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La masa crítica de la democracia: reproducción de la Tribuna en El Mundo de nuestros coeditores Elisa de la Nuez y Rodrigo Tena

En todo proceso de cambio social o político el protagonismo fundamental no descansa en los que lo promueven o en los que lo resisten, sino más bien en los que, por así decirlo, se encuentran sentados encima de la valla, mirando a un lado y a otro, intentando adivinar quién va triunfar, si los reformistas o los conservadores. Preguntan nerviosos qué es lo que va a ocurrir, con el fin de adoptar las precauciones correspondientes, sin ser conscientes de que es precisamente su decisión o indecisión la que decidirá el ganador. Son la masa crítica, llamada así no por su supuesta propensión a enjuiciar hechos y conductas de manera desfavorable, sino por integrar la cantidad mínima de personas necesaria para que un fenómeno tenga lugar.

Es evidente que en una democracia como la nuestra su mayor peso o influencia se siente principalmente a la hora de votar. Así ha ocurrido en el último año en dos ocasiones. Pese a ello, ha sido necesario el transcurso de más de 300 días desde las primeras elecciones para que nuestros políticos asumiesen el explícito veredicto del conjunto de la sociedad española tras más de un lustro de crisis política, económica, institucional y ética: reformas sí, pero sin ruptura. O lo que es lo mismo, sí a los cambios, pero incrementales y con tranquilidad. Tampoco hay que sorprenderse tanto, dado que esta decisión recuerda bastante a la que los españoles en su conjunto adoptaron en 1975 y que dio lugar a la Transición.

Por supuesto, se trata de una masa muy heterogénea. Un sector de la sociedad -que podemos identificar grosso modo con los más jóvenes- se muestra muy crítico con el sistema democrático de partidos fuertes y omnipresentes instaurado en 1978, que ha garantizado hasta ahora una enorme estabilidad a los sucesivos Gobiernos, pero que ha generado también daños colaterales muy importantes después de tantos años de abuso partitocrático. Desde la falta de la meritocracia a la colonización de todos y cada uno de los resortes del Estado, pasando por el clientelismo y la corrupción generalizados. Pero junto a ese sector de la sociedad existe otro -más envejecido y más conservador- que no quiere aventuras y que prefiere lo ya conocido. Hay que reconocer que el inmovilismo del que hace gala el Partido Popular cuenta con muchos seguidores, particularmente entre los mayores que vivieron bajo el franquismo y que consideran (con razón) que la democracia que tenemos ahora es, pese a sus evidentes fallos, mucho mejor que cualquier otro sistema anterior y que, todo sea dicho, se han visto especialmente beneficiados frente a los más jóvenes por la política social y económica del Gobierno.

En cualquier caso, los resultados de las dos elecciones generales de los últimos meses obligan a atender de manera combinada las demandas de estos dos sectores de la sociedad española. Tanto de los que piensan de buena fe que hay que cambiar el sistema político de raíz, como de los que piensan de buena fe que hay que primar la estabilidad sobre cualquier tipo de cambio. Y lo cierto es que esta tarea sólo puede realizarse con la colaboración de los partidos que han hecho del cambio tranquilo su objetivo, pero que -un tanto paradójicamente- cuentan con menos apoyo explícito. Apoyo que además por ser especialmente crítico ha resultado mucho más volátil. Sin embargo, sería un grave error no darse cuenta de que la potencial masa de ciudadanos capaz de apoyar de manera decidida un cambio de estas características, tanto en el ámbito institucional como social, es mucho mayor de la que parece deducirse del apoyo electoral a los partidos que lo defienden.

Una vez liberados del riesgo de un tercer encuentro con las urnas, siempre dominado por la desconfianza, el miedo, el recelo recíproco y el voto útil, una importante cantidad de votantes de los partidos situados en los extremos del arco parlamentario no dejará de mirar con buenos ojos el intento de condicionar el Gobierno en un sentido reformista. El problema es que, sentados cómodamenteencima de la valla, van a tener que decidirse por hacer sentir su peso (aunque sea en la vertiente no electoral) si quieren contribuir a que se produzcan las reformas. Porque no hay que despreciar las enormes dificultades y los intereses creados con los que va a tropezar ese proceso de cambio.

