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El voto parlamentario y el papel de la Presidencia de la Cámara

El Derecho parlamentario es una rama singular del Derecho constitucional. Se trata, sin duda, del sector del ordenamiento jurídico que se ocupa de una sustancia más puramente política. Un Derecho dúctil, por emplear la célebre expresión de Zagrebelsky, en el que la lectura de las fuentes escritas (fundamentalmente, el Reglamento de las Cámaras y otras normas supletorias) no siempre permite conocer el funcionamiento real de la institución parlamentaria y dar respuesta a los problemas que surgen en su seno. De modo que los principios y derechos, pero también la costumbre y los precedentes, cobran en este ámbito una especial importancia, bien que, lamentablemente, estos últimos no siempre sean accesibles. Siempre he pensado que esas peculiaridades del Derecho parlamentario representan un obstáculo para aquellos juristas que trabajamos de puertas afuera; y también dificultan que ciertas decisiones controvertidas que adoptan los órganos parlamentarios, muchas de las cuales vienen informadas por sus prestigiosos servicios jurídicos, sean comprensibles por parte de la opinión pública.

El pasado jueves 3 de febrero se sometió a votación en el Congreso de los Diputados la convalidación o derogación del Real Decreto-ley 32/2021, de 28 de diciembre, de medidas urgentes para la reforma laboral, la garantía de la estabilidad en el empleo y la transformación del mercado de trabajo. Dicha votación arrojó un resultado inusualmente ajustado: con 349 votos registrados, se computaron 175 síes frente a 174 noes. El problema jurídico radica en el hecho de que uno de los diputados de los que emitió su voto telemáticamente afirma que el sentido de su voto registrado no se corresponde con el sentido del voto realmente querido por él. Es más, no solo ha manifestado la discordancia entre el sentido de su voto registrado y su auténtica voluntad, sino que, desde que se apercibió del problema, trató de poner en conocimiento de la Presidenta del Congreso y de la Mesa esa circunstancia antes de la votación presencial. El diputado achaca el desajuste a un error informático, versión que, a priori, resulta poco verosímil si se tiene en cuenta el procedimiento para ejercer el voto telemáticamente, en el que existen varias etapas en las que el parlamentario debe confirmar que el expresado es, efectivamente, el sentido del voto deseado. En todo caso, lo relevante aquí es que, una vez fue consciente del error, el diputado se dirigió a la Mesa para avisar de lo ocurrido. Ante la falta de respuesta, se puso en contacto con miembros de su grupo parlamentario (la Vicepresidenta Segunda de la Mesa, entre ellos), que, antes de que diese comienzo la votación presencial, trasladaron a la Presidenta del Congreso el problema con el sentido del voto de uno de sus diputados y su voluntad de rectificarlo presencialmente (el diputado llegó a personarse en el salón de plenos del Congreso). La petición fue rechazada sin que en ningún momento fuese convocada la Mesa para analizar la incidencia.

Si este relato de los acontecimientos es correcto, emergen dos interrogantes jurídicos estrechamente relacionados: ¿habría vulnerado la presidenta de la Cámara el derecho del diputado a desempeñar su función parlamentaria por no haber valorado su petición de sustituir su voto telemático por el presencial? ¿sería válido el acuerdo de la Cámara que convalidó el Decreto-ley?

