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Trillo y el sentido de la responsabilidad política

Reproducimos a continuación el artículo publicado el pasado miércoles en el diario El Mundo por nuestros coeditores Elisa de la Nuez y Rodrigo Tena

 

La polémica sobre el ex ministro Trillo tras conocerse el demoledor informe del Consejo de Estado sobre la actuación de Defensa con ocasión de la tragedia del Yak 42, es una buena oportunidad para reflexionar sobre el sentido de una figura prácticamente desconocida en España: la responsabilidad política.

Hace casi 14 años, el 26 de mayo de 2003, 62 militares españoles regresaban a España tras una misión en Afganistán. Lo que siguió es conocido: la conmoción por el accidente, las prisas por repatriar los cadáveres, el caos en la identificación, el desprecio por las familias, la polémica sobre el mal estado de los aviones y el cansancio de la tripulación -que había sido denunciado reiteradamente por los propios militares-, el cese de la cúpula militar, los procesos judiciales que se abrieron a consecuencia de la tragedia, el sobreseimiento de la causa penal contra los altos mandos, el indulto a los comandantes sanitarios condenados y la reprobación moral en el Congreso del ex ministro de Defensa, ya con el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. En esa sesión, Trillo consideró asumida su responsabilidad política desde el momento en el que el presidente Aznar había rechazado su dimisión como ministro.

A la vista de las voces que se han vuelto a alzar exigiendo de nuevo la asunción de esas responsabilidades políticas tras el informe del Consejo de Estado reconociendo la responsabilidad patrimonial de la Administración, se ha contestado desde alto cargos del PP -empezando por el presidente del Gobierno- que los hechos ocurrieron hace mucho tiempo. Parece que también las responsabilidades políticas tienen que prescribir en algún momento. Es comprensible la pretensión de nuestros políticos de confundir la responsabilidad política con la jurídica, especialmente, con la de tipo penal. Las naturales restricciones y limitaciones de esta última resultan muy convenientes para los protagonistas implicados. El problema es que esa confusión también resulta enormemente destructiva para la convivencia democrática.

La responsabilidad jurídica de tipo penal se encuentra amparada por la coacción organizada del Estado ante un hecho o una conducta que la sociedad considera que atenta contra las reglas básicas de la convivencia. En las sociedades democráticas avanzadas implica el establecimiento de un sistema de reglas muy estrictas en defensa de los derechos fundamentales del acusado. Se trata de normas que recogen garantías tales como el principio de tipicidad (no hay delito salvo que la conducta esté tipificada previamente como tal en el Código Penal), la presunción de inocencia, la existencia de procedimientos judiciales muy garantistas o el instituto de la prescripción. Efectivamente, nuestras leyes prevén que al cabo de un determinado tiempo -cuya duración varía en función de la gravedad de la ofensa o del daño causado- ya no se pueda perseguir y castigar por la comisión de un determinado delito o de una infracción administrativa, ni tampoco presentar una reclamación de tipo civil, mercantil o laboral. La prescripción, en definitiva, responde a la necesidad de respetar uno de los principios esenciales en todo Estado de Derecho, que es el de seguridad jurídica.

La responsabilidad política tiene el mismo fundamento último, la reacción indignada de la sociedad frente a un comportamiento de un representante o cargo público que no respeta los estándares mínimos establecidos, pero su desarrollo es completamente distinto. En primer lugar, porque esos estándares varían a lo largo del tiempo y entre países; cuanto más avanzada es una democracia, más rigurosas son las reglas sociales sobre cómo se deben gestionar los asuntos públicos de una manera decente en beneficio de los intereses generales. Por eso en Alemania dimite un ministro por haber copiado una tesis doctoral -suceso también antiguo- y en España no suele dimitir nadie por conductas bastante más graves; sencillamente la sociedad lo tolera. Afortunadamente, las cosas están cambiando y el nivel de tolerancia social en España frente a la falta de asunción de responsabilidades políticas -especialmente por casos de corrupción- también. Cada vez más la sociedad reacciona ejerciendo su derecho a la autodefensa y exigiendo una respuesta a responsables políticos cuya actuación no ha traspasado los límites dolosos que concretamente sanciona el Derecho penal, pero sí los de la incompetencia, la mala gestión, la falta de ética o los de la subordinación de los intereses generales a los del partido o el Gobierno de turno.

Por eso las garantías jurídicas no juegan aquí ningún papel; simplemente, no tienen sentido. No se trata de responder ante el aparato coactivo del Estado, sino ante el rechazo moral y político de la sociedad en un momento dado. Es más, si ese mismo rechazo surge muchos años después del acontecimiento -no digamos si simplemente revive como ocurre en este caso-, la responsabilidad política no asumida nace o resucita con todo su vigor. Recordemos que el término responsabilidad tiene su origen remoto en el verbo responder, por lo que mientras la intimación social no se conteste, la responsabilidad subsiste, por muchos años que hayan transcurrido.

Federico Trillo no asumió nunca su responsabilidad y sigue sin hacerlo. El gesto que la sociedad le reclama como muestra material de su rechazo a lo ocurrido -que en eso consiste la responsabilidad- debe tener una sustancia real y una correspondencia estricta con el reproche que se le imputa. Afirmar que la negativa del presidente a su dimisión la dejó colmada, supone atribuir a Aznar poderes taumatúrgicos de los que lógicamente carece. Lo mismo ocurre con su dimisión como embajador en Londres. No se trata de que Trillo no sea digno de representar diplomáticamente a España. Se trata de que no es digno mientras no asuma expresamente su responsabilidad, mientras no responda como procede, vinculando su dimisión a la intimación que la sociedad le hace. Dimitir porque le toca cesar o porque prefiere irse al Consejo de Estado no es una respuesta válida porque deja la pregunta tal y como estaba.

Desde ese planteamiento, la postura de las familias es perfectamente comprensible. Hemos escuchado muchas veces peticiones parecidas en labios de colectivos que han padecido no ya una pérdida irreparable, como es la de un hijo, un hermano o un padre, sino también el menosprecio, la incompetencia y el falseamiento de los hechos por parte de unos políticos que lo que querían era pasar página cuanto antes y eludir sus propias responsabilidades. No buscan la aniquilación profesional a perpetuidad de Trillo, sino simplemente el gesto -meramente simbólico a estas alturas- de presentar la dimisión de un cargo público, sea cual sea, como asunción de su responsabilidad política por el caso Yak-42.

Trillo -fiel a sí mismo hasta el final- ha preferido perder esa oportunidad y se reincorpora ahora al Consejo de Estado, a cuyo cuerpo de letrados pertenece. Su desgraciada actuación en este asunto, dejando bien claro que a él no le cesa nadie, aclara también el respeto que le merecemos los ciudadanos en general y las familias de las víctimas en particular. Como político ha acumulado muchos años de antigüedad en servicios especiales que le situaran en la institución muy por delante de sus compañeros que han permanecido trabajando allí (otra de las peculiaridades de nuestro castizo sistema de revolving door entre política y Administración), pero su reingreso es perfectamente legal. Otra muestra más de la necesaria separación en un Estado democrático entre el Derecho, por un lado, y la moral y la política por otro. Pero esa separación no impide que la democracia se deteriore por estas reclamaciones que la sociedad hace y que su clase política no atiende: cuando el rechazo no produce efectos el cuerpo social termina acostumbrándose al elemento patógeno o acaba sucumbiendo. Por esa razón -no sólo por la dignidad de las víctimas y de sus familiares sino también por el futuro de nuestra democracia- confiemos en que allí donde vaya Federico Trillo esta reclamación le siga acompañando hasta encontrar debida satisfacción.

HD Joven: El primer evento, para los que se lo perdieron. El vídeo.

Algunos de ustedes ya lo sabrán, porque nos encargamos de difundirlo apropiadamente de diversas formas, incluyendo mediante el uso de la presente sección, tanto ex ante como ex post, pero el pasado 28 de noviembre la sección joven Fundación Hay Derecho organizó y presentó con mucha ilusión su primer evento. Por ello mismo, no nos parecería justo abusar sin más de su atención, salvo una última vez, si nos lo permiten, con el único y necesario propósito de completar la información sobre el mismo. ¿Y qué mejor manera de compartir información que a través de un vídeo original sobre el evento?

