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Competencias administrativas y pelotas de ping-pong

¿Son de verdad irrenunciables las competencias administrativas? La pregunta la realizo con tono de denuncia, por supuesto: casi un yo acuso. Y puede parecer retórica a la luz de la enfática proclamación de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público. Su Art. 8, Competencia, se expresa en el apartado 1 sin dejar resquicio a la duda: se proclama de manera enfática de la competencia (que “se ejercerá por los órganos administrativos que la tengan atribuida como propia”, salvo las excepciones de la delegación hacia abajo o avocación hacia arriba) que “es irrenunciable”. No hay fisuras ni matices.

“Competencias del órgano” y “potestades de la entidad” no son exactamente lo mismo, pero ese debate queda para otro momento. Lo cierto es que si nos encontramos en el planeta de la obligatoriedad del ejercicio de los correspondientes cometidos es porque los mismos, aunque puedan tener y tengan una víctima primaria, están al servicio de un tercero o unos terceros. Si la policía disuelve una manifestación, incluso con empleo de la fuerza contra las personas, es para que otros –terceros, en plural- puedan disfrutar de la calle, que es de todos. Si la unidad de carreteras de una Subdelegación del Gobierno expropia un terreno y priva de su titularidad a Fulano es porque hay que hacer una carretera que va a usar no ya Mengano, sino muchos Menganos: el interés público o general, en suma. Et sic et coetera.

El interés general o público tiene sus sufridores inmediatos: una verdadera pena. Pero eso no significa que la Administración no deba actuar (no sólo que pueda hacerlo). Reculer pour mieux sauter, que dicen los franceses. Sin un paso atrás no hay quien dé dos pasos adelante. Y es que, como bien explica la ley de la gravitación universal, las cosas, gusten o no, siempre pesan. La ingravidez sólo existe en el espacio sideral.

Lo natural de los gobernantes, así pues, es, en teoría, no sólo expandirse sin dejar vacíos, sino incluso luchar con el vecino para arañarle el espacio. La Ley Orgánica 1/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, regula, dentro de los conflictos de competencia, la figura de los negativos, que en teoría sería casi un cuerpo extraño en el sistema, cuando no un contradios.

El Código Civil, en su Título Preliminar, dedica su Art. 6, entre otras cosas, a la renuncia de los derechos reconocidos en las leyes. Y proclama que su validez queda condicionada a que no salga perdiendo el interés público, el orden público o terceros, el famoso “perjuicio” a los mismos. Derecho Administrativo -lo nuevo- y Derecho Civil cuadran una vez más: lo accesorio sigue a lo principal. Aunque hace más de cien años que la rama se separó del tronco, le sigue siendo secretamente fiel, como a comienzos del siglo XIX decían los líderes de la independencia de México acerca de la pervivencia, casi indeleble, de los elementos hispánicos –aquello había sido la “Nueva España”- en el país recién emancipado.

Borges, el gran Borges, es el autor de esa boutade tan real de que de la literatura fantástica forma parte no sólo la teología -obvio- sino también la metafísica. Olvidó citar al Derecho Administrativo, quizá porque no estaba familiarizado con él.

Y es que sucede que el titular del órgano público del que habla el Art. 8 de la Ley de 2015, el de las competencias teóricamente irrenunciables, es un político que, si ha llegado al puesto, es porque pertenece a un partido. Y, antes de mover un dedo, va a poner en marcha la calculadora electoral. Si acaso me decido a irrumpir en la manifestación ilegal, que es mi rigurosa obligación, ¿cuántos votos voy a perder? Si desalojo a los ocupantes de tal o cual inmueble, ¿qué van a decir de mí los periódicos y la oposición? Sin duda que de mi dejación saldrán perdiendo algunos, pero eso no se percibe o al menos la gente tarda mucho en caer en la cuenta, siendo así que por el contrario la víctima inmediata de la actuación va a estar muy presente desde el primer momento. Ya sabemos las paradojas y las contraindicaciones de lo que se conoce como la acción colectiva. No es tanto un balance de minorías y mayorías cuanto una ponderación del ruido que es capaz de generar cada quien.

La Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública -de la última época de un Zapatero, quien para entonces ya estaba desahuciado y, por tanto, le resbalaban las expectativas electorales- dedica su Art. 54 a lo que llama “Medidas especiales y cautelares”, a aplicar “con carácter excepcional y cuando así lo requieran motivos de extraordinaria gravedad y urgencia”. Se trata de “cuantas medidas sean necesarias”, incluyendo prohibir a la gente que se arrime. Y eso sin contar con lo que muchos años antes, en la primera legislatura de Felipe González, el período matusalénico, había establecido la Ley Orgánica 3/1986, de Medidas Especiales en materia de Salud Pública. O la Ley 14/1986, de 26 de abril, General de Sanidad.

Todo ello, dicho sea sin poner nombres y apellidos, está en las manos -“podrá”- de las concretas autoridades que sean competentes en materia de sanidad. Y, en fin, ya sabemos que, en el Diccionario jurídico-administrativo, podrá significa deberá: las potestades son por definición de ejercicio obligatorio. Más aún si se trata de defender la salud pública, sin la que no hay economía ni nada de nada. Muy en particular en una sociedad como la española, en la que la vida, y el comercio, se desarrollan al aire libre, entre abrazos o incluso besos y arrumacos. En Oslo, para bien o para mal, todo es distinto. Debe suponerse, dicho sea de paso, que para bien (nuestro). De hecho, son ellos los que vienen aquí en cuanto pueden y no nosotros los que, salvo necesidad imperiosa, vamos allí.

Confinar a las personas o incluso restringir su movilidad -eufemismo para no hablar de confinamiento: ya se sabe que todo se va en el disimulo y la semántica- puede ser la primera de las medidas, obligada y de sentido común, en los casos de pandemia. Y ocurre que en el Estado de las Autonomías esa competencia es en primer lugar de las Comunidades Autónomas, al menos en tiempos ordinarios, y a salvo de las funciones centralizadas de bases y coordinación, que por cierto vaya usted a saber lo que se quiso decir con ellas. Pero he aquí que, ¡ay!, estemos ante una potestad de ejercicio enojoso, porque cuando la calculadora de los votos se pone en marcha los resultados pueden acabar siendo unos u otros. Ya se sabe que el elector se muestra tan mobile como la donna de Rigoletto y lo mismo me termina echando en cara que he puesto en jaque su negocio, por poner un ejemplo socorrido. Los políticos, como gremio, carecen frente a la sociedad de toda capacidad de prescripción de recetas desagradables y ellos son los primeros en no ignorarlo: son conscientes de que, como las vedettes, viven de gustar, no de ejercer la ingrata pedagogía.

Ese es el contexto, nada feliz en los hechos: el Estado de partidos, que la Constitución proclama en su Art. 6, cuya preciosa cantinela conocemos: “expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Y sin olvidar también el Estado autonómico del Art. 2; hay que ver la cantidad de adjetivos que adornan nuestro Estado. Y eso sin contar lo de social, democrático y de Derecho del Art. 1.1, la monarquía parlamentaria y sabe Dios cuánta apelación más.

Así las cosas, acaba llegándose a una conclusión, ciertamente nada simpática, acerca del interés general. Ese interés general es lo que subyace al principio de irrenunciabilidad de las competencias, y al que la Administración debe servir “con objetividad” (Art. 103.1 de la Constitución), o sea, sin elucubraciones tácticas sobre los votos que –dicho sea sin discriminación de credos y con igual distancia de todos ellos- se ganen o se pierden si se hace o no se hace tal o cual cosa. La conclusión es que el interés general resulta difícilmente compatible con la democracia degenerada –la partitocracia de cortos vuelos y miras de campanario- y descentralización caricaturesca a la que, cuarenta años largos después de 1978, hemos terminado llegando a fuerza de ir cuesta abajo. Lo señalado en cursiva, que son sólo adjetivos, resultan aquí lo sustancial.

Es el Derecho Administrativo, cuando proclama la irrenunciabilidad de las competencias (una declaración ingenua, por lo que vemos), el que, aunque sólo sea por una vez, se encuentra en el buen camino. Y es la prosaica realidad que tenemos ante nuestros ojos –lo que los políticos no sólo dicen y no dicen, sino lo que hacen y no hacen- la que se está desviando y, además, peligrosamente. Ya sabemos lo del jardín de los senderos que se bifurcan.

En resumidas cuentas, que el bienintencionado Art. 8.1 de la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público es poco menos que un grito en el desierto. Vemos a diario que competencias administrativas (algunas, por lo menos) provocan alergia en su titular, cuando no verdadera urticaria. Una competencia es algo que va de mano en mano va y ninguno se la queda, como la falsa moneda. O como una pelota de ping-pong. En nuestro gallinero político diríase como la peste, sólo que aquí no termina uno de encontrar a nadie parecido al Dr. Rieux. Quién le iba a decir al autor de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional de 1979 que eso de los conflictos negativos de competencias –yo paso, ocúpate tú– iba a terminar siendo –sin formalizarlo judicialmente, eso sí- el pan nuestro de cada día.

La consecuencia está en los pésimos datos que vemos a diario en la prensa y que no engañan: somos los peores de Europa en salud. Y no vale la coartada de que se quiere defender la economía, porque lo cierto es que en economía –en teoría, se insiste, lo que explica la parálisis a la hora de decidir- también estamos a la cola. Se suele decir, con tono de llanto, eso de que “unos por otros, la casa sin barrer”. Aquí lo que está sin barrer no es una casa, sino dos: la de la salud y además la de la economía. Ni honra ni tampoco barcos.

“La Covid pone a prueba el Estado autonómico”, se lee en un artículo de El país el 30 de agosto, con la firma de Elsa García de Blas. Y es que “Comunidades y Gobierno se enfrentan por la gestión de la pandemia, que revela lagunas en un modelo con pocos mecanismos de coordinación”. Y una columna anexa se rotula “Declarar la alarma estigmatiza”, recogiendo palabras literales de un Presidente territorial, el de Aragón. Los maños son gente que no se calla: nobleza baturra.

“Fallo de país” es el título de un artículo de Elisa de la Nuez en El mundo en 18 de septiembre. “La negligencia con la que se ha gestionado la pandemia demuestra la falta de capacidad de gestión de todas las Administraciones Públicas, que necesitan (…) una profunda reforma estructural”. Porque “mientras no abordemos la reforma del sector público, estaremos condenados a seguir viviendo de eslóganes”.

Amador G. Ayora, en El economista, 19 de septiembre, diserta sobre “El ruinoso coste de las riñas políticas”. No hace falta extenderse en explicar su contenido.

