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La polarización política sigue incrementándose en España

La IV Encuesta Nacional de Polarización del CEMOP realizada sobre una muestra de 1239 casos concluye que los niveles agregados de polarización afectiva siguen creciendo en España. Esta es una de las conclusiones más relevantes. Precisando dicha cuestión, la encuesta evidencia el crecimiento de dicha polarización entre los años 2021 y 2024 un 30,6%. 

Esta polarización tiene como marco un clima de crispación política en España en el marco de una legislatura convulsa. El 82% de las personas entrevistadas considera que la crispación política ha aumentado en España respecto a hace cuatro años. Tan solo el 13,6% afirma que la situación permanece igual y, por último, un escaso 3,6% percibe que esta crispación es menor respecto a 2020.

Esta percepción es más acusada entre la población de sexo masculino, los mayores de 65 años y personas que ideológicamente se ubican en la derecha y extrema derecha.

Si bien el aumento de la polarización afectiva es multicausal y se dirige hacia partidos, líderes y seguidores de unos y otros, este clima de crispación percibida encuentra en determinados hitos de esta legislatura algunas causas. Aunque no en la misma medida, diversas leyes aprobadas en este periodo -o en fase de hacerlo- han creado estados de opinión marcados por el conflicto y la controversia dado el tema del que tratan. 

La IV Encuesta Nacional de Polarización Política muestra cómo el 45,1% de la población apoya sin fisuras la ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI, haciendo hincapié en la importancia de la libre determinación de género para combatir la discriminación contra las personas trans. Las mujeres son las que muestran una mayor tolerancia (44,6%) respecto de los hombres (37,0%) sobre dicha ley. Como también son las personas jóvenes (18-30 años) las que mejor la valoran.

También cuentan con amplio respaldo las leyes que facilitan la regularización extraordinaria de personas inmigrantes, el 28,9% de los españoles mantienen una posición neutra al respecto, mientras que, casi la mitad (46,2%), apoya bastante o mucho dicha ley. Llama la atención que, en lo que respecta al rechazo, este es mayor entre los hombres, mientras que las posiciones neutras o de apoyo se dan en mayor medida entre las mujeres. 

Sin embargo, no cuenta con el mismo respaldo la Ley de Amnistía que, aprobada tras un largo y controvertido debate, ha polarizado a la sociedad española, con un 56% de la población que manifiestamente la desaprueba, frente a un 29% que explícitamente la apoya, y un 15% que se muestra tibio en su posición ante la misma. Este rechazo es mayor entre las personas de 45 a 64 años (57,6%), seguido por el 49,7% de las personas mayores de 65 años. Entre los más jóvenes (18-30 años), el rechazo es menor, alcanzando el 34,3%. Considerando la ideología, se observa mayor apoyo entre quienes se autoubican en la izquierda radical (62,4%), apoyo que va decreciendo hasta alcanzar el 11,5% a medida que se acerca al otro extremo de la escala ideológica, esto es, la derecha radical. En cuanto al recuerdo de voto en las pasadas elecciones generales que se celebraron el 23 de julio de 2023, los votantes de Vox fueron quienes rechazaron en mayor medida esta ley, seguidos de los votantes del PP, con una media de rechazo situada en un 0,8 y un 1, y una desviación típica de 2,4 y 2,2 respectivamente. Sin embargo, los votantes del PSOE muestran una mayor neutralidad en la media (5,4), y los votantes de Sumar se inclinan más hacia el apoyo a esta ley, con un 6,8 de media.

Este contexto ha favorecido que la polarización afectiva sea mayor en determinados segmentos poblacionales. En concreto, es mayor a medida que avanza la edad de las personas encuestadas. Atendiendo al sexo, no existe prácticamente diferencia, si bien el nivel de polarización afectiva de los hombres es ligeramente superior al de las mujeres (0,7 puntos). En cuanto al nivel de estudios, las personas con estudios primarios presentan un mayor nivel de polarización afectiva, como también aquellas personas en las que los sentimientos y la práctica religiosa son habituales. 

Particularizando las expresiones de la polarización afectiva, esto es, los sentimientos hacia partidos, los líderes y los votantes, la Encuesta pone de relieve que, en el último año, la antipatía hacia el PSOE ha aumentado considerablemente, concretamente en 10 puntos porcentuales. También ha crecido la antipatía hacia Sumar. 

