Entradas

¿Estado de alarma y exclusión de responsabilidad patrimonial? El caso de la AEMPS

En materia de responsabilidad de los poderes públicos existen diversas previsiones constitucionales; por ejemplo, en los artículos 9 y 121, siendo la contenida en el artículo 106.2 de la Constitución la esencial en orden a la configuración del sistema de responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas. Conforme a este precepto:

“2. Los particulares, en los términos establecidos por la ley, tendrán derecho a ser indemnizados por toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos”.

Este artículo cuenta ahora con un desarrollo de orden legal en la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen jurídico del sector público (artículos 32 y ss.) y en su inmediata predecesora, la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento administrativo común de las Administraciones públicas.

La responsabilidad de los poderes y Administraciones Públicas es, por tanto, un mandato constitucional insoslayable, incluso, por lo que aquí interesa, durante la declaración de los estados de alarma, excepción y sitio, contemplados en el artículo 116 de la Constitución, que en su apartado 6 dispone que “la declaración de los estados de alarma, de excepción y de sitio no modificarán el principio de responsabilidad del Gobierno y de sus agentes reconocidos en la Constitución y en las leyes”.

Por si pudiera considerarse que el precepto constitucional podía limitar la responsabilidad a la estrictamente política, la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, establece en su artículo tercero, apartado dos:

“Dos. Quienes como consecuencia de la aplicación de los actos y disposiciones adoptadas durante la vigencia de estos estados sufran, de forma directa, o en su persona, derechos o bienes, daños o perjuicios por actos que no les sean imputables, tendrán derecho a ser indemnizados de acuerdo con lo dispuesto en las leyes”.

Es cierto que la LO 4/1981 no establece una clara correspondencia entre las medidas que pueden adoptarse por el Gobierno y demás autoridades habilitadas en función del estado excepcional que se declare y el régimen de responsabilidad patrimonial indicado; de hecho, algunas de las medidas que se contemplan (como las requisas, las ocupaciones o intervenciones temporales de inmuebles o empresas o las prestaciones personales forzosas) parece lógico deducir que tendrían su cauce de resarcimiento en otras normas, como la Ley de Expropiación Forzosa. Pero lo que sí parece claro es que la voluntad de la Constitución y de la LO 4/1981 es la de que se proceda a reparar los perjuicios que se causen durante los estados de alarma, excepción y sitio, con causa en las decisiones, disposiciones y actos que adopten los poderes públicos competentes. Según el tipo de acto, disposición o resolución, habrá de acudirse a la norma en cada caso aplicable, pero la posibilidad de la indemnización o reparación está claramente admitida por nuestro ordenamiento.

Además de lo anterior, ha de reparase en que la Administración actúa con sometimiento pleno a la ley y al derecho (art.103.1 CE) y que “los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican” (art.106.1 CE). Quiere decirse con ello que la ley no es disponible para las Administraciones públicas, que han de actuar siempre sometidas al principio de legalidad.

Atendiendo a las anteriores consideraciones, llama la atención el contenido de la Orden SND/326/2020, de 6 de abril, por la que se establecen medidas especiales para el otorgamiento de licencias previas de funcionamiento de instalaciones y para la puesta en funcionamiento de determinados productos sanitarios sin marcado CE con ocasión de la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19 (BOE de 7 de abril de 2020).

De conformidad con la fundamentación que indica en su preámbulo, la Orden procede al establecimiento de medidas especiales en materia de licencia previa de funcionamiento de instalaciones y garantías sanitarias requeridas a los productos sanitarios recogidos en el anexo, que son mascarillas quirúrgicas y batas quirúrgicas, por considerarse necesarios para la protección de la salud pública en la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. Acto seguido, prevé la Orden que la fabricación de productos sanitarios necesarios para hacer frente a la pandemia generada por el COVID-19 seguirá requiriendo la licencia previa de funcionamiento de instalaciones establecida en el artículo 9 del Real Decreto 1591/2009, y deberá cumplir con los requisitos establecidos en dicha norma. Si bien se contempla que la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) podrá otorgar, previa solicitud del interesado, una licencia excepcional o una modificación temporal de la licencia existente, tras la valoración en cada caso de las condiciones generales de las instalaciones, su sistema de calidad y documentación del producto fabricado, para la fabricación de los productos sanitarios necesarios para la protección de la salud pública en la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19.

Junto a ello, “se insta” a la AEMPS a que, en aplicación de lo dispuesto en el artículo 15 del Real Decreto 1591/2009, proceda a expedir, tras la valoración de la documentación necesaria en cada caso, cuantas autorizaciones expresas sean posibles para la utilización de aquellos productos precisos para atender a las necesidades generadas por el COVID-19 y que no hayan satisfecho los procedimientos de evaluación de la conformidad indicados en el artículo 13 del citado Real Decreto 1591/2009, todo ello en interés de la protección de la salud pública. En estos casos de expedición de autorizaciones expresas para la utilización de productos “que no hayan superado los procedimientos de evaluación de la conformidad” exigidos por el ordenamiento, se establece que la AEMPS, con carácter excepcional, en función del producto y previa valoración en cada caso de las garantías ofrecidas por el fabricante, podrá establecer qué garantías sanitarias de las previstas en el artículo 4 del Real Decreto 1591/2009, resultan exigibles.

En definitiva, lo que prevé la Orden examinada es una lógica relajación de los requisitos que establece el ordenamiento para que sean admitidos a la utilización por personas en el ámbito médico de determinados productos sanitarios, ante la evidente situación de desabastecimiento. Esa relajación se instrumenta a través de la descrita actuación de la AEMPS, regulada e “instada” por el Ministerio competente, por medio de esta Orden. Por todo ello, no parece admisible la regla que contiene el apartado quinto de la Orden que, bajo el título “Responsabilidad”, establece lo siguiente:

“La eventual responsabilidad patrimonial que pudiera imputarse por razón de la licencia excepcional previa de funcionamiento de instalaciones, el uso de productos sin el marcado CE, en aplicación del artículo 15 del Real Decreto 1591/2009, de 16 de octubre, o de las garantías sanitarias no exigidas a un producto será asumida por la Administración General del Estado, de acuerdo con las disposiciones aplicables de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, siempre que dicho producto sanitario haya sido entregado al Ministerio de Sanidad con la finalidad de atender a los afectados por la pandemia ocasionada por el COVID-19 o ayudar a su control, sin la obtención de ningún tipo de beneficio empresarial por parte de la persona física o jurídica autorizada para su fabricación y puesta en funcionamiento o de cualesquiera otras que intervengan en dicho proceso.

Las autorizaciones que se expidan en aplicación de la presente orden invocarán expresamente este artículo y dejarán constancia de las circunstancias a que se refiere el mismo”.

El régimen de responsabilidad patrimonial es de orden imperativo; la Administración no puede eludirlo con fundamento en una orden ministerial, por mucho que haya sido dictada durante el estado de alarma y con el amparo del Real Decreto 463/2020, que no contiene especialidad alguna en la materia que pudiera permitir a la Administración General del Estado alterar el régimen que contiene la Ley 40/2015. Entender, como hace esta Orden, que la Administración puede eludir su responsabilidad por los daños derivados de productos sanitarios eventualmente defectuosos, fabricados de acuerdo con las prescripciones de esta Orden, no parece acomodarse al descrito régimen legal.

En esta situación, quienes acudan al régimen de licencias y autorizaciones de la AEMPS que regula esta Orden (la Agencia ya ha dictado instrucciones en aplicación de esta Orden: https://www.aemps.gob.es/informa/notasInformativas/productosSanitarios/2020/20-04-07_requisitos_empresas_fabricantes_mascarillas_y_batas_quirurgicas.pdf?x79735 ) deben tener en cuenta que la Orden solo estará vigente hasta la finalización de las prórrogas del estado de alarma. Mientras esté en vigor, el régimen de asunción y exención de responsabilidad patrimonial por la Administración General del Estado no parece compadecerse con la Ley 40/2015.

Como indica la propia Orden, contra ella “se podrá interponer recurso contencioso-administrativo en el plazo de dos meses a partir del día siguiente al de su publicación, ante la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 12 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa”. Una de las cuestiones que podría sustentar la postura de defensa de las empresas que se acojan a este régimen sería recurrir ese régimen de responsabilidad, por las razones expuestas.

Libertad de expresión, relatos y actitud

Vivimos tiempos excepcionales, sin duda, pero aunque estemos en estado de alarma hay que recordar que el derecho fundamental a la libertad de expresión no se encuentra ni limitado ni suspendido por el estado de alarma. Y el derecho a la libertad de expresión precisamente está para expresar aquello que puede molestar al Poder, ya sea el estatal, el autonómico o el local o el económico o social. Por eso el que por las redes o los whatsapp circulen mensajes ofensivos o incluso bulos, el que muchos políticos o periodistas o simples ciudadanos manifiesten sus opiniones contrarias a la gestión del gobierno con mayor o menor acierto, el que medios críticos se opongan a la versión oficial de los hechos, el que los ciudadanos más enfadados se desahoguen a su manera en chats y conversaciones orales o escritas, todo ello está amparado por la libertad de expresión. Que está para amparar precisamente lo que no nos gusta oír, o para ser más exacto, lo que no le gusta oír a los que mandan en cada momento. De ahí que sea uno de los primeros derechos fundamentales en ser atacado en un régimen autoritario o iliberal; y una situación excepcional como la que vivimos puede ser una excusa muy tentadora para recortarlo o “monitorizarlo” con la excusa de perseguir delitos de odio, calumnias, injurias o simples mentiras.

Algunos pensarán que estamos exagerando y que en España no ocurre hoy nada parecido. Y realmente es así a día de hoy, pero más vale prevenir, porque estamos viendo en los últimos días demasiados “lapsus” o, si se quiere, indicios preocupantes. Desde la pregunta del CIS de Tezanos sobre el posible respaldo popular a una “verdad oficial” en una pregunta burdamente manipulada que tanto desprestigia a una institución que merece mejor suerte que la de ser un juguete roto en manos del PSOE. Desde las afirmaciones del Ministro del Interior que van desde manifestar que no hay nada de que arrepentirse en la gestión de la crisis a hablar de “monitorizar las redes” en búsqueda de supuestos delitos. Desde las querellas por esos mismos supuestos delitos entre partidos políticos que cualquier jurista sabe que no llegarán muy lejos, pero empozoñarán un poco más todavía el debate público. Hasta, por último, las afirmaciones vertidas ayer mismo en rueda de prensa por un alto mando de la Guardia Civil que habla de minimizar las críticas a la gestión del Gobierno que han levantado, con razón, una tormenta de críticas y de preocupación en las redes. Y es que, aunque hayan sido desmentidas tajantemente, sacadas de contexto y tachadas de “lapsus”, lo cierto es que llueve sobre mojado.

¿Cuál es el problema de fondo? Que da la impresión de que el Gobierno desea preservar a toda costa un “relato oficial” que tiene tentaciones de convertir en la verdad oficial suprimiendo otras alternativas. Recordemos que este es el Gobierno del relato, y su Presidente y su “spin doctor” unos maestros en dicho arte con el que les ha ido francamente bien. El problema, claro está, en que este relato (“fuimos los primeros”, “no se podía prever lo que después supimos”, “tenemos la mejor Sanidad del mundo”) no cuadra con la realidad y con los datos que vamos teniendo. Lamentablemente, somos el segundo país con más muertos por millón de habitantes del planeta, sólo superados por Bélgica (desde el pasado jueves). Esto pueden explicarlo muchos factores, sin duda, pero hay uno que destaca sobre todo cuando se compara la gestión de nuestro gobierno con la de otros gobiernos (de izquierdas o de derechas por cierto, con mejor o peor sanidad, con más o menos recursos): el mantenimiento de la vida normal, incluida la autorización de acontecimientos multitudinarios masivos cuando ya existía un número de infectados importante, lo que los especialistas llaman “una bomba biológica”, que descontroló la trasmisión comunitaria. A esto hay que unir -en común con otros muchos gobiernos- la falta de previsión y de planificación con respecto al acopio de material sanitario suficiente. Además tenemos el problema de la descoordinación autonómica como hecho diferencial. Otros países con curvas muy preocupantes, como el Reino Unido o USA han cometido errores similares y probablemente los paguen de igual forma. Otros incluso lo pueden hacer peor: el Brasil de Bolsonaro es claramente un país con todas las papeletas. Pero también hay muchos otros países que no los han cometido o los han cometido en menor medida. Y esto se traduce en una gran diferencia en infectados y fallecidos.