Efectivamente, fracasado el intento de la XI legislatura de abordar con ese espíritu y desde el centro político las reformas pendientes en nuestro país (explicitado en el acuerdo del abrazo entre PSOE y Ciudadanos), queda ahora por diseñar una hoja de ruta para acometer esas mismas reformas u otras muy parecidas a partir del dato de un Gobierno en minoría liderado por una persona y un partido que -al menos hoy por hoy- son partidarios acérrimos del statu quo.

No podemos engañarnos. Más allá de los gestos, la retórica y en ocasiones el discurso, pocas cosas han cambiado en estos 10 meses. El funcionamiento de nuestra vida política e institucional sigue dominada, como siempre, por la opacidad, el clientelismo y las luchas de poder internas de los partidos, sin faltar tampoco la continua exposición de las vergüenzas del sistema puestas de manifiesto por los interminables casos de corrupción. Dado que, salvo excepciones, las responsabilidades políticas por esta forma de funcionar siguen sin asumirse (y ya veremos lo que ocurre con las responsabilidades judiciales) la realidad es que los incentivos para cambiar el modus operandi no son demasiado intensos. Episodios como el del fallido nombramiento del ex ministro Soria para el Banco Mundial, la negativa del Gobierno en funciones a dejarse controlar por el Parlamento, el desprecio por los principios de mérito y capacidad en los nombramientos de la cúpula judicial o la negativa de muchos organismos públicos a facilitar información sobre cómo y en qué se gasta el dinero público, por no hablar de la resistencia a cumplir las leyes o las resoluciones judiciales que no les convienen, son ejemplos muy gráficos de ayer mismo.

En definitiva, sin una masa crítica suficiente para presionar por la reforma desde la sociedad civil la tarea se adivina muy complicada, porque los beneficiarios del statu quo ya conocen el limitado impacto que tiene en su manifestación electoral. Por eso, cumplida in extremis la primera obligación de nuestros representantes electos -que es la de dotar al país de un Gobierno y de una oposición-, la ciudadanía no puede echarse a descansar y desaparecer del escenario hasta las siguientes elecciones. Todo lo contrario.

La idea de origen providencialista de que el desempeño honesto de la propia profesión basta para cumplir la tarea del ciudadano, se está revelando peligrosamente errónea allí donde quiera que miremos. En las sociedades dislocadas en las que vivimos, en las que las recetas populistas se abren paso con tanta facilidad, es esencial que los ciudadanos no abandonen el debate público con la finalidad de situar como principal prioridad la agenda reformista. Ya no sirven las coartadas habituales utilizadas por los beneficiarios del statu quo según las cuales es posible ser un ciudadano responsable sin ocuparse de los intereses de todos. Momentos como los que vivimos (no sólo en España, sino en muchas democracias de nuestro entorno) exigen un nivel de exigencia y de implicación personal por parte los ciudadanos mucho mayor del que ha sido habitual hasta ahora.

Hoy la sociedad civil está llamada a desempeñar un papel de primer orden en cualquier proceso de cambio que se ponga en marcha en nuestro país. Porque si algo enseña la Historia es que los cambios llegan no cuando lo deciden los políticos, sino cuando el convencimiento de su necesidad alcanza en la sociedad una determinada masa crítica.

Bloqueo político, postulados sociológicos y fallas institucionales

Tunel1En febrero hablaba en este post (Zugzwang) de la situación de bloqueo en la que nos encontrábamos y apelaba a los valores democráticos. Pasados unos cuantos meses el enfermo no ha mejorado.

Por supuesto, puede alegarse que por la novedad de la situación no hay un protocolo claro de cuáles son los valores aplicables. También que puede ser razonable tomarse un tiempo para pactar e incluso –concedámoslo- aunque se reiteren una vez las elecciones por imposibilidad de llegar un pacto. Pero entre eso y encontrarnos sin gobierno casi un año, e incluso más si nos vemos abocados a unas terceras elecciones,  hay un largo trecho. Parece obvio que esta situación no puede ser buena para el país, no tanto por la falta de dirección en los asuntos corrientes sino porque quedan paralizados muchos proyectos, por la incertidumbre económica que genera, y por la magnitud de los retos que tenemos sobre la mesa, como el del separatismo. Es cierto que para los juristas un año sin leyes es una bendición y que Bélgica estuvo 541 días sin gobierno y al parecer tampoco fue una tragedia, pero no parece que esta deba ser la regla general.