Por lo que respecta a los niveles de antipatía hacia el PP y Vox se mantienen estables o disminuyen ligeramente. Concretamente, los niveles de antipatía hacia Vox en 2024 (64,0%) son los más bajos de la serie. Hace un año, el 70% de los entrevistados manifestaba un rechazo hacia este partido. 

En cuanto los sentimientos hacia los líderes políticos, se registra un rechazo generalizado. La Encuesta muestra que los sentimientos de antipatía y rechazo superan a los de simpatía y adhesión. El dato más relevante es el de Yolanda Díaz, hacia la que ha crecido el rechazo, pasando del 37,4% al 50,9%. En el extremo opuesto, Alberto Núñez Feijóo es el líder nacional que genera menos antipatía. 

Sin duda, Santiago Abascal es el líder más polarizante. Su capacidad para generar un rechazo intenso entre los electores de la izquierda, combinada con la fuerte adhesión que suscita entre sus propios electores, lo posiciona como un líder altamente polarizante. 

Igualmente, son los votantes de Vox los que generan más rechazo entre los entrevistados. Casi la mitad tiene sentimientos negativos hacia las personas que votan a Vox. 

En general, cuando la identidad de los entrevistados hacia su partido se basa en factores predominantemente instrumentales, se reduce la polarización afectiva y, por tanto, se contribuye a generar un clima político menos hostil. 

Estos datos llevan a reflexionar sobre las consecuencias de la polarización sobre el funcionamiento del sistema democrático. En este sentido, preguntados por distintas medidas relativas a la actuación excepcional de los líderes políticos, la limitación de poder de algunas instituciones o, incluso, la restricción del derecho a voto en determinadas circunstancias, los españoles muestran opiniones mediadas por la polarización. De tal manera que los españoles con un nivel alto de polarización tienden a mostrarse más favorables a revertir las normas democráticas que aquellos menos polarizados. 

En cuanto a la relación entre la polarización afectiva y la comunicación política, las reacciones emocionales ante los marcos narrativos expresados por los dos principales líderes políticos durante la campaña electoral de las elecciones al Parlamento Europeo no se explican por las características socio-demográficas de los entrevistados, pero sí por su pertenencia partidista: cuanto más a la derecha está el elector, mayor será su reacción emocional positiva ante el mensaje de Feijóo, y mayor su reacción negativa ante el mensaje de Sánchez, y viceversa. Por último, la Encuesta indica que las reacciones emocionales ante el encuadre del Partido Popular son comparativamente más positivas entre sus probables electores, que las que produce el marco socialista entre los electores de izquierda. Incluso para los electores de centro, el mensaje de Feijóo despierta una reacción más positiva que el de Sánchez.

Amnesty, disease or symptom?

It has probably already been said everything (or almost everything) that had to be said about a potential amnesty from a criminal and constitutional law point of view. The dozens of opinions published in recent weeks have seen a heated debate over whether a potential amnesty would fit into the 1978 Constitution. Everyone will know what they defend, what their motives are and whether they do so in conscience or in self-interest. In particular, I am with the thesis defended until yesterday by many of the members of the Government in office, led by the President. Amnesty will be or will not be, but it certainly should not be.

But beyond the debate on whether a potential amnesty is appropriate, I want to reflect on a growing phenomenon that worries me because it affects something much deeper: Citizens’ trust in democracy. I am referring to the progressive normalization of arbitrariness as a way of doing politics. What we have recently come to call “changes of opinion”, when ours door “lying”, when others do.

That a political leader defends a position today and tomorrow the opposite is not much less a novelty, except for someone newly arrived from the planet Mars. Of course, changing your mind is healthy and smart people do it often. As the proverb says, to rectify is wise. Only fools spend their whole lives thinking the same thing. What is unusual, however, is that changes of opinion are not accompanied by a justification, even minimal. Even more so when these changes of opinion occur in a very short period of time, being human and reasonable to think that there is now (or there was then) a lie, or worse, a possible spurious interest.

In his well-known novel 1984, Orwell defined doublethinking as “the ability to hold two contradictory opinions simultaneously, two contrary beliefs at the same time.” And later he goes on to explain the way in which this tool of social engineering works: “Telling lies while sincerely believing in them, forget everything that does not fit to remember, and then, when it becomes necessary again, remove it from oblivion only for the time that suits, to deny the existence of objective reality without leaving for a moment to know that there is that reality that is denied […]. In short, thanks to doublethink the Party has been able – and will continue to be for thousands of years – to stop the course of history.”