El artículo 82 del Reglamento del Congreso contempla la posibilidad de emitir el voto telemáticamente en los casos tasados de embarazo, maternidad, paternidad o enfermedad grave, aunque con motivo de la pandemia se flexibilizó su uso para reducir la afluencia de los diputados a las sesiones parlamentarias al mínimo indispensable. Según dispone el precepto “el voto emitido por este procedimiento deberá ser verificado personalmente mediante el sistema que, a tal efecto, establezca la Mesa y obrará en poder de la Presidencia de la Cámara con carácter previo al inicio de la votación correspondiente”. La Resolución de la Mesa del Congreso de los Diputados, de 21 de mayo de 2012, que desarrolla precisamente el procedimiento de votación telemática, indica que “tras ejercer el voto mediante el procedimiento telemático, la Presidencia u órgano en quien delegue, comprobará telefónicamente con el diputado autorizado, antes del inicio de la votación presencial en el Pleno, la emisión efectiva del voto y el sentido de este”. No obstante, y aunque parece que esa comprobación telefónica no se hizo en este caso, la generalización del voto telemático desde 2020 y la necesidad de agilizar su funcionamiento condujo a que se prescindiese de ese trámite y se conservase el sistema de doble comprobación en la propia intranet del Congreso, donde el diputado puede verificar él mismo el sentido del voto antes de finalizar y, en caso de error, realizar las modificaciones oportunas. No considero, pues, que haya existido ningún problema a este respecto, al desplegrase cautelas comprobatorias suficientes y razonables.

Sin embargo, sí me parece relevante lo dispuesto en el artículo sexto de la Resolución de la Mesa: “El diputado que hubiera emitido su voto mediante el procedimiento telemático no podrá emitir su voto presencial sin autorización expresa de la Mesa de la Cámara que, en el supuesto en que decida autorizar el voto presencial, declarará el voto telemático nulo y no emitido”. Es decir, que la Resolución contempla la posibilidad de que el diputado que haya emitido su voto telemáticamente pueda manifestar su voluntad de votar presencialmente y que la Mesa acceda a ello anulando el voto telemático. De la lectura del precepto no se desprende que el diputado tenga siquiera que justificar las razones que le llevan a solicitar el cambio en la modalidad de votación. Pues bien, esa facultad era la que quiso ejercer el diputado, cosa a la que, sin embargo, no accedió la Presidenta, sin que la Mesa se reuniese para valorar el caso. No está de más recordar en este punto que los órganos parlamentarios deben realizar una interpretación restrictiva de todas aquellas normas que puedan suponer una limitación al ejercicio de aquellos derechos o atribuciones que integran el status constitucionalmente relevante del representante público, así como motivar las razones de su aplicación, en coherencia con el principio de interpretación del ordenamiento jurídico en el sentido más favorable al ejercicio y disfrute de los derechos fundamentales.

La jurisprudencia constitucional también ayuda a dilucidar la controversia planteada. La STC 361/2006, de 18 de diciembre, resuelve un supuesto que, si bien no es idéntico (no se trata del intento de sustituir un voto presencial por uno telemático), sí guarda similitudes significativas (se trata de una diputada que alega haber padecido un problema técnico al emitir su voto que, además, resulta determinante en el resultado de la votación). Esta sentencia permitió al Tribunal Constitucional sentar unos criterios que iluminan la valoración jurídica del caso. A nuestros efectos, las consideraciones más relevantes de la sentencia son, a mi juicio, las relativas al papel de la Presidencia de las Cámaras a la hora de tutelar los derechos de los parlamentarios cuando se aduce algún problema con la votación.

El Tribunal afirma que el derecho al voto de los parlamentarios no solo forma parte del ius in officium de los diputados, sino que se integra en el núcleo de su función representativa. De ahí que, en casos donde se discute si ha existido un funcionamiento defectuoso de los sistemas de votación o, por el contrario, los problemas se han debido a una supuesta negligencia del parlamentario, recae sobre los órganos de la Cámara, y en especial sobre su Presidente, la tarea de demostrar que el diputado ha tenido una conducta negligente (STC 361/2006, FJ 4º). La carga de la prueba no reposa sobre el diputado, sino que se traslada a los órganos rectores y, singularmente, a la Presidencia. Esta doctrina constitucional es coherente, me parece, con una concepción de la función presidencial en la dirección de los debates parlamentarios inspirada en el principio de imparcialidad, en la que el papel básico de la Presidencia debe consistir en la salvaguarda de los derechos fundamentales de los diputados y en la libre formación de la voluntad de la Cámara.