Pero ¿por qué se produce esta situación? ¿No sería más razonable asumir la situación y pactar unas cuantas cosas en las que esté la mayoría de acuerdo, que las hay como lo prueban la existencia del pacto entre el PSOE y Cs y entre este y el PP, con gran coincidencia entre las propuestas? ¿Por qué no una abstención que simplemente permitiría la formación de gobierno, cuando ese gobierno estaría en tus manos porque no tendría mayoría? La ciudadanía no lo comprende y se genera en ella una gran indignación paralela al descrédito de los políticos.

Pero la respuesta es, en realidad, obvia: no pactan porque eso es lo que conviene a los intereses personales de quienes tienen que tomar esa decisión, y esa conveniencia se pone por delante de los intereses de quienes representan. Frente a la hipocresía de discursos en los que se apela a España y  al interés general, se impone el mensaje subyacente de que los ciudadanos hemos hecho mal el examen que constituyen las elecciones y que, por tanto, hemos de ir a la recuperación hasta que el resultado correcto –el que les convenga a ellos- se imponga. Algo así decía Rivera el otro día en su discurso e incluso pedía perdón a los ciudadanos en nombre de toda la cámara; y tenía toda la razón, aunque quizá pecara de exhibir una demasiado explícita superioridad moral.

Y digo esto último porque la naturaleza humana es la que es y nadie –o muy poca gente- hace las cosas por amor al arte, reconozcámoslo. Salvador Giner tiene publicados unos postulados sociológicos sobre la naturaleza humana (“Sociología”, Península, 2010, pág. 49) que conviene tener siempre presentes. Dice, por ejemplo, que los seres humanos están dotados de una fuerte tendencia a maximizar su dicha y bienestar subjetivos según se lo permitan los recursos físicos y sociales disponibles, la estructura social y moral del mundo en que cada uno vive, y ello a menudo en detrimento de su propio bienestar físico objetivo así como en detrimento del bienestar físico y moral de sus  congéneres. Afirma, además, que, con intensidad variable, los hombres poseen también una tendencia hacia la conducta altruista, que se manifiesta en su solidaridad efectiva con la condición de los demás. En caso de incompatibilidad entre egoísmo y altruismo, el primero gana al segundo, salvo que el segundo incremente el prestigio, poder o autoridad.

La cuestión, vista así, le quita un tanto el dramatismo propio de la lucha entre buenos y malos o de la vistosidad de la confrontación ideológica. Todos los políticos –como todos los seres humanos e incluso los blogueros- buscan su propio poder, riqueza y prestigio y, secundariamente, el de los demás. Y lo van a hacer –y esto es importante- siempre que no haya algo que se lo impida (esa “estructura social y moral” de que habla Giner). Cuando Sánchez dice “no” al PP no es porque piense que eso es lo mejor para España, sino porque estima que es lo mejor para mantener su propia posición como secretario general y, secundariamente, porque es mejor para su partido, porque el “sí” convertiría a Podemos en la única oposición al gobierno, comprometiendo su viabilidad futura. Rajoy dice que “no” al previo pacto del PSOE con Ciudadanos después de haberse escaqueado de la investidura, no porque considere que es lo mejor para España sino porque piensa que es la mejor forma de conservar el poder, y lo cierto es que le fue más o menos bien la jugada, a decir del resultado de las segundas elecciones. Incluso aunque que nos encontráramos con un postureo temporal, para pactar tras elecciones vascas y gallegas una vez hechos unos pocos aspavientos, también eso supondría anteponer sus intereses personales y de partido a los generales, apoyados en la malísima memoria y presunta estulticia del ciudadano.

