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Sobre Mónica Oltra y el término «imputada»

Podemos bautizar el auto n° 41/2022, notificado este jueves a las partes y por el que la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana cita en calidad de investigada a Mónica Oltra, como el nuevo foco de atención del panorama político actual. La noticia ha causado estupor en la sociedad y ocupado posición central en las portadas de todos los grandes medios de tirada nacional. Por si es del interés del lector, procedemos a resumir el contexto del caso que nos ocupa, pero lo haremos de forma breve y resumida, pues no es este el objeto de análisis de la presente publicación.

Luis Eduardo Ramírez, exmarido de la vicepresidenta de la Generalitat Valenciana, Mónica Oltra, era educador de un centro privado de acogida con plazas concertadas con el Gobierno valenciano. Ramírez fue condenado a cinco años de prisión por un delito continuado de abuso sexual a una menor de 13 años tutelada por la Conselleria de Igualdad y Políticas Inclusivas, de la que Oltra es titular. A continuación, el Juzgado de Instrucción número 15 de Valencia presentó una exposición razonada al TSJCV, asegurando que la vicepresidenta del Gobierno valenciano “debe ser oída como investigada en la presente causa para que la Sala adopte la resolución que estime procedente”. Los motivos esgrimidos por el magistrado giran en torno a la idea de que existen “indicios racionales y sólidos” de su participación en los hechos.

Finalmente, la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia valenciano ha determinado que dicha exposición razonada relata “una serie de indicios plurales que en su conjunto hacen sospechar la posible existencia de un concierto entre la señora Oltra y diversos funcionarios a su cargo, con la finalidad, o bien de proteger a su entonces pareja (…) o bien de proteger la carrera política de la aforada”. En el auto notificado este jueves a las partes, el Tribunal ha asumido su competencia en la investigación del caso y acordado la incoación de diligencias previas. Asimismo, ha notificado una providencia por la que cita a declarar a Oltra, en calidad de investigada, el próximo 6 de julio.

Al margen de los hechos aludidos, llama poderosamente la atención que, a la hora de relatar este episodio singular, la prensa española haya empleado – nueva y erróneamente – el término «imputada», en lugar del término «investigada». Por supuesto, se trata de un detalle que atiende a la necesidad periodística de emplear un vocabulario coloquial y accesible para todos los públicos, únicamente excéntrico para los maniáticos juristas. Sea como fuere, aprovecharemos la oportunidad para hacer hincapié en la sustitución terminológica derivada de la reforma introducida por la Ley Orgánica 13/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para el fortalecimiento de las garantías procesales y la regulación de las medidas de investigación tecnológica.

En su preámbulo, la LO 13/2015 declara que la reforma que acomete “también tiene por objeto adaptar el lenguaje de la Ley de Enjuiciamiento Criminal a los tiempos actuales y, en particular, eliminar determinadas expresiones usadas de modo indiscriminado en la ley, sin ningún tipo de rigor conceptual, tales como imputado”. La sustitución terminológica incorporada encuentra sentido, por tanto, en la necesidad de implantar cierto rigor lingüístico que permita distinguir con claridad aquello que conceptualmente es distinto. A tal fin se convocó la Comisión para la Claridad del Lenguaje Jurídico, con conclusiones que la reforma hace suyas, como la necesidad de evitar las connotaciones negativas y estigmatizadoras del término «imputado». A ojos del legislador, se trata en definitiva de acomodar el lenguaje a la realidad de lo que acontece en cada una de las fases del proceso penal.

Con carácter general, la doctrina penalista distingue cuatro fases en el seno de este proceso: la instrucción (investigación), la llamada fase intermedia (o de preparación del juicio oral), el juicio oral y, por último, la fase de ejecución (de penas o medidas de seguridad). Las fuertes sanciones que impone esta rama del Ordenamiento, conocidas técnicamente como «penas», exigen la necesaria observancia del principio de legalidad y, junto a él, de toda una serie de derechos, principios y garantías procesales que deben ser en todo momento tenidas en cuenta durante el transcurso de las diversas fases. Destaca, entre ellos, el derecho a la presunción de inocencia y el llamado “derecho de defensa”, consagrado en el art. 118 LECRIM y reconocido como una de las causas más directas de la sustitución terminológica impulsada por la reforma.

Los defensores de emplear el término «investigado» sostienen que de la expresión «imputado» se desprende un choque indirecto con tales derechos, pues afirman que la connotación negativa que inevitablemente alberga el término elimina todo tipo de precisión a la hora de definir la realidad. Recuerdan estos impulsores que, tal y como recoge la LO modificadora de la LECRIM, el imputado (ahora investigado) no es más que aquel meramente sospechoso – y por ello investigado –, pero respecto del cual no existen suficientes indicios para que se le atribuya judicial y formalmente la comisión del hecho punible. No obstante, «investigado» no es el único término que la LO 3/2015 prevé como sustitutivo. Lo es también la expresión «encausado». La alternancia en el uso de un u otro concepto atiende, en líneas generales, al momento procesal en el que nos situemos. Más específicamente, precisa identificar si nos encontramos en un punto anterior o posterior al auto formal de acusación.

En conclusión, el término «imputado» forma parte indiscutible del lenguaje popular, pero su uso resulta técnicamente incorrecto, por lo que irremediablemente debemos suprimirlo. Por contra, parece que el término «investigado» evita connotaciones, imprecisión y, en resumidas cuentas, contaminación de la situación procesal real del sujeto. En este sentido, creo importante hacer un esfuerzo por despedirnos de aquel y, en aras de la precisión y corrección técnica, incorporar paulatinamente a nuestro vocabulario los términos sustitutivos previstos legalmente.

La batalla por el poder en el PP: de nuevo, los consejos de Ignatieff

No esperen grandes novedades ni noticias de este post. Se ha dicho muchísimo en pocas horas y, a pesar de eso, no tenemos toda la información. Confórmense con unas breves reflexiones que nos permitan, quizá, enfocar mejor lo que está ocurriendo, y revalorizar la política como arte.

En el análisis de la conducta humana en sociedad podríamos distinguir tres planos: el ético, el político y el jurídico. Y por supuesto, en cada uno de los planos podemos efectuar un análisis basándonos en la racionalidad o dejándonos llevar por la emocionalidad; podemos actuar con justicia o con interés. Todos tenemos nuestras preferencias políticas y éticas y hasta jurídicas y todos podemos actuar en cada uno de esos planos con justicia, controlando nuestros sesgos, o con emoción, dejándonos llevar por ellos.

En esta Fundación tratamos de enfocar básicamente los planos jurídicos y ético de los acontecimientos y no tanto los políticos; es decir, nos centramos más en las reglas del juego y no tanto en el juego mismo y, en la medida de nuestras fuerzas, queremos hacerlo desde la racionalidad y la justicia, sin dejarnos dominar por nuestras preferencias personales. Y, por supuesto, será preciso hacer un análisis jurídico de la comisión del hermano de Ayuso, lo que en el presente momento no es fácil de hacer porque, como señalaba Rodrigo Tena el pasado domingo, nos faltan datos.

Quizá la excepcionalidad de la pandemia y la relajación en los procedimientos que la urgencia impone (uno ayuda a alguien que ha tenido un accidente aunque no sea médico) haga que la cuestión jurídica no llegue a más, ya se verá. Pero todavía quedará abierta la posibilidad de apreciar la existencia de alguna conducta poco ética o incluso jurídicamente punible pero que no se pueda probar (un comentario a quien corresponda de que “a la presidenta le parece la empresa X la más adecuada para esta misión, pero decidid vosotros”). O quizá ni siquiera ha habido eso porque la Presidenta ni se enteró de lo que ocurrió y simplemente el hermano es un profesional que se gana la vida por sí mismo, como la mayoría de los hermanos (los mayores, acordaos de Juan Guerra) de los políticos. Habrá que esperar y ver. Jurídicamente, el hecho de que la presidenta tenga carisma y haya obtenido un notable éxito electoral no debería relajar la valoración ética y jurídica (aunque nos consta que lo hace, y señaladamente en nuestro país). Y lo mismo habría que decir de Casado y García Egea en cuanto la obtención de información, supuestamente para lograr la pureza del partido tras una trayectoria pasada muy dudosa -o a lo mejor simplemente para lograr la destrucción de la enemiga política que les hacía sombra- pero, y esto es lo importante, usando medios e información quizá obtenida de una manera ilegal o, si no ilegal, al menos muy cuestionable éticamente. El hecho de que Casado haya fracasado políticamente no debe hacernos presuponer que han actuado jurídicamente mal. Ya se verá, también.

Porque, y aquí quería llegar, a veces conviene descender a la política propiamente dicha, al arte de lo posible, a la lucha por el poder, que es una disciplina clave, noble y necesaria. Por supuesto, no es algo que se deba examinar de una manera totalmente autónoma.  Como ya he señalado en alguna ocasión, desde mi punto de vista los planos de la Política, la Moral y el Derecho no deben estar absolutamente separados (el poder puede hacer lo que quiera, Moral y Derecho son disciplinas distintas), pero tampoco están absolutamente integradas (el error moral es un error jurídico y viceversa y cualquier actuación poco ética debe tener consecuencias jurídicas o políticas). Me parece más razonable y adecuada al mundo moderno una integración relativa, como predican  grandes pensadores como Dworkin o una separación relativa como defiende Hart. En definitiva, lo que resulte de esos análisis éticos y jurídicos puede, y a lo mejor debe, tener consecuencias políticas.

Todo esto viene a cuento de que el reciente espectáculo de la confrontación entre Ayuso y el tándem Casado-Egea me ha recordado vivamente un post que escribí en 2014, “UPyD y Ciudadanos: los consejos de Ignatieff”, con relación al conflicto UPyD-Ciudadanos y el posible pacto entre ambos, que resultó finalmente una especie de absorción, y que no ha respondido, como parece evidente, a las expectativas que ofrecía.  En Fuego y cenizas (Taurus, 2014), Michel Ignatieff cuenta cómo, siendo profesor universitario de Ciencia Política en Harvard, es reclutado para la política de su país, Canadá. Para la política real. La conclusión, y ya se pueden imaginar por dónde va la cosa, es que “había dado clases de Maquiavelo, pero no lo había entendido”. La política real es muy dura y consiste en conseguir el poder.

Independientemente de los análisis éticos y jurídicos que podamos hacer de su conducta, Ayuso, por sí misma o en compañía de otros, ha sabido manejar los tiempos y tener la iniciativa, lo que, en política, es decisivo. Como dice Ignatieff, y recalcaba yo en ese post, “la política no es una ciencia sino más bien el intento incesante de  unos avispados individuos por adaptarse a los acontecimientos que Fortuna va situando en su camino….pues el medio natural de un político es el tiempo y su interés reside exclusivamente en saber si el tiempo para una determinada idea ha llegado o no. Cuando llamamos a la política el arte de lo posible nos referimos a lo que es posible aquí y ahora”. Ayuso tuvo la inteligencia y rapidez de convocar las elecciones antes de que hubiera tiempo de que la moción de censura fuera efectiva, supo canalizar la oposición a Sánchez durante la pandemia erigiéndose –con razón o sin ella- en el símbolo de la libertad y ahora ha sabido adelantarse en el enfrentamiento con la dirección del partido, y se ha llevado la mano con el órdago.

Casado, en cambio, no ha sabido reaccionar adecuadamente a ese órdago. Como dice don Michel, “las explicaciones llegan siempre demasiado tarde. Nunca debes dar explicaciones ni quejarte” (p. 54). Y, por cierto, “la buena o la mala fe no desempeñan ningún papel en política, solo ganar la pelea” (p. 55). Su increíble incoherencia diciendo lo que dijo en la radio y la exoneración de toda culpa a Ayuso al día siguiente muestran un temple poco adecuado para dirigir un país. Tampoco fue creíble García Egea en las explicaciones que dio tras su dimisión.