“Un fracaso estructural”: Ignacio Camacho, ABC, 20 de septiembre: “El Covid ha delatado la grave debilidad sistémica que España sufre en términos sociales y políticos. A una dirigencia de pésima calidad se han unido una opinión pública cargada de prejuicios, un grave déficit educativo, una desoladora ausencia de pensamiento estratégico y un modelo institucional enredado en el caos competencial y jurídico”. La calamidad del diseño institucional se menciona sólo como uno de los factores -el último-, pero es donde ahora hay que poner el reflector. Las personas, necias o prudentes, situadas a uno u otro lado del espectro (lo del espectro no va con segundas) pueden acabar siendo casi irrelevantes, en el sentido de intercambiables. Un coche con mal motor no lo podría conducir ni el mismísimo Fangio redivivo.

Nuestra estructura política y territorial (carísima, por otra parte: un despilfarro) parece haber sido cincelada con esmero para conducir impepinablemente al mal gobierno. Y, cuando no hay más remedio que tomar una decisión, en los minutos finales o incluso en la prórroga, sólo acaba llegando si se consigue la neutralización del adversario político. Si Lorenzetti volviese a pintar la alegoría del mal gobierno, se fijaría en la foto del pasado lunes 21 de los dos especímenes en la Puerta del Sol. Tan sonrientes ellos. Qué monos.

No hace falta decir que, al fondo de todo, suena el eco del José Ortega y Gasset de “Rectificación de la república”, en diciembre del mismo 1931. No es esto, no es esto.

Por supuesto que ese tipo de lamentaciones tan amargas son muy anteriores a la Segunda República. La tradición de la intelectualidad española, al menos desde el barroco, con Francisco de Quevedo y Baltasar Gracián a la cabeza, es la del más absoluto pesimismo acerca de nuestros diseños organizativos. Parecía que por fin habíamos escapado de la maldición, pero el esfuerzo que tiene uno que hacer para ver algo positivo en este paisaje (“los minutos de la basura” del régimen del 78, como ha dicho Jorge Bustos en El mundo) resulta sobrehumano. Diríase una naturaleza muerta de Valdés Leal.

Excepciones autorizadas, seguridad jurídica y celo policial: a vueltas con la celebración de cultos y otras dudosas prohibiciones

El artículo 9.1 CE prescribe que ciudadanos y poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Ahora bien, a diferencia de los poderes públicos, para los ciudadanos rige lo que llamamos el principio de vinculación negativa, en virtud del cual tenemos libertad para realizar todo aquello que no esté prohibido. Ocurre que con la declaración del estado de alarma en nuestro país parece que se hubiera dado la vuelta al sentido de este principio: fuera de la alfombrilla de nuestras casas, sólo podemos hacer aquello que nos está expresamente permitido. E incluso aquello que podemos hacer se presenta borroso, con la consiguiente inseguridad jurídica. El tema no es baladí porque afecta al sentido profundo de la idea de libertad en un Estado constitucional, el cual lógicamente se puede ver matizado en circunstancias excepcionales como las que vivimos, pero, más en concreto, el mismo está generando dudas acerca de la legitimidad de ciertas intervenciones policiales.

Así las cosas, todos asumimos que estamos “confinados”. Con visual expresión decía el profesor Aragón Reyes que se ha ordenado una “especie de arresto domiciliario” –aquí-. Pero si uno bucea en el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma se encontrará con que el mismo no prohíbe salir de casa. Este decreto lo que prescribe es que “las personas únicamente podrán circular por las vías o espacios de uso público para la realización de las siguientes actividades” (art. 7.1), fijando entonces las causas que legitiman circular. Entonces, ¿podemos transitar o reunirnos en las azoteas de nuestros edificios? En la medida que estas sean zona común de una propiedad horizontal (privada) no tendría que haber impedimento normativo. Cuestión distinta es que sea prudente hacerlas. Sin embargo, la mayoría hemos recibido comunicaciones de los administradores de las comunidades de propietarios advirtiendo de las limitaciones de uso de tales espacios. Incluso, este Domingo de Ramos veíamos como la policía desalojaba la azotea –parece que de un convento- donde se estaba oficiando una misa –aquí-.

Un tema que merece particular atención porque según interpretan los responsables policiales –aquí– no se podrían celebrar este tipo de actos de culto y en consecuencia han procedido a ordenar el desalojo de distintas iglesias en nuestro país –así en Cádiz –aquí– o en Granada –aquí-. Ello contrasta con el art. 11 del Decreto del estado de alarma, que establece que “La asistencia a los lugares de culto y a las ceremonias civiles y religiosas, incluidas las fúnebres, se condicionan a la adopción de medidas organizativas consistentes en evitar aglomeraciones de personas, en función de las dimensiones y características de los lugares, de tal manera que se garantice a los asistentes la posibilidad de respetar la distancia entre ellos de, al menos, un metro”.

Centrándonos en las ceremonias católicas, es cierto que muchos Obispos de forma prudente han optado porque éstas se celebren a puerta cerrada y en la medida de lo posible se retransmiten por televisión o Internet. Pero, jurídicamente, parece claro que la celebración de las mismas no está prohibida, si bien de celebrarse tendrán que respetarse algunas condiciones para prevenir el riesgo de contagio. A lo que habría que hacer dos puntualizaciones adicionales. La primera trae causa de la Orden SND/298/2020, de 29 de marzo, que en su artículo 5º viene a prohibir (aunque la misma dice que se “pospondrá”) la celebración de cultos o ceremonias fúnebres mientras dure el estado de alarma, y limita la participación en el enterramiento o cremación. Pues bien, sin querer aquí apelar al dilema de Antígona, de acuerdo con el sistema de fuentes de nuestro ordenamiento sí que cabe plantearse si una orden ministerial puede terminar prohibiendo -no ya limitando o restringiendo-, lo que el Decreto del estado de alarma ha permitido que se realice aun con condiciones.

La segunda puntualización viene dada ante la ausencia de previsión de la asistencia a las ceremonias o cultos religiosos entre las causas que justifican circular de acuerdo con el art. 7 del Decreto del estado de alarma. ¿Pueden entonces salir los feligreses de sus casas para “asistir” a “los lugares de culto”? A tenor del art. 11 concluiría sin lugar a dudas que si, por lo que, aunque el art. 7 no lo diga, éste debe entenderse como uno de los supuestos análogos que admite para justificar salidas. No entenderlo así vaciaría de contenido el propio art. 11, cuyo objeto es precisamente circunscribir el ejercicio de un derecho fundamental para adecuarlo a la crisis sanitaria. Y precisamente por ello corresponde a los sacerdotes disponer las medidas organizativas necesarias, como ya se ha dicho. Pero en una Catedral como la de Granada que una veintena de personas mantengan la distancia de seguridad no parece muy difícil. O lo mismo en la Iglesia de Cádiz. Por lo que parece que en todos estos desalojos se ha dado un exceso en la intervención policial.

De igual forma se puede apreciar un cierto celo policial en algún caso donde se ha denunciado a una persona por salir a comprar unas coca-colas, chocolate y salchichas –aquí-. De hecho, aunque no ha sido reconocido oficialmente, se ha difundido un listado que maneja la Guardia Civil con aquellos productos alimenticios que justificarían salir a comprar –aquí y aquí-. Sin embargo, el artículo 7 del Decreto no hace distingos y se refiere genéricamente a que se podrá circular cuando el objeto sea adquirir “alimentos, productos farmacéuticos y de primera necesidad.”. De manera que carece de sentido que la policía pueda hacer un escrutinio de si lo comprado en un supermercado es más o menos de primera necesidad. De igual forma que tampoco está jurídicamente prescrito que uno tenga que ir al supermercado más cercano a su casa y, de hecho, en poblaciones dispersas puede tener sentido desplazarse a otras localidades para poder abastecerse por preferir un supermercado más lejano a otros más limitados de la aldea o pueblo en el que se resida. Esta situación se ha planteado cuando varias comunidades islámicas en pueblos de Cáceres han solicitado permiso para poder desplazarse a otras localidades para comprar alimentos en establecimientos autorizados por la Comisión Islámica de España –aquí-. Nuevamente lo que sorprende es que tenga que pedirse una autorización policial para poder hacer algo que, a priori, no está prohibido: ir a comprar.

De igual manera, se ha dicho que está prohibida toda actividad económica que no preste servicios esenciales. Pero tampoco aquí el Decreto del estado de alarma hace mención a la misma. Se refiere únicamente en su artículo 10 a las medidas de contención en el ámbito de la actividad comercial, equipamientos culturales, establecimientos y actividades recreativas, actividades de hostelería y restauración, y otras adicionales. Lo que ha hecho el Gobierno ha sido colar esta suspensión de la actividad económica por la puerta de atrás –si se me permite la expresión-, regulando un “permiso obligatorio” para los trabajadores en el Real Decreto-ley 10/2020, de 29 de marzo. Un Decreto-ley que se sitúa en la línea de fuera de juego porque, de acuerdo con el art. 86.1 CE, este tipo normativo no puede afectar con su regulación a derechos constitucionales –aunque es cierto que la jurisprudencia constitucional ha sido muy generosa a este respecto-. Y, sobre todo, porque soslaya lo que en buena lid debería haber sido una novación del estado de alarma o, de forma más correcta, de un estado de excepción, ya que estas medidas suponen una limitación –si no suspensión- del ejercicio de derechos y libertades constitucionales y, en todo caso, están previstas en la LO 4/1981, de 1 de junio, como medidas posibles en un estado de excepción (art. 26.1), no en el de alarma.

Así las cosas, de todo lo dicho se pueden extraer varias conclusiones. La primera de ellas es que al final las limitaciones a las libertades de los ciudadanos son mucho mayores de lo que la normativa del estado de alarma quiere “aparentar”, quizá para esconder así lo que algunos hemos venido sosteniendo, y es que los efectos del mismo son los que el artículo 55.1 CE y la propia Ley Orgánica prevén para un estado de excepción –en una entrada anterior así lo sostuve-. La aceptación generalizada de la necesidad de estas medidas no subsana este déficit constitucional. La segunda es que, aun siendo comprensivos en estos difíciles momentos que abocan a una inevitable improvisación, no deja de ser deseable una mayor seguridad jurídica a la hora de definir aquello que está o no prohibido. Y, por último, igual que es necesario pedir que las personas sean responsables y cumplan prudentemente no sólo con la letra, sino sobre todo con el espíritu de las restricciones que se han impuesto, por su parte los cuerpos policiales sí que deben ceñirse estrictamente a denunciar sólo aquello que está terminantemente prohibido. No pueden ir más allá, por mucho que parezca inapropiado que una persona vaya a una misa o salga de casa a comprar pipas a un súper distante. Ni siquiera en circunstancias como las que vivimos está justificado educar a golpe de multa.

 

 

Imagen: El Mundo.

