a un enfoque de corto plazo en la mayoría de las cuestiones que afectan a los ciudadanos, mientras que muchas de ellas se despliegan en el largo plazo y dependen del entorno global. Para un correcto análisis, es precisa una visión más amplia que solo pueden dar los expertos y científicos, que conocen a fondo los problemas, especialmente cuando du complejidad ha aumentado.

Para tomar decisiones bien fundamentadas, habría que huir de las recetas simples y precocinadas que dominan en los partidos, y que después ellos mismos se ven obligados a rectificar. El mito de políticos que saben todo y tienen respuestas para todo debería ser puesto en cuestión. Es evidente que la gestión de la crisis sanitaria ha sido realizada por expertos en todos los países, y la futura situación jurídica, llena de cuestiones espinosas, así como la inminente crisis económica requerirán también profundos conocimientos técnicos. Hacen falta potentes unidades de análisis sobre las diversas cuestiones clave en los Ministerios y también en el Parlamento. En el Congreso de Estados Unidos existe un Congressional Research Service, en Francia los servicios de la Asamblea Nacional producen unos completos Rapports d’information accesibles en internet, y el Parlamento británico dispone de la House of Commons Library, que es una unidad independiente que produce información imparcial.

En España, el nombramiento de los ministros es una decisión exclusiva del Presidente del Gobierno sin ningún otro requisito, según el artículo 100 de la Constitución. Esto ha supuesto, por ejemplo, que la lista histórica de Ministros de Sanidad, tanto del PSOE como del PP, incluya personas que tenían formación y experiencia en este campo, pero también otras muchas que no. Estas últimas pueden tener intuición y sentido común pero deben aprenderlo todo. La crisis debería ser una llamada de atención para que el nombramiento de ministros y otros altos cargos no se hiciera solo con criterios de reparto político sino teniendo en cuenta criterios de competencia y mérito. Esta es una cuestión sobre la que insiste acertadamente la Fundación Hay Derecho. No es una obligación constitucional pero debería existir la presión social y de los medios para que fuera así.

La trampa de la deuda

A lo largo de décadas hemos conseguido un Estado del bienestar que es un gran avance de nuestras sociedades. Pero el bienestar consume gran parte del presupuesto. La partida más abultada son las pensiones, que actualmente suponen el 42% del gasto público. El Banco de España ha indicado en sucesivos informes la necesidad de moderar esta partida para asegurar su sostenibilidad en el futuro. El colosal aumento del gasto social en las últimas décadas se ha financiado en gran medida gracias al endeudamiento y al déficit. De hecho, durante años pudimos paliar las consecuencias de la crisis iniciada en 2008, que provocó una reducción de los ingresos fiscales, por medio de un aumento del déficit y la deuda. España comenzó aquella crisis con una deuda pública del 40% del PIB hasta llegar al 97% en 2019, Francia empezó con una deuda del 69% en 2008 y actualmente está en el 98%, mientras que Italia tenía una deuda del 106% en 2008 y hoy soporta un 134%, según datos de Eurostat. El hecho de que la deuda pública en estos países sea tan elevada nos sitúa en un mal punto de partida para afrontar la crisis, como intenté explicar en este artículo, y como advertía de forma premonitoria un estudio de la OCDE de noviembre de 2019.

Más arriba hemos subrayado que el consenso es necesario en cuestiones de Estado. Normalmente este consenso significa que la derecha debe aceptar que hay que pagar impuestos y la izquierda reconozca que el gasto público debe limitarse. Eso es en condiciones normales. Ahora el escenario es muy diferente. El reto que impondrá la enorme crisis a que nos enfrentamos es que debemos hacer las dos cosas simultáneamente: es muy probable que debamos aumentar los impuestos (directos e indirectos) y reducir drásticamente el gasto público. Hoy consenso significa que las fuerzas políticas deberían ponerse de acuerdo sobre estos grandes objetivos y que acierten a explicar esas recetas dolorosas a sus respectivos electorados. Parece evidente que los ricos y las empresas que resistan deberán pagar más impuestos y la elusión y la evasión fiscal deberán perseguirse con más determinación en el ámbito internacional. Asimismo las pensiones y los sueldos de los funcionarios deberán reducirse junto con muchos conceptos de gasto social. Pero habrá que mantener los bienes y servicios públicos esenciales que se ensalzaban más arriba, como sanidad, educación, justicia y seguridad, para consolidar una sociedad fuerte. Será una tarea de todos y cuanto antes nos demos cuenta de este nuevo desafío común, mejor.

Unión Europea: las fronteras de la solidaridad

En las últimas semanas, el debate en la UE se desarrolla entre los países del norte y del sur a propósito de las ayudas que deben articularse para superar la crisis profunda a que nos enfrentamos. Desde España, apelamos a la solidaridad, ya que sufriremos por la gran dependencia de nuestra economía del turismo y de exportaciones como la industria automovilística. Desde el norte, se ha comprendido esta necesidad, aunque subsisten recelos en cuanto a la naturaleza y la cuantía de las ayudas. ¿Qué subyace en el fondo de este debate? Con criterio realista, es importante comprender que la Unión Europea es una unión de Estados, como claramente reflejan sus tratados constitutivos. Los más federalistas y europeístas (y los españoles lo somos) quisiéramos que la Unión estuviese más integrada, pero la verdad es que los Estados siguen siendo los protagonistas de las grandes decisiones. Por este motivo, las fronteras de la solidaridad siguen siendo las de los Estados, aunque la Unión sea un gran avance histórico de integración, que ha establecido normas y libertades, una moneda común y cierta solidaridad, pero no dispone de una política fiscal común.

Sin duda, la Unión Europea ejercerá un gran papel en la salida de esta crisis, ayudará a los países más afectados, e intentará evitar males mayores. Pero todo ello lo hará dentro de sus posibilidades. Su acción para la salida de crisis tendrá dos dimensiones: las ayudas a la economía real, y el sostén financiero. En cuanto a las ayudas, el Consejo Europeo del 23 de abril decidió que el presupuesto de la UE pasaría del uno por ciento de la suma de los PIB de los Estados miembros, como es hoy, hasta el dos por ciento, para crear un Fondo de Recuperación que podría administrar hasta 100.000 millones de euros. Este aumento del presupuesto es una magnífica noticia, y supondrá una transformación del marco financiero plurianual 2021-27. Solo semanas antes, los países más ricos se negaban y, debido a la pandemia, lo han aceptado rápidamente. Este fondo servirá para reactivar las economías que más lo requieran, cumpliendo una misión similar a los fondos estructurales y de cohesión de los que España se benefició durante años. No obstante, el monto indicado, con ser enorme, deberá ser repartido entre los miembros y no cubrirá las necesidades de una caída del PIB como la que se anuncia en torno al 8% de media.