Y por supuesto se trata de errores y de falta de previsión; si la magnitud del desastre se hubiera conocido, las decisiones habrían sido muy distintas. Probablemente todas o muchas de ellas. En nuestra opinión reconocerlo con humildad sería crucial para recuperar la dañada confianza en el Gobierno en estos momentos. Mucho más importante que cualquier tentación de controlar las críticas a la mala gestión que solo pueden avivar el fuego, además de dañar nuestra democracia. Sencillamente, habría que cambiar el relato oficial y acercarse más a la realidad. Y acercarse más a los críticos (sobre todo si son constructivos) y a la oposición para tenderles la mano; nada produce tanta confianza en alguien como el reconocer una equivocación en tiempos como los que vivimos. Pedir ayuda y consejo también tiende puentes. Y se puede hacer.

Por eso queremos acabar con una imagen positiva radicalmente distinta: la libertad de expresión y la discrepancia ideológica no se oponen a lealtad y al acuerdo. La conversación pública de hace un par de días entre el alcalde de Madrid Martínez Almeida y la representante de Más Madrid, Rita Maestre, ha producido sorpresa y esperanza. Dos personajes públicos que se reconocen en las antípodas ideológicas son capaces de ser corteses y de entender que, en determinadas cuestiones, no es que no ayuden los planteamientos ideológicos, es que probablemente son absolutamente innecesarios porque las opciones ideológicas de actuación en una emergencia son muy reducidas y el tiempo escaso. Quizá lo más asombroso es la declaración de la representante de la oposición de que confía en las intenciones del Alcalde y de que están seguros que lo único que pretende es salir de la pandemia, valorando su espíritu de colaboración.

Y es asombroso porque parece descontarse por la opinión pública un precio al parecer inevitable: la única forma de obtener poder es el de la agresividad, el insulto y la descalificación. Y no cabe duda de que en política es imprescindible diferenciarse, reivindicarse y llamar la atención para obtener votos. Pero, más allá de la ética y de otras limitaciones que puedan ponerse a la ambición, ¿está científicamente demostrado que esa es la única vía? ¿el ciudadano español sólo valora la bronca? Es de suponer que los expertos en ciencia política y opinión pública lo tendrán bien estudiado y deben de considerar que la polarización es lo que toca, pero no es tan claro que en este momento sea así.

Esa idea de colaboración no es algo nuevo o extraño. Incluso en situaciones de normalidad es absolutamente necesario cuando se trata de sociedades muy divididas por criterios ideológicos, nacionales, religiosos o étnicos, en las que las decisiones no puede basarse en la regla de la mayoría porque, en ese caso, alguna minoría importante puede verse excluida, perdiendo legitimidad de todo el sistema político. Arend Lijphart ha defendido, desde los años setenta, en este tipo de sociedades la idea de una democracia consociativa en la que sólo compartiendo el gobierno pueden todas las minorías estar representadas sin imponerse ninguna a la otra por escasos porcentajes.

Y si ello puede ser así en situaciones ordinarias por cuestiones prácticas, qué decir de momentos como el actual en que la gravedad de la situación no permite demasiados histrionismos y no hay riesgo de que nadie quede excluido, sino más bien de que quedemos excluidos todos. En estos casos es absolutamente exigible la colaboración, y estamos convencidos de que el ciudadano va a saber valorar muy positivamente esa actitud y que ello va a ser también recompensado en la dura y poco compasiva lucha política. Aprendamos de lo negativo pero también de lo positivo.

 

Sobre el control a los gobiernos durante la crisis del coronavirus (I): del Gobierno Central

Cuando hablamos de Estado de derecho, la mayoría de ciudadanos entienden por ello una suma difusa de separación de poderes e imperio de la ley; esto es, que los poderes públicos estén sometidos en su ejercicio a la ley, lo que sólo puede lograrse dividiendo el poder en diferentes instituciones de acuerdo a las funciones a realizar: legislar, ejecutar, juzgar. Sin embargo, con demasiada frecuencia esta separación se concibe como división absoluta, olvidando la condición por la que dividir el poder efectivamente ayuda a garantizar dicho imperio de la ley: que los poderes se vean obligados a colaborar en el desarrollo de sus acciones entre sí y que, de esta y otras maneras, tengan capacidad para hacerse rendir cuentas. Esto es, que existan mecanismos de control mutuo y que ningún poder se vea excesivamente disminuido; lo que en inglés se ha denominado “checks and balances”: controles y equilibrios. La tradición occidental de pensamiento político lleva más de dos milenios sosteniendo ideas similares de uno u otro modo [1]. Estos controles y los enfrentamientos que los ponen en marcha, como han señalado numerosos teóricos de la democracia deliberativa, tienen la ventaja de obligar al poder a justificar públicamente sus decisiones; a darnos razones para obedecer.

Todo este entramado de mecanismos tiene como objetivo último compatibilizar la libertad con la autoridad; con la política (tristemente necesaria según los liberales, espacio de realización colectiva para los republicanos). Y, evidentemente, hace la toma de decisiones más lenta en su garantismo; en ocasiones, incluso, la imposibilita. No sorprende por tanto que el propio derecho contemple que, en circunstancias excepcionales y sin salirnos del derecho, algunos de estos mecanismos se aligeren.

Esta regulación de la excepcionalidad también tiene una larga tradición, como recordarán quienes estudiasen derecho romano y la figura del “dictador”, palabra que en un primer momento careció de connotación negativa. En tales circunstancias de emergencia, el poder se acumula en un centro y se confía en la buena disposición para devolverlo (y en los mecanismos para forzar esta devolución) pasado el momento de crisis, que es la única fuente de legitimidad de esos poderes.

Siempre, por tanto, debe ejercerse este poder extraordinario dentro de las fronteras establecidas por el derecho mismo, limitado en su ejercicio por el fin que lo justifica, con la buena disposición de devolverlo y, por supuesto, de forma temporal. Cuando estas condiciones están ausentes, la crisis se convierte en mera excusa para el avance del autoritarismo, y la libertad perece bajo la sombra de la emergencia.

Este parece ser el caso ahora mismo en Hungría, por desgracia. Pero por lejos que esté Hungría, conviene que los españoles no nos descuidemos. Los ciudadanos haríamos bien en dedicar tiempo no sólo a seguir y lamentar las luctuosas noticias o a proponer medidas que palien la dura crisis que resultará de frenar la actividad social para no desbordar a nuestro sistema sanitario; también debemos velar porque las garantías de nuestra libertad no se vean sacrificadas más allá de lo imprescindible, tanto material como temporalmente. Como desde la opinión pública somos más eficientes señalando los problemas a modo de “alarma antirrobo” que haciendo análisis globales, voy a centrarme en una cuestión sobre la que estamos oyendo bastante estos días: el control parlamentario y mediático a los gobiernos.

Para empezar, debe recordarse que la propia Constitución española especifica en su artículo 116.5 que el funcionamiento de las Cámaras legislativas, “así como el de los demás poderes constitucionales del Estado, no podrán interrumpirse durante la vigencia de estos estados” de alarma, excepción o sitio. Por ello, si no estuvieran en periodo de sesiones, quedarían “automáticamente convocadas”. Tal es el celo que nuestra Constitución pone para que el control sobre el Gobierno se extreme en estas circunstancias. De hecho, los poderes excepcionales que otorga el estado de alarma pueden ejercerse por 15 días sin contar con el Congreso, pero es necesaria su aprobación parlamentaria para prorrogarlo. Mayores aún son las cautelas con otros estados de excepcionalidad.

Sin embargo, la principal y más mediática forma de hacer rendir cuentas al Gobierno desde el Parlamento quedó suspendida en los primeros días de la crisis. Me refiero a las sesiones de control. De acuerdo con lo acordado por la Junta de Portavoces, y a propuesta de la presidenta Meritxell Batet, el 12 de marzo se suspendió la actividad parlamentaria (excepto la Comisión de Sanidad) durante dos semanas. Como explica la presidenta en la página web del Congreso: “El Congreso mantiene abierto su registro, a disposición de sus miembros y de todos los ciudadanos para el ejercicio de sus derechos, y continúa con toda su actividad escrita, que canaliza buena parte de las posibilidades de control al Gobierno”. El motivo alegado es minimizar la actividad de la Cámara para evitar los contagios por una pandemia que, precisamente, es el motivo que explica el estado de alarma; el cual, irónicamente, exige el mencionado celo sobre el control al gobierno. A esta suspensión se opusieron PP y Vox, habiendo anunciado este último un próximo recurso al Tribunal Constitucional.

Debe tenerse en cuenta, no obstante, que el Gobierno sigue compareciendo en la comisión de sanidad, donde nuestro ministro (y filósofo-rey por sorpresa) trata de dar explicaciones de su gestión: así lo ha hecho, por ejemplo, el jueves 2 de abril y el miércoles 8 de abril. También es cierto que, para poder prorrogar el estado de alarma, el Gobierno se ve obligado a recabar el apoyo del Congreso; según ha manifestado el propio presidente, seguirá pidiendo prórrogas de 15 días, aun sabiendo que la crisis se extenderá más allá, con el fin de evitar acusaciones en este aspecto. Vemos así cómo funciona nuestro sistema: el mero miedo a que la oposición le acuse de querer saltarse al Parlamento le fuerza a comparecer quincenalmente.

Además, nuevas comparecencias son necesarias -aunque agrupables con las anteriores- para convalidar los decretos leyes. Por otro lado, y aunque con menor visibilidad mediática, los Diputados pueden seguir recabando los “datos, informes o documentos” que estimen de las Administraciones Públicas (Art. 7 del Reglamento del Congreso de los Diputados) y el Gobierno seguirá teniendo que responder a las preguntas por escrito (Título IX de dicho Reglamento), mientras las orales y las interpelaciones se han ido acumulando. Finalmente las sesiones de control se retomarán el miércoles 15 de abril, terminando con este periodo de suspensión.

La oposición, en este sentido, tiene muchas ocasiones para el control parlamentario desde el Congreso de los Diputados, especialmente intenso dada la precariedad de la mayoría que sostiene a este Gobierno. Y no puede decirse que el Gobierno haya aprovechado la ausencia de las sesiones de control para tomar sistemáticamente decisiones al margen del Parlamento en cuestiones diferentes a aquellas vinculadas a la crisis del coronavirus, por mucho que su reactivación de los indultos y la apertura de la comisión sobre el CNI para Pablo Iglesias encendieran todas las alarmas inicialmente.

En todo caso, puede entenderse la desconfianza: no sólo porque nuestros sistemas políticos cuentan con ella para ejercer la debida rendición de cuentas, sino porque el Gobierno ha mostrado signos preocupantes en el pasado con respecto a esta cuestión. Además de su tendencia a recurrir a reales decretos-leyes para cuestiones de dudosa urgencia, hay un menoscabo del Parlamento que merece la pena no olvidar: el cambio de los Consejos de Ministros de los viernes a los martes. Dado que la sesión de control se celebra los miércoles y esto no se ha modificado, ello deja apenas unas horas para que los grupos parlamentarios presenten preguntas relacionadas con los temas lanzados por el Gobierno a la opinión pública en su comparecencia pública más importante. Poco importa que los grupos de la oposición antes hicieran un pobre uso del tiempo entre el uno y la otra [3], o que puedan reconducir el debate en las réplicas; es una traba a la labor del Parlamento ciertamente criticable.

A esto hay que sumar la forma en que el Gobierno ha limitado la libertad de información de los ciudadanos al filtrar las preguntas de los periodistas entre los dedos del Secretario de Estado de Comunicación, impidiendo de paso las repreguntas. Que tal método haya decaído ante las protestas de los medios, así como el ejemplo de otros países, demuestran la arbitrariedad de esta medida, únicamente entendible como una vía más por la que el Gobierno ha tratado de reforzarse en momentos difíciles.

