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Encrucijadas políticas, tribuna en EM de nuestra coeditora Elisa de la Nuez

La notable frivolidad y falta de responsabilidad con que se está afrontado por el PSOE (con mención destacada al PSC) la posible investidura de Pedro Sánchez con el apoyo de ERC contrasta con la gravedad de la crisis política, institucional y territorial que vivimos en España y que deriva en primer lugar de la incapacidad de los partidos y de sus líderes para afrontar con seriedad y rigor los retos de una democracia liberal representativa como la nuestra al empezar la tercera década del siglo XXI. Por supuesto, esta situación no es exclusiva de España, pero llama la atención que mientras que en la sociedad civil, en los think tanks o en la academia se debaten en profundidad cuestiones tales como la demografía, la sostenibilidad del Estado del bienestar, la precariedad, la desigualdad, la crisis climática, la concentración de la población en las ciudades, la cuarta revolución industrial o incluso la necesidad de redefinir el capitalismo para no poner en peligro la democracia, y se alcanza muchas veces un diagnóstico compartido, nada de eso ocurre en los debates políticos. Ni en los parlamentos, ni en los medios de comunicación y no digamos ya en las redes sociales veremos nada parecido. Mensajes cortos y efectistas, tuits y consignas es lo más que, al parecer, podemos esperar de nuestros representantes se trate del tema del que se trate.

Quizá la mejor prueba de esta incapacidad política -porque de eso hablamos- es que el relevo generacional en los principales partidos ha supuesto un auténtico fiasco. La verdad es que podría decirse de nuestros jóvenes líderes lo mismo que Talleyrand dijo de los Borbones tras la Revolución francesa: ni han olvidado nada ni han aprendido nada. Siguen ahí todos los viejos tics del bipartidismo con el problema de que ahora ya no hay bipartidismo, que por lo menos permitía gobiernos estables. Peor aún, la creciente brevedad de nuestros ciclos electorales ha llevado el tacticismo al límite; el cortísimo plazo es lo único que importa, justificando los cambios continuos de discursos y de estrategias que llegan a ser mareantes no ya para los electores sino para los propios elegidos. Las contorsiones dialécticas a las que están obligados nuestros representantes no sólo son difíciles, es que son imprevisibles. Tenemos el viraje del presidente del Gobierno en funciones, quien, tras manifestar que gobernar con Podemos le producía insomnio, llegó a un acuerdo con Pablo Iglesias 48 horas después de las elecciones que convocó para evitarlo. Cabe hablar también de los diputados de Ciudadanos que se enteraron por la prensa de que el “no es no” a Pedro Sánchez había desaparecido por ensalmo justo antes de la campaña electoral para el 10-N, viéndose obligados a defender un posible pacto con el PSOE del que abjuraban unas horas antes. Y podríamos multiplicar los ejemplos. No es de extrañar que los políticos prefieran las ruedas de prensa sin preguntas o con preguntas preparadas o con periodistas complacientes. Ninguno está en condiciones de aguantar las preguntas de un periodista mínimamente solvente.

Pero sin duda lo más grave que está ocurriendo ahora mismo es la negociación del PSOE con ERC, un partido cuyo líder está en la cárcel condenado tras un juicio oral que hemos podido ver todos y en el que se ha aplicado el Código Penal vigente (aprobado por nuestro Congreso por mayoría absoluta), como no puede ser de otra manera en un Estado de derecho. Las explicaciones de por qué lo que era impensable hasta hace muy poco es ahora lo más deseable se mueven entre lo inverosímil y lo bochornoso. No hace falta decir que la frivolidad y la falta de coherencia que ponen de manifiesto estas negociaciones van a traspasar nuestras fronteras, invalidando de paso el muy meritorio esfuerzo realizado por este mismo Gobierno y la sociedad civil por explicar la postura española frente al separatismo catalán. ¿Qué diremos ahora en las instituciones europeas? ¿Qué nada de lo que se ha dicho y escrito sobre el independentismo iba en serio? ¿Qué les decimos a los constitucionalistas catalanes, que volverán a ser moneda de cambio para el apoyo nacionalista al Gobierno central como ha venido ocurriendo con los sucesivos ejecutivos minoritarios del PP y del PSOE en las últimas décadas? Y a los independentistas, ¿qué les vamos a ofrecer? ¿Que el Estado de derecho no se aplique en su caso? ¿Que puedan elegir a los jueces que les juzguen? ¿Un nuevo Estatuto, más autogobierno, cambiar la Constitución por la puerta de atrás cuando los votos no son suficientes para hacerlo de otra manera? Como decía Einstein, “si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”.

Por otro lado, causa una cierta sorpresa que el PSOE piense que puede convencer a la ciudadanía de que un pacto con ERC sería un pacto progresista de algún tipo. Si algo ha puesto de manifiesto el procés -más allá de los despistados o de los que se lo hacen- es el carácter profundamente retrógrado del nacionalismo supremacista y separatista. Si de algo se va percatando la sociedad española es de las similitudes entre el discurso ultranacionalista catalán (y vasco, por cierto) y el discurso ultranacionalista de Vox. Si en el primer caso el enemigo son los españoles, en el otro son los inmigrantes. Por lo demás, las dosis de demagogia, odio y falsedades o medias verdades están presentes en ambos discursos, probablemente más incipientes todavía en el caso de la ultraderecha que en el de los nacionalismos periféricos, aunque sólo es cuestión de tiempo que se igualen. Lamentablemente, mover las bajas pasiones da muchos réditos electorales en una etapa de polarización y pasiones desatadas.

El problema está en que nuestros partidos políticos constitucionalistas, incluidos los nuevos, siguen siendo tan disfuncionales como siempre; los hiperliderazgos y los palmeros siguen estando a la orden del día, lo mismo que las purgas internas, los mensajes vacíos y las consignas que sustituyen a los debates y reflexiones sosegadas. El Parlamento cada nueva legislatura se asemeja más al patio de un colegio o a un circo, según que se preste más atención a las disputas infantiles por el escaño o a las gesticulaciones del número nada despreciable de diputados que se consideran oprimidos por el régimen del 78. El que dicho régimen haya sido el periodo de mayor prosperidad y bienestar en la historia de España y que sea precisamente la Constitución de 1978 la que ampara su derecho a denostarla ni se les ocurre. El que pretendan sustituirla por un modelo de democracia iliberal a la turca, polaca o húngara (en el mejor de los casos) o por una autocracia pura y dura a lo Putin o Maduro (en el peor) no les preocupa nada. Las voces de los diputados sensatos con tanto ruido no se escuchan.

La salida a esta situación no es nada fácil. Pero habrá que intentar encontrarla. A mi juicio, lo crucial es que el Gobierno español no dependa de los independentistas catalanes no sólo por razones básicas de coherencia y de eficiencia sino también por razones de otro tipo. Hay coyunturas críticas en que toca hacer lo correcto, porque si no se hace se ponen en riesgo los logros de varias generaciones, en nuestro caso la esencia de la propia democracia liberal representativa. Creo sinceramente que esta es una de esas coyunturas. Esto exige una altura de miras por parte de quienes pueden facilitar la investidura de Pedro Sánchez para que no dependa de los independentistas, altura de miras que ciertamente no es a lo que estamos acostumbrados. Quizá pueda dar el primer paso Inés Arrimadas, aunque sólo sea por estar al frente de un partido que fue el gran responsable -junto con el actual presidente en funciones- de que no se llegase a un pacto de centro en la anterior legislatura con las consecuencias que ahora vemos y que muchos advirtieron. Claro que sólo tiene 10 diputados, por lo que no puede aspirar a liderar nada en serio, pero los gestos son importantes y su voto favorable podría animar al PP a abstenerse. La abstención no parece suficiente. Esto le permitiría al PP ejercer una oposición responsable, teniendo en cuenta las posibilidades de que Vox y los independentistas (si se quedan fuera) la ejerzan de forma totalmente irresponsable. En cuanto a Podemos, considero que hay que darles de una vez la oportunidad de convertir un discurso populista en una acción de gobierno, moderados por sus socios del PSOE e incluso por alguna personalidad de fuera del entorno partidista que pudiera aportar un cierto contrapeso. En definitiva, son necesarios dentro del consenso constitucionalista.