Les presentamos, pues, el vídeo completo del evento del primer de la Fundación Hay Derecho Joven, en el que tuvimos la ocasión de congregar a cuatro destacados políticos de la escena nacional y autonómica: Dolores González Pastor (Ciudadanos), Ignacio Urquizu (PSOE), Belén Hoyo (PP) y Miguel Ongil (Podemos).

Los organizadores del evento quedamos muy satisfechos con el resultado del evento y, en especial, con la participación y el debate vivo y activo que mantuvieron los parlamentarios, que discutieron sobre asuntos de máxima actualidad, tales como el funcionamiento del Parlamento en la nueva legislatura, la disciplina de voto, los grandes pactos, la efectiva división de poderes y el futuro del Senado.

Además, los diputados tuvieron una actitud muy cercana y accesible durante los 90 minutos que duró el evento y respondieron a las preguntas que formuló el público de forma honesta y sin tapujos. 

Ojalá éste sea el camino a seguir durante esta legislatura que se acaba de iniciar. Consideramos que normalizar eventos como éste es tremendamente importante para que la ciudadanía, y, en este caso la más joven, vea la política como algo que nos incumbe a todos y que no basta con votar cada cuatro años, sino que también hay que fiscalizar lo que hacen nuestros políticos durante el tiempo que dura su mandato. Para lograrlo, es fundamental que en la nueva realidad que vivimos, los políticos, más allá de en el propio Parlamento y en los platós de televisión, debatan en lugares más próximos a la gente -ahora que está tan de moda este término-, y se muestren más accesibles al ciudadano de a pie, no acordándose solamente de ellos cada cuatro años durante la campaña electoral.

Nos gustaría, por último, dar las gracias a los políticos invitados por su asistencia, a todos los invitados por su presencia y a muchos otros por el interés mostrado por el evento, que, sin embargo, no pudieron acudir al mismo. Para estos últimos, especialmente, se publica el presente post y, sobre todo, el vídeo que pueden ver a continuación.

¡Hasta una próxima ocasión!

 

HD Joven: El papel del Parlamento en la próxima legislatura. El primer acto

Fue allá por el ya lejano 20-D del 2015, cuando el sistema que más o menos había resistido desde la re-instauración de la democracia parlamentaria en nuestro país, el tan denostado bipartidismo, dio lugar a una nueva realidad con cuatro grandes partidos y otros tantos de menor entidad, que constituyeron un Congreso y en menor medida, un Senado, bastante fragmentados, en el que se acabaron las mayorías absolutas y se instauró, teóricamente, al menos, el diálogo.

En dichas elecciones recordemos que el partido más votado, el PP, obtuvo 123 escaños, por 90 escaños del segundo -el PSOE-, mientras que, por ejemplo, en las elecciones generales de 2011, el partido más votado (también el PP) había obtenido 186 escaños por 110 del segundo (el PSOE), o en las de 2008, en las que el partido más votado, esta vez el PSOE, logró 168 escaños por 158 escaños del segundo partido más votado (el PP). Los resultados del 20-D, se volvieron a repetir en las elecciones del 26 de junio de 2016, en las que la fuerza más votada obtuvo 137 diputados -el PP-, por 85 de la segunda fuerza más votada. Pese a que los dos protagonistas principales de nuestra política reciente -el PP y el PSOE- no han cambiado, han aparecido dos partidos nuevos, Podemos (si bien, en una suma de varias coaliciones) que obtuvo 65 y 67 escaños y Ciudadanos que logró 40 y 32 diputados, respectivamente. Si bien, es cierto que antes los partidos mayoritarios -PP y PSOE- cuando no contaban con mayoría absoluta recurrían a los partidos nacionalistas -PNV y CiU, principalmente-, a cambio de las concesiones pertinentes, con el nuevo statu quo, pese a que podíamos creer que los grandes partidos se apoyarían en los nuevos, nada más lejos de la realidad, ya que no basta la unión de dos de los cuatro partidos relevantes para poder gobernar con tranquilidad, sino que, al menos, es necesario contar con el concierto de tres de los cuatro grandes partidos o, cuanto menos, entre dos y partidos minoritarios, y, si ponerse de acuerdo entre dos de los grandes partidos ya iba a ser difícil, imagínense entre tres o más, incluyendo a los partidos nacionalistas, los cuales, pese a sus anhelos independentistas, no quieren ser meros peones en el tablero.

Y ello pese a que en los parlamentos autonómicos y en los consistorios locales tenemos sobrada experiencia en gobiernos de coalición o apoyados por más de un partido, particularmente después de las últimas elecciones municipales y autonómicas de 2015, si bien este consenso entre varios partidos que es común en administraciones autonómicas y locales, por el motivo que sea, no ha sido tan recurrente en lo que a la administración central se refiere.

De hecho, la primera consecuencia de esta nueva realidad a nivel estatal fue la provocación de una de las mayores crisis que ha sufrido nuestra (ya no tan) joven democracia, sino la mayor, en la que la formación del Gobierno ha durado casi un año, con repetición de elecciones incluida -algo que no había pasado nunca-, en el que el anterior Ejecutivo ha estado en funciones. Más allá de los debates acerca de cómo lograr que el bloqueo vivido no vuelva a suceder, quizás incorporando la solución vasca de prohibir el voto negativo, como abogaba Rodrigo Tena en su artículo del pasado mes de septiembre, lo que ahora nos debiera ocupar es preguntarnos acerca del papel que tendrá el Congreso en esta nueva legislatura.

En primer lugar, resultaría útil plantearnos hacia qué tipo de Parlamento estamos evolucionando. Si utilizásemos los tipos ideales que proponía el politólogo Arend Lijphart en su libro Modelos de democracia, podríamos preguntarnos si esta nueva configuración del sistema de partidos estaría dando lugar a una transición de un modelo mayoritario a otro consensual (aunque imperfectos). Bien es cierto que no es la primera vez que el ejecutivo se encuentra en minoría en el parlamento, pero no es menos cierto que es la primera vez que las fuerzas que no sostienen a ese gobierno son mayoría. Esto puede implicar, y de hecho parece que está ya implicando, cambios en la realidad parlamentaria. Siguiendo a ese autor, «el gabinete de minoría se ve obligado a negociar continuamente con uno o más partidos de fuera del gabinete para permanecer en el cargo y para solicitar apoyo a sus propuestas legislativas». Esta es la clave: ahí reside el cambio sustancial al que hemos asistido. Una de las consecuencias más relevantes de este tipo de gabinetes es la menor duración del mismo -estadísticamente hablando, claro, como nos recordaba este artículo-. ¿Por qué? Es claro, porque los obstáculos que se interponen frente a la voluntad del ejecutivo propician una vida más corta de estos gabinetes: hay que gobernar, muchas veces, con la oposición del parlamento.

Pero este nuevo reparto del poder, esta especie de «divided governemnt» en términos americanos, no tiene por qué implicar, necesariamente, resultados negativos. Un ejemplo que, en nuestra opinión, clama al cielo es el de la política educativa. Desde la Ley General de Educación de 1970, pasando por la Ley Orgánica reguladora del Derecho a la Educación (LODE) de 1985, la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo de España (LOGSE) de 1990, la Ley Orgánica de Calidad de la Educación (LOCE) de 2002, la Ley Orgánica de Educación (LOE) de 2006, hasta llegar Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) de 2013, numerosas han sido las reformas del sistema educativo (que darían para un artículo, o para un libro). Esta retahíla de cambios legislativos es un botón de muestra de que hay cuestiones, como la educación, sobre las que se requiere de un consenso nacional, de tal forma que las cuestiones partidistas queden desterradas de una materia que debería ser un objetivo común (una valence issue). La actual configuración del sistema parlamentario se antoja como una oportunidad de oro para abordar, entre otras, esta cuestión, ya que no habrá ningún partido que podrá imponer su voluntad sin consultar con los demás, por la mera razón de que no dan los números.