Derecho de excepción y control al Gobierno: una garantía inderogable

La pandemia causada por el coronavirus ha llevado a nuestro país a una situación de emergencia que ha reclamado medidas excepcionales. Ya no era posible seguir actuando a través de los poderes ordinarios. Las primeras medidas que se adoptaron estiraron hasta casi desbordar la cobertura jurídica que daban normas como la LO 3/1986, de medidas especiales en materia de salud pública, y alguna legislación autonómica. El Gobierno de España finalmente, como es sabido, tuvo que recurrir al art. 116 CE, desarrollado por la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio –en adelante LOEAES-. Así, el 14 de marzo el Gobierno dictaba el Real Decreto 463/2020, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, posteriormente prorrogado con autorización del Congreso el 27 de marzo por otros quince días y, anteayer, por otros quince más. En el mismo se adoptan un amplio abanico de medidas que nos sitúan fuera de la “normalidad” constitucional, lo que suscita varias preguntas: ¿hasta qué punto el ordenamiento constitucional da cobertura jurídica a las mismas? ¿ha acertado el Gobierno con la forma jurídica que ha dado a este estado de alarma? Y, en última instancia, ¿qué garantías deben mantenerse?

Pues bien, como se ha dicho, la Constitución de 1978 contempla un Derecho constitucional de excepción, el cual, como no podría ser de otro modo en un Estado de Derecho, enmarca el ciceroniano salus populi suprema lex esto sujetándolo a límites y garantías. En concreto, la Constitución prevé tres posibles estados para afrontar estas situaciones de emergenciaalarma, excepción, y sitio, cuya declaración exige determinar el ámbito territorial, los efectos y, en su caso, la duración dentro de los límites constitucionales. Además, cuanto mayor sea la gravedad del estado en el que nos encontremos, mayor es la participación que le corresponde al Congreso de los Diputados. Se trata de un claro contrapeso institucional que además dota de legitimidad democrática a la medida. Asimismo, debe tenerse en cuenta que el acuerdo por el que se declara o prorroga alguno de estos estados tiene fuerza de ley (ATC 7/2012, de 13 de enero, y STC 83/2016, de 28 de abril). Y es que los mismos introducen “excepciones o modificaciones pro tempore” al ordenamiento jurídico (STC 83/2016, de 28 de abril, FJ. 9). Ahora bien, todas las medidas deberán responder a los principios de necesidad y de proporcionalidad y sólo podrá recurrirse a ellos cuando fuera imposible dar respuesta a la crisis mediante los poderes ordinarios (art. 1 LOEAES).

Las causas que justifican declarar cada uno de los estados no las especifica la Constitución, sino que nos tenemos que buscarlas en la Ley Orgánica. La misma, como ha apuntado Cruz Villalón –aquí-, parece alejarse de una visión gradualista y ha configurado tres estados excepcionales “como institutos de respuesta a tres emergencias cualitativamente distintas”. El estado de alarma se habría “despolitizado” y habría quedado para combatir catástrofes naturales o tecnológicas, crisis sanitarias, o para supuestos que comportaran “paralización de servicios públicos esenciales” o “situaciones de desabastecimiento” (art. 4 LOEAES). El estado de excepción estaría previsto entonces para crisis de orden público, sin que el estado de alarma tenga que ser una antesala del mismo. Ahora bien, comparto con F. J. Álvarez García (Estudios Penales y Criminológicos, n. 40, 2020, pp. 1-20), que el concepto de orden público no ha de circunscribirse a la idea de “tranquilidad en la calle”, asociándolo a graves desórdenes públicos, sino que debe asumirse un concepto de orden público constitucional más amplio, vinculado a la “participación activa de los ciudadanos en la totalidad del orden constitucional”. De tal manera que, como prevé la propia LOEAES, aquellas circunstancias que puedan comprometer gravemente el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas o el de los servicios públicos integrarían esa idea de orden público que justifica la declaración de un estado de excepción. Por último, el estado de sitio queda restringido a circunstancias de insurrección o fuerza que buscan la ruptura del orden constitucional.

Es por ello que, a mi entender, a la hora de valorar si debe declararse un estado de alarma o de excepción ante determinadas circunstancias que hicieran “imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios” (art. 1.1 LOEAES) hay que atender más a la naturaleza de las medidas que se quieren adoptar, considerando aquí sí a una visión “gradualista”, que a una “artificial” diferenciación entre situaciones con origen natural o humano vinculadas -o no- a alteraciones de orden público (F. J. Álvarez García, ob. cit.). Una catástrofe o una epidemia, igual que una huelga, tanto pueden justificar un estado de alarma como de excepción en función de la alteración que estás puedan provocar y, sobre todo, de las medidas que sea necesario adoptar para afrontarlas. Sobre todo porque la Constitución no ha especificado los presupuestos habilitantes, por así llamarlos, para la declaración de estos estados, pero sí que ha introducido una regla clara en el artículo 55.1 CE en relación a sus efectos, según la cual, en palabras del Tribunal Constitucional, “[a] diferencia de los estados de excepción y de sitio, la declaración del estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental (art. 55.1 CE contrario sensu), aunque sí la adopción de medidas que pueden suponer limitaciones o restricciones a su ejercicio” (STC 83/2016, de 28 de abril, FJ. 8). Por tanto, si es necesario “suspender” y no sólo “limitar” un derecho fundamental no se podrá recurrir al estado de alarma.

De tal suerte que, a la luz de lo visto, las dos preguntas claves para valorar la opción del Gobierno por el estado de alarma y no por el de excepción ante la epidemia del coronavirus serían: la primera –para saber si podía decretarse el estado de excepción-, ¿el coronavirus ha generado una situación que comprometa gravemente el ejercicio de los derechos fundamentales y un servicio público como la sanidad integrados en esa idea de orden público constitucional? Y, la segunda, ¿la sedicente medida de “limitación” de la libertad de circulación prevista en el art. 7 del Decreto que declara el estado de alarma es una restricción del derecho fundamental o estamos ante una suspensión del mismo? En mi opinión la respuesta a la primera pregunta sería que, desde el momento en el que los ciudadanos no pueden ejercer libremente sus derechos por riesgo de contagio y que la extensión del virus provoca un peligro de colapso del sistema sanitario, se ve gravemente comprometido el orden público constitucional y estaría justificado declarar el estado de excepción. No es que sea necesario, pero es una posibilidad constitucional toda vez que, además, no es suficiente actuar mediante las potestades ordinarias, según lo ya dicho. Además, si se decreta este estado, tampoco quiere decirse que tengan que adoptarse todas las medidas que la ley permite. Por ejemplo, en una situación como la actual sería un disparate suspender el secreto de las comunicaciones. Y, en cuanto a la segunda pregunta, a diferencia de lo que han concluido otros colegas (entre otros Presno Linera –aquí-, Arman Basurto e Íñigo Bilbao –aquí– o Francisco Velasco –aquí-), entiendo que nos encontramos ante un supuesto de suspensión general de la libertad de circulación, que arrastra además la de otros derechos fundamentales como el de reunión o el de manifestación (en este sentido también F. J. Álvarez García, ob. cit.). Hoy, en España, por mor del estado de alarma, está prohibido celebrar manifestaciones (art. 22.1 LOEAES), aunque no se diga expresamente. Y el decreto del estado de alarma al establecer que “las personas únicamente podrán circular por las vías de uso público” para realizar ciertas actividades muy específicas está, en definitiva, suspendiendo el derecho con ciertas excepciones. La prohibición de circulación con posibilidad de que se fije el “itinerario a seguir” recogida en el art. 20 LOEAES para el estado de excepción se parece bastante a las causas que justifican poder salir del confinamiento según el real decreto. Por el contrario, restricciones condicionadas al cumplimiento de requisitos o límites como los que prevé el art. 11.a LOEAES para el estado de alarma serían, por ejemplo, si pudiéramos circular pero con mascarilla y guantes, o, como me decía un alumno en un reciente seminario, el clásico toque de queda circunscrito a determinadas horas.

Aún más, estamos viendo excesos de celo policiales cuando se impide el desarrollo de actos de culto como los que muestran estas noticias en Sevilla –aquí– o Cádiz –aquí-, que evidencian como la libertad religiosa se está viendo también comprometida. De hecho, puede incluso dudarse de si estaría justificado que una persona saliera de casa para asistir a uno de estos actos de culto, que en principio están permitidos siempre y cuando se realicen con las debidas garantías (art. 11 Real Decreto 463/2020).

En todo caso, sobre esta segunda cuestión parece que la última palabra la tendrá el Tribunal Constitucional. Al final, como hemos visto, en un Estado de Derecho incluso en momentos de excepción quienes ejercen el poder han de estar sujetos al Derecho y, por tanto, a la revisión de sus decisiones por los tribunales, en este caso por el Constitucional.

Más allá, en relación con las debidas garantías no sólo jurídicas sino también institucionales, me preocupa especialmente la inoperancia del Congreso en su función de control y el pasotismo gubernamental a la hora de dar cuenta de su gestión. En unas circunstancias como las actuales es precisamente cuando el Gobierno tiene un deber cualificado de responder en sede parlamentaria y las Cortes Generales han de poder ejercer con plenitud su función de control al Gobierno para fiscalizarlo. La Constitución también es terminante en este punto y afirma con rotundidad que el principio de responsabilidad del Gobierno mantiene su vigencia cuando se declara alguno de los estados de emergencia (116.6 CE). Como consecuencia de ello, prevé que no se pueda disolver el Congreso y que si no estuviera en período de sesiones quedarían automáticamente convocadas (art. 116.5 CE). Pues bien, ello contrasta con la suspensión de la actividad parlamentaria acordada por la Presidenta del Congreso aquí, que ha quedado reducida a su mínima expresión (prórroga del estado de alarma, convalidación de decretos-leyes y sesiones de control al Ministro de Sanidad en la correspondiente comisión), y con el compromiso del Gobierno de informar sobre las medidas que adopte. Es cierto que las exigencias sanitarias imponen límites que dificultan el normal desarrollo de la actividad parlamentaria y, de hecho, no es solo un problema al que se enfrente el Parlamento nacional, sino que en el ámbito autonómico se está reproduciendo esta polémica. Pero es precisamente el Congreso de los Diputados el que tiene que realizar en este extremo un mayor esfuerzo habida cuenta de la singular posición constitucional que ocupa. Estando declarado uno de los estados de emergencia el control parlamentario al Gobierno de la Nación es una garantía inderogable e inexcusable. Las comparecencias televisivas del Presidente –para colmo con preguntas capadas- y las ruedas de prensa de sus ministros –o de los casos de altos cargos- no pueden sustituir el debate y escrutinio parlamentario. Los problemas técnicos o logísticos, o la falta de previsión normativa son excusas de mal pagador. Como han sostenido el profesor Aragón Reyes y otros académicos –aquí-, hay que ser creativos, imaginativos para hallar fórmulas que permitan desarrollar la actividad parlamentaria. Y, sobre todo, una Presidenta del Parlamento debe erigirse en la mayor defensora de las prerrogativas de éste, no en el baluarte del Gobierno. Qué lejos nos queda el speaker británico enfrentándose al Primer Ministro cuando quiso suspender las sesiones parlamentarias para evitar que lo controlaran con el Brexit. Qué lejos quedan las razones que daba Pedro Sánchez cuando estaba en la oposición y el entonces Presidente Mariano Rajoy se oponía a ser controlado por estar en funciones –aquí-. Recientemente se titulaba un reportaje sobre esta cuestión “tarjeta roja al Gobierno y a Batet” –aquí-, no sé si tarjeta roja, pero cuando menos amarilla ya muy teñida al naranja sí que es. Porque, como ha titulado Carlos Vidal, “El Congreso no puede hibernar” (El Mundo, 6/04/2020).

