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Putin y la crisis de Occidente

En febrero de 2022 Vladimir Putin lanzó la tercera invasión rusa de Ucrania (contando la intervención de sus fuerzas en el Donbás y en Crimea) e hizo el mayor favor posible a Occidente: le dio una oportunidad.

Durante décadas, las democracias occidentales se han ido sumiendo en un pozo de incertidumbre, de autoduda, de desconfianza en sus propias instituciones y sistemas, producto de desequilibrios reales y de una aparente incapacidad para resolverlos. Un pozo que nos está llevando hacia la degradación de nuestras democracias a manos de populismos de distinto signo. Una deriva que ha sido estudiada por muchos, como Yashcha Mounk, pero contenida por muy pocos y con dificultad. Estados Unidos ha estado dominado por un populista. Israel acaba de librarse de otro pero puede recaer. Hay varios estados populistas en la UE. Sudamérica está sufriendo una nueva ola. Los populismos no son fácilmente reversibles, y si alcanzan una masa crítica no lo serán en absoluto.

Lo que la invasión de Ucrania nos ha obligado a ver es hasta qué punto esa niebla, esa confusión y ese populismo no son producto de nuestras propias sociedades sino armas de una dictadura que necesita debilitarnos para poder competir con nosotros. Nos ha obligado a tomar en serio las vulnerabilidades en nuestra forma de vida que (como en un ataque hacker) han sido usadas por Putin y otros para infiltrar el sistema y usarlo contra sí mismo. Porque no se puede decir que no las conociéramos: las veníamos escuchando e ignorando a diario. Simplemente no creíamos que la infección fuera tan agresiva, ni el riesgo tan tangible como la artillería sobre Mariúpol o los asesinatos de Bucha.

Esta repentina claridad de visión no era inevitable, y ha sido el primer fracaso de la estrategia de Putin en esta guerra. Quizá algún día sepamos con detalle cómo y quién reaccionó tan rápido en la Unión Europea, cortando el acceso a Russia Today y el resto de herramientas de propaganda, y dando a la Unión un momento para pensar y ver con claridad. Esa decisión salvó a Ucrania y probablemente a la misma Unión. No fue una medida esperada, no fue parte de un protocolo conocido. Pero fue providencial.

Tampoco es inevitable que la claridad permanezca. Como estamos viendo con las ofuscaciones del canciller alemán para evitar el suministro de armas a Ucrania, somos perfectamente capaces de dar de nuevo la espalda a lo que sabemos, y seguir esforzadamente camino del desastre, con los estímulos adecuados. Putin no ha sido el causante de la crisis de Occidente, pero sí la ha agravado con entusiasmo, y la ha llevado en direcciones que la hacen más difícil de solucionar. Su invasión de Ucrania, con todo el horror que conlleva (y precisamente por él) abre una ventana de oportunidad para reflexionar, reaccionar y cambiar.

La primera reflexión es sobre el significado de Occidente (“The West”). Cuando hablamos de Occidente en este texto, nos referimos a las democracias liberales, no a una región geográfica. “Occidente” es un conjunto de valores compartidos que se reflejan en sistemas de convivencia que respetan la libertad individual y buscan el interés común mediante la democracia representativa. Seguramente no hay ninguna democracia perfecta pero, como dijo Churchill, sigue siendo mejor que cualquier otro sistema.

Occidente, por tanto, no es simplemente Europa y Estados Unidos. No se acaba en Canadá Australia, Nueva Zelanda o Japón, como parece que piensan muchos anglosajones. Occidente incluye también Taiwán y Corea (incluso Singapur e Israel a su manera). Incluye a Ucrania. Incluye Centroamérica y Sudamérica, con notables excepciones en Cuba, Nicaragua y Venezuela, y países donde peligra. Incluye muchos más reductos, también en África.

Son países con una base cultural parecida pero no homogénea, generalmente pero no siempre con raíces europeas, y generalmente pero no siempre con herencia cristiana. Son tres cosas diferentes, y es importante reconocerlo porque con demasiada frecuencia se presentan como interdependientes.

La democracia en Occidente lleva quince años en retroceso, tanto en cuanto al número como en cuanto a la calidad. Menos países son democracias, menos democracias funcionan bien. La misma democracia española está objetivamente degenerando, según el Word Democracy Index. El enemigo de las democracias es el populismo. ¿Qué es populismo? Hay que diferenciar entre populismo como táctica, como ideología y como gobierno.

Populistase dice del político que vende soluciones simplificadas y pinta líneas rojas, diferenciando entre buenos y malos ciudadanos por su ideología, origen, religión, cultura o renta (y no por sus actos). Puede ser una táctica arriesgada, o algo más. Populista es la ideología que defiende que realmente los problemas son causados por “los otros”, y que “el pueblo” agredido tiene el derecho de tomar decisiones sin contar con ellos, ni con los mecanismos democráticos que protegen la libertad y derechos de las minorías. La voluntad del “pueblo” (la parte que nos gusta y sale a la calle para apoyarnos) decide lo que es bueno y lo que no, y la ley ya se adaptará. Y por supuesto, el portavoz del pueblo es el partido de turno.