Sin embargo, esta posición minoritaria del ejecutivo puede devenir problemática especialmente en una cuestión: la económica. Por todos es sabido que, anualmente, deben aprobarse importantes leyes como las de los Presupuestos Generales del Estado, así como el techo de gasto, límites de endeudamiento, etc. Un ejemplo de máxima actualidad: el Congreso ha aprobado la subida del Salario Mínimo Interprofesional sin el beneplácito del Gobierno: esto traerá, sin duda, consecuencias económicas que el ejecutivo deberá torear, le guste o no. Si la Constitución reserva al Gobierno, en exclusiva, la iniciativa para presentar esta Ley, lo hace siendo consciente de que un Gobierno no puede ser obligado a gobernar con un presupuesto que no reconoce como propio. Sin duda la gran reválida que habrá de superar este ejecutivo en minoría será la aprobación, ya el próximo año, de los PGE para 2017. ¿Qué pasa si no se aprueban unos presupuestos al gusto del Gobierno y este no quiere asumirlos? Siempre le quedaría el «botón rojo» del artículo 115 de la Constitución: la disolución de una o ambas Cámaras y convocatoria de nuevas elecciones.

Lo que sí que parece claro es que esta legislatura habrá un control más efectivo al Gobierno, ya que no tendrá mayoría en la Mesa del Congreso para poder evitar las peticiones de comparecencias del propio presidente o de los ministros, como sí hicieron en la última legislatura “completa” -no obstante, Rajoy solo compareció dos veces en cuatro años-. Y, por otro lado, el Gobierno, difícilmente, podrá utilizar la forma del decreto-ley para gobernar, ya que este tipo de normas deben ser refrendadas por el Congreso en un plazo de 30 días y se requiere mayoría simple para su convalidación, mayoría que, como todo saben, el Gobierno no tiene.

Con el objetivo de responder algunas de estas cuestiones, el próximo lunes 28 de noviembre celebraremos el primer acto organizado por HD Joven: El papel del Parlamento en la próxima legislatura, una tertulia en la que contaremos con algunos de los diputados más jóvenes de los principales partidos políticos, como Ignacio Urquizu (PSOE), Melisa Rodríguez (C’s), Belén Hoyo (PP) y Miguel Ongil (Podemos). Para aquellos que no puedan asistir, se podrá ver posteriormente en la web de Hay Derecho.

Con ellos debatiremos sobre el funcionamiento de nuestras cámaras legislativas y conoceremos el punto de vista de una nueva generación de políticos que ha entrado en las instituciones. ¿Será posible alcanzar grandes acuerdos para reformar leyes importantes? ¿Cómo será la relación del Parlamento con los órganos de control más importantes? ¿Se reforzará el protagonismo del Senado o quedará relegado? Para ello, esperamos que estos conceptos que hoy os hemos presentado hayan sido de alguna utilidad.

Ay, Derecho: La “comisión” de Fernández Díaz

Desde un punto de vista democrático, parece absolutamente bochornoso, claramente vergonzoso, que la primera vez que adquiere visibilidad la comisión parlamentaria encargada de las relaciones con los ciudadanos, la Comisión de Peticiones del Congreso de los Diputados, sea a cuenta de que se quiere dar un premio de consolación (la presidencia de la misma) a un exministro repudiado por la mayoría del Parlamento. Una “comisión” de 1.431 euros mensuales.

Además, parece como si fuera un demérito dicha designación, en comparación con otras comisiones, como la de asuntos exteriores, de la que le han descabalgado.

Ha resultado premonitorio mi anterior y reciente post del 26 de octubre en este blog, “De las estafas parlamentarias” (aquí), en el que ponía de manifiesto la tomadura de pelo en que consiste la referida Comisión Parlamentaria, hoy todavía más degradada, como se observa, por las luchas políticas. Es relevante el artículo del diario El País del 17 de noviembre (aquí) en el que se da cuenta del escarnio y se pone de manifiesto que “La Comisión de Peticiones tiene una función casi de registro de escritos de los ciudadanos”. ¿Alguien cree que con este nuevo presidente la cosa va a mejorar?

¿Esta es la regeneración democrática reclamada por el Rey Felipe VI en el discurso pronunciado en el Congreso de los Diputados en la Apertura de la XII Legislatura? El mismo día en el que se ha registrado el escrito por el que el señor Fernández Díaz releva a la anterior presidenta de la Comisión de Peticiones.

 

Elecciones USA: cisnes negros y sistemas políticos

Escuchaba o leía el otro día, ya no recuerdo dónde, que la inquietante posibilidad de que Trump gane las elecciones responde al hecho de que hay mucho ciudadano de clase media o baja (y particularmente varón blanco sin estudios universitarios) que considera que el Sistema ha mermado sus posibilidades vitales, reduciéndole en la escala social o expulsándole de ella, mientras observa frustrado -y en directo a través de las redes sociales- que la élite ha mantenido intacto su poder e incluso lo ha incrementado.

Esta frustración le llevaría a realizar un voto antisistema destinado a castigar a la “casta”, con olvido de los efectos concretos que tal cosa pudiera tener sobre la economía o los intereses del país en general, quizá pensando que quien va a pagar esos efectos adversos es probablemente la élite mientras que, barrunta, en su economía y bienestar personal el nombramiento de Trump difícilmente podría tener unos efectos negativos porque, considera, peor ya no se puede estar. En este sentido, se dice, este tipo de voto sería paralelo al que ha motivado el crecimiento de Podemos en España, los populismos en Grecia, Le Pen en Francia e incluso en los países nórdicos y ha producido el Brexit en Gran Bretaña. Muy interesante este artículo de Pablo Pardo sobre las contradicciones en los populismos de izquierdas y derechas. Por supuesto, una campaña demócrata, tanto de Obama como de Clinton, centrada en las minorías, también ha contribuido a polarizar al electorado; y la propia imagen fría y muy del establishment de la última, aderezada con la sospecha de ligereza en el trato de cuestiones de seguridad nacional no ha ayudado tampoco.

A este hecho sociológico se añade un interesante hecho jurídico-electoral. En otros sistemas presidencialistas como los de Francia o Rusia, el pueblo vota directamente a candidatos individuales. Si uno obtiene la mayoría absoluta es declarado ganador. Si nadie la obtiene, hay una segunda vuelta, en la que elige entre los dos más votados. En cambio, el sistema americano es mucho más complicado y peculiar: aparte del complicado funcionamiento de las primarias, la elección no es directa. Parece que los redactores de la Constitución no querían que la población votara directamente, pues desconfiaban de su cultura política, por lo que hicieron que fuera el Colegio Electoral, formado por electores presidenciales, quien eligiera al presidente, que deberá obtener el mayor número de votos de los colegios electorales. Cada estado tiene un número de electores igual al número de congresistas y senadores que posee. La peculiaridad es que en todos menos dos estados (Maine y Nebraska), es un sistema en el que el ganador se lo lleva todo. Por lo tanto, si ganas el 60% de los votos en California, obtienes todos los electores de ese estado. Al final, quien reciba los 270 votos o más del Colegio Electoral gana. Por ejemplo, en 2012, Obama se llevó el 51% de los votos a nivel nacional, lo que se tradujo en el 61% de los votos del Colegio Electoral. De hecho, un candidato podría ganar la presidencia obteniendo la mayoría de votos populares en sólo 12 estados más el distrito de Columbia. Por ejemplo, en las elecciones de 2000 Bush tenía un 47,87 % de los votos y Al Gore un 48,38, pero ganó el primero por 271 votos electorales contra 266. Si a ello se le añade el efecto pernicioso del gerrymandering (manipulación de las circunscripciones electorales, ampliándolas o dividiéndolas, para producir un determinado efecto en las elecciones) muy importante en los USA por su sistema mayoritario de distritos uninominales, no cabe negar que hay un cierto elemento exterior sorpresa que puede afectar al resultado electoral.