No ha sido hábil ahora, pero tampoco lo ha sido en general durante su mandato porque no ha sabido conectar con su electorado (y no te digo con los barones del partido). Dice Ignatieff: “Para que te escuchen debes saber lo que quieren oír. Los profesionales llaman a esto <<entender al público>>. Y cuando un buen político logra entender a su público correctamente, lo tiene en la palma de la mano….”….”Tuve que olvidarme de ser listo, retórico y fluido en mi discurso y empezar a valorar la importancia de establecer una conexión”. Ayuso si ha conseguido conectar con su público. En la página 77 se refiere Ignatieff a Baltasar de Castiglione que, en El Cortesano, se refería a la sprezzatura, el don de hacer que los demás se sientan cómodos en tu presencia, que lo que haces parezca «natural y sin esfuerzo«, que, sin duda, ha alcanzado Ayuso.

En un discurso que dio en Toronto contó las lecciones que aprendió a fuerza de ensayo y error –más bien el error- y que son necesarias para el político: 1. Ser coherente. 2. No atizar el desacuerdo con palabras poco meditadas. 3. Hablar en nombre del país, no de un grupo (p. 101). Quizá Casado haya fallado en las tres premisas, porque no ha sabido articular un proyecto firme y coherente que el público, con el que debería conectar, piense que va más allá del tacticismo electoral.

En el último capítulo, Ignatieff da unos consejos para el político principiante:

  • No digas nada que pueda socavar tus oportunidades en el futuro.
  • No temas dar el salto y no temas fracasar.
  • Abraza la política implica dejar de lado la inocencia. La gente debe estar convencida de que estas ahí por ellos.
  • No te tomes las cosas como algo personal.
  • La democracia solo merece su privilegio moral si existan buenas razones para creer en el buen juicio de los individuos. En ocasiones puede ser difícil aceptar su veredicto, pero lo cierto es que no disponemos de ningún otro árbitro.
  • El respeto a las instituciones implica la obligación de tratar a tus adversarios como oponentes, nunca como enemigos.
  • Utiliza los vicios humanos al servicio de las virtudes.

No sabemos cómo acabará esta historia: recuerden la historia de Sánchez, un audaz político que supo salir de sus cenizas y acceder al gobierno, con independencia de la valoración ética o jurídica de sus decisiones. Ni tampoco sabemos si tendrá esta historia tendrá al final alguna consecuencia ética o jurídica. Pero no conviene olvidar que, como decía Bismarck, la política no es una ciencia, pero sí un arte, el arte del ejercicio del control de la sociedad mediante la elaboración y aplicación de decisiones colectivas.

Reivindicando la (buena) política. (A propósito del libro de Ignacio Urquizu, Otra política es posible, Debate, 2021)

“Sin reformas profundas en el horizonte y sin fortaleza política para acometerlas, estamos perdiendo un precioso tiempo en un momento donde las sociedades están abriendo una nueva época de sostenibilidad y cambio tecnológico” (p. 184)

 

Ignacio Urquizu ha publicado recientemente un sugerente libro. Se trata de una reflexión personal fruto -tal como él mismo reconoce- de su corta experiencia política; pero que aun así le condujo en su día al Congreso de los Diputados y, posteriormente, tras su marginación política, a refugiarse en las Cortes de Aragón y a obtener contra pronóstico la alcaldía de la ciudad de Alcañiz, su ciudad natal.

El autor es un académico que transitó hacia la política activa en 2015 con un enfoque claro de vivir para la política y no de vivir de la política, por emplear la distinción de Max Weber. Cuando hizo ese tránsito ya era también un columnista de opinión reconocido en diferentes medios (de ese selecto grupo de académicos mediáticos, a algunos de los cuales hace los oportunos guiños en su obra), y reunía un perfil atractivo al agrupar una visión académica e intelectual con un compromiso político innegable. Además, procedía de la circunscripción de Teruel, en la que consiguió su acta de diputado en el Congreso; antes de la irrupción de la candidatura “Teruel existe”. Su futuro político, dado que aunaba entonces una relativa juventud (37 años), preparación y compromiso político, le situaban como un valor en alza en el partido socialista. Sin embargo, la política cainita hizo su trabajo, y tras la pérdida de las elecciones primarias por la candidatura de Susana Díez fue apartado de las listas al Congreso e inició peregrinación a la política territorial; desde la que reivindica con fuerza argumental y con hechos concretos que otra forma de hacer política es posible en este país.

El enfoque de la obra

El libro reseñado no es, como también nos recuerda, un ensayo académico, sino que más bien tiene por objeto defender otra forma de hacer política a la luz de los acontecimientos vividos en los últimos cinco años, y asimismo son reflexiones que derivan de un momento histórico en el que el deterioro de la política española es evidente, como consecuencia de una polarización y crispación crecientes. En cualquier caso, a pesar de tratar sus propias vivencias, el libro tiene en algunos pasajes factura académica y análisis doctrinales muy notables.

Desde ese punto de vista, y aunque puedo estar equivocado, intuyo que el motivo real de escribir este libro es también dirigir mensajes a su propia formación política. Tras el varapalo de las elecciones madrileñas, de las cuales el autor no extrae consecuencias en clave de su partido, el actual líder socialista parece haber girado la vista de nuevo hacia el partido, que se encontraba en una posición muy vicarial, más aún con la estrategia político-comunicativa impulsada por Iván Redondo a partir de 2018, aunque la fragilidad del partido el autor la sitúa anteriormente (período 2015-2017). Efectivamente, el retorno, real o impostado, hacia el partido, será una de las constantes del próximo congreso socialista en Valencia, donde parece que se quieren cicatrizar las heridas (cierre de filas) que se abrieron tras la convulsa dimisión de Sánchez en 2016 y su posterior victoria en las primarias de 2017, período en el que el autor se recrea, por la importancia que tuvo sin duda para el propio partido y para su devenir político. En esta clave también habría que leer la toma de posición de Urquizu, donde si bien realiza alguna aproximación a la política presidencial (“en la actualidad me siento muy representando en muchos de los postulados que defiende Pedro Sánchez, aunque en su momento no fuera el candidato que apoyé”), no es menos cierto que su crítica al surgimiento de liderazgos “que se definen como independientes y autónomos respecto de la organización”, es manifiesta;  hasta el punto de calificar el fenómeno como “un relato próximo a la antipolítica”.

Hay que reconocer, por tanto, valentía política al autor y también honestidad intelectual, pues si bien realiza una crítica en algunos pasajes implacable de los partidos de la oposición política, en particular del PP y, especialmente, de los partidos extremos (en concreto, de Unidas Podemos y Vox), y muestra asimismo una cierta autocomplacencia con su propio partido, no es menos cierto que censura sin contemplaciones “la polarización y las campañas negativas (que) se explican por el papel predominante de los liderazgos autónomos”. Aparece aquí una crítica velada (en algún pasaje explícita, p. 57) a la política del “no es no” y una apuesta por la transversalidad, así como por la articulación de espacios de encuentro. La actual política está conduciendo, según su criterio, al alejamiento paulatino de tal actividad de personas muy válidas para el ejercicio de la política. El reino de la mediocridad se impone en la nómina de quienes ejercen actividad política, aunque esta no es una conclusión que el autor extraiga; pues, atendiendo a su posición actual (político en activo y pragmático), aporta también sus dosis de defensa corporativa de la propia profesión política (pp. 117-118). La “profesionalización” de la política siempre ha sido objeto de debate. Sobre ello, aunque hace años, ya expuse también alguna otra opinión.

 

Algunas ideas fuerza del libro

El libro de Urquizu aporta, no obstante, una serie de ideas fuerza muy relevantes que, con los riesgos que conlleva todo resumen, serían a mi juicio las siguientes:

1.- El deterioro de nuestra democracia y la propia erosión constitucional, “son el resultado de numerosos factores: los actores políticos, el diseño institucional y la sociedad”. Esta última aportación es importante, pues en ella cabe incluir a la ciudadanía, a los medios de comunicación y a los actores organizados (sindicatos, asociaciones de empresarios, tejido asociativo, etc.). Causantes muchas veces de presiones políticas corporativas que no son fáciles de digerir si se quiere hacer política de luces largas.

2.- La polarización y la crispación, siempre presentes en la política española, se han agravado a partir de 2015-2016. Para combatirlas su receta es clara: transversalidad y pactos; pero “además necesitamos líderes creíbles, organizaciones fuertes y posiciones políticas que permitan los acuerdos”. Tres exigencias que, hoy por hoy, no se cumplen; según mi opinión.

3.- Tal como reconoce el autor, “la verdad es costosa y nos puede generar incomodidad”. El papel de la ciudadanía en este punto es determinante; pero no puede condicionar a la propia política, que con muchísima frecuencia opta por el camino fácil: “Si una parte de la ciudadanía prefiere el autoengaño, el político tendrá incentivos para utilizar la mentira”. Falta coraje en una política instalada en zona de confort, añado de mi cosecha. La conclusión parece clara: no puede concebirse la política como un medio (además imposible) de satisfacer siempre las demandas de la ciudadanía, sino que -como recuerda el profesor Manuel Zafra- la política consiste en elegir (a veces dramáticamente) entre bienes igualmente valiosos.

4.- Actualmente, la política populista todo lo anega, no solo a los partidos que la ejercen a tumba abierta, sino que se puede afirmar que el populismo se ha instalado con indisimulada comodidad en la totalidad de las fuerzas políticas, también en las que ejercen funciones gubernamentales. La obra de Pierre Rosanvallon (El siglo del populismo) es imprescindible en este punto. También la de Anne Applebaum (El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo), que el autor cita en varios momentos. Aunque no dedica al populismo mucho espacio, Urquizu centra bien el foco: “La política y la democracia acaba cayendo en la ‘emboscada’ demoscópica”. Y concluye: “Todo el mundo rechaza los populismos, pero los políticos se ven abocados a él cuando se les pide que sigan a las encuestas y hagan lo que la gente quiere”. Sabe de lo que habla.

5.- La política, por tanto, requiere que los dirigentes “no sólo deben tener principios y convicciones, sino que además deberían ser capaces de defender un modelo de sociedad, un proyecto de país”. En otros términos: “La política necesita de pedagogía, de capacidad de explicación”. Y para ello -según el autor- “las formaciones políticas deben ser organismos vivos”; algo que, hoy día, están lejos de serlo. Reivindica una y otra vez “el derecho a ser escuchado” y un concepto de la democracia con una dimensión deliberativa y de transacción.

6.- El autor dedica un capítulo entero a analizar el funcionamiento interno de los partidos. Aporta miradas de interés a este problema, que está marcado por la oligarquización creciente de las estructuras de poder (“la ley del pequeño número” de la que hablara Weber) y, más recientemente, por los liderazgos autónomos o hiperliderazgos nacidos de elecciones primarias, en los que el partido es un mero instrumento del líder. Ignacio Urquizu apuesta por partidos más vivos y por otro tipo de líderes: “Los liderazgos eficaces son aquellos que están al servicio de la formación política para que esta alcance el poder. En cambio, en los procesos de primarias tan abiertos, existe la tentación de utilizar un partido en sentido inverso; (esto es,) como una plataforma electoral para dar satisfacción a las ambiciones personales”. En otros términos: “El líder no ayudaría a la organización, sino que se valdría de ella para alcanzar el poder”. No cita nombres, pero a buen entendedor pocas palabras. El autor aboga por un claro reforzamiento de las estructuras del partido frente a este tipo de liderazgos, lo que impone una visión crítica sobre cómo se han hecho las cosas en su propia organización política. La critica de las primarias es contundente, y en esto coincide con las tesis de Piero Ignazi, en su libro Partido y democracia (Alianza, 2021).