Por lo que se refiere a las condiciones, llegados a este punto probablemente se trate de volver a los consensos básicos de las democracias liberales representativas. Esto quiere decir respeto a la Constitución y al Estado de derecho, respeto por los checks and balances, respeto por las minorías, respeto por la evidencia empírica en relación con las políticas públicas (o si se quiere, respeto por la verdad), respeto por la separación de poderes y respeto por la neutralidad y profesionalidad de todas y cada una de las instituciones. Son las condiciones sin las cuales no es posible plantearse seriamente resolver ningún problema complejo incluido el conflicto catalán. Por eso conviene ponerse a trabajar ya con los útiles que tenemos disponibles en la caja de herramientas de las democracias liberales representativas. Básicamente, porque no tenemos otros: no hay soluciones mágicas, como nos quieren hacen creer los demagogos y populistas y la culpa de nuestros problemas no la tienen los enemigos que nos inventamos para eludir nuestras responsabilidades como nos quieren hacer creer los nacionalistas. En definitiva, debemos actuar como lo que somos, ciudadanos mayores de edad, y exigir que se nos trate como a tales.

El procés en la cáscara de una nuez

Un famoso relato de Melville describe a un jovencísimo recadero que, gracias al propósito paterno de evitar que perpetúe su oficio de pescante, comienza a trabajar para un modesto abogado de Wall Street. Para este muchacho, posiblemente más interesado en cobrar el dólar semanal que en comprender la profesión, «toda la noble ciencia del derecho cabía en una cáscara de nuez».

Hoy día, a muchos ciudadanos les delata una ingenua vanidad muy parecida. Me refiero a esa malsana costumbre de desdeñar lo jurídico pero juzgar categóricamente sobre asuntos de derecho. La libertad para expresar un pensamiento es un derecho fundamental debidamente reconocido en la Constitución, pero tan fundamental es ese derecho como resistirse a compartir la primera opinión que se le viene a uno a la cabeza. En asuntos de justicia es éste un defecto recurrente, y, pese a resultar perjudicial para el debate público, ampliamente consentido.

Y es que a algunos les ocurre como a Ginger Nut, que, cuando todavía no se han siquiera esforzado por comprender la complejidad del Derecho, están convencidos de que la resolución de un caso judicial pudiera muy bien ocupar el espacio de la cáscara de una nuez –acaso de un tuit. Son muchos los ejemplos de frivolización que pueden recordarse, desde el de La Manada hasta el de Bárcenas o el de Plácido Domingo, y desde luego, a propósito de estas primeras semanas de octubre, el del juicio del procés.

Pero, puesto que apenas cuenta doce años de edad, lo de Ginger Nut tiene excusa. En cambio, la inminente publicación de la sentencia más esperada de los dos últimos años generará una oleada de críticas y opiniones por parte de profesionales adultos en gran medida, e inevitablemente, desinformados. Los medios, cada vez más excitables, servirán de correa de transmisión de la locuacidad de quien se preste.

Digo «inevitablemente» porque, a la vista de la complejidad del caso, de las circunstancias de los acusados, de la prueba practicada y del profundo conocimiento que exige un caso como éste, deviene improbable alcanzar una opinión tan informada como la de los jueces del Supremo en este particular caso. El Tribunal se puede equivocar, faltaría más. Pero conoce el caso mejor que todos nosotros, por lo que en principio, si sus intenciones son adecuadas, tiene menos posibilidades de equivocarse. La dificultad de ajustar unos hechos de múltiple interpretación a la ingente cantidad de normas escritas sólo la conoce un juez, pero últimamente cualquier ciudadano se siente capaz de igualar en conocimiento y experiencia a un Tribunal entero.

Consciente de lo anterior, el presidente de la Sala Segunda de lo Penal del Tribunal Supremo, Manuel Marchena, ha realizado un trabajo prudente y respetuoso hasta el extremo durante la celebración del juicio. Para empezar, tomó la decisión de celebrar el juicio en streaming. Al tratarse de un procedimiento tan delicado, exponerlo tan transparentemente a la opinión pública (cubrían el juicio más de 600 periodistas y 50 medios internacionales) es sin duda arriesgado, pero la decisión resultó ser acertadísima: calmó las ansias conspirativas de algunas mentes inquietas y dejó para el futuro pruebas incuestionables de la buena marcha del juicio, accesibles a cualquiera.

Después, mantuvo el control de cada minuto del juicio, pese a las enormes dificultades con las que se fue encontrando, no sólo a causa de la astucia de las partes o de los testigos, sino porque todo el juicio se ha celebrado en medio de un año electoral, atiborrado de precampañas, campañas, elecciones y negociaciones de gobierno.

Por si fuera poco, a finales del año pasado el propio Marchena se vio envuelto en el típico escándalo de politización de la Justicia: PP y PSOE, ahora acompañados de Podemos y nacionalistas, volvieron a jugar a los cromos para repartirse los veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial; Marchena iba a ser nombrado presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ, pero, debido a que el pasteleo era ya tan flagrante, se vio obligado a renunciar.

Sin embargo, en un momento sin duda complejísimo para la credibilidad judicial, el Tribunal Supremo ha cumplido su cometido de manera ejemplar, con extraordinaria diligencia y limpieza. Y, cuando está bien hecho, también se ha de decir. Como decía Varela, el mejor síntoma del éxito del juicio «fue que pocos días después la tribuna de la prensa estaba ya semivacía. El derecho aburre». Debo decir que yo mismo lo anticipé en un artículo de febrero publicado en este blog: «El juicio completo del procés será aburrido, imposible de seguir con interés».

Pero, si ha sido aburrido hasta ahora, en los próximos días los medios de comunicación recobrarán a buen seguro un renovado interés en el caso. Porque ¿qué ocurre si unos están convencidos de que tuvo lugar un intento de golpe de Estado por parte de los líderes secesionistas y que por tanto éstos merecen un durísimo castigo, pero el Tribunal decide absolverlos; o si, al contrario, unos piensan que el pseudoreferéndum fue una chiquillada y que los políticos involucrados no merecen reproche penal alguno, acaso uno político o administrativo, y sin embargo se les condena a décadas de prisión por un delito de rebelión? Tal vez el Tribunal haya encontrado su respuesta en algún momento de los dos años de estudio, de las dieciocho semanas de juicio oral, de los cincuenta y dos días de vistas, de las declaraciones de alguno de los quinientos testigos o de las interminables páginas de sumario que han compuesto este procedimiento.

La relación entre la libertad de expresión y el respeto a las decisiones judiciales adolece de un equilibrio difícil, y además no se resuelve con criterios jurídicos sino éticos. Pero entre tener derecho a expresar libremente una opinión y opinar libremente sobre Derecho existe un salto.

Es probable que la sentencia del procés no nos guste, al menos no plenamente. Pero me temo que no está para colmar nuestros caprichos, sino para que, conforme a las normas jurídicas que nos hemos impuesto y los actos concretos que se han cometido, sea justa para los acusados. Los jueces han hecho su trabajo y debemos respetarlo.

En un Estado de Derecho, existen ciertas líneas que merece la pena no cruzar. Se puede –seguramente se deba– criticar a un juez, una decisión judicial o la politización de la justicia, pero cuidémonos de no olvidar que en España sí hay un Estado de Derecho. Sin duda hemos de reforzarlo, y éste es el propósito principal de esta fundación; pero ello no significa que, para reforzarlo, hayamos de negarlo primero. Y al desautorizar tan pronto, tan injustificadamente y tan alegremente el trabajo de los jueces, en especial los medios de comunicación, que tienen un deber ético de transmitir información al ciudadano de manera diligente y fidedigna, se contribuye al desprestigio de las instituciones.

En Bartleby, el escribiente, uno de los relatos más originales de la literatura americana decimonónica, Herman Melville deja entrever un precoz existencialismo en esta historia de un copista que un día, sin mayor aviso y sin causa aparente, deja de escribir –trabajar– y casi de hablar: de pronto «sólo habla para contestar», y siempre contesta lo mismo: «Preferiría no hacerlo». Yo también podría opinar sobre la politización de la Justicia, sobre la dureza o la laxitud de las penas impuestas o sobre el errático viaje político de los líderes independentistas, pero, como dice el bueno de Bartleby, «preferiría no hacerlo». Prefiero no hacerlo por respeto al Estado de Derecho, a los jueces y a la calidad de un debate público cada vez más empobrecido.

 

 

Imagen: Aquí.

Un último intento: por un gobierno reformista de centro

El pasado 29 de abril, publicábamos un editorial titulado “España es plural y necesita un gobierno reformista de centro” (ver aquí). Así concluíamos entonces, justo un día después de las elecciones y tras conocer los resultados: “desde Hay Derecho pedimos un gobierno de centro que sea capaz de mirar a los dos bloques de cada lado y  emprender un programa de reformas que sitúe a nuestro gran país en el lugar que se merece. La sociedad ha demostrado estar preparada. ¿Lo estarán nuestros políticos?“.