En cuanto al sostén financiero, será fundamental para la estabilidad del sistema, en especial durante los próximos meses cuando el shock se deje notar en las cuentas públicas y los Estados necesiten recursos para hacer frente al gasto. Aquí no se ha decidido todavía el mecanismo preciso, y los expertos detallan las diversas opciones. Desde luego, las ideas de mutualizar deuda, hacerla perpetua para pagar solo intereses y no el principal, o crear “coronabonos”, que proponían los países del sur, no parece que puedan ponerse en práctica. En todo caso, si el Banco Central Europeo y los países con finanzas más sólidas están dispuestos a mantener el sistema, esa voluntad será fundamental para generar confianza, como resumió la famosa frase de Mario Draghi “whatever it takes”. Aquí el problema será la dimensión de las necesidades, que alcanzan un monto formidable. Y de nuevo el peso de la deuda planea como una sombra alargada sobre nuestras economías. Los países que soportan una deuda en torno al 100% del PIB tienen menos margen para endeudarse, y actualmente ya están pagando ingentes cantidades cada año en intereses: se calcula que Francia paga un 2% de su PIB, España un 2,4%, e Italia sube hasta un 3,5%.

En estas condiciones, será imprescindible usar una batería de medidas combinadas: incrementar los impuestos, reducir el gasto público, recibir ayudas de la Comisión en sectores clave, y además será preciso también el respaldo decidido del Banco Central Europeo, otras instituciones financieras, y de los Estados del norte para asegurar que la financiación pueda seguir fluyendo y que no sea demasiado onerosa. El papel de los Estados en la economía se incrementará más allá de los criterios keynesianos, como ha señalado recientemente Alicia González. Incluso en términos de proteccionismo industrial, es posible que los países europeos necesiten realizar acciones más allá de los Tratados, como han comenzado a hacer para proteger las aerolíneas. La lección de todo esto es que necesitamos un Estado fuerte y una Unión Europea que responda de acuerdo a la interdependencia que nos une. La solidaridad entre europeos no será exactamente como nosotros quisiéramos, pero será absolutamente necesaria para sostener el sistema. Otra idea que deberíamos retener para el medio y largo plazo es que una deuda excesiva compromete a la sociedad hacia el futuro, porque significa expansión y más gasto para hoy pero dificultades para mañana.

Consumismo y medio ambiente

Otra lección importante de esta crisis es que es posible vivir de manera más sencilla, y que somos capaces de refrenar la vorágine del consumismo que nos engullía. El confinamiento ha sido muy duro y representa sin duda un modo de vida extremo no deseable, por lo que hay que volver gradualmente a la actividad económica en cuanto sea posible. Pero en el otro extremo se encuentra una forma de vida exagerada que se había generalizado en la etapa de la globalización, visible en los más diversos índices de consumo a escala global. La idea, ahora, es si acaso el parón obligado de la pandemia podrá servir para encontrar un modo de vida intermedio, que sea menos destructivo, más humano y más racional. Todos necesitamos consumir, y una economía eficiente por medio de la producción de bienes y servicios, el capital, el trabajo y los intercambios. Sin embargo, un grado razonable de consumo es muy distinto del consumismo que nos ofusca, y que es una degeneración del anterior. El consumismo es en realidad un invento del último siglo, que se inició en Estados Unidos espoleado por la publicidad, y hoy se ha extendido a todo planeta. En mi ensayo Filosofía de las relaciones globales intento explicar que el consumismo es el resultado de los instintos subyacentes en los humanos de posesión, acumulación y curiosidad, y que la alta consideración que se le tiene es exagerada.

El consumismo a escala global produce un efecto devastador sobre el medio ambiente, con una contaminación masiva, agotamiento de recursos, extinción de especies y el cambio climático. Estos problemas están comenzando ahora, mientras que las generaciones futuras los sufrirán con más agudeza. Las advertencias científicas no son atendidas, del mismo modo que las que reclamaron una mejor preparación para contener una pandemia tampoco lo fueron. El coste humano y económico de la actual crisis debería ser una advertencia para tomar las medidas necesarias y evitar costes mayores en el futuro por el deterioro del medio ambiente. Desde la Comisión Europea se ha propuesto un Pacto Verde Europeo que introduciría una economía más sostenible tras la crisis, y esta es una buena iniciativa. Pero estamos ante un desafío multidimensional que, además de medidas concretas en Europa, necesita la actuación en dos frentes. Es precisa una acción internacional concertada que involucre a los países más contaminantes, como China y Estados Unidos. Además, y no menos importante, necesitamos cambios culturales y de mentalidad en nuestra civilización global para promover una forma de vida menos consumista, más humana y más respetuosa con el medio ambiente. Un cambio histórico similar a la abolición de la esclavitud, la prohibición de la guerra o la igualdad entre hombres y mujeres, que requerirá una nueva concienciación de todos.

Gobernanza global

El contraste entre la reacción internacional a la crisis de 2008 y la falta de respuesta frente a la crisis del coronavirus no puede ser más claro. Muy poco después de la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008, Estados Unidos convocó una cumbre de urgencia que tuvo lugar el 15 de noviembre en Washington y que dio lugar a la creación del G-20. Aquella reunión lanzó mensajes claros, con el aliciente añadido de que era la voz de la comunidad internacional que hacía frente a una emergencia global. Tras la declaración de pandemia por parte de la OMS el 11 de marzo, y después de comprobar que se extendía a todos los continentes e iba a castigar a los más distintos países, a la economía global y a todo tipo de intercambios, no ha habido ningún gesto de los líderes globales para dar una respuesta coordinada o para lanzar un mensaje de unidad frente a una amenaza común.