6.- El análisis exhaustivo de las fórmulas de gobiernos de coalición (en las que el autor se encuentra cómodo por haber tratado este fenómeno desde el punto de vista académico) le conducen a una conclusión que no cabe sino compartir: “El mejor antídoto para el gobierno contra el “otro” es gobernar con el otro”. Pero es algo que, salvo excepciones puntuales (algunas comunidades autónomas y ayuntamientos), en España no se hace, pues prima “esta concepción de la política, muy tribal, (que) es (de) donde nace la polarización y la crispación”. En la dicotomía entre “gobernar con socios más próximos ideológicamente u optar por una mayor transversalidad”, Urquizu se inclina claramente por esta segunda opción, que ha sido la no seguida por su propio partido en el gobierno central.

7.- El autor hace una defensa encendida de la política municipal, descubierta tras su exilio político obligado a la periferia de la actividad política. Los municipios como escuela de la política fue una idea que ya lanzó Alexis de Tocqueville en su transcendental obra La Democracia en América. El descubrimiento de la gestión municipal (la auténtica trinchera de la acción política) ha representado para Urquizu un aprendizaje importante. Gobernar en minoría le ha conducido a buscar pactos, algo que es más corriente en las instituciones territoriales, y también algo más más fácil que en la política estatal, donde el foco de los medios es asfixiante, y la polarización y crispación más evidente. Aun así, algunas de sus reflexiones (por ejemplo, en lo que afecta a las relaciones entre políticos y técnicos) cabría matizarlas. Su fe en la buena política le conduce a no hacer juicio crítico alguno sobre la politización intensiva de las Administraciones Públicas. Ello se debe a un análisis exclusivo de la realidad local, donde los problemas son otros. Pero de su corta experiencia no se pueden extraer consideraciones tan contundentes (pp. 22-24). Como me dijo un secretario de Ayuntamiento, “un buen habilitado puede ayudar mucho al alcalde, uno malo puede hacerle la vida imposible”. En todo caso, el autor se sincera: “No obstante, al margen de todas las dificultades, la principal enseñanza que algunos estamos obteniendo de esta experiencia municipal es que sí es posible otra forma de hacer política, donde convencer, seducir, trabajar en equipo o buscar acuerdos están por encima de la confrontación y la polarización”.

8.- El mensaje positivo es muy obvio: hay, a su juicio, “otra forma de hacer política”. También evitando el cortoplacismo, pues hoy día -como señala el autor- “el largo plazo o las medidas de calado ni se consideran”. La cita que abre esta reseña es importante, por la constatación efectiva de que estamos perdiendo el tiempo. Sin reformas no hay futuro. Y sin esa visión estratégica hacer buena política es impensable. Como bien dice, “gobernar es dar pequeños pasos, sabiendo cuál debe ser la dirección y el horizonte”. Es necesario “tener un horizonte temporal a largo plazo y un modelo de país, y es aquí donde aparecen casi todas las carencias de la política actual; no se contraponen proyectos políticos, sino consignas de brocha gorda”.

 

Final: Otra política es posible

La apuesta de Ignacio Urquizu por la necesidad de hacer otra política es diáfana. Pero, en un ejercicio de honestidad intelectual, el propio autor exterioriza al final sus dudas: “No sé hasta qué punto el funcionamiento interno de los partidos va a permitir que se abra paso una forma distinta de ejercer la política”. Su defensa del papel de los partidos (especialmente del suyo), el necesario respeto a las minorías (algo que en su caso no existió), los contrapesos internos (en estos momentos de vacaciones) o del debate interno (también ausente) “son algunos ejemplos de cuestiones que deberían abordarse”, pues tal como indica no hay otra alternativa.

Sin embargo, la deslegitimación de los partidos políticos y su gradual conversión en estructuras cerradas donde hay muchas personas que viven de la política y están adosadas a las instituciones, como han analizado de forma intachable Peter Mair (Gobernando el vacío, Alianza 2013) y Piero Ignazi (2017), no facilitarán esa ingente tarea de transformación de la política que el autor defiende con múltiples y reiterados argumentos, de solidez formal innegable; pero que tropiezan con una tozuda realidad heredada muy poco (o nada) propicia a transitar por la estimulante senda hacia la que nos quiere conducir Ignacio Urquizu. En sus tesis existe un cierto destello de una política que ya no existe y que debemos recuperar. Una concepción idealista, pero también una carga de añoranza de una realidad que se ha ido difuminando con el paso del tiempo. Veremos si los políticos, a quienes va dirigida principalmente esta obra, son capaces de extraer las lecciones oportunas. De momento, la política está secuestrada por la comunicación y nada apunta a que se vaya a liberar de ella. Se encuentra cómoda haciendo lo que le dicen. Aunque a nadie importe y menos aún en muchos casos ni siquiera beneficie.  La política se ha desligado de la sociedad, y el autor propone volverla a enganchar. Ahí está el reto al que invita Urquizu. A ver si alguien coge el guante.

Más competencia en el mercado de generación es la vacuna contra el aumento del precio de la luz

Las últimas semanas, el precio de la “luz” acapara los titulares de los medios de comunicación junto a las múltiples derivadas de la pandemia. Antes de nada, es importante precisar que la factura de la luz está integrada por tres conceptos además de la energía que son la retribución de las redes por las que discurre; decisiones políticas a partir del año 2000, como la financiación del déficit de tarifa, originado al no trasladar a los consumidores todos los costes que se reconocieron del sistema y aplazar su pago, que agregando resultados anuales alcanzó 30.000 millones de euros en 2013; y tercero, los impuestos. Modular el precio final de la factura, se puede hacer actuando sobre cualquiera de sus componentes; pero la capacidad de los poderes públicos de influir en ellos, es desigual. La rebaja del IVA del 21% al 10%, para contratos hasta 10 kw hasta fin del año 2021, y la exención del impuesto de generación durante el tercer trimestre, decididas por el Gobierno, tienen un impacto coyuntural; pero inmediato, mientras que los efectos de cambios en el diseño o la estructura del mercado son a más largo plazo; pero también más profundos y duraderos.

La cifra redonda de 100€ Megavatio (MW) del 15 de junio, repitiendo los precios máximos de enero, durante la tormenta Filomena (el 8 de enero, el precio marginal a las 14 horas medio alcanzó 110 €MWh y el medio de aquel día los 94,45 €MWh, mientras que durante el conjunto del año 2020 se situó en apenas un 37%, unos 35 €MWh) ha disparado las alarmas y de tanto hablar de vacunas, se pide al gobierno y a la comisión nacional de los mercados y la competencia (CNMC), que provean una que los rebaje.

Se han formulado críticas a que las empresas eléctricas procuren maximizar sus beneficios y a que el Gobierno no sea capaz de controlar el precio, que me suscitan un par de comentarios. El primero, me parece lógico que las empresas intenten aumentar sus beneficios, naturalmente, dentro del respeto al marco jurídico general y a las regulaciones específicas del sector en que operan. Que no le podemos pedir al gobierno que asuma un rol que decidimos que no debía tener, es el segundo. Fue la Ley del Sector Eléctrico de 1997, la que en aplicación de directivas europeas puso en marcha el proceso de liberalización con el objetivo de que fuera el mercado, como forma más eficiente de asignar recursos escasos, el que mandara señales de precio y no el Gobierno el que, como hasta entonces, los fijara según el “Marco Legal Estable” regulado en el Real Decreto 1538/1987, de 11 de diciembre, por el que se determina la tarifa eléctrica de las Empresas gestoras del servicio.

El problema es que, para que la ecuación funcione bien, el mercado, o los mercados, han de ser competitivos. Ese es el objetivo de la liberalización y, ese sí, el encargo que deben procurar cumplir el gobierno y la CNMC. El “Libro Blanco sobre la reforma del marco regulatorio de la generación eléctrica en España” de 2005, encargado por el Ministerio de Industria, Comercio y Turismo, dice: “si no se consigue -ya sea por medio de cambios estructurales o de instrumentos regulatorios apropiados- que el mercado eléctrico funcione con unas condiciones suficientes de competencia, casi todas las principales recomendaciones que este Libro Blanco propone estarán de más.” Y ahí estamos.

Cuando el 53% de la producción peninsular la aportan tres empresas y otras dos, añaden un 10% más, estamos en unas cifras de concentración moderada (24% Iberdrola, 19% Endesa, 10% Naturgy, EDP 6%, Repsol 4%). Pero si nos fijamos en la cuota de mercado en tres de las tecnologías que garantizan la potencia firme al sistema, al no estar sujetas a la intermitencia de la eólica y de la solar, las cifras agregadas de las tres primeras empresas se disparan: la nuclear (más del 90%), la hidráulica (casi 90%) y los ciclos combinados de gas (más del 75%). Esta elevada concentración da a dichos operadores poder de mercado, capacidad de influir en los precios, al menos en determinadas horas al día y ciertas condiciones meteorológicas.

Como aclaración, el precio horario del mercado diario se fija en una subasta en donde se vende y se compra energía. Las empresas productoras, a través de sus respectivas centrales de generación (nucleares, hidráulicas, renovables, ciclos combinados, etc.), en base a sus costes variables (combustible, CO2, puesta en marcha), hacen sus ofertas para cubrir la demanda estimada que atenderán las comercializadoras con quienes tenemos contratado el suministro. En la subasta, para cada hora, se consideran primero los MW que ofertan los productores más baratos, normalmente las nucleares que necesitan varios días para parar y no pueden arriesgarse a que sus ofertas no se acepten. A continuación, se proponen las ofertas de plantas con un precio ascendente, de menos a más, generalmente eólicas y solares, con retribución regulada. Si es necesario para cubrir la demanda, se llegará a las tecnologías con costes de explotación más altos, los ciclos combinados de carbón y de gas.  A todas las centrales se les paga el precio en el que se igualan oferta y demanda, el precio de equilibrio o “precio marginal”, el de la última oferta casada.  Es un método común a la mayor parte de estados europeos y que permite que las ofertas se hagan atendiendo a costes, en el bien entendido que cada tecnología suele incorporar un coste de oportunidad con el que recupera parte de sus costes fijos (amortización), que agregado no dará, en principio, un resultado superior a los costes operativos de la siguiente en entrar, pues si lo diera, su oferta quedaría excluida. Una forma de ejercer el poder de mercado es retirar parte de la capacidad, por ejemplo, haciendo ofertas muy elevadas que no se casarán. Sin embargo, los ingresos no percibidos se compensarán con el mayor precio recibido por todas sus unidades infra marginales.

Para incrementar la competencia, el mismo Libro Blanco antes mencionado, se refiere a medidas regulatorias, como ventas virtuales de energía (así subastas de venta a largo plazo), o medidas estructurales (como ventas de activos). Hasta fechas recientes, las primeras no se han aplicado. Las segundas, están inéditas. Las subastas, precisamente, se propusieron en un estudio de 2009, como mecanismo de alcanzar competencia en el mercado a través de la competencia por el mercado. El pasado mes de enero se celebró la primera, para contratar energía solar y eólica de plantas por construir, de manera que la inversión necesaria para ello tuviera un plan de negocio viable.  El 95% del precio de la energía se estableció a largo plazo y las adjudicaciones se movieron entre 14,89 y casi 29 €/MWh. Cifras bien alejadas de las que, estas semanas, causan preocupación.

Limitar el poder de mercado es un objetivo obvio en un sistema de economía de mercado como el nuestro. En Francia, por ejemplo, donde la generación nuclear tiene un peso determinante, se estableció la obligación de que vendieran el 25% de su producción a un precio fijo de 42€ MW a las comercializadoras que quisieran contratarlo. Aplicar algo similar en España se podría hacer; pero requeriría replantear la concreción de la separación de actividades entre generadores y comercializadores con quienes tenemos contratados los suministros, ya que, actualmente, las nucleares de nuestro país venden el 80% de su producción, mediante contratos bilaterales a las comercializadoras; pero a las del mismo grupo.