Ello hace que no sea imposible un escenario en el que Trump gane y se nos aparezca el cisne negro popularizado por Nassim Taleb: aquel acontecimiento inesperado que genera un impacto muy importante y, a toro pasado, todo el mundo racionaliza. Claro que si lo estamos racionalizando antes de que ocurra, quizá no sea un cisne negro, sino simplemente un momento político complicado. Juan Verde, asesor económico de Obama, decía ayer en la COPE que probablemente se va a producir un escenario de empate a votos de los dos candidatos,  pero con triunfo final de Hillary Clinton porque el peculiar sistema electoral americano va a primar a esta candidata en ciertos estados. No obstante, añade, esto desembocará en una situación política muy complicada porque ese triunfo no se va a ver reproducido en el Congreso, lo que presumiblemente va a imponer una “cohabitación”.

Bien, ya veremos qué pasa hoy. Lo que sí convendría decir es que aun ganando Trump no está todo perdido precisamente por el complicado sistema de pesos y contrapesos en que consiste el sistema americano. Ya sabemos que allí el presidente es el jefe del Estado y del gobierno y que es la única cabeza efectiva del ejecutivo, provisto de poderes concretos, no sólo ceremoniales. Como si fuera Rajoy y el Rey juntos, vamos. Pero, eso sí, comparte el poder con una asamblea legislativa nacional y con los tribunales de justicia y además con un sistema federal que distribuye el poder de gobierno entre el Estado federal y 50 Estados federados. Esos poderes se vigilan y bloquean unos a otros de diversas maneras: el presidente y congreso se eligen separadamente y cabe el impeachment de aquél y a su vez el presidente no responde a preguntas del Congreso. Por otro lado, la elaboración de las leyes depende de un equilibrio entre congreso y presidente: el presidente no hace proyectos de ley, pero puede vetarlas.

Por su lado, el Tribunal Supremo (TS) puede anular leyes, aunque la constitución no recoge expresamente un derecho de revisión judicial. Ahora bien, el presidente, el Congreso y los estados actuando conjuntamente pueden ignorar las decisiones del TS, cuyos jueces son seleccionados por el senado. Si el TS anula una ley por inconstitucional, caben enmiendas, con dos tercios de las cámaras y tres cuartas partes de los estados.

En resumen, el poder del presidente tampoco es omnímodo, porque el diseño constitucional americano buscaba busca que ninguno de los poderes dominara a los otros dos. Ello tiene alguna desventaja: la principal es la posibilidad de un bloqueo institucional porque, como decía, las elecciones separadas pueden producir un gobierno dividido y si las partes no se ponen de acuerdo puede que no se apruebe una ley o que no se pueda nombrar jueces. No otra cosa es la que le ha ocurrido a Obama en sus legislaturas, en las que la mayoría republicana le ha impedido llevar a cabo algunos de sus proyectos. Ya, ya sé que Trump podría tener el mismo botón nuclear de Kim Jong Un, pero al menos antes de que se dispare hay diez personas por las que tiene que pasar la decisión, como nos ha revelado la tonta de Hillary.

Pero también es verdad que esa desventaja acrecienta la exigencia de compromiso y consenso. Además, la responsabilidad política está allí más presente porque tienen un sistema electoral de tipo mayoritario en el que el representante político no depende del apparatchik de turno que se dedica a confeccionar las listas cerradas y bloqueadas bajo la supervisión del jefe con criterios de perruna lealtad, sino que es elegido en su distrito y puede ser defenestrado por él por un sistema muy duro de distritos uninominales de un solo ganador (winner-takes-all). Esto hace que el político tenga tan en cuenta a sus electores como a sus jefes políticos. De hecho, ha sido interesante ver cómo muchos republicanos no apoyan a Trump y que en el Congreso no es infrecuente que ocurran este tipo de “deslealtades” a los partidos. Ciertamente complica pero, como decía Madison, un proceso lento y deliberado de hacer leyes era preferible a otro en el que se aprueben demasiado rápido y sin reflexión.

Recientemente, Javier Redondo, rememorando la sucia lucha entre Hamilton y Burr, nos reconocía en un artículo que sin duda Trump ha profanado el templo de la democracia pero que, pese a todo, la filosofía de los controles y equilibrio de poderes minimizan los daños de la mala Administración. Y que a pesar de los síntomas de agotamiento e insatisfacción que muestra el americano medio respecto del funcionamiento de la democracia, tiene interiorizado el respeto a las reglas del juego.

Veremos cuál es el dictamen de las urnas de hoy. Yo quiero creer, una vez más, que unas instituciones sensibles que se autocorrigen y equilibran con los cambios pueden absorber el impacto de cisnes como Trump. No es que no pase nada; pasa, pero quizá algunos países tienen mecanismos eficientes para compensar catástrofes y otros los tienen mutilados o capitidisminuidos y necesitan cargarse un partido para solucionar un año de bloqueo o que se abra un proceso penal para que haya unas escasas y tardías responsabilidades políticas. O ni eso. Sin calcar nada de otros países, pues todo cambio produce efectos colaterales, se hace imprescindible recuperar nuestro particular sistema de equilibrios y contrapesos que, por una cosa o por otra, se ha visto desmantelado por nuestra partitocracia nacional. El cómo y por qué, es otra historia.

La masa crítica de la democracia: reproducción de la Tribuna en El Mundo de nuestros coeditores Elisa de la Nuez y Rodrigo Tena

En todo proceso de cambio social o político el protagonismo fundamental no descansa en los que lo promueven o en los que lo resisten, sino más bien en los que, por así decirlo, se encuentran sentados encima de la valla, mirando a un lado y a otro, intentando adivinar quién va triunfar, si los reformistas o los conservadores. Preguntan nerviosos qué es lo que va a ocurrir, con el fin de adoptar las precauciones correspondientes, sin ser conscientes de que es precisamente su decisión o indecisión la que decidirá el ganador. Son la masa crítica, llamada así no por su supuesta propensión a enjuiciar hechos y conductas de manera desfavorable, sino por integrar la cantidad mínima de personas necesaria para que un fenómeno tenga lugar.

Es evidente que en una democracia como la nuestra su mayor peso o influencia se siente principalmente a la hora de votar. Así ha ocurrido en el último año en dos ocasiones. Pese a ello, ha sido necesario el transcurso de más de 300 días desde las primeras elecciones para que nuestros políticos asumiesen el explícito veredicto del conjunto de la sociedad española tras más de un lustro de crisis política, económica, institucional y ética: reformas sí, pero sin ruptura. O lo que es lo mismo, sí a los cambios, pero incrementales y con tranquilidad. Tampoco hay que sorprenderse tanto, dado que esta decisión recuerda bastante a la que los españoles en su conjunto adoptaron en 1975 y que dio lugar a la Transición.

Por supuesto, se trata de una masa muy heterogénea. Un sector de la sociedad -que podemos identificar grosso modo con los más jóvenes- se muestra muy crítico con el sistema democrático de partidos fuertes y omnipresentes instaurado en 1978, que ha garantizado hasta ahora una enorme estabilidad a los sucesivos Gobiernos, pero que ha generado también daños colaterales muy importantes después de tantos años de abuso partitocrático. Desde la falta de la meritocracia a la colonización de todos y cada uno de los resortes del Estado, pasando por el clientelismo y la corrupción generalizados. Pero junto a ese sector de la sociedad existe otro -más envejecido y más conservador- que no quiere aventuras y que prefiere lo ya conocido. Hay que reconocer que el inmovilismo del que hace gala el Partido Popular cuenta con muchos seguidores, particularmente entre los mayores que vivieron bajo el franquismo y que consideran (con razón) que la democracia que tenemos ahora es, pese a sus evidentes fallos, mucho mejor que cualquier otro sistema anterior y que, todo sea dicho, se han visto especialmente beneficiados frente a los más jóvenes por la política social y económica del Gobierno.