¿Qué ha ocurrido desde entonces? Tristemente, no ha ocurrido nada. Y decimos que no ha ocurrido nada desde el punto de vista de las cosas que verdaderamente afectan a los ciudadanos. Se ha discutido mucho sobre sillones y cargos, sobre vetos, indultos, bandas y golpistas. Ha habido mucho ruido mediático y estridencia y muy poco (por no decir ningún) debate acerca de las reformas que necesita nuestro país. Durante estos casi cinco meses de “negociaciones”, nuestros partidos políticos (todos) han demostrado una absoluta incapacidad para abordar las cuestiones que preocupan a los ciudadanos y para llegar a acuerdos. No es casualidad que se haya disparado la desconfianza ciudadana frente a su clase política y que los políticos ya sean la segunda preocupación de los ciudadanos después del paro. No es para menos.

Ayer asistíamos al último giro en la posición de Ciudadanos, un partido que nació y creció enarbolando la bandera de la regeneración y cuya finalidad no era otra (o eso nos dijeron) que tratar de superar los vicios de la vieja política. La importancia de la posición de este partido en la actual situación política, donde nos jugamos volver a elecciones, es incuestionable. Y es que por azares del destino, los 57 diputados de Rivera tienen la llave de la gobernabilidad de España. Por primera vez en cuarenta años, descartando los periodos de mayoría absoluta, es posible un pacto de legislatura sin que se necesite el apoyo de los partidos nacionalistas. Por primera vez en la historia de nuestra joven democracia, el apoyo parlamentario al nuevo gobierno podía hacerse depender de la implementación de una serie de reformas nacionales, y no de la mera transacción con quienes tienen un interés exclusivamente regional.

El giro de ayer merece una doble reflexión. En cuanto a la forma, no deja de llamar la atención que se produzca en el último minuto de partido, cuando faltan escasos días para vernos abocados a nuevas elecciones. Si la intención de Ciudadanos, desde un inicio, era la de plantear la abstención a cambio de la asunción por parte del PSOE de determinados compromisos, no se entiende muy bien por qué se mantuviesen durante meses en el “no es no” no ya a Sánchez sino al PSOE. Si por el contrario, lo que ha ocurrido constituye un verdadero cambio de rumbo en la estrategia de la formación, es lícito suponer  (sin ser excesivamente malpensados) que ha venido motivado por la reciente publicación de una serie de encuestas adversas a los intereses electorales de Ciudadanos. O incluso por la necesidad de ganar la batalla del relato de cara a unas nuevas elecciones. En definitiva, un gesto que hace unos meses habría sido muestra de responsabilidad y sentido de Estado, planteado en este contexto lo resulta un poco menos. Aunque más vale tarde que nunca si es, como pensamos, lo que España necesita.

Pero lo que más nos preocupa tiene que ver con la cuestión institucional. Y es que en la propuesta lanzada ayer por Albert Rivera no hay ni rastro de las reformas que constituían el leitmotiv de Ciudadanos. Ni rastro de las reformas institucionales tan necesarias para nuestro país. Ni una sola palabra sobre independencia del Poder Judicial (con un CGPJ sumido en una profunda crisis) o lucha contra la corrupción y la protección de denunciantes. Nada sobre las puertas giratorias o la colonización por parte de los partidos políticos del entramado institucional y las empresas públicas. Ninguna exigencia sobre la supresión, fusión o adelgazamiento de instituciones superfluas, a fin de tener una administración pública más eficiente y menos costosa para los ciudadanos. Nada de educación. En fin, se echa de menos al Pacto del abrazo y sus muy concretas propuestas de reforma. Quizás al final las tres medidas propuestas a cambio de la abstención (también del PP no se olvide) lo que buscan es seguir compitiendo por el liderazgo de la derecha con el PP. Lo que viene a ser nadar y guardar la ropa.

Y si la propuesta de Ciudadanos ha llegado tarde y mal, la reacción de Pedro Sánchez no ha sido menos decepcionante. Limitarse a decir que “no hay ningún obstáculo real para que PP y Ciudadanos se abstengan“, o que “lo único que pido es que faciliten la formación del Gobierno“, no es más que pedir la firma de cheques en blanco. O lo que es lo mismo, pretender que en una negociación una de las dos partes lo dé todo y la otra no dé nada. La actitud del PSOE durante todos estos meses genera fundadas sospechas sobre la verdadera intención de sus dirigentes: abocar al país a unas nuevas elecciones en el convencimiento de que eso les permitirá obtener un puñado más de escaños.

Aun faltando muy poco tiempo para que se consume el bochorno de la repetición electoral, desde Hay Derecho tenemos que insistir en la idea que hemos venido manteniendo durante los últimos meses. Hay que superar la política de bloques y aprender a formar gobiernos de coalición. Los partidos tienen que negociar en base a programas y propuestas, y no teniendo como única preocupación el reparto de sillones. España no puede permitirse este parón, el tiempo es oro y los retos del futuro no van a esperar por nuestros políticos. La puesta en marcha de un programa sólido y ambicioso de reformas es más necesaria y urgente que nunca. España no puede seguir esperando. Y por eso le pedimos a los actores políticos una vez más: siéntense, negocien y lleguen a acuerdos, sin vetos, sin líneas rojas, sin discusiones pueriles y en base a propuestas serias. A los ciudadanos se nos está acabando la paciencia.

Las políticas del miedo. Reproducción de la tribuna en EM de Elisa de la Nuez

Este verano está siendo difícil. Hay una sensación de depresión colectiva palpable en el ambiente a la vista del aumento de la incertidumbre global, la deriva populista y la incapacidad de nuestros dirigentes de afrontar los retos que tenemos a la vuelta de la esquina. El miedo es quizá el sentimiento más destructivo que albergamos los seres humanos; ya sea el miedo a lo que nos deparará un futuro que intuimos peor que el presente, el miedo a los que son distintos a nosotros, el miedo a perder nuestra identidad, nuestro trabajo o las cosas que son importantes para nosotros. Y todo está cambiando tan rápido que es difícil no tener miedo a algo; si los mayores sienten miedo ante un mundo que ya no reconocen y que les resulta hostil, los jóvenes también temen la precariedad, la falta de estabilidad o el desarraigo que acompaña muchas veces a las oportunidades que ofrece la globalización. Hay que entender bien la capacidad de destrucción que tiene el miedo de lo más valioso que tenemos, lo que Barack Obama llamó “la audacia de la esperanza” en el libro con el mismo título.

El problema es que el miedo colectivo es tremendamente efectivo en manos de dirigentes demagogos y sin escrúpulos, ya se trate de buscar un chivo expiatorio para echarle la culpa de los complejos problemas de las sociedades modernas que ellos son incapaces de resolver o de transformar a los adversarios políticos en enemigos irreconciliables con los que no es posible ni debatir nada ni llegar a ningún acuerdo. Y esto ocurre precisamente cuando es más necesario que nunca alcanzar pactos y soluciones transversales , precisamente por la complejidad de los problemas y porque nos afectan a todos los ciudadanos, que hemos elegido a nuestros representantes precisamente para que, desde distintas sensibilidades, los afronten. Es imposible que un solo líder pueda resolver cuestiones que trascienden no ya a los partidos políticos sino incluso a los Estados. Pero eso es precisamente lo que nos venden esos nuevos hombres fuertes que utilizan nuestros miedos y nos prometen seguridad y una vuelta a un mundo que ya no existe.

De esta forma se socavan los fundamentos mismos de la democracia, que exige partir de la base del reconocimiento de que el adversario político también busca -y de buena fe- soluciones a los problemas colectivos, y que por tanto una alternancia en el poder no es ninguna catástrofe, ni atenta contra la supervivencia del Estado o de la sociedad. Es más, la realidad nos muestra que las soluciones o propuestas de los competidores políticos pueden ser muy parecidas, sobre todo cuando tienen un fundamento técnico y/o empírico. Pero la polarización lleva a que se descarten por el simple hecho de no proceder de los correligionarios o por el supuesto coste político que tiene coincidir con el adversario en cuestiones importantes. Dejamos así el terreno abonado para populistas de todo tipo y condición y maltrechas las reglas del juego democrático.

Pero también hay que reconocer que nuestros miedos no aparecen de la nada; los problemas reales están ahí, ya se trate de la precariedad laboral, los precios del alquiler, la desigualdad, el calentamiento global o cualquier otro que podamos elegir. Lo que ocurre es que en vez de enfrentarse a ellos con rigor y solvencia, con racionalidad y con el mayor consenso posible, el político demagogo, nacionalista, iliberal, populista (todas las etiquetas se pueden aplicar porque suelen coincidir) simplemente se limita a azuzar las pasiones más básicas del electorado con la imprescindible colaboración de medios de comunicación igualmente poco escrupulosos o de las redes sociales, que desempeñan un papel fundamental en la propagación de bulos y en la excitación de nuestros peores instintos.