La venta de activos es una medida que hay que mirar con cautela y utilizar preservando los derechos de sus titulares; pero cuyos efectos, en algunos casos, pueden lograrse por la mera aplicación de los contratos y la normativa vigentes.  En este sentido, cabe recordar que han vencido, o están próximas a hacerlo, al alcanzar los setenta y cinco años, numerosas concesiones de explotación de centrales hidráulicas que representan un porcentaje importante de la potencia hidroeléctrica total instalada (incluso si repite concesionario, la nueva adjudicación es ocasión idónea para replantear el uso de la energía generada en términos más favorables para el sistema y los consumidores).

En el Libro Blanco citado, se defendía neutralizar, por un criterio de equidad, los beneficios inesperados en tecnologías (hidráulica y nuclear) que obtenían ingresos de la imputación de unos costes (compra de certificados de emisión que traen causa del protocolo de Kioto) en que no incurrían por no emitir gases de efecto invernadero y que se incorporan al precio de casación cuando entran las que sí los han de adquirir (ciclos combinados) y repercutir. Esto que viene ocurriendo en España desde 2005, ha saltado a los titulares cuando los derechos de emisión han alcanzado un precio de 50€ Tm y, aunque el problema era el mismo conceptualmente, no preocupaba cuando el C02 cotizaba bajo (4€ Tm, en enero de 2018). El gobierno ha manifestado su intención de buscar un sistema para evitar estas rentas regulatorias o beneficios caídos del cielo. Tendremos que esperar a conocer los detalles de su propuesta para opinar; pero el diagnóstico parte de datos objetivos, se compensan unos costes que no se han soportado.

El incremento del precio de los derechos de emisión, en el origen del alza de la “luz” de mayo, es un aviso que la transición energética a una economía descarbonizada, imperativo estratégico global de esta década, tiene unos costes que irán a más. ¿Cómo repartirlos para que la transición sea justa? Es la cuestión a resolver, en que la regulación del sector eléctrico es una de las muchas piezas a mover en un puzle complicado que está en evolución permanente. No obstante, el precio de la energía eléctrica generada y sus aumentos no es hoy consecuencia, fundamentalmente, de la descarbonización sino de la estructura y diseño del mercado que, hasta la fecha, no ha alcanzado el objetivo de la liberalización de disponer de mercados suficientemente competitivos.

En los últimos tiempos, la regulación a través de medidas como las subastas de energía a largo plazo, parece orientarse a avanzar en este propósito de crear mercados con competencia. Una tendencia que hay que continuar en el tiempo y mantener o redoblar en intensidad, si se quiere un sistema eléctrico óptimo en asignar recursos para lograr el triple objetivo de: seguridad de suministro, eficiencia económica y sostenibilidad ambiental.

En nombre de los ciudadanos: cómo controlar el CGPJ

Para quienes llevamos unos años trabajando en el Congreso de los Diputados y hemos visto muchas leyes pasar, la tramitación de la nueva reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial no puede sino desconcertarnos.

Con enorme celeridad y sin dar audiencia ni a la oposición ni a ninguna de las partes interesadas, PSOE y Unidas Podemos pretenden aprobar una reforma de calado de un órgano constitucional, el Consejo General del Poder Judicial. Tanto las formas como el fondo de esta propuesta ahondan en el abaratamiento del ejercicio del poder y en el descenso vertiginoso de los estándares de la democracia.

Respecto de las formas, pudiéramos empezar por plantear un ideal: la elaboración de norma debería siempre sujetarse a un proceso profundo y reflexivo que tenga por objeto lograr el mayor consenso posible por medio de la participación del mayor número de agentes en su tramitación, incluidos los partidos de la oposición y, por supuesto, los expertos, la sociedad civil y los sectores afectados.

Esto es especialmente así en el caso que nos ocupa, pues las modificaciones que finalmente se adoptarán respecto de la estructura del CGPJ no surtirán efectos exclusivamente internos, ni mucho menos, sino que producirán alteraciones significativas en el reparto de los poderes del Estado, en la administración de la justicia y, de forma indirecta, en la vida de los ciudadanos.

Es más, una reforma como la referida exigía la elaboración de un anteproyecto de ley por parte del Gobierno –no una proposición del Congreso– y la observación de los principios de buena regulación previstos en el artículo 26 de la Ley del Gobierno, así como en el artículo 129 de la Ley 39/2015. Sería preferible que las Cortes dispusiesen de medios suficientes (solo así puede garantizarse el ejercicio de una oposición efectiva al Gobierno) para ‘pelear’ en igualdad de condiciones con los distintos ministerios, pero no los tienen: los asesores de los grupos del Congreso y del Senado son muchos menos y están menos especializados que los asesores y funcionarios de que dispone en multitud el Gobierno (los letrados de las Cortes son un cuerpo aparte que no participa en la elaboración material de normas –gran desperdicio de talento, a mi juicio).

Expuesto el ideal, queda solamente por describir en qué múltiples formas se está maniobrando en la dirección opuesta a la señalada por ese ideal. La primera: la norma, que con toda seguridad ha sido elaborada por la coalición de Gobierno, ha sido sin embargo presentada por los grupos parlamentarios socialista y de Unidas Podemos en el Congreso. El motivo es evidente: el Gobierno evita así someterse a los trámites que se le exigen para la elaboración de normas, como son la redacción de anteproyecto, la sustanciación de consulta pública, la audiencia a los ciudadanos, la elaboración de una memoria de impacto normativo (que contemple, al menos, la justificación de su necesidad, un análisis jurídico, la adecuación de la misma, su impacto económico y presupuestario y su impacto por razón de género), la solicitud de estudios e informes y otros. Se trata de un proceso ciertamente largo.

El Reglamento del Congreso permite, al contrario, una considerable flexibilidad y rapidez en el procedimiento legislativo: para la presentación de una proposición de ley (el proyecto de ley es el que presenta el Gobierno) basta solamente con presentarla en el Registro del Congreso, acompañada de la firma de un portavoz de un grupo parlamentario o quince diputados y de una hoja de antecedentes legislativos sumamente sencilla. Una vez registrada, solamente el Gobierno y el Pleno del Congreso pueden impedir su tramitación; también la Mesa del Congreso, si se sirve de malas artes.

El Gobierno, mediante nada menos que su prerrogativa presupuestaria y constitucional, prevista en los artículos 134.6 de la Carta Magna y 126 del Reglamento del Congreso, en virtud de los cuales dispone de treinta días para oponerse a la tramitación de «toda proposición o enmienda que suponga aumento de los créditos o disminución de los ingresos presupuestarios». Sin embargo –y al margen de que el Gobierno y el autor de la reforma se confunden entre sí en este caso–, el Tribunal Constitucional ya ha aclarado que se trata de una prerrogativa, y no de un privilegio, por lo que está limitada al mismo ejercicio presupuestario y debe hacerse valer de forma expresa y motivada (sentencia 34/2018, de 12 de abril de 2018).

Por su parte, el Pleno del Congreso puede impedir su tramitación mediante el trámite de la toma en consideración de la proposición de ley, un trámite perfectamente legítimo y contemplado en las leyes que consiste en una votación política mediante la cual se decide si los partidos rechazan de plano el debate que abre la propuesta, o si están dispuestos a aceptarlo y, en su caso, a presentar enmiendas.

Superado también este trámite, y en ocasiones incluso antes, la Mesa del Congreso, con una mayoría en el órgano y algo más de mala praxis puede también impedir su tramitación recurriendo a variadas tácticas dilatorias, como, por ejemplo, la de ampliar indefinidamente el plazo para presentar enmiendas a la proposición de ley.

No obstante, en el caso de la Proposición de Ley de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial (para el establecimiento del régimen jurídico aplicable al Consejo General del Poder Judicial en funciones) ocurre exactamente lo contrario, pues esos contrapesos son sorteados al confundirse en PSOE y Unidas Podemos los intereses del Gobierno, el beneplácito –relativo– del Pleno y la mayoría de la Mesa. Así, en solo un mes y medio, vacaciones de Navidad mediante y siendo enero mes inhábil en el Congreso, el Gobierno ha logrado que la Cámara haya ventilado su reforma del CGPJ, y que ya esté casi lista para remitirse al Senado; un último trámite residual y exento de complicaciones.

En efecto, la coalición no solo se ha saltado todos los trámites que debe cumplir el Gobierno, sino que, además ha acordado la tramitación urgente de la propuesta, ha cerrado el plazo para presentar enmiendas en apenas una semana y, cuando los interesados por la reforma le han rogado su propia comparecencia para informar sobre la proposición de Ley, ha resuelto denegarles audiencia.

Todas estas decisiones se han impuesto por la fuerza, a espaldas de todos los organismos nacionales, europeos e internacionales, de las asociaciones judiciales y de la sociedad civil y en contra de todas las costumbres parlamentarias y de los principios de buena regulación. La excusa, según los portavoces de los grupos en el Congreso, Adriana Lastra y Pablo Echenique: que la potestad legislativa la tienen las Cortes y que los demás agentes, especialmente el CGPJ, no deben tratar de interferir en el ejercicio de esa potestad, so pena de contravenir el principio de separación de poderes.

Por último, respecto del fondo, ¿qué puede decirse que no se haya dicho desde la Ilustración? La iniciativa en cuestión es una versión reducida de una iniciativa previa que fue aparcada provisionalmente a causa del unánime rechazo que recibió. En ella, el Gobierno proponía poder nombrar –indirectamente a través del Congreso y el Senado– mediante una escuálida mayoría absoluta a todos los vocales del CGPJ y así –indirectamente a través de este– influir en los nombramientos de todos los altos cargos judiciales. La que propuesta ahora nos ocupa no es mucho menos preocupante en el fondo, y de las formas ya se ha hablado.

A nadie que acumule un frágil sentido de Estado se le escapa que todo ello entraña un ataque frontal a la democracia, la separación de poderes y el Estado de Derecho. Reconozco, no obstante, que el argumento esgrimido por los autores de esta propuesta es peligroso porque desprende un profundo atractivo: nada hay más democrático, dicen los autores, que nombrar a los jueces por los propios ciudadanos, que están precisamente representados en el Congreso y el Senado. Sí, suena democrático, pero es populista: lo que han de hacer los jueces es aplicar la Ley, y es esa ley la que es aprobada por los ciudadanos a través de sus representantes, es decir, de los diputados y senadores.

Dicen que el populismo es simplemente un instrumento para lograr poder. Yo lo suscribo, y este caso lo demuestra: mediante una mentira bien perfumada y con apariencia de verdad, se reclama más poder en nombre de los ciudadanos y para los ciudadanos, pero finalmente es el autor de la mentira el único que resulta beneficiado del mismo. Que luego el Gobierno, colmado de poder, decida repartirlo entre los ciudadanos es otra cosa. Pero sería el primer caso de cesión voluntaria en la Historia.

El ministro candidato

El lanzamiento de la candidatura del actual Ministro de Sanidad, Salvador Illa, como cabeza de lista del PSC en las elecciones catalanas (por ahora aplazadas debido a la pandemia) merece algunas reflexiones desde el punto de vista institucional. Con independencia de consideraciones de tipo político sobre lo adecuado o no del perfil del candidato para unas elecciones tan complejas (consideraciones en las que no voy a entrar), me parece que es interesante destacar las importantes disfunciones institucionales que revela la presentación de una candidatura de estas características en un momento como el que vivimos, con independencia de que se materialice o no finalmente o del momento de celebración de las elecciones.