Does this dystopia look anything like what is happening in the public space? I am not a friend of the apocalyptic theses and frankly I think that we are still very far from living in that Orwellian world, no matter how much certain events make us hear distant echoes of tyranny. But then the question is forced: Why do so many citizens begin to see as normal that the ruler acts capriciously?

Undoubtedly, we are witnessing a dangerous process of trivializing the lie. That truth that once constituted a value to preserve (to a greater or lesser extent) has passed to the background. The priority now is not to serve ideals, but to use them for the sake of particular interest. Undoubtedly, it is perfectly possible that two years ago they thought that an eventual amnesty would break the rules of coexistence and today they think, on the contrary, that such a measure constitutes the quintessence of democracy. But to operate on that change of mind, you must explain to us what change of circumstances has occurred or what powerful reasons have led you to make a one hundred and eighty degree turn. Obviously, if no explanation is given, it is legitimate and reasonable to think that we are being shaved.

In our private lives, changes of opinion on everyday issues do not require excessive doses of motivation. Sometimes even certain fickle people who are around us can seem to us as funny. Of course, if we want to be taken seriously and considered to be balanced and reasonable people, his thing is to give some reason when we affirm today that something is black and yesterday we said it was white. But in public space things change, at least in democracy. If the one who commands says one thing every day and those who obey do not ask for any justification, then we are before an exercise of capricious power. Then the mere whim of the ruler is imposed and we fall on the slippery slope of authoritarianism.

In a very interesting essay published recently, Natalia Velilla reflects from various angles on the concept of authority and points out: “We increasingly resort to potestas as an easy form of government, without an effective critical mass rebelling against the excesses of power.” (The Crisis of Authority, 2023). Some of this there is, no doubt. The citizen is no longer interested in auctoritas and is satisfied that the elected person exercises his formal power (the one who commands is mine, and that is enough for me). Ultimately, if we end up reducing the concept of democracy to the childish idea of “voting every four years,” there is no obstacle to the ruling party’s arbitrary decision-making.

In relation to this, dangerous speeches are also beginning to be heard that contradict law and democracy, implicitly assuming that democracy would be above the law. On this issue is the article by Segismundo Alvarez, published a few weeks ago under the eloquent title “Without law there is no democracy” (22/9/2023, The Objective). As Ortega already pointed out when defining liberal democracy, “public power, despite being omnipotent, limits itself to itself and seeks, even at its expense, to leave room in the state that prevails so that those who neither think nor feel like it, that is, can live. Like the strongest, like the majority” (The Rebellion of the Masses, 1930). The submission of the majority will to the laws is therefore consubstantial to the very idea of democracy.

There may also be a certain indifference to political issues seemingly alien to everyday life. A good friend argued the other day that nothing about amnesty was going to influence his day-to-day life and that his concerns were centered on charging at the end of the month and paying rent. Indifference to the public is not new or something unique about our country. And this apathy is usually accompanied by phrases such as All politicians are the same or “No matter what you vote because everything will remain the same”. The danger of this type of approach is evident: If the citizen is detached politics, it is foreseeable that politicians, sooner or later, end up detached from the problems of the citizen.

Finally, in a scenario of extreme polarization, I believe that fear of others is playing an important roleA few days ago, another good friend -a  PSOE’s voter in the last elections-  told me that amnesty is a real barbarity but that much better to cope with Vox in a hypothetical right-wing government. This way of thinking also involves a very significant risk. If we allow ours to cross all the red lines, what will prevent others from doing the same when they rule?

I could go on theorizing for eternity on why we have come to this situation, because I am sure the causes are complex and very varied. But the initial purpose of this reflection was much more modest and what has been said so far allows me to conclude. Answering the question posed in the title, I believe that the current debate on amnesty is nothing more than a symptom (perhaps the most visible at the moment) of a disease that puts democracy at serious risk. We citizens can accept that our rulers change their minds as often as necessary, as long as we are exposed to reasonable grounds to justify that change. But what we can never accept, under any circumstances, is the arbitrary exercise of power by those who govern us.

Amnistía, ¿enfermedad o síntoma?

Probablemente ya se ha dicho todo (o casi todo) lo que había que decir sobre una eventual amnistía desde un punto del derecho penal y constitucional. En las decenas de opiniones publicadas durante las últimas semanas se está produciendo un acalorado debate sobre si una eventual amnistía tendría cabida en la Constitución de 1978. Cada cual sabrá qué defiende, cuáles son sus motivos y si lo hace en conciencia o en interés propio. Particularmente, yo estoy con la tesis que defendían hasta antes de ayer muchos de los miembros del Gobierno en funciones, con el Presidente a la cabeza. La amnistía será o no será, pero qué duda cabe de que no debería ser.