Esto se debe a que, lamentablemente, estamos atravesando una etapa de fragmentación global, donde la mayoría de los países mira hacia el interior a pesar de los retos colectivos. Las políticas del Presidente Trump son probablemente el rasgo más característico de esta época. En estas condiciones de dispersión, ¿es posible pensar en un reforzamiento de la gobernanza global? Es impensable. Y sin embargo, una actuación en común de los Estados es más necesaria que nunca, y no solo frente al coronavirus y la crisis que conlleva, sino también a las demás amenazas y desafíos globales, que no han desaparecido. En este punto, la última conclusión que podemos extraer es que, a falta de acción, debemos concentrar los esfuerzos en la preparación de la reforma de la gobernanza global en el futuro próximo. Aunque ahora parezca imposible, llegará el momento, por ejemplo hay un cambio de Administración en Estados Unidos, en que tengamos que acordar reformas, instituciones y normas comunes en los diversos campos de la economía y las finanzas, la paz y la seguridad, y el medio ambiente. Por razones históricas, por su pertenencia a la familia europea y sus vínculos con América, y porque es una potencia media con una situación estratégica de vínculo entre continentes, España está bien emplazada para hacer una contribución útil en esa tarea.

 

La represión de la libertad de circulación en los tiempos del COVID-19

Desde la aprobación del RD 463/2020 por el que se declaró el estado de alarma observo con preocupación la limitación de la libertad de circulación y la persecución que se hace de los infractores. Hace tiempo que escribí una primera versión de este artículo, pero me reservé su publicación porque no quería que se malinterpretase como una invitación a la desobediencia pues la conclusión no podía ser más grave: las denuncias que se están realizando carecen de fundamento legal y no será posible sancionar las infracciones. La noticia de que la Abogacía General del Estado también se cuestiona la viabilidad de esas denuncias me libera de la censura autoimpuesta y por ello quiero compartir ahora mi análisis.

El RD 463/2020 establece en su art. 7 una limitación general de la libertad de circulación de las personas que solo puede saltarse por las causas tasadas que contempla o por otra causa justificada. Desde un punto de vista técnico el apartado 7.1 deja mucho que desear porque mezcla un listado de causas tasadas -apartados a) a g)- con tres causas abiertas que también permiten la circulación -“otra causa justificada”, g) “situación de necesidad” y h) “cualquier otra actividad de análoga naturaleza”. Tantas posibilidades solo llevan a la confusión y a una aplicación arbitraria de la norma, a lo que han contribuido también las declaraciones de las autoridades que deberían medir mucho sus palabras pues, según el art. 7.3, “en todo caso en cualquier desplazamiento deberán respetarse las recomendaciones y obligaciones dictadas por las autoridades sanitarias”.

Por ejemplo, en una de sus comparecencias, Fernando Simón dijo que entre las causas justificadas se incluía la de sacar al perro y de ello se ha deducido una casuística absurda que ora permite pasearlo para satisfacer su necesidad de hacer ejercicio, ora lo limita a una salida a no más de 200 metros del portal para que haga sus necesidades fisiológicas. Y las autoridades se cuidan de advertir que no se puede aprovechar para correr cuando se saca al perro porque hacer ejercicio no está permitido y se estaría actuando en fraude de ley. También se ha publicado que la policía está persiguiendo a quienes hacen uso de las zonas comunes de sus comunidades y urbanizaciones (azoteas, patios, etc.) a pesar de que el RD ni en su redacción original ni en la segunda (RD 465/2020) establece prohibición alguna en relación con la circulación por esas zonas, que son espacios privados de uso común y no vías o espacios de uso público.

Este grado de arbitrariedad no es compatible con el Estado de derecho, máxime cuando la infracción de la prohibición de circulación se pretende castigar con multas de cuantía elevadísima e incluso con penas de privación de libertad. En relación con el régimen sancionador el RD 463/2020 (art.20) se limita a decir que “el incumplimiento o la resistencia a las órdenes de las autoridades competentes en el estado de alarma será sancionado con arreglo a las leyes”, en los términos establecidos en el art. diez de la Ley Orgánica 4/1981, cuyo contenido es idéntico. En realidad, el decreto y la ley orgánica no regulan el régimen sancionador, sino que se remiten a otras leyes sin especificar siquiera a cuáles se refieren y, de nuevo, la seguridad jurídica brilla por su ausencia como sucede siempre que en una norma sancionadora se produce una remisión en blanco. El problema fundamental es que las conductas objeto de análisis no están tipificadas como infracción por norma alguna y por ello no cabe sancionarlas sin quebrar gravemente el principio de tipicidad.

De acuerdo con un documento base distribuido a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, se les instruyó para que sancionasen las infracciones de la prohibición de circulación calificándolas como infracciones graves tipificadas por el art. 36.6 de la Ley Orgánica 4/2015 de protección de seguridad ciudadana que sanciona “la desobediencia o la resistencia a la autoridad o a sus agentes en el ejercicio de sus funciones, cuando no sean constitutivas de delito, así como la negativa a identificarse a requerimiento de la autoridad o de sus agentes o la alegación de datos falsos o inexactos en los procesos de identificación” con multas de 601 a 30.000 euros. Esta calificación de la infracción de la prohibición de circulación no resiste un análisis jurídico serio.

Los arts. 20 RD 463/2020, 10 LO 4/1981 y 36.6 LO 4/2015 castigan el incumplimiento, la desobediencia de las órdenes o la resistencia a la autoridad o a sus agentes en el ejercicio de sus funciones, pero no el incumplimiento de una norma, que son cosas muy distintas. Un sencillo ejemplo basta para entender la diferencia: la infracción del límite de velocidad al circular con un vehículo a motor solo puede ser sancionada de acuerdo con las normas que tipifican esta infracción (la ley de tráfico y el código penal, en función de la gravedad de la infracción) y a nadie se le ocurriría que pueda calificarse como desobediencia. No es posible incumplir o desobedecer una orden o resistirse a la autoridad o a sus agentes si previamente no ha habido orden alguna y eso es exactamente lo que ocurre con la prohibición de circulación, que es una prohibición general contenida en una norma y no una orden de una autoridad o agente. La calificación como desobediencia si el ciudadano infractor acata las instrucciones de la policía sin resistencia y vuelve a su hogar no puede prosperar.