Puede añadirse, además, que, tras conocerse el resultado de la votación, el sentido del voto controvertido tenía, también en nuestro caso, una importancia decisiva para el conocimiento de la voluntad real de la Cámara. Máxime cuando el parlamentario había pretendido votar presencialmente para que el sentido de su voto fuese el mismo que el de sus compañeros de grupo, algo muy habitual en el parlamentarismo español. De ahí que, ante las consecuencias que podía tener el auténtico sentido del voto del diputado sobre la validez del acuerdo de la Cámara, la presidenta debió haber atendido la solicitud de repetición de la votación que se instó por parte del grupo popular: la convalidación del Decreto-ley podría estar viciada por no haberse respetado la regla general de adopción de acuerdos en el Congreso que establece el art. 79.2 CE (mayoría simple), con las graves implicaciones jurídicas que eso podría acarrear.

Así las cosas, a la luz de la Resolución de la Mesa y de la propia jurisprudencia constitucional, considero que la Presidencia del Congreso de los Diputados, cuando tuvo conocimiento de la voluntad del diputado de sustituir su voto telemático por el voto presencial, y teniendo en cuenta además que éste adujo la existencia de un error técnico que habría alterado el sentido de su voto, debió haber convocado al órgano rector de la Cámara para que valorase la posible autorización del diputado para votar presencialmente. Al no haberlo hecho, habría lesionado, en mi opinión, el derecho del diputado a desempeñar correctamente el cargo representativo (art. 23.2 CE), resultando, en consecuencia, vulnerado también el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos a través de sus representantes (art. 23.1 CE), tal y como refleja una consolidada jurisprudencia constitucional que, en estos casos, anuda la suerte de ambos derechos. Dicho lo cual, ni «pucherazo» ni «atropello democrático», se trata, más bien, de un episodio inédito y complicado en términos jurídicos.

 

La Corona y el control parlamentario

¿Pueden las cámaras investigar a un ex monarca por lo que hizo durante su reinado? ¿y después? Los Letrados de las Cortes han respondido “no” a la primera pregunta y “sí” a la segunda. Politiqueo oportunista al lado, de este debate surge un interrogante mayor: ¿de lege lata, qué margen hay en nuestra constitución para la supervisión parlamentaria de la Jefatura del Estado?

Algunas posturas niegan la posibilidad de dicho control, por parte de poder legislativo, salvo cuando actúe como poder constituyente constituido, es decir, mediante reforma de la constitución. En nuestra opinión, semejante planteamiento ignora deliberadamente varios pasajes de nuestra carta magna.

¿Qué son la proclamación del nuevo monarca o la jura constitucional del heredero al trono al alcanzar la mayoría de edad (art. 61CE) sino modalidades de control implícito? Las Cortes, además, ostentan las facultades de nombrar regencia para el rey incapacitado o cuando la llamada al trono se produce siendo este sea menor de edad. En este último supuesto también podrían nombrar a su tutor (arts. 59 y 60 CE).

La carta magna prevé incluso que a falta de líneas de sucesión, las Cortes elijan a un nuevo monarca “en la forma que más convenga a los intereses de España” (art. 57.3 CE). Si bien se trata de un supuesto improbable, pocos controles mayores sobre el trono que elegir a titular puede preverse. Las Cortes pueden, asimismo, excluir de la sucesión al trono a quien se casara contra la prohibición expresa del rey o del propio parlamento (art. 57.4 CE). Del mismo modo, la Constitución deja en manos de congreso y senado regular las abdicaciones, renuncias sucesorias y dudas sobre la sucesión (art. 57.5CE).

Paralelamente, el refrendo, incluso en su modalidad tácita, articulada en la presencia del ministro de la jornada, supone el control del gobierno sobre el rey. Ahora bien, ex constitución, son las Cortes las que, en última instancia, controlan al poder ejecutivo. Si este amparara conductas indignas o ilegales del monarca el Congreso podría imponer un cambio de gabinete mediante la moción de censura (art. 113 CE).