Pero más allá del debate sobre si es procedente una eventual amnistía, quiero reflexionar sobre un fenómeno en auge que me preocupa porque afecta a algo mucho más profundo: la confianza de los ciudadanos en la democracia. Me refiero la progresiva normalización de la arbitrariedad como forma de hacer política. Lo que últimamente hemos venido a denominar “cambios de opinión”, cuando lo hacen los nuestros, o “mentir”, cuando lo hacen los otros.

Que un dirigente político defienda hoy una posición y mañana la contraria no es ni mucho menos una novedad, salvo para alguien recién llegado del planeta Marte. Por supuesto, cambiar de opinión es sano y las personas inteligentes lo hacen a menudo. Como dice el refranero, rectificar es de sabios. Solo los necios se pasan toda su vida pensando lo mismo. Sin embargo, lo que resulta insólito es que los cambios de opinión no vengan acompañados de una justificación, siquiera mínima. Más aún cuando esos cambios de opinión se producen en un brevísimo lapso, siendo humano y razonable pensar que hay ahora (o había entonces) una mentira, o peor aún, un posible interés espurio.

En su archiconocida novela 1984, Orwell definía doblepensar como “la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente”. Y más adelante continúa explicando el modo en que funciona esta herramienta de ingeniería social: “decir mentiras a la vez que se cree sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar, y luego, cuando vuelva a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negar la existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber que existe esa realidad que se niega […]. En definitiva, gracias al doblepensar ha sido capaz el Partido —y seguirá siéndolo durante miles de años— de parar el curso de la Historia”.

¿Se parece en algo esa distopía a lo que está sucediendo en el espacio público? No soy amigo de las tesis apocalípticas y francamente creo que estamos aún muy lejos de vivir en ese mundo orwelliano, por mucho que ciertos acontecimientos nos hagan escuchar ecos lejanos de tiranía. Pero entonces la pregunta es obligada: ¿por qué tantos ciudadanos empiezan a ver como algo normal que el gobernante actúe de manera caprichosa?

Sin duda, asistimos a un peligroso proceso de banalización de la mentira. Esa verdad que otrora constituía un valor a preservar (en mayor o menor medida) ha pasado a un segundo plano. La prioridad ahora no es servir a unos ideales, sino servirse de los mismos en pos del interés particular. Sin duda, es perfectamente posible que hace dos años pensasen que una eventual amnistía rompería las reglas de convivencia y hoy piensen, por el contrario, que dicha medida constituye la quintaesencia de la democracia. Pero para operar ese cambio de opinión, deben explicarnos qué cambio de circunstancias ha habido o qué poderosas razones les han llevado a dar un giro de ciento ochenta grados. Obviamente, si no se ofrece explicación alguna al respecto, es legítimo y razonable pensar que nos están tomando el pelo.

En nuestra vida privada, los cambios de opinión sobre cuestiones cotidianas no requieren de excesivas dosis de motivación. A veces incluso ciertas personas veleidosas que pululan a nuestro alrededor pueden llegar a tener un punto divertido. Por supuesto, si queremos que nos tomen en serio y nos consideren personas equilibradas y razonables, lo suyo es dar alguna razón cuando afirmamos hoy que algo es negro y ayer decíamos que era blanco. Pero en el espacio público la cosa cambia, al menos en democracia. Si el que manda dice cada día una cosa y los que obedecen no piden justificación alguna, entonces estamos ante un ejercicio del poder caprichoso. Se impone entonces el mero antojo del gobernante y caemos en la pendiente resbaladiza del autoritarismo.

En un interesantísimo ensayo publicado recientemente, Natalia Velilla reflexiona desde varios ángulos sobre el concepto de autoridad y señala: “cada vez recurrimos más a la potestas como forma fácil de gobierno, sin que una masa crítica eficaz se rebele contra los excesos del poder”. (La crisis de la autoridad, 2023). Algo de esto hay, sin duda. Al ciudadano deja de interesarle la auctoritas y se conforma con que el elegido ejerza su poder formal (el que manda es de los míos, y con eso me basta). En última instancia, si terminamos reduciendo el concepto de democracia a la idea infantiloide de “votar cada cuatro años”, no hay obstáculo para que el gobernante de turno adopte decisiones de manera arbitraria.

