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Sesiones parlamentarias telemáticas: posibilidad y realidad.

Son numerosas las voces que desde la declaración del estado de alarma reclaman, por la epidemia del coronavirus, la posibilidad de que se generalice la celebración de reuniones telemáticas de los plenos de distintos órganos constitucionales y administrativos, con el fin de salvaguardar el ejercicio de las funciones que les corresponde, así como la seguridad y salud de quienes se verían involucrados en la celebración presencial de dichas reuniones. Reclamo planteado desde el mundo periodístico al académico, así como en el seno de distintas formaciones políticas, la posible celebración de plenos telemáticos es una cuestión que requiere un análisis sosegado, que se torna en delicado cuando afecta al Pleno del Congreso de los Diputados, quizás el caso más mediático de cuantos se plantean.

Lógicamente, queda fuera de toda discusión que la situación actual obliga a las instituciones —como así han hecho los particulares— a un ejercicio de adaptación. La imprescindible ponderación de la seguridad sanitaria y de la no interrupción del funcionamiento de las Cortes Generales, como predica el art. 116.5 de la Constitución, obliga a tomar ciertas medidas, siendo pertinente el planteamiento de hipotéticas sesiones telemáticas.

En esta línea debemos recordar, antes de abordar el particular caso de la Cámara Baja, que la declaración del estado de alarma ha desencadenado dos reformas legislativas que han permitido la celebración de reuniones telemáticas del Consejo de Ministros, con la nueva disposición adicional tercera de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno (introducida por el Real Decreto-Ley 7/2020), y de los órganos colegiados de las Entidades Locales, con el nuevo apartado 3 del artículo 46 de la Ley de Bases de Régimen Local (tras la aprobación del Real Decreto-Ley 11/2020). Son dichas modificaciones, en ambos supuestos, el cauce necesario para que, con plenas garantías jurídicas, una forma de reunión previamente imposible jurídicamente pueda pasar a celebrarse bajo unas condiciones y ante ciertas circunstancias.

La especificidad parlamentaria requiere, sin embargo, una cierta reflexión. Primero, el art. 79.1 de la Constitución exige para la adopción de acuerdos que las Cámaras estén “reunidas reglamentariamente y con asistencia de la mayoría de sus miembros”. Más detalladamente, el Reglamento del Congreso, en su art. 70.2, parece dejar poco espacio a la flexibilidad interpretativa: “Los discursos se pronunciarán personalmente y de viva voz. El orador podrá hacer uso de la palabra desde la tribuna o desde el escaño”. En este sentido, el Tribunal Constitucional ha reforzado el carácter exclusivamente presencial de las sesiones plenarias, al afirmar la STC 19/2019, que “el ejercicio de las funciones representativas ha de desarrollarse, como regla general, de forma personal y presencial”, valorando incluso que la decisión del voto pueda surgir “de la interrelación directa e inmediata entre los representantes”, por lo que, sigue el Tribunal Constitucional, “es preciso que los parlamentarios se encuentren reunidos de forma presencial, pues solo de este modo se garantiza que puedan ser tomados en consideración aspectos que únicamente pueden percibirse a través del contacto personal”. Es cierto que esta sólida afirmación del Tribunal Constitucional ha de enmarcarse en el recurso que resolvía —la hipotética investidura de Carles Puigdemont como Presidente de la Generalitat de Cataluña por vía telemática— y que dista de las circunstancias en las que desgraciadamente ahora nos encontramos.

Segundo, a diferencia del Consejo de Ministros, o, incluso, de otras reuniones telemáticas de órganos colegiados, como es el pleno del Tribunal Constitucional u otros órganos constitucionales, en el caso de las Cortes Generales, algo extensible a las asambleas autonómicas, entra en juego el respeto al derecho fundamental a la participación política, que el art. 23 de nuestra Constitución proclama. Así, recordemos que la asistencia a las sesiones parlamentarias es un derecho, y un deber, de nuestros parlamentarios, y, además, supone el ejercicio del art. 23.2, en su vertiente del ius in officium, es decir, como conjunto de derechos que se atribuyen al diputado en el ejercicio de tal condición. Por lo que, yendo más allá, supone el ejercicio de dicho derecho por todos y cada uno de los ciudadanos, toda vez que, a resultas de la jurisprudencia constitucional, son los diputados ejerciendo sus funciones los que permiten que los ciudadanos ejerzan el derecho a la participación política por medio de representantes. Por ello, además de las previsiones reglamentarias que regulen posibles incidencias, han de existir unos requisitos técnico-logísticos que impidan que un diputado se vea privado de la asistencia telemática, y de las consecuentes prerrogativas: hacer uso de la palabra o pedir turno de alusiones, entre otras. Ejemplos recientes, como el de la Asamblea de Madrid, que el pasado 23 de abril no pudo celebrar su primer pleno telemático por problemas técnicos, demuestran que, en estos casos, sería especialmente gravoso que por una deficiencia técnica —una mala conexión a la Red, un problema informático, etc.— se privara a un diputado de presencia telemática, o, lo que sería peor, de votación, lo cual afectaría directamente a la formación de la voluntad de la Cámara.

Esto último nos permite conectar con una derivada, menos comentada, pero quizá más relevante, como es la votación en las sesiones plenarias. La menor complejidad logística en aquellas sesiones sin votación —comparecencias del Gobierno, preguntas o interpelaciones— facilitaría la celebración de sesiones telemáticas, al ser el debate en sí el fin de dichas sesiones. Sin embargo, en las sesiones en las que pueda haber votación, la complejidad aumenta. En este supuesto, el Tribunal Constitucional, en la misma sentencia arriba citada, deja claro que solo cabe excepcionar este principio de voto presencial cuando así lo prevea el reglamento, debiéndose siempre garantizar “que [se] expresa la voluntad del parlamentario ausente y no la de un tercero que pueda actuar en su nombre”. Así, en el caso del Congreso de los Diputados, el art. 82 del Reglamento solamente recoge como posibles supuestos de voto telemático los “casos de embarazo, maternidad, paternidad o enfermedad grave”, que además supone que esos diputados, no presentes, pero autorizados a votar telemáticamente, sí computan como si estuvieran en el Salón de Sesiones.

Antes de plantear la posibilidad de que se celebren estos plenos telemáticos, resulta ilustrador detallar la solución que se está dando actualmente en el Congreso. Partiendo de la conocida flexibilidad del Derecho Parlamentario, en la Carrera de San Jerónimo se han mantenido los plenos presenciales, con una asistencia reducida de diputados —en torno a 50 diputados por sesión— y con una extensión del voto telemático a aquellos que siguen la sesión telemáticamente. Es, en realidad, una solución híbrida pero que es el límite legal al que se podía llegar. No caben plenos íntegramente telemáticos y la solución ha pasado por que la Mesa del Congreso de los Diputados extienda el voto telemático a todos aquellos diputados que así lo deseen, ampliando las razones que antes lo permitían. Ahora se admite en un caso aún más excepcional, como es la actual epidemia, lo que ha supuesto que en torno a 300 diputados de media emitan su voto por vía telemática, con el fin, por un lado, de que se eviten desplazamientos y sus consecuentes riesgos, y, por otro lado, de que el Congreso ejerza sus funciones con una cierta normalidad.

Negar la posibilidad de celebrar un pleno telemático en el Parlamento español no responde a una rigidez institucional, provocada por una acérrima defensa de algo que, efectivamente, es inherente al hecho parlamentario, como es el debate presencial o la deliberación. Es, en realidad, un celo de que toda adaptación, por necesaria y urgente que sea, se concrete mediante una adecuación reglamentaria previa, que sustente jurídicamente tal adaptación. Dicho de otro modo, asegurar que toda modificación sustancial del funcionamiento del Parlamento no se haga con carácter arbitrario o sin el necesario apoyo legal, que es la vía que lo protege, como ha ocurrido en las Entidades Locales. No pretendemos entrar a valorar si las razones que motivan esta posible excepción al carácter presencial del debate parlamentario son suficientes para impulsar dicho cambio, sino aclarar que los plenos telemáticos solo podrán llegar a nuestra escena parlamentaria mediante una reforma reglamentaria ad hoc, para lo cual es imprescindible voluntad política.

 

Las residencias de ancianos en el punto de mira

La crisis sanitaria provocada por el coronavirus nos ha hecho poner el foco de atención, inevitablemente, en las residencias de la tercera edad. El alto índice de mortalidad que se ha generado en estos centros, tanto públicos como privados, a pesar de las medidas adoptadas ad hoc por las autoridades competentes, nos lleva a examinar previamente el régimen obligacional de estos centros de servicios sociales para, en un análisis posterior, conocer el alcance de sus posibles fuentes de responsabilidad.

I.- Medidas de prevención y control de la pandemia en las residencias.

Comenzamos examinando el régimen obligacional de la Orden SND/265/2020, de 19 de marzo, de adopción de medidas relativas a las residencias de personas mayores y centros socio-sanitarios, ante la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, que contiene una batería de medidas organizativas y de coordinación, orientadas a reducir el riesgo de contagio y a tratar de la forma más adecuada a los ancianos que sufran esta enfermedad. Entre otras, esta Orden aborda medidas para el diagnóstico, seguimiento y derivación de los enfermos. A estos efectos prevé que, siempre que exista disponibilidad, deberá realizarse la prueba diagnóstica de confirmación a los casos que presenten sintomatología de infección respiratoria aguda, para confirmar posible infección por COVID-19. Para ello, el personal de la residencia deberá ponerse en contacto con el centro de Atención Primaria asignado, que actuará de forma coordinada con el médico de la residencia, si se cuenta con este recurso y, si se cumplen criterios de derivación a un centro sanitario, se activa el procedimiento establecido para tal efecto.

Detengámonos aquí para mencionar dos consideraciones de interés. La primera que si, como ha acontecido en la práctica, no existe la posibilidad de efectuar esas pruebas diagnósticas, los protocolos de aislamiento adoptados por esta Orden podrían ser de dudosa eficacia. La segunda, que la residencia puede disponer o no de un médico interno que se coordine con el centro de salud correspondiente, pero ello dependerá de la legislación que en cada caso contemplen las administraciones autonómicas competentes en materia de asistencia social. En consecuencia, la tenencia de servicio médico interno no es una obligación que dimane de esta Orden.

En todo caso, aunque se disponga de un servicio médico y farmacológico, no se puede confundir ese servicio, ciertamente limitado, con el concepto de residencias “medicalizadas” que venimos oyendo estas últimas semanas. En efecto, se trata de un concepto que parece referirse a residencias que pudieran llegar a contar con idénticos medios materiales y humanos que un centro de salud u hospitalario como tal. La Orden no contempla esta opción con carácter obligatorio entre sus medidas, sino que contempla expresamente la coordinación con el médico interno de la residencia, si lo hubiere y, en su caso, la derivación del residente a un centro sanitario. Sin embargo, faculta a la autoridad sanitaria autonómica para que pueda modificar la prestación de servicios del personal sanitario vinculado con las residencias, con independencia de su titularidad pública o privada, así como del personal vinculado con atención primaria, hospitalaria o especializada extrahospitalaria para, en su caso, adaptarlos a las necesidades de atención en las residencias. Parece un tímido acercamiento a la posibilidad de implementar residencias medicalizadas, pero solo enfocado al personal sanitario y, en todo caso, como una mera facultad de la que puede hacer uso, o no, la autoridad sanitaria autonómica.