Efectivamente, en mitad de una pandemia de magnitud y consecuencias tremendas, se lanza el mensaje a la ciudadanía de que es más importante que el Ministro de Sanidad sea candidato en unas elecciones autonómicas que seguir al frente del Ministerio. Si bien la gestión realizada por Illa al frente de Sanidad ha sido francamente pobre -ahí están los datos para demostrarlo-, lo cierto es que su sustitución no se plantea atendiendo a estas consideraciones, lo que tendría al menos cierta lógica política e institucional. Se trata simplemente de sustituirle porque al PSOE le parece más conveniente para sus intereses electorales presentarle como candidato a la Generalitat. Hasta tal punto quedan al margen de este maniobra otro tipo de razones no partidistas que lo de menos es plantear quién puede sustituirle: de hecho, los rumores apuntaban a su sustitución por otra Ministra del Gobierno de perfil bajo.

Cierto es que estas operaciones han sido frecuentes en el pasado y también que han sido realizadas por todos los partidos: nunca ha habido ningún inconveniente en presentar como candidatos a ministros y a otros políticos con importantes responsabilidades de gestión. Es más, una cartera ministerial puede servir para dar a conocer a un candidato al gran público y lanzarle después a una campaña. Pero no deja de llamar la atención que se siga actuando con esta desenvoltura en una situación tan dramática y tan excepcional como la que vivimos.

En suma, lo que parece es que el PSOE no se toma demasiado en serio el Ministerio de Sanidad en mitad de la crisis sanitaria más grave que hemos vivido en un siglo. Y si bien es cierto que por este Ministerio han desfilado algunos de los políticos (tanto del PP como del PSOE) con menor preparación y menos aptitudes para ocupar el puesto, seguir con esta forma de funcionar resulta de una frivolidad asombrosa.

Más grave aún es la sombra de sospecha que arroja sobre la gestión de un Ministro que se percibe ya como candidato, con independencia de que aún no lo sea formalmente o incluso de que acabe no siéndolo. Esta sospecha se agudiza porque ni el afectado ni el Gobierno han visto problema alguno en compatibilizar ambas condiciones durante todo el tiempo que estimen conveniente… para dichos los intereses del partido.

La condición de ministro y la de candidato son radicalmente incompatibles. Mientras que la primera exige una dedicación a los intereses generales, en este caso a la lucha contra la pandemia y al proceso de vacunación -con independencia de la dirección política que legítimamente se imprima-, la segunda exige una dedicación plena a los intereses del partido. Mientras que la primera exige una apariencia mínima de neutralidad (y tampoco puede decirse que se haya conseguido esta apariencia con la gestión de la pandemia antes del nombramiento, dicho sea de paso), la segunda exige la parcialidad y la búsqueda de todo lo que convenga electoralmente al partido. Mientras que el Ministro Illa gestiona para todos, tanto los que votan a su partido como los que nunca lo harán, el candidato Illa sólo se dirige a sus potenciales votantes.

En suma, ambas condiciones no pueden ostentarse a la vez. Incluso ya es discutible que se puedan ostentar sucesivamente y sin solución de continuidad, sin un periodo de “cooling off” o de enfriamiento entre una y otra. Que esto no sea evidente para el Gobierno, para el PSOE y para la práctica totalidad de los partidos políticos, así como para muchos ciudadanos, me parece una anomalía institucional que hay que denunciar.

 

Nota del Editor: Una versión previa de este texto puede leerse en Crónica Global. Sobre la crisis de la lógica institucional en favor de la política, puede consultarse la obra Las Instituciones Públicas que el catedrático Juan Miguel de la Cuétara está publicando mediante entregas semanales con la Fundación Hay Derecho y que puede leerse AQUÍ

 

 

Competencias administrativas y pelotas de ping-pong

¿Son de verdad irrenunciables las competencias administrativas? La pregunta la realizo con tono de denuncia, por supuesto: casi un yo acuso. Y puede parecer retórica a la luz de la enfática proclamación de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público. Su Art. 8, Competencia, se expresa en el apartado 1 sin dejar resquicio a la duda: se proclama de manera enfática de la competencia (que “se ejercerá por los órganos administrativos que la tengan atribuida como propia”, salvo las excepciones de la delegación hacia abajo o avocación hacia arriba) que “es irrenunciable”. No hay fisuras ni matices.

«Competencias del órgano» y «potestades de la entidad» no son exactamente lo mismo, pero ese debate queda para otro momento. Lo cierto es que si nos encontramos en el planeta de la obligatoriedad del ejercicio de los correspondientes cometidos es porque los mismos, aunque puedan tener y tengan una víctima primaria, están al servicio de un tercero o unos terceros. Si la policía disuelve una manifestación, incluso con empleo de la fuerza contra las personas, es para que otros –terceros, en plural- puedan disfrutar de la calle, que es de todos. Si la unidad de carreteras de una Subdelegación del Gobierno expropia un terreno y priva de su titularidad a Fulano es porque hay que hacer una carretera que va a usar no ya Mengano, sino muchos Menganos: el interés público o general, en suma. Et sic et coetera.

El interés general o público tiene sus sufridores inmediatos: una verdadera pena. Pero eso no significa que la Administración no deba actuar (no sólo que pueda hacerlo). Reculer pour mieux sauter, que dicen los franceses. Sin un paso atrás no hay quien dé dos pasos adelante. Y es que, como bien explica la ley de la gravitación universal, las cosas, gusten o no, siempre pesan. La ingravidez sólo existe en el espacio sideral.

Lo natural de los gobernantes, así pues, es, en teoría, no sólo expandirse sin dejar vacíos, sino incluso luchar con el vecino para arañarle el espacio. La Ley Orgánica 1/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, regula, dentro de los conflictos de competencia, la figura de los negativos, que en teoría sería casi un cuerpo extraño en el sistema, cuando no un contradios.

El Código Civil, en su Título Preliminar, dedica su Art. 6, entre otras cosas, a la renuncia de los derechos reconocidos en las leyes. Y proclama que su validez queda condicionada a que no salga perdiendo el interés público, el orden público o terceros, el famoso “perjuicio” a los mismos. Derecho Administrativo -lo nuevo- y Derecho Civil cuadran una vez más: lo accesorio sigue a lo principal. Aunque hace más de cien años que la rama se separó del tronco, le sigue siendo secretamente fiel, como a comienzos del siglo XIX decían los líderes de la independencia de México acerca de la pervivencia, casi indeleble, de los elementos hispánicos –aquello había sido la “Nueva España”- en el país recién emancipado.

Borges, el gran Borges, es el autor de esa boutade tan real de que de la literatura fantástica forma parte no sólo la teología -obvio- sino también la metafísica. Olvidó citar al Derecho Administrativo, quizá porque no estaba familiarizado con él.

Y es que sucede que el titular del órgano público del que habla el Art. 8 de la Ley de 2015, el de las competencias teóricamente irrenunciables, es un político que, si ha llegado al puesto, es porque pertenece a un partido. Y, antes de mover un dedo, va a poner en marcha la calculadora electoral. Si acaso me decido a irrumpir en la manifestación ilegal, que es mi rigurosa obligación, ¿cuántos votos voy a perder? Si desalojo a los ocupantes de tal o cual inmueble, ¿qué van a decir de mí los periódicos y la oposición? Sin duda que de mi dejación saldrán perdiendo algunos, pero eso no se percibe o al menos la gente tarda mucho en caer en la cuenta, siendo así que por el contrario la víctima inmediata de la actuación va a estar muy presente desde el primer momento. Ya sabemos las paradojas y las contraindicaciones de lo que se conoce como la acción colectiva. No es tanto un balance de minorías y mayorías cuanto una ponderación del ruido que es capaz de generar cada quien.

La Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública -de la última época de un Zapatero, quien para entonces ya estaba desahuciado y, por tanto, le resbalaban las expectativas electorales- dedica su Art. 54 a lo que llama “Medidas especiales y cautelares”, a aplicar “con carácter excepcional y cuando así lo requieran motivos de extraordinaria gravedad y urgencia”. Se trata de “cuantas medidas sean necesarias”, incluyendo prohibir a la gente que se arrime. Y eso sin contar con lo que muchos años antes, en la primera legislatura de Felipe González, el período matusalénico, había establecido la Ley Orgánica 3/1986, de Medidas Especiales en materia de Salud Pública. O la Ley 14/1986, de 26 de abril, General de Sanidad.

Todo ello, dicho sea sin poner nombres y apellidos, está en las manos -“podrá”- de las concretas autoridades que sean competentes en materia de sanidad. Y, en fin, ya sabemos que, en el Diccionario jurídico-administrativo, podrá significa deberá: las potestades son por definición de ejercicio obligatorio. Más aún si se trata de defender la salud pública, sin la que no hay economía ni nada de nada. Muy en particular en una sociedad como la española, en la que la vida, y el comercio, se desarrollan al aire libre, entre abrazos o incluso besos y arrumacos. En Oslo, para bien o para mal, todo es distinto. Debe suponerse, dicho sea de paso, que para bien (nuestro). De hecho, son ellos los que vienen aquí en cuanto pueden y no nosotros los que, salvo necesidad imperiosa, vamos allí.

Confinar a las personas o incluso restringir su movilidad -eufemismo para no hablar de confinamiento: ya se sabe que todo se va en el disimulo y la semántica- puede ser la primera de las medidas, obligada y de sentido común, en los casos de pandemia. Y ocurre que en el Estado de las Autonomías esa competencia es en primer lugar de las Comunidades Autónomas, al menos en tiempos ordinarios, y a salvo de las funciones centralizadas de bases y coordinación, que por cierto vaya usted a saber lo que se quiso decir con ellas. Pero he aquí que, ¡ay!, estemos ante una potestad de ejercicio enojoso, porque cuando la calculadora de los votos se pone en marcha los resultados pueden acabar siendo unos u otros. Ya se sabe que el elector se muestra tan mobile como la donna de Rigoletto y lo mismo me termina echando en cara que he puesto en jaque su negocio, por poner un ejemplo socorrido. Los políticos, como gremio, carecen frente a la sociedad de toda capacidad de prescripción de recetas desagradables y ellos son los primeros en no ignorarlo: son conscientes de que, como las vedettes, viven de gustar, no de ejercer la ingrata pedagogía.

Ese es el contexto, nada feliz en los hechos: el Estado de partidos, que la Constitución proclama en su Art. 6, cuya preciosa cantinela conocemos: “expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Y sin olvidar también el Estado autonómico del Art. 2; hay que ver la cantidad de adjetivos que adornan nuestro Estado. Y eso sin contar lo de social, democrático y de Derecho del Art. 1.1, la monarquía parlamentaria y sabe Dios cuánta apelación más.

Así las cosas, acaba llegándose a una conclusión, ciertamente nada simpática, acerca del interés general. Ese interés general es lo que subyace al principio de irrenunciabilidad de las competencias, y al que la Administración debe servir “con objetividad” (Art. 103.1 de la Constitución), o sea, sin elucubraciones tácticas sobre los votos que –dicho sea sin discriminación de credos y con igual distancia de todos ellos- se ganen o se pierden si se hace o no se hace tal o cual cosa. La conclusión es que el interés general resulta difícilmente compatible con la democracia degenerada –la partitocracia de cortos vuelos y miras de campanario- y descentralización caricaturesca a la que, cuarenta años largos después de 1978, hemos terminado llegando a fuerza de ir cuesta abajo. Lo señalado en cursiva, que son sólo adjetivos, resultan aquí lo sustancial.

Es el Derecho Administrativo, cuando proclama la irrenunciabilidad de las competencias (una declaración ingenua, por lo que vemos), el que, aunque sólo sea por una vez, se encuentra en el buen camino. Y es la prosaica realidad que tenemos ante nuestros ojos –lo que los políticos no sólo dicen y no dicen, sino lo que hacen y no hacen- la que se está desviando y, además, peligrosamente. Ya sabemos lo del jardín de los senderos que se bifurcan.

