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¿Comisiones de investigación o investigaciones a comisión?

El otro día un buen amigo me preguntaba por WhatsApp si Begoña Gómez estaría obligada a comparecer ante una comisión de investigación, si era citada. Le contesté –después de asegurarme, que la memoria es traicionera– que conforme al artículo 76 de la Constitución, «el Congreso y el Senado, y, en su caso, ambas Cámaras conjuntamente, podrán nombrar Comisiones de investigación sobre cualquier asunto de interés público. Sus conclusiones no serán vinculantes para los Tribunales, ni afectarán a las resoluciones judiciales, sin perjuicio de que el resultado de la investigación sea comunicado al Ministerio Fiscal para el ejercicio, cuando proceda, de las acciones oportunas. Será obligatorio comparecer a requerimiento de las Cámaras. La ley regulará las sanciones que puedan imponerse por incumplimiento de esta obligación». O sea, que sí. Por su lado, la Ley Orgánica 5/1984 de 24 de mayo, de comparecencia ante las Comisiones de Investigación del Congreso y Senado o de ambas Cámaras establece en su artículo 1 esa misma obligación. Y la ley, en efecto, regula la no comparecencia como delito de desobediencia en el artículo 502 del Código Penal.

La cuestión que inmediatamente me vino a la cabeza es para qué sirven, en la teoría, estas comisiones parlamentarias y para qué sirven de verdad. Como resulta de la doctrina constitucional, las comisiones sirven para dirimir responsabilidades políticas, que no jurídicas. Como dice el profesor Presno Linera en su blog, las comisiones de investigación forman parte, junto a las interpelaciones y las preguntas parlamentarias, del llamado «control ordinario» del Gobierno, es decir, del conjunto de mecanismos a través de los que se pretende que el Ejecutivo rinda cuentas de su gestión ante las Cámaras sin que ello, en principio, ponga en cuestión la estabilidad gubernamental, algo que sí se pretende cuando se ponen en marcha instrumentos de “control extraordinario” como la moción de censura. Obviamente, para que puedan las comisiones servir de control es necesario que se atribuyan a la oposición facultades reales, permitiendo que las convoquen un número relativamente bajo de diputados o senadores, como ocurre en Alemania (un cuarto de la cámara) o en Portugal (un quinto). Pero en España, el reglamento de ambas Cámaras exige el acuerdo de la mayoría, por lo que si hay mayoría estable es difícil que se constituyan o que se haga en una y no en la otra, como puede ocurrir ahora y ocurrió en el pasado. Además, las comisiones deben reflejar la composición de las fuerzas de la cámara y las decisiones se adoptarán por medio del criterio de voto ponderado. Ya se pueden ustedes ir imaginando a dónde pueden conducir unas «investigaciones», que se supone buscan la verdad de unos hechos, cuando la calificación de si una cosa es verdad o no depende de un voto en el que está incluido (sin que se aprecie al parecer conflicto de intereses) tanto el partido al que afecta el hecho investigado como su adversario.

Por otro lado, ha habido alguna doctrina del Tribunal Constitucional que esclarece la cuestión de los límites de estas comisiones: ATC 664/1984, de 7 de noviembre de 1984, la sentencia 226/2004 de 29 de noviembre, la 226/2004 de 29 de noviembre, la 227/2004 de 29 de noviembre, la 39/2008 de 10 de marzo y la 133/2018 de 13 de diciembre de las cuales se desprende que la actividad parlamentaria es estrictamente política y no jurisdiccional; no es manifestación del ius puniendi del Estado; actúa con criterios de oportunidad y debe estar exenta de cualquier apreciación o imputación de conductas o acciones ilícitas a los sujetos investigados. Por tanto, la actividad de estas comisiones no es en absoluto jurisdiccional, pues esta labor corresponde a los jueces pues, como ha señalado el Tribunal Constitucional, las comisiones de investigación hacen juicios de oportunidad política «que, por muy sólidos y fundados que puedan ser, carecen jurídicamente de idoneidad para suplir la convicción de certeza que sólo el proceso judicial garantiza (STS 46/2002); pero tampoco tienen la potestad administrativa sancionadora del Estado, que exige ciertos procedimientos. Ni pueden llamar a jueces para investigar sobre si ha habido lawfare, según parece haber quedado claro recientemente, y según las noticias más recientes, hasta parece que a los fiscales se les aplica el mismo principio», por lo que tanto el ministro Bolaños como la Fiscalía General han entendido que no debe citárseles.