 

Pandemia, responsabilidades, falacias y sesgos

Hay algo peor que las fake news: las falacias. La falacia -lógica o simple- es un argumento que parece válido, no siéndolo en realidad. Mientras la fake new es algo burdo y fácilmente desmontable, la falacia tiene una apariencia coherente y atractiva que será mucho más difícil de destruir, sobre todo en el caso de que su mensaje coincida con nuestros prejuicios y aliente la aplicación de nuestros sesgos preferidos.

Si bien ya en la política ordinaria ese tipo de argumentos tramposos son frecuentes, con motivo de la pandemia la cosa resulta exagerada. Aquí se pueden ver bastantes, pero me interesa destacar algunas falacias concretas. Por ejemplo, cuando se dice que en una situación límite como la actual todos debemos unirnos y evitar la crítica. Y eso es verdad, pero parcialmente. Si el barco se está hundiendo y vamos a ahogarnos todos, no parece procedente ponerse a discutir de quién ha sido la culpa de la colisión con el iceberg: tiempo habrá si nos salvamos. Pero eso no quiere decir que no se puedan criticar las medidas concretas que se adoptan para salvarnos o rechazar la conducta del capitán que se mete el primero en el bote para salvarse a sí mismo. Una democracia sin crítica, sin contraposición de opiniones, no es más que un sistema autoritario.

Aceptada la posibilidad de crítica, podemos afirmar que hay muchas falacias entre las críticas y las justificaciones que se han dado de la actuación del gobierno durante esta pandemia. Por ejemplo, el gobierno se excusa de responsabilidad con la afirmación de que lo que ocurrió no podía preverse, y acusa de tener un sesgo retrospectivo a quienes dicen lo contrario. En cambio, sus oponentes ponen el acento en la previsibilidad de todo ello, aportando diversos datos fácticos.

La falacia está, para mí, en la simpleza de tales rotundas afirmaciones. Por supuesto, hemos de convenir que la valoración general no es fácil de hacer en este momento, entre otras cosas porque la crisis todavía no ha acabado. Sin duda, hay que aceptar que no es sencillo tomar una decisión como la del confinamiento de 46 millones de españoles, con grave perjuicio económico para empresas, personas y para el país entero. No es un escenario deseable para ningún gobierno; aunque también es verdad que pudieron tomarse medidas preventivas menos drásticas y favorecer el acopio de material, mascarillas y  tests que luego tan decisivos resultaron, como hicieron algunos países como Chequia.

¿Pudo preverse? Por supuesto, es tentador juzgar lo que pasó a principios de marzo con lo que sabemos en abril –el sesgo retrospectivo- pero también es obvio que no es cierto del todo que no pudiera saberse lo que iba a ocurrir porque en realidad ya había ocurrido: había habido advertencias de la OMS y teníamos el anticipo de la evolución en China y en países como Italia. Pero, por otro lado, no parece tampoco que estén legitimados para cargar las tintas partidos que el mismo día del 8M no pusieron reparos en acudir a la manifestación, como el PP o Ciudadanos o contraprogramar esa manifestación con un gran acto público como VOX.

Quizá cada uno de nosotros debería hacer autocrítica planteándose qué medidas había tomado a título particular para aplicar el mismo rasero a los demás. Claro que la información de que dispone el gobierno es mucho mayor que la de la gente común que espera legítimamente las indicaciones que le hagan sus gobernantes, en quienes precisamente han delegado la adopción de medidas de interés colectivo. A mí personalmente me sorprendieron esos vuelos que venían de Italia llenos de tifosi sin control alguno.

Por otro lado, se ha usado el argumento exculpatorio de que el gobierno no ha hecho otra cosa que seguir las indicaciones de los expertos. Y probablemente hay algo de verdad en ese argumento, pero probablemente no es suficiente, pues si sólo hubiera que seguir las indicaciones de los expertos se estaría admitiendo que el gobierno sobra y que basta una administración de sabios o técnicos (de las “exploradoras” y no de los “chamanes” de los que hablaba Víctor Lapuente), cuando eso es precisamente lo contrario de lo pretendido en este gobierno, muy político –recordemos las campañas feministas y climáticas. Es un argumento que no creen ni los que lo emiten. Además, el conocimiento experto, además de experto, ha de ser independiente. La capacidad técnica sin ética no sólo es inútil, es contraproducente. Un experto que dice lo que quiere oír el que le paga no es un experto independiente cuyo criterio deba ser escuchado como la voz de la razón científica, sino más bien como la voz de su amo.

También se ha dicho que en realidad el gobierno ha hecho lo mismo que los demás países de su entorno, el mal de muchos. Y, en líneas generales, parece verdad. Aunque no del todo, pues hay países que sí actuaron con más celeridad y en ellos, las consecuencias han sido más leves, como en Corea del Sur. Por otro lado, en instituciones de carácter privado sí que ha habido alertas tempranas. Obsérvese por ejemplo el cierre, a tenor de muchas opiniones, prematuro del World Mobile Congress. También en instituciones educativas como el IESE o el IE me consta ha habido alertas tempranas y protocolos de seguridad ya en febrero, adelantando de alguna manera lo que iba a ocurrir.

Quizá cabe plantearse por qué ha existido esa diferencia de reacción entre unos países y otros o en relación a ciertas instituciones. Aventuro una hipótesis: los gobernantes europeos son muy dependientes de la opinión pública y de los medios de comunicación y, por tanto, se lo piensan mucho antes de adoptar decisiones drásticas que puedan generar reacciones negativas del votante. En países autoritarios como en China no hay tanta preocupación con las medidas incómodas, y en otras democracias asiáticas parece que el sentiimiento más colectivo hace a los ciudadanos más propensos a aceptar ciertas restricciones. Por su lado, las instituciones privadas tienen sin duda poco incentivo a perder clientela, pero también tienen una gran responsabilidad civil que compensa su posible tendencia a mirar al otro lado.

Creo que esta crisis ha de servirnos para reflexionar sobre esta debilidad de nuestras democracias en momentos de crisis, como nos va a hacer reflexionar sobre una Unión Europea, al parecer incapaz de ser algo más que un medio de intercambio comercial efectivo. Las amistades, los amores y las sociedades se ven en los momentos difíciles. Como decía Goethe, el talento se educa en la calma y el carácter en la tempestad. Con talento pero sin carácter es difícil salir de situaciones excepcionales. Y si a esa debilidad le añadimos que nuestro gobierno en concreto es un gobierno débil, fruto de acuerdos en principio negados y luego forzados, y con elementos populistas en su seno, podemos hacernos una idea cabal del escenario complicado en el que debe enmarcarse la lucha contra la pandemia. Por cierto, que de ahí surgen también peligrosas falacias, como hablar en twitter de la “función social de la propiedad” mencionada en el artículo 128 de la Constitución sin mencionar el 33 que protege la propiedad, o decir que sólo lo público puede solucionar la crisis, insinuando que el capitalismo ha sido el culpable de la crisis sanitaria o la ha agravado.

En definitiva, la respuesta a la cuestión de las responsabilidades no es fácil, si se quiere ser ecuánime, aparte de no ser este el momento. Y resulta penoso ver que en sesiones como la de ayer los partidos políticos –con señaladas excepciones- se arrojan al rostro falacias de todo tipo para obtener un rendimiento a corto o medio plazo o simplemente por mantener su posición, incluso cuando el barco se hunde. Y lo malo es que habitualmente lo consiguen, porque el poder de las falacias aumenta si caen en el terreno abonado de los sesgos cognitivos. Nuestra mente no quiere hacer las reflexiones y ofrecer los matices que acabo de exponer. Prefiere quedarse con los mensajes simples del “no pudo preverse” o del “sí pudo preverse”, según cuál sea su posicionamiento político. Como saben, los sesgos cognitivos, conforme a la teoría de la heurística de Kahneman (“Pensar rápido, pensar despacio”) y otros, se deben a que la mente tiene dos sistemas de pensamiento: el sistema 1, rápido, intuitivo y emocional, y el Sistema 2, más lento, reflexivo y racional. El primero proporciona conclusiones de forma automática para muchas actuaciones ordinarias (conducir), y el segundo, respuestas conscientes a problemas complejos. El primero asocia la nueva información con los patrones existentes, o pensamientos, en lugar de crear nuevos patrones para cada nueva experiencia (si viene un tigre rugiendo huyes). Esto da lugar a diferentes tipos de sesgos. Por ejemplo, el de confirmación, la tendencia a favorecer, buscar o recordar la información que confirma las propias creencias y dando menos consideración a posibles alternativas; el retrospectivo, que indicábamos antes; el de perseverancia de creencias, o el efecto halo, la coherencia emocional exagerada, en cuya virtud tendemos a ver positivamente lo que dicen o hacen aquellas personas que admiramos

La conclusión de todo esto, como casi siempre, es ética. Lo fácil es usar el sistema 1 de pensamiento y acomodar la información a nuestros marcos mentales y políticos previos. Usar el sistema 2 es más costoso, pues implica un notable esfuerzo mental, y encima proporciona menos satisfacción, porque generalmente no produce el goce de ver confirmadas nuestras opiniones. Pensar ecuánimemente significa sangre, sudor y lágrimas mentales. Pero dejarnos llevar por la comodidad de los sesgos conduce a ser dominados por los demagogos.

Señala mi hermano el filósofo Javier Gomá que el único sostén de una civilización es una ciudadanía ilustrada, no las leyes ni las instituciones. Es cierto, aunque en mi opinión, cabe matizar: las instituciones son la clave de la supervivencia de muchos países, aunque ello no signifique olvidar la importancia del ciudadano individual. Y añado algo: para ser ciudadano ilustrado no hace falta tener estudios, basta con tener criterio. Y para tener criterio basta con ser capaz de liberarse de lo que nos impone pensar nuestro sistema más intuitivo, ese que nos permite conducir sin pensar, pero no nos permite comprender situaciones complejas. No podemos evitar las falacias, las medias verdades ni los bulos de nuestros políticos. Pero sí podemos evitar caer en ellos.

Una democracia cuyos ciudadanos no tienen criterio es una democracia expuesta a las falacias y, por tanto, a la manipulación. Hagamos el esfuerzo de tener criterio.

 

El decoro institucional, también en tiempos de crisis

Don Francisco Morales Padrón, catedrático de Historia de los Descubrimientos Geográficos, contaba a mi padre una curiosa historia: hace varios siglos se hundió una nave que transportaba a gentes de alta alcurnia y sus criados. El barco naufraga pero todos los pasajeros consiguen llegar a una isla cercana. Pasados unos meses, y ya completamente desnudos, seguían manteniendo todos las mismas reglas de protocolo y cortesía que habían mantenido en la civilización.