Quedará a juicio del votante, eso sí, si tales medidas de restricción de la libertad en favor de la autoridad quedan justificadas por ese contexto. No debe olvidarse ni la gravedad de la situación ni la debilidad estructural de este gobierno, como tampoco la existencia de nutridas fuerzas radicales de todos los colores en el Parlamento y su efecto centrífugo sobre otras más moderadas. También tendrá que evaluar el lector  hasta qué punto estas medidas han podido resultar contraproducentes en su relación con la oposición: por un lado, porque han dado razones para la desconfianza que estos manifiestan. Por otro, porque alimentaban su sed de atención mediática, que además nuestros periodistas tan sólo saben otorgar al conflicto, por vacuo que sea. Se promueve así el exabrupto, el oponerse a todo por sistema en torno a la acusación de antidemócrata. Y también el reparto de culpas. Todo ello, precisamente cuando más necesitamos debates propositivos y estratégicos. En tal situación, sobra decir, las llamadas a la unidad son pura quimera… aunque, justo antes de negociar, a uno siempre le conviene mostrarse más radical, acercando el punto medio a su sardina.

En todo caso, lo cierto es que el control parlamentario, por otras vías, no ha decaído. Se han tomado medidas desligadas de la situación que nos acucia, pero apenas notables. Y, aunque el control mediático directo fue entorpecido, el contexto sometió al Gobierno al máximo escrutinio. No puede decirse lo mismo, eso sí, de todas las Comunidades Autónomas. A ello, sin embargo, convendrá dedicar en exclusiva una futura nueva entrada… (ya disponible en el blog). [4]

 

NOTAS

[1] Es un principio que encuentra su formulación moderna más lúcida dentro del canon de autores clásicos en el trabajo de Locke (aunque un Montesquieu aún anclado en la sociedad estamental suela llevarse el mérito). No puede tampoco olvidarse el papel de los padres fundadores de Estados Unidos a este respecto. Sin embargo, pueden rastrearse ideas similares desde mucho antes en la tradición occidental; en particular, entre aquellos que abogaron por un gobierno mixto, de Aristóteles a Maquiavelo. Permítaseme que, por una cuestión de espacio, no entre a matizar la diferencia que presenta este control en sistemas presidenciales y sistemas parlamentarios, donde el gobierno depende de la confianza de la cámara para subsistir.

[2] Véanse como ejemplos el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal general o la reiteración electoral producida por la presentación de sus candidaturas ante unas Cortes de las que previamente no había recabado el suficiente apoyo.

[3] Según el diario El País, la posibilidad de modificar preguntas tras el Consejo de Ministros sólo se había utilizado en 5 ocasiones desde 2008.

[4] Entre los varios confidentes a los que agradezco me ayuden a pensar estas cuestiones, quiero expresar especialmente esa gratitud a Carlos Fernández Esquer por sus comentarios, sin que ello en ningún caso suponga que pueda atribuírsele ninguna de estas opiniones.

 

Desmintiendo el relato euroescéptico

La UE vuelve a estar en la diana, una vez más. La crisis provocada por el coronavirus ha vuelto a levantar las críticas hacia Bruselas y a generar divisiones entre los estados miembros. No se divisa un horizonte claro para el futuro de Europa como unión política, con la llegada de una crisis sanitaria y económica cuyo alcance es aún difícil de concretar pero que, sin duda, pondrá en cuestión el proyecto europeo. Esta entrada pretende hacer una revisión de las habituales críticas efectuadas por los movimientos nacional-populistas hacia la UE y resaltar el escaso rigor de las mismas.

Es común que a la Unión Europea se le critique por su falta de solidaridad y por su intrusión en la soberanía de los Estados. Siendo cierto que la UE presenta numerosas contradicciones, a menudo estas críticas parten de no entender el funcionamiento de sus instituciones y mecanismos internos.

Los tratados de la UE recogen 7 instituciones. Simplificando, cinco de ellas son consideradas comunitarias, es decir, representan un interés general de la UE por encima de los estados. Estas son las que toman el mayor número de decisiones y rigen el funcionamiento de la UE día a día. Sin embargo, las decisiones que más afectan a la soberanía de los Estados o implican grandes cambios, pasan por las dos instituciones, el Consejo de la Unión Europea y el Consejo Europeo, donde son los Estados los que toman las decisiones. Las cuestiones más importantes como las referentes a la fiscalidad, protección social, adhesión de nuevos países a la UE, política exterior, seguridad o defensa han de ser tomadas por unanimidad, precisamente para evitar un supuesto quebrantamiento de la soberanía nacional de los estados miembros. Esto lleva a situaciones donde la oposición de un reducido grupo de Estados detiene reformas deseadas por las instituciones europeas y por la mayoría de los Estados, como es el caso de los Eurobonos.

Dar más poder a las instituciones comunitarias o cambiar el sistema de votación haría que la UE dispusiera de una mayor capacidad de intervención, pero afectaría a su vez la soberanía de los Estados; siendo esta una materia en la cual la UE siempre ha sido extremadamente cuidadosa. La relación soberanía-poder de la UE es tratada de forma muy didáctica en este trabajo de Jorge Aguacil, mientras aquí ya se han tratado propuestas para combinar soberanía nacional y la intervención de la UE en el caso español.

Curiosamente, son los partidos nacional-populistas -los mismos que se erigían hace relativamente poco en defensa de la soberanía nacional- los que ahora achacan a la UE y a sus instituciones una “falta de solidaridad” ante una primera negativa por parte de países como Holanda y Alemania al proceso de mutualización de deuda (y por ende de riesgo), al no aceptar la introducción de los ya archiconocidos “coronabonos”. Pero es absolutamente falso que la negativa a la mutualización de deuda soberana represente una falta de solidaridad e ineficiencia por parte de las instituciones comunitarias. Es más, existen múltiples organismos y mecanismos internos que se encuentran ya a disposición de los países miembros del Eurogrupo para garantizar líneas de liquidez y proteger consecuentemente el tejido productivo y el empleo de las economías europeas. Veamos cuáles son.

En primer lugar, el BCE se presenta como el mayor suministrador de liquidez a la economía europea a través de la adquisición masiva de deuda soberana (y en menor medida corporativa, a través del PEPP), en el mercado secundario. El BCE fue el primero en desplegar un programa de inyección de liquidez en los mercados por valor de 750.000 millones de euros, nada más darse a conocer los problemas estructurales que el Covid-19 supondría para la economía europea. Aún así la efectividad de dicha expansión cuantitativa no está tan clara, ya que no supondría una inyección directa de liquidez a las empresas en la gran mayoría de los casos (aunque se ha anunciado que se adquirirá deuda corporativa). Uno de los principales obstáculos del BCE se encuentra en que, por normativa estatuaria, no puede ser partícipe de operaciones en el mercado primario, lo cual ralentizaría dicha inyección de liquidez y le restaría efectividad.

Por otro lado, el MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad) dispone de una capacidad total de 410.000 millones de euros. A cada país miembro le correspondería una línea de liquidez equivalente al 2% de su PIB respectivo, aunque existe la posibilidad de una ampliación de dicha línea de liquidez ateniéndose a las dificultades económicas particulares de cada país, tal y como anunció el Eurogrupo en un comunicado oficial tras la reunión del pasado jueves. Asimismo, la condicionalidad exigida siempre por el MEDE en sus líneas de liquidez, quedaría reducida a mínimos, afectando únicamente a la discrecionalidad del gasto, en relación a que dichos fondos fueran empleados para luchar contra la emergencia sanitaria actual.

Asimismo, el proyecto elaborado recientemente por los técnicos del Eurogrupo incluye el lanzamiento de un nuevo mecanismo denominado Rapid Financing Instrument, que contaría con una capacidad de financiación total cercana a los 80.000 millones de euros, distribuida a través de líneas de crédito a los países miembros demandantes del mismo, de los cuales a España le corresponderían 9.440 millones, en base a su participación en el capital del Mede.

Por último, el Eurogrupo, a través del Banco Europeo de Inversiones busca poner en marcha un fondo de garantías por valor de 200.000 millones de euros, que servirían como aval para financiar operaciones de elevado riesgo de todo tipo de empresas europeas, desde las más pequeñas hasta multinacionales. Todo ello ha de sumarse al plan que ya se encontraba en marcha, también por parte del BEI, para movilizar otros 40.000 millones de euros para inyección directa en la economía europea.

Como se puede observar, existen mecanismos e instrumentos comunitarios más que suficientes para garantizar inyecciones de liquidez que aseguren la resiliencia del tejido productivo europeo, evitando una pérdida aún mayor de potencial europeo y actuando de freno ante una masiva destrucción de empleo, para lo cual se emplearán los fondos del SURE.

Otro de los temas por los que la UE suele recibir criticas es por su supuesta inacción en ciertos asuntos, ya sea con la actual crisis o en anteriores, como la crisis migratoria. Muchas veces estas críticas parten de obviar las competencias de la UE, que a menudo juega un papel secundario y de coordinación frente a los Estados, que son aquellos que deben tomar las decisiones. Es posible aumentar esas competencias, pero nuevamente chocaremos con la soberanía de los Estados y su reticencia a cederla. Esto no implica que toda crítica a su falta de respuesta o liderazgo por parte de las instituciones sea errada. La UE debe jugar un rol de liderazgo, muy infravalorado en su anterior etapa con Juncker a la cabeza; un líder que difícilmente podrá ser reemplazado.

En este mismo plano, cabe resaltar el hecho de que la UE dista mucho de ser el monstruo burocrático del que algunos le acusan. La estructura burocrática de la UE la componen 50.000 empleados públicos entre funcionarios y agentes de todas las instituciones, tomando decisiones que afectan a 450 millones de personas. Sólo en el ayuntamiento de Madrid trabajan 27.000 personas, más de la mitad, siendo el ejemplo meramente ilustrativo, pues sus funciones no son comparables. Además, su selección de personal mediante organismos independientes evita muchos de los vicios que padecen nuestras instituciones, como la politización o el clientelismo.

La inmigración ilegal suele ser otro de los temas por los cuales se pone en cuestión la Unión Europea. Esta preocupación podría estar justificada si tenemos en cuenta que los Estados europeos han renunciado (con excepciones) al control de las fronteras internas con otros estados miembros. Sin embargo, no existe un control de fronteras común, más allá del reducido papel de Frontex, a pesar de estar prevista en los tratados. Los estados del sur, España, Italia y Grecia deben hacer frente a la inmigración con sus propios medios, a pesar de ser una cuestión que afecte a todos. Paradójicamente estos Estados se oponen a ceder su control de fronteras.

No obstante, las cifras de inmigración hoy son las más bajas desde 2013, reduciéndose en un 92% desde 2015. La labor de Frontex, siendo reducidas tanto sus competencias como su personal, es determinante, con 10.000 efectivos que apoyan a los estados miembros en el control de fronteras y acciones de salvamento. Además, la UE tiene desplegadas tres misiones de salvamento marítimo y control de fronteras en el Mediterráneo. El papel de la UE en inmigración es más relevante en los acuerdos con terceros países, deteniendo los flujos migratorios antes de que lleguen a sus fronteras, especialmente en los países de origen, a pesar de que estos alguna vez hayan sido criticados desde las propias instituciones como es el caso del acuerdo con Turquía.

Cabe destacar además que la inmigración en el plano económico es netamente positiva, sobre todo para algunos países del sur de Europa, como es el caso de España. Según refleja un estudio de investigación de La Caixa, los inmigrantes habrían generado más del 50% del crecimiento del PIB en España entre el año 2000 y el año 2005, mientras su aportación a las arcas públicas es netamente positiva. Mientras consumen un 5,4% del total del gasto público, aportan un 6,6% de los ingresos totales. En concreto, la población inmigrante en España aporta anualmente 5.000 millones de euros más de lo que consume de las arcas públicas.

La UE es un proyecto político por el que merece la pena luchar y el cual merece la pena defender. La UE es un estandarte de progreso y desarrollo socioeconómico para todos sus países miembros.

Frente al populismo, raciocinio. Frente a las fuerzas disgregadoras, cohesión. Europa logrará vencer unida al virus y sus efectos mientras no olvide que fuera de sus fronteras hace mucho frío.