Al hilo de lo anterior, la posterior Orden SND/275/2020, de 23 de marzo, por la que se establecen medidas complementarias de carácter organizativo, así como de suministro de información en el ámbito de los centros de servicios sociales de carácter residencial en relación con la gestión de la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19 (modificada después por la Orden SND/322/2020, de 3 de abril), da un paso más allá. Esta Orden, de entrada, comienza por clarificar que su ámbito de aplicación alcanza a las residencias de titularidad pública y privada, determinando que éstas últimas también tienen la consideración de operadores de servicios esenciales. Además, obliga a mantener la actividad de todas las residencias de la geografía nacional, sin que puedan adoptar medidas que conlleven el cierre, reducción o suspensión de actividades o de contratos laborales a causa de la emergencia originada por el COVID-19, con ciertas salvedades.

Lo más destacable de su articulado es que amplía el elenco de facultades de las autoridades sanitarias autonómicas, con la posibilidad de intervenir las residencias. Para esa finalidad, cita un elenco de actuaciones numerus apertus y, entre ellas, destacamos dos: i) la puesta en marcha de nuevos centros residenciales y la modificación de la capacidad u organización de los existentes y ii) modificar el uso de los centros residenciales para su utilización como espacios para uso sanitario, que será especialmente de aplicación en los casos en los que el centro residencial cuente con pacientes confirmados por COVID-19. Es esta Orden la que contempla la posibilidad, tampoco con carácter obligacional, de implementar residencias “medicalizadas”, pero siempre bajo el criterio de la autoridad sanitaria autonómica, en función de la situación epidémica y asistencial de cada residencia o territorio concreto, atendiendo a principios de necesidad y de proporcionalidad para efectuar dicha intervención.

II.- El régimen jurídico aplicable a las residencias de la Comunidad de Madrid: especial referencia a las residencias “medicalizadas”.

Las competencias en materia de asistencia social se han asumido por las Comunidades Autónomas en sus distintos Estatutos de Autonomía, bajo la previsión del art. 148.1, apartado 20, de nuestra Carta Magna, puesto que no estamos ante una competencia exclusiva del Estado. Ello sin olvidar que la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local, en su art. 27.3 c) permite también delegar competencias en materia de servicios sociales a las entidades locales.

El régimen competencial es difuso y, además, debemos sumarle la vis atractiva competencial del Estado que trae causa de la declaración del estado de alarma mediante la aprobación del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. Esto supone que los títulos competenciales autonómicos y locales no quedan directamente alterados por la situación de alarma, pero el ejercicio ordinario de esas competencias queda parcialmente afectado, dado que las medidas del Gobierno durante el estado de alarma pueden alcanzar cualquier materia.

Dada la dispersión y la variedad competencial y legislativa, centraremos este análisis únicamente en las normas aplicables en la Comunidad de Madrid. En este caso, las residencias se regulan en la Ley 11/2002, de 18 de diciembre, de Ordenación de la Actividad de los Centros y Servicios de Acción Social y de Mejora de la Calidad en la Prestación de los Servicios Sociales de la Comunidad de Madrid y, a los efectos que nos ocupan, revierte interés destacar que el ámbito de aplicación alcanza a todos los centros, con independencia de su titularidad pública o privada, así como de su tipo de gestión, pues también se da el caso de modelos mixtos en los que se presta un servicio público pero el gestor de la residencia es privado, ya sea bajo la modalidad del concierto o la concesión de servicios.

Esta ley autonómica, en su art. 17 b) regula las condiciones funcionales mínimas que deben cumplirse en los centros y servicios de acción social, destacando como primordial la atención social y sanitaria adecuadas. Por su parte, la Orden 766/1993, de 10 de junio, de la Consejería de Integración Social, por la que se aprueba el Reglamento de Organización y Funcionamiento de las Residencias de Ancianos que gestiona directamente el Servicio Regional de Bienestar Social, exige que todas las residencias públicas madrileñas, pues en su ámbito de aplicación no incluye expresamente a las privadas, dispongan de una Unidad de Atención Sanitaria y Farmacológica, pero con los límites que se regulan en ese Reglamento. Si atendemos a su art. 22, podemos comprobar que el servicio que se presta en las residencias es complementario a la atención pública o privada que pudiera corresponder al residente. Por tanto, al menos en las residencias públicas de la Comunidad de Madrid debe disponerse de un servicio médico y farmacológico interno, pero no se contempla que, de forma obligatoria, se trate de residencias “medicalizadas”. Sencillamente, porque la atención sanitaria de este Reglamento contempla consultas al servicio médico bajo petición y en función de los horarios establecidos en cada centro, así como un control sobre la evolución y revisiones periódicas, pero también la derivación al centro facultativo correspondiente, por lo que se deduce que el alcance de este servicio es limitado y no puede equipararse, en ningún caso, al de un centro sanitario.

Sin perjuicio de lo anterior, a la vista de la emergencia sanitaria y de las facultades de intervención que el Ministerio de Sanidad ha delegado a las autoridades sanitarias autonómicas, la Comunidad de Madrid ha aprobado la Orden 1/2020, de 27 de marzo, conjunta de la Consejería de Sanidad y de la Consejería de Políticas Sociales, Familias, Igualdad y Natalidad, por la que se dictan instrucciones para la aplicación de la Orden SND/275/2020, de 23 de marzo, de adopción de medidas relativas a las residencias de personas mayores y centros socio-sanitarios, ante la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19.

Ateniendo a esta Orden autonómica, la medida de intervención consistente en modificar el uso de los centros residenciales para su utilización como espacios para uso sanitario, es decir, la implementación de residencias “medicalizadas” se adoptará por la autoridad sanitaria competente, previa propuesta justificada y razonada en relación con su necesidad y viabilidad, formulada por la Dirección General de Atención al Mayor y a la Dependencia o de la Dirección General de Atención a Personas con Discapacidad. Por tanto, tampoco esta Orden contempla esta opción como un marco jurídico obligado, sino que dependerá de su necesidad y viabilidad, dejando la puerta abierta a la discrecionalidad del organismo autonómico competente.

III- Consideraciones finales sobre la situación actual.

Hasta la fecha, a pesar del cruce de reproches de corte político de los que se han hecho eco los medios de comunicación, se desconoce si se ha llegado a adoptar esta medida de intervención en las residencias en la Comunidad de Madrid, pero no parece ser el caso.

Lejos de ello, sí ha trascendido que algunas entidades locales madrileñas, como Alcorcón y Leganés, se han visto en la obligación de recabar el auxilio judicial para obtener un pronunciamiento que supla la inactividad de las autoridades sanitarias autonómicas en las residencias de ancianos ubicadas en ambos términos municipales, como último recurso para proteger el derecho a la protección de la salud de los residentes, reconocido en el art. 43 de la Constitución. Tan es así, que la Sala de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Madrid mediante autos de 21 y 27 de abril de 2020 ya ha adoptado medidas cautelarísimas, inaudita parte, ordenando a la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid que dote de manera inmediata a residencias de ancianos del personal sanitario necesario, así como de los medios precisos para desarrollar pruebas diagnósticas y cumplir, precisamente, lo previsto en la Orden SND/265/2020, de 19 de marzo que hemos analizado previamente. 

Para no extendernos en demasía y, dado que la casuística es indudablemente muy amplia, dejaremos para un análisis diferenciado en este blog el régimen de responsabilidad inherente a las residencias de ancianos.

El revestimiento jurídico de la “desescalada” ¿Estado de alarma?

El pasado martes 28 de abril el Gobierno aprobaba su Plan para la transición hacia una nueva normalidad y en su recurrente intervención de los sábados anunciaba que solicitaría una nueva prórroga del estado de alarma. Recordemos que en las fases que se proyectan, sobre todo las iniciales, seguirá habiendo serias limitaciones a nuestras libertades amén de que la crisis sigue reclamando como mínimo una gran coordinación entre administraciones si no un mando único. Ello sin perjuicio de que, como ha señalado también el Presidente del Gobierno, la “cogobernanza” deba ser clave en esta fase. Bienvenido, por tanto, si el Gobierno se ha dado cuenta de que debe hacer un esfuerzo aún mayor para contar en la toma de decisiones tanto con la oposición como con las administraciones autonómicas y locales. Sin embargo, el problema ha surgido cuando varios grupos parlamentarios –no solo de la oposición, sino también algunos grupos que apoyaron la investidura de este Gobierno- han anunciado que no votarán a favor de la prórroga del decreto del estado de alarma. La respuesta del Gobierno, por su parte, ha sido situar a estos ante el abismo: no hay un plan B al estado de alarma.

Así las cosas, desde la perspectiva jurídica, podemos preguntarnos: ¿es el estado de alarma la vía más adecuada para dar cobertura a la desescalada como sostiene el Gobierno? ¿Es verdad que no hay otras alternativas? Pues bien, en buena medida la respuesta a la segunda pregunta es presupuesto de la primera. Y es que solo es posible declarar cualquiera de los estados de emergencia previstos en el art. 116 CE “cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes” (art. 1.1 Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio). Es decir, estamos ante instrumentos de extrema ratio de forma que solo se puede acudir a la declaración de estos estados si los poderes ordinarios son insuficientes.

Cuando nos encontramos ante crisis sanitarias los poderes ordinarios vienen delimitados en particular por la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública. Esta norma prevé que las autoridades sanitarias competentes puedan adoptar medidas de “reconocimiento, tratamiento, hospitalización o control” de ciudadanos ante situaciones que supongan un riesgo para la salud (art. 2) y, además, cuando se trate de enfermedades transmisibles –como es el caso-, “además de realizar las acciones preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible” (art. 3). Asimismo, el art. 54 de la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública prevé medidas especiales y cautelares para situaciones excepcionales y de extraordinaria gravedad, exigiéndose que se dé audiencia previa a los interesados, “salvo en caso de riesgo inminente y extraordinario para la salud de la población”. Medidas similares se contemplan en la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad (art. 26) y en la legislación autonómica correspondiente. Además, cuando tales medidas supongan “privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental”, el art. 8.6 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativaestablece la necesidad de que se solicite una autorización o ratificación judicial.

Se observa, por tanto, como las facultades que recogidas por la legislación ordinaria para responder a una crisis sanitaria son muy amplias. De hecho, esta fue la base jurídica en la que se apoyaron algunas de las decisiones que fueron adoptadas por algunas Comunidades Autónomas antes de que se decretara el estado de alarma. Así, entre las medidas más graves, destacan la cuarentena que se decretó el Gobierno canario en relación al hotel de Adeje; el confinamiento de varios municipios en Barcelona ordenado por el Gobierno catalán (Resolución INT/718/ 2020, de 12 de marzo de 2020); y el decretado por el Gobierno de Murcia para los municipios costeros, entre otras medidas de prevención (Orden de la Consejería de Salud por la que se insta la activación del Plan Territorial de Protección Civil de la Región de Murcia (PLATEMUR) para hacer frente a la pandemia global de Coronavirus (COVID-19)). El decreto del estado de alarma ratificó todas estas medidas en tanto fueran compatibles con el mismo y sin perjuicio de la necesaria ratificación judicial (DF 1ª).