Eso viene a cuento de que también en las crisis hay que mantener las formas. Las formas mantienen y refuerzan el espíritu, porque recuerdan en el momento adecuado las obligaciones éticas. Si está usted en estos momentos en chándal y sin afeitar o con rulos probablemente su resistencia decaiga pronto. Téngalo en cuenta.

Nuestros dirigentes también han de guardar esas formas, precisamente para darnos ejemplo del cumplimiento de esos estándares éticos. Han de actuar con decoro, es decir, de un modo apropiado al momento o al sitio en que se encuentren. La palabra latina decorum hace referencia a un principio de la retórica clásica y de la teoría del arte que designa lo apropiado de la utilización de un estilo o una forma para el asunto tratado, o la adecuación de las palabras y actuación de los personajes de una obra literaria a su carácter.

He tenido oportunidad de recordar recientemente que uno de los pilares de una democracia son los valores democráticos, los que Tocqueville llamó mores,  “la suma de ideas que dan forma a los hábitos mentales”, a veces más importantes que las leyes para establecer una democracia viable, porque éstas son inestables cuando carecen del respaldo de unos hábitos institucionalizados de conducta. Dentro de esos valores democráticos, como contraparte de los hábitos saludables de los ciudadanos, se me ocurre que se debe incluir ese decorum institucional, esa formalidad y circunspección ese saber estar en el momento adecuado que se suele reflejar en con la frase “guardar las formas”.

Circunspección, por cierto, todavía más importante en circunstancias graves, en los que el horno no está para bollos. Igual que parece inadecuado hacer chascarrillos en un funeral, en una pandemia es preciso guardar las formas, la seriedad, no hacer nada que pueda parecer egoísta, interesado, frívolo, fuera de lugar.

No va la cosa por las a mi juicio soporíferas comparecencias de Sánchez, aunque quizá sería importante que recordara las recomendaciones de Quintiliano. Por ejemplo, la modestia: hay que evitar a toda costa la autoalabanza, porque despierta no sólo el aburrimiento (fastidium, dice Quintiliano) de los oyentes sino también su animadversión, censurando los versos de Cicerón en los que se elogiaba a sí mismo como salvador de Roma, el conocido y cacofónico “o fortunatam natam me consule Romam!’.

Seguramente no es tampoco decoroso hacer sangre en este momento con un gobierno que se ve con estas tremendas circunstancias, por mucho que probablemente le sea reprochable la tardanza en tomar decisiones, negligencia en la no prohibición de las manifestaciones y actos diversos del 8M (en ese momento sí se podría saber y muchos nos extrañamos); el caos y desorganización entre gobierno central y comunidades autónomas. No ayuda tampoco la desconfianza que ha generado la formación del gobierno y los pactos explícitos e implícitos que lo sustentan. Y también es preciso tener en cuenta las cosas positivas que ha podido haber, como el esfuerzo en implementar normas y recursos y un cierto liderazgo y voluntad (otra cosa es la transparencia y la efectividad) informativa.

Pero eso quedará para más adelante, cuando se tenga un panorama más de conjunto y se pueda hacer una valoración política más justa. Pero ello no quiere decir que no se pueda hacer ahora crítica de las formas y del estilo de gobierno, muchas veces reveladoras del fondo. Si prescindimos de la crítica otorgamos al gobernante todo el control. Hasta el dictador romano, nombrado para circunstancias excepcionales, tenía límites, y si hay límites se puede y se debe criticar el abuso.

Hay cosas que no son decorosas y conviene criticar ya. Por ejemplo, la extraña resolución publicada en el BOE de 21 de marzo que reanuda “por razones de interés general todos los procedimientos para solicitar y conceder la gracia del indulto que estuvieran en tramitación con fecha 14 de marzo de 2020 o que se hayan iniciado o vayan a iniciarse con posterioridad a dicha fecha”. Esa resolución, quizá tenga una finalidad concreta que desconozcamos pero lo cierto es que combinada con la noticia de que el gobierno tiene encima de la mesa una petición del indulto para los condenados del procés no puede sino generar preocupación: no basta ser honrado, sino que además hay que parecerlo. Si se quiere que no parezca indecoroso, quizá debería explicarse. Y es que además no parece defendible el fundamento que se alega en su exposición de motivos: la consecución de la justicia material, … evitando los perjuicios que pudieran irrogarse por la suspensión que determina el estado de alarma. Como dando por supuesto que la Sentencia, la que sea, es injusta materialmente y no podemos esperar un minuto para reparar el daño. Espere que termine el funeral, presidente Sánchez, por favor.

Tampoco parece muy decoroso incluir en el Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del COVID-19 una Disposición final segunda que modifica la Ley 11/2002, de 6 de mayo, reguladora del Centro Nacional de Inteligencia para incluir al “vicepresidentes designados por el Presidente gobierno” en la Comisión delegada del gobierno en asuntos de inteligencia, con el evidente propósito de arreglar el entuerto de febrero en que se intentó incluir a Iglesias en él pero Vox lo recurrió porque se hizo sin modificar la ley. Por cierto, va a ser impugnado por no revestir la urgencia que exige siempre un decreto ley (y que es sistemáticamente obviada por todos los partidos en el poder hasta el momento, justo es decirlo).

Tampoco lo es no asumir culpa o responsabilidad ninguna, o echar balones fuera descaradamente, como cuando Ana Barceló, consejera valenciana de Sanidad declara que la gran cantidad de sanitarios contagiados por coronavirus no es por trabajar sin EPI, sino “por contacto con la familia, con amigos, o por hacer un viaje”.

Menos todavía lo es aprovechar un documento oficial que se llama “Preguntas Frecuentes sobre las medidas sociales contra el coronavirus” para decir que el gobierno anterior no permitió a los Ayuntamientos usar el superávit para servicios sociales. No es apropiado ni decoroso hacer política de bajos vuelos en algo en lo que la ciudadanía se está jugando la vida.

Tampoco han sido decorosas algunas de las actuaciones del doctor Simón. No me refiero a su habitual (des) aliño indumentario, del que hablaba Machado, sino la tendencia a entender que las reglas generales no rigen para todos, como cuando justificó la ruptura de la cuarentena por Iglesias como una excepción. El político, precisamente, ha de dar ejemplo de cumplimiento de la norma que nos impone y no ser una excepción. Aunque sólo sea porque la norma no es creíble si quien la tiene que imponer tampoco cree en ella. Si además añadimos la ética, podríamos decir con Kant que el pecado es constituirse a sí mismo en excepción de una regla general.

Finalmente, es especialmente delicada en relación al decorum la propia relación de los políticos como personas con la enfermedad. Ya hemos publicado un post sobre los políticos y la prueba del coronavirus.

Seguramente se pueden encontrar más ejemplos y sin duda también de otros partidos, que no pueden resistirse a hacerse notar; quizá no podamos esperar mucho más de un gobierno que tiene las hipotecas que tiene; quizá no es momento tampoco para hacer balance, pero, por favor, mantengamos el decoro y las formas.

Como señalan algunos filósofos (ver aquí a David Hernández), la semnotés aristotélica, el decoro, es el reverso de la dignidad. Ésta es lo que nos merece a nosotros mismos un comportamiento grave y decoroso; por ello, la dignidad puede mantenerse incluso estando solo en una isla desierta. En cambio, el decoro aristotélico es el que se tiene en relación a los demás: somos decorosos porque -como en la anécdota del principio- nos comportamos con la gravedad y circunspección que los demás nos merecen. 

Mantener el decoro institucional es, pues, que nuestros gobernantes respeten la dignidad que el ciudadano se merece, y que este instintivamente sabe que tiene. Dice Fernando Savater: “Existe en la mayoría de las personas -y ésta es quizá la única concesión de Orwell a la peligrosa tentación de la utopía- una forma de common decency, una decencia común y corriente que consiste, según la glosa de Bruce Bégout, <<en la facultad instintiva de percibir el bien y el mal, frente a cualquier forma de deducción transcendental a partir de un principio>>. Es lo que hace que, más allá de izquierdas y derechas, existan buenas personas en los dos campos o a caballo entre ambos. En cuanto prevalecen, el mundo mejora”.

Más allá de izquierdas y derechas. Sabias palabras.

El sistema electoral perfecto

El origen de nuestro sistema electoral se remonta a la Ley para la Reforma Política aprobada en 1976, posteriormente recogido en la Constitución y desarrollado en la LOREG.

Nuestro sistema, como cualquier sistema, no es neutral, sino que busca unos efectos. Siendo un sistema proporcional, se diseñó con dos sesgos: uno mayoritario, premiando ligeramente a los partidos con más votos y castigando mucho a los pequeños, otro rural, premiendo a quienes obtengan votos en las circunscripciones más pequeñas.

No existe el sistema electoral perfecto, puesto que la forma en la que deben estar representadas las preferencias es per se una posición política. Sin embargo, sí podemos apuntar cuáles son las características que hacen unos sistemas mejores que otros: Aquellos que logren la máxima representatividad de lo expresado en las urnas y la máxima gobernabilidad, teniendo en cuenta que estos dos atributos, aunque no siempre, suelen ir en la dirección opuesta. Podríamos dar un paso más al hablar de su legitimidad: un sistema electoral debe contar con un amplio apoyo de los partidos que no debería limitarse al 50%.

En estas líneas hago una la propuesta de la que, considero, sería una buena reforma del sistema electoral en España. Esta conllevaría cambiar los Títulos III y IV de la Constitución. También se incluye sugerencia de ciertos cambios institucionales en relación con el sistema electoral.

¿Cuáles son los problemas del sistema electoral actual?

  1. El sistema tiene una falta de representatividad al penalizar de forma severa a aquellos partidos que no logren entrar en las circunscripciones pequeñas y medianas.
  2. A pesar de ello, las últimas legislaturas no ha logrado otro de los valores que deben buscar los sistemas electorales: la gobernabilidad.
  3. El sistema favorece incentivos perversos para que surjan partidos que concentran su voto en una circunscripción y cuyo programa y demandas se limiten a ella, pero con su voto determinan políticas que afectan al conjunto de los españoles, lo cual es una perversión del papel del Congreso que, frente al Senado, debería representar al conjunto de los españoles siendo las divisiones ideológicas, no territoriales. Su capacidad de negociación o chantaje, según la concepción representativa que cada uno dé del Congreso, se eleva exponencialmente en un escenario con dos bloques definidos sin que ninguno alcance la mayoría.
  4. Un bicameralismo disfuncional, debido al papel del Senado, que no cumple el papel de cámara territorial sino una réplica del Congreso con poderes muy limitados.
  5. Los votantes tienen muy poca capacidad para elegir a sus representantes más allá de votar una lista dada por un partido.