El problema verdadero, si enfocamos la cuestión “científicamente”, no es tanto si los políticos son buenos o malos sino cómo conseguir que los intereses de los políticos se alineen con los intereses de los ciudadanos, o sea, lo que en Economía constituye el clásico problema de agencia que trataron mis coeditores Rodrigo y Elisa aquí: los “propietarios” desean que los “agentes” trabajen en beneficio de la empresa-país maximizando sus intereses; pero siempre cabe el oportunismo, el riesgo moral: que el agente (político o directivo empresarial) busque objetivos personales en detrimento de los intereses del principal (el ciudadano o el accionista) apoyado en las asimetrías informativas y de poder que se dan en estas situaciones; riesgo mayor cuando la responsabilidad de sus decisiones no recae sobre los agentes.

Pues bien, en la Teoría de la Agencia se suele decir que estos problemas pueden mitigarse con una combinación de control e incentivos. Por supuesto, si se consigue que con educación y ética que los políticos tengan asumido que el interés general debe prevalecer sobre el particular, el trabajo está hecho. Pero la experiencia te demuestra que eso no fácil, y menos en la lucha política, y menos todavía cuando nuestro sistema de selección de elites políticas no prima el mérito sino la lealtad y la adulación. Por eso es conveniente reforzarse con un buen funcionamiento de las instituciones, definidas al modo de Fukuyama en su reciente libro “Orden y decadencia de la política” como “pautas de conducta estables, apreciadas y recurrentes que perduran más allá de cada gobierno de líderes individuales”, es decir, “reglas permanentes que forjan, limitan y canalizan la conducta humana”.

En efecto, si somos realistas, a lo que podemos aspirar como ciudadanos es que esas normas –no sólo jurídicas sino también sociales- estén bien diseñadas para conseguir que el interés de los políticos se acerque lo más posible al nuestro. En este blog hemos hablado cientos de veces sobre este asunto, pero ahora me gustaría señalar algunas fallas institucionales que se ponen especialmente de manifiesto como consecuencia del bloqueo político y que sería conveniente mejorar para el futuro:

  • El proceso de investidura regulado en el artículo 99 de la Constitución ha permitido el uso torticero y partidista por Rajoy de la letra de la ley primero para escabullirse de la designación real por entender que le convenía, y luego para aceptarla pero sin especificar si se iba a someter a la confianza de la Cámara, permitiendo así una prolongación indefinida del plazo de dos meses desde la primera votación para las siguientes elecciones.
  • La actuación de la presidenta del Congreso plegándose a las conveniencias del presidente del Gobierno para establecer un calendario que podría concluir con unas elecciones el día 25 de diciembre no parece sino revelar que la tercera autoridad del Estado está sometida a los designios de la segunda.
  • La rigidez y monolitismo de los partidos, que hace no exista contestación interna que permitiera encontrar soluciones más flexibles e inclusivas al producirse la contraposición con otros intereses. Sin duda es preciso un equilibrio entre la eficacia que resulta de la unidad de mando y la disciplina y la rendición de cuentas que deriva de la existencia de otros poderes, pero no es comprensible este silencio de los corderos en los dos grandes partidos, ambos con sonoras bajadas electorales.
  • Derivado de lo anterior, el secuestro del Parlamento con la disciplina de voto convierte los debates en ataques hueros y sin significado para el ciudadano, desconectados de sus intereses, una representación teatral, que esconde la búsqueda de los intereses de la cúpula del partido.
  • La normativa electoral: por supuesto, ningún sistema electoral es inocente, pues todos tienen sus sesgos y según sea mayoritario o proporcional, o el tamaño de las circunscripciones, el prorrateo o la varianza se favorecerá más la rendición de cuentas o capacidad de reemplazar a un gobierno o la representación del pluralismo social y se dará mayor relevancia a la figura del candidato o a su partido. Y a un partido o a otro. Dicho eso, cabe señalar que nuestro sistema es excepcional: un sistema proporcional con sesgo mayoritario y conservador y listas cerradas y bloqueadas, que busca la estabilidad, y consigue un bipartidismo imperfecto pero sin la flexibilidad y rendición de cuentas propias de los países anglosajones. El ejecutivo tiene un gran poder y no sufre los cambios programáticos o decisiones impopulares y como designa los diferentes órganos reguladores su poder no tiene cortapisas.

En definitiva, tenemos los políticos que tenemos, y probablemente no mucho peores que la sociedad de donde surgen; pero nos queda la opción de mejorar las reglas y exigir su cumplimiento.