Populista es el gobierno de un partido que utiliza las instituciones democráticas para adquirir el poder y luego lo usa para favorecer a una parte de la población ignorando los derechos de los demás, deformando o destruyendo las instituciones de contrapeso (justicia independiente, medios plurales, administraciones neutrales, sociedad civil) y haciendo imposible la alternancia democrática. El primer estadio de degeneración son las “democracias iliberales” (Cataluña, Turquía, Hungría), y su forma final las dictaduras con partidos, pero sin democracia (Rusia, Venezuela).

Populista” es por tanto una etiqueta complicada, ya que se aplica a tácticas de políticos demócratas y a aspirantes a dictadores. Hay que aplicarla con prudencia, porque un partido puede ser populista (la inmensa mayoría de los nacionalismos, o la extrema izquierda) pero respetar razonablemente los límites de la democracia, o bien atacarlos deliberadamente (partidos antisistema). Es la conjunción de una ideología corrosiva para la democracia, y la voluntad de derribar las instituciones democráticas, lo que resulta letal (intento de secesión de los nacionalistas catalanes, autoritarismo de Orbán en Hungría, gobiernos municipales de Bildu).

Cuando decimos que los populismos “no son fácilmente reversibles” estamos señalando una de las principales características de un gobierno populista. Ya no son democracias plenas: no todos sus ciudadanos son iguales y no todas sus opiniones cuentan igual. Las instituciones no son imparciales. Cuando un populismo llega al poder y alcanza las herramientas necesarias para adaptar las instituciones a su gusto, la posibilidad de desalojarlo democrática y pacíficamente disminuye deprisa: véase la salida de Trump o la degeneración del régimen de Netanyahu.

Las repúblicas de leyes” (los Estados de Derecho) son instituciones como todas, cuyo funcionamiento depende de personas dispuestas a hacerlas cumplir. Cuando las personas renuncian a recurrir, a protestar, a rechazar lo indebido, las instituciones no valen para nada. Pero sin leyes apropiadas no hay referencias que cumplir ni estímulos para comportarse como necesita la democracia. Las democracias no son todas igual de frágiles. No se trata tanto de una cuestión cultural como práctica: qué leyes existen y qué mecanismos (qué instituciones, qué incentivos) existen para que se cumplan. EEUU aguantó el embate de Trump, España pierde calidad democrática por momentos.

En resumen, si el populismo es un ácido, las instituciones democráticas son el recipiente. Si está a la altura, lo contendrá sin problemas hasta que agote su recorrido, cumpla su función y sea reemplazado. Si no lo está, si es plástico en lugar de vidrio, se deshará y será destruido, derramándolo y permitiendo daños difícilmente reparables.

¿Cúal es el papel de Putin en la decadencia de las democracias?  Se ha escrito mucho y se escribirá más sobre el ex responsable de la KGB, ex primer ministro de Yeltsin, y dos veces presidente de Rusia. En este artículo nos interesan dos cosas. Putin es un nacionalista ruso y un autócrata, que ha venido usando el poder para reconstruir el estatus de Rusia como gran potencia. Algo que no está al alcance de una economía no tan grande, y unas fuerzas armadas no tan potentes como las de sus vecinos. Rusia no es una gran potencia al lado de la Unión Europea (que tiene cuatro veces su presupuesto militar y siete veces su economía), China o EEUU. Su arsenal nuclear es una reliquia muy cara e inutilizable en un mundo de “destrucción mutua asegurada”.

El único modo en que Rusia puede imponer su criterio es por fragmentación. No se puede enfrentar a la OTAN, pero sí puede intimidarla lo suficiente para que le permita agredir a países menores, especialmente si consigue que EEUU se inhiba. No lo puede hacer con la UE, pero sí con cualquiera de sus miembros. Cuando escribió 27 misivas intimidatorias a los 27 países al comienzo de la invasión de Ucrania y recibió una sola respuesta de la Unión de manos de Josep Borrell, se encontró con lo que intenta evitar: un frente unido.

Esa necesidad de fragmentar al enemigo es una de las claves; la segunda es que lo está haciendo, y lleva años haciéndolo, con una amplia variedad de medios. El más notorio estos días es la desinformación. Es notorio porque, cuando cesó una semana inesperadamente, fue como si dejara de llover después de meses de tormenta. Sabíamos que existe una inmensa maquinaria de propaganda, alimentada no sólo por medios que aparentan ser normales pero son (y se reconocen) herramientas de la política rusa, ni por las conocidas granjas de trolls. También por una extensa red de portavoces insertos en los medios y la política occidental. Lo sabíamos porque en buena parte es público y notorio, pero también porque desde instituciones como el Parlamento Europeo se viene investigando y denunciando. El caso del magnate ruso relacionado con Putin, miembro de la Cámara de los Lores y dueño de algunos de los mayores medios británicos ya es paródico, pero la cantidad de comentaristas filorusos sólo se ha apreciado bien cuando, ante la invasión de Ucrania, momentáneamente se han callado.