En cualquier caso, los resultados de las dos elecciones generales de los últimos meses obligan a atender de manera combinada las demandas de estos dos sectores de la sociedad española. Tanto de los que piensan de buena fe que hay que cambiar el sistema político de raíz, como de los que piensan de buena fe que hay que primar la estabilidad sobre cualquier tipo de cambio. Y lo cierto es que esta tarea sólo puede realizarse con la colaboración de los partidos que han hecho del cambio tranquilo su objetivo, pero que -un tanto paradójicamente- cuentan con menos apoyo explícito. Apoyo que además por ser especialmente crítico ha resultado mucho más volátil. Sin embargo, sería un grave error no darse cuenta de que la potencial masa de ciudadanos capaz de apoyar de manera decidida un cambio de estas características, tanto en el ámbito institucional como social, es mucho mayor de la que parece deducirse del apoyo electoral a los partidos que lo defienden.

Una vez liberados del riesgo de un tercer encuentro con las urnas, siempre dominado por la desconfianza, el miedo, el recelo recíproco y el voto útil, una importante cantidad de votantes de los partidos situados en los extremos del arco parlamentario no dejará de mirar con buenos ojos el intento de condicionar el Gobierno en un sentido reformista. El problema es que, sentados cómodamenteencima de la valla, van a tener que decidirse por hacer sentir su peso (aunque sea en la vertiente no electoral) si quieren contribuir a que se produzcan las reformas. Porque no hay que despreciar las enormes dificultades y los intereses creados con los que va a tropezar ese proceso de cambio.

Efectivamente, fracasado el intento de la XI legislatura de abordar con ese espíritu y desde el centro político las reformas pendientes en nuestro país (explicitado en el acuerdo del abrazo entre PSOE y Ciudadanos), queda ahora por diseñar una hoja de ruta para acometer esas mismas reformas u otras muy parecidas a partir del dato de un Gobierno en minoría liderado por una persona y un partido que -al menos hoy por hoy- son partidarios acérrimos del statu quo.

No podemos engañarnos. Más allá de los gestos, la retórica y en ocasiones el discurso, pocas cosas han cambiado en estos 10 meses. El funcionamiento de nuestra vida política e institucional sigue dominada, como siempre, por la opacidad, el clientelismo y las luchas de poder internas de los partidos, sin faltar tampoco la continua exposición de las vergüenzas del sistema puestas de manifiesto por los interminables casos de corrupción. Dado que, salvo excepciones, las responsabilidades políticas por esta forma de funcionar siguen sin asumirse (y ya veremos lo que ocurre con las responsabilidades judiciales) la realidad es que los incentivos para cambiar el modus operandi no son demasiado intensos. Episodios como el del fallido nombramiento del ex ministro Soria para el Banco Mundial, la negativa del Gobierno en funciones a dejarse controlar por el Parlamento, el desprecio por los principios de mérito y capacidad en los nombramientos de la cúpula judicial o la negativa de muchos organismos públicos a facilitar información sobre cómo y en qué se gasta el dinero público, por no hablar de la resistencia a cumplir las leyes o las resoluciones judiciales que no les convienen, son ejemplos muy gráficos de ayer mismo.

En definitiva, sin una masa crítica suficiente para presionar por la reforma desde la sociedad civil la tarea se adivina muy complicada, porque los beneficiarios del statu quo ya conocen el limitado impacto que tiene en su manifestación electoral. Por eso, cumplida in extremis la primera obligación de nuestros representantes electos -que es la de dotar al país de un Gobierno y de una oposición-, la ciudadanía no puede echarse a descansar y desaparecer del escenario hasta las siguientes elecciones. Todo lo contrario.

La idea de origen providencialista de que el desempeño honesto de la propia profesión basta para cumplir la tarea del ciudadano, se está revelando peligrosamente errónea allí donde quiera que miremos. En las sociedades dislocadas en las que vivimos, en las que las recetas populistas se abren paso con tanta facilidad, es esencial que los ciudadanos no abandonen el debate público con la finalidad de situar como principal prioridad la agenda reformista. Ya no sirven las coartadas habituales utilizadas por los beneficiarios del statu quo según las cuales es posible ser un ciudadano responsable sin ocuparse de los intereses de todos. Momentos como los que vivimos (no sólo en España, sino en muchas democracias de nuestro entorno) exigen un nivel de exigencia y de implicación personal por parte los ciudadanos mucho mayor del que ha sido habitual hasta ahora.

Hoy la sociedad civil está llamada a desempeñar un papel de primer orden en cualquier proceso de cambio que se ponga en marcha en nuestro país. Porque si algo enseña la Historia es que los cambios llegan no cuando lo deciden los políticos, sino cuando el convencimiento de su necesidad alcanza en la sociedad una determinada masa crítica.

Los partidos políticos y la prohibición del mandato imperativo

El art.67 de la Constitución española, en línea con lo habitual en las democracias representativas, recuerda que los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo. Esto quiere decir que (a diferencia de lo que ocurría en el Antiguo Régimen con algunos Parlamentos estamentales) nadie puede dar instrucciones concretas a sus representantes sobre qué votar o qué decidir en cada caso concreto. Pueden decidirlo libremente.

La prohibición del mandato imperativo tiene sentido en un contexto histórico determinado. Con anterioridad a la llegada de las democracias representativas de corte liberal el modelo de relación existente entre representante y representado se parecía mucho al propio de una relación de Derecho privado. En una relación de mandato, por ejemplo, el Principal imparte instrucciones claras y concisas a un Agente, que debe de obedecerlas. Es decir, el representante tiene que atenerse a las instrucciones del representado en relación con el determinado negocio en el que debe de actuar en su nombre y representación. Algo así sucedía en las Asambleas y Parlamentos del Antiguo Régimen en los que seguía vigente este “mandato imperativo”, es decir, la vinculación de los representantes políticos a las instrucciones impartidas por sus electores sobre el sentido de su voto. Claro está que el hecho de que estas instrucciones pudieran ser fácilmente contradictorias las unas con las otras –dado que los parlamentarios representaban a electores y a veces a estamentos con intereses muy distintos- no favorecía precisamente la adopción de decisiones mínimamente coherentes. Por otra parte, tampoco es que los monarcas absolutos tuvieran mucho interés en convocarlos.

La solución del mandato representativo surge de la mano de la aparición del concepto de “soberanía nacional” y de los nuevos Parlamentos elegidos primero por sufragio censitario y más tarde universal. La nación (formada por los electores con derecho a voto) es ahora el auténtico sujeto de la soberanía y los representantes electos deben esforzarse por defender no tanto los intereses particulares de sus electores sino los intereses generales de la nación en su conjunto. Esta concepción teórica conlleva la desaparición del mandato imperativo que es sustituido por el mandato representativo propio de nuestras democracias. El mandato representativo –sobre el papel- supone que los representantes electos tienen libertad absoluta para decidir el sentido de su voto sobre cualquier asunto que entre en el Parlamento.

Esta es, al menos, la teoría que recogen los manuales de Derecho político. Pero, como tantas otras concepciones características de las democracias liberales representativas nacidas en el siglo XIX, está claro que necesita una revisión en nuestras modernas democracias de partidos. ¿Dónde encajar en este diseño el papel de los partidos políticos y su férrea disciplina de voto? Porque lo cierto es que los representantes electos vaya si obedecen instrucciones. Todos sabemos que en el Parlamento español el resultado de las votaciones –por lo menos hasta que se celebre la de la investidura de Rajoy- era absolutamente previsible. Bastaba con contar los escaños de cada partido. Lo que ocurre es que las instrucciones que reciben y acatan normalmente sin rechistar los señores diputados no son las de los electores; son las que emiten las cúpulas de sus partidos.  Si esto no es un mandato imperativo, hay que ver cómo se le parece.

Es cierto que teóricamente estas instrucciones deberían responder a la oferta electoral de cada partido político. Así que, en último término y de forma indirecta, recogerían las preferencias expresadas por los ciudadanos al elegir a uno u otro partido.  Pero conviene recordar que tanto en el caso del PP en la IX legislatura gobernando de forma abiertamente contraria a su programa electoral como en el más reciente de la votación en el Comité Federal del PSOE a favor de la investidura de Rajoy hay ocasiones en que no es así.  Hay momentos en que la cúpula del partido toma la decisión de abandonar, por las razones que sea, sus compromisos electorales. Y en esos casos tiene bastante fácil imponer su decisión a sus diputados. Por el contrario, los electores más críticos –que tampoco son tantos- tendrán que esperar a las siguientes elecciones si quieren castigar al partido que votaron por el incumplimiento de su programa electoral.