De manera que, si tan intensas pueden ser las medidas amparadas por la legislación ordinaria, podría pensarse que en esta fase de desescalada ya no es necesario mantener el estado de alarma y bastaría con los poderes ordinarios indicados. Sin embargo, a mi entender ya en aquellos primeros momentos se estiraron al máximo estos poderes hasta casi desbordarlos –así lo sostuve en un artículo anterior –aquí-. Considero que los mismos están pensados para supuestos de afectaciones individualizadas de derechos o, como mucho, en los que se vean afectados un número limitado de personas, de ahí la lógica de que en la medida de lo posible se dé audiencia previa a los interesados y que se ratifiquen judicialmente las medidas. Imaginemos en la posición en la que quedaría aquel juez que tuviera que evaluar la proporcionalidad y necesidad de las medidas generales que en cada momento vaya adoptando la autoridad sanitaria. De ahí que,si de lo que hablamos es de restricciones generalizadas, proyectadas sobre un amplio espectro personal y sobre una variedad de derechos y libertades, la lógica sea la del Derecho constitucional de emergencia del art. 116 CE, con un control fundamentalmente político –aunque también pueda darse en última instancia el jurisdiccional-. A mayores, la magnitud de la crisis que, aunque de forma desigual, se extiende por todo el territorio justifica la existencia de ese mando único que centralice la toma de decisiones a nivel nacional,por mucho que se enfatice la necesaria colaboración y coordinación con otras autoridades según lo dicho; algo que solo es posible declarando el estado de alarma. Por el contrario, con los poderes ordinarios la autoridad competente para la adopción de decisiones recaería principalmente en los Gobiernos autonómicos, quedando relegado el Gobierno nacional a una posición residual limitada a las competencias para coordinar servicios de las distintas Administraciones Públicas Sanitarias (art. 40.12 Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad).

En conclusión, el “Plan B” que sería recurrir a la legislación ordinaria y que las Comunidades Autónomas, coordinadas por el Gobierno de la Nación, aprobaran las medidas de desescalada no es adecuado constitucionalmente si tenemos en cuenta la intensidad de las restricciones de los derechos que todavía son necesarias y la conveniencia de que se mantenga un mando único para la adopción centralizada de las decisiones. Lo más correcto es mantener el estado de alarma. Eso sí, lo que tampoco es legítimo por parte del Gobierno es distorsionar la realidad mezclando churras con merinas. Los ERTE y otras medidas económicas para afrontar los efectos de la crisis no tienen por qué ir anudados a la declaración del estado de alarma. Podrían darse las unas sin el otro. Asimismo, si en su momento el Gobierno hubiera decretado el estado de excepción para la adopción de las medidas más intensas de confinamiento, que a juicio de algunos desbordaban el ámbito de las previsiones del estado de alarma –como estudiaba en el artículo antes señalado –aquí-, ahora se vería con más nitidez como las medidas menos restrictivas que se adoptan en la desescalada encajan perfectamente en las del estado de alarma: cómo hemos pasado de una prohibición de ejercer la libertad de circulación, con algunas excepciones, a un ejercicio sometido a severas condiciones, por poner un ejemplo. Por último, a nivel político, el Gobierno debería también replantearse la necesidad de reconstruir una mayoría política que sostenga el proyecto de reconstrucción del país, habida cuenta de los frágiles apoyos parlamentarios que le dieron la investidura y de la magnitud del reto que reclama una gran coalición. Aventuro, para ello, que el cauce constitucional tendría que ser la presentación de una cuestión de confianza ante el Congreso cuando las urgencias sanitarias nos permitan pensar en el futuro político, económico y social del país.

 

 

 

 

 

 

Estado, pandemia y medio ambiente

Hace unos días, la Agencia EFE ) me entrevistó a raíz de la publicación de mi reciente monografía Constitución, ciudadanía y medio ambiente (Dykinson). El objeto de esta tribuna de opinión es compartir algunas de las reflexiones manifestadas al respecto y relación a la pandemia que nos asola

La primera idea fuerza que quiero manifestar es que la pandemia generada por el COVID-19 demuestra que necesitamos otro modo de vida, más conforme con los valores naturales, más protector de lo que nos rodea, de la vida, considero que ese es el valor esencial a cuidad y proteger.

Podemos comprobar, ya ha hay informaciones y estudios que lo están evidenciando, la actual situación de confinamiento en la que estamos la sociedad española, y buena parte de la mundial, se ha traducido en la reducción de la contaminación y en la recuperación de espacios naturales por los animales.  Una de las propuestas a modo de conclusión de mi nuevo libro, que recoge el contenido esencial de mi reciente Tesis Doctoral , consistente en la necesidad de una progresión histórica del Estado de derecho, democrático y social a una cuarta dimensión, que sería el Estado ecologista, considero se ve reforzada por las graves circunstancias que estamos atravesando desde hace ya varias semanas, la crisis mundial provocada por el coronavirus.

En este ya algo largo período, la naturaleza está demostrando que había parcelas que había invadido el ser humano. Al ser confinados en nuestros domicilios, esta ha vuelto a dar un paso y especies de animales que no transitaban por algunas partes de algunas zonas naturales lo están haciendo de nuevo.

A mi juicio, situaciones como el hecho de que la no movilidad de vehículos privados esté haciendo reducir de una manera importantísima los índices de contaminación en las grandes ciudades proyectan síntomas que tienen que convertirse en lecciones a futuro. Nuestros municipios tienen su aire más limpio, es algo paradógico, pero el entorno vital que tenemos es más saludable, menos contaminación, menos ruido.

Considero que el modo de vida que teníamos, que tenemos, es muy agresivo con los valores naturales, y este período de parón del ser humano, que es lo que se está produciendo por razón de una pandemia, la naturaleza (entre comillas) lo está agradeciendo.

No obstante, es obvio que no es deseable que se esté dando esta situación por ser consecuencia de una pandemia,  tendríamos que ser conscientes de esta realidad que acabo de esbozar, como expongo a mis alumnos cuando les explico el medio ambiente en la Constitución, porque, por ejemplo, no es sostenible la vida que llevamos cuando, por ejemplo, una persona que pesa 60 o 70 kilos se transporte con una máquina que pesa 1.200 o 1.500 kilos. Debemos pensar en medios de transporte colectivo, compartidos, andar o ir a los sitios de trabajo u ocio en bici.

En mi opinión, la pandemia no debería quedar en vacío y, aparte de otras lecciones que estamos viendo, sociales, de solidaridad, de imaginación, de investigación y desarrollo acelerados, la gran lección es respetar el entorno, y que a futuro podamos dejar a los que vienen después, como se viene diciendo desde 1987 (informe que elaboró la primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland que propuso el concepto de desarrollo sostenible), como mínimo la misma situación ecológica que disfrutamos ahora, pero en ningún caso peor.

Cuando en estas fechas de abril se está hablando por parte de nuestros representantes públicos de hacer un gran acuerdo de reconstrucción social y económica de España, lo que me parece importante que debe tener ese futuro y deseable acuerdo es un contenido muy importante de la preservación de los valores naturales, introducir ese Estado ecologista que propongo, como una cuarta evolución del Estado de derecho, del Estado democrático y del Estado social. Nuestra fórmula constitucional de Estado social y democrático de Derecho se vería sin duda enriquecida y actualizada.

En la última de las treinta conclusiones de mi tesis doctoral, que forma parte de mi reciente libro, abogo, como digo, por un Estado ecologista como una profundización y especial compromiso del Estado social. Literalmente lo expreso así: “Posiblemente, la tercera década del siglo XXI será el momento en que deba surgir el “Estado ecologista”, como una profundización y especial compromiso del Estado social. La estructura estatal, como organización racional del poder político, que empezó siendo un Estado liberal de Derecho, que evolucionó hacia el Estado democrático y, finalmente, pensando en el bienestar material general, llegó a ser un Estado social en el siglo XX, quizá en la tercera década del presente siglo, esa estructura política Estado ha de pensar en el entorno de vida que nos rodea, con carácter transversal y prioritario, y convertirse así, en una cuarta dimensión, en un “Estado ecologista”.

Relacionado con esta propuesta, en mi tesis doctoral recojo un contenido importante de la actual la Constitución de Ecuador, que introduce el concepto de in dubio pro natura, es decir, en caso de duda en el momento de tomar una decisión de Estado, debe prevalecer el respeto a la naturaleza. En mi tesis y en el reciente libro derivada de la misma, planteo que en una futura reforma constitucional de España se inserte este principio general.

Para concluir, y muy relacionado con lo anterior, considero esencial e histórico del papel de la Unión Europea en la defensa del medio ambiente, y lo sigue siendo en el actual mandato de la Comisión Europea con su Pacto Verde Europeo, y valoro también como importante el paso dado en el Gobierno al elevar al rango de vicepresidencia al Ministerio de Transición Ecológica, que esperemos se traduzca en hacer más medioambiental toda la acción pública del Estado y del resto de poderes públicos en nuestro país.

Todos mirando a Europa

No han transcurrido 10 años de la última crisis económica que amenazó con llevarse el proyecto europeo por delante o al menos uno de sus aspectos nucleares (la moneda única), cuando de nuevo, con ocasión del Covid-19, otra vez todas las miradas se dirigen a la Unión Europa (UE).

Llegados a este punto, cabe preguntarse si la UE está mejor equipada para afrontar la crisis económica que se avecina y en todo caso sí se han aprendido algunos errores del pasado.

Conviene recordar que no fue hasta la llegada de Mario Draghi a la presidencia del Banco Central Europeo en 2011 con su famoso discurso “whatever it takes” de julio de 2012 ”haré todo lo necesario para preservar el euro, y créanme será suficiente” cuando comenzó a juicio de muchos, a iniciarse la verdadera salida a la crisis económica mediante la decisión del Banco Central Europeo (BCE) (Decisión del BCE de 6 de septiembre de 2012 y Decisión BCE 2015/774, de 4 de marzo de 2015) de adquirir deuda pública de algunos Estados miembros en los mercados secundarios reduciendo la famosa “prima de riesgo” que amenazaba con ahogar financieramente a algunos países.

Traigo deliberadamente a colación este ejemplo por ilustrativo, porque, en este año 2020, vuelve a detectarse como en aquel entonces en el debate público europeo por parte de algunos dirigentes una visión estereotipada, reduccionista y dicotómica, que pretende reproducir la fábula de la hormiga (países del norte) con la de la cigarra (países del sur).

Y es que en la pasada crisis económica fueron precisamente algunos dirigentes – no todos – de la órbita del norte, – bajo una perspectiva más de tipo moral que con fundamento económico – los que más se opusieron y retrasaron la intervención del BCE, en el mercado secundario de bonos soberanos, porque argumentaban ello incitaba a no seguir una sana política presupuestaria, cuando se ha demostrado que dicha intervención, junto con las necesarias reformas estructurales, supuso un balón de oxígeno para los países miembros más vulnerables, por cuanto la factura del pago de intereses (prima de riesgo) se comía todo el esfuerzo realizado en los ajustes presupuestarios, cayendo en un círculo vicioso de muy difícil salida, y que, gracias en parte a la intervención del BCE, se logró escapar de él.

En otros países como por ejemplo EEUU, la Reserva Federal (el equivalente al BCE) en la anterior crisis actuó de inmediato para sofocar el incendio financiero, mientras que en Europa nos enfrascábamos en debates más teóricos que prácticos.