También era notorio y ampliamente denunciado el modo en que Rusia viene cooptando a las élites políticas y empresariales de Europa. Los “desayunos con Volodya” (diminutivo de Vladimir Putin) eran eventos periódicos por los que los empresarios alemanes peleaban hasta febrero; la cantidad de políticos y ex altos cargos alemanes que forman parte de consejos de administración de empresas oligárquicas o estatales rusas es impresionante, y se extiende mucho más allá del ex canciller Schoeder. En Francia, hasta el notorio Strauss-Kahn estaba en nómina. En muchos países europeos, nos hemos enterado del nivel de compra de voluntades sólo cuando, al empezar la guerra, muchos han empezado a dimitir de sus cargos o condenar la invasión.

El tercer canal de influencia ha sido mucho más conocido. Putin ha favorecido directa e indirectamente el desarrollo de partidos y líderes afines o útiles. Es importante señalar que lo ha hecho con los dos tipos, y que son diferentes. Por ejemplo, Vox o el partido de Le Pen (con los siete millones de euros prestados que tanto se han mencionado en las elecciones presidenciales) son partidos afines ideológicamente a un régimen nacionalista y conservador. Pero Podemos (partido útil que no parecía afín) ha sorprendido apoyando a Putin por su antiamericanismo. Podemos y sus líderes han recibido apoyo directo de Irán y de Venezuela, dos regímenes que no son afines a Rusia en lo ideológico pero sí aliados tácticos muy cercanos, como se ha visto en Siria y ahora en Ucrania.

Un partido directamente afín en el poder puede resultar útil por su simpatía hacia Rusia (Orban, o Trump en la crisis anterior) pero los nacionalismos tienden a enfrentarse, como ha pasado con Polonia, donde el PiS ha plantado decididamente cara a Putin. Un partido extremista y populista, aunque no parezca afín, es útil a Rusia cuando ayuda a desestabilizar a sus rivales, a dañar su toma de decisiones, a ensuciar la legitimidad de su Estado de Derecho, a paralizar su movilización contra la agresión rusa. Fomentar el extremismo de cualquier signo es una de las mayores armas de Putin.

En definitiva, crisis significa cambio. Crisis significa oportunidad. También significa que algo ha llegado al límite y es insostenible en las condiciones actuales. Cualquiera que observe las democracias occidentales tiene claro que estamos en uno de esos límites, en parte inducido y en parte endógeno. Lo que es nuevo, desde febrero, es que una gran parte de la población también es consciente, al menos, de parte de las cosas que se han roto y de las anteojeras que llevamos puestas. Y lo que es sorprendente es la efusión de reacciones constructivas, desde el Parlamento Europeo a los gobiernos de muchos países, así como en la calle. No es universal, no es coherente, no es sólida pero claramente existe.

Convertir una crisis en una oportunidad de evolución y crecimiento es lo que distingue a las entidades que sobreviven y las que desaparecen. El error de cálculo inicial de Putin le ha dado a Occidente, como a Ucrania, una ventana inesperada. Hay que aprovecharla.

Robin Hood en Baleares: la expropiación de viviendas para alquiler social

El Gobierno balear de Francina Armengol va a expropiar temporalmente 56 viviendas a “grandes tenedores” para destinarlas al alquiler social. Una medida de alcance muy restringido, que difícilmente va a solucionar el problema de la vivienda en una Comunidad en la que vive más de un millón de habitantes, pero que se enmarca en el modelo propagandístico en el que parecen instalados los actuales gobernantes. Y que desatiende, además, las graves consecuencias -jurídicas y económicas- que puede acarrear en el futuro esta medida cortoplacista, ahuyentando posibles inversores en la época en que más necesarios resultan.

Para entender los motivos que subyacen tras esta peculiar decisión hay que conocer el contexto en el que se maneja el actual Pacte de Progrés, presidido por la socialista Armengol. Un gobierno de coalición formado por un conglomerado de partidos de izquierda y separatismo catalanista que lleva gobernando en Baleares una legislatura y media. Pues bien, desde el 2014 al 2020 los ingresos de la Comunidad Autónoma (según sus propias estadísticas publicadas) han crecido un 54,6% (de 2673 millones de euros a 4133), los gastos de personal han crecido un 41% (de 1198 millones de euros a 1673) y los gastos generales un 38,32% (de 2761 millones de euros a 3819). Un récord absoluto para las islas en todos los sentidos, aprovechando la bonanza económica y sucesivas excelentes temporadas turísticas.