La verdad sea dicha las cámaras muestran poco interés en desplegar sus facultades de control directo sobre la Corona. Bien lo demuestra que a estas alturas aún no dispongamos de un reglamento que regule las sesiones conjuntas de ambas cámaras, pese al mandato constitucional (art. 72.2CE). Recordemos que la carta magna exige la reunión conjunta de senadores y diputados para que las Cortes deliberen acerca de cualquier cuestión relativa al Título II (art. 74.1CE).

Nada indica que en el corto plazo se vaya aprobar ese reglamento. Más improbable aún parece que el estatuto de inviolabilidad del monarca pueda modificarse, por ejemplo, haciendo que sus efectos decaigan cuando abandona el cargo, como pregona el Derecho Internacional Público consuetudinario para la responsabilidad penal de los jefes de Estado y de gobierno.

Precisamente, Aragón Reyes escribió que la monarquía parlamentaria se asienta sobre dos instituciones: refrendo e irresponsabilidad. La validez de sus actos se condiciona al aval de un tercero (arts. 56.3 y 99.5 CE) que asume la responsabilidad ex lege que de estos se derive. No menciona el catedrático y ex magistrado del TC la inviolabilidad, pues, si bien el derecho comparado nos muestra que esta es la norma en las constituciones regias, análogas a la de 1978, -y muchas de las republicanas- no parece que un monarca enjuiciable se hiciera incompatible con la monarquía parlamentaria, especialmente, si los tribunales únicamente conocieran de sus conductas como particular y sólo después de abdicar el trono o ser depuesto ope legis.

A este respecto, la doctrina ha discutido acerca de si la ley orgánica de abdicación mencionada en el art. 57.5 CE propugna la existencia de una norma ad hoc para cada abdicación, renuncia o dudas a las sucesión −imagínese el improbable caso de que a un monarca le apareciera un primogénito extramatrimonial bajo un régimen constitucional que no admite discriminación por razón de nacimiento o filiación y que, a diferencia de la discriminación por sexos (art. 57.1 CE), no prevé una excepción expresa en este punto para la sucesión al trono. La alternativa conceptual consistiría en una ley orgánica que regulara los cauces procedimentales de una abdicación o renuncia, incluyendo, a criterio del legislador, supuestos de abdicación automática.

El encaje constitucional de supuestos automáticos de abdicación de lege ferenda encuentra apenas un puñado de partidarios, entre quienes destaca Pérez Royo. En su contra se encuentran la mayoría de constituciones monárquicas que han regido en España, pues preveían la autorización de las Cortes para cada abdicación. No obstante, siendo el texto de 1978 más ambiguo que el de sus inmediatos predecesores, cabe traer a colación que el art. 172 de la constitución de 1812, donde se recogen supuestos de abdicación automática, en caso de que el rey transgrediera ciertos interdictos.

¿Tiene sentido persistir en este debate? Después de todo, la LO 3/2014, de 18 de junio, por la que se hace efectiva la abdicación de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I de Borbón, acogió el formato de autorización ad hoc. Esto parecería consolidar la práctica del planteamiento doctrinal mayoritario. Sin embargo, en una monarquía del S XXI siguen quedando cabos sueltos que apoyan de lege lata que el texto constitucional acoge una norma generalista de abdicaciones y renuncias a la sucesión al trono.

Consideremos este escenario: el monarca quiere abdicar y las Cortes no aprueban la pertinente ley orgánica. ¿Se puede obligar a un ser humano a desempeñar un cargo vitalicio contra su voluntad? Es cierto que el derecho occidental conoce de prestaciones obligatorias para los ciudadanos, tales como participación en jurados, mesas electorales, el servicio militar obligatorio o prestaciones sustitutorias, o inclusive el sufragio activo. Sin embargo, advertimos que, al margen de que se encuentren o no retribuidas, toda prestación obligatoria presenta una ocupación limitada del tiempo del sujeto. Incluso cuando sea periódica y/o vitalicia, como el pago de tributos, no debe privarnos del libre desarrollo de nuestra personalidad.