Excepciones autorizadas, seguridad jurídica y celo policial: a vueltas con la celebración de cultos y otras dudosas prohibiciones

El artículo 9.1 CE prescribe que ciudadanos y poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Ahora bien, a diferencia de los poderes públicos, para los ciudadanos rige lo que llamamos el principio de vinculación negativa, en virtud del cual tenemos libertad para realizar todo aquello que no esté prohibido. Ocurre que con la declaración del estado de alarma en nuestro país parece que se hubiera dado la vuelta al sentido de este principio: fuera de la alfombrilla de nuestras casas, sólo podemos hacer aquello que nos está expresamente permitido. E incluso aquello que podemos hacer se presenta borroso, con la consiguiente inseguridad jurídica. El tema no es baladí porque afecta al sentido profundo de la idea de libertad en un Estado constitucional, el cual lógicamente se puede ver matizado en circunstancias excepcionales como las que vivimos, pero, más en concreto, el mismo está generando dudas acerca de la legitimidad de ciertas intervenciones policiales.

Así las cosas, todos asumimos que estamos “confinados”. Con visual expresión decía el profesor Aragón Reyes que se ha ordenado una “especie de arresto domiciliario” –aquí-. Pero si uno bucea en el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma se encontrará con que el mismo no prohíbe salir de casa. Este decreto lo que prescribe es que “las personas únicamente podrán circular por las vías o espacios de uso público para la realización de las siguientes actividades” (art. 7.1), fijando entonces las causas que legitiman circular. Entonces, ¿podemos transitar o reunirnos en las azoteas de nuestros edificios? En la medida que estas sean zona común de una propiedad horizontal (privada) no tendría que haber impedimento normativo. Cuestión distinta es que sea prudente hacerlas. Sin embargo, la mayoría hemos recibido comunicaciones de los administradores de las comunidades de propietarios advirtiendo de las limitaciones de uso de tales espacios. Incluso, este Domingo de Ramos veíamos como la policía desalojaba la azotea –parece que de un convento- donde se estaba oficiando una misa –aquí-.

Un tema que merece particular atención porque según interpretan los responsables policiales –aquí– no se podrían celebrar este tipo de actos de culto y en consecuencia han procedido a ordenar el desalojo de distintas iglesias en nuestro país –así en Cádiz –aquí– o en Granada –aquí-. Ello contrasta con el art. 11 del Decreto del estado de alarma, que establece que “La asistencia a los lugares de culto y a las ceremonias civiles y religiosas, incluidas las fúnebres, se condicionan a la adopción de medidas organizativas consistentes en evitar aglomeraciones de personas, en función de las dimensiones y características de los lugares, de tal manera que se garantice a los asistentes la posibilidad de respetar la distancia entre ellos de, al menos, un metro”.

Centrándonos en las ceremonias católicas, es cierto que muchos Obispos de forma prudente han optado porque éstas se celebren a puerta cerrada y en la medida de lo posible se retransmiten por televisión o Internet. Pero, jurídicamente, parece claro que la celebración de las mismas no está prohibida, si bien de celebrarse tendrán que respetarse algunas condiciones para prevenir el riesgo de contagio. A lo que habría que hacer dos puntualizaciones adicionales. La primera trae causa de la Orden SND/298/2020, de 29 de marzo, que en su artículo 5º viene a prohibir (aunque la misma dice que se “pospondrá”) la celebración de cultos o ceremonias fúnebres mientras dure el estado de alarma, y limita la participación en el enterramiento o cremación. Pues bien, sin querer aquí apelar al dilema de Antígona, de acuerdo con el sistema de fuentes de nuestro ordenamiento sí que cabe plantearse si una orden ministerial puede terminar prohibiendo -no ya limitando o restringiendo-, lo que el Decreto del estado de alarma ha permitido que se realice aun con condiciones.

La segunda puntualización viene dada ante la ausencia de previsión de la asistencia a las ceremonias o cultos religiosos entre las causas que justifican circular de acuerdo con el art. 7 del Decreto del estado de alarma. ¿Pueden entonces salir los feligreses de sus casas para “asistir” a “los lugares de culto”? A tenor del art. 11 concluiría sin lugar a dudas que si, por lo que, aunque el art. 7 no lo diga, éste debe entenderse como uno de los supuestos análogos que admite para justificar salidas. No entenderlo así vaciaría de contenido el propio art. 11, cuyo objeto es precisamente circunscribir el ejercicio de un derecho fundamental para adecuarlo a la crisis sanitaria. Y precisamente por ello corresponde a los sacerdotes disponer las medidas organizativas necesarias, como ya se ha dicho. Pero en una Catedral como la de Granada que una veintena de personas mantengan la distancia de seguridad no parece muy difícil. O lo mismo en la Iglesia de Cádiz. Por lo que parece que en todos estos desalojos se ha dado un exceso en la intervención policial.

De igual forma se puede apreciar un cierto celo policial en algún caso donde se ha denunciado a una persona por salir a comprar unas coca-colas, chocolate y salchichas –aquí-. De hecho, aunque no ha sido reconocido oficialmente, se ha difundido un listado que maneja la Guardia Civil con aquellos productos alimenticios que justificarían salir a comprar –aquí y aquí-. Sin embargo, el artículo 7 del Decreto no hace distingos y se refiere genéricamente a que se podrá circular cuando el objeto sea adquirir “alimentos, productos farmacéuticos y de primera necesidad.”. De manera que carece de sentido que la policía pueda hacer un escrutinio de si lo comprado en un supermercado es más o menos de primera necesidad. De igual forma que tampoco está jurídicamente prescrito que uno tenga que ir al supermercado más cercano a su casa y, de hecho, en poblaciones dispersas puede tener sentido desplazarse a otras localidades para poder abastecerse por preferir un supermercado más lejano a otros más limitados de la aldea o pueblo en el que se resida. Esta situación se ha planteado cuando varias comunidades islámicas en pueblos de Cáceres han solicitado permiso para poder desplazarse a otras localidades para comprar alimentos en establecimientos autorizados por la Comisión Islámica de España –aquí-. Nuevamente lo que sorprende es que tenga que pedirse una autorización policial para poder hacer algo que, a priori, no está prohibido: ir a comprar.

De igual manera, se ha dicho que está prohibida toda actividad económica que no preste servicios esenciales. Pero tampoco aquí el Decreto del estado de alarma hace mención a la misma. Se refiere únicamente en su artículo 10 a las medidas de contención en el ámbito de la actividad comercial, equipamientos culturales, establecimientos y actividades recreativas, actividades de hostelería y restauración, y otras adicionales. Lo que ha hecho el Gobierno ha sido colar esta suspensión de la actividad económica por la puerta de atrás –si se me permite la expresión-, regulando un “permiso obligatorio” para los trabajadores en el Real Decreto-ley 10/2020, de 29 de marzo. Un Decreto-ley que se sitúa en la línea de fuera de juego porque, de acuerdo con el art. 86.1 CE, este tipo normativo no puede afectar con su regulación a derechos constitucionales –aunque es cierto que la jurisprudencia constitucional ha sido muy generosa a este respecto-. Y, sobre todo, porque soslaya lo que en buena lid debería haber sido una novación del estado de alarma o, de forma más correcta, de un estado de excepción, ya que estas medidas suponen una limitación –si no suspensión- del ejercicio de derechos y libertades constitucionales y, en todo caso, están previstas en la LO 4/1981, de 1 de junio, como medidas posibles en un estado de excepción (art. 26.1), no en el de alarma.

Así las cosas, de todo lo dicho se pueden extraer varias conclusiones. La primera de ellas es que al final las limitaciones a las libertades de los ciudadanos son mucho mayores de lo que la normativa del estado de alarma quiere “aparentar”, quizá para esconder así lo que algunos hemos venido sosteniendo, y es que los efectos del mismo son los que el artículo 55.1 CE y la propia Ley Orgánica prevén para un estado de excepción –en una entrada anterior así lo sostuve-. La aceptación generalizada de la necesidad de estas medidas no subsana este déficit constitucional. La segunda es que, aun siendo comprensivos en estos difíciles momentos que abocan a una inevitable improvisación, no deja de ser deseable una mayor seguridad jurídica a la hora de definir aquello que está o no prohibido. Y, por último, igual que es necesario pedir que las personas sean responsables y cumplan prudentemente no sólo con la letra, sino sobre todo con el espíritu de las restricciones que se han impuesto, por su parte los cuerpos policiales sí que deben ceñirse estrictamente a denunciar sólo aquello que está terminantemente prohibido. No pueden ir más allá, por mucho que parezca inapropiado que una persona vaya a una misa o salga de casa a comprar pipas a un súper distante. Ni siquiera en circunstancias como las que vivimos está justificado educar a golpe de multa.

 

 

Imagen: El Mundo.

Apuntes para líderes confinados

Un mes después de la declaración del estado de alarma por la pandemia del COVID-19 seguimos acumulando ruedas de prensa de elevados propósitos y magros resultados, mientras la edición especial del BOE que recopila las normas dictadas en éste tiempo ocupa ya 600 páginas. Se amontonan en el diario oficial más de cien normas de ámbito estatal para hacer frente a la crisis, desde los imponentes reales decretos, como el RD 463/2020 que decretó la alarma, fuente de excepción y restricción de derechos, hasta las humildes y burocráticas Resoluciones dictadas por todo tipo de autoridades y organismos. Un frío, gris y burocrático retrato de este mes de pesadilla que tiene la virtud de mostrar con precisión quirúrgica el proceso de toma de decisiones políticas seguido desde la eclosión oficial del Covid-19: todas decisiones unilaterales del Gobierno bajo el paraguas de los poderes extraordinarios que le otorgan el art. 116 de la Constitución y la Ley Orgánica 4/1981 que regula los estados de alarma, excepción y sitio.

En términos jurídicos es discutible este modo de conducirse. Pero, más allá de vacilaciones, retrasos y rectificaciones que se verán con más claridad cuando se despeje la bruma del campo de batalla, resulta forzoso reconocer que frente a un enemigo invisible y desconocido que ha paralizado el mundo sin manual de instrucciones, estas semanas de vértigo encajan en las que el art. 1-1 de la Ley Orgánica 4/1981 denomina: circunstancias extraordinarias que hacen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes.

Lo cierto es que, dotado de poderes extraordinarios, el Gobierno se ha manejado en la más estricta soledad. En términos políticos no era el único camino, pero fue el elegido, buscando la aprobación de sus decisiones a posteriori o en momentos cuasi inmediatos a su anuncio público y con muchas más horas dedicadas a la construcción del relato y a la comunicación de sus actos que a la búsqueda de su respaldo político y social. Si algo ha quedado claro tras el bronco pleno del Congreso del pasado jueves es que ese camino ha tocado a su fin. La solicitud de prórroga del estado de alarma salió adelante con 270 votos a favor, pero las mayorías para aprobar los tres Decretos con medidas económicas y sociales complementarias han sido mucho más exiguas. Y en el caso de la convalidación del RD Ley 11/2020 de medidas urgentes en el ámbito social y económico los votos favorables (171) fueron inferiores a las abstenciones (174). Anticipo de futuras derrotas parlamentarias si la mayoría gobernante sigue caminando sola; la fractura política amenaza con hacerse irreversible en el peor de los momentos posibles.

Por otra parte, la manera en que ha sido recibido el ofrecimiento del Presidente Sánchez de unos nuevos Pactos de la Moncloa, con la honrosa excepción de Inés Arrimadas y Ciudadanos, demuestra que desandar ahora el camino de aquella soledad buscada no resultará nada sencillo y requerirá unos esfuerzos que dudo se estén haciendo. Desde luego, empezar a compartir la toma de decisiones (incluso las que se cobijan bajo un desconocido Comité Científico) no puede demorarse más si se pretende sinceramente algún acuerdo político o social. Si la fuente de conocimiento de los pasos que va dando el Gobierno, muchos de ellos imprevisibles, sigue siendo el BOE para partidos y agentes sociales, que el Gobierno no pretenda reclamar unidad y lealtad.