En resumidas cuentas, que el bienintencionado Art. 8.1 de la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público es poco menos que un grito en el desierto. Vemos a diario que competencias administrativas (algunas, por lo menos) provocan alergia en su titular, cuando no verdadera urticaria. Una competencia es algo que va de mano en mano va y ninguno se la queda, como la falsa moneda. O como una pelota de ping-pong. En nuestro gallinero político diríase como la peste, sólo que aquí no termina uno de encontrar a nadie parecido al Dr. Rieux. Quién le iba a decir al autor de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional de 1979 que eso de los conflictos negativos de competencias –yo paso, ocúpate tú– iba a terminar siendo –sin formalizarlo judicialmente, eso sí- el pan nuestro de cada día.

La consecuencia está en los pésimos datos que vemos a diario en la prensa y que no engañan: somos los peores de Europa en salud. Y no vale la coartada de que se quiere defender la economía, porque lo cierto es que en economía –en teoría, se insiste, lo que explica la parálisis a la hora de decidir- también estamos a la cola. Se suele decir, con tono de llanto, eso de que “unos por otros, la casa sin barrer”. Aquí lo que está sin barrer no es una casa, sino dos: la de la salud y además la de la economía. Ni honra ni tampoco barcos.

“La Covid pone a prueba el Estado autonómico”, se lee en un artículo de El país el 30 de agosto, con la firma de Elsa García de Blas. Y es que “Comunidades y Gobierno se enfrentan por la gestión de la pandemia, que revela lagunas en un modelo con pocos mecanismos de coordinación”. Y una columna anexa se rotula “Declarar la alarma estigmatiza”, recogiendo palabras literales de un Presidente territorial, el de Aragón. Los maños son gente que no se calla: nobleza baturra.

“Fallo de país” es el título de un artículo de Elisa de la Nuez en El mundo en 18 de septiembre. “La negligencia con la que se ha gestionado la pandemia demuestra la falta de capacidad de gestión de todas las Administraciones Públicas, que necesitan (…) una profunda reforma estructural”. Porque “mientras no abordemos la reforma del sector público, estaremos condenados a seguir viviendo de eslóganes”.

Amador G. Ayora, en El economista, 19 de septiembre, diserta sobre “El ruinoso coste de las riñas políticas”. No hace falta extenderse en explicar su contenido.

“Un fracaso estructural”: Ignacio Camacho, ABC, 20 de septiembre: “El Covid ha delatado la grave debilidad sistémica que España sufre en términos sociales y políticos. A una dirigencia de pésima calidad se han unido una opinión pública cargada de prejuicios, un grave déficit educativo, una desoladora ausencia de pensamiento estratégico y un modelo institucional enredado en el caos competencial y jurídico”. La calamidad del diseño institucional se menciona sólo como uno de los factores -el último-, pero es donde ahora hay que poner el reflector. Las personas, necias o prudentes, situadas a uno u otro lado del espectro (lo del espectro no va con segundas) pueden acabar siendo casi irrelevantes, en el sentido de intercambiables. Un coche con mal motor no lo podría conducir ni el mismísimo Fangio redivivo.

Nuestra estructura política y territorial (carísima, por otra parte: un despilfarro) parece haber sido cincelada con esmero para conducir impepinablemente al mal gobierno. Y, cuando no hay más remedio que tomar una decisión, en los minutos finales o incluso en la prórroga, sólo acaba llegando si se consigue la neutralización del adversario político. Si Lorenzetti volviese a pintar la alegoría del mal gobierno, se fijaría en la foto del pasado lunes 21 de los dos especímenes en la Puerta del Sol. Tan sonrientes ellos. Qué monos.

No hace falta decir que, al fondo de todo, suena el eco del José Ortega y Gasset de “Rectificación de la república”, en diciembre del mismo 1931. No es esto, no es esto.

Por supuesto que ese tipo de lamentaciones tan amargas son muy anteriores a la Segunda República. La tradición de la intelectualidad española, al menos desde el barroco, con Francisco de Quevedo y Baltasar Gracián a la cabeza, es la del más absoluto pesimismo acerca de nuestros diseños organizativos. Parecía que por fin habíamos escapado de la maldición, pero el esfuerzo que tiene uno que hacer para ver algo positivo en este paisaje (“los minutos de la basura” del régimen del 78, como ha dicho Jorge Bustos en El mundo) resulta sobrehumano. Diríase una naturaleza muerta de Valdés Leal.

Excepciones autorizadas, seguridad jurídica y celo policial: a vueltas con la celebración de cultos y otras dudosas prohibiciones

El artículo 9.1 CE prescribe que ciudadanos y poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Ahora bien, a diferencia de los poderes públicos, para los ciudadanos rige lo que llamamos el principio de vinculación negativa, en virtud del cual tenemos libertad para realizar todo aquello que no esté prohibido. Ocurre que con la declaración del estado de alarma en nuestro país parece que se hubiera dado la vuelta al sentido de este principio: fuera de la alfombrilla de nuestras casas, sólo podemos hacer aquello que nos está expresamente permitido. E incluso aquello que podemos hacer se presenta borroso, con la consiguiente inseguridad jurídica. El tema no es baladí porque afecta al sentido profundo de la idea de libertad en un Estado constitucional, el cual lógicamente se puede ver matizado en circunstancias excepcionales como las que vivimos, pero, más en concreto, el mismo está generando dudas acerca de la legitimidad de ciertas intervenciones policiales.

Así las cosas, todos asumimos que estamos “confinados”. Con visual expresión decía el profesor Aragón Reyes que se ha ordenado una “especie de arresto domiciliario” –aquí-. Pero si uno bucea en el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma se encontrará con que el mismo no prohíbe salir de casa. Este decreto lo que prescribe es que “las personas únicamente podrán circular por las vías o espacios de uso público para la realización de las siguientes actividades” (art. 7.1), fijando entonces las causas que legitiman circular. Entonces, ¿podemos transitar o reunirnos en las azoteas de nuestros edificios? En la medida que estas sean zona común de una propiedad horizontal (privada) no tendría que haber impedimento normativo. Cuestión distinta es que sea prudente hacerlas. Sin embargo, la mayoría hemos recibido comunicaciones de los administradores de las comunidades de propietarios advirtiendo de las limitaciones de uso de tales espacios. Incluso, este Domingo de Ramos veíamos como la policía desalojaba la azotea –parece que de un convento- donde se estaba oficiando una misa –aquí-.

Un tema que merece particular atención porque según interpretan los responsables policiales –aquí– no se podrían celebrar este tipo de actos de culto y en consecuencia han procedido a ordenar el desalojo de distintas iglesias en nuestro país –así en Cádiz –aquí– o en Granada –aquí-. Ello contrasta con el art. 11 del Decreto del estado de alarma, que establece que “La asistencia a los lugares de culto y a las ceremonias civiles y religiosas, incluidas las fúnebres, se condicionan a la adopción de medidas organizativas consistentes en evitar aglomeraciones de personas, en función de las dimensiones y características de los lugares, de tal manera que se garantice a los asistentes la posibilidad de respetar la distancia entre ellos de, al menos, un metro”.

Centrándonos en las ceremonias católicas, es cierto que muchos Obispos de forma prudente han optado porque éstas se celebren a puerta cerrada y en la medida de lo posible se retransmiten por televisión o Internet. Pero, jurídicamente, parece claro que la celebración de las mismas no está prohibida, si bien de celebrarse tendrán que respetarse algunas condiciones para prevenir el riesgo de contagio. A lo que habría que hacer dos puntualizaciones adicionales. La primera trae causa de la Orden SND/298/2020, de 29 de marzo, que en su artículo 5º viene a prohibir (aunque la misma dice que se “pospondrá”) la celebración de cultos o ceremonias fúnebres mientras dure el estado de alarma, y limita la participación en el enterramiento o cremación. Pues bien, sin querer aquí apelar al dilema de Antígona, de acuerdo con el sistema de fuentes de nuestro ordenamiento sí que cabe plantearse si una orden ministerial puede terminar prohibiendo -no ya limitando o restringiendo-, lo que el Decreto del estado de alarma ha permitido que se realice aun con condiciones.

La segunda puntualización viene dada ante la ausencia de previsión de la asistencia a las ceremonias o cultos religiosos entre las causas que justifican circular de acuerdo con el art. 7 del Decreto del estado de alarma. ¿Pueden entonces salir los feligreses de sus casas para “asistir” a “los lugares de culto”? A tenor del art. 11 concluiría sin lugar a dudas que si, por lo que, aunque el art. 7 no lo diga, éste debe entenderse como uno de los supuestos análogos que admite para justificar salidas. No entenderlo así vaciaría de contenido el propio art. 11, cuyo objeto es precisamente circunscribir el ejercicio de un derecho fundamental para adecuarlo a la crisis sanitaria. Y precisamente por ello corresponde a los sacerdotes disponer las medidas organizativas necesarias, como ya se ha dicho. Pero en una Catedral como la de Granada que una veintena de personas mantengan la distancia de seguridad no parece muy difícil. O lo mismo en la Iglesia de Cádiz. Por lo que parece que en todos estos desalojos se ha dado un exceso en la intervención policial.

De igual forma se puede apreciar un cierto celo policial en algún caso donde se ha denunciado a una persona por salir a comprar unas coca-colas, chocolate y salchichas –aquí-. De hecho, aunque no ha sido reconocido oficialmente, se ha difundido un listado que maneja la Guardia Civil con aquellos productos alimenticios que justificarían salir a comprar –aquí y aquí-. Sin embargo, el artículo 7 del Decreto no hace distingos y se refiere genéricamente a que se podrá circular cuando el objeto sea adquirir “alimentos, productos farmacéuticos y de primera necesidad.”. De manera que carece de sentido que la policía pueda hacer un escrutinio de si lo comprado en un supermercado es más o menos de primera necesidad. De igual forma que tampoco está jurídicamente prescrito que uno tenga que ir al supermercado más cercano a su casa y, de hecho, en poblaciones dispersas puede tener sentido desplazarse a otras localidades para poder abastecerse por preferir un supermercado más lejano a otros más limitados de la aldea o pueblo en el que se resida. Esta situación se ha planteado cuando varias comunidades islámicas en pueblos de Cáceres han solicitado permiso para poder desplazarse a otras localidades para comprar alimentos en establecimientos autorizados por la Comisión Islámica de España –aquí-. Nuevamente lo que sorprende es que tenga que pedirse una autorización policial para poder hacer algo que, a priori, no está prohibido: ir a comprar.

De igual manera, se ha dicho que está prohibida toda actividad económica que no preste servicios esenciales. Pero tampoco aquí el Decreto del estado de alarma hace mención a la misma. Se refiere únicamente en su artículo 10 a las medidas de contención en el ámbito de la actividad comercial, equipamientos culturales, establecimientos y actividades recreativas, actividades de hostelería y restauración, y otras adicionales. Lo que ha hecho el Gobierno ha sido colar esta suspensión de la actividad económica por la puerta de atrás –si se me permite la expresión-, regulando un “permiso obligatorio” para los trabajadores en el Real Decreto-ley 10/2020, de 29 de marzo. Un Decreto-ley que se sitúa en la línea de fuera de juego porque, de acuerdo con el art. 86.1 CE, este tipo normativo no puede afectar con su regulación a derechos constitucionales –aunque es cierto que la jurisprudencia constitucional ha sido muy generosa a este respecto-. Y, sobre todo, porque soslaya lo que en buena lid debería haber sido una novación del estado de alarma o, de forma más correcta, de un estado de excepción, ya que estas medidas suponen una limitación –si no suspensión- del ejercicio de derechos y libertades constitucionales y, en todo caso, están previstas en la LO 4/1981, de 1 de junio, como medidas posibles en un estado de excepción (art. 26.1), no en el de alarma.