Sin embargo, las comisiones de investigación, debidamente utilizadas, podrían tener un papel importante en la determinación de ciertas responsabilidades muy importantes y que a veces olvidamos: las responsabilidades políticas. Hasta tal punto las olvidamos que el otro día Baldoví, entrevistado por Alsina tras el sobreseimiento del caso de Oltra, se daba golpes de pecho por el injusto acoso sufrido por aquélla a cargo de los demás partidos; pero cuando le pregunta el periodista si ha aprendido algo de todo ello, y si va a abstenerse de atacar en el caso, por ejemplo, de Ayuso, entonces Baldoví, sin apreciar contradicción ni disonancia cognitiva alguna en sus palabras, dice que eso no tenía nada que ver y que lo de Ayuso era muy grave y que debería dimitir. Lo curioso no es la evidente ley del embudo de Baldoví, sino que Alsina no negara la mayor a Baldoví y le hiciera ver que una cosa es la responsabilidad penal, dotada de estrictas garantías por las gravísimas consecuencias que puede acarrear, y otra muy distinta la política que, seguramente, estaba muy justificada ante el mal funcionamiento de la Consejería que dirigía en el momento del abuso a la menor, unida a la intervención de su exesposo. Decía mi buen amigo y compañero de luchas Rodrigo Tena en su interesante y reciente libro Huida de la responsabilidad que, desgraciadamente, en los últimos tiempos ha triunfado la perniciosa tendencia de confundir la responsabilidad a priori típica del político (la que se asume al aceptar un cargo), en la que solo debería importar el resultado producido, con la responsabilidad a posteriori civil y especialmente penal, que siempre depende de un acto voluntario. La primera debería implicar asumir las consecuencias aunque estas no dependan de un acto imputable directamente a la voluntad (bastando el mal funcionamiento del organismo que diriges). Al político le interesa confundirlas y convencernos de que si no hay delito no hay responsabilidad de ningún tipo, pero realmente son conceptos muy distintos. Pero estas sutiles distinciones cada vez brillan más por su ausencia en una política sectarizada en la que lo único que cuenta es demostrar que la viga en el ojo del otro es más grande que la que está en el nuestro y no intentar remover la viga de su delicado alojamiento: unas investigaciones «a comisión» en la que se intentará obtener un rédito para los nuestros.

Las comisiones de investigación podrían tener un papel importante en un sistema parlamentario para dilucidar esas responsabilidades políticas. Pero es muy difícil que lo tengan en uno como el nuestro, en el que la deliberación parlamentaria se reduce a los dedos que muestre el jefe del grupo parlamentario al votar y en el que, al parecer, a todos y cada uno de los diputados les parecía bien o mal la proposición de ley de amnistía en función del grupo al que pertenecen, sin disidencia alguna. No es ya sólo que no haya cultura política, es que las mismas normas están diseñadas para que ocurra lo que está ocurriendo: un lodazal en el que en la comisión se mezclarán verdaderas responsabilidades políticas con problemas morales o personales, confundirá las políticas con las penales y la verdad con el bulo, para servir sólo como un arma arrojadiza mediática que no acarreará ninguna verdadera responsabilidad si no se dispone de la mayoría adecuada.

Este artículo es una versión ampliada del publicado en Vozpópuli.

Sobre la moción de censura

Esta semana se cumplen dos años de la moción de censura a Mariano Rajoy que permitió a Pedro Sánchez acceder a la Presidencia del Gobierno. Su inesperado triunfo cambió el curso de los acontecimientos políticos en España. A mitad de legislatura, con las mismas mayorías parlamentarias, los bloques Gobierno-oposición se intercambiaron y, por primera vez en nuestro país, un presidente del Gobierno accedía al cargo a través de una moción de censura.

Con ello se generó un intenso debate público sobre este instrumento constitucional. ¿Se puede entender como una válvula de escape cuando se produce la quiebra del contrato entre ciudadanía y ejecutivo? ¿Por qué se ha cuestionado su legitimidad en España? Desde aquel momento, en determinados sectores políticos se ha sugerido cuando no explicitado la idea del presidente ilegítimo. De alguna manera, parte del discurso de oposición se ha basado en la percepción de que la constitución del nuevo ejecutivo respondía a una suerte de irregularidad perpetrada contra la voluntad popular.