Para solucionar algunos de estos problemas, o cuanto menos avanzar hacia un modelo más representativo que además mejore la gobernabilidad, propongo una serie de reformas:

  1. Establecer las Comunidades Autónomas como circunscripción electoral para el Congreso. Esto aumentaría la representatividad. haciéndolo más proporcional al eliminar la mayoría de circunscripciones pequeñas. Además, sería más acorde con la realidad territorial de España, cuyos principales entes son las Comunidades. Se mantendrían Ceuta y Melilla. Puede estudiarse la conveniencia de, en casos concretos, dividir una circunscripción.
  2. Crear una circunscripción nacional con 75 diputados. Esto permitiría que haya una serie de candidatos a los que puedan votar los electores por criterios netamente nacionales, en una papeleta diferente.
  3. Fijar una barrera del 2% a nivel nacional, aumentando al 5% para coaliciones. Es de esperar que ciertos partidos de ámbito no estatal acudan juntos si comparten una serie de principios, en cuyo caso sería legítimo que, superada la barrera, entren en el Congreso, debiendo compartir grupo. En la papeleta deberá aparecer el mismo logo en todas las circunscripciones.
  4. Subir a 399 el número de diputados en el Congreso.
  5. Desbloquear las listas electorales al Congreso, pudiendo el elector escoger a un máximo de dos candidatos a los que aporta su apoyo especial, de tal forma que si al menos el 10% de los electores de la lista le elige por delante del resto de candidatos, avance posiciones según los votos preferentes. El resto de la lista permanece en el orden presentado, con los cambios correspondientes.
  6. Reducción del número de senadores elegidos a un número de entre 4 y 6 por Comunidad Autónoma en función de población. Eliminar la elección directa, siendo elegidos por el Gobierno de la Comunidad Autónoma. Régimen especial para las islas, Ceuta y Melilla similar al actual pero reduciendo su número en proporción. Pasaríamos de 265 senadores a un número cercano a los 80. Aunque se salga del cometido de esta entrada y no me extienda en ello, sería adecuado profundizar en su papel territorial, aumentando su poder en aquellas cuestiones territoriales, incluidas financiación, y eliminando las competencias legislativas en otras materias, salvo reforma constitucional.
  7. Elección del presidente en el Congreso por doble vuelta, pudiendo presentarse numerosos candidatos a la investidura. En la primera vuelta es necesaria mayoría absoluta, en la segunda, mayoría simple, pudiendo votar un candidato o en blanco, siendo elegido el candidato con más votos. De esta forma, convocada la investidura siempre saldría elegido el presidente con más apoyos.

Con ello se lograría un sistema más representativo en distintos aspectos: mayor proporcionalidad entre los partidos con representación, mayor representatividad, cierta limitación al interés nacional en el Congreso compensando la exclusión de ciertas fuerzas minoritarias con mayor peso de la cámara territorial. A su vez lograría cierto corte mayoritario al limitar la entrada a todas las fuerzas minoritarias.

El sistema electoral, un todo.

Las propuestas de reforma deben tener en cuenta todos los elementos que forman el sistema electoral y tomarlos en su conjunto. Una propuesta de reforma que en su conjunto sea positiva, probablemente conseguiría un efecto muy diferente al deseado si se aplicase sólo uno de sus elementos, pudiendo ser incluso contraproducente.

El sistema electoral es, en su mayoría, una balanza de diferentes valores que deben ser ponderados, en lo cual entrarán nuestras preferencias distintas. Por tanto no existe un sistema electoral perfecto. Las propuestas de reforma deben hacer referencia a esos valores, principalmente representatividad y gobernabilidad, intentando que ambos estén presentes en la mayor medida posible y explicando, en su caso, por qué se apuesta por uno u otro.

El sistema electoral y sus elementos condicionan por completo la política. Tanto los partidos como los electores actúan en base a los incentivos que genera esta ley, de cara a las elecciones, por supuesto, pero también durante toda la legislatura. Cambiando la ley, por tanto, no sólo se cambia la asignación de escaños, sino todo el sistema político.

Pero tampoco se puede esperar que los problemas que adolece la política se solucionen con un simple cambio de la ley electoral. Esta ley es una herramienta que facilita o dificulta la tarea política, pero es la voluntad de los políticos, y la asignación de responsabilidades de los votantes, la que determina el funcionamiento de nuestras instituciones.

Nuevo Gobierno y nueva etapa. Con la democracia liberal y el Estado de Derecho

Después de un merecido periodo de descanso, en Hay Derecho volvemos a la carga con nuestras preocupaciones habituales, pero ya con un nuevo Gobierno. Después de la investidura de ayer de Pedro Sánchez como Presidente del Gobierno y de lo oído en el debate de investidura sinceramente nos parece que nuestras reflexiones -desde la moderación y el rigor- en defensa del Estado de Derecho, la democracia liberal y nuestras instituciones van a ser más necesarias que nunca.

La polarización creciente -análoga a la que sufren otras democracias occidentales- ha cristalizado en un lenguaje en el que al adversario político se le niega toda legitimación  para gobernar y de paso todo valor moral, con epítetos tales como “traidores”, “asesinos”, “fascistas” y demás lindezas. Los que hemos leído el estupendo libro de Levitsky y Ziblatt “Como mueren las democracias”, sentimos cierto vértigo porque podemos contemplar en vivo y en directo todos los síntomas de la descomposición de una democracia desde dentro. El que los medios de comunicación e incluso algunos intelectuales y personas razonables se estén comportando como auténticos “hooligans” tampoco ayuda. Se ven los defectos del contrario, pero nunca los propios, lo que no deja de chocar a los que intentamos ser observadores más o menos imparciales. ¿Por qué un insulto, una descalificación o una fake news es mejor o peor según de dónde venga? Y es que para nosotros el fin nunca justifica los medios.

También nos preocupa especialmente como juristas que somos el creciente relato (tomado de los nacionalistas, por cierto) que contrapone la “voluntad popular” a la “ley” olvidando que en una democracia la primera se manifiesta a través de la segunda, puesto que nuestros parlamentos son democráticos. No hay por tanto tal contraposición; sin Estado de Derecho (democrático como es el nuestro) no hay democracia posible. Lo hemos dicho y lo repetiremos porque es muy importante. El Estado de Derecho que conocemos hoy en España es una conquista histórica insoslayable y el dique que nos pone a salvo de arbitrariedades, injusticias y tiranías. Que no lo son menos porque vengan de una mayoría. En democracia si las leyes no gustan, se cambian por los procedimientos establecidos y con los límites previstos en la Constitución. Algunos de los cuales por cierto (como la defensa de los derechos y libertades fundamentales) no podrían obviarse sin que se pusiera en riesgo el concepto mismo de democracia liberal. Pensemos por ejemplo en la libertad de expresión o en la libertad religiosa.

También estemos en guardia frente a los cantos de sirena que hablan de desjudicializar la política: si con eso quieren decir acudir menos a los tribunales de justicia nos parece razonable, somos los primeros que hemos dicho que no todo es Derecho, y menos Derecho penal, que es lo que suelen entender nuestros políticos de turno. Pero, dicho eso, si los políticos, por las razones que sean (incluidas las razones políticas) incumplen la Ley, no cabe más remedio que aplicársela como al resto de la ciudadanía. Claro que lo ideal es que nuestros representantes se ajustasen escrupulosamente al ordenamiento vigente; es más, es lo que juran o prometen al tomar posesión de sus cargos. Pero visto lo visto, hay que ser realista: la tentación de sentirse por encima de la Ley es muy grande, y arrecia en tiempos de demagogia, populismo e iliberalismo. Por tanto, si para garantizar dicho cumplimiento hay que acudir a los Tribunales de Justicia habrá que hacerlo. De ahí que sea clave, una vez más, la independencia del Poder Judicial, por la que este blog lleva luchando desde su nacimiento y lo seguirá haciendo porque es una pieza esencial de nuestras democracias, del Estado de Derecho, de la lucha contra la corrupción y de la Unión Europea, como ya ha identificado también correctamente el GRECO (grupo de Estados Europeos ante la corrupción) y el  Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

Por último, seguiremos defendiendo la neutralidad y la profesionalidad e independencia de nuestras Administraciones Públicas y de nuestras instituciones. Cuanto más fuertes sean, más fácilmente  resistirán a los fuertes vientos del iliberalismo que soplan.

No hace falta decir que el nuevo Gobierno es un Gobierno perfectamente legítimo, pues resulta de la aplicación estricta de las normas democráticas. Otra cosa es si resulta el más conveniente para la regeneración democrática, el reforzamiento de las instituciones y el respeto a la Constitución, habida cuenta de las presuntas cesiones, particularmente a partidos independentistas, que previsiblemente el acuerdo para la investidura ha debido implicar; y otra, distinta, la valoración ética que pueda merecer que la formación de gobierno se realice en expresa contradicción a las anteriores manifestaciones del hoy presidente del gobierno. Lo primero, lo veremos con el tiempo a través de las actuaciones concretas de gobierno, en sí mismo limitado por su exigua mayoría; y lo segundo lo valorará el ciudadano en las siguientes elecciones. Tampoco se puede negar que las alternativas existentes no eran muchas y que partidos que hubieran podido impulsar una coalición de un signo más centrado no han hecho un intento mínimamente serio de conseguirla, lo que hubiera legitimado las críticas que la situación actual pueda merecerles. De hecho, la dinámica de polarización a la que estamos asistiendo no es el caldo de cultivo más adecuado para que cuajen las reformas que el España necesita desde hace tiempo.

En todo caso, por el bien de todos, hay que desearle que acierte lo más posible; desde este blog intentaremos, como siempre hemos hecho, ser lo más objetivos posible con las actuaciones que lleven a cabo fijándonos más en los hechos que en los relatos.  Y también, como siempre, para realizar esta modesta labor de “watchdog” necesitamos la ayuda de todos nuestros lectores y colaboradores. Recordemos que en democracia el cargo más importante es el de ciudadano.

La combinación ministerial

“A la mañana siguiente, Sagasta llevó a la Reina la lista del Gobierno, con mi nombre. ¡Por fin Ministro!”

(Conde de Romanones, Notas de una vida, Marcial Pons, p. 139).

Cuando llega la hora de conformar Gobierno, innumerables expectativas se abren entre quienes  abrigan la notoriedad y la púrpura del poder. Curiosa ambición, pues las prebendas materiales no parecen ser demasiado jugosas, aunque para algunos represente besar la “tierra prometida”. La adoración del poder es uno de los peores tipos de idolatría humana (Popper). Hay extrañas fuerzas que empujan a los mortales a sumarse a un carro cuyo viaje será probablemente penoso y, en cualquier caso, (casi) nunca reconocido. Siempre bajo escrutinio y nada complaciente. Más duro aún si en vez de un Ministerio te cuelan de rondón una Jefatura de Servicio con apariencia de departamento ministerial, que serán unas cuantas (y la mayor parte para el eslabón débil de la cadena). Pero esto de ser presidente, vicepresidente o ministro hay que ser conscientes de que a muchas personas les pone. Aunque –como también expuso Karl Popper- “la fama histórica solo puede alcanzar a unos pocos”, puesto que al resto de mortales, tengan iguales o mayores méritos, “siempre les aguardará el olvido”. Hay que estar en el lugar adecuado y en el momento preciso. O pasar por allí y que te vean.

