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La purga en la cúpula de los Mossos d´Esquadra o el problema de la politización de la función pública.

Una versión de este artículo ha sido publicada en Crónica Global disponible AQUÍ.

El revuelo político-mediático ocasionado con motivo de la reciente “purga” según la oposición (simple relevo, según el Govern) en la cúpula de los Mossos d´Esquadra pone de nuevo sobre la mesa uno de los problemas estructurales más graves de las Administraciones Públicas españolas, en general, y de la catalana en particular: la politización de la función pública, particularmente peligrosa cuando como ocurre en este caso, se refiere a la dirección de un cuerpo policial. Si, además, resulta que esos profesionales estaban llevando a cabo tareas de investigación en torno a posibles casos de corrupción que afectan a personas importantes de la política catalana en activo debemos preocuparnos todavía más porque parece responder a la intención de bloquear o desactivar esa investigación.

En ese sentido, los que se llevan las manos a la cabeza, con razón, con los casos de politización destapados en el Ministerio del Interior que pone de relieve el caso Kitchen deberían de ser los primeros en denunciar este tipo de situaciones: es fácil comprender que puedan acabar de la misma forma, con la utilización ilegal de recursos públicos para proteger a personas pertenecientes a un partido político (o al mismo partido político) que está en el gobierno.  Recordemos que en el caso Kitchen se encuentran imputados altos cargos del PP por utilizar funcionarios y recursos del cuerpo de policía nacional para espiar a Bárcenas y proteger al partido en la trama Gürtel). En el que nos ocupa, se destituye a la cúpula de los profesionales de los Mossos d´Esquadra -con la pobre excusa de que hay que “feminizar el cuerpo”- para evitar las labores de investigación incómodas para el poder político. En ese sentido, es paradigmático el cese del intendente de los Mossos d’Esquadra, Antoni Rodríguez, hasta ahora jefe de la Comisaría General de Investigación Criminal de los Mossos y que ha sido destinado a la comisaría de Rubí, donde, dadas sus competencias, ya no podrá incomodar a nadie.

La cuestión está en que esta posibilidad de “molestar” a los altos cargos forma parte de la esencia de un Estado democrático de Derecho: que se pueda investigar y, en su caso, exigir rendición de cuentas en forma de responsabilidades jurídicas (y políticas, aunque esto se suela olvidar) a las personas que ostentan cargos públicos. Que, al menos en una democracia, están sometidas a las mismas normas que el resto de los ciudadanos. Y no, cuando se investiga a personas concretas por posible corrupción ni se está abriendo una “causa general” contra su partido (en palabras de Mariano Rajoy para referirse a la investigación de la Gurtel) ni tampoco se está atacando a Cataluña, por referirnos a las famosas palabras de Jordi Pujol en relación con el caso de Banca Catalana. Sencillamente, se está investigando a personas concretas que han podido incurrir en comportamientos ilícitos. Esto, por no hablar de la obligación de ejemplaridad y de respeto por el ordenamiento jurídico que tienen los altos cargos, y que proclaman infinidad de normas y de códigos éticos.

Pero es que en España resulta que los controladores dependen de los controlados. No se trata sólo los funcionarios de las policías nacionales o autonómicas; también ocurre con los interventores, con los asesores jurídicos, con los habilitados nacionales (los Secretarios, Interventores y Tesoreros de la Administración Local cuyo control ha conseguido el PNV que les ceda el Gobierno por la puerta de atrás vía Presupuestos) y en general con cientos y cientos de funcionarios cuyas carreras administrativas dependen del favor político. El origen de esta importante quiebra en nuestras Administraciones Públicas está ampliamente diagnosticado: es la enorme extensión de los puestos de libre designación (y de libre cese) en la función pública, que permite que se nombre y se cese a las personas por razones de confianza, con total discrecionalidad (muchas veces convertida en total arbitrariedad) por parte de los cargos políticos. Es un auténtico cáncer que está corroyendo la profesionalidad de las Administraciones Políticas y al que ningún gobierno quiere poner fin, porque le asegura una libertad de gestión enorme. ¿Quién es el valiente que le va a poner pegas a su jefe político sabiendo que su promoción profesional o/y sus retribuciones dependen de que sea complaciente? Pues unos pocos valientes que creen que es su deber hacerlo. Pero la mayoría de los funcionarios no son héroes, ni tienen que serlo.  Tendrían que estar protegidos por las normas y por las instituciones.

Originariamente la libre designación estaba prevista únicamente para los puestos directivos en la función pública (así lo recoge el Estatuto básico del empleado público, el EBEP) pero en la realidad se han ido calificando como tales un sin número de puestos adicionales, particularmente en las CCAA, de manera que todos los puestos de más relevancia para la carrera funcionarial de un funcionario acaban por ser de libre designación con lo que esto supone: básicamente, que acaban transformando en puestos de confianza política. Por eso en España son tan frecuentes los cambios en niveles directivos de segundo o tercer nivel cuando se produce un cambio político, que son absolutamente infrecuentes en los países de nuestro entorno y que nos sitúan a la altura de Turquía o de Chipre en cuanto a falta de profesionalización (o politización) de la Administración Pública. La solución es muy sencilla: implantar de una vez un modelo de dirección pública profesional tal y como exige el EBEP desde el año 2007, y limitar drásticamente los puestos de libre designación, que además deberían cubrirse por estrictos méritos profesionales. Pero claro, no hay ninguna voluntad política de hacerlo; con un sistema de dirección pública profesional no se habría podido producir una purga como la de los Mossos y se seguirían investigando los posibles casos de corrupción hasta el final, sin interferencias políticas. Sin duda, para los ciudadanos sería un gran avance, aunque para los políticos pueda suponer un retroceso.

