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Un sistema político e institucional obsoleto

Este artículo es una reproducción de la tribuna publicada en El País, disponible aquí.

Nos vamos adentrando en la tercera década del siglo XXI con la sensación de que en España nuestro sistema político e institucional no está consiguiendo resolver adecuadamente los grandes retos que tiene nuestra sociedad y los problemas concretos que tenemos los ciudadanos. Nos podemos consolar pensando que esto ocurre, en general, en todas las democracias liberales; pero la verdad es que ocurre en algunas más que en otras. O eso al menos dice una reciente encuesta del Pew Research Center, publicada en El País, que señala a los ciudadanos griegos, españoles e italianos como los más más insatisfechos con el funcionamiento de sus sistemas democráticos, los que mayores cambios políticos reclaman y, no obstante, los que menos confían en obtenerlos. Y no les faltan razones.

Por centrarnos en el caso de España, que es el que conozco, la realidad es que llevamos veinte años sin acometer las necesarias reformas estructurales de un sistema político e institucional cuyas carencias ya se pusieron de relieve durante la Gran Recesión y han vuelto a manifestarse ahora con esta nueva crisis. Después de la primera llamada de atención se intentó canalizar la necesidad de un cambio político e institucional profundo sentido por muchos ciudadanos a través de dos nuevos partidos que suscitaron la esperanza de que era posible conseguirlo (el nombre de uno de ellos, Podemos, era muy expresivo). El fracaso en ese sentido ha sido rotundo. La consecuencia es que las señales de agotamiento de nuestro sistema político e institucional ya son inequívocas y reiteradas incluso al margen de la muy mejorable gestión de la pandemia, con ejemplos tan evidentes como la imposibilidad de renovar o/y reformar el órgano de gobierno de los jueces, de despolitizar las instituciones públicas de contrapeso, como el Tribunal Constitucional y el Tribunal de Cuentas, o de reformar las Administraciones Públicas.  Si a esto le añadimos una extrema polarización política y mediática -que es una de las más elevadas de las democracias occidentales- que imposibilita llegar a grandes acuerdos que no sean, precisamente, de reparto de cromos entre los políticos para controlar las instituciones que deberían de controlarlos a ellos, hay motivos de sobra para el escepticismo.

En ese sentido, ha desaparecido de la agenda pública la preocupación por el clientelismo estructural que padecemos, en la medida en que todos los partidos funcionan en mayor o menor medida como agencias de colocación de sus cuadros y colaboradores y el sector privado se acerca demasiadas veces al poder político con la finalidad de obtener favores en forma de regulación o de fondos públicos. También se ha dejado de lado la necesidad urgente de profesionalizar la Administración Pública, empezando por sus directivos, de reclutar perfiles más adecuados para las nuevas funciones que tienen que desempeñar, o para mejorar la gestión, la evaluación y la rendición de cuentas que suelen brillar por su ausencia. A día de hoy, seguimos reclutando auxiliares administrativos como si estuviéramos en 1980. Se han olvidado también los discursos sobre la necesidad de garantizar que las instituciones de contrapeso (diseñadas como tales constitucionalmente para actuar como límites al Poder) sean, de verdad, neutrales e independientes; es más, se ha llegado a considerar públicamente que su existencia es una anomalía, cuando lo que es una anomalía en una democracia liberal es su constante deslegitimación y devaluación por intereses partidistas. El Poder Judicial, lastrado por la insoportable situación del Consejo General del Poder Judicial, las ambiciones de los llamados “políticos togados” y por la creciente voluntad política de controlarlo es objeto de constantes ataques desde uno y otro lado de la trinchera ideológica, según a quien favorezca o perjudiquen sus resoluciones.

No es casualidad que, en defecto de una siempre pospuesta reforma de nuestro sector público, tropecemos continuamente con problemas de ejecución de políticas públicas, ya se trate del Ingreso mínimo vital, de la ejecución de los fondos europeos o de la gestión de los centros de atención primaria. Los déficits de planificación y de gestión, junto con una excesiva burocratización de todos los procesos de toma de decisiones son eternas asignaturas pendientes. Y los relatos y los discursos más o menos optimistas no pueden cambiar por sí solos la realidad: al final los eslóganes tienen las patas muy cortas. En definitiva, la necesidad de reformas estructurales político-institucionales es un tema de primera magnitud del que se ha dejado de hablar. Pero sin aumentar la capacidad de nuestros gobiernos no es posible enfrentarse con garantías de éxito a retos enormes en un momento en que “lo público” es más necesario que nunca.