Quienes hemos cursado la carrera de derecho antes o después tenemos a algún amigo, normalmente republicano, normalmente de izquierdas, que nos pregunta: ¿Qué ocurre si el rey veta una ley? Cuando me la hicieron por primera vez, reconozco que tuve que pensar un poco. Por fin me aclaré los conceptos y respondí que en puridad no podría hablarse de un veto, sino de una dejación de funciones por parte del titular de la Corona. Ciertamente, la ley o decreto no podría entrar en vigor, aunque a ver, nuestro sistema constitucional no quedaría en el aire por capricho de un individuo, ya que las Cortes podrían imponer una regencia.

Tradicionalmente, ha existido un debate extenso entorno a la potestad de las Cortes para inhabilitar al Rey, dentro del actual marco constitucional. En la doctrina prima la tesis de que la incapacidad del monarca declarada por congreso y senado se circunscribe a supuestos de incapacidad natural, como ante una pérdida de conciencia prolongada, caso de un coma de incierto pronóstico, cualquier enfermedad neurológica o trastorno mental severo.

Bajo esta óptica se veda la regencia como deposición encubierta para el monarca indigno, en una suerte de impeachment regio. Como principal punto de apoyo de esta tesis se encuentran la interpretación histórica y gramatical estricta, casi restrictiva, del articulado constitucional.

Una vez más, únicamente la constitución de 1812 mencionaba expresamente la posibilidad de que las Cortes inhabilitaran al rey “por cualquier causa física o moral” (art. 187 in fine). Por cierto, que en 1823 se le aplicó a Fernando VII ante su negativa a replegarse a Cádiz ante el avance del duque de Angulema y los Cien Mil Hijos de San Luis. Desde el Estatuto Real de 1834 hasta nuestra vigente carta magna siempre se ha hablado de que el rey “se hallara incapacitado”, lo que parece referirse en efecto más bien a supuestos de incapacidad civil o, por ejemplo, de secuestro, vedándose así a las Cortes potestad de enjuiciarlo y castigarlo con una regencia.

Frente a esta argumentación, cabría esgrimir el aforismo qui potest plus, potest minus. ¿No pueden las cámaras derrocar la monarquía mediante una reforma constitucional? A fortiori, habrán de poder imponer una regencia por oportunidad política.

A su vez, al aforismo latino podríamos replicarle que, en efecto, en las Cortes dormita y si es preciso despierta el poder constituyente, pero eso no las autoriza a incurrir en un fraude constitucional. Por no mencionar que la transmutación de la Jefatura del Estado actual en una Presidencia de República exige además de la aquiescencia del pueblo en referéndum, no pudiendo llevarla a cabo las cámaras por sí solas.

Aunque la doctrina jurídica persiste en presumir la existencia de un Legislador ideal para declarar sólo aparentes desatinos, descuidos y lagunas en las normas, lo cierto es que, desde la última circular administrativa a la carta magna, las leyes las redactan humanos demasiado humanos. Los padres constituyentes no son una excepción. Bien por descuido bien por imposibilidad, hay supuestos que no se prevén cuando se escribe una constitución.

Con esta perspectiva en mente, de nuestra regencia cabe predicar algo similar a la XXVª Enmienda de la constitución estadounidense. Sencillamente, en 1978 las constituyentes no contemplaron el escenario de un rey éticamente desahuciado, del mismo modo que en 1967, nadie en el Congreso de los EE.UU. se imaginó el advenimiento de un Presidente errático, pero no nítidamente incapaz.

¿Estas carencias de la carta magna pueden compensarse mediante su desarrollo legislativo o exigen sí o sí de su reforma? En nuestra opinión, hay una gran diferencia entre precisar el texto constitucional o colmar sus lagunas y contradecirlo. En consecuencia, no se aprecia óbice alguno para llevar a cabo precisiones legislativas del Título II, sea sobre el apartado 3º del art. 57 CE, o bien otros aspectos, como la creación de un estatuto jurídico para la Princesa de Asturias.