En España, ese momento tan singular, siempre ha sido conocido históricamente con el nombre de combinación ministerial, si  bien ha caído en desuso tal expresión. Y no estaba mal escogido el término, pues para combinar adecuadamente los nombramientos de ministros hay que hacer equilibrios, muchas veces complejos, partiendo en trozos minúsculos antiguos Ministerios, casando intereses contrapuestos  (cuotas de género y territoriales o confluencias, cuando no distintas sensibilidades), así como complaciendo a quienes conforman la cohorte de aduladores que siempre pululan a la sombra del poder. Lo expuso magistralmente el Barón d’Holbach: “De todas las artes la más difícil es la de trepar”. Aunque ahora, con esa nueva casta de cortesanos, parece haberse facilitado ese singular tipo de “movilidad social”.

La frustración, sin embargo, anidará en todos aquellos que no entren en la danza de las designaciones y queden fuera calentando escaño, expulsados de las mieles del poder o que deban seguir dedicándose a sus actividades profesionales cotidianas, cuando ansiaban el cielo. A tales abandonados, siempre les quedará la “pedrea” de los altos cargos para ver si les cae algo: una Secretaría de Estado o una Secretaría General, que están libres de condicionantes funcionariales. O si no una Dirección General (“desfuncionarizada”), alguna dirección de empresa pública o cargo institucional en instituciones de control que nada controlan, pues aquí no están para eso. Una canonjía, vamos. El presupuesto lo aguanta todo: si antes había 17 Ministerios, pueden transformarse en 20 o más, para hacer, así, asamblea, mejor que colegio. La gobernabilidad se convertirá en laberíntica y las decisiones costosas. Pero a quién importa, si al fin le  dan mando en plaza, aunque sea devaluado en sus atribuciones o vaciado de éstas. España siempre ha sido un país de apariencias. También ministeriales.

Los líderes siempre tienden a rodearse, en su círculo inmediato, de personas de su confianza o de sus amigos políticos, cuando no de familiares. La singularidad del presente momento gubernamental radica en que se trata del primer gobierno de coalición que, en el ámbito central, se forma con la Constitución de 1978. Y, por tanto, hay que atender al reparto de cromos entre las distintas fuerzas políticas que lo componen. Los equilibrios entonces se hacen más complejos. Y el funcionamiento interno derivará pronto en diabólico, fruto también, aunque no solo, de la fragmentación gubernamental y los costes de coordinación que ello conlleva. Sobre todo con dos gobiernos paralelos o incluso con una bicefalia de liderazgo, con apariencia de ser uno solo. Así, en ese complejo contexto, se echará mano de “la mejor estrategia política” que, como también recordaba Romanones, no era otra que “saber elegir en cada momento el flanco débil del adversario”, aunque viva unido umbilicalmente por el abrazo del oso. Y así se hará. No será fácil compartir Gobierno por dos culturas institucionales tan distantes y distintas, si es que hoy en día queda algo de eso, salvo las cenizas, de lo que Hugh Heclo denominara como pensamiento institucional.  Las instituciones son tal vez, como indicó Giorgio Rebuffa, shifting things, siempre sometidas al albur de las circunstancias, pero no kleenex usados, por mucho que algunos se empeñen.

La política de partido,  en palabras de Carl Schmitt, siempre dominará en un espacio tan propio de la relación amigo/enemigo como es “la concesión de puestos políticos y sinecuras”. Lo singular de esta coalición es que, además, las dos fuerzas políticas que la integran compiten por el mismo espacio electoral. Y ello no es baladí, sino existencialmente importante en política. Por tanto, ambas intentarán ir siempre más lejos que la otra, para satisfacer a un mayor número de sus potenciales electores, que son coincidentes o colindantes.  Y alguien saldrá dañado o, peor aún, muerto o medio muerto de tal combate. Esa es, a mi juicio, la gran incógnita que abre la actual Legislatura: qué partido coaligado sacará el mayor rédito por el uso o mal uso que se haga del poder. Y qué armas se utilizarán en tan singular batalla. Eso de que el pez grande se come al chico no es una regla en política, menos aún cuando al pequeño se le abren de par en par las puertas del cielo y se le ofrecen Ministerios, siquiera sean residuales, pero una fuente de acceso al presupuesto, un generoso reparto del botín de cargos y asesores, así como sobre todo una plataforma magistral de comunicación que, con buen tino y mano apropiada, se le puede sacar mucho provecho. Un Gobierno con apoyos parlamentarios cogidos con pinzas y con un listado de demandas elevadas en sus pretensiones, cuya vida presumiblemente será breve. La llave la tendrá siempre el Presidente, que dispone del comodín principal que atribuye el gobierno parlamentario: pues “tiene siempre el poder de destruir a quien le ha investido” (Bahegot); esto es, de disolver el Parlamento y convocar elecciones. Nada menor. Será un Ejecutivo aparentemente cohesionado al inicio y, al poco tiempo, plagado de batallas fraticidas. Salvo increíbles sorpresas. Que todo puede pasar. En política nada es lo que parece. Todo cambia. Ya lo hemos visto, por cierto sobradamente.

Encrucijadas políticas, tribuna en EM de nuestra coeditora Elisa de la Nuez

La notable frivolidad y falta de responsabilidad con que se está afrontado por el PSOE (con mención destacada al PSC) la posible investidura de Pedro Sánchez con el apoyo de ERC contrasta con la gravedad de la crisis política, institucional y territorial que vivimos en España y que deriva en primer lugar de la incapacidad de los partidos y de sus líderes para afrontar con seriedad y rigor los retos de una democracia liberal representativa como la nuestra al empezar la tercera década del siglo XXI. Por supuesto, esta situación no es exclusiva de España, pero llama la atención que mientras que en la sociedad civil, en los think tanks o en la academia se debaten en profundidad cuestiones tales como la demografía, la sostenibilidad del Estado del bienestar, la precariedad, la desigualdad, la crisis climática, la concentración de la población en las ciudades, la cuarta revolución industrial o incluso la necesidad de redefinir el capitalismo para no poner en peligro la democracia, y se alcanza muchas veces un diagnóstico compartido, nada de eso ocurre en los debates políticos. Ni en los parlamentos, ni en los medios de comunicación y no digamos ya en las redes sociales veremos nada parecido. Mensajes cortos y efectistas, tuits y consignas es lo más que, al parecer, podemos esperar de nuestros representantes se trate del tema del que se trate.

Quizá la mejor prueba de esta incapacidad política -porque de eso hablamos- es que el relevo generacional en los principales partidos ha supuesto un auténtico fiasco. La verdad es que podría decirse de nuestros jóvenes líderes lo mismo que Talleyrand dijo de los Borbones tras la Revolución francesa: ni han olvidado nada ni han aprendido nada. Siguen ahí todos los viejos tics del bipartidismo con el problema de que ahora ya no hay bipartidismo, que por lo menos permitía gobiernos estables. Peor aún, la creciente brevedad de nuestros ciclos electorales ha llevado el tacticismo al límite; el cortísimo plazo es lo único que importa, justificando los cambios continuos de discursos y de estrategias que llegan a ser mareantes no ya para los electores sino para los propios elegidos. Las contorsiones dialécticas a las que están obligados nuestros representantes no sólo son difíciles, es que son imprevisibles. Tenemos el viraje del presidente del Gobierno en funciones, quien, tras manifestar que gobernar con Podemos le producía insomnio, llegó a un acuerdo con Pablo Iglesias 48 horas después de las elecciones que convocó para evitarlo. Cabe hablar también de los diputados de Ciudadanos que se enteraron por la prensa de que el “no es no” a Pedro Sánchez había desaparecido por ensalmo justo antes de la campaña electoral para el 10-N, viéndose obligados a defender un posible pacto con el PSOE del que abjuraban unas horas antes. Y podríamos multiplicar los ejemplos. No es de extrañar que los políticos prefieran las ruedas de prensa sin preguntas o con preguntas preparadas o con periodistas complacientes. Ninguno está en condiciones de aguantar las preguntas de un periodista mínimamente solvente.

Pero sin duda lo más grave que está ocurriendo ahora mismo es la negociación del PSOE con ERC, un partido cuyo líder está en la cárcel condenado tras un juicio oral que hemos podido ver todos y en el que se ha aplicado el Código Penal vigente (aprobado por nuestro Congreso por mayoría absoluta), como no puede ser de otra manera en un Estado de derecho. Las explicaciones de por qué lo que era impensable hasta hace muy poco es ahora lo más deseable se mueven entre lo inverosímil y lo bochornoso. No hace falta decir que la frivolidad y la falta de coherencia que ponen de manifiesto estas negociaciones van a traspasar nuestras fronteras, invalidando de paso el muy meritorio esfuerzo realizado por este mismo Gobierno y la sociedad civil por explicar la postura española frente al separatismo catalán. ¿Qué diremos ahora en las instituciones europeas? ¿Qué nada de lo que se ha dicho y escrito sobre el independentismo iba en serio? ¿Qué les decimos a los constitucionalistas catalanes, que volverán a ser moneda de cambio para el apoyo nacionalista al Gobierno central como ha venido ocurriendo con los sucesivos ejecutivos minoritarios del PP y del PSOE en las últimas décadas? Y a los independentistas, ¿qué les vamos a ofrecer? ¿Que el Estado de derecho no se aplique en su caso? ¿Que puedan elegir a los jueces que les juzguen? ¿Un nuevo Estatuto, más autogobierno, cambiar la Constitución por la puerta de atrás cuando los votos no son suficientes para hacerlo de otra manera? Como decía Einstein, “si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”.

Por otro lado, causa una cierta sorpresa que el PSOE piense que puede convencer a la ciudadanía de que un pacto con ERC sería un pacto progresista de algún tipo. Si algo ha puesto de manifiesto el procés -más allá de los despistados o de los que se lo hacen- es el carácter profundamente retrógrado del nacionalismo supremacista y separatista. Si de algo se va percatando la sociedad española es de las similitudes entre el discurso ultranacionalista catalán (y vasco, por cierto) y el discurso ultranacionalista de Vox. Si en el primer caso el enemigo son los españoles, en el otro son los inmigrantes. Por lo demás, las dosis de demagogia, odio y falsedades o medias verdades están presentes en ambos discursos, probablemente más incipientes todavía en el caso de la ultraderecha que en el de los nacionalismos periféricos, aunque sólo es cuestión de tiempo que se igualen. Lamentablemente, mover las bajas pasiones da muchos réditos electorales en una etapa de polarización y pasiones desatadas.