Recordemos que no es casualidad que a las palabras y discursos que criminalizan o desprecian o presentan como una amenaza a determinados colectivos les sigan actuaciones violentas contra los mismos. El papel de la radio del odio, por ejemplo, en el genocidio de Ruanda es bien conocido. Algo parecido sucede cuando los discursos que fomentan el miedo proceden de dirigentes políticos o de personas con poder, de comunicadores o simplemente de personas que pueden ser consideradas como referentes, como ocurre con los profesores en relación con sus alumnos. Hacer crecer la semilla del odio y del miedo lleva su tiempo pero no nos engañemos; la Historia nos enseña que siempre acaba por fructificar. Por eso es tan importante detectarla e identificar a los responsables lo antes posible. Y protegerse.

Para protegernos necesitamos conocer mejor el mundo y conocernos mejor a nosotros mismos. En primer lugar, manejar la evidencia empírica, es decir, los datos que avalan que hoy vivimos en general más y mejor que en ninguna otra etapa de la Humanidad y que tenemos una impresionante riqueza acumulada, como nos recuerdan Hans Rosling y sus coautores en su libro Factfulness. En segundo lugar, no nos podemos olvidar de nuestros sesgos cognitivos que son responsables de muchas de nuestras conductas irracionales. Hay que reconocer que tenemos cerebros diseñados para una vida muy diferente y mucho más insegura que la que llevamos ahora en las sociedades modernas y civilizadas. Tener miedo todo el tiempo y estar siempre alerta frente a los posibles depredadores era una garantía de supervivencia en la sabana; aunque al final el peligro no se materializase siempre era más aconsejable pecar por exceso que por defecto de prudencia. Quizá ahora los miedos que padecemos en nuestras sociedades no resultan tan útiles. En definitiva, es importante saber cómo funcionan nuestros cerebros, y que su función principal es mantenernos vivos, no alcanzar la verdad o, más modestamente, entender la realidad. Desconocer cómo funcionan algunos sesgos característicos de nuestra especie nos hace tremendamente vulnerables frente a los discursos políticos populistas, catastrofistas o directamente falsos.

Pero, en tercer lugar, necesitamos volver a poner en valor nuestras instituciones y nuestras democracias liberales que son las que mejor nos pueden defender frente a los cantos de sirena de la barbarie que se esconde detrás de tantos discursos populistas de nuestros días, aunque se pronuncien por personas educadas en instituciones de élite y desde partidos respetables. Para empezar, deberíamos devolverles su papel de lugares aptos para el debate y la conversación pública sosegada y razonada. Empezando por los dirigentes políticos y terminando por los ciudadanos hay que volver a tener las discusiones públicas en las instituciones que han sido diseñadas para eso, empezando por los Parlamentos. Nuestra democracia tiene que ser, hoy más que nunca, una democracia deliberativa donde todos, representantes políticos, expertos y ciudadanos de a pie intentemos resolver los problemas que provocan nuestros miedos colectivos.

Decía Judith Shklar en su ensayo El liberalismo del miedo que el liberalismo lo que pretende es precisamente que toda persona pueda tomar sin miedo y sin privilegio las decisiones efectivas posibles en todos los aspectos posibles de su vida siempre que no impida a su vez el que otra persona adulta haga lo propio. También nos recuerda que hay que temer al poder y que la mejor forma de que pierda su carácter amenazante es convertirlo en algo impersonal (el Estado de derecho) limitarlo y dispersarlo (a través de checks and balances). Estos son los grandes logros del liberalismo como ciencia política o ciencia de las instituciones.

De manera que necesitamos más que nunca nuestras democracias liberales con sus entramados institucionales, jurídicos y ciudadanos que debemos reforzar para que sean capaces de protegernos de partidos y de líderes dispuestos a jugar a la ruleta rusa con nuestros temores y angustias. En el ámbito nacional esperemos que un partido como Vox con cuyos votos va a gobernarse tras ser investida ayer Díaz Ayuso la Comunidad de Madrid no se deje arrastrar por el ejemplo de formaciones como la Liga de Salvini. Y es que el miedo es incompatible con la libertad.

La “suspensión” del Parlamento británico y sus implicaciones jurídicas

El pasado miércoles 28 de agosto, el Primer Ministro británico, Boris Johnson, decidió “suspender” las sesiones del Parlamento británico desde un día, a determinar posteriormente, entre el 9 y el 12 de septiembre y hasta el 14 de octubre. Técnicamente no es una suspensión como tal, aunque utilizaré ese término en esta entrada, sino que es lo que en Westminster se denomina prorogation, es decir, anticipar el final del período de sesiones del Parlamento y establecer la apertura de uno nuevo, caducando todos los trabajos parlamentarios y abriéndose el siguiente período de sesiones con el Discurso de la Reina, elaborado por el Gabinete, en el que se fija el próximo programa legislativo. El actual período de sesiones comenzó en junio de 2017 y ha sido el más largo en más de 300 años. La suspensión del período de sesiones la dicta formalmente la Reina ya que forma parte de la “prerrogativa regia”. La prerrogativa regia es el residuo que va quedando a través de los siglos de la antigua omnipotencia del Rey y que en la actualidad ejerce el Gabinete en nombre del Soberano, es decir, en palabras de la sentencia del Tribunal Supremo Miller sobre el Brexit de 2017, “engloba el residuo de poderes que permanecen bajo la Corona y que son ejercidos por los ministros, siempre que ese ejercicio sea consistente con la legislación parlamentaria” (Lord Neuberger, con el que coinciden Lady Hale, Lord Mance, Lord Kerr, Lord Clarke, Lord Wilson, Lord Sumption and Lord Hodge, en R (on the application of Miller and another) v Secretary of State for Exiting the European Union [2017] UKSC 5, p. 47, ver aquí).

En el caso de la suspensión del período de sesiones el que toma materialmente la decisión es el Gabinete, aunque formalmente ha de canalizarse, como en todo ejercicio de la prerrogativa regia, mediante una propuesta del Privy Council (órgano creado en el s. XVIII para aconsejar al Rey, compuesto por más de 600 miembros, aunque solo se convoca  a los miembros del Privy Council que están en el Gobierno, como el 28 de agosto en que solo se reunieron tres miembros del Gabinete) y se materializa en una Order in Council, aprobada formalmente por la Reina (ver aquí). Es una convención constitucional que la Reina no puede negarse a lo que le propone el Privy Council (en realidad, el Gabinete), como es lógico en una Monarquía parlamentaria en la que el monarca no puede entrar a decidir en cuestiones de contenido o efecto político. Solo si en días previos al pasado 28 de agosto, la Cámara de los Comunes hubiera retirado la confianza a Johnson, la Reina podría haberse negado a la Orden. Eso no sucedió e Isabel II no tenía constitucionalmente otra posibilidad que autorizar la prorogatio.

Puede también resultar chocante que el Gobierno británico altere el funcionamiento parlamentario, pero, sin embargo, ha de recordarse las peculiaridades que tiene una Constitución no codificada como la británica. Históricamente el Rey podía poner fin a los períodos de sesiones parlamentarias y eso, como parte de la prerrogativa regia, pasó a manos del Gabinete. Cuando la forma de gobierno parlamentaria se consolida en el Reino Unido durante los siglos XVIII y XIX, el Ejecutivo, que solo puede mantenerse en virtud de la confianza parlamentaria, pasa a dirigir a la mayoría de los Comunes y, para conseguir llevar adelante su programa político durante la legislatura, controla los tiempos de actuación en el Parlamento para que no pueda ser torpedeado con maniobras que alteren ese programa.

Por lo tanto, jurídicamente no parece haber aparentemente obstáculos constitucionales a lo que ha planeado Boris Johnson. Sin embargo, la cuestión es algo más compleja. Suspensiones de los períodos de sesiones ha habido siempre, pero no de una duración tan prolongada, siendo lo normal una o dos semanas. Esta suspensión de cinco semanas será la más larga desde 1945. Si se entendiera que el objetivo de una suspensión tan prolongada fuera impedir que el Parlamento expresase su voluntad en relación con el Brexit duro del 31 de octubre, podría tener alguna posibilidad un recurso judicial. Se han presentado ya varios. El iniciado ante la Court of Session escocesa (equivalente a la High Court inglesa y ambas instancias judiciales civiles inmediatamente anteriores a la última que es la del Tribunal Supremo, creado en 2009) por un grupo de parlamentarios contra el consejo dado a la Reina de suspender el Parlamento (ver aquí) ha sido admitido, pero, de momento, rechazada la medida cautelar (interim interdict) que pedía la paralización inmediata de la suspensión parlamentaria. Se ha presentado otro ante la High Court inglesa por Gina Miller (que fue la que recurrió en el caso que dio lugar a la sentencia Miller de 2017 antes citada: R (on the application of Miller and another) v Secretary of State for Exiting the European Union [2017] UKSC 5: ver aquí), a la que se ha unido el antiguo Primer Ministro John Major (ver aquí).