Pero el Gobierno “de Progreso” ha sido incapaz de construir -en casi seis años- ni una sola vivienda social. Todo ese incremento presupuestario se ha ido por el voraz sumidero de colocar a la inmensa red clientelar que requiere la pléyade de partidos que integran la coalición gobernante. Y, además, la propia Conselleria de Vivienda lleva tiempo negándose a firmar certificados de descalificación de las antiguas Viviendas de Protección Oficial que van cumpliendo su plazo de vigencia legal (en general, 30 años), con el único objetivo de que no bajen vergonzosamente en las Islas Baleares las ya magras estadísticas de vivienda social durante el mandato de un Gobierno “progresista”. Privan así a sus actuales titulares de un documento oficial que les acredite como legítimos propietarios de una vivienda “libre”.

Explicado el actual contexto político, examinemos ahora las particularidades jurídicas de la medida propuesta por el Gobierno de Armengol. Se trata de una expropiación temporal por un periodo de 7 años (lo que les queda de legislatura y la siguiente) de 56 viviendas pertenecientes a “grandes tenedores”, supuestamente bancos y fondos de inversión, siguiendo la dinámica populista que caracteriza a estos gobernantes. Aquí destaca la actitud ventajista de hacer política social a costa de la vivienda privada cuando se ha sido incapaz de construir auténtica vivienda pública, disfrutando además de una época de vacas gordas en los últimos años, pues han nadado en la abundancia presupuestaria durante más de un lustro.

En lugar de crear un parque público de viviendas en alquiler para atender a los colectivos más desfavorecidos -a quienes dice representar- o en lugar de estimular la construcción privada de vivienda social mediante una buena política de incentivos fiscales (mantra intocable para la izquierda en general), rebajando impuestos a los constructores y subvencionando a los inquilinos, el Gobierno balear ha optado por una medida efectista que no va a solucionar nada. Incluso podría haber fomentado la reconversión de hoteles obsoletos, cuyo turismo barato de sol y playa lleva años demonizando, que presentan fácil transformación en apartamentos de precio económico.

Pero es que, además, la figura elegida presenta inconvenientes legales que van a limitar su ya mermada efectividad práctica. Según lo anunciado, se va a utilizar contra los propietarios la figura de la expropiación forzosa temporal para luego ceder esas viviendas en arrendamiento como viviendas sociales a personas necesitadas. Pero la expropiación forzosa es una materia de competencia legislativa estatal que, por su incidencia en el contenido esencial del derecho de propiedad, goza de reserva de Ley estatal, según el artículo 53 de la Constitución española.

La profesora de Derecho Civil de la Universidad de Cádiz Cristina Argelich publicó en 2018 en la Revista Catalana de Dret Públic un interesante trabajo sobre las expropiaciones temporales de vivienda, destacando los inconvenientes que limitan su eficacia práctica. Sostenía que la utilización del mecanismo expropiatorio, en combinación con un arrendamiento posterior por la entidad expropiante, no respeta los principios constitucionales en que se fundamenta la expropiación forzosa y supone un sacrificio patrimonial no justificado para el sujeto expropiado. Y añadía que el procedimiento de expropiación forzosa -por su propia naturaleza coactiva y confiscatoria- acarrea unas mayores garantías legales que demorarían en exceso este tipo de actuaciones, que no resultarán útiles para atender necesidades urgentes de vivienda de los beneficiarios, de manera que la medida sería más efectista que efectiva.

Proponía como alternativa la profesora Argelich una posible negociación de arrendamientos forzosos por parte de la Administración con titulares de viviendas desocupadas por incumplimiento de su uso habitacional, como ha funcionado con éxito en el Reino Unido. Pero siempre dentro de un ámbito de negociación con los afectados, que sólo llegaría a la imposición forzosa del arrendamiento -mediante un acto administrativo- en caso de desatención a los requerimientos reiterados de la Administración.

El plan parece formulado con evidente entusiasmo propagandístico y notable precipitación jurídica. Y generará, a buen seguro, una ristra de pleitos con los afectados, dado que el procedimiento expropiatorio no tiene la agilidad que precisan determinadas urgentes soluciones habitacionales. Ya uno de los propietarios afectados, una empresa de gasolineras que había comprado ocho apartamentos en Menorca -y que está reformando para su venta (con varios ya apalabrados)- ha anunciado que va a adoptar medidas judiciales. Aun así, el impacto mediático ya está logrado, con repercusión garantizada incluso a nivel nacional. Objetivo conseguido, en unos gobernantes que hacen prevalecer el populismo sobre la gestión. Nuestra Robin Hood a la mallorquina podrá sentirse satisfecha. Su Gobierno no ha construido en 6 años una sola vivienda social, pero va a tener que afrontar 56 pleitos, uno por cada vivienda expropiada. Lo que viene a ser verdadero “Progreso”.