En relación con lo anterior, también empiezan a oírse peligrosos discursos que contraponen ley y democracia, asumiendo implícitamente que la democracia estaría por encima de la ley. Sobre esta cuestión trata el artículo de Segismundo Álvarez, publicado hace unas semanas bajo el elocuente título “Sin ley no hay democracia” (22/9/2023, The Objective). Como ya apuntaba Ortega al definir la democracia liberal, “el poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a sí mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría” (La rebelión de las masas, 1930). El sometimiento de la voluntad mayoritaria a las leyes es, por tanto, consustancial a la idea misma de democracia.

Puede que también haya una cierta indiferencia respecto de cuestiones políticas aparentemente ajenas a la vida cotidiana. Un buen amigo argumentaba el otro día que nada de lo que ocurriese respecto de la amnistía iba a influir en su día a día y que sus preocupaciones estaban centradas en cobrar a final de mes y pagar el alquiler. La indiferencia respecto de lo público no es nueva ni algo original de nuestro país. Y esta apatía suele venir acompañada de frases como todos los políticos son iguales o “da igual lo que votes porque todo seguirá igual”. El peligro de este tipo de planteamientos es evidente: si el ciudadano se desentiende de la política, es previsible que los políticos, tarde o temprano, terminen desentendiéndose de los problemas del ciudadano.

Por último, en un escenario de extrema polarización, creo que está jugando un papel importante el miedo a los otros. Hace unos días, otro un buen amigo votante del PSOE en las últimas elecciones me decía que lo de la amnistía es una auténtica barbaridad pero que mucho mejor tragar con eso que con Vox en un hipotético gobierno de derechas. Este modo de pensar entraña también un riesgo muy relevante. Si permitimos que los nuestros traspasen todas las líneas rojas, ¿Qué impedirá que los otros hagan lo mismo cuando gobiernen?

Podría seguir teorizando por toda la eternidad sobre por qué hemos llegado a esta situación, porque estoy seguro de que las causas son complejas y muy variadas. Pero el propósito inicial de esta reflexión era mucho más modesto y lo dicho hasta aquí me permite concluir. Respondiendo a la pregunta planteada en el título, creo que el actual debate sobre la amnistía no es más que un síntoma (quizás el más visible en este momento) de una enfermedad que pone en serio riesgo la democracia. Los ciudadanos podemos aceptar que nuestros gobernantes cambien de opinión las veces que sea necesario, siempre y cuando se nos expongan motivos razonables que justifiquen ese cambio. Pero lo que jamás podemos aceptar, bajo ningún concepto, es el ejercicio arbitrario del poder por quienes nos gobiernan.

Un sistema político e institucional obsoleto

Este artículo es una reproducción de la tribuna publicada en El País, disponible aquí.

Nos vamos adentrando en la tercera década del siglo XXI con la sensación de que en España nuestro sistema político e institucional no está consiguiendo resolver adecuadamente los grandes retos que tiene nuestra sociedad y los problemas concretos que tenemos los ciudadanos. Nos podemos consolar pensando que esto ocurre, en general, en todas las democracias liberales; pero la verdad es que ocurre en algunas más que en otras. O eso al menos dice una reciente encuesta del Pew Research Center, publicada en El País, que señala a los ciudadanos griegos, españoles e italianos como los más más insatisfechos con el funcionamiento de sus sistemas democráticos, los que mayores cambios políticos reclaman y, no obstante, los que menos confían en obtenerlos. Y no les faltan razones.

Por centrarnos en el caso de España, que es el que conozco, la realidad es que llevamos veinte años sin acometer las necesarias reformas estructurales de un sistema político e institucional cuyas carencias ya se pusieron de relieve durante la Gran Recesión y han vuelto a manifestarse ahora con esta nueva crisis. Después de la primera llamada de atención se intentó canalizar la necesidad de un cambio político e institucional profundo sentido por muchos ciudadanos a través de dos nuevos partidos que suscitaron la esperanza de que era posible conseguirlo (el nombre de uno de ellos, Podemos, era muy expresivo). El fracaso en ese sentido ha sido rotundo. La consecuencia es que las señales de agotamiento de nuestro sistema político e institucional ya son inequívocas y reiteradas incluso al margen de la muy mejorable gestión de la pandemia, con ejemplos tan evidentes como la imposibilidad de renovar o/y reformar el órgano de gobierno de los jueces, de despolitizar las instituciones públicas de contrapeso, como el Tribunal Constitucional y el Tribunal de Cuentas, o de reformar las Administraciones Públicas.  Si a esto le añadimos una extrema polarización política y mediática -que es una de las más elevadas de las democracias occidentales- que imposibilita llegar a grandes acuerdos que no sean, precisamente, de reparto de cromos entre los políticos para controlar las instituciones que deberían de controlarlos a ellos, hay motivos de sobra para el escepticismo.