El problema está en que nuestros partidos políticos constitucionalistas, incluidos los nuevos, siguen siendo tan disfuncionales como siempre; los hiperliderazgos y los palmeros siguen estando a la orden del día, lo mismo que las purgas internas, los mensajes vacíos y las consignas que sustituyen a los debates y reflexiones sosegadas. El Parlamento cada nueva legislatura se asemeja más al patio de un colegio o a un circo, según que se preste más atención a las disputas infantiles por el escaño o a las gesticulaciones del número nada despreciable de diputados que se consideran oprimidos por el régimen del 78. El que dicho régimen haya sido el periodo de mayor prosperidad y bienestar en la historia de España y que sea precisamente la Constitución de 1978 la que ampara su derecho a denostarla ni se les ocurre. El que pretendan sustituirla por un modelo de democracia iliberal a la turca, polaca o húngara (en el mejor de los casos) o por una autocracia pura y dura a lo Putin o Maduro (en el peor) no les preocupa nada. Las voces de los diputados sensatos con tanto ruido no se escuchan.

La salida a esta situación no es nada fácil. Pero habrá que intentar encontrarla. A mi juicio, lo crucial es que el Gobierno español no dependa de los independentistas catalanes no sólo por razones básicas de coherencia y de eficiencia sino también por razones de otro tipo. Hay coyunturas críticas en que toca hacer lo correcto, porque si no se hace se ponen en riesgo los logros de varias generaciones, en nuestro caso la esencia de la propia democracia liberal representativa. Creo sinceramente que esta es una de esas coyunturas. Esto exige una altura de miras por parte de quienes pueden facilitar la investidura de Pedro Sánchez para que no dependa de los independentistas, altura de miras que ciertamente no es a lo que estamos acostumbrados. Quizá pueda dar el primer paso Inés Arrimadas, aunque sólo sea por estar al frente de un partido que fue el gran responsable -junto con el actual presidente en funciones- de que no se llegase a un pacto de centro en la anterior legislatura con las consecuencias que ahora vemos y que muchos advirtieron. Claro que sólo tiene 10 diputados, por lo que no puede aspirar a liderar nada en serio, pero los gestos son importantes y su voto favorable podría animar al PP a abstenerse. La abstención no parece suficiente. Esto le permitiría al PP ejercer una oposición responsable, teniendo en cuenta las posibilidades de que Vox y los independentistas (si se quedan fuera) la ejerzan de forma totalmente irresponsable. En cuanto a Podemos, considero que hay que darles de una vez la oportunidad de convertir un discurso populista en una acción de gobierno, moderados por sus socios del PSOE e incluso por alguna personalidad de fuera del entorno partidista que pudiera aportar un cierto contrapeso. En definitiva, son necesarios dentro del consenso constitucionalista.

Por lo que se refiere a las condiciones, llegados a este punto probablemente se trate de volver a los consensos básicos de las democracias liberales representativas. Esto quiere decir respeto a la Constitución y al Estado de derecho, respeto por los checks and balances, respeto por las minorías, respeto por la evidencia empírica en relación con las políticas públicas (o si se quiere, respeto por la verdad), respeto por la separación de poderes y respeto por la neutralidad y profesionalidad de todas y cada una de las instituciones. Son las condiciones sin las cuales no es posible plantearse seriamente resolver ningún problema complejo incluido el conflicto catalán. Por eso conviene ponerse a trabajar ya con los útiles que tenemos disponibles en la caja de herramientas de las democracias liberales representativas. Básicamente, porque no tenemos otros: no hay soluciones mágicas, como nos quieren hacen creer los demagogos y populistas y la culpa de nuestros problemas no la tienen los enemigos que nos inventamos para eludir nuestras responsabilidades como nos quieren hacer creer los nacionalistas. En definitiva, debemos actuar como lo que somos, ciudadanos mayores de edad, y exigir que se nos trate como a tales.

El procés en la cáscara de una nuez

Un famoso relato de Melville describe a un jovencísimo recadero que, gracias al propósito paterno de evitar que perpetúe su oficio de pescante, comienza a trabajar para un modesto abogado de Wall Street. Para este muchacho, posiblemente más interesado en cobrar el dólar semanal que en comprender la profesión, «toda la noble ciencia del derecho cabía en una cáscara de nuez».

Hoy día, a muchos ciudadanos les delata una ingenua vanidad muy parecida. Me refiero a esa malsana costumbre de desdeñar lo jurídico pero juzgar categóricamente sobre asuntos de derecho. La libertad para expresar un pensamiento es un derecho fundamental debidamente reconocido en la Constitución, pero tan fundamental es ese derecho como resistirse a compartir la primera opinión que se le viene a uno a la cabeza. En asuntos de justicia es éste un defecto recurrente, y, pese a resultar perjudicial para el debate público, ampliamente consentido.

Y es que a algunos les ocurre como a Ginger Nut, que, cuando todavía no se han siquiera esforzado por comprender la complejidad del Derecho, están convencidos de que la resolución de un caso judicial pudiera muy bien ocupar el espacio de la cáscara de una nuez –acaso de un tuit. Son muchos los ejemplos de frivolización que pueden recordarse, desde el de La Manada hasta el de Bárcenas o el de Plácido Domingo, y desde luego, a propósito de estas primeras semanas de octubre, el del juicio del procés.

Pero, puesto que apenas cuenta doce años de edad, lo de Ginger Nut tiene excusa. En cambio, la inminente publicación de la sentencia más esperada de los dos últimos años generará una oleada de críticas y opiniones por parte de profesionales adultos en gran medida, e inevitablemente, desinformados. Los medios, cada vez más excitables, servirán de correa de transmisión de la locuacidad de quien se preste.

Digo «inevitablemente» porque, a la vista de la complejidad del caso, de las circunstancias de los acusados, de la prueba practicada y del profundo conocimiento que exige un caso como éste, deviene improbable alcanzar una opinión tan informada como la de los jueces del Supremo en este particular caso. El Tribunal se puede equivocar, faltaría más. Pero conoce el caso mejor que todos nosotros, por lo que en principio, si sus intenciones son adecuadas, tiene menos posibilidades de equivocarse. La dificultad de ajustar unos hechos de múltiple interpretación a la ingente cantidad de normas escritas sólo la conoce un juez, pero últimamente cualquier ciudadano se siente capaz de igualar en conocimiento y experiencia a un Tribunal entero.

Consciente de lo anterior, el presidente de la Sala Segunda de lo Penal del Tribunal Supremo, Manuel Marchena, ha realizado un trabajo prudente y respetuoso hasta el extremo durante la celebración del juicio. Para empezar, tomó la decisión de celebrar el juicio en streaming. Al tratarse de un procedimiento tan delicado, exponerlo tan transparentemente a la opinión pública (cubrían el juicio más de 600 periodistas y 50 medios internacionales) es sin duda arriesgado, pero la decisión resultó ser acertadísima: calmó las ansias conspirativas de algunas mentes inquietas y dejó para el futuro pruebas incuestionables de la buena marcha del juicio, accesibles a cualquiera.

Después, mantuvo el control de cada minuto del juicio, pese a las enormes dificultades con las que se fue encontrando, no sólo a causa de la astucia de las partes o de los testigos, sino porque todo el juicio se ha celebrado en medio de un año electoral, atiborrado de precampañas, campañas, elecciones y negociaciones de gobierno.

Por si fuera poco, a finales del año pasado el propio Marchena se vio envuelto en el típico escándalo de politización de la Justicia: PP y PSOE, ahora acompañados de Podemos y nacionalistas, volvieron a jugar a los cromos para repartirse los veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial; Marchena iba a ser nombrado presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ, pero, debido a que el pasteleo era ya tan flagrante, se vio obligado a renunciar.

Sin embargo, en un momento sin duda complejísimo para la credibilidad judicial, el Tribunal Supremo ha cumplido su cometido de manera ejemplar, con extraordinaria diligencia y limpieza. Y, cuando está bien hecho, también se ha de decir. Como decía Varela, el mejor síntoma del éxito del juicio «fue que pocos días después la tribuna de la prensa estaba ya semivacía. El derecho aburre». Debo decir que yo mismo lo anticipé en un artículo de febrero publicado en este blog: «El juicio completo del procés será aburrido, imposible de seguir con interés».

Pero, si ha sido aburrido hasta ahora, en los próximos días los medios de comunicación recobrarán a buen seguro un renovado interés en el caso. Porque ¿qué ocurre si unos están convencidos de que tuvo lugar un intento de golpe de Estado por parte de los líderes secesionistas y que por tanto éstos merecen un durísimo castigo, pero el Tribunal decide absolverlos; o si, al contrario, unos piensan que el pseudoreferéndum fue una chiquillada y que los políticos involucrados no merecen reproche penal alguno, acaso uno político o administrativo, y sin embargo se les condena a décadas de prisión por un delito de rebelión? Tal vez el Tribunal haya encontrado su respuesta en algún momento de los dos años de estudio, de las dieciocho semanas de juicio oral, de los cincuenta y dos días de vistas, de las declaraciones de alguno de los quinientos testigos o de las interminables páginas de sumario que han compuesto este procedimiento.

La relación entre la libertad de expresión y el respeto a las decisiones judiciales adolece de un equilibrio difícil, y además no se resuelve con criterios jurídicos sino éticos. Pero entre tener derecho a expresar libremente una opinión y opinar libremente sobre Derecho existe un salto.

Es probable que la sentencia del procés no nos guste, al menos no plenamente. Pero me temo que no está para colmar nuestros caprichos, sino para que, conforme a las normas jurídicas que nos hemos impuesto y los actos concretos que se han cometido, sea justa para los acusados. Los jueces han hecho su trabajo y debemos respetarlo.

En un Estado de Derecho, existen ciertas líneas que merece la pena no cruzar. Se puede –seguramente se deba– criticar a un juez, una decisión judicial o la politización de la justicia, pero cuidémonos de no olvidar que en España sí hay un Estado de Derecho. Sin duda hemos de reforzarlo, y éste es el propósito principal de esta fundación; pero ello no significa que, para reforzarlo, hayamos de negarlo primero. Y al desautorizar tan pronto, tan injustificadamente y tan alegremente el trabajo de los jueces, en especial los medios de comunicación, que tienen un deber ético de transmitir información al ciudadano de manera diligente y fidedigna, se contribuye al desprestigio de las instituciones.

En Bartleby, el escribiente, uno de los relatos más originales de la literatura americana decimonónica, Herman Melville deja entrever un precoz existencialismo en esta historia de un copista que un día, sin mayor aviso y sin causa aparente, deja de escribir –trabajar– y casi de hablar: de pronto «sólo habla para contestar», y siempre contesta lo mismo: «Preferiría no hacerlo». Yo también podría opinar sobre la politización de la Justicia, sobre la dureza o la laxitud de las penas impuestas o sobre el errático viaje político de los líderes independentistas, pero, como dice el bueno de Bartleby, «preferiría no hacerlo». Prefiero no hacerlo por respeto al Estado de Derecho, a los jueces y a la calidad de un debate público cada vez más empobrecido.

 

 

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