En estos procedimientos judiciales habría que demostrar que la suspensión rompe con las convenciones y principios fundamentales sobre los que se sostiene la Constitución británica y que, fundamentalmente, son uno superior y que se constituye en la regla de reconocimiento del ordenamiento jurídico británico, la soberanía parlamentaria, y otro, el rule of law, que permite el control judicial de cualquier acto público, salvo el de las leyes. Así lo ha entendido Lord Lisvane, antiguo Letrado Mayor de los Comunes, calificando la suspensión como una “grave subversión de las relaciones entre gobierno y parlamento” (ver aquí). Demostrar esa ruptura de los principios constitucionales fundamentales no será fácil, ya que aunque ese parece ser el objetivo de Johnson, lo ha hecho inteligentemente no suspendiendo hasta el 31 de octubre, lo que habría hecho imposible el pronunciamiento del Parlamento. Tampoco ayudará que el Parlamento, cuando ha podido, no se ha pronunciado expresamente ni por prorrogar la fecha del 31 de octubre ni por censurar al Gobierno actual.

Si los recursos judiciales ya anunciados no se admitieran o se desestimasen después del 31 de octubre, las opciones que tendría el Parlamento británico para evitar un Brexit duro serían básicamente dos, la aprobación de una ley que modificara la Ley de notificación de retirada de la UE de 2017 (ver aquí) o de una  moción de censura. El problema para la primera opción, una ley, al margen de la necesidad de obtener una mayoría parlamentaria, es la falta de tiempo para aprobarla. El nuevo período de sesiones que comenzará el 14 de octubre se abre, como ya he señalado, con el Discurso de la Reina, cuyo debate monopoliza varios días de vida parlamentaria, por lo que el tiempo restante sería absolutamente insuficiente para tramitar una ley.

La otra opción sería la de una moción de censura contra el Gobierno Johnson. Debe recordarse que en 2011 (The Fixed-term Parliaments Act 2011: ver aquí) se decidió en el Reino Unido establecer las legislaturas fijas de cinco años sin posibilidad de disolución discrecional por el Gobierno. Sin embargo, cabe una disolución podríamos decir que indirecta, que es la que activan los propios Comunes por mayoría de dos tercios, como hicieron en junio de 2017 a instancias de la entonces Primer Ministro, Theresa May. Si esto se produjera, por ejemplo, el martes 3 de septiembre, la moción podría aprobarse el miércoles 4 de septiembre y disolverse los Comunes el jueves 5 de septiembre, convocándose elecciones para el 10 de octubre (mínimo de 25 días laborables después: art. 14.1 Electoral Registration and Administration Act 2013, ver aquí).

La Ley de 2011 regula también la disolución por aprobación de una moción de censura y esto es lo que podría intentarse antes del 31 de octubre. La moción de censura de la Ley de 2011 exige que se produzca formalmente con la expresión “that this House has no confidence in Her Majesty’s Government” (esta Cámara no tiene confianza en el Gobierno de su Majestad) y por una mayoría simple de diputados a su favor, pero aprobada la moción no se produce la caída inmediata del Gobierno, sino que se abre un plazo de 14 días para que los Comunes puedan otorgar la confianza nuevamente al Gobierno anterior o a uno nuevo. Si no son capaces de otorgar la confianza a algún Gobierno en ese plazo, hay disolución automática del Parlamento, aunque Johnson ya ha anunciado que, en todo caso, fijaría las elecciones para después del 31 de octubre. Hay que tener en cuenta que ese plazo de 14 días no se paraliza por la suspensión del Parlamento, por lo que si se aprueba la moción poco antes del 9 de septiembre, los Comunes no podrían reunirse para otorgar la confianza a un nuevo Gobierno y se convocarían elecciones.

Si se aprobara la moción de censura después del 14 de octubre, los Comunes tendrían que otorgar la confianza a un nuevo Gobierno, probablemente interino, para que inmediatamente convocara elecciones con  autorización para diferir el Brexit hasta después de las elecciones. No debe olvidarse que esto tendría que obtener la conformidad de la UE y que estamos hablando de plazos muy cortos. No sería imposible, pero casi. Aunque un autor tan reputado como Vernon Bogdanor ha propuesto que en ese caso bastaría con derogar la Ley de notificación de retirada de la UE de 2017 (ver aquí) para que no se activara la fecha del 31 de octubre (ver aquí), Mark Elliott (a mi juicio el mejor constitucionalista británico actual) ha replicado, entiendo que muy atinadamente, que la derogación de una ley nacional no vincula a la UE y que la modificación o derogación de la Ley de 2017 no evitaría la fecha del 31 de octubre (ver aquí).

Frente a esto se ha especulado con que, como el nombramiento del nuevo Primer Ministro tiene que ser propuesto por el anterior, Johnson podría negarse a recomendar a la Reina que haga el nombramiento de un Primer Ministro interino. Sin embargo, en ese caso la Reina podría cesar directamente a Johnson y nombrar Primer Ministro al que goce de la confianza de la mayoría de los Comunes, de la misma forma que la Reina pueda ignorar la propuesta de un Gobierno de no sancionar una ley correctamente aprobada por el Parlamento. Es más, una actuación del Primer Ministro en tal sentido podría impugnarse ante los tribunales al ser contraria a la posibilidad de Gobierno alternativo abierta por el art. 2.3 de la Ley de 2011.

La última posibilidad sería la aprobación de una moción de censura al margen de la Ley de 2011, que no conduciría a la disolución y a elecciones, pero que, por convención constitucional (recogida expresamente en un documento de soft law como el párrafo 2.7 del Cabinet Manual, recopilación de convenciones elaborada por el Gobierno Cameron en 2011: ver aquí), ocasionaría la caída de Boris Johnson, aunque no tendría efecto de por sí sobre el Brexit del 31 de octubre, salvo que la propia moción incluyera el otorgamiento de la confianza a un nuevo Gobierno interino y se autorizara a éste, como en el caso antes visto, a solicitar una prórroga a la UE.

Cuestión diferente a todo lo anterior es saber lo que realmente busca Boris Johnson, si forzar un Brexit duro el 31 de octubre o que el Parlamento le censure para ir a unas elecciones como campeón de la salida del Reino Unido de la UE que la malvada oposición intenta impedir.

 

Editorial: Otra investidura fallida y riesgo de elecciones

Como bien sabe el lector, ayer culminó el fracaso de la primera investidura de Sánchez después de tres largos e infructíferos meses de lo que debería haber sido una ardua y detallada negociación; sus implicados, en cambio, han movido lentamente las fichas y a menudo se han resguardado en un silencio táctico que finalmente no ha conducido a ninguna parte. El presidente del Gobierno en funciones no ha logrado una mayoría suficiente para ser investido, y ahora se abre el plazo ineludible de dos meses para formar gobierno, mientras sobre España sobrevuela una vez más el riesgo de repetición de elecciones.

Tres meses es un plazo excesivo para formar gobierno, pero los partidos no han dado para más. Sánchez ha confiado tanto en sus buenos resultados que ha terminado creyendo que tenía mayoría absoluta, y ha creído innecesario ganarse el beneplácito del resto. Iglesias se ha visto frente al abismo y ha elegido asegurar su supervivencia antes de nada. Cuando por fin se le ofrecen las circunstancias tanto tiempo esperadas, Rivera, inmerso en una estrategia de difícil éxito, ha optado por desprenderse de su misión fundacional y por tratar de protagonizar la lucha más feroz contra el bloque ‘antisanchista’ y, de paso, liderar una oposición que no lidera. Casado ha mudado también de papel, en un sentido contrario: ha abandonado su discurso duro en pos de una posición más moderada, sin que ésta le permita una abstención para formar un gobierno estable con su archienemigo, el Partido Socialista. Vox sigue gritando, pero ya no da tanto miedo. Y los nacionalistas, a sus cosas como siempre.

En este parlamento abigarrado, el bloqueo era una posibilidad, pero no la más obvia. Se han dado los números para diversas alternativas y, sin embargo, el excesivo tacticismo empleado por todos y cada uno de los partidos políticos concurrentes a las elecciones (antes y, lo que es peor, también después de las elecciones) ha impedido la formación del Ejecutivo y ha provocado, una vez más, el hartazgo de la ciudadanía.