En ese sentido, ha desaparecido de la agenda pública la preocupación por el clientelismo estructural que padecemos, en la medida en que todos los partidos funcionan en mayor o menor medida como agencias de colocación de sus cuadros y colaboradores y el sector privado se acerca demasiadas veces al poder político con la finalidad de obtener favores en forma de regulación o de fondos públicos. También se ha dejado de lado la necesidad urgente de profesionalizar la Administración Pública, empezando por sus directivos, de reclutar perfiles más adecuados para las nuevas funciones que tienen que desempeñar, o para mejorar la gestión, la evaluación y la rendición de cuentas que suelen brillar por su ausencia. A día de hoy, seguimos reclutando auxiliares administrativos como si estuviéramos en 1980. Se han olvidado también los discursos sobre la necesidad de garantizar que las instituciones de contrapeso (diseñadas como tales constitucionalmente para actuar como límites al Poder) sean, de verdad, neutrales e independientes; es más, se ha llegado a considerar públicamente que su existencia es una anomalía, cuando lo que es una anomalía en una democracia liberal es su constante deslegitimación y devaluación por intereses partidistas. El Poder Judicial, lastrado por la insoportable situación del Consejo General del Poder Judicial, las ambiciones de los llamados “políticos togados” y por la creciente voluntad política de controlarlo es objeto de constantes ataques desde uno y otro lado de la trinchera ideológica, según a quien favorezca o perjudiquen sus resoluciones.

No es casualidad que, en defecto de una siempre pospuesta reforma de nuestro sector público, tropecemos continuamente con problemas de ejecución de políticas públicas, ya se trate del Ingreso mínimo vital, de la ejecución de los fondos europeos o de la gestión de los centros de atención primaria. Los déficits de planificación y de gestión, junto con una excesiva burocratización de todos los procesos de toma de decisiones son eternas asignaturas pendientes. Y los relatos y los discursos más o menos optimistas no pueden cambiar por sí solos la realidad: al final los eslóganes tienen las patas muy cortas. En definitiva, la necesidad de reformas estructurales político-institucionales es un tema de primera magnitud del que se ha dejado de hablar. Pero sin aumentar la capacidad de nuestros gobiernos no es posible enfrentarse con garantías de éxito a retos enormes en un momento en que “lo público” es más necesario que nunca.

A juzgar por los resultados de la encuesta de Pew Research Center, parece que los ciudadanos españoles son muy conscientes de esto. Pero la tarea se antoja casi imposible por varias razones: la primera, porque tendría como objetivo inmediato una cesión de poder por parte de los partidos políticos: una gran parte de las reformas les exigirían “desocupar” espacios en beneficio de Administraciones e instituciones más profesionales y neutrales e incluso de los medios de comunicación y de la propia sociedad civil. Desaparecidos (a efectos prácticos) los nuevos partidos que precisamente por su novedad podían haber impulsado dichas reformas, lo cierto es que en la política española no existe absolutamente ningún incentivo para hacerlo. La segunda razón es que, aunque los hubiera, se necesitaría un gran consenso transversal que, hoy por hoy, sólo es posible de alcanzar precisamente cuando se trata de conseguir justo lo contrario. Y la tercera razón es porque en España hay cada vez más partidos políticos iliberales, a la izquierda y la derecha del espectro ideológico, que abiertamente abogan por un modelo alternativo al constitucional, caracterizado por la concentración de poder, la desaparición de los contrapesos, la politización y desprofesionalización de las Administraciones Públicas, el cuestionamiento de la independencia del Poder Judicial y, en definitiva, por un vaciamiento constante y sistemático de las reglas del juego propias de las democracias liberales representativas, de las que puede acabar quedando sólo la carcasa. Aunque esto les convierta en gobiernos mucho menos funcionales, necesitados de una potente propaganda oficial.

Frente a estas dificultades, la necesidad de que el Estado recupere capacidad es perentoria: ya se trate del cambio de modelo productivo, la desigualdad creciente o el envejecimiento de la población estamos ante problemas que el sector privado no puede abordar. Si no lo hacemos, estamos condenados a un lento declinar con el consiguiente malestar de una ciudadanía cada vez más consciente de que el sistema actual no funciona adecuadamente para resolver sus problemas concretos. Y en un entorno de populismo y demagogia esto es jugar con fuego.