Incluso el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) se ha tenido que pronunciar en sendas sentencias de 16-06-2015 (C-62/14) y de 11-12-2018 (C-493/17), resolviendo dos cuestiones prejudiciales planteadas por el Tribunal Constitucional Alemán, dictaminando que la compra de bonos soberanos en los mercados secundarios no es contraria a los artículos 119, 123, apartado 1, y 127, apartados 1 y 2, todos ellos del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (en adelante TFUE).

Algunos dirigentes públicos opinaban que la elevada prima de riesgo reflejaba la falta de capacidad y voluntad del país en cuestión para realizar los ajustes presupuestarios necesarios. Pues bien, resulta muy revelador el fundamento jurídico 72 de la Sentencia del TJUE de fecha 16/06/2015 que indica: “…los tipos de interés de los bonos soberanos de los diferentes Estados de la zona euro experimentaban una gran volatilidad y unas divergencias extremadamente importantes Según el BCE, tales divergencias no se debían únicamente a las diferencias macroeconómicas entre esos Estados, sino que tenían su origen, en parte, en la exigencia de primas de riesgo excesivas para los bonos emitidos por ciertos Estados miembros, destinadas a cubrir el riesgo de estallido de la zona euro”.

Igualmente, conviene también reproducir el FJ 144 de la Sentencia del TJUE de fecha 11/12/2018, donde se señala que “…la Decisión 2015/774 – del BCE- no tiene por efecto neutralizar en los Estados miembros beneficiarios la incitación a aplicar una sana política presupuestaria”. 

Con esto tampoco quiero llegar a la tesis igualmente simplista y sesgada contraria, de acusar a nuestros compatriotas europeos de falta de compromiso (como si a ellos no les afectase también las crisis y sus poblaciones no tuvieran también problemas económicos).

En estos momentos tan cruciales nada puede resultar más contraproducente y dañino que dividir a la UE en bloques norte/sur, derrochadores/austeros, sino, al contrario, trascender por parte de todos dicha división y ser conscientes de que nos une un pasado brillante de paz y prosperidad, y un gran potencial de futuro por descubrir, que no se encuentra ni en la polarización, ni en las etiquetas ni en los dogmas, sino en el pragmatismo, el pacto y en el reconocimiento del otro, como parte integrante de un proyecto compartido como es el europeo.

Por ello cobran tanta importancia las palabras pronunciadas por la Presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen en su discurso en el Parlamento Europeo de 16 de abril de 2020 “ha llegado la hora de dejar atrás las antiguas divisiones, disputas y recriminaciones. La hora de salir de nuestras posturas atrincheradas”.

Recuperando el razonamiento de si estamos ahora en mejor disposición institucional para afrontar la crisis, y continuando con el ejemplo del BCE; en la pasada tormenta económica dicha institución tardó casi 4 años en actuar adquiriendo bonos soberanos, mientras que en la presente crisis el BCE, en menos de 1 mes (con fecha 18 de marzo de 2020) anunció un programa de compras de valores públicos y privados por importe de 750 mil millones de euros.

En la anterior crisis económica, el Consejo Europeo mediante la Decisión 2011/199/UE 25 de marzo de 2011 modificó el artículo 136 del TFUE creando mediante la firma de un Tratado en 2012, el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) para salvaguardar la estabilidad de la zona del euro, si bien sujeto a condicionalidad macroeconómica.

Por tanto, Europa a día de hoy dispone de un mecanismo que no existía al inicio de la pasada tormenta financiera, para prestar asistencia financiera a los Estados miembros que lo necesiten.

El Eurogrupo en su reunión de 09/04/2020 y refrendado poco después por el Consejo Europeo de 23/04/2020 ha acordado inaplicar la tan temida cláusula de la condicionalidad (auténtica pesadilla de los países rescatados), apoyar la novedosa propuesta de la Comisión de crear un Instrumento Europeo de Apoyo Temporal para Mitigar los Riesgos de Desempleo en una Emergencia (SURE) dotado con 100.000 millones de euros, y que no existía en la anterior crisis.

También se ha acordado la creación de un Fondo para la reconstrucción, que en palabras del Presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, “deberá ser de una magnitud suficiente, ir dirigido a los sectores y zonas geográficas más afectados de Europa y ser específico para abordar esta crisis sin precedentes”, la ampliación el marco financiero plurianual (presupuesto comunitario), y otras muchas medidas, movilizando hasta la fecha según datos de la Comisión un total de 3,4 billones de euros.

A la vista de las numerosísimas medidas adoptadas en tiempo record y a la espera de futuras concreciones y detalles, y sobre todo la duración de las medidas de hibernación de la economía, considero que no le falta razón a la Comisión Europea que en su Comunicado (2020) 112 Final de 13/03/2020 dirigido al resto de instituciones europeas en su apartado 7 (página 11) concluye que La Unión se ha dotado de instrumentos audaces desde la última crisis financiera para apoyar a los Estados miembros y garantizar la estabilidad de los mercados financieros. Hemos aprendido la lección de estos años pasados y vamos a actuar, recurriendo a todos los instrumentos a nuestro alcance”

Por último, me gustaría señalar por desmedido, culpar como hacen algunos – incluso por anticipado-  a la Unión Europea de la salida de la crisis. La mejor manera de eludir la responsabilidad propia, es descargar toda la responsabilidad en otros, en este caso Europa, como si ésta fuera un ente ajeno a sus Estados miembros, en posesión de la fórmula mágica para solucionar la crisis de forma rápida e indolora. Además, dicha actitud sin darnos cuenta no hace sino abonar el terreno a los populistas contrarios al proyecto europeo que están deseando que Europa falle.

La Unión Europa no es solamente su entramado institucional, sino que es algo más, es la suma de los esfuerzos, energías, propósitos y valores compartidos de sus Estados Miembros y la solidaridad para tener éxito debe ir acompañada de responsabilidad

El vodevil de las mascarillas como síntoma de un desconcierto creciente

Son muchas las situaciones sorprendentes que han sucedido desde que se inició la crisis sanitaria derivada del COVID-19, pero una de ellas ha despertado pasiones en los debates, y aún hoy reconozco que no soy capaz de encontrar una explicación razonable a lo sucedido: nos referimos a la recomendación sobre el uso de las mascarillas.

Todos aquellos que no somos médicos, virólogos o epidemiólogos iniciamos esta situación con el miedo a lo desconocido, y la confianza en aquellas personas que por su puesto, condición y experiencia deberían aconsejarnos sobre cómo protegernos ante la amenaza del contagio por el COVID-19. La historia es conocida. El Ministerio de Sanidad, las Consejerías de Sanidad, y los departamentos de salud pública se volcaron en consejos sobre mantener una “distancia social” y lavarse las manos con frecuencia. En estos primeros momentos se desaconsejaba el uso de la mascarilla.

Dentro de nuestro desconocimiento de la materia, todos confiamos que eran las recomendaciones apropiadas. Extrañaba ver que en todos los países que tenían mayor experiencia en la lucha contra la pandemia, especialmente los países asiáticos, el uso de la mascarilla era, si no obligatorio,  fuertemente recomendado. Para algunos esta situación era difícil de entender, y las explicaciones por parte de las autoridades no eran demasiado convincentes. Escuchar a uno de los expertos en uno de los países con más éxito en la lucha contra la pandemia, Corea del Sur, hablar sobre lo imprescindible que era el uso de la mascarilla añadía aún más incertidumbre. Cuando le preguntaban a este experto sobre el comportamiento de los países occidentales con las mascarillas, sus palabras, diplomáticas, indicaban que cada país tenía su cultura. Podíamos adivinar por su lenguaje corporal que su pensamiento indicaba que la prepotencia de los países occidentales con este tema les supondría un grave perjuicio.

Las razones que exponían los expertos en España eran ciertamente sorprendentes. Repasemos las sucesivas explicaciones en este inexplicable vodevil:

  1. Inicialmente hablaban de la escasa cultura en occidente para llevar mascarilla. Este razonamiento parecía tener cierto tono supremacista. El occidente rico que contaban con los mejores sistemas sanitarios del mundo no precisaba este tipo de ayudas.
  2. A esta razón, difícil de comprender, le sucedieron razones de índole práctica: al no estar habituados a llevarlas, a diferencia de los ciudadanos de los países asiáticos, el manipularlas mal podría ser más perjudicial que el no llevarlas. Considerando que las televisiones dedican interminables horas al día en la emisión de contenidos relacionados con la pandemia, uno se pregunta si un breve vídeo mostrando cómo debía utilizarse no sería suficiente. Se trata de una mascarilla, y no parece que el entrenamiento requiera más de unos minutos. Parecería que en estos tiempos en que los gobiernos tienden a tratar a los ciudadanos con condescendencia infantil, los expertos entendían que no estábamos preparados para adquirir destreza en el uso de la mascarilla.
  3. Tras este paso, igualmente difícil de justificar, y con los ciudadanos oscilando entre la perplejidad y la desconfianza, pasamos a explicaciones que indicaban que llevar la mascarilla daba una falsa sensación de seguridad a su portador que no parecía aconsejable, porque descuidaría otras medidas de seguridad. Imposible expresar ya el nivel de sorpresa. Sería como si ante los consejos de llevar cinturón de seguridad en el coche, los expertos afirmasen que quizás no sería apropiado porque podría dar una falsa sensación de seguridad que incitaría a los conductores a ir más deprisa. O si al consejo de llevar casco a los motoristas, los expertos lo cuestionasen indicando que está demostrado que los motoristas con casco van más deprisa por la falsa sensación de seguridad y por tanto no debería aconsejarse su uso. Entenderán que el nivel de confianza de no pocas personas en estos expertos estaba ya rozando niveles mínimos.
  4. La excusa estrella siempre ha sido que las mascarillas más extendidas y más baratas, las quirúrgicas, no protegen al que la lleva, sino que evitan que él contagie, por lo que sólo debían llevarse si estabas contagiado. En una enfermedad en que se sabe que los contagiados no siempre muestran síntomas, parecería prudente aconsejar su uso. Y tras unos segundos de reflexión, uno puede llegar a la conclusión que, aunque las mascarillas más sencillas protegen a los otros, no al portador, si todos la lleváramos, todos estaríamos protegidos. No parece un razonamiento muy complejo.
  5. Para terminar, probablemente la razón real era que el fracaso en la prevención hacía que no hubiese suficiente suministro de mascarillas para toda la población y se quería preservar para el personal sanitario. Aún en esta situación parecería prudente indicar con sinceridad que se aconsejaba encarecidamente su uso, pero que, dada la falta de suministro, mientras esta situación se solucionaba, se aconsejaba a la población intentar su fabricación doméstica. A algunos les sonará exótico, pero es justamente lo que hicieron algunos países, quizás menos conocidos, pero que han combatido con extraordinario éxito la pandemia, como la República Checa. Este vídeo fue ampliamente difundido. Quizás sean gobiernos que consideran a sus ciudadanos capaces de entender la situación y encontrar soluciones si el gobierno les trata con transparencia y como personas adultas.