Especialmente grotesca ha resultado la negociación entre PSOE y Unidas Podemos durante la última semana. Primero, porque habiendo dispuesto de tres meses lo han dejado todo para la última semana. Segundo, porque no se ha escuchado una sola medida programática durante toda la “negociación”: ambos partidos y, en especial, el pequeñísimo círculo de políticos que ha protagonizado las negociaciones se ha dedicado a un obsceno reparto de sillones y ministerios. Tercero, porque no se ha tratado realmente de una negociación, sino sólo de una concatenación de ultimátums, filtraciones y movimientos tácticos propios de ajedrecista, desprovistos por completos de la voluntad de negociar y, por tanto, ceder en beneficio último del que cada cual considere que es el bien común.

Se abre una última posibilidad: el plazo de dos meses que dispone el artículo 99.5 de la Constitución. Si el 23 de septiembre no se logra formar gobierno, habrá elecciones el 10 de noviembre. Una repetición de elecciones supondría la prolongación hasta fin de año -por lo menos- de una parálisis institucional que ya dura varios meses, además de un descrédito intolerable hacia la política, que precisamente no ha ofrecido grandes ilusiones durante estos pasados años. Se agradecería, por ese motivo, un poco sentido de Estado y de servidumbre a los votantes.

No somos tan ingenuos: sabemos que la política obedece a más reglas y por ello nos gustaría advertir que, de acuerdo con nuestra impresión, es posible que dejar a un lado los intereses partidistas resulte -si el motivo es sincero- rentable electoralmente.

 

Propuestas para un nuevo sistema de partidos políticos

Nuestra actual Constitución, votada en referéndum por las personas que tenían derecho a voto en diciembre de 1978, consagra en su artículo sexto el denominado “Estado de partidos”. Literalmente, el mencionado precepto de la carta magna proclama que “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”.

En el constitucionalismo contemporáneo, se considera que el “Estado de partidos” es la forma que adoptan los actuales Estados constitucionales, comprometidos con el principio democrático, garantista de la participación política, en los que los partidos políticos protagonizan prácticamente la totalidad de la actividad política, con el objetivo de superar períodos constitucionales anteriores en los que los partidos políticos no actuaban con relevancia electoral y parlamentaria.

Sobre la participación en la vida política, y la tensión ciudadanos/partidos políticos, el jurista austriaco Hans Kelsen (1881-1973) elaboró el fundamento filosófico del “Estado de partidos” con esta reflexión: “es patente que el individuo aislado carece por completo de existencia política positiva por no poder ejercer ninguna influencia efectiva en la formación de la voluntad del Estado y que, consiguientemente, la democracia sólo es posible cuando los individuos, a fin de lograr una actuación sobre la voluntad colectiva, se reúnen en organizaciones definidas por diversos fines políticos; de tal manera que entre el individuo y el Estado se interpongan aquellas colectividades que agrupan, en forma de partidos políticos, las voluntades coincidentes de los individuos. Sólo por ofuscación o dolo puede sostenerse la posibilidad de la democracia sin partidos políticos. La democracia, necesaria e inevitablemente, requiere un Estado de partidos”.

Varias décadas después, con la experiencia de observación de la actividad de los partidos políticos, y de su supuesto (y exigido por la actual Constitución) funcionamiento y estructura interna democráticas, creo que estamos ante una crisis del elaborado doctrinalmente y consagrado constitucionalmente “Estado de partidos” (políticos). Esa tesis de Hans Kelsen, y del constitucionalismo contemporáneo del pasado siglo, creo que está superada, y es poco democrática.

Estudios sociológicos reiterados señalan a dichas entidades políticas y a sus líderes como problemas para la ciudadanía, cuando deberían ser considerados parte de la solución a los problemas que padecemos. El reciente estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas del pasado mes de junio lo ha vuelto a poner de manifiesto. Además, las tasas de abstención electoral son otro elemento que nos lleva a plantearnos la duda sobre la efectividad de esa casi exclusividad, monopolio, en la representación política por parte de los partidos políticos.

Sin duda uno de los mayores problemas para la consideración como realmente democrático del actual sistema de partidos políticos es la ausencia aún de un sistema de listas abiertas, que posibilite a la ciudadanía realmente elegir a nuestros representantes. El sistema de primarias implantado progresivamente por los partidos políticos es sin duda un avance, pero vemos que en la práctica real no deja de ser una variante de las decisiones de las cúpulas de los partidos, e incluso directamente decisiones personales del dirigente máximo, pidiendo a posteriori que los afiliados o inscritos den o no el visto bueno, cuando no flagrantes incumplimientos de los supuestos de primarias que se aprueban en los documentos internos de los partidos políticos.

Se imponen reformas constitucionales para una mayor participación democrática. La ciudadanía, a título individual, la que no participa, ni quiere participar, en la vida interna de los partidos políticos, también tenemos derecho a ser relevantes en el sistema de representación política, pero no para decidir sobre opciones electorales cerradas y bloqueadas. Queremos votar, pero también, y sobre todo, queremos elegir a las personas concretas que serán nuestros representantes públicos en las instituciones democráticas.

En este final de la segunda década del siglo, los partidos políticos deben dejar de ser el monopolio de la vida política. Es un error su concepción de que representan en exclusiva la voluntad del pueblo. Las Constituciones del siglo XXI deben introducir en sus reformas mecanismos de participación política que sitúen a la persona en el centro del sistema democrático, con el objetivo de conseguir de nuevo la afección de la ciudadanía a la actividad política, tan necesaria para luchar por los objetivos del Estado social, con la igualdad real como fin último del constitucionalismo y de la democracia.

Los nuevos retos del poder local

El pasado 3 de abril se cumplieron 40 años de las primeras elecciones municipales de
nuestro actual período democrático. Eran tiempos verdaderamente difíciles y arriesgados
para participar en la actividad política. A pesar de esa dificultad, hubo personas
comprometidas y valientes que dieron un paso al frente y decidieron ser candidatas en sus
pueblos y ciudades.

Hacía muy poco tiempo que había entrado en vigor la actual Constitución, tras el largo y
negro período de negación de derechos y libertades básicos, que consagraba el principio de
autonomía local, al establecer, en el marco del título referido a la organización territorial del
Estado, que “la Constitución garantiza la autonomía de los municipios. Estos gozarán de
personalidad jurídica plena. Su gobierno y administración corresponde a sus respectivos
Ayuntamientos, integrados por los Alcaldes y los Concejales” (artículo 140).
Dicha proclamación está precedida de otro precepto fundamental, el 137, que expresaba
una idea de Estado compuesta, no unitaria, diversa territorialmente en la gestión de los
intereses, de cercanía a los administrados, y que literalmente decía, y dice: “El Estado se
organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas
que se constituyan. Todas estas entidades gozan de autonomía para la gestión de sus
respectivos intereses”.

Con ese respaldo constitucional tuvieron lugar las primeras elecciones municipales de
nuestra actual Democracia. En ese 3 de abril de 1979 millones de españoles se lanzaron a
las urnas para elegir democráticamente a sus concejales, que unos días después, una vez que
se constituyeron las Corporaciones Municipales, elegirían a sus alcaldes y alcaldesas,
primeras autoridades locales netamente democráticas desde la II República.
Como decía al inicio, eran tiempos, esos de abril del 1979, complicados para la vida política.
En el mundo rural aún quedaban muchos resquicios del franquismo, y muchos problemas
sociales y económicos, y la decisión personal de ser candidato a alcalde no era nada
pacífica, sobre todo en las fuerzas políticas que habían estado prohibidas hasta hacía muy
poco tiempo.

Las personas que decidieron dar ese paso y fueron elegidas concejales, y en su caso, alcaldes
o alcaldesas, contribuyeron en esos años a experimentar la nueva democracia que había
sido conquistada para nuestro país. En sus municipios y ciudades empezaron a construir el
futuro, nuestro presente, a trabajar desinteresadamente por el bien común, dedicando su
tiempo, sus energías y su patrimonio, y la de sus familias, a los demás, al bienestar de sus
pueblos y de sus gentes.