Las políticas del miedo. Reproducción de la tribuna en EM de Elisa de la Nuez

Este verano está siendo difícil. Hay una sensación de depresión colectiva palpable en el ambiente a la vista del aumento de la incertidumbre global, la deriva populista y la incapacidad de nuestros dirigentes de afrontar los retos que tenemos a la vuelta de la esquina. El miedo es quizá el sentimiento más destructivo que albergamos los seres humanos; ya sea el miedo a lo que nos deparará un futuro que intuimos peor que el presente, el miedo a los que son distintos a nosotros, el miedo a perder nuestra identidad, nuestro trabajo o las cosas que son importantes para nosotros. Y todo está cambiando tan rápido que es difícil no tener miedo a algo; si los mayores sienten miedo ante un mundo que ya no reconocen y que les resulta hostil, los jóvenes también temen la precariedad, la falta de estabilidad o el desarraigo que acompaña muchas veces a las oportunidades que ofrece la globalización. Hay que entender bien la capacidad de destrucción que tiene el miedo de lo más valioso que tenemos, lo que Barack Obama llamó “la audacia de la esperanza” en el libro con el mismo título.

El problema es que el miedo colectivo es tremendamente efectivo en manos de dirigentes demagogos y sin escrúpulos, ya se trate de buscar un chivo expiatorio para echarle la culpa de los complejos problemas de las sociedades modernas que ellos son incapaces de resolver o de transformar a los adversarios políticos en enemigos irreconciliables con los que no es posible ni debatir nada ni llegar a ningún acuerdo. Y esto ocurre precisamente cuando es más necesario que nunca alcanzar pactos y soluciones transversales , precisamente por la complejidad de los problemas y porque nos afectan a todos los ciudadanos, que hemos elegido a nuestros representantes precisamente para que, desde distintas sensibilidades, los afronten. Es imposible que un solo líder pueda resolver cuestiones que trascienden no ya a los partidos políticos sino incluso a los Estados. Pero eso es precisamente lo que nos venden esos nuevos hombres fuertes que utilizan nuestros miedos y nos prometen seguridad y una vuelta a un mundo que ya no existe.

De esta forma se socavan los fundamentos mismos de la democracia, que exige partir de la base del reconocimiento de que el adversario político también busca -y de buena fe- soluciones a los problemas colectivos, y que por tanto una alternancia en el poder no es ninguna catástrofe, ni atenta contra la supervivencia del Estado o de la sociedad. Es más, la realidad nos muestra que las soluciones o propuestas de los competidores políticos pueden ser muy parecidas, sobre todo cuando tienen un fundamento técnico y/o empírico. Pero la polarización lleva a que se descarten por el simple hecho de no proceder de los correligionarios o por el supuesto coste político que tiene coincidir con el adversario en cuestiones importantes. Dejamos así el terreno abonado para populistas de todo tipo y condición y maltrechas las reglas del juego democrático.

Pero también hay que reconocer que nuestros miedos no aparecen de la nada; los problemas reales están ahí, ya se trate de la precariedad laboral, los precios del alquiler, la desigualdad, el calentamiento global o cualquier otro que podamos elegir. Lo que ocurre es que en vez de enfrentarse a ellos con rigor y solvencia, con racionalidad y con el mayor consenso posible, el político demagogo, nacionalista, iliberal, populista (todas las etiquetas se pueden aplicar porque suelen coincidir) simplemente se limita a azuzar las pasiones más básicas del electorado con la imprescindible colaboración de medios de comunicación igualmente poco escrupulosos o de las redes sociales, que desempeñan un papel fundamental en la propagación de bulos y en la excitación de nuestros peores instintos.

Recordemos que no es casualidad que a las palabras y discursos que criminalizan o desprecian o presentan como una amenaza a determinados colectivos les sigan actuaciones violentas contra los mismos. El papel de la radio del odio, por ejemplo, en el genocidio de Ruanda es bien conocido. Algo parecido sucede cuando los discursos que fomentan el miedo proceden de dirigentes políticos o de personas con poder, de comunicadores o simplemente de personas que pueden ser consideradas como referentes, como ocurre con los profesores en relación con sus alumnos. Hacer crecer la semilla del odio y del miedo lleva su tiempo pero no nos engañemos; la Historia nos enseña que siempre acaba por fructificar. Por eso es tan importante detectarla e identificar a los responsables lo antes posible. Y protegerse.

Para protegernos necesitamos conocer mejor el mundo y conocernos mejor a nosotros mismos. En primer lugar, manejar la evidencia empírica, es decir, los datos que avalan que hoy vivimos en general más y mejor que en ninguna otra etapa de la Humanidad y que tenemos una impresionante riqueza acumulada, como nos recuerdan Hans Rosling y sus coautores en su libro Factfulness. En segundo lugar, no nos podemos olvidar de nuestros sesgos cognitivos que son responsables de muchas de nuestras conductas irracionales. Hay que reconocer que tenemos cerebros diseñados para una vida muy diferente y mucho más insegura que la que llevamos ahora en las sociedades modernas y civilizadas. Tener miedo todo el tiempo y estar siempre alerta frente a los posibles depredadores era una garantía de supervivencia en la sabana; aunque al final el peligro no se materializase siempre era más aconsejable pecar por exceso que por defecto de prudencia. Quizá ahora los miedos que padecemos en nuestras sociedades no resultan tan útiles. En definitiva, es importante saber cómo funcionan nuestros cerebros, y que su función principal es mantenernos vivos, no alcanzar la verdad o, más modestamente, entender la realidad. Desconocer cómo funcionan algunos sesgos característicos de nuestra especie nos hace tremendamente vulnerables frente a los discursos políticos populistas, catastrofistas o directamente falsos.