Dada la referencia permanente a los Pactos de la Moncloa, conviene recordar que aquél gran acuerdo, clave para el éxito de la Transición, fue sólo un hito dentro de un proceso que se había iniciado bastante antes. Todas las fuerzas políticas que firmaron los pactos el 27 de Octubre de 1977 venían de celebrar las elecciones generales del 15 de Junio de 1977, primeras elecciones democráticas desde la 2ª República, en las que ya había participado el recién legalizado PCE, hasta ese momento hegemónico en la oposición clandestina a la dictadura franquista. Durante mucho tiempo tanto su legalización como su participación en esas elecciones estuvieron en el aire. Las bases de su integración en la naciente democracia española acumulaban horas y horas de discretísimos contactos, culminados con el que seguramente fue el encuentro clave: la reunión entre Santiago Carrillo, Secretario General de un todavía ilegal Partido Comunista de España, y Adolfo Suárez, Presidente del Gobierno, en el chalet del abogado José Mario Armero a las afueras de Madrid el 27 de febrero de 1977.

En aquella minimalista reunión de seis horas brotó el elemento clave sobre el que se cimentaron los acuerdos que estaban por venir: la confianza entre Carrillo y Suárez, la seguridad de que aún siendo rivales políticos muy distanciados ideológicamente, en aquél momento histórico, compartían un objetivo político que sin duda les transcendía, pero en cuya consecución los dos eran imprescindibles. Uno aportando la legitimidad necesaria al proceso que nacería de aquellas primeras elecciones democráticas, y el otro impulsando la legalidad que necesitaba el PCE para incorporarse como un actor más del juego democrático.

La discreción, profundidad y eficacia de aquel encuentro es un ejemplo de cómo construir un verdadero “pacto iceberg” capaz de imponerse a una realidad llena de obstáculos.

Otra referencia histórica se ha vuelto recurrente de la mano de épicas metáforas bélicas: la figura más plagiada últimamente es la de Winston Churchill. Su discurso en los Comunes del 13 de Mayo de 1940, dos días después de haber tomado posesión -aquél en el que manifiesta no poder ofrecer otra cosa más “que sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”- ha sido citado por el Presidente Sánchez y por Pablo Casado reiteradamente. Pero nadie se convierte en Churchill por repetir sus frases enfáticamente. Ambos deberían recordar que lo primero que hizo Sir Winston tras su nombramiento fue formar un gobierno de amplio espectro con representación de todos los partidos, incorporando de forma inmediata al reducido gabinete de guerra de cinco miembros a su detestado Chamberlain y a los lideres de la oposición laborista; de hecho, Clement Attlee, el líder laborista, fue su Viceprimer Ministro en el gobierno de coalición. Attlee, apodado “el pigmeo”, una figura muy a tener en cuenta, se ocupaba de la política doméstica y de mantener a pleno rendimiento la maquinaria de guerra, mientras Churchill trazaba la estrategia y mantenía la moral de la nación con su poderosa oratoria.

Nuevamente la confianza entre dos líderes en apariencia antagónicos permitió, en este caso al Reino Unido, superar sus horas más difíciles, y a ambos afianzar sus liderazgos. Churchill ganó la guerra, pero Attlee ganó las elecciones celebradas a su conclusión y gobernó durante los siguientes seis años.

Para los que piensen que permanecer en la oposición esperando al fracaso del rival es la mejor táctica para llegar al poder, ahí tienen al sensato Attlee como prueba de lo contrario. Y es que en situaciones críticas de la magnitud de la que afrontamos, o formas parte de la solución o te conviertes en un problema. Algo que la oposición no debiera olvidar, al menos la que se sitúa en los márgenes interiores de lo que se viene denominando constitucionalismo, y está en disposición de facilitar mayorías parlamentarias por si misma.

Esta semana que iniciamos puede ser un punto de no retorno si fracasan las anunciadas reuniones del Gobierno y los distintos partidos. El inventario de dificultades que se oponen a esa unidad política que tanto se invoca podría ser interminable, pero no son momentos para regodearse en el deber ser, sino en el ser; en lo que forzosamente tiene que ser. Porque con la atenuación del confinamiento y el levantamiento del estado de alarma, aunque resulte paradójico, se iniciará una etapa menos cruda pero más compleja, difícil y duradera: la que ya se ha bautizado como la de “la reconstrucción económica y social”. Hasta la fecha se han adoptado muchas medidas de urgencia en los más diversos ámbitos: sanitario, económico, social, laboral…muchas de ellas, sin el consenso necesario. Pero ahora se trata de adoptar un enfoque no tanto coyuntural sino estructural con el objeto de hacer frente a una crisis sin precedentes que impactará con fuerza en nuestra economía, también en nuestros hábitos sociales y en nuestras instituciones.

Recordaba el profesor Fuentes Quintana en su presentación de los Pactos de la Moncloa que “las soluciones a los problemas económicos nunca son económicas, sino políticas”. Conviene recordarlo y advertir que ,sin un consenso político amplio sobre las medidas a implementar y unas mayorías parlamentarias sólidas que las apoyen, los próximos meses pueden volverse durísimos. La solución de un gran pacto político nacional, seguido de un gobierno de amplia base con ese pacto como hoja de ruta, parece lo ideal; pero ya sabemos que en política, las más de las veces, lo mejor es enemigo de lo posible, así que cualquier otro formato podría ser aceptable siempre que se garanticen mayorías parlamentarias transversales y amplias para sacar adelante las reformas necesarias, que además fortalezcan la credibilidad del Gobierno en el complejo marco de la UE y permitan aprobar los Presupuestos que doten económicamente al plan de reconstrucción. Eso ahora mismo sólo parece estar al alcance de dos partidos y dos líderes, ellos lo saben, la sociedad española también y tomará buena cuenta de sus pasos. Pueden esbozarse cuatro ideas sobre las que cimentar el pacto:

  1. No excluir a ninguna fuerza política a priori. Se trata de reforzar mayorías, no reducirlas o limitarlas. Para el acuerdo importa mas el qué que el quién.
  2. Marcar como objetivo de lo que reste de Legislatura reconstruir el tejido productivo que resulte dañado y potenciar las redes de solidaridad, reduciendo al mínimo el costo social de la crisis. En definitiva proteger rentas y asegurar la liquidez de las empresas para que puedan continuar con su actividad y mantener el empleo. Cualquier otra agenda política ya sea del Gobierno o de la oposición debería  quedar aparcada.
  3. Aprovechar la fuerza y recursos de una sociedad civil y un tejido empresarial, científico y tecnológico que ha mostrado robustez, capacidad de innovación y adaptabilidad. No se trata de sustituir a la sociedad por un estatismo trasnochado. Una sociedad que se ha demostrado ya plenamente integrada en el siglo XXI no necesita políticas del siglo XIX.
  4. Poner en el centro de todas las políticas los principios de coordinación y cooperación. Momentos disruptivos como el que atravesamos aceleran determinados procesos históricos y en España desde hace años vivimos atrapados en el dilema integración/desintegración, lo que esta pandemia ha venido a confirmar es que la escala de integración para los servicios públicos esenciales tiene que ser como mínimo nacional, y a ser posible europea. El bochornoso espectáculo de los 17 sistemas autonómicos de acopio y compra de material y equipos de protección, tests o respiradores, ante la incapacidad de un Ministerio de Sanidad reducido a mero cascarón, no puede volver a repetirse. Igualmente ésta crisis ha puesto de manifiesto la necesidad de contar con sistemas de recogida de datos, información y evaluación rigurosos, homologables y transparentes que guíen la toma de decisiones.

Seguramente que quien haya llegado hasta aquí pensará que pertenezco a la cofradía de los ingenuos, de los convencidos de que nuestros líderes actúan movidos por su bondad intrínseca, cuando la mayoría los considera de la especie de los escorpiones, incapaces de sobreponerse a su naturaleza. Y, sin embargo, no es así. No confío tanto en la virtud como en el instinto de conservación. Porque si algo ha liberado esta crisis es una enorme energía social que se expresa en los balcones, en los supermercados, en los transportistas de guardia, en la titánica tarea de nuestros sanitarios; en la entrega de policías, militares, guardias civiles, bomberos; en los múltiples voluntarios dispuestos a rellenar con imaginación los huecos de unos servicios públicos desbordados; en el talento y la inteligencia colectiva puesta al servicio de la sociedad por nuestro científicos, centros tecnológicos y de investigación, redes de innovación y empresas que se han puesto a producir los bienes que necesitábamos sin esperar a ningún encargo oficial. Toda esa energía está ahora volcada en la fase más aguda de combate del virus, ocupada en salvar vidas y proteger a la sociedad. Pero que nadie dude que esa energía necesitará liderazgo, cauce para seguir movilizada en positivo, alguien que se ponga al frente y traduzca toda esa energía en reformas, en acción positiva de transformación de un sociedad cuestionada en muchos de sus axiomas y costumbres. La pregunta pertinente es: ¿quién se hace cargo de éste liderazgo? Si esa energía no se encauza, lo mas probable es que se vuelva contra los que pudiendo liderarla no quieran o no sepan hacerlo. Ejemplos próximos tenemos de grandes movilizaciones en las calles que al quedar desarticuladas y sin liderazgo probablemente vuelvan su energía contra quien no quiso o no supo traducirla en acción política efectiva.

El mundo al que saldremos después del confinamiento ya no será el mismo. Se han impuesto restricciones a las libertades individuales y nos queda un tiempo de ajustes, sacrificios y obligaciones añadidas para todos. Seguramente que algunos de los controles impuestos de forma temporal se convertirán en estructurales, y en éste escenario emerge un intangible imprescindible para la reconstrucción: la confianza. La confianza desaparecida entre los líderes que permanecen confinados en el confort de los bloques ideológicos en los que se ha dividido la sociedad español. Pero sobre todo, la confianza que para aceptar todo esto los ciudadanos necesitan depositar en sus instituciones y en los que las dirigen, en su capacidad para tomar las decisiones que impone el interés general. Si los lideres políticos son incapaces de fijar objetivos comunes y llegar a los acuerdos necesarios para alcanzarlos, si son incapaces de poner lo común por delante de ideologías e intereses propios, nadie dude de que sufrirán un agudo y natural proceso de pérdida de confianza y deslegitimación social. Y detrás de la deslegitimación de las instituciones de la democracia liberal, la nuestra, ya sabemos lo que viene.

Por eso espero que todos los que invocan a Churchill no sólo le citen, sino que acaben comportándose como él, demostrando liderazgo y capacidad de generar confianza y algunos, incluso, recuerden a Clement Attlee y su victoria electoral de 1945.

Estado de alarma del gobierno y estado de shock de los ciudadanos: ¿Confinamiento obligatorio de asintomáticos?

Artículo originalmente publicado aquí.

Es este un post eminentemente ilustrativo que tiene una finalidad muy clara: poner de manifiesto conceptos esenciales relativos al estado de alarma en el que nos encontramostal y como se encuentra regulado en nuestro Ordenamiento jurídico. Ello no impedirá que, al socaire de estos conceptos, vayan surgiendo dudas que intentaré resolver, en la medida de lo posible, de forma clara y concisa para que resulte inteligible a todo el mundo y no solamente a los juristas. Comencemos, pues, por el principio …

Como es conocido, el Gobierno ha decretado el estado de alarma al amparo de lo dispuesto en la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio (que regula los estados de alarma, excepción y sitio). Esto se ha hecho mediante el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. En el artículo 7 de esta disposición se regulan las limitaciones a la libertad de circulación de las personas, debiendo destacar que no se prevé el confinamiento obligatorio en determinados Centros de las personas denominadas “asintomáticas” por su contagio con el COVID-19 [1]. Quede esto claro, por tanto, ya que es un tema que preocupa a muchos ciudadanos, aunque otra cosa es que el Gobierno se atreva a hacerlo sin contar con el debido apoyo legal.