Estas dificultades han llevado a la Abogacía General del Estado a plantear que la desobediencia de la prohibición se sancione aplicando la Ley 17/2015 del Sistema Nacional de Protección Civil o la Ley 33/2011 General de Salud Pública. La primera se enfrenta a dos obstáculos difícilmente salvables: las infracciones previstas por el artículo 45, apartados 3.b y 4.b requieren que se haya declarado previamente una emergencia, lo que no se corresponde con el estado de alarma vigente; y, de nuevo, se refieren al incumplimiento de una orden, prohibición, instrucción o requerimiento efectuado por los titulares de los órganos competentes o los miembros de los servicios de intervención y asistencia. No se sanciona el incumplimiento de una norma.

En cuanto a la ley General de Salud Pública, tipifica “la realización de conductas u omisiones que puedan producir un riesgo o un daño para la salud de la población” (infracción muy grave o grave en función de la gravedad del riesgo o daño, apartados 2.a.1º y 2.b.1º), pero el mero incumplimiento de la prohibición de circulación no implica que se haya producido ese riesgo o daño, que tendrá que ser probado por la autoridad sancionadora. Lo único que queda es la tipificación como falta leve del incumplimiento de la normativa sanitaria vigente (art.58.2.c.1ª), que puede castigarse con una multa de hasta 3.000 euros, pero requiere salvar la dificultad de considerar el RD 463/2020 una norma sanitaria.

A los problemas expuestos hay que añadir otros dos. El primero es la más que probable inconstitucionalidad del RD 463/2020, pues la Constitución no ampara el establecimiento de una limitación general a la libertad de circulación mediante la declaración del estado de alarma. Ilustres juristas han señalado que esa limitación habría requerido la declaración del estado de emergencia por el parlamento. De ser así, y creo que lo es, también serán nulas todas las medidas dictadas para hacer cumplir esa limitación incluyendo las sanciones impuestas por saltársela.

El segundo es lo dispuesto por el art. 1. Tres de la Ley Orgánica 4/1981, de los estados de alarma, excepción y sitio, que dice que “finalizada la vigencia de los estados de alarma, excepción y sitio decaerán en su eficacia cuantas competencias en materia sancionadora y en orden a actuaciones preventivas correspondan a las autoridades competentes, así como las concretas medidas adoptadas en base a éstas, salvo las que consistiesen en sanciones firmes”. Esto significa que todas las sanciones que no hayan adquirido firmeza decaerán en su eficacia cuando finalice el estado de alarma; es decir, que los procedimientos sancionadores deberán ser archivados. Añádase que, por obra de la disposición adicional tercera del RD 463/2020, que ha suspendido los plazos administrativos, ninguna sanción puede adquirir firmeza porque el plazo para recurrirla aun no ha comenzado y el resultado es fácil de deducir.

La consolidación del estado de derecho es uno de los pilares sobre los que se asienta nuestra Constitución y no podemos aceptar que dificultades técnico-jurídicas o la gravedad de una crisis sanitaria sirvan para minarlo. La calidad de una democracia se mide en momentos como el presente y la Administración y los jueces deben estar a la altura y respetar escrupulosamente la Constitución y la Ley porque el daño que quebrarlas causaría a nuestra sociedad es mucho más grave que el resultante de dejar sin sancionar la infracción de un confinamiento de dudosa constitucionalidad.

Concluyo apelando a la responsabilidad de todos los ciudadanos, cuyo comportamiento ha sido ejemplar. Aunque el aparato sancionador en que se sustentan las limitaciones a la circulación haga aguas, debemos seguir las instrucciones de las autoridades, quedarnos en casa y practicar la distancia social; no por temor a las sanciones, sino porque es necesario para superar la crisis sanitaria provocada por el coronavirus.

De nuevo sobre el Real Decreto 463/2020: ¿estado de alarma o de excepción?

“Existen situaciones de hecho en las cuales el normal funcionamiento del orden constitucional se ve alterado y, en mayor o menor medida, en peligro, generándose una situación de anormalidad constitucional en la que el sistema ordinario constitucional no es suficiente para asegurar el restablecimiento. A tal fin, para reaccionar en defensa del orden constitucional, se prevén medidas excepcionales que implican, de hecho y de derecho, una alteración del sistema normal de distribución de funciones y poderes. Es lo que se denomina el Derecho excepcional o de emergencia”.

Con este aserto comenzaba el trámite de alegaciones el Abogado del Estado contra el recurso contencioso-administrativo que se promovió frente el Real Decreto 1673/2010, de 4 de diciembre, por el que se declaraba el estado de alarma (primer y único precedente en la democracia española) para la normalización del servicio publico esencial del transporte aéreo y su prórroga ­–en el conocido como caso de los controladores aéreos–  que acabaría conociendo y desestimando en amparo el Tribunal Constitucional (en delante, TC) en sentencia nº 83/2016 de 28 de abril. Hoy, casi una década después, vuelve a invocarse el Derecho de emergencia, pero esta vez, con más sombras que luces.

En estas líneas –una vez contextualizado el estado de la cuestión–, se establecerá el marco constitucional del Derecho de emergencia; se realizará un silogismo de interpretación y otro de integración de norma para comprender si la declaración del estado de alarma y el contenido material del mismo son ajustados a Derecho; y se darán argumentos que abonan la anticonstitucionalidad de la ley (el Real Decreto aquí es ley según el Tribunal Supremo) que declara del estado de alarma.

En efecto, el precepto constitucional del que nacen los estados de emergencia y que manda al legislador a desarrollarlos por Ley Orgánica es el 116 de la Constitución (en adelante, CE). Según éste, la declaración de éstos (sitio al margen) corresponde al Gobierno y se hace por plazos máximos (15 días alarma, 30 excepción) prorrogables (siempre previa autorización del Congreso). Como su naturaleza es gradualista (en intensidad, no van escalonados) del salto de uno a otro se endurecen los controles: si para la declaración del estado de alarma el Gobierno sólo da cuenta al Congreso, para la declaración del estado de excepción se exige la autorización previa del mismo. Por su parte, el art. 55 de la CE restringe la suspensión de un numerus clausus de derechos fundamentales (libertad, inviolabilidad del domicilio, secreto de las comunicaciones, libertad ambulatoria, huelga, entre otros) a la declaración del estado de excepción o sitio, exclusivamente. Y así, siguiendo el mandato constitucional, se promulga la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de juicio, de los estados de alarma, excepción, y sitio (en adelante, LOEAES), en cuyo art. 4 se establece el elenco cerrado de “alteraciones graves” que justifican la declaración del estado de alarma, así como en el art.13 las del estado de excepción.