A pesar de que la tesis de la ilegitimidad caló en ciertos sectores sociales, no debemos dejar de reiterar que es característica fundamental de los sistemas parlamentarios que el gobierno debe recibir y mantener la confianza del Parlamento para ejercer las funciones que tiene encomendadas constitucionalmente. Lo hará, además, sometiéndose de forma continua la vigilancia política del control parlamentario.

Junto a ese esquema básico, se suele añadir como característica habitual de los sistemas parlamentarios que en ellos existe un cierto equilibro entre poder ejecutivo y legislativo. Ese equilibrio se manifiesta con la mayor evidencia en dos decisiones de ultima ratio: la disolución del Parlamento y, precisamente, la censura al ejecutivo. El gobierno tiene la potestad de, según su criterio político, ordenar la disolución del poder legislativo y llamar a elecciones (art. 115 de la Constitución Española). Paralelamente, el Parlamento podrá cesar mediante una moción de censura a un ejecutivo que no se ajuste a lo exigido por la mayoría parlamentaria (art. 113). Ejecutivo y legislativo pueden neutralizarse mutuamente.

Las mociones de censura son propias de los sistemas parlamentarios como es el español, lo que resulta del todo lógico puesto que se asientan en la idea de que el ejecutivo nace de la confianza del poder legislativo y le rinde cuentas durante todo su mandato, pudiendo el último llegar al límite de retirar tal confianza. El elemento central es, por lo tanto, un Parlamento que otorga y retira su confianza de forma soberana.

Nuestro ordenamiento constitucional dificulta la viabilidad de esa retirada de confianza con la intención de primar la estabilidad del gobierno a través de dos vías: el carácter constructivo de la moción de censura y la mayoría exigida para su aprobación. Así, las mociones de censura tradicionalmente se distinguen entre constructivas o destructivas. A diferencia de las primeras, en las segundas se complica el éxito de la moción al vincular el cese del gobierno saliente al otorgamiento de la confianza a un nuevo presidente.

La regulada por la Constitución en su artículo 113 es de carácter constructivo, al exigir de forma explícita que los Diputados que la registran deben plantear un candidato la misma. El constituyente pretende evitar la inestabilidad que podría suponer que una mayoría negativa provocase el cese del Gobierno sin un ejecutivo alternativo que asumiese sus funciones de forma inmediata. Téngase en cuenta que ello provocaría continuas repeticiones electorales o periodos de gobierno en funciones prolongados.

El juego de mayorías establecido también supone otro paso en la protección de los Gobiernos en minoría en detrimento del equilibrio legislativo-ejecutivo. Fijémonos. El presidente puede ser investido por una mayoría simple, por lo que resulta coherente que para que el propio presidente voluntariamente revalide su confianza parlamentaria le baste una nueva mayoría simple a través de una cuestión de confianza, tal y como prevé la propia Constitución. Sin embargo, aunque pudo otorgar y ratificar su confianza una mayoría simple de Diputados, deberá ser una mayoría absoluta la que la retire.

En conclusión, la Constitución ordena la moción de censura de forma restrictiva, asegurándose de que la misma nace un ejecutivo que cuenta con respaldo parlamentario y, en consecuencia, popular. De todo lo anterior cabe concluir que un gobierno surgido tras una moción de censura es un gobierno constitucional con la misma relación con las urnas que los gobiernos emanados de una investidura ordinaria. A Pedro Sánchez le otorgó su confianza en 2018 el Congreso de los Diputados constituido según el resultado electoral del 26 de junio de 2016. Es el mismo Congreso que hizo presidente a Mariano Rajoy dos años antes.

A todos los presidentes del Gobierno de España los avalan las mismas mayorías, que son las exigidas en la Constitución. El constituyente español, como sucede el resto de sistemas parlamentarios, trató de garantizar que el ejecutivo estuviese apoyado de forma sólida por el poder legislativo. Por ello trazó unas mayorías concretas que permitiesen entender otorgada la confianza al Gobierno de turno. Poner en cuestión la legitimidad de un Gobierno que ha recibido el apoyo parlamentario de tales mayorías es poner en cuestión, en definitiva, el conjunto del funcionamiento institucional diseñado por la Constitución.