Por otra parte, la Ley Orgánica 4/1981, tampoco contiene precepto alguno (relativo al estado de alarma) que permita adoptar semejante medida sin previa autorización judicial. En el artículo 11 de dicha Ley se establecen las medidas que pueden ser acordadas por la autoridad competente, y son las siguientes:

  • a)Limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos.
  • b) Practicar requisas temporales de todo tipo de bienes e imponer prestaciones personales obligatorias.
  • c) Intervenir y ocupar transitoriamente industrias, fábricas, talleres, explotaciones o locales de cualquier naturaleza, con excepción de domicilios privados, dando cuenta de ello a los Ministerios interesados.
  • d) Limitar o racionar el uso de servicios o el consumo de artículos de primera necesidad.
  • e) Impartir las órdenes necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados y el funcionamiento de los servicios de los centros de producción afectados por el apartado d) del artículo cuarto.

Pues bien, como ya he dicho, muchos ciudadanos se encuentran actualmente, y de forma literal, en estado de “shock” ante el anuncio oficioso de que, al ser objeto de los oportunos análisis, se detecte su contagio con el COVID 19 pero de forma “asintomática”. Este mismo anuncio proclama que serán sacados de su domicilio (en donde ya se encuentran confinados) para ser llevados a hoteles específicamente dedicados a su acogida. O, dicho de otro modo, se les privará de libertad y de su derecho a permanecer en el domicilio, sin ninguna clase de autorización judicial, lo cual es, me anticipo a decirlo, claramente ilegal.

Y es ilegal porque, ni siquiera el estado de excepción (regulado en la misma Ley Orgánica 4/1981) admite la adopción de semejante medida a pesar de que permite otras muchas actuaciones que no caben en el estado de alarma. Así, y por ejemplo, permite la privación del derecho del artículo 18.2 de nuestra Constitución (relativo a la inviolabilidad del domicilio), aunque, siempre, con autorización del Congreso (art. 17). Por su parte, en art. 16 se autoriza la detención, cuando “existan fundadas sospechas de que dicha persona vaya a provocar alteraciones del orden público” añadiendo que “la detención no podrá exceder de diez días y los detenidos disfrutarán de los derechos que les reconoce el artículo diecisiete, tres, de la Constitución”.

Por su parte, el artículo 18 permite la suspensión del artículo 18.3 de la Constitución (derecho a la libre comunicación), pero con autorización judicial, lo que lleva al artículo 20 en donde se permite la suspensión del artículo diecinueve de la Constitución (libre circulación de personas), llegando, incluso a permitir fijar transitoriamente la residencia de personas determinadas en localidad o territorio adecuados a sus condiciones personales [2]. 

Todos estos derechos que, insisto, solo pueden ser suspendidos en el estado de excepción, han sido ya objeto de limitación al amparo del estado de alarma, lo cual es, a mi juicio, de legalidad bastante dudosa (es el caso del confinamiento en nuestros domicilios). Sin embargo, lo que ni en estado de excepción se admite es lo que se cuenta respecto a los “asintomáticos”, porque eso no supone fijar su residencia en una determinada localidad, sino ser “sacados” a la fuerza de su propio domicilio (y sin intervención alguna de un juez) y confinados en un hotel. Y por ahí no debemos pasar, porque una cosa es tomar medidas para evitar la expansión del COVID 19 y otra muy diferente que esas medidas no se ajusten a la legalidad porque, entonces, habremos perdido el Estado de Derecho.

Y es que tampoco cabe recurrir a la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, porque i) se trata de una norma pensada para grupos de individuos y espacios muy concretos y ii) porque, evidentemente, una vez que se entra en la Ley Orgánica 4/1981 (declarando el estado de alarma) prevalece lo establecido por nuestra Constitución (art 55) como se verá más adelante.

No debe olvidarse, tampoco, que hay dos condicionamientos (comunes a los estados de alarma y de excepción, además) que deben ser tenidos muy en cuenta en estos días. El primero de ellos viene explicitado en el artículo 1º de la propia Ley Orgánica 4/1981, que en su apartado 4 dispone que “la declaración de los estados de alarma, excepción y sitio no interrumpe el normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado”. Se entiende mal, por tanto, que el Gobierno esté dando de lado al Congreso, limitando su funcionamiento y funciones, cuando su misión fundamental consiste en controlar al propio Gobierno.

el segundo condicionamiento se encuentra en la propia Constitución que en su artículo 55 se ocupa de la suspensión de los derechos y libertades fundamentales en los siguientes términos:

  1. Los derechos reconocidos en los artículos 17, 18, apartados 2 y 3, artículos 19, 20, apartados 1, a) y d), y 5, artículos 21, 28, apartado 2, y artículo 37, apartado 2, podrán ser suspendidos cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o de sitio en los términos previstos en la Constitución. Se exceptúa de lo establecido anteriormente el apartado 3 del artículo 17 para el supuesto de declaración de estado de excepción.
  2. Una ley orgánica podrá determinar la forma y los casos en los que, de forma individual y con la necesaria intervención judicial y el adecuado control parlamentario, los derechos reconocidos en los artículos 17, apartado 2, y 18, apartados 2 y 3, pueden ser suspendidos para personas determinadas, en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas.

La utilización injustificada o abusiva de las facultades reconocidas en dicha ley orgánica producirá responsabilidad penal, como violación de los derechos y libertades reconocidos por las leyes.

Como puede comprobarse, solamente en el estado de excepción se pueden suspender determinados derechos y libertades fundamentales, cosa que no puede hacerse en el estado de alarma en donde sólo pueden limitarse estos derechos y libertades. des. Y me temo que el Gobierno ha traspasado los límites entre la suspensión y la limitación de derechos y libertades con muchas de las medidas que ha tomado (como pueda ser el confinamiento o el cese de actividad en muchas empresas). Unas medidas que, para colmo, llegan tarde y mal, por la mera incompetencia de quien las ordena sin el debido asesoramiento.

Mucho ojo, por tanto, a la forma en que se ejercitan las facultades extraordinarias del estado de alarma, porque su utilización “injustificada o abusiva” puede y debe comportar la exigencia de responsabilidades de todo orden (incluidas las penales), porque la propia Constitución impide el abuso de los poderes extraordinarios que confieren los estados de alarma y excepción. Lo que resulta especialmente aplicable a la adopción de medidas que no se correspondan con los límites que marca la Ley Orgánica 4/1981, utilizando medidas propias del estado de excepción en el actual marco del estado de alarma en el que nos encontramos. De modo que olvidemos el “estado de shock” y tengamos conciencia de nuestros derechos frente a cualquier clase de abuso por parte de los poderes públicos. Tiempo habrá, por tanto, para ejercitar estos derechos y exigir responsabilidades (ahora o cuando proceda).

Con esta clara advertencia a nuestros poderes públicos me despido, sin llegar a perder la sonrisa etrusca, deseando a todos que el confinamiento se haga más llevadero y rindiendo homenaje a quienes están dando todo por todos, como es el caso del personal sanitario, las fuerzas del orden, los trasportistas y demás profesionales que no dudan en jugarse sus propias vidas por las de todos nosotros.

 

NOTAS:

[1] Este precepto dice lo siguiente:

Artículo 7. Limitación de la libertad de circulación de las personas.

  • Durante la vigencia del estado de alarma las personas únicamente podrán circular por las vías de uso público para la realización de las siguientes actividades:
  • a) Adquisición de alimentos, productos farmacéuticos y de primera necesidad.
  • b) Asistencia a centros, servicios y establecimientos sanitarios.
  • c) Desplazamiento al lugar de trabajo para efectuar su prestación laboral, profesional o empresarial.
  • d) Retorno al lugar de residencia habitual.
  • e) Asistencia y cuidado a mayores, menores, dependientes, personas con discapacidad o personas especialmente vulnerables.
  • f) Desplazamiento a entidades financieras y de seguros.
  • g) Por causa de fuerza mayor o situación de necesidad.
  • h) Cualquier otra actividad de análoga naturaleza que habrá de hacerse individualmente, salvo que se acompañe a personas con discapacidad o por otra causa justificada.
  • Igualmente, se permitirá la circulación de vehículos particulares por las vías de uso público para la realización de las actividades referidas en el apartado anterior o para el repostaje en gasolineras o estaciones de servicio.
  • En todo caso, en cualquier desplazamiento deberán respetarse las recomendaciones y obligaciones dictadas por las autoridades sanitarias.
  • El Ministro del Interior podrá acordar el cierre a la circulación de carreteras o tramos de ellas por razones de salud pública, seguridad o fluidez del tráfico o la restricción en ellas del acceso de determinados vehículos por los mismos motivos.

Cuando las medidas a las que se refieren los párrafos anteriores se adopten de oficio se informará previamente a las administraciones autonómicas que ejercen competencias de ejecución de la legislación del Estado en materia de tráfico, circulación de vehículos y seguridad vial.

Las autoridades estatales, autonómicas y locales competentes en materia de tráfico, circulación de vehículos y seguridad vial garantizarán la divulgación entre la población de las medidas que puedan afectar al tráfico rodado.

[2]  Por su parte, en el artículo 21 se permite la suspensión de todo tipo de publicaciones, emisiones de radio y televisión, proyecciones, cinematográficas y representaciones teatrales, siempre y cuando la autorización del Congreso comprenda la suspensión del artículo veinte, apartados uno, a) y d), y cinco de la Constitución. Y en el artículo 22 se autoriza a la suspensión del derecho de reunión (art. 21 de la Constitución), lo que se completa con la suspensión del derecho de huelga en el art 23.

Estado de alarma y tentaciones iliberales

Después del tiempo que llevamos confinados y de la seriedad con la que los ciudadanos españoles hemos abordado esta crisis pese a los tremendos costes económicos y personales es imprescindible hacer algunas reflexiones sobre la seriedad con la que la están abordando nuestros responsables políticos. El debate del miércoles en el Congreso de los diputados en torno a la prórroga del estado de alarma no permite ser demasiado optimistas.  Más allá de las acusaciones sobre la tardía y desordenada reacción del Gobierno frente a la pandemia (en línea con lo ocurrido en otros grandes países europeos como Italia, Francia o Reino Unido, pero muy lejos del buen hacer de otros más pequeños a los que normalmente miramos un poco por encima del hombro como Portugal o Grecia) y del habitual cruce de descalificaciones, no habido un debate en profundidad. Ni sobre las medidas para evitar en el futuro cometer errores similares, ni sobre cómo salir de esta situación, ni sobre los propios límites de la actual situación del estado de alarma. No me refiero tanto a los aspectos técnico-jurídicos (entiendo que las medidas adoptadas hasta ahora sí son propias de un estado de alarma y no de un estado de excepción), sino al hecho de que podamos acostumbrarnos a un estilo de gobierno propio de situaciones excepcionales y pueda parecerse al de una democracia iliberal.

Es indudable que la tentación del autoritarismo y del iliberalismo con la excusa de luchar más eficientemente contra la pandemia pueden ser más fuertes que nunca para gobiernos de uno y otro signo. Pero probablemente las tentaciones sean mayores para gobiernos con un sesgo populista. En la Unión Europea tenemos de nuevo los ejemplos de los gobiernos de Hungría y Polonia, que se han apresurado a aprovechar la crisis para introducir cambios sustanciales que les permitirán eliminar aún más controles para perpetuarse en el poder. Ya nos han explicado Ziblatt y Levitsky que en el siglo XXI las democracias mueren más por la actuación de sus propios gobernantes que por ataques exteriores.

Por eso es muy importante estar atentos a cualquier signo de que lo que hoy se considera imprescindible por las circunstancias excepcionales que vivimos pueda aceptarse y terminar convirtiéndose en la norma o en una práctica habitual cuando termine esta situación. Ya se trate de los límites a a libertad de expresión con cualquier excusa (la de defenderse de los bulos, las fake news, o simplemente las de no asustar demasiado a la sociedad) o de la actuación del gobierno por decreto-ley (práctica a la que por cierto el gobierno en funciones de Pedro Sánchez dio carta de naturaleza mucho antes del COVID-19), hay que tener muy presente que la democracia exige que se mantengan los controles al poder. Y más que nunca en situaciones de alarma: es imprescindible mantener la libertad de expresión y el control del Parlamento de la actividad legislativa del Gobierno ejercitada a través un mecanismo reservado para situaciones de extraordinaria y urgente necesidad.