En conclusión, hay que reformar nuestro sistema político-institucional para aumentar su capacidad de movilizar todos los recursos públicos y privados disponibles lo que requiere hacerlo más inclusivo, más profesional y más orientado a la satisfacción de los intereses generales. Un primer paso en la buena dirección sería implantar una auténtica dirección pública profesional seleccionando de forma rigurosa a los mejores profesionales en cada área. Creo que las diferencias serían apreciables en muy poco tiempo en aspectos cruciales como la sanidad, la educación o los servicios sociales. Un pequeño paso atrás para los partidos políticos pero un gran paso adelante para los ciudadanos.

 

Las políticas de la moralidad

Este post es una reproducción de una tribuna publicada en El Mundo disponible AQUÍ.

La lectura del muy recomendable libro de Pablo Malo “Los Peligros de la Moralidad” ayuda a comprender alguno de los preocupantes fenómenos que estamos viviendo en las democracias occidentales en general y en España en particular. Partiendo de los descubrimientos de la biología evolutiva, que nos muestra que a lo largo de la evolución los seres humanos hemos desarrollado un instinto moral para vivir y cooperar en grupo, el autor pone de relieve cómo ese instinto es un arma de doble filo: nos sirve tanto para cooperar con unos como para excluir a otros. De esa manera, la existencia de un grupo cohesionado más amplio que el formado por individuos que tienen lazos familiares (“nosotros”) suele aparecer siempre estrechamente ligada a la de un grupo diferente y, a menudo, percibido como hostil (“ellos”).

Las razones evolutivas por la que los seres humanos -como el resto de los primates, pero en mucha mayor medida debido a nuestra mayor sociabilidad- hemos desarrollado este instinto moral serían demasiado largas para incluirlas aquí; pero quizás lo más interesante es entender que nuestra moralidad tiene un componente innato (salvo en los casos extremos e infrecuentes de los psicópatas) que viene, por así decirlo, incluido de fábrica en nuestro “hardware”. Exactamente lo mismo que los sesgos de nuestro cerebro, bien descritos por Jonathan Haidt en su magnífico “La mente de los justos”. De la misma forma que nuestro cerebro está mejor diseñado para ayudarnos a sobrevivir que para conocer la realidad, nuestra moralidad está mejor diseñada para facilitar(nos) la vida dentro del grupo al que pertenecemos que para hacer el bien en abstracto.

Sentado lo anterior, es obvio que los seres humanos normales somos capaces tanto de bondad como de maldad. En España tenemos demasiados ejemplos no demasiado lejanos. Las mismas personas que se desviven por sus amigos y familiares pueden participar en el acoso de una familia que pide un 25% de clases en castellano para su hija de cinco años. La razón es muy simple: la moralidad se circunscribe al grupo del que sentimos que formamos parte. Para los que no forman parte del grupo (ese “nosotros” real o percibido) las reglas morales ya no se aplican con la misma intensidad o incluso no se aplican en absoluto, en especial si el “ellos” se ha construido, aunque sea imaginariamente, en oposición o como una amenaza existencial para el “nosotros”. En casos extremos es posible que seres humanos normales y corrientes cometan, consientan o justifiquen asesinatos de otros seres humanos -ahí tenemos lo ocurrido en el País Vasco hace muy poco tiempo- o incluso lleguen a cometer, consentir o justificar genocidios y asesinatos en masa.  Dicho de otra forma: que las reglas morales se apliquen a grupos muy grandes en el que las personas carecen de vínculos familiares y no se conocen entre sí es una enorme conquista de la civilización que va en contra de nuestros instintos primordiales. El que esto suceda en democracias pluralistas donde, por definición, existen diferencias importantes entre grupos (de ideología, lengua, etnia, religión, etc) es casi un milagro y, desde luego, nada que podamos dar por sentado. Más bien todo lo contrario.

Reconocer que la moral es tanto una herramienta para el bien como para el mal y que cualquiera de nosotros es capaz de realizar actos de crueldad si se dan las circunstancias de contexto que lo permiten o lo facilitan me parece que es un paso importante para entender cómo funcionan nuestras democracias. Como advierte Pablo Malo “el mundo no consiste en gente buena que hace cosas buenas y gente mala que hace cosas malas, las mayores maldades a lo largo de la historia las cometieron gente que creía hacer el bien”. Ya lo había señalado antes Todorov en su libro “Memoria del mal, tentación del bien: indagación sobre el siglo XX”. Creer uno está en posesión de la Verdad o de la Virtud resulta muy peligroso para los desafortunados que no comparten esas creencias.  Como recuerda también Malo, Adam Smith ya decía que la virtud es más de temer que el vicio, porque sus excesos no están sujetos a la regulación de la conciencia.