En esas históricas elecciones locales, se eligieron un total de 67.505 concejales, en los casi
8.100 municipios del conjunto del Estado español. La Unión de Centro Democrático
consiguió 28.960 concejales (30,6%), el Partido Socialista Obrero Español un total de
12.059 concejales (28,1%) y el Partido Comunista de España llegó a los 3.727 concejales
(13,1%). Es de destacar que un total de 16.320 concejales lo fueron en candidaturas ajenas
a partidos políticos, candidaturas independientes de nivel local. Por el pacto político que
tras las elecciones se firmó ente Partido Socialista y Partido Comunista, la izquierda
gobernó en dicha primera legislatura local en las grandes ciudades de nuestro país.
Cuarenta años después, en mayo de 2019, con otras importantes elecciones locales, culmina
una primera gran época del poder local en España, y desde mi punto de vista, se inicia otra
con grandes y estratégicos objetivos a acometer…

La problemática del mundo rural se ha puesto en los últimos meses en valor, la España
vaciada, provocada por políticas de poca atención al hecho rural, con consecuencias
nefastas en términos de equilibrio poblacional y preservación de la naturaleza. Hace
cuarenta años muchas personas valientes y comprometidas se presentaron a aquellas lejanas
elecciones con la esperanza de luchar por el desarrollo de sus pueblos. Hoy persisten
muchas de las problemáticas del mundo rural, con una brecha muy importante en términos
de acceso a la sociedad de la información, de infraestructuras (y servicios) básicas, de
escasas posibilidades de desarrollo endógeno que facilite que los jóvenes puedan desarrollar
su futuro personal y profesional en sus pueblos de origen y no verse obligados a migrar a
ciudades e incluso a otros países.

Y en cuanto a las grandes ciudades, el gran reto sin duda es la contaminación, con graves
consecuencias para la salud de millones de personas que habitan las grandes urbes de
nuestro país. Se trata de un modelo de vida poco sostenible, grandes concentraciones
humanas con actividades y hábitos altamente impactantes en el entorno y en su propia
salud.

Sin duda, en este período de poder local 2019/2023 ha de iniciarse otra forma de entender
la gestión territorial de nuestro Estado. Los entes locales son lo más cercano al ciudadano y
al territorio, y con las personas como principal centro de interés, deberían iniciarse nuevas
políticas públicas de apoyo al mundo rural, a las personas, y de lucha contra los ataques al
medio ambiente de unos modos de vida urbana altamente perjudiciales. Pensemos en el
futuro y no el “cómodo” presente.

Hoy paciencia, mañana presidencia

Al día siguiente de ganar las elecciones generales, la señora Frederiksen ya había recibido el encargo de la reina Margarita II de Dinamarca para formar gobierno, y desde entonces actuó como primera ministra interina hasta su elección definitiva la semana pasada. Semanas antes, Sánchez ya había vencido holgadamente en nuestros comicios sin que a día de hoy se haya celebrado todavía la sesión de investidura. Sólo anteayer supimos que podría ser presidente a finales de julio, casi tres meses después.

En los más de dos meses transcurridos desde que se celebraran las elecciones generales, el Congreso ha esperado con paciencia a que un candidato registrase su propuesta de ser presidente del Gobierno (artículo 170 del Reglamento del Congreso). Recordemos que el 28 de abril se celebraron elecciones generales, que el 21 de mayo se constituyeron las Cortes, que el 6 de junio Sánchez recibió el encargo del rey de formar gobierno y que la investidura será el 22 de julio. ¿Cómo es posible tanta procrastinación?

Las razones que permiten esta situación de parálisis institucional responden fundamentalmente a unos incentivos inadecuados en la Ley. Ni la Constitución ni las leyes fijan un plazo determinado para la celebración de la primera sesión de investidura tras las elecciones. Probablemente el Legislador optó por esta vía precisamente para conceder a los políticos una amplia flexibilidad para formar gobierno; se entiende que, antes o después, por lo menos alguno de los trescientos cincuenta se presentará a la investidura. Pero no tiene por qué ser así.

Es cierto que las elecciones locales, autonómicas y europeas del 26 de mayo convierten las generales del 28 de abril en unas un tanto atípicas: inevitablemente, los partidos proceden a la negociación de los distintos –múltiples– gobiernos a modo de pack, teniendo en cuenta todas las cartas de la baraja, desde la investidura del alcalde de Castilfrío de la Sierra hasta del hombre que ha de elegir un nuevo colchón para el Palacio de la Moncloa. Y todo ello retrasa el proceso.

Pero, primero, la conjunción de unos y otros comicios es una excepción –una casualidad, como poco– y, segundo, ello no obsta para que puedan preverse sistemas más beneficiosos para el bolsillo de los ciudadanos; preferiblemente uno que no permita –incluso aliente, bajo determinadas circunstancias– que, mientras el país aguarda impaciente, los partidos no se vean forzados a investir cuanto antes un presidente, que es lo suyo.

Rajoy ya se había acogido a este vacío legal durante el primer semestre de 2016, lo que terminó en una legislatura fallida (la XI) y una repetición de elecciones, casi en unas terceras. No tuvo prisa –para las cuestiones de paciencia no tenía rival– en dejar pasar el tiempo mientras el resto se desgastaba. Dejó que Sánchez se agotara en una sesión de investidura sin posibilidades de prosperar. Dejó que Ciudadanos firmara un acuerdo que le haría mala prensa por la presencia, aun secundaria, de Podemos. Dejó que Podemos muriera de éxito. Y, cuando llegó el momento oportuno –para sus intereses, claro está–, convocó nuevas elecciones y así reforzó su posición para repetir como presidente. Ese proceso, totalmente estéril desde el punto de vista institucional, duró casi un año y tuvo a Rajoy como único beneficiario.

Es posible que ahora Sánchez pretenda hacer algo parecido, más aún si precisamente ayer el CIS (no hará falta que recuerde que está dirigido por el exsecretario de Estudios y Programas de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE) publicaba uno de sus –ahora mensuales– barómetros, en el que pronosticaba una subida del PSOE y una simultánea bajada de Unidas Podemos en caso de segundas elecciones, al 39,5% y al 12,7%, respectivamente. Esta información, fidedigna o no, pudiera generar en el presidente en funciones unos incentivos similares a los de Rajoy.

Nada tiene de extraño que un político utilice los mecanismos que tiene a su disposición para explotar al máximos sus intereses. Lo criticable es que se utilicen de un modo un tanto perverso en beneficio propio y sin costes para uno, pero sí para los demás. Convendría, por ejemplo, fijar un plazo máximo en la ley para lograr una investidura desde la celebración de las elecciones, a fin de acelerar el proceso en la medida de lo posible.

Y es que, por el momento, van sesenta y seis días de una espera costosa para los ciudadanos que, además, muy bien podría ser más larga y costosa; de hecho, algunos medios aseguran que, en opinión del señor Iglesias, la elección del señor Sánchez puede perfectamente esperar hasta la vuelta de las vacaciones de verano, mientras que este último aboga por repetir elecciones si en julio no es investido.

En todo caso, en la sesión de julio Sánchez necesitaría del Congreso de los Diputados una mayoría absoluta (176 votos a favor) en una primera votación. En caso de no alcanzar esa mayoría, se produciría una segunda votación a las cuarenta y ocho horas (ex artículo 99.3 de la Constitución), en la que Sánchez podría ser elegido presidente con una mayoría simple (es decir, más síes que noes).

En caso de que ambos intentos resultasen fallidos, la parálisis institucional se prolongaría por lo menos hasta septiembre: comenzaría entonces a correr el plazo de dos meses que marca el artículo 99.5 de la Constitución) para elegir un presidente.

Si también transcurriesen esos dos meses sin haberse elegido a ninguno, se convocarían nuevas elecciones en algún día de noviembre. Ello no significaría otra cosa que, en beneficio exclusivo de unos grupos políticos y en detrimento de otros (y probablemente sin opción de modificar sustancialmente la actual distribución de escaños), un derroche de dinero público y seis meses de parálisis de los mercados y las instituciones: los cincuenta y cuatro días que han de transcurrir entre la convocatoria y la celebración de elecciones (artículo 42.1 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General); el número indefinido de días que ha de transcurrir entre la celebración de elecciones y la primera sesión de investidura; y los dos meses que, en su caso, han de transcurrir entre esa primera sesión de investidura y hasta que, en caso de fracaso, se convoquen automáticamente nuevas elecciones. La ley fija dos de esos tres plazos, el tercero queda suelto.

Al menos ahora ya sabemos que va a tener lugar una primera investidura, pero, insisto, por poder, podrían ser muchos más millones y muchos más meses: un vacío en la ley permite que el plazo entre la celebración de elecciones y la primera sesión de investidura corra ad infinitum, más concretamente hasta que alguien se presente a la sesión. Pero ¿y si nadie se presentara nunca?

 

 

Imagen: Economía Digital.