A juzgar por los resultados de la encuesta de Pew Research Center, parece que los ciudadanos españoles son muy conscientes de esto. Pero la tarea se antoja casi imposible por varias razones: la primera, porque tendría como objetivo inmediato una cesión de poder por parte de los partidos políticos: una gran parte de las reformas les exigirían “desocupar” espacios en beneficio de Administraciones e instituciones más profesionales y neutrales e incluso de los medios de comunicación y de la propia sociedad civil. Desaparecidos (a efectos prácticos) los nuevos partidos que precisamente por su novedad podían haber impulsado dichas reformas, lo cierto es que en la política española no existe absolutamente ningún incentivo para hacerlo. La segunda razón es que, aunque los hubiera, se necesitaría un gran consenso transversal que, hoy por hoy, sólo es posible de alcanzar precisamente cuando se trata de conseguir justo lo contrario. Y la tercera razón es porque en España hay cada vez más partidos políticos iliberales, a la izquierda y la derecha del espectro ideológico, que abiertamente abogan por un modelo alternativo al constitucional, caracterizado por la concentración de poder, la desaparición de los contrapesos, la politización y desprofesionalización de las Administraciones Públicas, el cuestionamiento de la independencia del Poder Judicial y, en definitiva, por un vaciamiento constante y sistemático de las reglas del juego propias de las democracias liberales representativas, de las que puede acabar quedando sólo la carcasa. Aunque esto les convierta en gobiernos mucho menos funcionales, necesitados de una potente propaganda oficial.

Frente a estas dificultades, la necesidad de que el Estado recupere capacidad es perentoria: ya se trate del cambio de modelo productivo, la desigualdad creciente o el envejecimiento de la población estamos ante problemas que el sector privado no puede abordar. Si no lo hacemos, estamos condenados a un lento declinar con el consiguiente malestar de una ciudadanía cada vez más consciente de que el sistema actual no funciona adecuadamente para resolver sus problemas concretos. Y en un entorno de populismo y demagogia esto es jugar con fuego.

En conclusión, hay que reformar nuestro sistema político-institucional para aumentar su capacidad de movilizar todos los recursos públicos y privados disponibles lo que requiere hacerlo más inclusivo, más profesional y más orientado a la satisfacción de los intereses generales. Un primer paso en la buena dirección sería implantar una auténtica dirección pública profesional seleccionando de forma rigurosa a los mejores profesionales en cada área. Creo que las diferencias serían apreciables en muy poco tiempo en aspectos cruciales como la sanidad, la educación o los servicios sociales. Un pequeño paso atrás para los partidos políticos pero un gran paso adelante para los ciudadanos.

 

Las políticas de la moralidad

Este post es una reproducción de una tribuna publicada en El Mundo disponible AQUÍ.

La lectura del muy recomendable libro de Pablo Malo “Los Peligros de la Moralidad” ayuda a comprender alguno de los preocupantes fenómenos que estamos viviendo en las democracias occidentales en general y en España en particular. Partiendo de los descubrimientos de la biología evolutiva, que nos muestra que a lo largo de la evolución los seres humanos hemos desarrollado un instinto moral para vivir y cooperar en grupo, el autor pone de relieve cómo ese instinto es un arma de doble filo: nos sirve tanto para cooperar con unos como para excluir a otros. De esa manera, la existencia de un grupo cohesionado más amplio que el formado por individuos que tienen lazos familiares (“nosotros”) suele aparecer siempre estrechamente ligada a la de un grupo diferente y, a menudo, percibido como hostil (“ellos”).

Las razones evolutivas por la que los seres humanos -como el resto de los primates, pero en mucha mayor medida debido a nuestra mayor sociabilidad- hemos desarrollado este instinto moral serían demasiado largas para incluirlas aquí; pero quizás lo más interesante es entender que nuestra moralidad tiene un componente innato (salvo en los casos extremos e infrecuentes de los psicópatas) que viene, por así decirlo, incluido de fábrica en nuestro “hardware”. Exactamente lo mismo que los sesgos de nuestro cerebro, bien descritos por Jonathan Haidt en su magnífico “La mente de los justos”. De la misma forma que nuestro cerebro está mejor diseñado para ayudarnos a sobrevivir que para conocer la realidad, nuestra moralidad está mejor diseñada para facilitar(nos) la vida dentro del grupo al que pertenecemos que para hacer el bien en abstracto.

Sentado lo anterior, es obvio que los seres humanos normales somos capaces tanto de bondad como de maldad. En España tenemos demasiados ejemplos no demasiado lejanos. Las mismas personas que se desviven por sus amigos y familiares pueden participar en el acoso de una familia que pide un 25% de clases en castellano para su hija de cinco años. La razón es muy simple: la moralidad se circunscribe al grupo del que sentimos que formamos parte. Para los que no forman parte del grupo (ese “nosotros” real o percibido) las reglas morales ya no se aplican con la misma intensidad o incluso no se aplican en absoluto, en especial si el “ellos” se ha construido, aunque sea imaginariamente, en oposición o como una amenaza existencial para el “nosotros”. En casos extremos es posible que seres humanos normales y corrientes cometan, consientan o justifiquen asesinatos de otros seres humanos -ahí tenemos lo ocurrido en el País Vasco hace muy poco tiempo- o incluso lleguen a cometer, consentir o justificar genocidios y asesinatos en masa.  Dicho de otra forma: que las reglas morales se apliquen a grupos muy grandes en el que las personas carecen de vínculos familiares y no se conocen entre sí es una enorme conquista de la civilización que va en contra de nuestros instintos primordiales. El que esto suceda en democracias pluralistas donde, por definición, existen diferencias importantes entre grupos (de ideología, lengua, etnia, religión, etc) es casi un milagro y, desde luego, nada que podamos dar por sentado. Más bien todo lo contrario.