Todo esto es lógico, porque en nuestra democracia los diputados saben muy bien que deben su presencia en las listas (y por tanto en el Parlamento) a las cúpulas de los partidos; incluso cuando se han celebrado unas elecciones primarias más o menos abiertas es muy probable que siga siendo así. Por eso, nada más natural que los diputados cumplan de buen grado con estos nuevos “mandatos imperativos” y no invoquen la libertad que proclama nuestro texto constitucional. La realidad es, sencillamente, que los electores no están en condiciones de exigir un mandato imperativo a sus representantes, pero las cúpulas de los partidos sí.

Hasta tal punto esto así que estamos viendo como cualquier partido puede imponer sin pestañear instrucciones de voto a sus diputados, e incluso sancionarles con multas si no las siguen. Claro está que la sanción máxima para un diputado demasiado díscolo es la de no repetir en las listas. De nuevo tenemos aquí la dicotomía tan habitual en nuestra vida política entre lo que proclaman los textos constitucionales –e incluso la jurisprudencia del Tribunal Constitucional- en torno a la prohibición del mandato imperativo y la realidad impuesta por la partitocracia dominante. Pero también conviene recordar que legalmente los afiliados a un partido tienen  la obligación de respetar lo dispuesto en sus Estatutos y de acatar los acuerdos que hayan sido adoptados por sus órganos de dirección y que tradicionalmente los electores españoles han castigado a los partidos con divisiones o problemas internos. Por tanto, más allá de negar la existencia tanto del mandato imperativo de los electores como del mandato imperativo de los partidos, no cabe duda de que la ruptura de la disciplina interna de un partido o la desobediencia a sus órganos de dirección es un asunto de indudable trascendencia y que merece un debate sosegado.

En todo caso, quizás ha llegado el momento de explorar esta y otras cuestiones igualmente importantes. Tenemos la oportunidad de avanzar hacia un Parlamento más interesante y menos monolítico de los que hemos conocido hasta ahora. Puede ser muy ilustrativo escuchar a los diputados de un mismo partido debatir con argumentos rigurosos acerca de la oportunidad de apoyar con su voto distintas opciones, aunque al final lo hagan de forma conjunta. O incluso decidir no respetar la disciplina de partido en algún caso concreto. Porque parece claro que nos espera –mandato imperativo del PSOE mediante- un periodo de sesiones en el que pueden cambiar y mucho los perfiles de los parlamentarios.

En conclusión, creo que la reflexión sobre el delicado equilibrio entre el respeto a la voluntad del electorado, a la disciplina de partido y al mandato representativo de los diputados electos está de vuelta en nuestras complejas y un tanto convulsas democracias del siglo XXI. Y que los españoles la vamos a poder hacer en vivo y en directo en la XII legislatura.

Disciplina de voto, mandato imperativo, partitocracia…

Sorprende de veras la forma de plantear el debate que estamos viviendo acerca de la libertad de voto y la disciplina de partido. Y sorprende porque me parece que se está pintando un cuadro donde predomina el trazo grueso, dicho sea con todos los respetos hacia quienes en él han participado pues son todos distinguidos expertos.

Para mayor confusión, cuando sus opiniones se trasladan a los relatos periodísticos, inevitablemente más generales, la cuestión se simplifica aún más. La conclusión, casi unánime, que obtiene el lector es que la disciplina del voto del diputado y su sumisión a lo decidido por el partido político es lo más natural del mundo teniendo en cuenta que este ha sido elegido en unas listas cerradas. Si incorporamos la pregunta de si esa misma argumentación vale para el senador que ha sido elegido en listas abiertas, de forma nominal, ya las respuestas flaquean. Pero flaquean poco por la sencilla razón de que tal pregunta importuna ni siquiera se hace.

De manera que el partido manda y el diputado obedece. Claro como el cielo limpio que no alcanza a manchar nube gris alguna.

Sin embargo, propongo que, a quien se adormile sosegado bajo ese cielo apacible, le despertemos preguntándole algo tan sencillo como:  ¿está usted de acuerdo con el sistema partitocrático en que se ha convertido la democracia española? A buen seguro contestará que no, sin advertir que la fórmula que con tranquilidad ha asumido lleva justamente a las prácticas partitocráticas más extremas (y abominables).

Sigamos siendo crueles con nuestro interlocutor y procedamos a inquietarle un poco más preguntándole de nuevo: ¿cómo valora usted el nivel profesional, el intelectual, el prestigio personal de nuestros diputados? Contestará sin duda que no puede ser peor porque los partidos escogen, en lugar de a personas valiosas, a personas sumisas y bla, bla, bla …

Es decir, la opinión pública aplaude que el partido mande al diputado que ha de obedecer, no le gusta la indisciplina porque para eso es diputado de un partido pero al mismo tiempo abomina de la partitocracia y del bajo nivel de los diputados. La incoherencia no puede ser más manifiesta.

La Constitución es más sabia y más prudente que la opinión pública. Y, fruto como es de debates perfilados y de profundas raíces históricas, aporta unos cuantos matices para zarandear las conclusiones precipitadas. Y así empieza por decir en el artículo 67. 2 que “los miembros de las Cortes generales no estarán ligados por mandato imperativo”. Lo mismo podemos leer en las Constituciones francesa, alemana … Después en otro artículo, el 79. 2 señala que “el voto de senadores y diputados es personal e indelegable”.

¿No valen nada estas declaraciones? ¿Son como vulgarmente se dice papel mojado? ¿O el resplandor del rayo si nos queremos dejar arrebatar por la lírica? Eso parece porque, cuando en el debate que vivimos, recordamos la existencia de estas previsiones constitucionales, lo cierto es que inmediatamente se despeja el problema afirmando que nada tienen que ver con la realidad, pues esa señora, la realidad que manda, lo que nos dice es que los partidos políticos son los que llevan la batuta y por tanto los que deciden aquello que el diputado (o senador) ha de votar sobre las cuestiones que pasan por su escaño. Y se añade: la prohibición del mandato imperativo es una reliquia histórica y como todas las reliquias puede servir como amuleto, para practicar un culto inocente o, si se prefiere, como homenaje pintoresco a un pasado ya periclitado. Además así ocurre en todos los países, nos enseñan, lo cual no es siempre cierto porque en Francia el Gobierno de Hollande ha tenido que retirar varias propuestas -y no menores- por discrepancias en el seno del grupo socialista y en Alemania es frecuente que su Gobierno tenga que hacer encaje de bolillos para conseguir el voto favorable de todos los diputados que lo sostienen.

Cuando se lee esta forma de razonar, a mí -lo confieso- se me sublevan los entresijos de mis entendederas. Porque, veamos: si nosotros despachamos un par de preceptos constitucionales así a la ligera y los enviamos al lado oscuro del salón donde reposaba el arpa bécqueriana, ¿por qué hemos de extrañarnos de que el independentista catalán o el antisistema podemita quiera hacer lo mismo con los que considere obsoletos en nuestro ordenamiento constitucional?

No y mil veces no. Ese no es el camino de discurrir de un jurista que dispone de los utensilios que presta, ya muy afinados, la interpretación constitucional.

Y así, si seguimos, como es obligado, por el sendero de la Constitución advertiremos que esta se ocupa también de los partidos políticos a los que se encomienda concurrir “a la formación y manifestación de la voluntad popular” pues son “instrumento fundamental para la participación política” (artículo 6).

Es decir, otorga un papel relevante a los partidos.

Pues bien, siendo estas las cartas repartidas, lo necesario es acudir a las reglas que regulan ese juego de cartas. Y lo que nos enseña su reglamento y, más allá, el solfeo de la interpretación es que todos los preceptos constitucionales han de convivir -en tensión o pacíficamente- pero sin que uno de ellos pueda llevarse por delante a otro u otros expulsándolos del paraíso constitucional. Se impone la armonía, la ponderación de lo que, de acuerdo con el principio de proporcionalidad, sea relevante proteger.