Llegamos al momento actual, y aún encontramos que a nuestros expertos les cuesta hacer una recomendación, o aún más, un encarecido ruego, para que toda la población lleve una mascarilla cuando salga a la calle. A estas alturas, el nivel de credibilidad en estos expertos está irremediablemente resentido. En una enfermedad que se transmite por las vías respiratorias y que los países más exitosos en la contención de la pandemia que nos habían precedido, su población usaba mascarillas de forma masiva, es difícil encontrar explicación al vodevil de excusas y cambios de criterio sobre el uso de la mascarilla. Muy difícil.

El desconcierto con las mascarillas es quizás el exponente más claro del fracaso de las políticas de salud pública en su esfuerzo por contener la propagación de la pandemia. Quiero incidir en la distinción entre políticas sanitarias y políticas de salud pública. Es difícil pedir más a las primeras. Los profesionales sanitarios se han desvivido por salvar vidas y sacar adelante a suspacientes. Han reorganizado hospitales y UCIs para atender el aluvión de personas infectadas. Se han creado hospitales de la nada en tiempo récord. Los profesionales han trabajo en jornadas interminables para minimizar el coste en vidas. No me refiero a estas políticas, ni a esa gestión. Me refiero a la de salud pública. Aquellas políticas encargadas de detectar situaciones de potenciales epidemias, aquellas encargadas de aconsejar a la población sobre cómo protegerse, y aquellas encargadas de contener los contagios.

Llegará el momento en que habrá que pedir explicaciones, para aprender en situaciones futuras, sobre por qué no se detectó la propagación del virus en los meses de enero y febrero. Son muchas las preguntas. Que una epidemia de gripe especialmente virulenta este año no despertase interés entre estos expertos. Que los muchos rumores sobre el incremento de casos de neumonía en febrero, si esos rumores son ciertos, tampoco hiciesen saltar las alarmas. Que los rumores sobre médicos aconsejando a sus familiares, especialmente los mayores, que no saliesen de casa varias semanas antes de la declaración del estado de alarma, si son ciertos, no originase ningún tipo de acción. Eso ya no tiene solución. Pero las políticas para lograr que la estrategia de desescalada del confinamiento tenga éxito, también dependen en gran medida de unas políticas de salud pública apropiadas. Y de nuevo parece que nos encontramos en una situación demasiado similar a lo sucedido con las mascarillas.

Recordemos, porque en gran medida tendemos a olvidarlo, que el confinamiento es la medida drástica que todos querríamos evitar. La medida fácil de aplicar, pero con un extraordinario coste en condiciones de vida, y en impacto económico. No es un fin en sí mismo. Es el reflejo del fracaso de las políticas de salud pública de contención de la propagación. Y no podemos pensar que pueden mantenerse un tiempo prolongado. Reconducida la situación, llega una segunda oportunidad, pero de nuevo requerirá unas políticas de contención apropiadas. Tenemos que aprender a convivir con el virus, minimizando la probabilidad de contagio. Permítanme que, aunque no sea un experto, me atreva a opinar, sobre las bases del sentido común. Como en tantas ocasiones se ha comentado, no parece haber alternativa a la realización de tests, el aislamiento de contagiados, y el trazado de contagios para romper la cadena de propagación del virus. Lo hemos escuchado cientos de veces, y es la estrategia aplicada por los países que han tenido éxito en la contención. Sorprenden en estos momentos las opiniones que minimizan la importancia de los tests. Pero aún sorprende más el nulo papel reservado al trazado de contagios en esta etapa. Desde el profundo desconocimiento, muestro mi perplejidad.

Leemos sobre cómo el trazado de contagios en las primeras semanas de marzo se vio desbordado por la explosión del número de contagiados. Esta situación hacía inviable, con los medios con que se contaba, proceder al trazado de contagios (llamar a los infectados, preguntarles por las personas con las que había estado en los últimos días, llamar a estas personas y pedirles que se aíslen y procuren hacerse un test cuanto antes …). Dada la constatación de la insuficiencia de los recursos con los que contaban cuando se inició la epidemia, sorprende que en el plan de desescalada no se hable de la contratación masiva de personal para realizar esta tarea. Otros países lo están haciendo (Noruega, Bélgica, Italia, Irlanda, Canadá, …). ¿Se va a realizar en España? La pregunta más crítica para este período no ha merecido aún ningún minuto de los expertos. Para apoyar esta labor otros países están probando Apps de trazado. No son “la” solución, pero sí son una ayuda para hacer más efectiva esta labor. Más allá de la controversia y desinformación sobre estas Apps y su posible invasión de la privacidad de los ciudadanos, poco hemos sabido sobre si el gobierno tiene intención de apoyar la labor de desescalada con estas aplicaciones.

Todos queremos tener confianza en nuestros expertos en salud pública para que guíen con acierto esta nueva etapa. Pero reconozco que yo ya ando escaso de fe, y corto de confianza. Ojalá esté equivocado.

Lo que he aprendido del coronavirus

Es pronto para intentar obtener conclusiones definitivas de la crisis sanitaria, económica y política que está produciendo el SARS-CoV-2 en España, en Europa y en el mundo. Todo en esta vida es provisional, incluso la vida misma. Pero, aprovechando estas semanas de confinamiento e introspección, quizá con lo vivido hasta ahora podríamos empezar a atisbar algunas ideas. Este artículo es un resumen de lo que yo he aprendido y un intento de estructurar mis reflexiones.

1. Tenemos que cuidar mejor a nuestros ancianos.

La enfermedad no ataca a los mejores ni a los peores, a veces ni siquiera a los más débiles. Con frecuencia afecta simplemente a los que tienen mala suerte. El estado de bienestar es un intento de compensar la lotería negativa que, a veces, nos puede tocar a todos. Ya se ha escrito que hemos descubierto un gran agujero negro en nuestro sistema. Las residencias de ancianos están a caballo entre lo sanitario y lo social, que son dos ámbitos que no funcionan con la suficiente coordinación. No solo hay que medicalizar las residencias; también hay que socializar los centros de salud, ambulatorios y hospitales, rompiendo progresivamente las barreras funcionales y administrativas entre ellos. Como sociedad, hemos fallado a nuestros mayores.

2. Hay que salir a aplaudir.

España nunca ha tenido el mejor sistema sanitario del mundo. No, tampoco tenemos los mejores profesionales. Si las urgencias de nuestros hospitales se colapsan cada año por la gripe, y al año siguiente vuelve a pasar lo mismo; si hemos aceptado como normal que en un servicio de urgencias haya decenas de pacientes pendientes de ingreso durmiendo en una butaca; si estamos acostumbrados a contener la demanda, principal función no escrita de la Atención Primaria, en lugar de a orientarla; si esperamos a que los enfermos crónicos que realmente necesitan asistencia vengan, en lugar de ir a por ellos; si parece que todo es gratis, para el que lo pide, para el que lo receta y para el que lo administra; si no evaluamos resultados en salud, ni premiamos la excelencia, ni valoramos realmente mérito y capacidad al asignar plazas; si cada uno se conforma con la situación de su consulta o quirófano; si nuestro sistema sanitario sigue partido en 17+1… entonces, la próxima pandemia nos pillará igual que ésta. Tenemos una oportunidad de mejora. No la perdamos, aunque eso suponga cuestionarnos a nosotros mismos. Hasta ahora teníamos la tranquilidad de que la mayoría de los casos graves o más complejos sí accedían de forma prioritaria al tratamiento óptimo en nuestro sistema sanitario público, pero con la COVID-19 no ha ocurrido.

Mucha gente se ha jugado la vida, y no pocos la han perdido, para atender a los pacientes lo mejor posible y mantener los servicios esenciales. Debemos agradecérselo. En los momentos más difíciles es cuando más hace falta tener la moral alta. Desde arriba ves mejor el horizonte y los obstáculos que te separan de él.

3. Si no tiras la red, no coges peces.

Nos dicen que nadie podía saber que esto iba a pasar, pero parece claro que debíamos haberlo previsto. Si no lees o escuchas los medios de comunicación no te enteras de las noticias; si no tienes una red de vigilancia epidemiológica internacional adecuada, con rigor técnico e independiente de presiones gubernamentales, en unos meses pueden morir más de doscientas mil personas en el mundo porque las alarmas no han sonado ni a tiempo ni lo bastante fuerte. La Organización Mundial de la Salud es una agencia de cooperación intergubernamental y no supervisa a sus miembros. No es como, por ejemplo, la Organización Internacional de la Energía Atómica, que cuando visita las instalaciones de un país vigila si pretende fabricar armas nucleares.

Como siempre, si falla el paraguas de las instituciones supranacionales, la suerte de cada país depende de su gobierno y sus propias instituciones. Y en España falta calidad en la gobernanza de nuestras instituciones, y no solo en las sanitarias.

4. La guerra continúa.

Es sabido que la primera víctima de cualquier guerra es la verdad. Oyes a unos, lees a otros… y te das cuenta de que cada responsable político nos está enviando mensajes que buscan o bien eludir su responsabilidad o bien proclamar sus logros. La guerra no es contra el coronavirus; es entre ellos. Solo han cambiado de tema.

El gobierno de España, los gobiernos autonómicos liderados por la oposición, los nacionalistas con sus 1.714 millares de mascarillas… todos caen en la misma contradicción: afirmar que la responsabilidad de haber reaccionado tarde y mal a esta epidemia no es de tu gobierno implica asumir que tampoco tienes las competencias para remediarlo ahora. Si un gobierno nacional o autonómico ahora puede paliar las consecuencias es porque antes podría haber prevenido los daños, y no lo hicieron.

Nos han mentido los generales, los coroneles y los capitanes. La tropa, especialmente los profesionales sanitarios, que conocen la verdad porque la viven en sus carnes, se indignan; y la cuentan en las redes sociales o a sus sindicatos, que funcionan como resguardo del derecho al pataleo. La verdad sigue ahí, y nos sigue llegando a retazos.

5. Nos gobiernan zombis.

El gobierno de España y los gobiernos autonómicos están llenos de muertos, políticamente hablando. Es curioso comprobar que en la reacción inicial a la crisis las creencias individuales de cada uno no se han cuestionado, sino que se han reforzado. Aquellos que votaron al PSOE o UP tenderán a pensar que el gobierno autonómico de Madrid, Andalucía o Murcia, o los recortes sanitarios del PP cuando gobernaba España son los principales culpables de la gravedad de esta crisis en nuestro país comparada con los de nuestro entorno. Los que votaron al PP o Cs pensarán que el principal responsable ha sido el gobierno de España.

El hecho es que hay una responsabilidad compartida: del gobierno de España, en detectar el inicio de los contagios y frenar la llegada de la epidemia con medidas de contención y mitigación; de los gobiernos autonómicos, en preparar a los servicios sanitarios y sociales que se han visto ampliamente desbordados. Han muerto y van a morir personas que no deberían haber muerto, y los responsables políticos de este “exceso de mortalidad” (que me perdonen los muertos, sus familiares y amigos por usar este eufemismo) no están sólo en un gobierno. Todos deberán asumir sus responsabilidades.

6. China: tan lejos, tan cerca.

Los virus del otro lado del mundo nos llegan más rápido que nunca, pero no parece que las noticias, los datos, y las ideas nos lleguen a la misma velocidad. Probablemente la reacción internacional a la pandemia del coronavirus hubiera sido distinta si ésta hubiera empezado en Milán o en Nueva York.