Así las cosas, de todo lo dicho se pueden extraer varias conclusiones. La primera de ellas es que al final las limitaciones a las libertades de los ciudadanos son mucho mayores de lo que la normativa del estado de alarma quiere “aparentar”, quizá para esconder así lo que algunos hemos venido sosteniendo, y es que los efectos del mismo son los que el artículo 55.1 CE y la propia Ley Orgánica prevén para un estado de excepción –en una entrada anterior así lo sostuve-. La aceptación generalizada de la necesidad de estas medidas no subsana este déficit constitucional. La segunda es que, aun siendo comprensivos en estos difíciles momentos que abocan a una inevitable improvisación, no deja de ser deseable una mayor seguridad jurídica a la hora de definir aquello que está o no prohibido. Y, por último, igual que es necesario pedir que las personas sean responsables y cumplan prudentemente no sólo con la letra, sino sobre todo con el espíritu de las restricciones que se han impuesto, por su parte los cuerpos policiales sí que deben ceñirse estrictamente a denunciar sólo aquello que está terminantemente prohibido. No pueden ir más allá, por mucho que parezca inapropiado que una persona vaya a una misa o salga de casa a comprar pipas a un súper distante. Ni siquiera en circunstancias como las que vivimos está justificado educar a golpe de multa.

 

 

Imagen: El Mundo.

Derecho de excepción y control al Gobierno: una garantía inderogable

La pandemia causada por el coronavirus ha llevado a nuestro país a una situación de emergencia que ha reclamado medidas excepcionales. Ya no era posible seguir actuando a través de los poderes ordinarios. Las primeras medidas que se adoptaron estiraron hasta casi desbordar la cobertura jurídica que daban normas como la LO 3/1986, de medidas especiales en materia de salud pública, y alguna legislación autonómica. El Gobierno de España finalmente, como es sabido, tuvo que recurrir al art. 116 CE, desarrollado por la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio –en adelante LOEAES-. Así, el 14 de marzo el Gobierno dictaba el Real Decreto 463/2020, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, posteriormente prorrogado con autorización del Congreso el 27 de marzo por otros quince días y, anteayer, por otros quince más. En el mismo se adoptan un amplio abanico de medidas que nos sitúan fuera de la “normalidad” constitucional, lo que suscita varias preguntas: ¿hasta qué punto el ordenamiento constitucional da cobertura jurídica a las mismas? ¿ha acertado el Gobierno con la forma jurídica que ha dado a este estado de alarma? Y, en última instancia, ¿qué garantías deben mantenerse?

Pues bien, como se ha dicho, la Constitución de 1978 contempla un Derecho constitucional de excepción, el cual, como no podría ser de otro modo en un Estado de Derecho, enmarca el ciceroniano salus populi suprema lex esto sujetándolo a límites y garantías. En concreto, la Constitución prevé tres posibles estados para afrontar estas situaciones de emergenciaalarma, excepción, y sitio, cuya declaración exige determinar el ámbito territorial, los efectos y, en su caso, la duración dentro de los límites constitucionales. Además, cuanto mayor sea la gravedad del estado en el que nos encontremos, mayor es la participación que le corresponde al Congreso de los Diputados. Se trata de un claro contrapeso institucional que además dota de legitimidad democrática a la medida. Asimismo, debe tenerse en cuenta que el acuerdo por el que se declara o prorroga alguno de estos estados tiene fuerza de ley (ATC 7/2012, de 13 de enero, y STC 83/2016, de 28 de abril). Y es que los mismos introducen “excepciones o modificaciones pro tempore” al ordenamiento jurídico (STC 83/2016, de 28 de abril, FJ. 9). Ahora bien, todas las medidas deberán responder a los principios de necesidad y de proporcionalidad y sólo podrá recurrirse a ellos cuando fuera imposible dar respuesta a la crisis mediante los poderes ordinarios (art. 1 LOEAES).

Las causas que justifican declarar cada uno de los estados no las especifica la Constitución, sino que nos tenemos que buscarlas en la Ley Orgánica. La misma, como ha apuntado Cruz Villalón –aquí-, parece alejarse de una visión gradualista y ha configurado tres estados excepcionales “como institutos de respuesta a tres emergencias cualitativamente distintas”. El estado de alarma se habría “despolitizado” y habría quedado para combatir catástrofes naturales o tecnológicas, crisis sanitarias, o para supuestos que comportaran “paralización de servicios públicos esenciales” o “situaciones de desabastecimiento” (art. 4 LOEAES). El estado de excepción estaría previsto entonces para crisis de orden público, sin que el estado de alarma tenga que ser una antesala del mismo. Ahora bien, comparto con F. J. Álvarez García (Estudios Penales y Criminológicos, n. 40, 2020, pp. 1-20), que el concepto de orden público no ha de circunscribirse a la idea de “tranquilidad en la calle”, asociándolo a graves desórdenes públicos, sino que debe asumirse un concepto de orden público constitucional más amplio, vinculado a la “participación activa de los ciudadanos en la totalidad del orden constitucional”. De tal manera que, como prevé la propia LOEAES, aquellas circunstancias que puedan comprometer gravemente el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas o el de los servicios públicos integrarían esa idea de orden público que justifica la declaración de un estado de excepción. Por último, el estado de sitio queda restringido a circunstancias de insurrección o fuerza que buscan la ruptura del orden constitucional.

Es por ello que, a mi entender, a la hora de valorar si debe declararse un estado de alarma o de excepción ante determinadas circunstancias que hicieran “imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios” (art. 1.1 LOEAES) hay que atender más a la naturaleza de las medidas que se quieren adoptar, considerando aquí sí a una visión “gradualista”, que a una “artificial” diferenciación entre situaciones con origen natural o humano vinculadas -o no- a alteraciones de orden público (F. J. Álvarez García, ob. cit.). Una catástrofe o una epidemia, igual que una huelga, tanto pueden justificar un estado de alarma como de excepción en función de la alteración que estás puedan provocar y, sobre todo, de las medidas que sea necesario adoptar para afrontarlas. Sobre todo porque la Constitución no ha especificado los presupuestos habilitantes, por así llamarlos, para la declaración de estos estados, pero sí que ha introducido una regla clara en el artículo 55.1 CE en relación a sus efectos, según la cual, en palabras del Tribunal Constitucional, “[a] diferencia de los estados de excepción y de sitio, la declaración del estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental (art. 55.1 CE contrario sensu), aunque sí la adopción de medidas que pueden suponer limitaciones o restricciones a su ejercicio” (STC 83/2016, de 28 de abril, FJ. 8). Por tanto, si es necesario “suspender” y no sólo “limitar” un derecho fundamental no se podrá recurrir al estado de alarma.

De tal suerte que, a la luz de lo visto, las dos preguntas claves para valorar la opción del Gobierno por el estado de alarma y no por el de excepción ante la epidemia del coronavirus serían: la primera –para saber si podía decretarse el estado de excepción-, ¿el coronavirus ha generado una situación que comprometa gravemente el ejercicio de los derechos fundamentales y un servicio público como la sanidad integrados en esa idea de orden público constitucional? Y, la segunda, ¿la sedicente medida de “limitación” de la libertad de circulación prevista en el art. 7 del Decreto que declara el estado de alarma es una restricción del derecho fundamental o estamos ante una suspensión del mismo? En mi opinión la respuesta a la primera pregunta sería que, desde el momento en el que los ciudadanos no pueden ejercer libremente sus derechos por riesgo de contagio y que la extensión del virus provoca un peligro de colapso del sistema sanitario, se ve gravemente comprometido el orden público constitucional y estaría justificado declarar el estado de excepción. No es que sea necesario, pero es una posibilidad constitucional toda vez que, además, no es suficiente actuar mediante las potestades ordinarias, según lo ya dicho. Además, si se decreta este estado, tampoco quiere decirse que tengan que adoptarse todas las medidas que la ley permite. Por ejemplo, en una situación como la actual sería un disparate suspender el secreto de las comunicaciones. Y, en cuanto a la segunda pregunta, a diferencia de lo que han concluido otros colegas (entre otros Presno Linera –aquí-, Arman Basurto e Íñigo Bilbao –aquí– o Francisco Velasco –aquí-), entiendo que nos encontramos ante un supuesto de suspensión general de la libertad de circulación, que arrastra además la de otros derechos fundamentales como el de reunión o el de manifestación (en este sentido también F. J. Álvarez García, ob. cit.). Hoy, en España, por mor del estado de alarma, está prohibido celebrar manifestaciones (art. 22.1 LOEAES), aunque no se diga expresamente. Y el decreto del estado de alarma al establecer que “las personas únicamente podrán circular por las vías de uso público” para realizar ciertas actividades muy específicas está, en definitiva, suspendiendo el derecho con ciertas excepciones. La prohibición de circulación con posibilidad de que se fije el “itinerario a seguir” recogida en el art. 20 LOEAES para el estado de excepción se parece bastante a las causas que justifican poder salir del confinamiento según el real decreto. Por el contrario, restricciones condicionadas al cumplimiento de requisitos o límites como los que prevé el art. 11.a LOEAES para el estado de alarma serían, por ejemplo, si pudiéramos circular pero con mascarilla y guantes, o, como me decía un alumno en un reciente seminario, el clásico toque de queda circunscrito a determinadas horas.

Aún más, estamos viendo excesos de celo policiales cuando se impide el desarrollo de actos de culto como los que muestran estas noticias en Sevilla –aquí– o Cádiz –aquí-, que evidencian como la libertad religiosa se está viendo también comprometida. De hecho, puede incluso dudarse de si estaría justificado que una persona saliera de casa para asistir a uno de estos actos de culto, que en principio están permitidos siempre y cuando se realicen con las debidas garantías (art. 11 Real Decreto 463/2020).

En todo caso, sobre esta segunda cuestión parece que la última palabra la tendrá el Tribunal Constitucional. Al final, como hemos visto, en un Estado de Derecho incluso en momentos de excepción quienes ejercen el poder han de estar sujetos al Derecho y, por tanto, a la revisión de sus decisiones por los tribunales, en este caso por el Constitucional.