El primer ejercicio ­–de interpretación– consistirá en subsumir la situación en que se encontraba España al momento de declarar el estado de alarma de 14 de marzo mediante el Real decreto 463/2020 (en adelante RD), en una de las “alteraciones graves” contempladas en la LOEAES. Y hasta aquí no hay debate: el apartado b) del art. 4 de la citada ley es suficientemente expresivo al referirse a “Crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves”.

El segundo ejercicio –de integración, de sentido y alcance– consistirá en ver si el contenido material del instrumento jurídico utilizado (RD) se ajusta a las previsiones constitucionales del estado de alarma (no basta con enunciarlo en su preámbulo) o si, por el contrario, entra en los umbrales del estado de excepción. A este respecto, vuelvo a traer a la memoria el art. 55 de la CE que prohíbe –sensu contrario– la suspensión de derechos fundamentales en el estado de alarma; permitiendo exclusivamente limitaciones o restricciones en los mismos (vid. citada STC 83/2016). Y aquí está el debate: en si se han limitado o suspendido derechos, ya que sólo lo primero salvaría al RD de una eventual declaración de inconstitucionalidad.

Para resolver lo anterior, (sin olvidar que la limitación deja a salvo el contenido esencial del derecho, mientras que la suspensión no) es inexcusable conocer lo que constituye el “contenido esencial” de los derechos fundamentales, para lo que el Tribunal Constitucional establece dos caminos. El primero –desde la naturaleza jurídica– serían “aquellas facultades o posibilidades de actuación necesarias para que el derecho sea recognoscible como pertinente al tipo descrito y sin las cuales deja de pertenecer a ese tipo y tiene que pasar a quedar comprendido en otro desnaturalizándose, por decirlo así. Todo ello referido al momento histórico de que en cada caso se trata y a las condiciones inherentes en las sociedades democráticas, cuando se trate de derechos constitucionales”. El segundo –desde los intereses jurídicamente protegidos como núcleo y médula de los derechos subjetivos­– “aquella parte del contenido del derecho que es absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente protegibles, que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos. De este modo, se rebasa o se desconoce el contenido esencial cuando el derecho queda sometido a limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan más allá de lo razonable o lo despojan de la necesaria protección”.

Por tanto, si se enfrenta la doctrina jurisprudencial expuesta –y consolidada hoy día– al art. 7 del RD relativo a las “limitaciones de la libertad de circulación de personas”, así como a lo establecido en el mentado art. 55 de la CE; se concluye que la limitación es, de iure y de facto, una suspensión del derecho fundamental a la libre circulación, independientemente de su adjudicación nominativa (en idéntico sentido F. J. Álvarez García F.J,: Estudios Penales y Criminológicos, vol. XL (2020). ISSN 1137-7550: 1-20). Y a más si se tiene en cuenta que “el citado precepto prohíbe la circulación por las vías publicas, con una serie de excepciones que se exponen en un elenco cerrado; es decir: la norma es la prohibición de circulación, la excepción el permiso” (op. cit.), teniendo en cuenta además que dicho permiso se circunscribe a actividades de pura subsistencia (adquisición de alimentos y fármacos, acudir a centros sanitarios y financieros, ayudar a otros, trabajo y causa de fuerza mayor). Y es que, si el contenido del derecho es la deambulación por el territorio nacional, y es justo lo que proscribe la norma imponiendo el confinamiento general –desvirtuando su contenido esencial–, lo que se ha hecho es suspender el derecho. E insisto, considerar que excepcionar la prohibición para mantenerse con vida es una limitación [1], obliga a asimilar la suspensión con la derogación; y, hacerlo, es antijurídico.

Por otro lado, y sin olvidar el arrastre que se produce con la suspensión de facto de dicho derecho (que comporta la impracticabilidad de otros como el derecho de reunión o manifestación, lo que agrava la anticonstitucionalidad), es que la amarga situación actual de España se ajusta perfectamente a “las alteraciones graves” que la LOEAES reserva para el estado de excepción, a saber, el ejercicio de derechos fundamentales (al excelente artículo de German M. Teruel Lozano en este Blog y a la doctrina me remito), el funcionamiento de las instituciones (al Parlamento y al hoy todopoderoso Ejecutivo me remito), de los servicios públicos esenciales (al asfixiado sistema sanitario me remito) o cualquier otro aspecto del orden público, ex. art. 13 LOEAES) y que justifica, a todas luces, su declaración. Y ello sin caer en conceptos atávicos de orden público o, en palabras del citado autor, “alejado de concepciones añejas de orden público (…) no en sentido de quietud de los ciudadanos, sino en el de participación de estos en la totalidad del Ordenamiento”. Porque como tiene dicho el TC “el respeto a los derechos fundamentales y libertades públicas garantizados por la Constitución es un componente esencial del orden público”.

En fin, poca reverencia se le está haciendo al Derecho cuando se produce una transgresión constitucional tan seria. Y no es que la suspensión de tales derechos no sea proporcional y adecuada al fin perseguido, es que se lesionan gravemente los principios de legalidad, de seguridad jurídica y, a más, los derechos fundamentales de todos los españoles. Sólo queda esperar a que el Tribunal Constitucional vele por la constitucionalidad y arroje luz entre tanta sombra.

NOTAS

[1] Un ejemplo de limitación del derecho a la libertad de circular sería –aisladamente considerada– la Orden INT/262/2020 que desarrolla el RD 463/2020 de estado de alarma e impone restricciones en materia de tráfico y circulación de vehículos de motor pues respetaría el contenido esencial del derecho, es decir, la libertad de circulación por el territorio nacional (op. cit. nota al pie nº12)

 

 

Contra los bulos, transparencia. O sobre cómo la transparencia y el derecho a saber son exigencias democráticas también (o aún más) en estado de alarma.