No sé si queda alguien en el mundo que crea que los datos facilitados por el gobierno chino eran ciertos. La duda es si nos han mentido a posta o si simplemente no sabían la verdad, o las dos cosas. Ya se ha publicado que las autoridades chinas intentaron ocultar el comienzo de la epidemia a la opinión pública internacional, puesto que la opinión pública en China no existe. A parte de las mentiras, la barrera cultural entre Oriente y Occidente ha jugado a favor del COVID-19.

La globalización debería ser algo más que promover el comercio internacional. Un estado que representa, por ahora, la sexta parte del PIB mundial debería estar a la altura de sus responsabilidades, que no son solo económicas. Urge que la comunidad internacional empiece a exigir reformas democráticas a China. La democracia no es perfecta, pero las otras opciones me gustan menos. Debemos ayudar a los chinos, porque a la vez nos ayudaremos a nosotros mismos. Son tan víctimas del coronavirus como nosotros.

Instrumentos para restablecer el equilibrio en los contratos de arrendamiento para uso distinto de vivienda

La pandemia mundial causada por el Covid-19 ha convertido en protagonista del día a día de los abogados el análisis de las posibles formas de paliar sus efectos negativos en las relaciones contractuales. En el presente artículo intentaremos abordar los instrumentos jurídicos que podrían ayudar a minorar las consecuencias negativas que esta dramática situación está teniendo en las relaciones contractuales y en especial, en los contratos de arrendamiento de local de negocio, sector duramente afectado por esta situación.

Entre las medidas adoptadas por el Gobierno en los diversos Reales Decretos publicados durante el Estado de Alarma, se incluyen posibles moratorias o condonación temporal de la renta pactada en contratos de arrendamiento para uso distinto de vivienda. Sin embargo, lo cierto es que su aplicación dependerá de los acuerdos alcanzados por ambas partes en cada caso que, además estarán -como no puede ser de otra forma-, condicionados por las concretas circunstancias de cada una de ellas.

Por ello, no es algo descabellado afirmar que estas medidas que nacen con una clara vocación temporal, serán en muchos casos insuficientes y no contribuirán a paliar las duras consecuencias y efectos y corregir el desequilibrio prestacional que esta grave situación causará en este tipo de contratos.

Ante esta situación, son constantes las referencias que nos encontramos a la tan famosa “Rebus sic stantibus”, cuyo protagonismo se ha convertido en habitual en las conversaciones de los abogados con sus clientes. Sin embargo, según la jurisprudencia del Tribunal Supremo su aplicación debe ser restrictiva y subsidiaria, lo que hace que debamos ser cautelosos, al menos por ahora, en su posible alegación.

En primer lugar, debemos recordar que la “rebus sic stantibus” es un instrumento jurídico de creación jurisprudencial en virtud del cual se permite a las partes de un contrato fundamentalmente de tracto sucesivo (aunque existen excepciones), minorar o en su caso exonerarse del impacto negativo de un riesgo contractual no concretado en el momento de formalizar el contrato, que se materializa mediante la ocurrencia de circunstancias extraordinarias y no previsibles, que no pueden ser imputables a ninguna de las partes.

Supone una excepción al principio pacta sunt servanda y su fundamento radica en la afirmación de que la concurrencia de circunstancias extraordinarias e imprevisibles hacen que el cumplimiento de las obligaciones para una de las partes sea excesivamente oneroso, rompiendo el equilibrio económico del contrato y causando así una clara desproporción respecto a las obligaciones de la otra parte, lo que obliga a modificarlo (para restablecer el equilibrio de las prestaciones) o resolverlo poniendo fin a la relación entre las partes, cuando el restablecimiento del equilibrio no es posible.

Aunque siempre se ha caracterizado por su aplicación subsidiaria (cuando no existan otros medios que permitan solventar el equilibrio prestacional), desde las conocidas SSTS de 30 de junio y 15 de octubre de 2014, el Tribunal Supremo ha tendido a flexibilizar su aplicación, afirmando que si bien siempre se deberán tener en cuenta las circunstancias del caso concreto, debe tenderse a su aplicación prudente, pero normalizada.

Sentado lo anterior, la situación absolutamente excepcional en la que nos encontramos podría empujar a considerar la más que posible aplicación de la cláusula rebus sic stantibus a contratos de arrendamiento de locales comerciales, negocios de hostelería o restauración, cuya actividad actualmente se encuentra suspendida desde la entrada en vigor del Real Decreto 463 de 14 de marzo de 2020, que declaró el Estado de Alarma. Sin embargo, el recurso a su aplicación debe ser al menos por ahora, prudente y ponderado.

La reciente Jurisprudencia existente sobre la aplicación de la cláusula rebus sic stantibus en el ámbito de los arrendamientos para uso distinto de vivienda aborda en su mayoría, situaciones acaecidas tras la crisis económica de 2008. En estos casos, a pesar de que las sentencias antes señaladas apelaban a la normalización en la aplicación de este instrumento jurídico, ésta no puede convertirse en automática, sino que deberán ser analizadas las circunstancias concretas de la relación contractual, el carácter imprevisible o extraordinario del evento, así como que su incidencia en la relación contractual haya causado un verdadero desequilibrio en las prestaciones de las partes que haga excesivamente onerosa el cumplimiento de sus obligaciones para una de ellas.

Especialmente cautelosos debemos ser con su posible aplicación en aquellos contratos de arrendamiento en los que las partes pactaron un mecanismo de fijación de la renta con un componente variable supeditado a determinadas circunstancias económicas, como pueden ser los ingresos, facturación o volumen del concreto negocio desarrollado en el inmueble arrendado.

Así, la Sentencia del Tribunal Supremo de 15 de enero de 2019 (RJ 2019/146) rechazó su aplicación al considerar que con la inclusión de un mecanismo de determinación de la renta en función de los ingresos que la arrendataria obtuviese del negocio explotado en el inmueble arrendado, las partes sí tuvieron en cuenta una posible caída de los ingresos motivada por cualquier circunstancia, que incidiría directamente en la renta, permitiendo su ajuste y, por tanto, el mantenimiento del equilibrio de la relación contractual.

Además, también deberá prestarse especial cautela en aquellos casos en los que, aunque las partes hubieran acordado una larga vigencia de la relación contractual, se hubiera incluido un mecanismo para permitir a la arrendataria poner fin a la relación contractual tras un periodo inicial de obligado cumplimiento a cambio del pago de una indemnización. En estos casos el Tribunal Supremo ha considerado que dicho pacto es “un mecanismo para amortiguar el riesgo del arrendatario de que, si el negocio no le resulta económicamente rentable en las condiciones acordadas, pudiera poner fin al contrato”, por lo que su existencia en el contrato permitiría afirmar que las partes sí tuvieron en cuenta la posibilidad de que la parte arrendataria pudiera poner fin a la relación contractual en caso de que la evolución económica del negocio explotado en el inmueble arrendado no fuera la esperada –por cualquier causa-, lo que impediría la aplicación de la rebus sic stantibus, al desaparecer el carácter de suceso imprevisto.

Otro posible instrumento para paliar los efectos adversos de la gravísima situación que atravesamos en los contratos de arrendamiento de local de negocio a través de la rebaja de la renta, es la aplicación analógica del artículo 1575 del Código Civil. Dicho precepto establece la posibilidad de que el arrendatario de fincas rústicas pueda solicitar una rebaja de la renta “en caso de pérdida de más de la mitad de frutos por casos fortuitos extraordinarios e imprevistos, salvo siempre el pacto especial en contrario”, enumerando de forma expresa como casos “fortuitos extraordinarios” eventos como “el incendio, guerra, peste, inundación insólita, langosta, terremoto u otro igualmente desacostumbrado, y que los contratantes no hayan podido racionalmente prever.

El Tribunal Supremo ha valorado la aplicación analógica de este precepto a arrendamientos de local de negocio, considerando que para ello deberán concurrir los siguientes requisitos: (i) deberá tratarse de arrendamientos de bienes productivos; (ii) la pérdida no puede deberse a los riesgos propios del negocio, sino que ésta debe ser provocada por casos fortuitos extraordinarios e imprevistos, determinando como tales aquellos que por su “misma rareza no hubiera podido ser previsto por las partes” y, por último, (iv) que la pérdida de frutos sea de más de la mitad de los mismos.

Atendiendo a lo anterior, éste podría ser un instrumento aplicable a muchos contratos de arrendamiento de locales en los que se explotan negocios directa y duramente afectados por la situación en la que nos encontramos, pues podría permitir de forma eficaz minorar los perjuicios para ambas partes contratantes, el restablecimiento del equilibrio contractual y la continuidad del negocio explotado.

Como conclusión, no queremos dejar de advertir que los mecanismos aquí analizados son solo algunos de los instrumentos jurídicos disponibles para tratar de restablecer el equilibrio en los contratos de arrendamiento para uso distingo de vivienda. Y por supuesto, su aplicación práctica dependerá de las concretas circunstancias de cada caso y en particular de lo pactado por las partes en el contrato. Con todo, conviene extremar la prudencia, porque aún está por ver cuál será la evolución de la jurisprudencia en esta materia, y por el momento es difícil saber qué ocurrirá en todos aquellos supuestos que terminen siendo enjuiciados por los tribunales.

Fuerza mayor y responsabilidad por el COVID-19

Artículo originalmente publicado aquí.

Estoy leyendo mucho sobre la posible responsabilidad del Gobierno por las medidas tomadas (y dejadas de tomar o tomadas a destiempo) en relación con el COVID 19 y creo que no estamos centrando el tiro, dicho sea, en términos estrictamente jurídicos. De modo que conviene comenzar por el principio, lo cual requiere dejar claro que la responsabilidad patrimonial de la Administración se encuentra regulada en la Ley 40/2015 (que viene a reproducir el mismo texto que nuestra vieja Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado, de 1957), en los siguientes términos:

“Artículo 32. Principios de la responsabilidad.

  1. Los particulares tendrán derecho a ser indemnizados por las Administraciones Públicas correspondientes, de toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos salvo en los casos de fuerza mayor o de daños que el particular tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con la LeyLa anulación en vía administrativa o por el orden jurisdiccional contencioso administrativo de los actos o disposiciones administrativas no presupone, por sí misma, derecho a la indemnización.
  1. En todo caso, el daño alegado habrá de ser efectivo, evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o grupo de personas.”

Con estas palabras se viene a reconocer una responsabilidad objetiva de las AAPP que debe quedar, por tanto, al margen de toda noción de culpa, aunque eso solo es así cuando la lesión es causada por una actuación material imputable a la Administración (como pueda ser el típico caso de un bache en carretera mal conservada o la caída en la calle por defectos en la acera). Lo que se exige, en estos casos, es que la lesión (que debe ser económicamente evaluable) sea consecuencia de un hecho imputable a la Administración, como sucedería en los ejemplos citados.

Por otra parte, quedan excluidos los daños que provengan de fuerza mayor (como se dice en el precepto trascrito) o los que se deriven de hechos o circunstancias que no se hubiesen podido prever o evitar según el estado de los conocimientos de la ciencia o de la técnica existentes en el momento de producción de aquéllos. Y aunque no se mencione de forma explícita, también se añade un componente más como es el concepto de “antijuricidad” del daño (cuando este daño no proviene de un mero hecho sino de la actuación de la Administración). A esto último (la “antijuricidad”) y al resto de los requisitos mencionados se refiere el artículo 34.1 de la misma ley en los siguientes términos:

“Artículo 34. Indemnización.