Reconocer que la moral es tanto una herramienta para el bien como para el mal y que cualquiera de nosotros es capaz de realizar actos de crueldad si se dan las circunstancias de contexto que lo permiten o lo facilitan me parece que es un paso importante para entender cómo funcionan nuestras democracias. Como advierte Pablo Malo “el mundo no consiste en gente buena que hace cosas buenas y gente mala que hace cosas malas, las mayores maldades a lo largo de la historia las cometieron gente que creía hacer el bien”. Ya lo había señalado antes Todorov en su libro “Memoria del mal, tentación del bien: indagación sobre el siglo XX”. Creer uno está en posesión de la Verdad o de la Virtud resulta muy peligroso para los desafortunados que no comparten esas creencias.  Como recuerda también Malo, Adam Smith ya decía que la virtud es más de temer que el vicio, porque sus excesos no están sujetos a la regulación de la conciencia.

El problema se plantea cuando en una democracia algunos políticos o algunos partidos empiezan a pensar que el adversario político no es ya que esté equivocado, sino que es un enemigo que encarna el mal (ya sea el fascismo, el totalitarismo, el comunismo, el chavismo o cualquier ismo que se les ocurra). Es un camino muy peligroso que puede llevar -como también nos enseña la Historia- a la destrucción misma de la democracia. Porque nuestro instinto moral nos ordena que con el mal no se puede transigir. De ahí se pasa a considerar que el fin justifica los medios: los procedimientos y el Estado de Derecho son un estorbo cuando hay que evitar que triunfe. El problema, claro está, es la definición que hace cada uno del mal, que suele coincidir con la ideología y los planteamientos de los otros.  De nuevo, el “nosotros” virtuoso frente al “ellos” malvado.

¿Realmente estamos ya ahí? Pues yo diría que en el discurso político son demasiado frecuentes actitudes que tienen más que ver con la religión que con la política. El caso de Cataluña de nuevo es un buen ejemplo:  pero es que el nacionalismo, desde el siglo XIX, siempre ha sido una especie de sustituto de la religión. La clase política nacionalista maneja una serie de dogmas oficiales que son intocables e inasequibles no ya a la razón (cualquier religión lo es) sino a la evidencia empírica. El mito del “sol poble” o el del éxito de la inmersión lingüística son dos de ellos: da igual lo que muestren los datos respecto a la existencia de una sociedad dolorosamente fracturada y dividida en dos o respecto al consenso en torno a la exclusión del castellano como lengua vehicular en la enseñanza. Eso, cuando los datos existen, porque no se suele preguntar a los ciudadanos. En las religiones no se hacen encuestas a los fieles a ver si están de acuerdo o no con los dogmas en los que deben de creer, porque entonces dejarían de serlo.

Pero, más allá de los nacionalismos, es evidente que el auge de otras políticas identitarias en el ámbito de la izquierda tiene también mucho que ver con estas “religiones civiles” que están sustituyendo a las tradicionales a medida que el mundo se seculariza. Porque si algo parece claro a estas alturas del siglo XXI es que los seres humanos no somos capaces de vivir sin algún tipo de religión, como no somos capaces de vivir sin comer o sin dormir. No es una buena noticia para las democracias representativas liberales en las que los procedimientos y las instituciones están diseñados no para alcanzar la Verdad o el Bien sino, más modestamente, para conseguir mayores cuotas de bienestar, mejores bienes o servicios públicos para sus ciudadanos y una convivencia pacífica entre diferentes. No en vano el liberalismo es esa ideología política agnóstica que admite que el adversario político puede pensar de otro modo sin ser un malvado; es más, incluso a veces puede tener razón. Además, desconfía profundamente del poder y quiere someterlo a controles: Estado de Derecho, contrapesos institucionales, respeto a los derechos fundamentales. Por eso en una democracia liberal el fin nunca justifica los medios.

Por último, Pablo Malo llama también la atención sobre los estímulos propios de nuestra época que actúan como una caja de resonancia moral. Se refiere a las redes sociales en general y a twitter en particular, donde es tan frecuente el “postureo moral” (“virtue signalling”) por parte de políticos, comunicadores y del público en general. La política o/y la identidad (cada vez están más identificadas) vividas como religión. Es un fenómeno que, para muchos analistas, tiene mucho que ver con el deterioro de nuestras democracias en la medida en que las redes sociales suponen un superestímulo para nuestros instintos morales: lo que más nos llama la atención o nos engancha es precisamente lo que más nos indigna, como saben muy bien quienes diseñan los algoritmos. El “trending topic” político de turno siempre es, sin excepción, el artículo, el comentario o la intervención más provocadora, más divisiva y menos moderada, como saben muy bien nuestros medios y nuestros partidos políticos. Cierto es que, por ahora, hablamos sólo de discursos y de tuits; pero conviene estar alerta porque el tono de nuestra conversación pública es francamente preocupante y puede acabar contaminando nuestra convivencia democrática. Quizás un poco menos de fe y un poco más de tolerancia y de humildad nos vendría a todos muy bien.