El problema se plantea cuando en una democracia algunos políticos o algunos partidos empiezan a pensar que el adversario político no es ya que esté equivocado, sino que es un enemigo que encarna el mal (ya sea el fascismo, el totalitarismo, el comunismo, el chavismo o cualquier ismo que se les ocurra). Es un camino muy peligroso que puede llevar -como también nos enseña la Historia- a la destrucción misma de la democracia. Porque nuestro instinto moral nos ordena que con el mal no se puede transigir. De ahí se pasa a considerar que el fin justifica los medios: los procedimientos y el Estado de Derecho son un estorbo cuando hay que evitar que triunfe. El problema, claro está, es la definición que hace cada uno del mal, que suele coincidir con la ideología y los planteamientos de los otros.  De nuevo, el “nosotros” virtuoso frente al “ellos” malvado.

¿Realmente estamos ya ahí? Pues yo diría que en el discurso político son demasiado frecuentes actitudes que tienen más que ver con la religión que con la política. El caso de Cataluña de nuevo es un buen ejemplo:  pero es que el nacionalismo, desde el siglo XIX, siempre ha sido una especie de sustituto de la religión. La clase política nacionalista maneja una serie de dogmas oficiales que son intocables e inasequibles no ya a la razón (cualquier religión lo es) sino a la evidencia empírica. El mito del “sol poble” o el del éxito de la inmersión lingüística son dos de ellos: da igual lo que muestren los datos respecto a la existencia de una sociedad dolorosamente fracturada y dividida en dos o respecto al consenso en torno a la exclusión del castellano como lengua vehicular en la enseñanza. Eso, cuando los datos existen, porque no se suele preguntar a los ciudadanos. En las religiones no se hacen encuestas a los fieles a ver si están de acuerdo o no con los dogmas en los que deben de creer, porque entonces dejarían de serlo.

Pero, más allá de los nacionalismos, es evidente que el auge de otras políticas identitarias en el ámbito de la izquierda tiene también mucho que ver con estas “religiones civiles” que están sustituyendo a las tradicionales a medida que el mundo se seculariza. Porque si algo parece claro a estas alturas del siglo XXI es que los seres humanos no somos capaces de vivir sin algún tipo de religión, como no somos capaces de vivir sin comer o sin dormir. No es una buena noticia para las democracias representativas liberales en las que los procedimientos y las instituciones están diseñados no para alcanzar la Verdad o el Bien sino, más modestamente, para conseguir mayores cuotas de bienestar, mejores bienes o servicios públicos para sus ciudadanos y una convivencia pacífica entre diferentes. No en vano el liberalismo es esa ideología política agnóstica que admite que el adversario político puede pensar de otro modo sin ser un malvado; es más, incluso a veces puede tener razón. Además, desconfía profundamente del poder y quiere someterlo a controles: Estado de Derecho, contrapesos institucionales, respeto a los derechos fundamentales. Por eso en una democracia liberal el fin nunca justifica los medios.

Por último, Pablo Malo llama también la atención sobre los estímulos propios de nuestra época que actúan como una caja de resonancia moral. Se refiere a las redes sociales en general y a twitter en particular, donde es tan frecuente el “postureo moral” (“virtue signalling”) por parte de políticos, comunicadores y del público en general. La política o/y la identidad (cada vez están más identificadas) vividas como religión. Es un fenómeno que, para muchos analistas, tiene mucho que ver con el deterioro de nuestras democracias en la medida en que las redes sociales suponen un superestímulo para nuestros instintos morales: lo que más nos llama la atención o nos engancha es precisamente lo que más nos indigna, como saben muy bien quienes diseñan los algoritmos. El “trending topic” político de turno siempre es, sin excepción, el artículo, el comentario o la intervención más provocadora, más divisiva y menos moderada, como saben muy bien nuestros medios y nuestros partidos políticos. Cierto es que, por ahora, hablamos sólo de discursos y de tuits; pero conviene estar alerta porque el tono de nuestra conversación pública es francamente preocupante y puede acabar contaminando nuestra convivencia democrática. Quizás un poco menos de fe y un poco más de tolerancia y de humildad nos vendría a todos muy bien.