Más allá, en relación con las debidas garantías no sólo jurídicas sino también institucionales, me preocupa especialmente la inoperancia del Congreso en su función de control y el pasotismo gubernamental a la hora de dar cuenta de su gestión. En unas circunstancias como las actuales es precisamente cuando el Gobierno tiene un deber cualificado de responder en sede parlamentaria y las Cortes Generales han de poder ejercer con plenitud su función de control al Gobierno para fiscalizarlo. La Constitución también es terminante en este punto y afirma con rotundidad que el principio de responsabilidad del Gobierno mantiene su vigencia cuando se declara alguno de los estados de emergencia (116.6 CE). Como consecuencia de ello, prevé que no se pueda disolver el Congreso y que si no estuviera en período de sesiones quedarían automáticamente convocadas (art. 116.5 CE). Pues bien, ello contrasta con la suspensión de la actividad parlamentaria acordada por la Presidenta del Congreso aquí, que ha quedado reducida a su mínima expresión (prórroga del estado de alarma, convalidación de decretos-leyes y sesiones de control al Ministro de Sanidad en la correspondiente comisión), y con el compromiso del Gobierno de informar sobre las medidas que adopte. Es cierto que las exigencias sanitarias imponen límites que dificultan el normal desarrollo de la actividad parlamentaria y, de hecho, no es solo un problema al que se enfrente el Parlamento nacional, sino que en el ámbito autonómico se está reproduciendo esta polémica. Pero es precisamente el Congreso de los Diputados el que tiene que realizar en este extremo un mayor esfuerzo habida cuenta de la singular posición constitucional que ocupa. Estando declarado uno de los estados de emergencia el control parlamentario al Gobierno de la Nación es una garantía inderogable e inexcusable. Las comparecencias televisivas del Presidente –para colmo con preguntas capadas- y las ruedas de prensa de sus ministros –o de los casos de altos cargos- no pueden sustituir el debate y escrutinio parlamentario. Los problemas técnicos o logísticos, o la falta de previsión normativa son excusas de mal pagador. Como han sostenido el profesor Aragón Reyes y otros académicos –aquí-, hay que ser creativos, imaginativos para hallar fórmulas que permitan desarrollar la actividad parlamentaria. Y, sobre todo, una Presidenta del Parlamento debe erigirse en la mayor defensora de las prerrogativas de éste, no en el baluarte del Gobierno. Qué lejos nos queda el speaker británico enfrentándose al Primer Ministro cuando quiso suspender las sesiones parlamentarias para evitar que lo controlaran con el Brexit. Qué lejos quedan las razones que daba Pedro Sánchez cuando estaba en la oposición y el entonces Presidente Mariano Rajoy se oponía a ser controlado por estar en funciones –aquí-. Recientemente se titulaba un reportaje sobre esta cuestión “tarjeta roja al Gobierno y a Batet” –aquí-, no sé si tarjeta roja, pero cuando menos amarilla ya muy teñida al naranja sí que es. Porque, como ha titulado Carlos Vidal, “El Congreso no puede hibernar” (El Mundo, 6/04/2020).

 

Pandemia, responsabilidades, falacias y sesgos

Hay algo peor que las fake news: las falacias. La falacia -lógica o simple- es un argumento que parece válido, no siéndolo en realidad. Mientras la fake new es algo burdo y fácilmente desmontable, la falacia tiene una apariencia coherente y atractiva que será mucho más difícil de destruir, sobre todo en el caso de que su mensaje coincida con nuestros prejuicios y aliente la aplicación de nuestros sesgos preferidos.

Si bien ya en la política ordinaria ese tipo de argumentos tramposos son frecuentes, con motivo de la pandemia la cosa resulta exagerada. Aquí se pueden ver bastantes, pero me interesa destacar algunas falacias concretas. Por ejemplo, cuando se dice que en una situación límite como la actual todos debemos unirnos y evitar la crítica. Y eso es verdad, pero parcialmente. Si el barco se está hundiendo y vamos a ahogarnos todos, no parece procedente ponerse a discutir de quién ha sido la culpa de la colisión con el iceberg: tiempo habrá si nos salvamos. Pero eso no quiere decir que no se puedan criticar las medidas concretas que se adoptan para salvarnos o rechazar la conducta del capitán que se mete el primero en el bote para salvarse a sí mismo. Una democracia sin crítica, sin contraposición de opiniones, no es más que un sistema autoritario.

Aceptada la posibilidad de crítica, podemos afirmar que hay muchas falacias entre las críticas y las justificaciones que se han dado de la actuación del gobierno durante esta pandemia. Por ejemplo, el gobierno se excusa de responsabilidad con la afirmación de que lo que ocurrió no podía preverse, y acusa de tener un sesgo retrospectivo a quienes dicen lo contrario. En cambio, sus oponentes ponen el acento en la previsibilidad de todo ello, aportando diversos datos fácticos.

La falacia está, para mí, en la simpleza de tales rotundas afirmaciones. Por supuesto, hemos de convenir que la valoración general no es fácil de hacer en este momento, entre otras cosas porque la crisis todavía no ha acabado. Sin duda, hay que aceptar que no es sencillo tomar una decisión como la del confinamiento de 46 millones de españoles, con grave perjuicio económico para empresas, personas y para el país entero. No es un escenario deseable para ningún gobierno; aunque también es verdad que pudieron tomarse medidas preventivas menos drásticas y favorecer el acopio de material, mascarillas y  tests que luego tan decisivos resultaron, como hicieron algunos países como Chequia.

¿Pudo preverse? Por supuesto, es tentador juzgar lo que pasó a principios de marzo con lo que sabemos en abril –el sesgo retrospectivo- pero también es obvio que no es cierto del todo que no pudiera saberse lo que iba a ocurrir porque en realidad ya había ocurrido: había habido advertencias de la OMS y teníamos el anticipo de la evolución en China y en países como Italia. Pero, por otro lado, no parece tampoco que estén legitimados para cargar las tintas partidos que el mismo día del 8M no pusieron reparos en acudir a la manifestación, como el PP o Ciudadanos o contraprogramar esa manifestación con un gran acto público como VOX.

Quizá cada uno de nosotros debería hacer autocrítica planteándose qué medidas había tomado a título particular para aplicar el mismo rasero a los demás. Claro que la información de que dispone el gobierno es mucho mayor que la de la gente común que espera legítimamente las indicaciones que le hagan sus gobernantes, en quienes precisamente han delegado la adopción de medidas de interés colectivo. A mí personalmente me sorprendieron esos vuelos que venían de Italia llenos de tifosi sin control alguno.

Por otro lado, se ha usado el argumento exculpatorio de que el gobierno no ha hecho otra cosa que seguir las indicaciones de los expertos. Y probablemente hay algo de verdad en ese argumento, pero probablemente no es suficiente, pues si sólo hubiera que seguir las indicaciones de los expertos se estaría admitiendo que el gobierno sobra y que basta una administración de sabios o técnicos (de las “exploradoras” y no de los “chamanes” de los que hablaba Víctor Lapuente), cuando eso es precisamente lo contrario de lo pretendido en este gobierno, muy político –recordemos las campañas feministas y climáticas. Es un argumento que no creen ni los que lo emiten. Además, el conocimiento experto, además de experto, ha de ser independiente. La capacidad técnica sin ética no sólo es inútil, es contraproducente. Un experto que dice lo que quiere oír el que le paga no es un experto independiente cuyo criterio deba ser escuchado como la voz de la razón científica, sino más bien como la voz de su amo.

También se ha dicho que en realidad el gobierno ha hecho lo mismo que los demás países de su entorno, el mal de muchos. Y, en líneas generales, parece verdad. Aunque no del todo, pues hay países que sí actuaron con más celeridad y en ellos, las consecuencias han sido más leves, como en Corea del Sur. Por otro lado, en instituciones de carácter privado sí que ha habido alertas tempranas. Obsérvese por ejemplo el cierre, a tenor de muchas opiniones, prematuro del World Mobile Congress. También en instituciones educativas como el IESE o el IE me consta ha habido alertas tempranas y protocolos de seguridad ya en febrero, adelantando de alguna manera lo que iba a ocurrir.

Quizá cabe plantearse por qué ha existido esa diferencia de reacción entre unos países y otros o en relación a ciertas instituciones. Aventuro una hipótesis: los gobernantes europeos son muy dependientes de la opinión pública y de los medios de comunicación y, por tanto, se lo piensan mucho antes de adoptar decisiones drásticas que puedan generar reacciones negativas del votante. En países autoritarios como en China no hay tanta preocupación con las medidas incómodas, y en otras democracias asiáticas parece que el sentiimiento más colectivo hace a los ciudadanos más propensos a aceptar ciertas restricciones. Por su lado, las instituciones privadas tienen sin duda poco incentivo a perder clientela, pero también tienen una gran responsabilidad civil que compensa su posible tendencia a mirar al otro lado.

Creo que esta crisis ha de servirnos para reflexionar sobre esta debilidad de nuestras democracias en momentos de crisis, como nos va a hacer reflexionar sobre una Unión Europea, al parecer incapaz de ser algo más que un medio de intercambio comercial efectivo. Las amistades, los amores y las sociedades se ven en los momentos difíciles. Como decía Goethe, el talento se educa en la calma y el carácter en la tempestad. Con talento pero sin carácter es difícil salir de situaciones excepcionales. Y si a esa debilidad le añadimos que nuestro gobierno en concreto es un gobierno débil, fruto de acuerdos en principio negados y luego forzados, y con elementos populistas en su seno, podemos hacernos una idea cabal del escenario complicado en el que debe enmarcarse la lucha contra la pandemia. Por cierto, que de ahí surgen también peligrosas falacias, como hablar en twitter de la “función social de la propiedad” mencionada en el artículo 128 de la Constitución sin mencionar el 33 que protege la propiedad, o decir que sólo lo público puede solucionar la crisis, insinuando que el capitalismo ha sido el culpable de la crisis sanitaria o la ha agravado.

En definitiva, la respuesta a la cuestión de las responsabilidades no es fácil, si se quiere ser ecuánime, aparte de no ser este el momento. Y resulta penoso ver que en sesiones como la de ayer los partidos políticos –con señaladas excepciones- se arrojan al rostro falacias de todo tipo para obtener un rendimiento a corto o medio plazo o simplemente por mantener su posición, incluso cuando el barco se hunde. Y lo malo es que habitualmente lo consiguen, porque el poder de las falacias aumenta si caen en el terreno abonado de los sesgos cognitivos. Nuestra mente no quiere hacer las reflexiones y ofrecer los matices que acabo de exponer. Prefiere quedarse con los mensajes simples del “no pudo preverse” o del “sí pudo preverse”, según cuál sea su posicionamiento político. Como saben, los sesgos cognitivos, conforme a la teoría de la heurística de Kahneman (“Pensar rápido, pensar despacio”) y otros, se deben a que la mente tiene dos sistemas de pensamiento: el sistema 1, rápido, intuitivo y emocional, y el Sistema 2, más lento, reflexivo y racional. El primero proporciona conclusiones de forma automática para muchas actuaciones ordinarias (conducir), y el segundo, respuestas conscientes a problemas complejos. El primero asocia la nueva información con los patrones existentes, o pensamientos, en lugar de crear nuevos patrones para cada nueva experiencia (si viene un tigre rugiendo huyes). Esto da lugar a diferentes tipos de sesgos. Por ejemplo, el de confirmación, la tendencia a favorecer, buscar o recordar la información que confirma las propias creencias y dando menos consideración a posibles alternativas; el retrospectivo, que indicábamos antes; el de perseverancia de creencias, o el efecto halo, la coherencia emocional exagerada, en cuya virtud tendemos a ver positivamente lo que dicen o hacen aquellas personas que admiramos

La conclusión de todo esto, como casi siempre, es ética. Lo fácil es usar el sistema 1 de pensamiento y acomodar la información a nuestros marcos mentales y políticos previos. Usar el sistema 2 es más costoso, pues implica un notable esfuerzo mental, y encima proporciona menos satisfacción, porque generalmente no produce el goce de ver confirmadas nuestras opiniones. Pensar ecuánimemente significa sangre, sudor y lágrimas mentales. Pero dejarnos llevar por la comodidad de los sesgos conduce a ser dominados por los demagogos.

Señala mi hermano el filósofo Javier Gomá que el único sostén de una civilización es una ciudadanía ilustrada, no las leyes ni las instituciones. Es cierto, aunque en mi opinión, cabe matizar: las instituciones son la clave de la supervivencia de muchos países, aunque ello no signifique olvidar la importancia del ciudadano individual. Y añado algo: para ser ciudadano ilustrado no hace falta tener estudios, basta con tener criterio. Y para tener criterio basta con ser capaz de liberarse de lo que nos impone pensar nuestro sistema más intuitivo, ese que nos permite conducir sin pensar, pero no nos permite comprender situaciones complejas. No podemos evitar las falacias, las medias verdades ni los bulos de nuestros políticos. Pero sí podemos evitar caer en ellos.

Una democracia cuyos ciudadanos no tienen criterio es una democracia expuesta a las falacias y, por tanto, a la manipulación. Hagamos el esfuerzo de tener criterio.