Se podría discutir si la reserva de ley orgánica abarca el conjunto del título o únicamente al art. 57.3CE. Sistemáticamente, parece conveniente que todo asunto relativo a la más alta magistratura del Estado se legisle por ley orgánica, sin bien, se trata de una cuestión menor. En todo caso, las Cortes gozan de potestad universal en materia legislativa, salvo expresa prohibición constitucional o de tratado internacional en contra y este no es el caso. Concluimos pues afirmando que, al margen de los mecanismos de control que la carta magna prevé para el parlamento sobre la Corona, los cuerpos legislativos pueden establecer otros adicionales ex lege.

“Por imperativo legal”: el acatamiento de la Constitución por diputados y senadores

Tras las sesiones constitutivas de las dos cámaras que conforman las Cortes Generales celebradas este martes, el debate en torno a las fórmulas utilizadas por los diputados para exteriorizar su acatamiento de la Constitución ha vuelto a emerger con fuerza. En este blog ya se trató este tema tras las elecciones generales de 2011 (aquí y aquí). En esta ocasión, los diputados independentistas (y, entre ellos, quienes en la actualidad se hallan en prisión provisional) optaron por fórmulas de acatamiento en las que se hacía referencia a la independencia, el republicanismo, y la supuesta condición de “presos políticos” de quienes se hallan en prisión. En esta ocasión, sin embargo, la presidenta del Congreso no realizó objeción alguna a ninguna de las fórmulas utilizadas, ni reconvino a ninguno de los diputados electos en ningún momento, tal y como había sucedido en ocasiones recientes [1].

El acatamiento es un requisito de índole formal para el acceso a una magistratura presente en la mayoría de los Estados democráticos, y tiene como su antecedente histórico más inmediato el juramento de fidelidad al soberano. En la actualidad, y en los regímenes constitucionales, se ha abandonado la sujeción a un soberano y la noción de lealtad para dar paso a fórmulas en las que se recalca el sometimiento a la legalidad democrática por parte de quien acceda a una magistratura. Se configura, de esta forma, como una garantía de no arbitrariedad por parte de quien ostente un poder público. Es, por tanto, y en palabras del Tribunal Constitucional, “un requisito formal que condiciona la posibilidad del ejercicio del cargo en plenitud de disfrute de prerrogativas y funciones”.

Pero, en España, la controversia jurídica en torno a la validez de formulas del acatamiento que fuesen más allá de lo contemplado reglamentariamente es casi tan vieja como el propio Reglamento del Congreso. En 1982, diputados de Herri Batasuna presentaron recurso de amparo ante el TC, pues el Congreso acordó suspenderles en sus prerrogativas hasta que no prestasen juramento (en aquella época los diputados de dicho partido tenían por costumbre no tomar posesión de su escaño y dejarlo vacío durante la legislatura). Cuestionaban en su recurso que se les desposeyese de sus prerrogativas por no haber llevado a cabo el acatamiento, al entender que la Constitución no incluía referencia alguna a la necesidad de acatar la Constitución de forma expresa para acceder a la condición de diputado.

En efecto, de acuerdo con el artículo 70 de la CE, únicamente son requisitos para acceder a la condición de diputado la validez de las actas y credenciales y la ausencia incompatibilidades, pero el art. 20.1.3 del Reglamento del Congreso de los Diputados de 10 de febrero de 1982 amplió los requisitos (junto con el artículo 108.8 de la LOREG, aprobada el año 1985), de forma que el acatamiento expreso de la Constitución se ha configurado igualmente como requisito para adquirir la plena condición de diputado. En este sentido, el Tribunal Constitucional, en su Sentencia 101/1983, dictaminó que el contenido del artículo 20 del Reglamento no vulneraba los derechos constitucionales en modo alguno, dado que lo hace es establecer una exigencia de acatamiento expreso, siendo el respeto a la constitución un deber general ya establecido por ésta. Por ello, no es inconstitucional.