Hay que insistir en esta idea: hay que reforzar más que nunca todos los mecanismos del  Estado de Derecho, precisamente porque se han debilitado los controles habituales del Poder Ejecutivo y se ven gravemente limitados derechos básicos de la ciudadanía como el de libre circulación. La gravedad de la situación y la propia declaración del estado de alarma con la concentración de poder que supone en manos del Gobierno estatal suponen que las críticas no solo sean legítimas, sino también imprescindibles. Y cuanto más basadas en datos y evidencia empírica y más constructivas, mejor. Ya vengan de la oposición, de los Gobiernos regionales y locales y de la propia sociedad a través de los medios de comunicación y las redes sociales.

Efectivamente, contra lo que podría parecer en una lectura simplista, la eficacia y la eficiencia en la lucha contra la crisis (primero sanitaria y después económica y social) requiere precisamente contar con mecanismos de participación y de control adecuados que puedan evitar fallos de diagnóstico, errores de gestión o derivas autoritarias para intentar imponer agendas partidistas aprovechando la situación. Es esencial conocer bien la situación de hecho para acertar, pero es evidente que el gobierno se ha visto desbordado por una crisis de proporciones enormes y para la que, como la mayoría de los gobiernos occidentales, no estaba preparado. Lo ocurrido con los datos sanitarios oficiales en España ha sido muy preocupante: no han estado disponibles o no lo han estado (ni lo están) con la fiabilidad y la rapidez que deberían haberlo estado. Esto probablemente es reflejo de la escasa atención que nuestros gobiernos han demostrado por políticas públicas basadas en evidencia empírica a lo largo del tiempo. Ahora estamos pagando esta negligencia.

También estamos pagando las consecuencias de la falta de cooperación entre CCAA y Estado en cuanto a gestión de la información sanitaria o en cuanto a la gestión sanitaria a secas.  Bien está la descentralización de la sanidad si mejora los servicios prestados a la ciudadanía; cuando no es así, como claramente ha ocurrido en esta pandemia, sencillamente hay que replantearse algunas cosas. Debemos preguntarnos cual es el modelo que más beneficia a los enfermos y no el más interesa a las élites locales, como ya ilustró en su momento el debate sobre la tarjeta sanitaria única. Que CCAA como Cataluña hayan intentado hacer política con la gestión de una crisis sanitaria de esta magnitud incluso a expensas de la salud de sus ciudadanos debe hacernos reflexionar.

Por último, es esencial acertar con las medidas que se adopten. Hay que ser claros: ningún gobierno ni nacional ni regional está en situación de abordar por sí solo una catástrofe como ésta. Nuestro gobierno necesitará de toda la ayuda disponible: de la Unión Europea y de otros gobiernos pero también de otros partidos políticos y de los agentes sociales, de todos los ciudadanos en suma. Es urgente que lo admitan con humildad y es urgente que se la prestemos. No sobra nadie: el que los distintos agentes tengan intereses en ocasiones contrapuestos o visiones distintas de las soluciones es precisamente la mayor riqueza de una democracia pluralista y la mayor garantía de que las medidas consensuadas gocen de mayor legitimidad. Lo que es esencial cuando suponen compartir riesgos y sacrificios para todos.

 

 

Rescatar a los autónomos del coronavirus

El impacto del COVID-19 sobre la economía resulta cada vez más patente, como muestran dramáticamente los últimos datos oficiales conocidos sobre la evolución del empleo. Son muchos los trabajadores que están sufriendo a causa de esta crisis. En el mejor de los casos, con pérdidas de renta pero manteniendo su puesto de trabajo gracias a la cobertura prestada por los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTEs), figura puesta justamente en valor durante esta emergencia sanitaria. En el peor, con la pérdida de su empleo sin que exista ninguna expectativa de poder encontrar uno nuevo. Por esta razón, la idea de un sistema de garantía de ingresos mínimos vuelve a coger fuerza.

También son muchas las medidas, no todas acertadas, que se han adoptado en el ámbito del empleo para hacer frente al COVID-19. No obstante, sigue siendo mucho lo que queda pendiente, empezando por asegurar una protección que llegue a todos los trabajadores, especialmente a los colectivos más expuestos al impacto económico de esta pandemia. Entre ellos, cabe citar el caso de los trabajadores por cuenta propia o autónomos.

El papel de los autónomos dentro del entramado económico es fundamental, especialmente en un país con una estructura económica donde las pymes tienen tanto protagonismo como España. Detrás de cada empresa y de cada negocio hay un autónomo que gestiona su actividad y dirige a los trabajadores que la desempeñan. Por eso mismo, cabe pensar en los autónomos no como destinatarios pasivos de eventuales medidas compensatorias y de protección que puedan ser aprobadas por el Gobierno, sino como ejecutores activos de las políticas para hacer frente al COVID- 19, tanto en términos sanitarios como económicos.

Desde el punto de vista sanitario, los autónomos son quienes ejecutan las medidas decretadas por las autoridades sanitarias: llevan a efecto los cierres decretados por la declaración del estado de alarma, aplican las cuarentenas por prescripción sanitaria y gestionan las bajas médicas por COVID-19. Por otro lado, desde una perspectiva económica, son los autónomos los encargados de preservar el tejido productivo para que, una vez superemos el confinamiento, los trabajadores puedan reincorporarse a su trabajo y la economía pueda volver a la normalidad. Porque, si un autónomo cae, también lo hace su negocio y, con ello, el empleo que es capaz de generar y sostener.

Estas consideraciones justifican la necesidad de realizar un mayor esfuerzo para dotar de apoyo y protección efectiva a todos los trabajadores autónomos durante esta emergencia sanitaria. Una protección que vaya más allá de las medidas adoptadas específicamente hacia este colectivo hasta la fecha, que, aun siendo positivas, en general han sido consideradas insuficientes. Afirmación que, por desgracia, no adolece de razón, como trataré de exponer en las siguientes líneas.

Compensación del lucro cesante

La necesidad de frenar la propagación del COVID-19 ha forzado la aplicación de medidas de distanciamiento social, incluido el confinamiento domiciliario. Esta medida tiene su impacto en el empleo, tanto directo, por la imposibilidad de algunos trabajadores de continuar su prestación laboral, como indirecto, por la menor actividad derivada de la caída general de la demanda, en parte, de esa imposibilidad de trabajar.

Por estos motivos no es de extrañar que, con la finalidad de mantener la economía en funcionamiento hasta superar esta fase de emergencia sanitaria, el grueso de las medidas aprobadas hasta la fecha consista en mecanismos de mantenimiento de rentas laborales o de compensación de aquellas que puedan verse minoradas por la aplicación de medidas de ajuste interno por las empresas, como reducciones de jornada o suspensiones del contrato a través de ERTEs.

Entre ellas, destaca la definición de ERTEs específicos por fuerza mayor relacionada con el COVID-19, con exoneración de cuotas empresariales (arts. 22 y 24 RDL 8/2020) y de procedimientos especiales más ágiles para ERTEs por causas económicas, técnicas, organizativas y de producción (art. 23, ibíd.), así como el reconocimiento en ambos casos a los trabajadores afectados del derecho a la prestación contributiva por desempleo sin periodo de carencia previo y sin que dicha concesión compute a efectos de reconocimientos posteriores (art. 25, ibíd.).

En el caso de los autónomos, esta compensación de lucro cesante se ha concretado en una prestación extraordinaria por cese de actividad (art.17, ibíd.), de cuantía equivalente al 70% de la base reguladora de la prestación contributiva por cese de actividad y duración de un mes prorrogable, que pueden solicitar los autónomos que hayan tenido que cerrar el establecimiento de su negocio en virtud del decreto del estado de alarma (RD 463/2020) o, en caso contrario, que hayan experimentado una reducción de su facturación en el mes anterior al de la solicitud de, al menos, el 75% en relación con el promedio de facturación precedente (téngase en cuenta los diferentes periodos de la nueva redacción dada por el RDL 13/2020). El reconocimiento de la prestación conlleva la exoneración de las cuotas a la Seguridad Social durante el disfrute de la misma, aunque dicho tiempo se compute como cotizado a todos los efectos.

Las asociaciones profesionales de trabajadores autónomos han señalado las restricciones del alcance de la prestación, que limitan sus efectos compensatorios, tan necesarios en el momento actual. Primero, porque muchas actividades que no han sido suspendidas, en algunos casos por considerarse esenciales, están igualmente sufriendo pérdidas muy acusadas ante la caída general de la demanda (p.ej. pequeños negocios de alimentación u otros bienes de primera necesidad, clínicas dentales o de fisioterapia, etc.).

Segundo, porque el umbral de ingresos establecido parece desproporcionado atendiendo al hecho de que, en la práctica, las cuantías de las prestaciones que se están concediendo son muy comedidas. Al ser de un 70% sobre base de cotización, teniendo presente que más del 80% de los autónomos cotiza por la base mínima, da lugar a que la gran mayoría de prestaciones sean sólo de 661,08 euros, cifra muy alejada del lucro cesante que pretende cubrir. No digamos si dicho umbral se compara con los establecidos en medidas similares aplicadas en otros países de nuestro entorno. Por ejemplo, Reino Unido tiene una prestación de estas mismas características para los autónomos con reducciones de ingresos de al menos el 30%, con cuantías que llegan hasta el 80% del promedio de ingresos, no base de cotización, y con límites máximos más generosos que su homóloga española.

Tercero, un asunto que seguro que interesará enormemente a los lectores de este medio. Y es que, aunque es cierto que los colectivos beneficiarios de la prestación se han ido definiendo con más precisión, en sentido expansivo, en las sucesivas normas que se han ido aprobando, de manera incomprensible se ha dejado fuera a los autónomos integrados en Mutualidades de Previsión Social por razón de su profesión de colegiación obligatoria, como abogados, ingenieros o médicos, entre otros. Estos están excluidos de la prestación, dado que su regulación exige expresamente entre sus requisitos el estar afiliado y en situación de alta en el RETA, el Régimen Especial de Trabajadores del Mar o el Sistema Especial de Trabajadores por Cuenta Propia Agrarios, pese a que las actuales circunstancias excepcionales les afectan por igual y su régimen específico, como la Seguridad Social, no prevé una acción protectora específica frente a las mismas.

También en el capítulo de las exclusiones, la prestación parece haber obviado a otros autónomos que cuentan con un tratamiento particular: los familiares colaboradores. Este término recoge a quienes, como su nombre indica, trabajan para un autónomo con el que mantienen relación de parentesco hasta el segundo grado por consanguinidad o afinidad, y que la ley no permite considerar asalariados por suponer que existe una comunión de intereses con el autónomo principal, o, dicho de otro modo, que no existe ajenidad. Para estos trabajadores, la legislación de la Seguridad Social no prevé su inclusión como asalariados en el Régimen General, sino como autónomos en el RETA, a través de un procedimiento especial por el que tanto su afiliación como su cotización se realizan por y a través del autónomo principal al que están vinculados. Siendo así, parece lógico pensar que el devenir de su actividad se encuentra inexorablemente unido al del autónomo principal y que las reducciones que este experimente las compartirá con el primero, y que si el autónomo principal cesa, el familiar colaborador también lo hará. Aun así, el Gobierno no parece haberlo tenido en cuenta, puesto que no ha previsto algo tan lógico como que, si a un autónomo le es reconocida la prestación, dicho reconocimiento se extienda a sus familiares colaboradores, cuando sea el caso.

Por todo ello, ahora que es firme que el estado de alarma durará hasta el 26 de abril y que probablemente prorrogará hasta el 11 de mayo, convendría relajar los requisitos de la prestación extraordinaria para favorecer que alcance al mayor número de beneficiarios posibles. Así, podría preverse su concesión a los autónomos cuyas actividades sean suspendidas, directamente por o como consecuencia de, otras medidas distintas de las del estado de alarma, o cuyos ingresos se vean reducidos en un porcentaje menor al actual, por ejemplo, al menos entre el 50% o el 30%. Asimismo, se debería posibilitar el acceso de los mutualistas a la prestación extraordinaria equiparando así la protección dispensada a todos los autónomos, estén en la Seguridad Social o en un régimen de previsión social que la propia ley prevé como alternativo. Como también sería igualmente lógico que se dispusiera la extensión automática del reconocimiento de la prestación a los familiares colaboradores del autónomo que lo reciba en primer lugar.