Según el art. 15 de la Declaración de Derechos del hombre y el ciudadano de 1789, “La sociedad tiene derecho a pedir cuentas de su gestión a todo agente público”. Ya antes, en 1766, Suecia había aprobado su Freedom of the Press Act. En 1914 el Juez Brandeis incluyó en el capítulo V (“What Publicity Can Do”) de su opúsculo Other’s People Money [1] su famosa frase: “La luz del sol es el mejor de los desinfectantes”. El artículo 42 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea reconoce el derecho de acceso a los documentos públicos, si bien es verdad que sólo frente  al Parlamento Europeo, el Consejo y la Comisión. Son sólo algunos de los pasos que se han ido dando desde al menos el siglo XVIII para poder reconocer el derecho de acceso a la información pública como un derecho fundamental. Algo tan simple como el “derecho a saber”, el Right to Know.

Que entre nosotros, sin embargo, no se reconozca el derecho de acceso a la información pública como un derecho fundamental autónomo o independiente es tan inexplicable como incomprensible. La ley 19/2013, de transparencia, es una ley ordinaria, no orgánica, y en todo su texto no hay ni una sola referencia a los artículos constitucionales en los que se reconoce el derecho a la libertad de expresión e información (art. 20.1 apartados a y d CE) o de participación en los asuntos públicos (art. 23), derechos estos de los que suele hacerse derivar el de acceso a la información. Muy al contrario la ley reconoce en su artículo 12 que todas las personas tienen “derecho a acceder a la información pública en los términos previstos en el artículo 105.b) de la Constitución”, es decir en los términos de un precepto que para nada pretende regular un derecho fundamental sino tan sólo un principio de actuación de la Administración Pública del que a lo sumo derivan derechos subjetivos de las personas en sus relaciones con las Administraciones Públicas (art. 13.d de la Ley 39/2015) o derechos de los interesados en el procedimiento.

En cualquier caso, sólo en los supuestos de estado de excepción o de sitio, nunca de alarma, sería posible suspender los derechos a la libertad de expresión e información y en ningún caso el de participación en los asuntos públicos. Así lo establece el artículo 55 de la Constitución. Por tanto hemos de partir de la base de que los derechos fundamentales en los que se basa el derecho de acceso a la información pública (ya que hoy por hoy, como he señalado, con la ley en la mano, no se considera como un derecho fundamental autónomo) no han quedado en absoluto suspendidos con la declaración del estado de alarma. No voy a entrar en el debate de si estamos ante un escenario más propio de un estado de excepción que de alarma (sobre ello se han pronunciado autores de la talla de Tomás de la Quadra-Salcedo[2], Manuel Aragón [3],  Mercedes Fuertes [4], Pedro Cruz Villalón [5], o Javier Álvarez [6]). Tiempo habrá de valorarlo y con ello de extraer las consecuencias jurídicas que puedan derivar de la consideración del escenario actual como propio de uno u otro.  La sentencia del Tribunal Constitucional 30/2016, dictada como consecuencia de la declaración del estado de alarma en 2010, da pistas para aventurar la que puede ser una solución a las controversias que ahora se están planteando. Más recientemente el debate se ha reabierto a raíz del Auto del Tribunal Constitucional de 30 de abril de 2020, o las sentencias de algún Tribunal Superior de Justicia, como el de Aragón, también de 30 de abril, dictados como consecuencia de las manifestaciones en principio convocadas con ocasión del 1º de mayo.

Sea como fuere lo que en estos momentos interesa es determinar si en el marco constitucional del estado de alarma se ha producido o no una suspensión de los derechos de expresión e información y participación y por tanto del derecho de acceso a la información pública, algo sobre lo que se han pronunciado ya críticamente, entre otros, Elisa de la Nuez[7], Esperanza Zambrano[8] o José María Gimeno[9],  así como Access Info y Transparencia Internacional.

Asimismo la International Conference of Information Commissioner’s (ICIC) ha emitido una Declaración[10] (suscrita entre otros por el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno de España, el Consejo de Transparencia de Andalucía[11]  y el de Murcia), en la que reconoce que “las autoridades públicas deben tomar decisiones importantes que afecten la salud pública, las libertades civiles y la prosperidad de las personas” y que “los recursos pueden desviarse del trabajo habitual de derechos de información”, por lo que “las organizaciones públicas centrarán correctamente sus recursos en la protección de la salud pública”, y puede ser necesario “adoptar un enfoque pragmático, por ejemplo, en torno a la rapidez con que los organismos públicos responden a las solicitudes”. Pero asimismo advierte que el derecho del público a acceder a información sobre las decisiones que se adopten durante la crisis del Covid-19 “es vital” y que “la importancia del derecho de acceso a la información permanece” y concluye que “los organismos públicos también deben reconocer el valor de una comunicación clara y transparente, y de un buen mantenimiento de registros, en lo que será un período muy analizado de la historia”. Me interesa mucho resaltar esta última precisión: estamos ante un período de la historia que será “muy analizado”, Y por ello es imprescindible mantener abiertas las vías para que el derecho de acceso a la  información pública y con él la libertad de expresión e información así como de participación en los asuntos públicos sean reales y efectivos, incluso en estado de alarma. El 27 de abril veintisiete organizaciones miembros de la Coalición Pro Acceso pidieron  al Gobierno que garantice el ejercicio del derecho de acceso a la información, después de que se hayan suspendido los plazos administrativos por el estado de alarma[12].

Por su parte el Consejo de la Unión Europea mantiene el plazo de 15 días para atender las solicitudes de acceso, sin perjuicio de que puedan producirse ciertos retrasos al responder[13]. Y en Argentina la Agencia de Acceso a la Información Pública acaba de dictar su Resolución 70/2020 (RESOL-2020-70-APN-AAIP) por la que dispone que quedan exceptuados de la suspensión de los plazos administrativos los trámites previstos por la Ley Nº 27.275, de Acceso a la Información Pública. La Resolución se basa en que “si bien el ejercicio del derecho de acceso a la información pública es susceptible de ser suspendido en circunstancias excepcionales (…) no ha mediado en tal sentido declaración alguna por parte del Estado Nacional; de allí que mantiene plena vigencia al presente.”  Además llama la atención sobre el hecho de que “su ejercicio resulta fundamental para el control ciudadano de los actos públicos y la evaluación de la gestión del Estado; a la vez que, ante una situación de emergencia y crisis sanitaria producto de la pandemia generada por el COVID 19, acceder a la información pública se torna indispensable para conocer la actuación de la Administración y evitar la arbitrariedad en la toma de decisiones públicas”[14]. Podríamos referir ahora más ejemplos de no suspensión de plazos.