  1. Sólo serán indemnizables las lesiones producidas al particular provenientes de daños que éste no tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con la Ley.No serán indemnizables los daños que se deriven de hechos o circunstancias que no se hubiesen podido prever o evitar según el estado de los conocimientos de la ciencia o de la técnica existentes en el momento de producción de aquéllos, todo ello sin perjuicio de las prestaciones asistenciales o económicas que las leyes puedan establecer para estos casos”.

Es decir, con el requisito de “antijuridicidad” se quiere expresar que el particular no debe tener el deber de soportar el daño que se le ha causado, por lo que se trata de un requisito que opera desde la perspectiva del ciudadano y no desde la de la Administración. Sin embargo, cuando el daño es causado por una actuación administrativa (y no por un simple hecho), la “antijuridicidad”, no toma como referencia al propio particular (y la inexistencia de un deber de soportar la lesión) porque se traslada hacia la Administración, exigiendo probar que la conducta generadora de la lesión ha sido irrazonable o desproporcionada. Adviértase que esto resulta aplicable, solamente, cuando el daño haya sido provocado por una actuación de la Administración, tomando como fundamento el texto del último párrafo del art. 32.1 de la Ley 40/2015 (“La anulación en vía administrativa o por el orden jurisdiccional contencioso administrativo de los actos o disposiciones administrativas no presupone, por sí misma, derecho a la indemnización”). Y es que, en puridad, el requisito de la “antijuridicidad”, tal y como se indica, entre otras muchas en la Sentencia del TS de 5 de febrero de 2007, (con cita de otras muchas anteriores), “lo relevante no es el proceder antijurídico de la Administración, sino la antijuridicidad del resultado o lesión”.

De lo dicho hasta ahora se extraen tres conclusiones básicas: i) la RPA será desestimada en casos de fuerza mayor, y ii) la RPA será desestimada cuando el ciudadano tenga el deber jurídico de soportarlo (ausencia de antijuridicidad del daño) y, iii) cuando la lesión sea consecuencia de una actuación de la Administración (en forma de acto o disposición general) la antijuridicidad se traslada a la misma y requiere demostrar que se ha tratado de una actuación “irrazonable” o “desproporcionada”. .

Y siguiendo con las cuestiones generales, deben hacerse algunas precisiones sobre el concepto de fuerza mayor (como exonerante de la responsabilidad)) advirtiendo que siempre viene referida a un hecho que no se puede evitar y tampoco se puede prever. Así se concibe en el artículo 1105 del Código Civil se refiere, en los siguientes términos: “Fuera de los casos expresamente mencionados en la ley, y de los en que así lo declare la obligación, nadie responderá de aquellos sucesos que no hubieran podido preverse, o que, previstos, fueran inevitables.” Cierto es que aquí se recogen tanto los casos de fuerza mayor como de caso fortuito, pero esta diferencia (que no es sencilla de realizar en muchos casos) no viene ahora a cuento, porque lo que quiero destacar es que el concepto de fuerza mayor viene siempre ligado a hechos, como así se desprende de la legislación sobre contratos del Sector Público. En este sentido, el artículo 239 de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público dice lo siguiente:

“1. En casos de fuerza mayor y siempre que no exista actuación imprudente por parte del contratista, este tendrá derecho a una indemnización por los daños y perjuicios, que se le hubieren producido en la ejecución del contrato.

Tendrán la consideración de casos de fuerza mayor los siguientes:

  • a) Los incendios causados por la electricidad atmosférica.
  • b) Los fenómenos naturales de efectos catastróficos, como maremotos, terremotos, erupciones volcánicas, movimientos del terreno, temporales marítimos, inundaciones u otros semejantes.
  • c) Los destrozos ocasionados violentamente en tiempo de guerra, robos tumultuosos o alteraciones graves del orden público”.

Dos cuestiones importantes a destacar aquí. La primera, que, en materia de contratos del Sector Público, la regla que rige en materia de responsabilidad ser invierte, y los supuestos de fuerza mayor, en lugar de ser exonerantes, dan lugar al derecho a ser indemnizado. La segunda (que es la que ahora interesa) que la fuerza mayor siempre viene vinculada a un hecho, como son todos los que se relacionan en la norma trascrita. Y aquí hago ya un alto para vincular todo lo dicho hasta el momento con la pandemia por el COVID 19 y las medidas tomadas por el Gobierno como consecuencia de la misma, porque resulta necesario diferenciar ambas cosas.

La pandemia por el COVID 19 es un hecho, que puede ser perfectamente calificado como fuerza mayor, surtiendo los efectos propios de tal calificación tanto en Derecho privado (exonerando del cumplimiento de sus obligaciones a quienes han contratado) como en Derecho público (no cabe exigir por esto responsabilidad patrimonial, pero si contractual). Hasta aquí no veo problemas especiales.

Ahora bien -y aquí es donde creo que ha de prestarse atención- una cosa es la pandemia por el COVID 19, (como hecho constitutivo de fuerza mayor) y otra, las medidas adoptadas y que adopte el Gobierno y el resto de las AAPP como consecuencia de la pandemia. En este caso, estamos fuera de la fuerza mayor y cabrá, por tanto, exigir la responsabilidad patrimonial del artículo 34 y concordantes de la Ley 40/2015, siempre, claro está, que se cumplan el resto de los requisitos. Requisitos entre los que destaca el de la “antijuridicidad” que ya no deberá ser entendida desde la perspectiva del particular (que no tenga el deber de soportar el daño), sino desde la de la propia Administración. Es decir, para poder exigir responsabilidad patrimonial como consecuencia de las medidas tomadas a causa de la pandemia por el COVID 19, deberá probarse que tales medidas han sido “irrazonables” y que la Administración no ha actuado con la diligencia debida [1].

Es pues, en estos términos, en los que debe plantearse la posible exigencia de responsabilidad patrimonial al Gobierno y demás AAPP por las medidas tomadas como consecuencia de pandemia por el COVID 19, siendo de destacar los siguientes aspectos:

  • El daño que se reclame debe ser económicamente evaluable e individualizable.
  • La reclamación por responsabilidad patrimonial ha de plantearse en el plazo de un año a contar desde que pueda determinar el alcance de los daños causados [2].
  • Debe probarse la relación de causalidad entre el daño causado y las medidas tomadas por el Gobierno y demás AAPP

Y a partir de estos datos (expuestos en líneas muy generales) todos los ciudadanos podrán ejercitar las acciones que consideren pertinentes exigiendo responsabilidad patrimonial (conocida como RPA, en siglas) si entienden que las medidas adoptadas por el Gobierno y otras AAPP han sido “irrazonables” o arbitrarias. Incluso cabría exigir la RPA por la ausencia de medidas adecuadas, cuando se demuestre que dichas medidas pudieron ser adoptadas. A título particular, me atrevo a señalar que considero que tales medidas han sido:

  • Tomadas demasiado tarde
  • Tremendamente confusas dando lugar a reiteradas rectificaciones y aclaraciones que no hacen sino complicar las cosas.
  • En buena parte, ineficaces
  • Posiblemente inconstitucionales por ser algunas de ellas propias del estado de excepción y no del de alarma [3].

Pero, sobre todo, han sido unas medidas claramente insuficientes para frenar la escalada de la epidemia, ya que ni se ha proporcionado al personal sanitario ni a las fuerzas del orden público material de protección (mascarillas), ni se han realizado las compras de ese material y de vacunas correctamente. De todo ello, los ciudadanos pediremos responsabilidades llegado el momento, aparte de las responsabilidades de otro orden que puedan ser exigidas a este Gobierno … (ahí lo dejo)

Con esto me despido, sin perder la sonrisa etrusca y enviando un fuerte abrazo virtual a todos los que, desde su confinamiento o ejerciendo su profesión en beneficio de todos, nos están haciendo todo esto más llevadero.

NOTAS

[1]Esto es lo que viene a sostenerse, entre otras muchas, en la STS de 17 de febrero de 2015 (RJ 2015, 922) (recurso de casación 2335/2012), en relación con el alcance de la antijuridicidad:

“Pero no es solo el supuesto de ejercicio de potestades discrecionales las que permiten concluir la existencia de un supuesto de un deber de soportar el daño ocasionado con el acto anulado… porque como se declara por la jurisprudencia a que antes se ha hecho referencia, <<ha de extenderse a aquellos supuestos, asimilables a éstos, en que en la aplicación por la Administración de la norma jurídica en caso concreto no haya de atender sólo a datos objetivos determinantes de la preexistencia o no del derecho en la esfera del administrado, sino que la norma, antes de ser aplicada, ha de integrarse mediante la apreciación, necesariamente subjetivada, por parte de la Administración llamada a aplicarla, de conceptos indeterminados determinantes del sentido de la resolución. En tales supuestos es necesario reconocer un determinado margen de apreciación a la Administración que, en tanto en cuanto se ejercite dentro de márgenes razonados y razonables conforme a los criterios orientadores de la jurisprudencia y con absoluto respeto a los aspectos reglados que pudieran concurrir, haría desaparecer el carácter antijurídico de la lesión y por tanto faltaría uno de los requisitos exigidos con carácter general para que pueda operar el instituto de la responsabilidad patrimonial de la Administración. Ello es así porque el derecho de los particulares a que la Administración resuelva sobre sus pretensiones, en los supuestos en que para ello haya de valorar conceptos indeterminados, o la norma legal o reglamentaria remita a criterios valorativos para cuya determinación exista un cierto margen de apreciación, aun cuando tal apreciación haya de efectuarse dentro de los márgenes que han quedado expuestos, conlleva el deber del administrado de soportar las consecuencias de esa valoración siempre que se efectúe en la forma anteriormente descrita. Lo contrario podría incluso generar graves perjuicios al interés general al demorar el actuar de la Administración ante la permanente duda sobre la legalidad de sus resoluciones”.

[2] Respecto de este plazo, el art. 67 de la Ley 39/2015 dice lo siguiente:

“1. Los interesados sólo podrán solicitar el inicio de un procedimiento de responsabilidad patrimonial, cuando no haya prescrito su derecho a reclamar. El derecho a reclamar prescribirá al año de producido el hecho o el acto que motive la indemnización o se manifieste su efecto lesivo. En caso de daños de carácter físico o psíquico a las personas, el plazo empezará a computarse desde la curación o la determinación del alcance de las secuelas.

En los casos en que proceda reconocer derecho a indemnización por anulación en vía administrativa o contencioso-administrativa de un acto o disposición de carácter general, el derecho a reclamar prescribirá al año de haberse notificado la resolución administrativa o la sentencia definitiva.

En los casos de responsabilidad patrimonial a que se refiere el artículo 32, apartados 4 y 5, de la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público, el derecho a reclamar prescribirá al año de la publicación en el «Boletín Oficial del Estado» o en el «Diario Oficial de la Unión Europea», según el caso, de la sentencia que declare la inconstitucionalidad de la norma o su carácter contrario al Derecho de la Unión Europea.