Y como coda ¿Cuánto tiempo tardará el Govern, de seguir por este camino, en tener su propia “policía patriótica”, sus propias “cloacas de Estado” y su propio comisario Villarejo del futuro? Se admiten apuestas. Así, por lo menos, cuando tenga que sostener teorías conspiranoicas sobre el 17 A o sobre lo que toque podrá hacerlo sin tener que recurrir a figuras tan desprestigiadas como la del comisario Villarejo, quizás la más perfecta encarnación de los problemas institucionales españoles. Pero por lo menos en el resto de España la policía patriótica y Villarejo no se ven precisamente como un modelo a seguir.

 

Recordando la Ley Corcuera

Hace pocos días veía en los informativos las imágenes virales grabadas desde el interior de una vivienda, en la que se estaba celebrando una fiesta ilegal. En ellas podía observarse cómo dos agentes habían acudido hasta la misma y desde el exterior solicitan que se les abriese la puerta para poder identificar a los asistentes. Los inquilinos tras varias preguntas y tras haber solicitado que les mostrasen la autorización judicial deciden no abrirles. Tras esto, la autoridad opta por derribar la puerta de entrada para proceder a detener a todos aquellos que se encontraban en la celebración. El juez de guardia justificó la actuación policial al denegar el Habeas Corpus a los detenidos.

Mientras observaba el vídeo no pude evitar recordar la dura polémica dada en los años 90 sobre la Ley Corcuera, o también conocida como “Ley de la patada en la puerta”. La misma fue impulsada por el ministro Luis Corcuera, una ley que para muchos atacaba contra uno de los principales artículos de nuestra Constitución, concretamente el 18.2, que declara la inviolabilidad del domicilio. Su objetivo último era el de luchar contra el tráfico de drogas y para ello no tuvo complejos en permitir el acceso a la vivienda sin la necesidad de autorización judicial.

La oposición del momento llevó al Tribunal Constitucional dos de sus artículos más controvertidos. El TC dio la razón a la oposición, y en el año 1993 anuló el precepto que permitía la entrada y registro en domicilio sin la correspondiente autorización judicial alegando la falta de garantías judiciales.

Mismas polémicas ante similares actuaciones. Si bien es cierto que la gravedad de la situación originada por la Covid19 y la importancia de la salud pública como bien jurídico necesitado de especial protección, justifica en opinión de muchos estas actuaciones, es necesario plantearse algunas cuestiones en este debate.

La primera de ellas sería la relativa a si la misma actuación podría considerarse realizada conforme a Derecho. Recordemos que la jurisprudencia del Tribunal Supremo reconoce que, para que se cumpla el requisito de delito flagrante para poder intervenir en el domicilio sin autorización, debe existir una necesidad de “intervención urgente para evitar la consumación del delito o la desaparición de los efectos del mismo”(STS 701/2005). Siendo así las cosas, si tomamos la justificación que utilizaron los agentes –la desobediencia a la autoridad-, podemos ver en primer lugar que es un delito que no requiere una intervención urgente. Y, en segundo lugar, se hace palpable que su consumación ya se habría producido y, en consecuencia, no podría evitarse. Por lo tanto, los agentes habrían cometido un delito de allanamiento de morada.

Por otra parte, estaría la duda si aceptamos la premisa anterior de si los pisos de alquiler turístico también se verían amparados por esta especial protección. Lo cierto es que Tribunal Supremo ha considerado “domicilio” a cualquier lugar en el que una persona vive, aunque sea temporalmente. Según ha declarado el Tribunal Constitucional, resaltando el carácter de base material de la privacidad ( STC 22/1984 ), «el domicilio es el lugar cerrado, legítimamente ocupado, en el que transcurre la vida privada, individual o familiar, aunque la ocupación sea temporal o accidental» ( SSTS de 24 de octubre de 1992). Y añade en Sentencia del Tribunal del Supremo de 12 de marzo de 2018: “Encontrarán la protección dispensada al domicilio aquellos lugares en los que, permanente o transitoriamente, desarrolle el individuo esferas de su privacidad alejadas de la intromisión de terceros no autorizados. En la STS núm. 436/2001, de 19 de marzo, hemos afirmado que «el concepto subyacente en el artículo 18.2 de la CE ha de entenderse de modo amplio y flexible ya que trata de defender los ámbitos en los que se desarrolla la vida privada de las personas, debiendo interpretarse a la luz de los principios que tienden a extender al máximo la protección a la dignidad y a la intimidad de la persona”.

De la propia literalidad del pronunciamiento constitucional se extrae una clara intencionalidad por ampliar el concepto de “domicilio” y dotarlo de flexibilidad, considerándolo todo aquel espacio en el que la persona desarrolla su vida privada, aunque sea de forma temporal. En consecuencia, este tipo de viviendas turísticas también se verían amparados por un régimen de inviolabilidad en los mismos términos que la vivienda habitual.

Tras el breve análisis de la problemática de las intervenciones judiciales en el domicilio, llego a la conclusión de que la protección de los derechos constitucionales no debe cuestionarse por más sensible que sea la situación. Por ello,  si me preguntasen cuál debería haber sido la actuación diligente de los agentes ante estas situaciones, respondería que, ante la duda, se optase la actuación más garantista posible; en este caso, la de proceder mediante solicitud la autorización judicial. Si bien comparto con la mayoría de la opinión pública la sensación de impunidad ante estos comportamientos, no considero que el antídoto pase por saltarse determinadas líneas rojas que una democracia como la nuestra no debe transgredir. Pues, como decía Albert Camús “Si el hombre fracasa en conciliar libertad y justicia, fracasa en todo”.