Entre nosotros, sin embargo, se suspenden los plazos para garantizar la transparencia; se afirma que la Guardia Civil ordenó, parece, investigar bulos que generasen “desafección a instituciones del Gobierno”; y el CIS, en su Estudio 3279 Barómetro Especial de abril 2020, pregunta si “¿Cree Ud. que en estos momentos habría que prohibir la difusión de bulos e informaciones engañosas y poco fundamentadas por las redes y los medios de comunicación social, remitiendo toda la información sobre la pandemia a fuentes oficiales, o cree que hay que mantener libertad total para la difusión de noticias e informaciones?”[15].

Sin perjuicio de que ya sólo el hecho de que pueda siquiera haberse planteado la posibilidad de luchar desde el Estado contra las opiniones que les sean contrarias es inaceptable y que es intolerable  en democracia que se pueda generar desde un organismo público la simple cuestión de si es conveniente someternos tan sólo a fuentes oficiales, ¿es admisible que se pueda limitar o restringir la transparencia por mucho que se haya declarado el estado de alarma?

Según el artículo 1º del Real Decreto 463/2020 el estado de alarma se declaró “con el fin de afrontar la situación de emergencia sanitaria provocada por el coronavirus Covid19”. En consecuencia todas las medidas que se adopten y que pueden implicar limitación o restricción de derechos deben estar dirigidas a esa finalidad y no a otra. La suspensión de plazos administrativos que regula la disposición adicional tercera, cuyo texto ha sido modificado por Real Decreto 465/2020, debe tener como objetivo, o al menos fundamentarse en la necesidad de afrontar tal situación. No olvidemos que la suspensión de plazos trae como consecuencia la suspensión de la obligación que tienen las Administraciones de dictar resolución expresa (art. 21 de la Ley 39/2015) y en consecuencia se enerva la posibilidad de reaccionar contra la inactividad o el silencio de la Administración. Como hace ya años recordaban García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández, la figura del silencio administrativo, tuvo en su origen (1900, en Francia) como finalidad evitar que la Administración pudiese “eludir el control jurisdiccional con solo permanecer inactiva; en tal caso el particular afectado por la inactividad de la administración quedaba inerme ante ella, privado de toda garantía judicial”[16]. Pues bien, la suspensión de plazos y con ello de la obligación de resolver, puede producir la inmunidad siquiera sea temporal de la Administración. Algo que es especialmente relevante en el ámbito de las solicitudes de acceso a la información pública y que carece de justificación incluso en estado de alarma.

Por otra parte, parece que en un marco de teletrabajo y tras la apuesta decidida por el funcionamiento electrónico del sector público que recoge la ley 40/2015 (arts. 38 y ss.) no parece que esté justificado suspender todos los plazos administrativos  Menos aun cuando de ello depende, aunque sea indirectamente, la efectividad misma de derechos fundamentales que no solo parece que no deben ser limitados en el estado de alarma sino que muy al contrario han de ser fortalecidos o al menos mantenidos en los mismos términos que en un estado de normalidad.

Hemos de tener en cuenta que la suspensión de plazos administrativos no es en sí misma absoluta [17]. Quiero decir que no todos los plazos han quedado suspendidos: unos sí y otros no. Por lo que muy bien podría haberse acordado mantener vigentes los referidos a la contestación a las peticiones de acceso. Además, la reforma operada por el Real Decreto 465/2020 ha introducido la previsión de que los plazos quedan suspendidos sin perjuicio de poder “acordar motivadamente la continuación de aquellos procedimientos administrativos que vengan referidos a situaciones estrechamente vinculadas a los hechos justificativos del estado de alarma, o que sean indispensables para la protección del interés general o para el funcionamiento básico de los servicios”. Carece de sentido, en mi opinión, que plazos “indispensables para la protección del interés general”, entre los que sin duda deben entenderse incluidos los relativos al acceso a la información pública, puedan continuar corriendo sólo si lo motiva la entidad del sector público que así lo considere oportuno. Cuando la situación debería ser cabalmente la contraria: sólo motivadamente podrían en tales casos suspenderse los plazos (y aun así sería dudoso, pues bastaría con aplicar las limitaciones al acceso o las causas de inadmisión de la solicitud que pudieran producirse, de acuerdo a los arts. 14 y 18, respectivamente, de la Ley 19/2013).

Por otra parte debe tenerse en cuenta que la suspensión de términos y la interrupción de plazos se aplica, según el apartado 2 de la Disposición adicional tercera del Real Decreto 463/2020,  “a todo el sector público definido en la ley 39/2015”, es decir la Administración General del Estado, las Administraciones de las Comunidades Autónomas, las Entidades que integran la Administración Local y el sector público institucional. Pero solo a las entidades que en tal concepto cabe integrar. Quiero con esto resaltar que no coincide el ámbito subjetivo de aplicación de la ley 39/2015 con el de la ley 19/2013. Así por ejemplo las peticiones de acceso a la información pública dirigidas a la Casa de su Majestad el Rey, el Congreso de los Diputados, el Senado, el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial así como el Banco de España, el Consejo de Estado, el Defensor del Pueblo, el Tribunal de Cuentas, el Consejo Económico y Social o las instituciones autonómicas análogas en relación con sus actividades sujetas a derecho administrativo no están sujetas a la suspensión de plazos que ha establecido el Real Decreto de declaración de estado de alarma. Pero es que incluso cabe plantear dudas acerca de si la suspensión de plazos se aplica también a las corporaciones de derecho público por cuanto éstas no forman parte del sector público definido en la ley 39/2015 sino que ésta se les aplica supletoriamente en relación con el ejercicio de sus actividades de derecho público. Tampoco las sociedades mercantiles en cuyo capital social la participación pública, directa o indirecta, sea superior al 50% o las fundaciones del sector público están afectadas por las suspensión de plazos. Si esto es así no se comprende que la transparencia y el acceso a la información no estén limitados en relación con ciertas entidades pero sí con otras.  Si la justificación se pretende encontrar en la imposibilidad o dificultad en la actuación administrativa y las relaciones con los ciudadanos que  el confinamiento durante el estado de alarma ha traído consigo, hay que concluir que el mismo alcanza (o no, que es lo lógico) a las entidades del sector público previstas en la ley 39/2015 y a las demás a que se aplica la ley de transparencia.