2. Además de lo previsto en el artículo 66, en la solicitud que realicen los interesados se deberán especificar las lesiones producidas, la presunta relación de causalidad entre éstas y el funcionamiento del servicio público, la evaluación económica de la responsabilidad patrimonial, si fuera posible, y el momento en que la lesión efectivamente se produjo, e irá acompañada de cuantas alegaciones, documentos e informaciones se estimen oportunos y de la proposición de prueba, concretando los medios de que pretenda valerse el reclamante”.

[4]  Me remito a lo dicho en el siguiente post: ESTADO DE ALARMA DEL GOBIERNO Y ESTADO DE SHOCK DE LOS CIUDADANOS que puede encontrarse en este link: https://www.linkedin.com/pulse/estado-de-alarma-del-gobierno-y-shock-los-ciudanos-villar-ezcurra/

 

Ley y decreto-ley: democracia y excepción

“Otra consideración a hacer, por más que escape demasiado al espíritu de partido, es la de que no puede juzgarse a los hombres más que por sus medidas, y sólo las malas medidas hacen a los malos ministros”

(Jeremy Bentham, Tratado de los sofismas políticos, 2012, p. 195)

 

La Ley tiene un origen parlamentario. El decreto-ley, gubernamental. Disponen del mismo rango y de idéntica fuerza. Rango es equivalencia formal en jerarquía; fuerza, capacidad derogatoria de leyes anteriores, aunque quien la ejerza sea circunstancialmente el Gobierno. Algo anormal, pero constitucional. Sin embargo, la dignidad democrática de la Ley pesa. Su fuente de legitimidad está en la esencia de la democracia y de la propia institución de la que emana: órgano representativo por excelencia. La Ley es, además, resultado de un proceso deliberativo y público. El procedimiento parlamentario formal tiene esos atributos. La Ley nace del diálogo, como palabra que surge del Parlamento. Otra cosa es si la palabra sale recta o torcida.

No se puede decir lo mismo de los decretos-leyes. Su procedencia gubernamental perturba su esencia y contenido. Nace de la imposición, del impulso. Es “decreto” por su procedencia, y “ley” por su rango y fuerza. Manifestación extraordinaria (esto es, fuera de lo común) de la potestad normativa del Gobierno, al que se le faculta para dictar con carácter excepcional disposiciones normativas “provisionales” (hasta su convalidación) con rango y fuerza de ley. Lo normal es que apruebe “decretos” (reglamentos), sin adjetivos. Algo que los medios de comunicación no explican bien. Y conviene hacerlo. En su gestación, no hay publicidad; tampoco transparencia, ni deliberación pública, sólo las batallas soterradas departamentales (o políticas) que, bajo el secreto de las deliberaciones, se planteen en sede del Consejo de Ministros (más aún si, como es el caso, se trata de un Gobierno de coalición). El decreto-ley nace del secreto y proyecta su sombra. Se fríe a fuego rápido y se inserta en el BOE para que la ciudadanía a primera hora del día (o, peor aún, a pocos minutos de empezar el nuevo), se desayune (o acueste) con algunas medidas “legales” (que derogan o modifican leyes vigentes) que regirán a partir de entonces su existencia y la pueden cambiar por completo. Por decisión gubernamental. Unilateral.

No descubro nada nuevo si afirmo que los decretos-leyes han sido tradicionalmente un instrumento normativo muy acariciado (y, por tanto, practicado) por poderes autoritarios o dictatoriales. Es de sobra conocido. Franco los manoseó hasta la extenuación. Su generalización es una enorme anomalía democrática, pues desplaza al Parlamento de su cometido existencial: aprobar leyes. Por tanto, debe ser utilizado con una especial mesura y proporcionalidad, siempre cuando sea estricta y exquisitamente imprescindible su uso. No como medio de “legislación ordinario”, pues no lo es. Insisto, es una modalidad de legislación de excepción. Y esto se debe grabar con fuego. La excepción quiebra la normalidad, como diría Carl Schmitt. Y la prolongación de la excepción es una anormalidad continuada. Una ruptura del statu quo.

En situaciones de crisis, por ejemplo, económicas, el recurso al decreto-ley oscurece y arrincona la existencia de las leyes. Esto se vio con claridad durante los años 2012 y siguientes, donde la legislación excepcional dejó sin sangre al Parlamento. La legislación de excepción superó con creces la procedente del Parlamento (algo que también pasó, sorprendentemente, en 2018 y, en menor medida, en 2019; cuando la “crisis” no existía). En los contextos de crisis, la ley se vuelve, paradójicamente, un instrumento normativo excepcional, mientras que los decretos-leyes se tornan como el mecanismo ordinario de “legislar”. La lógica institucional-democrática se invierte. La calidad de la democracia se pone en entredicho o, como es el caso, “en cuarentena”. El Ejecutivo cortocircuita el funcionamiento ordinario del Poder Legislativo, apropiándose de su función más típica. Más grave aún es cuando, junto al silencio del Parlamento, el resto de instituciones de control permanecen también inertes, sin actividad efectiva. La prolongación de ese estado de cosas no puede sentar bien a la salud democrática. El poder sin control, como dijera Alain, enloquece. Y ya sabemos lo que pasa en tales circunstancias. Antesala del despotismo.

En esta crisis sanitaria, que ya ha derivado en una brutal crisis económica (fiscal) y social (cuyos efectos duros están aún por llegar), el Gobierno a día de hoy (28 de abril) ha aprobado ya 15 decretos-leyes en 2020. En el escaso período de legislatura que llevamos recorrido, no llegan a cinco meses, el Parlamento –dadas las circunstancias excepcionales y la exasperante lentitud del procedimiento en un sistema bicameral- no ha aprobado ninguna Ley. No se advierte que la producción legislativa parlamentaria sea precisamente plato preferido en esta Legislatura ni del Gobierno ejerciente pues, si lo fuera, el Gobierno, actor principal de ese impulso, debería llenar el Parlamento de iniciativas legislativas a través de proyectos de Ley. Y, a fecha de hoy, la inmensa mayoría de los proyectos de Ley que se tramitan tienen su origen en decretos-leyes convalidados, mientras que las iniciativas “puras” se limitan a siete. Y ya veremos cuándo ven la luz: en 2021 o 2022. Mientras tanto, el reinado del decreto-ley será absoluto. Una nueva forma de gobierno emerge con fuerza: la monarquía parlamentaria “absoluta del decreto-ley”.

En efecto, esta tendencia de apropiación legislativa por parte del Ejecutivo no ha hecho más que empezar. La situación de excepción sanitaria se prolongará en el tiempo. Luego vendrá la mayúscula crisis económica y social que ya está incubada, cuyos efectos serán devastadores. Y la excepción continuará multiplicándose: habrá que adoptar, una seguida de otra, medidas “legislativas excepcionales” por medio de una cadena inagotable de decretos-leyes. Por tanto, la producción “legislativa” del Ejecutivo ensombrecerá más aún la débil luz que alumbra al Parlamento como institución creadora de la Ley. Me da la impresión de que el Ejecutivo, en sus cortas estancias en el poder, ha cogido especial gusto a legislar por decreto-ley. Sin calibrar lo que ello implica. Si lo pensara democráticamente, sería más prudente en su abuso.

La Ley, con todas sus imperfecciones, que hoy en día tiene muchas, es producto del pensamiento lento (mejor dicho, de la acción lenta, regida por la deliberación y el contraste que se prolonga entre distintos actores a lo largo del tiempo). El elemento lógico-racional impera, aunque a veces no lo parezca. Y eso es importante cuando de leyes se trata; pues el ritmo de las leyes, en palabras del profesor Vittorio Italia, es clave en la interpretación de las normas (La forza ed il ritmo delle leggi, Giuffrè Editore, 2010). Cuando su producción es acelerada, el resultado puede tener consecuencias graves sobre la coherencia del ordenamiento jurídico y en su aplicación. El decreto-ley es, por tanto, una criatura propia del pensamiento rápido, cargada muchas veces de improvisación (cuando no de contradicciones o chapuzas), una reacción rápida frente al peligro o la inmediatez cuyas consecuencias muchas veces no se valoran bien, y algo de eso estamos viendo.  Como dice también el citado profesor italiano, los decretos-leyes contienen a menudo sólo fragmentos de normas y, aunque tengan fuerza de ley, hacen perder a ésta su ritmo y cadencia. La confunden. Fruto de la urgencia y precipitación, cuartean el derecho. Son “leyes-medida”. A veces dictadas con escasa mesura y menos proporción. Deshilachan el Derecho.

Es cierto que el proceso legislativo (no solo el “procedimiento legislativo parlamentario”) es lento. Probablemente en estos momentos demasiado lento, cuando se trata de dar respuestas inmediatas a necesidades inaplazables. Mientras que el decreto-ley es expeditivo (de “un día para otro”). Y, como tal, sorprendente y, también en apariencia, eficaz. Un atributo que necesita todo Gobierno en un contexto de emergencia. Más cuando la gestión pública ejecutiva dista de estar imbuida precisamente por ese atributo. Siempre es más fácil agarrarse al BOE, que ser efectivo en la contratación pública o en la logística o distribución de recursos. Y legislar a través de él. Con el Boletín (¡vaya nombrecito decimonónico!), más si es del Estado y Oficial, la apariencia de gobernar se recupera. Manejar “el Boletín” es poder. O eso parece. No obstante, tal vez sea la hora de desenterrar otros instrumentos normativos que son intermedios (más equilibrados) y que pueden permitir una mejor colaboración entre el Parlamento y el Gobierno en la producción legislativa, como son aquellos decretos legislativos que nacen de unas bases previamente aprobadas por el Parlamento y que el Gobierno articula. Están en total desuso. Desde hace décadas. Sólo los “refundidos” se emplean.

De seguirse la tendencia descrita, en los próximos meses y años los daños al sistema institucional pueden ser irreparables. La crisis institucional puede acentuarse. El Parlamento se ha convertido exclusivamente en una cámara de ruidos y bullanga, que no tiene otra función legislativa que convalidar (o no hacerlo), a través del Congreso, la obra “legal” que promueve el Gobierno una semana sí y otra también. Al Gobierno y a sus “ideólogos” de la excepción les encanta, al parecer, tener plenamente activa esta máquina de poder normativo que produce decretos-leyes a velocidad de vértigo (o “como churros”) y que nubla hasta oscurecer el escaso brillo (ya muy deslucido, por el propio sistema de partidos) que la digna Ley tenía. La criatura bastarda del decreto-ley, mezcla espuria de poderes gubernamentales excepcionales que anulan al adjetivo (ley), aunque se prevalen de su rango y dan fuerza al sustantivo “ordeno y mando” (decreto), ha venido para quedarse por mucho tiempo, con peligrosa vocación de arraigo. Convendría que la institución parlamentaria actuara frente a esta usurpación “constitucional”, pero tremendamente dañina si el tiempo y la práctica, como todo apunta, la consolida. Pero, en nuestro sistema parlamentario, el Parlamento es cautivo del Gobierno y de sus posibles mayorías. No tiene nadie que lo defienda. De la oposición, hablaré otro día. La “colaboración Parlamento-Gobierno”, a la que se refería Duguit como atributo de la forma parlamentaria de gobierno, se ha transformado en captura gubernamental de la sede de San Jerónimo (la otra, ni cuenta). La orfandad y desamparo de la institución parlamentaria debería ser objeto de profunda reflexión. Pues sin su vigor y dignidad, la democracia se transforma fácilmente en un sofisma o, peor aún, en una gran mentira.