En relación con el debate en el que estoy interviniendo ni la prohibición del mandato imperativo se puede entender de tal manera que cada diputado haga lo que le pete ni la importancia del partido político en el actual Estado democrático puede arruinar lisa y llanamente la autoridad de que goza el diputado (o senador).

De acuerdo con esta línea argumental, puede decirse que el parlamentario ha de votar en libertad pero de acuerdo con el programa electoral con el que ha sido elegido que está obligado a respetar como igualmente ha de respetar los compromisos políticos que se contienen en lo que algún autor alemán (N. Achterberg) llama “parámetros esenciales”, es decir, ideas básicas del partido a las que está obviamente vinculado.

Pero añadamos ahora que, a estos protagonistas, partido y parlamentario ha de  agregarse otro ser colectivo de enorme importancia, a saber, el grupo parlamentario. Una realidad que se ve muy clara en el Parlamento europeo donde en cada grupo conviven decenas de partidos nacionales.

Se advierte, tras lo dicho, la dimensión conflictiva del asunto que de forma tan despachada se resuelve en nuestro medio.

Partido – parlamentario- grupo político. Tres personas distintas que han de dar como resultado una sola verdadera.

¿Cómo?

El Partido debe en efecto fijar posiciones básicas de acuerdo con su ideario. Ahora bien, a renglón seguido, se suscita la pregunta: ¿qué órgano del partido? Porque vemos cómo en el seno del PSOE, que es de donde procede toda la polémica, sus actores, leyendo el mismo Evangelio, es decir, los mismos Estatutos y Reglamentos, unos han atribuido la competencia para decidir al comité federal y otros directamente a los militantes. O a la Comisión gestora o al secretario general. Las alternativas son múltiples. Por tanto las normas internas han de ser claras en este punto. Pero sinceramente ¿es ello posible? Sospecho que no es fácil.

En cualquier caso se impone que el grupo parlamentario se encuentre siempre en el meollo de cualquier decisión que, al cabo, haya de traducirse en un voto en el hemiciclo. Esta presencia inderogable del grupo garantiza que el diputado o senador, individualmente considerado, sea oído y se pronuncie sobre las cuestiones de las que está al corriente por su pertenencia a esta o a aquella comisión o por ser un profesional conocedor de lo que se debate, etc.

Reducir al grupo (y al diputado) a la condición de simple destinatario de una decisión tomada en el seno del partido sin respetar su participación activa es tergiversar el sentido de la prohibición del mandato imperativo y volver a la época en que el diputado era un simple representante de un gremio, ciudad etc (con lo que acabó la revolución francesa). Solo que ahora del partido. Es el perinde ac cadaver de las constituciones ignacianas.

 E insisto: si nosotros ignoramos los artículos 67.2 y 79. 2, ¿por qué nos ha de extrañar que otros políticos ignoren los artículos constitucionales que consideren expulsados de la Historia?

¿No es más razonable tratar de dar al conjunto un tratamiento armónico?

Por eso me parece pésima la forma en que ha decidido el PSOE en esta crisis.

Pues hemos asistido a un debate en el que se han barajado como depositarios de la legitimidad para decidir la investidura del Presidente del Gobierno al Comité federal, a los afiliados … Todos menos a los diputados que conforman el grupo socialista en el Congreso compuesto casualmente por personas que han sido elegidas, no por los miembros del partido ni en elecciones internas, sino coram populo por todos los españoles que respaldaron las siglas socialistas en elecciones avaladas por un sistema electoral depurado que, en caso de conflicto, está vigilado por los jueces. ¿Qué mayor legitimidad se puede pedir?¿Por qué han estado en un plano secundario (si es que han estado en alguno) quienes ostentan la representación de todos aquellos españoles que, sientiéndose socialistas, votaron al PSOE el pasado 26 de junio?

Lo irritante es que -como he adelantado- aquellos que han puesto en marcha este proceder más todos aquellos que lo aplauden o les parece lógico son exactamente los mismos que abominan de la partitocracia y que se lamentan del bajo nivel de nuestros diputados a Cortes.

Pero ¿puede de verdad un profesional serio y con criterio político aceptar tal desaforada sumisión?

 

 

Una propuesta para mejorar la calidad de nuestros dirigentes políticos

  En anteriores artículos,  hemos venido reiterando ideas que consideramos básicas:

“ La competitividad del Estado dependerá de la relación entre el coste fiscal y la calidad del salario en especie    (servicios y prestaciones sociales) que proporciona a sus ciudadanos.

   Un estado  ineficiente es el que descuida la calidad de su sistema productivo en todas sus bases ( educación, costes energéticos, sistemas de contratación laboral, promoción empresarial….) que es el fundamento de la riqueza nacional, del empleo y del sistema de protección social, el que se apropia de los recursos que tiene en administración, desviándolos a intereses partidistas y hasta personales y el que descuida la calidad  y los costos en la gestión de los servicios y prestaciones sociales.

   Y para ello es esencial la competencia del gestor público, la calidad técnica de su equipo y la elaboración de un programa serio y solvente, dirigido al bien común y no a ganar las elecciones. Un Estado no puede ser eficiente si sus dirigentes no lo son.

    De ahí que el problema del político no es lo que cobra sino el daño que hace a la sociedad cuando es un incompetente. La incompetencia histórica de nuestros dirigentes es la responsable de nuestra gran crisis económica y financiera y uno de los mayores problemas de nuestra democracia es el progresivo deterioro del nivel de nuestros políticos “.

    En mi revisión que estoy haciendo de la prensa del período  2010/2 he encontrado este artículo “Las elecciones catalanas del día 28” , de Joaquim Muns en La Vanguardia ( 14.11.10) del que os entresaco lo siguiente :

    “Es el momento de dejar de lado la manoseada retórica partidista que ya prácticamente no significan nada -derechas, izquierdas, progresistas, etc.- y prestar especial atención a la categoría intelectual y a la experiencia de los candidatos.

   En nuestra sociedad se está produciendo un fenómeno lamentable y paradójico. Me refiero al continuo descenso del nivel de preparación de nuestros políticos en el preciso momento en que la gestión pública deviene más compleja y exigente.

    La evolución cultural, social y económica de los últimos años a todos los niveles es vertiginosa. La crisis económica global que el mundo padece desde hace tres años, fruto de los desajustes y tensiones que produce este proceso acelerado de cambio, tiene dos consecuencias que, como electores, deberíamos tener en cuenta. Por un lado, la relativización de los programas electorales. Cada vez es más difícil que éstos puedan seguir la aceleración de la realidad. En segundo lugar y como corolario de ello, la competencia y la experiencia de los dirigentes pasan a ser la mejor garantía para afrontar con esperanza razonable de éxito las consecuencias de los problemas y crisis que nos han sacudido y que, desgraciada pero inevitablemente, seguirán azotándonos durante mucho tiempo.

   El progreso de las naciones depende de muchos factores, pero creo que la experiencia de los últimos años está demostrando el creciente protagonismo de los líderes políticos bien preparados.

   El caso de China es paradigmático. Aunque se comenta poco, el gran despegue de este país coincide con la llegada al poder de una clase política joven y muy preparada, en contraste con la gerontocracia forjada exclusivamente en las luchas internas del Partido Comunista que gobernó el país hasta los años ochenta. En la actualidad, tanto el Presidente Hu Jintao como el primer ministro Wen Jiabao son ingenieros; el primero especializado en temas hidráulicos y el segundo en geología.

   Si nos desplazamos a la otra gran potencia emergente asiática, India, comprobamos con admiración que su primer ministro, Manmohan Singh, es graduado por las Universidades de Panjab, Cambridge y Oxford, con un doctorado en esta última. Si saltamos de continente a otro país que, como hemos podido comprobar recientemente, está haciendo las cosas muy bien, Chile, descubrimos que su presidente, Sebastián Piñera, es doctor por la Universidad de Harvard. No creo que se trate de casualidades; es más, cuesta encontrar un líder de un país serio y dinámico sin un título universitario.