Pero, en tercer lugar, necesitamos volver a poner en valor nuestras instituciones y nuestras democracias liberales que son las que mejor nos pueden defender frente a los cantos de sirena de la barbarie que se esconde detrás de tantos discursos populistas de nuestros días, aunque se pronuncien por personas educadas en instituciones de élite y desde partidos respetables. Para empezar, deberíamos devolverles su papel de lugares aptos para el debate y la conversación pública sosegada y razonada. Empezando por los dirigentes políticos y terminando por los ciudadanos hay que volver a tener las discusiones públicas en las instituciones que han sido diseñadas para eso, empezando por los Parlamentos. Nuestra democracia tiene que ser, hoy más que nunca, una democracia deliberativa donde todos, representantes políticos, expertos y ciudadanos de a pie intentemos resolver los problemas que provocan nuestros miedos colectivos.

Decía Judith Shklar en su ensayo El liberalismo del miedo que el liberalismo lo que pretende es precisamente que toda persona pueda tomar sin miedo y sin privilegio las decisiones efectivas posibles en todos los aspectos posibles de su vida siempre que no impida a su vez el que otra persona adulta haga lo propio. También nos recuerda que hay que temer al poder y que la mejor forma de que pierda su carácter amenazante es convertirlo en algo impersonal (el Estado de derecho) limitarlo y dispersarlo (a través de checks and balances). Estos son los grandes logros del liberalismo como ciencia política o ciencia de las instituciones.

De manera que necesitamos más que nunca nuestras democracias liberales con sus entramados institucionales, jurídicos y ciudadanos que debemos reforzar para que sean capaces de protegernos de partidos y de líderes dispuestos a jugar a la ruleta rusa con nuestros temores y angustias. En el ámbito nacional esperemos que un partido como Vox con cuyos votos va a gobernarse tras ser investida ayer Díaz Ayuso la Comunidad de Madrid no se deje arrastrar por el ejemplo de formaciones como la Liga de Salvini. Y es que el miedo es incompatible con la libertad.

La “suspensión” del Parlamento británico y sus implicaciones jurídicas

El pasado miércoles 28 de agosto, el Primer Ministro británico, Boris Johnson, decidió “suspender” las sesiones del Parlamento británico desde un día, a determinar posteriormente, entre el 9 y el 12 de septiembre y hasta el 14 de octubre. Técnicamente no es una suspensión como tal, aunque utilizaré ese término en esta entrada, sino que es lo que en Westminster se denomina prorogation, es decir, anticipar el final del período de sesiones del Parlamento y establecer la apertura de uno nuevo, caducando todos los trabajos parlamentarios y abriéndose el siguiente período de sesiones con el Discurso de la Reina, elaborado por el Gabinete, en el que se fija el próximo programa legislativo. El actual período de sesiones comenzó en junio de 2017 y ha sido el más largo en más de 300 años. La suspensión del período de sesiones la dicta formalmente la Reina ya que forma parte de la “prerrogativa regia”. La prerrogativa regia es el residuo que va quedando a través de los siglos de la antigua omnipotencia del Rey y que en la actualidad ejerce el Gabinete en nombre del Soberano, es decir, en palabras de la sentencia del Tribunal Supremo Miller sobre el Brexit de 2017, “engloba el residuo de poderes que permanecen bajo la Corona y que son ejercidos por los ministros, siempre que ese ejercicio sea consistente con la legislación parlamentaria” (Lord Neuberger, con el que coinciden Lady Hale, Lord Mance, Lord Kerr, Lord Clarke, Lord Wilson, Lord Sumption and Lord Hodge, en R (on the application of Miller and another) v Secretary of State for Exiting the European Union [2017] UKSC 5, p. 47, ver aquí).

En el caso de la suspensión del período de sesiones el que toma materialmente la decisión es el Gabinete, aunque formalmente ha de canalizarse, como en todo ejercicio de la prerrogativa regia, mediante una propuesta del Privy Council (órgano creado en el s. XVIII para aconsejar al Rey, compuesto por más de 600 miembros, aunque solo se convoca  a los miembros del Privy Council que están en el Gobierno, como el 28 de agosto en que solo se reunieron tres miembros del Gabinete) y se materializa en una Order in Council, aprobada formalmente por la Reina (ver aquí). Es una convención constitucional que la Reina no puede negarse a lo que le propone el Privy Council (en realidad, el Gabinete), como es lógico en una Monarquía parlamentaria en la que el monarca no puede entrar a decidir en cuestiones de contenido o efecto político. Solo si en días previos al pasado 28 de agosto, la Cámara de los Comunes hubiera retirado la confianza a Johnson, la Reina podría haberse negado a la Orden. Eso no sucedió e Isabel II no tenía constitucionalmente otra posibilidad que autorizar la prorogatio.