Pero si hablamos de transparencia en época de estado alarma no sólo debemos referirnos a la absurda suspensión de los plazos para atender las solicitudes de acceso. En estado de alarma adquiere especial relevancia la transparencia activa.  Para evitar los bulos, las informaciones no contrastadas, las incertidumbres y en general la falta de información, la vía no es intentar detectar a quienes generen bulos, limitar la información o generar la información solo a través de canales oficiales, sino muy al contrario facilitar toda aquella información pública de la que se disponga.  No estamos luchando ante un enemigo que no deba conocer la realidad de las cosas. Nuestro enemigo común es el coronavirus y para atajarlo todos cuantos debemos enfrentarnos a él debemos conocer toda la información que nos permita hacerlo con garantías. De este modo el “derecho a saber”, que está en la base misma de la transparencia y el acceso a la información, debe ser ahora más reivindicado que nunca. Información que alcanza también a todos los datos sobre la evolución de la pandemia y sobre la gestión económica que desde los poderes públicos se está llevando a cabo, incluida la referida a adquisiciones de material, coste, adjudicatarios y  en general celebración de contratos.

Mediante Orden SND/388/2020, de 3 de mayo, se ha establecido la reapertura al público de los archivos, de cualquier titularidad y gestión, y se han regulado las condiciones para la realización de su actividad y la prestación de los servicios que le son propios. Si bien se facilita con ella el acceso a archivos, no resuelve los problemas de falta de transparencia que aquí he puesto de manifiesto. Tan sólo facilita el viejo derecho de acceso a archivos y documentos, preferentemente para su aportación en procedimientos administrativos y judiciales.

En conclusión, en un estado de alarma declarado con el fin de afrontar la situación de emergencia sanitaria provocada por el coronavirus no pueden entenderse suspendidos los plazos para atender las solicitudes de información pública y mucho menos deben limitarse o restringirse  las informaciones que en base al deber de transparencia activa deben estar a disposición de todas las personas. Más aún en un escenario de digitalización e implantación de herramientas y recursos digitales del que siempre han hecho gala nuestros Gobiernos.  Si es verdad que queremos estar en la vanguardia de los Estados que implantan o han  implantado soluciones digitales para una mejor y más cercana Administración no tiene sentido ahora que las decisiones que se adopten parezcan estar pensadas para una Administración que parecería moverse sólo en el entorno del papel y que nos recuerda más a la del vuelva usted mañana de Larra[18]. Aunque sólo sea porque el derecho a saber y a exigir la rendición de cuentas de los poderes públicos es previo a Larra.

 

NOTAS

[1] https://louisville.edu/law/library/special-collections/the-louis-d.-brandeis-collection/other-peoples-money-by-louis-d.-brandeis

[2] “Límite y restricción, no suspensión”,  El Pais, 8 de abril de 2020, y más tarde ”La aversión europea al estado de excepción”, El País, 28 de abril de 2020

[3] ”Hay que tomarse la Constitución en serio”, El País, 10 de abril de 2020

[4] ”Estado de excepción, no de alarma”, El Mundo, 20 de abril de 2020

[5] “La Constitución bajo el estado de alarma”, El Pais, 20 de abrirl de2020

[6] ”Estado de alarma o de excepción”, Estudios Penales y Criminológicos, vol. XL (2020), pp. 1-20 )

[7] “¿Está suspendida o no la transparencia por el estado de alarma?”, en este mismo blog: https://hayderecho.expansion.com/2020/04/20/esta-suspendida-o-no-la-transparencia-por-el-estado-de-alarma/

[8] “Crisis sanitaria, no crisis de transparencia”, en https://investigacionapi.com/portada/2020/03/30/crisis-sanitaria-no-crisis-en-transparencia/

[9] “Transparencia y crisis sanitaria”, en El Heraldo, 20 de abril de 2020, https://www.heraldo.es/noticias/opinion/2020/04/21/transparencia-y-crisis-sanitaria-jose-maria-gimeno-la-firma-1370658.html

[10] https://www.informationcommissioners.org/covid-19

[11] Que en su página web afirma expresamente que “ha suscrito la Declaración de la Conferencia Internacional de Comisionados de Información…. y ha defendido el derecho de acceso a la información de la ciudadanía en el marco de la pandemia global del coronavirus”: https://www.ctpdandalucia.es/

[12] https://www.access-info.org/es/blog/2020/04/27/espana-acceso-informacion-covid19/

[13] https://www.access-info.org/blog/2020/04/21/eu-council-maintains-timeframes-responding-access-requests/

[14] Sobre ello próximamente, vid Federico Andreucci, “Consideraciones sobre las excepciones de la Agencia de Acceso a la Información Pública de la República Argentina respecto de la suspensión de plazos administrativos por la pandemia de Coronavirus”, en Derecho Digital e Innovación, nº 5, todavía no publicado al escribir estas líneas.

[15] http://datos.cis.es/pdf/Es3279mar_A.pdf

[16] Curso de Derecho Administrativo, I, 2017, Madrid: Civitas.

[17] Sobre suspensión de plazos en el estado de alarma, por todos, Alfonso Melón Muñoz, “Algunas consideraciones sobre la suspensión de plazos sustantivos, administrativos y procesales derivada del estado de alarma declarado por la pandemia de coronavirus COVID-19”, El Derecho, 1 de abril de 2020: https://elderecho.com/algunas-consideraciones-la-suspension-plazos-sustantivos-administrativos-procesales-derivada-del-estado-alarma-declarado-la-pandemia-coronavirus-covid-19

[18] El Pobrecito Hablador. Revista Satírica de Costumbres, n.º 11, enero de 1833, Madrid. Puede consultarse en http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/vuelva-usted-manana–0/html/ff7a5caa-82b1-11df-acc7-002185ce6064_2.html