De igual forma, en su sentencia 74/1991 el TC reconoció la validez de las fórmulas que fuesen más allá del mero acatamiento. El presidente del Senado había denegado la condición de senadores a miembros de Batasuna por considerar su promesa de acatamiento (“por imperativo legal, sí prometo”) inválida. El Tribunal (como ya había hecho en la STC 119/1990 con el caso de diputados de Batasuna que emplearon otra fórmula poco ortodoxa) determinó que “lo decisivo es que el acatamiento de la Constitución sea incondicional y pleno”, y esos son por tanto los elementos cuya concurrencia debe examinar la presidencia de cada cámara. En ese sentido, la adición de la coletilla “por imperativo legal” no implica en modo alguno que el acatamiento no sea pleno o incondicional, sino que abunda en las razones por las que éste se lleva a cabo.

Pero las fórmulas adoptadas por los diputados han continuado divergiendo, y en la actualidad se llevan a cabo algunas promesas ciertamente pintorescas. Es cierto que la doctrina del TC ampara, en consecuencia, el uso de fórmulas poco convencionales para formular el acatamiento, por lo que el margen para impugnarlo es verdaderamente estrecho.

En el caso que nos ocupa, sí puede argumentarse que los ‘añadidos’ afectan a la incondicionalidad del acatamiento en algunos casos. Por ejemplo, Josep Rull, Jordi Turull y Jordi Sánchez llevaron a cabo el acatamiento “con lealtad al mandato del 1 de octubre”, mientras que Raül Romeva prometió acatar “hasta la proclamación de la República Catalana”. Podría argumentarse que la lealtad al mandato del 1 de octubre (que no es otro que la proclamación de la independencia por cauces no constitucionales) o el establecimiento de una condición resolutoria del acatamiento (la proclamación de la República Catalana) constituyen una renuncia a la incondicionalidad del acatamiento, por estar la lealtad a ese ‘mandato’ en abierta contradicción con el orden constitucional.

Sin embargo, otras formulas, como la empleada por el propio Oriol Junqueras (“desde el compromiso republicano, como preso político y por imperativo legal”), no permiten colegir que exista una lealtad que se halle intrínsecamente opuesta al acatamiento de la constitución. Por ello, parecen concurrir los requisitos de incondicionalidad y plenitud establecidos por el TC.

Por todo ello, considero que, en el caso de las promesas que se llevaron a cabo introduciendo fórmulas que hacían referencia a la “lealtad al mandato del 1 de octubre”, sí existen razones para argumentar que no concurren los requisitos establecidos por el Tribunal Constitucional para la validez del acatamiento. Hacer referencia a la lealtad a un supuesto mandato que de forma explícita aboga por desbordar el marco constitucional sin seguir los cauces que éste establece es (a mi juicio) incompatible con un acatamiento incondicional de la constitución. La “lealtad al mandato del 1 de octubre” es una condición a la que se somete el acatamiento, y por ello no puede ser aceptado.

En consecuencia, y si bien muchas de las fórmulas utilizadas por algunos de los nuevos diputados entran a mi juicio dentro de los márgenes fijados por la doctrina del Tribunal Constitucional, las promesas de acatamiento de Sánchez, Romeva, Rull y Turull pueden y deben impugnarse. Pero eso corresponde a la presidencia de la cámara, y Batet ya ha dejado claro que a su juicio todas las fórmulas escuchadas el martes en el Palacio de las Cortes fueron válidas.

De lo que no cabe duda después del enésimo episodio polémico es que las normas fijadas por la Ley y el TC son insuficientes, pues toda norma ha de dar claridad y limitar controversias en la medida de lo posible. Por ello, y al hilo de las propuestas realizadas anteriormente por varias fuerzas políticas para evitar la disparidad en los juramentos, quizá sea la hora de establecer una fórmula de acatamiento clara, aséptica y que, huyendo de excesos patrioteros y de una lealtad que vaya más allá del mero cumplimiento de la Constitución, acabe de una vez por todas con esta polémica a la que nos vemos arrastrados periódicamente.

En manos de los nuevos diputados queda.

 

[1] Principalmente, cuando el acatamiento fue formulado en lenguas cooficiales y no en castellano.