Puede también resultar chocante que el Gobierno británico altere el funcionamiento parlamentario, pero, sin embargo, ha de recordarse las peculiaridades que tiene una Constitución no codificada como la británica. Históricamente el Rey podía poner fin a los períodos de sesiones parlamentarias y eso, como parte de la prerrogativa regia, pasó a manos del Gabinete. Cuando la forma de gobierno parlamentaria se consolida en el Reino Unido durante los siglos XVIII y XIX, el Ejecutivo, que solo puede mantenerse en virtud de la confianza parlamentaria, pasa a dirigir a la mayoría de los Comunes y, para conseguir llevar adelante su programa político durante la legislatura, controla los tiempos de actuación en el Parlamento para que no pueda ser torpedeado con maniobras que alteren ese programa.

Por lo tanto, jurídicamente no parece haber aparentemente obstáculos constitucionales a lo que ha planeado Boris Johnson. Sin embargo, la cuestión es algo más compleja. Suspensiones de los períodos de sesiones ha habido siempre, pero no de una duración tan prolongada, siendo lo normal una o dos semanas. Esta suspensión de cinco semanas será la más larga desde 1945. Si se entendiera que el objetivo de una suspensión tan prolongada fuera impedir que el Parlamento expresase su voluntad en relación con el Brexit duro del 31 de octubre, podría tener alguna posibilidad un recurso judicial. Se han presentado ya varios. El iniciado ante la Court of Session escocesa (equivalente a la High Court inglesa y ambas instancias judiciales civiles inmediatamente anteriores a la última que es la del Tribunal Supremo, creado en 2009) por un grupo de parlamentarios contra el consejo dado a la Reina de suspender el Parlamento (ver aquí) ha sido admitido, pero, de momento, rechazada la medida cautelar (interim interdict) que pedía la paralización inmediata de la suspensión parlamentaria. Se ha presentado otro ante la High Court inglesa por Gina Miller (que fue la que recurrió en el caso que dio lugar a la sentencia Miller de 2017 antes citada: R (on the application of Miller and another) v Secretary of State for Exiting the European Union [2017] UKSC 5: ver aquí), a la que se ha unido el antiguo Primer Ministro John Major (ver aquí).

En estos procedimientos judiciales habría que demostrar que la suspensión rompe con las convenciones y principios fundamentales sobre los que se sostiene la Constitución británica y que, fundamentalmente, son uno superior y que se constituye en la regla de reconocimiento del ordenamiento jurídico británico, la soberanía parlamentaria, y otro, el rule of law, que permite el control judicial de cualquier acto público, salvo el de las leyes. Así lo ha entendido Lord Lisvane, antiguo Letrado Mayor de los Comunes, calificando la suspensión como una “grave subversión de las relaciones entre gobierno y parlamento” (ver aquí). Demostrar esa ruptura de los principios constitucionales fundamentales no será fácil, ya que aunque ese parece ser el objetivo de Johnson, lo ha hecho inteligentemente no suspendiendo hasta el 31 de octubre, lo que habría hecho imposible el pronunciamiento del Parlamento. Tampoco ayudará que el Parlamento, cuando ha podido, no se ha pronunciado expresamente ni por prorrogar la fecha del 31 de octubre ni por censurar al Gobierno actual.

Si los recursos judiciales ya anunciados no se admitieran o se desestimasen después del 31 de octubre, las opciones que tendría el Parlamento británico para evitar un Brexit duro serían básicamente dos, la aprobación de una ley que modificara la Ley de notificación de retirada de la UE de 2017 (ver aquí) o de una  moción de censura. El problema para la primera opción, una ley, al margen de la necesidad de obtener una mayoría parlamentaria, es la falta de tiempo para aprobarla. El nuevo período de sesiones que comenzará el 14 de octubre se abre, como ya he señalado, con el Discurso de la Reina, cuyo debate monopoliza varios días de vida parlamentaria, por lo que el tiempo restante sería absolutamente insuficiente para tramitar una ley.

La otra opción sería la de una moción de censura contra el Gobierno Johnson. Debe recordarse que en 2011 (The Fixed-term Parliaments Act 2011: ver aquí) se decidió en el Reino Unido establecer las legislaturas fijas de cinco años sin posibilidad de disolución discrecional por el Gobierno. Sin embargo, cabe una disolución podríamos decir que indirecta, que es la que activan los propios Comunes por mayoría de dos tercios, como hicieron en junio de 2017 a instancias de la entonces Primer Ministro, Theresa May. Si esto se produjera, por ejemplo, el martes 3 de septiembre, la moción podría aprobarse el miércoles 4 de septiembre y disolverse los Comunes el jueves 5 de septiembre, convocándose elecciones para el 10 de octubre (mínimo de 25 días laborables después: art. 14.1 Electoral Registration and Administration Act 2013, ver aquí).