Aparecen nuevos agujeros en la financiación de los partidos

Siendo “marca de la casa” nuestra preocupación por la defensa del Estado de Derecho y del correcto funcionamiento de nuestras instituciones, resulta obligada la atención a la problemática en torno a la financiación de los partidos políticos, cuestión ésta que últimamente la teníamos un tanto “aparcada” pues parecía que su marco regulatorio, aún imperfecto, permitía un juego razonablemente limpio. Sin embargo, hace unos días un medio digital publicó una noticia que si bien ha pasado desapercibida, hizo soltar nuestras alarmas, a la vista del calendario electoral que afrontamos y la insaciable voracidad por captar recursos de los partidos, pues es mucho lo que se juegan. La noticia daba cuenta de una propuesta de la Presidenta del Tribunal de Cuentas, con el apoyo de los Consejeros elegidos a propuesta del Partido Popular (deduciéndose la consiguiente oposición de los socialistas), para dar marcha atrás en la política de control total de las finanzas de los partidos.

Posteriormente hemos podido comprobar que el anuncio se ha convertido en realidad, apareciendo publicada la Resolución en el BOE del 20 de marzo que dispensa a los grupos parlamentarios (tanto en las Cortes como en las Asambleas Autonómicas) como los grupos municipales de los partidos políticos de presentar cuentas consolidadas con las cuentas del propio partido ante el Tribunal de Cuentas, tal y como se preveía en la Instrucción de Contabilidad para los partidos políticos que el propio Tribunal había aprobado apenas tres meses antes.

Que las leyes que regulan la financiación de los partidos políticos constituyen el ejemplo paradigmático de que las normas, por muy prolijas que sean (que no es el caso), si no van acompañadas de un auténtico espíritu y voluntad de cumplimiento, son meras ilusiones o apariencias llamadas a no ser acatadas, es algo que los especialistas en la materia dan por sentado desde que se aprobó la primigenia Ley Orgánica de 1987 regulando esta materia.

Como hemos analizado en otros post, con el fin de atajar la corrupción política el Consejo de Europa aprobó en el año 2003 una Recomendación con el propósito de que los Estados miembros transpusieran el contenido de la misma -reglas o principios vigentes en países de larga tradición democrática y de eficacia demostrada en la prevención del fenómeno de la corrupción- en su legislación nacional. La Recomendación reconoce las dos fuentes de financiación, pública y privada, señalando respecto de la pública que debe tener carácter limitado y, en cuanto a la privada, enfatiza la transparencia a fin de evitar conflictos de intereses y asegurar la independencia de los partidos respecto a los donantes. En cuanto a las campañas electorales parte de la conveniencia de poner límites a los gastos evitando gastos excesivos.

A fin de asegurar que los Estados miembros incorporaran correctamente las directrices de la Recomendación del Consejo de Europa, expertos del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) monitorearon su implantación. En concreto España fue evaluada por expertos del GRECO en 2009, 2011 y 2013 y, en sus conclusiones, destacaron que nuestro país, ya con nueva Ley en 2007 reformada en 2012, apenas había puesto interés en establecer un sistema de financiación de los partidos políticos -y de su control- que cumpliera aceptablemente con los estándares contenidos en la Recomendación que firmó en 2003. En 2015 se volvió a reformar la Ley de Financiación de los Partidos Políticos, coincidiendo con la toma de conciencia de la sociedad española ante el fenómeno de la corrupción. No obstante dicha reforma, que tuvo como principal novedad la de introducir la responsabilidad penal de los partidos políticos, tampoco llena todas las exigencias derivadas de la Recomendación 2003, omitiendo cualquier referencia a la consolidación por parte de fundaciones y demás entidades dependientes.

En concreto y retomando el inicio del post, la regla 11 de la Recomendación prevé la consolidación de las cuentas de los partidos políticos con las entidades dependientes de los mismos (sean fundaciones, empresas, o cualquier otra entidad), de forma análoga a como sucede en el ámbito mercantil (grupos de sociedades) o en el público, dónde a instancias del propio Tribunal de Cuentas la Cuenta General del Estado se presenta consolidada, a pesar de la complejidad de entidades que forman el sector público estatal, con distintos regímenes jurídicos y contables.

Cabe decir que en España el Tribunal de Cuentas venía solicitando la presentación de cuentas consolidadas por los partidos políticos y las entidades dependientes de los mismos, tal y como señaló el propio GRECO en su evaluación de 2013 (lo que sirvió en ese momento para evaluar positivamente al Tribunal) , pues precisamente ese año se aprobó un Plan de Contabilidad adaptado a las Formaciones Políticas en el que se preveía un calendario para la consolidación de cuentas, incluso en un futuro con las de las fundaciones.

Por ello la Resolución del Tribunal de Cuentas que comentamos eximiendo a los grupos institucionales de los partidos políticos de consolidar cuentas pone de manifiesto la falta de independencia del propio Tribunal de Cuentas, pues de una parte no se sabe a qué obedece tal iniciativa que restringe su propio acuerdo adoptado tres meses antes, y de otra, teniendo en cuenta que estamos en año electoral, existe la fundada sospecha de que los fondos de los grupos institucionales son utilizados para fines distintos de los que motivaron su otorgamiento, en concreto, con ocasión de las convocatorias electorales, bien en campaña o en precampaña electoral, lo que falsea a su vez la sana competencia entre los propios partidos.

Que el Tribunal de Cuentas, en teoría constitucional el supremo órgano fiscalizador del gasto público, no es un órgano independiente es fácilmente contrastable vista la forma de elección de los actuales Consejeros del Pleno actual (7 a propuesta del PP y 5 a propuesta del PSOE) fue incluso cuestionada por el Tribunal de Cuentas europeo. Claro ejemplo de esta politización es la noticia, no desmentida, de que la Sra. Cospedal (en ese momento Presidenta de una Comunidad Autónoma y Secretaria General de un partido político y, por todo ello sujeto a supervisión, por el Tribunal de Cuentas) reunió en un hotel a los Consejeros propuestos por el PP, visibilizando quien manda en Tribunal de Cuentas, a fin de darles las pertinentes instrucciones.

Además, hay que tener en cuenta que la fiscalización de partidos políticos es un área especialmente sensible y objeto de deseo para los Consejeros por las posibilidades de relación con los aparatos de los partidos (algo parecido a lo que ocurría en tiempos de bonanza económica con la Concejalía de Urbanismo). Por ello, es el único campo material de auditoría donde siempre han estado presentes dos Consejeros, uno del PP y otro del PSOE, lo que ha merecido igualmente las críticas del Tribunal de Cuentas europeo.

Siguiendo con este razonamiento, el año pasado se creó una Comisión en el Senado con el fin de investigar la financiación de los partidos políticos la cual, a pesar de lo que había llovido respecto del problema de la corrupción, apenas arrojó resultados, lo que provocó que la oposición la abandonase al considerar que nació para contrarrestar la comisión que en el Congreso investiga la financiación del Partido Popular.

En dicha Comisión comparecieron las dos Consejeras a quienes actualmente se encomienda la fiscalización de los partidos políticos, planteándose la cuestión –que afectaba en un principio a Ciudadanos- respecto a la legalidad de las aportaciones de fondos públicos de los grupos municipales y parlamentarios a los propios partidos, y que cuestiona aún más si cabe la decisión del Tribunal de Cuentas puesto que la misma fue el núcleo central del debate.

Conviene aclarar, para disipar cualquier duda que -en principio y salvo que exista donación previa de un tercero a un grupo político municipal-, dichos trasvases no encubren casos típicos de corrupción, esto es, supuestos en los que un particular transfiere fondos a un partido con el fin de conseguir un favor (la adjudicación de un contrato, una recalificación urbana, etc). Ahora bien como puso de manifiesto el portavoz del Grupo Popular Sr. Aznar Fernández a una de las Consejeras comparecientes, estamos ante subvenciones finalistas otorgadas a los grupos parlamentarios para que puedan ejercer su actividad parlamentaria, razón por la cual debe extremarse el control sobre las mismas, pues son fondos públicos. Del texto de la Resolución, sin embargo, resulta incluso dudosa la obligación de los grupos parlamentarios y municipales de rendir sus cuentas al propio Tribunal de Cuentas, en los plazos y condiciones fijadas para los partidos, habiendo quien defiende que deberían rendir las cuentas de las subvenciones del órgano que otorgante de las mismas (parlamentos o entidades locales), lo que en la práctica daría lugar a una espacio libre de control.

Sin duda dicha Resolución constituye una mala noticia para quienes confían en la bondad de nuestras instituciones y en haber superado la pesadilla recurrente consecuencia de la voracidad recaudatoria de los partidos políticos y da valor a las palabras con las que despidió el portavoz del Grupo Popular a una de las Consejeras del Tribunal de Cuentas a quien manifestó «creo que vamos a tener todos que revisar el nivel del funcionamiento, pero incluyéndoles a ustedes también».