  Pero si los ciudadanos elevamos el grado de exigencia respecto a la preparación, competencia y experiencia de los gobernantes que elegimos y no nos dejamos deslumbrar por la cada vez más hueca retórica electoralista, podemos convertir las elecciones del día 28 en un punto y aparte.”

   Creo que es un buen momento para iniciar una reflexión  sobre lo que tenemos que hacer para integrar  a la gente más válida a la política.

Ya que, si ante los graves problemas económicos y sociales  descargamos nuestra ira en los que hemos escogido y les insultamos indiscriminadamente sin valorarles su dedicación personal, que en muchos casos es desproporcionada, les retiramos la compensación económica que corresponde a su verdadera valía y ocupación y les exigimos tanta responsabilidad ¿Estamos seguros que estamos allanando el camino para que en el futuro se dediquen a la política los mejores? ¿No nos estaremos equivocando nuevamente?

HD Joven: ¿Tienen los partidos ideología?

Hace meses que la singular situación política de España lleva a buscar interpretaciones lejos de lo habitual, dejando a un lado la experiencia acumulada tras cuatro décadas de democracia y acudiendo a caladeros menos explorados. Posiblemente por esta razón, la posición invariable de los partidos políticos me recuerda, por momentos, a algunas teorías político-filosóficas estudiadas en nuestros años universitarios. Así que, aprovechando que en HD Joven también teníamos ganas de atrevernos con la materia, vamos a desempolvar al polémico Carl Schmitt y su Concepto de lo político para acabar…bueno, no sabemos muy bien dónde.

El filósofo alemán, con su peculiar visión, después de negar la vinculación de la política con el derecho por considerar que no está sometida a la dicotomía justo-injusto, la interpreta  a través del análisis de las relaciones entre amigos y enemigos, dos grupos que él mismo diferencia previamente para construir posiciones contrapuestas desde un punto de vista puramente conceptual, sin explicar ni valorar el contenido de las mismas. Para Schmitt, la distinción de ambos conceptos no radica en el contenido, la esencia de lo sostenido por estos amigos y enemigos –que puede ser provocado o estar fundamentado en múltiples razones o hechos de la vida social-, sino en el hecho en sí de ser grupos separados y diferenciados en un grado extremo.

Esta contraposición entre un “nosotros” y unos “otros” que pertenecen a una unidad política distinta, se produce y define independientemente de cualquier contenido psicológico o subjetivo, que correspondería al ámbito privado del hombre: si se me permite la metáfora, desliga completamente el continente del contenido, reduciendo la clasificación entre amigos y enemigos a dos elementos contrapuestos de por sí, que se han servido de este criterio de inclusión y exclusión para definirse como unidad política.

Afirma Schmitt en El concepto de lo político que “el enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo.

Schmitt sostiene esta teoría, inicialmente, en relación con los Estados como unidades políticas interrelacionadas de la forma que hemos descrito; sin embargo, también la aplica a la propia política de partidos, la que él denomina “política interior” por producirse en el seno de una unidad organizada que es el Estado –y cuya política, al darse en relación con entes homólogos, es “exterior”-. De este modo, en los propios partidos, según el filósofo, cuando la distinción amigo-enemigo invade todas las decisiones, esto es, cuando todo se basa en el simple hecho conceptual de identificar al antagonista, se da lugar a una falta de objetividad que se plasma en formas y decisiones penosas. Para Schmitt, cuando esta maximización de los términos amigo-enemigo se produce en su interior en forma de diferencias políticas “a secas”, es decir, vacías de contenido, se alcanza el grado máximo de “política interior” que se traduce en un enfrenamiento total entre las organizaciones.

En definitiva, lo que plantea Schmitt con su concepción de lo político es que, en su versión más pura, es únicamente enfrentamiento, porque parte de la interacción de dos elementos antagónicos que irremediablemente llevan a la confrontación. Los motivos ideológicos forman parte de la esfera privada y no determinan distinciones entre amigos y enemigos, únicamente pueden transformarse en una cuestión política si devienen lo bastante fuertes como para reagrupar efectivamente a los hombres en amigos y enemigos, pero lo político por sí solo no define estos contenidos ideológicos sino que subsiste en el mero hecho de que amigos y enemigos existen como tal y de la posibilidad de que, como consecuencia, se produzca un enfrentamiento, una guerra.

Pues bien, en lo que a nosotros interesa, resulta francamente sencillo trazar un paralelismo entre esta extrema teoría de Schmitt y la deriva que ha tomado la vida política española. Si la crisis desterró cualquier debate no económico de los foros políticos, desde diciembre de 2015 y, más si cabe, desde las elecciones del 26 de junio, la política ha ido quedando –la han ido dejando- vacía de contenido; la ideología ha sido relegada a un segundo o tercer plano de forma paulatina y las unidades políticas, han ido sucumbiendo a la banalidad, entrando en la esfera de lo que Schmitt tilda de penoso.

Actualmente, la política es sólo enfrentamiento entre conceptos yermos, continentes sin contenido. Cierto es que la situación interna de un partido de la importancia del PSOE está siendo un factor determinante, pero incluso extrapolando la teoría de Schmitt a esa unidad política individualizada obtenemos la misma conclusión: las posturas contrapuestas entre sanchistas y abstencionistas se formulan prescindiendo de todo juicio ideológico; en fin, de todo juicio. Los conceptos amigo-enemigo son el principio pero también el fin de cualquier “debate” y las posiciones son encarnadas por síes y noes sin respaldo argumentativo alguno.

En el resto del panorama, tampoco vemos fundamentaciones de tipo económico, jurídico, social o moral que cumpla ese requisito schmittiano para ser considerado política: que devenga tan fuerte que reagrupe a amigos y enemigos, simplemente porque no se plantean motivos ideológicos.

Sin embargo, es igualmente cierto y esperanzador pensar que no se plantean porque no hay una capacidad de diferenciación tal que pueda desembocar en un enfrentamiento a ese nivel; los partidos no se sienten cómodos tratando de captar votos por medio de propuestas concretas porque acabarían siendo casi iguales y esta no es una buena estrategia para acaparar poder. Resulta más útil y sencillo vender al adversario como una amenaza en lugar de como un punto de referencia para diferenciarse.

El Partido Popular –eso sí, exento de cualquier debate político interno, ya sea ideológico o puramente schmittiano- eludió la primera investidura para acudir a la siguiente legislatura apelando al miedo a un posible gobierno PSOE – Podemos. En este caso, de hecho, hubiese sido sencillo justificarse con ideas, pero aparte de algún trazo sobre economía, optó por construir molinos de viento. Y el Partido Socialista, que parecía sacudirse a Schmitt tras la firma de aquel “Acuerdo para un gobierno reformista y de progreso” (escalofriante nombre, por cierto), se dejó llevar por la esquizofrenia y, antes de que nos diese tiempo a leer todas las medidas, antepuso el famoso no es no al enemigo por el simple hecho de serlo, aunque compartiesen el grueso de las propuestas.

Todo es envoltorio, cualquier conducta contraria a esta corriente se toma como extraña y es criticada, si no tumbada; buen ejemplo de ello y de que la visión amiguista de la política ha calado, es que al que intenta desmarcarse llenando su postura de contenido ideológico, con más o menos acierto, se le señala como sospechoso. Ciudadanos, no sé si por temerario, bisoño o por simple instinto de supervivencia, ha tratado de obviar categorías y centrarse –nunca mejor dicho- en propuestas, pero inmediatamente se le ha tratado de reconducir al ring de amigos contra enemigos: PP le acusa de ser PSOE y PSOE de lo contrario sin reconocer, o al menos escenificar, que los tres comparten la mayoría de las propuestas. Por su parte, no cabe duda de que Podemos tiene ideología, pero será democráticamente útil cuando sepan cuál.

Quizá el punto más criticable de El concepto de lo político de Carl Schmitt sea la separación radical que realizó entre política y derecho, eliminando de aquélla cualquier traza de necesidad de ser justa; pero, antes de tratar esa cuestión en España, será necesario arreglar el “problemilla” ideológico de la política contemporánea.