Conciliación de la vida familiar y profesional

El RDL 8/2020 también recogía medidas para facilitar la conciliación familiar. En particular, se reconocía el derecho a una reducción de la jornada de trabajo especial, que puede alcanzar hasta el 100% de aquella, para los trabajadores que acrediten deberes de cuidado respecto de su cónyuge o pareja de hecho o de parientes por consanguinidad hasta el segundo grado, cuando concurran circunstancias excepcionales relacionadas con el COVID-19, incluidas expresamente aquellas decisiones que “impliquen cierre de centros educativos o de cualquier otra naturaleza que dispensaran cuidado o atención a la persona necesitada de los mismos”.

No se ha aprobado ninguna medida similar para los autónomos, pese a que cabe suponer que sus necesidades de conciliación no son menores que las que pueda tener un trabajador por cuenta ajena. Quizá alguien podría alegar que al no tener una jornada de trabajo como tal definida, este tipo de medidas no son trasladables al ámbito de los autónomos. Habiendo algo de verdad en esta afirmación, eso no quiere decir que no sea posible establecer alguna analogía.

De hecho, el Estatuto del Trabajo Autónomo (art. 30), partiendo de la idea de que un autónomo con necesidades de conciliación dispondrá en todo caso de menos tiempo que dedicar a su actividad al tener que tener más tiempo a su familia como medida compensatoria establece una bonificación del 100% de las cuotas, durante 12 meses, por cuidado de menores de doce años a cargo o de familiares hasta el segundo grado de consanguinidad o afinidad en situación de dependencia o con parálisis cerebral, enfermedad mental o discapacidad. Esta bonificación está condicionada, en todos los casos, a la contratación de un trabajador por cuenta ajena a tiempo completo durante el tiempo de disfrute de la misma.

Nada impide que esta medida pudiese modularse a las circunstancias excepcionales que atravesamos. Así, podría establecerse una bonificación del 100% de las cuotas durante el estado de alarma por cuidados en los mismos supuestos previstos para la reducción de jornada especial de los trabajadores asalariados, sin requerir la contratación de un trabajador a tiempo completo, justificando esta excepción en mantener el distanciamiento, y sin que la aplicación de esta bonificación compute para la posterior solicitud de la bonificación ordinaria reseñada en el párrafo anterior. Este beneficio debería servir, al menos, para ofrecer un ligero alivio al autónomo que pueda tener que reducir su ritmo de actividad ante sus necesidades de conciliación, cuando no para compensar los costes en que pueda incurrir para poder atenderlas. Asimismo, la medida anterior podría potenciarse si se previese otra bonificación en caso de contratación de un trabajador por cuenta ajena durante el tiempo en que el autónomo disfrute de la propia, también por el 100% de sus cuotas, siempre que se trate de una persona desempleada o afectada por un ERTE.

Incapacidad temporal por COVID-19

Por último, otro aspecto en el que la normativa se ha ido construyendo sobre la marcha se refiere a la acción protectora dispensada a los trabajadores en situación de baja médica por aislamiento por prescripción médica, sea este preventivo o una vez constatado el contagio, por padecer COVID-19. Entre las primeras decisiones adoptadas frente a la pandemia, el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones rescató una circular que asimilaba, en el ámbito laboral, las situaciones de cuarentena o aislamiento por contagio a las de incapacidad temporal por enfermedad común. Un criterio que poco después se modificaba para asimilar estas situaciones a la de incapacidad temporal por accidente de trabajo, adelantando el inicio de la prestación económica al día siguiente al de la baja médica e incrementando su cuantía hasta el 75% de la base reguladora (art. 5, RDL 6/2020). Más recientemente, esta asimilación se ha extendido también a los trabajadores que hubieran de desplazarse de municipio para poder desarrollar su trabajo y no pudiesen hacerlo por las restricciones a la movilidad decretadas durante el estado de alarma (DF1ª, RDL 13/2020).

Estas medidas son aplicables a todos los trabajadores en los mismos términos, también a los autónomos. No obstante, el tratamiento que reciben estos últimos durante la incapacidad temporal desvirtúa la acción protectora de estas medidas. Esto sucede porque durante dicha situación el autónomo debe seguir haciendo frente al pago de sus cuotas, pese a que en teoría está en unas condiciones de salud que no le permiten trabajar. Sólo se prevé que la mutua colaboradora o la entidad gestora se hagan cargo del pago de las cuotas transcurridos 60 días desde el inicio de la baja, con cargo a las cuotas por cese de actividad. Un plazo que, aun cuando en las actuales circunstancias pudiese darse, resulta desproporcionado respecto a los tiempos de baja que habitualmente suelen prescribirse.

Por ese motivo, atendiendo a razones de equidad, cabría establecer que el pago de las cuotas a la Seguridad Social de los autónomos durante la incapacidad temporal será realizado por la mutua colaboradora o entidad gestora y correrán a su cargo desde el mismo día de inicio de la prestación económica, esto es, desde el día siguiente al de la baja médica. De este modo, con esta medida se seguiría la misma lógica que rige la exoneración de las cuotas de los autónomos a quienes se reconoce la prestación extraordinaria.

Aunque esta medida respecto al pago de las cuotas podría adoptarse en un primer momento en el marco de las bajas médicas relacionadas con la pandemia del COVID-19, bien podría plantearse con carácter general para todas las situaciones de incapacidad temporal o, al menos, a todas las causadas por contingencias profesionales.

COVID-19 y la responsabilidad social de la banca

Con el parón de la economía los ingresos de familias y empresas se han reducido, ha aumentado el paro y las regulaciones de empleo. Estamos en un momento crítico. Tenemos la esperanza de superar pronto la emergencia sanitaria pero la desconfianza se apodera al pensar en el futuro de la economía. En principio la solución es simple. No estamos ante una crisis financiera de carácter estructural. Estamos ante un parón de la economía. Podemos tomar la fotografía de los ingresos del día anterior a la declaración de estado de alarma y dar ayudas para mantener los ingresos hasta el reinicio de la economía. Es una solución que se puede cuantificar. Es soportable. Los recursos tienen que venir del Estado, pero sobre todo de la Unión Europea.

Tras declarar el estado de alarma, el Gobierno prometió movilizar doscientos mil millones para gestionar el paro. A su vez, el Banco Central Europeo anunció un apoyo de setecientos cincuenta mil millones. Sin embargo, todavía debe definirse la ayuda de la Unión Europea, con la opinión dividida entre los partidarios de captar los fondos con eurobonos y quienes defienden utilizar el mecanismo europeo de estabilidad (MEDE). El Eurogrupo se inclina por movilizar medio billón del MEDE para combatir la epidemia. Pero poco importa de donde vengan los fondos, lo importante es que estén disponibles para Italia y España, los países que ahora más los necesitan. Hay que limar las suspicacias. La Unión Europea vive un momento existencial en el que decide su devenir. Nadie entendería la falta de solidaridad. Italia y España la considerarían una traición. En las actuales circunstancias no cabe condicionar las ayudas a la intervención política de los países receptores. No estamos ante la crisis de 2008. Estamos ante una emergencia sanitaria que nos afecta a todos, aunque en algunos países se haya manifestado con mayor virulencia. Los recursos no van a faltar. El grueso vendrá de Europa. Pero tenemos un problema de logística. Hay que distribuir los fondos entre millones de familias y empresas. La metáfora del helicóptero repartiendo billetes es poco realista. Tenemos instituciones para repartir el dinero de forma ordenada. En España todas las familias tienen cuenta corriente. Las empresas están habituadas al crédito bancario. Las redes bancarias funcionan a la perfección. La banca cuenta con los mejores sistemas digitales y tiene presencia física a través de sus sucursales en todo el territorio nacional. En días, la banca puede abrir crédito o realizar abonos a millones de clientes. Con el reparto de esos fondos se disipan las dudas, se mantiene la confianza, se pueden cumplir los compromisos a la espera del reinicio de la economía.

Pero en lugar de aplicar la solución simple de garantizar que familias y empresas mantengan a través de ayudas públicas canalizadas por la banca los ingresos que tenían el 14 de marzo, el gobierno ha optado por una política patchwork, de retazos, incremental, a remolque de los acontecimientos. De este modo, ha aprobado avales, créditos ICO, ayudas para autónomos, moratorias hipotecarias y arrendaticias, ayudas a los consumidores más vulnerables y una sucesión de parches para cubrir las lagunas que se ha ido dejando en el camino. Un conjunto de medidas destinadas a dar liquidez a las familias y de algún modo a las empresas, ya sean pymes o autónomos. En cualquier caso, para hacer llegar estas ayudas a los beneficiarios se necesita la intermediación de la banca. “Es momento de que la banca devuelva el apoyo que recibió en la crisis”, dice con acierto Marcelo Rebelo de Sousa, presidente de Portugal. En palabras de José María Roldán, presidente de la AEB “nadie se debe quedar atrás por un problema de liquidez. Ayudaremos al Gobierno y a la sociedad a superar esta situación”. La banca quiere ponerse al servicio de la sociedad para recuperar la reputación pérdida.

Sin embargo, una cosa son las declaraciones de intenciones y otra la realidad. Las redes sociales se nutren de casos de malas prácticas en el reparto de las ayudas. Los mensajes recogen casos en que el banco vincula el crédito ICO a la contratación de seguros, casos de cobro de intereses abusivos o de utilización de estos créditos para refinanciar posiciones perjudicadas antes de declararse el estado de alarma. Un conjunto de malas prácticas bien conocido por la clientela bancaria que creíamos superado. Estas prácticas desvelan que ha cambiado el discurso de la patronal, ha cambiado el marco legal, pero no ha cambiado la cultura bancaria. Desde esta vieja cultura de la banca, las garantías y las operaciones de intervención en el mercado por COVID-19 se contemplan como una nueva oportunidad para limpiar el balance y ganar márgenes. Incluso se esgrimen razones prudenciales para no canalizar la liquidez a sus destinatarios. Aunque el Estado cubra hasta el 80 % del riesgo crediticio, la banca asume el restante, lo cual obliga “a operar de modo selectivo de modo que sólo se conceda crédito a quien, aunque puedan tener problemas de liquidez en este contexto, pueda razonablemente devolverlo”, en opinión de Francisco Uría, socio responsable del sector financiero de KPMG. Se alude a la evaluación de la solvencia para justificar que se decida no conceder el crédito. Es un buen motivo para seleccionar a los mejores clientes y dejar atrás a los menos favorecidos. Según el Parlamento Europeo la concesión irresponsable de crédito estuvo en el origen de la crisis financiera de 2008. Es un buen argumento decir que ahora vamos a tener buena conducta y, por lo tanto, no vamos a dar crédito de forma irresponsable. Pero este argumento que es ortodoxo en situación de normalidad, no lo es en una emergencia sanitaria y económica. En la situación actual la banca debe asumir su responsabilidad social y canalizar el crédito hacia los necesitados. ¿Cómo hay que decirlo? En las emergencias se asumen riegos. Se utilizan mascarillas no homologadas, se atiende a los enfermos en hospitales improvisados. Del mismo modo, la banca debe cumplir su función de canalizar los recursos a quienes los necesita aplicando con flexibilidad las normas de evaluación de la solvencia de los clientes. Estamos en una situación de emergencia en la que el tiempo es oro. Hacer llegar la liquidez a familias y empresas es la mejor forma de aplanar la curva de la crisis económica y de poder gestionarla a corto plazo. Las propias autoridades financieras así lo han indicado. Se han dirigido a las entidades de crédito para ofrecerles un puerto seguro anticipando que no van a ser sancionadas por interpretar con flexibilidad las normas prudenciales con el fin de atender las necesidades de la emergencia. En este sentido, la Autoridad Bancaria Europea ha dado una guía para la moratoria crediticia por COVID-19 donde recoge como se van a relajar las exigencias prudenciales en esta emergencia.

La banca pregona su responsabilidad social. Comparte valores sociales. A través de sus fundaciones se muestra sensible hacia las pequeñas y medianas empresas que operan en la comunidad. Da crédito a los profesionales autónomos. Esta responsabilidad social corporativa debe traducirse en estos momentos canalizando de forma eficiente las ayudas financieras para familias y empresas.

Items de portfolio