La Ley de 2011 regula también la disolución por aprobación de una moción de censura y esto es lo que podría intentarse antes del 31 de octubre. La moción de censura de la Ley de 2011 exige que se produzca formalmente con la expresión “that this House has no confidence in Her Majesty’s Government” (esta Cámara no tiene confianza en el Gobierno de su Majestad) y por una mayoría simple de diputados a su favor, pero aprobada la moción no se produce la caída inmediata del Gobierno, sino que se abre un plazo de 14 días para que los Comunes puedan otorgar la confianza nuevamente al Gobierno anterior o a uno nuevo. Si no son capaces de otorgar la confianza a algún Gobierno en ese plazo, hay disolución automática del Parlamento, aunque Johnson ya ha anunciado que, en todo caso, fijaría las elecciones para después del 31 de octubre. Hay que tener en cuenta que ese plazo de 14 días no se paraliza por la suspensión del Parlamento, por lo que si se aprueba la moción poco antes del 9 de septiembre, los Comunes no podrían reunirse para otorgar la confianza a un nuevo Gobierno y se convocarían elecciones.

Si se aprobara la moción de censura después del 14 de octubre, los Comunes tendrían que otorgar la confianza a un nuevo Gobierno, probablemente interino, para que inmediatamente convocara elecciones con  autorización para diferir el Brexit hasta después de las elecciones. No debe olvidarse que esto tendría que obtener la conformidad de la UE y que estamos hablando de plazos muy cortos. No sería imposible, pero casi. Aunque un autor tan reputado como Vernon Bogdanor ha propuesto que en ese caso bastaría con derogar la Ley de notificación de retirada de la UE de 2017 (ver aquí) para que no se activara la fecha del 31 de octubre (ver aquí), Mark Elliott (a mi juicio el mejor constitucionalista británico actual) ha replicado, entiendo que muy atinadamente, que la derogación de una ley nacional no vincula a la UE y que la modificación o derogación de la Ley de 2017 no evitaría la fecha del 31 de octubre (ver aquí).

Frente a esto se ha especulado con que, como el nombramiento del nuevo Primer Ministro tiene que ser propuesto por el anterior, Johnson podría negarse a recomendar a la Reina que haga el nombramiento de un Primer Ministro interino. Sin embargo, en ese caso la Reina podría cesar directamente a Johnson y nombrar Primer Ministro al que goce de la confianza de la mayoría de los Comunes, de la misma forma que la Reina pueda ignorar la propuesta de un Gobierno de no sancionar una ley correctamente aprobada por el Parlamento. Es más, una actuación del Primer Ministro en tal sentido podría impugnarse ante los tribunales al ser contraria a la posibilidad de Gobierno alternativo abierta por el art. 2.3 de la Ley de 2011.

La última posibilidad sería la aprobación de una moción de censura al margen de la Ley de 2011, que no conduciría a la disolución y a elecciones, pero que, por convención constitucional (recogida expresamente en un documento de soft law como el párrafo 2.7 del Cabinet Manual, recopilación de convenciones elaborada por el Gobierno Cameron en 2011: ver aquí), ocasionaría la caída de Boris Johnson, aunque no tendría efecto de por sí sobre el Brexit del 31 de octubre, salvo que la propia moción incluyera el otorgamiento de la confianza a un nuevo Gobierno interino y se autorizara a éste, como en el caso antes visto, a solicitar una prórroga a la UE.

Cuestión diferente a todo lo anterior es saber lo que realmente busca Boris Johnson, si forzar un Brexit duro el 31 de octubre o que el Parlamento le censure para ir a unas elecciones como campeón de la salida del Reino Unido de la UE que la malvada oposición intenta impedir.

 

¿Es la Unión Europea el último dique contra el nacionalismo y el populismo?

Uno de los países que en los últimos tiempos ha dado más quebraderos de cabeza al conjunto de la Unión Europea (UE), Polonia, gobernado por el partido Ley y Justicia, parece que ha dado su brazo a torcer en su polémica reforma judicial que, entre otras medidas, iba a provocar que más de un tercio de los jueces del Tribunal Supremo polaco, incluida su presidenta, Malgorzata Gersdorf, fueran a ser jubilados anticipadamente y contra su voluntad (al pasar la edad de jubilación de los 70 a los 65 años), siendo sus sustitutos elegidos por el Parlamento, controlado por el partido del Gobierno. Además, en el caso de que estos jueces quisieran continuar en el cargo, era el presidente de país, Andrezj Duda, quién decidiría si renovarles o no por tres años más.

Más allá de la evidente polémica suscitada a raíz de esta decisión, por ser contraria a la Constitución polaca que predica la independencia del poder judicial y establece que el mandato del presidente del Alto Tribunal dure 6 años (el de Gersdorf finalizaba en 2020), además de la valiente oposición de la mencionada presidenta, que ha continuado yendo a su puesto de trabajo desde que le comunicasen su destitución, lo más significativo ha sido el papel que ha desempeñado la propia UE en todo este asunto.

En julio de 2017, cuando se anunció la primera parte de la referida reforma judicial, la Comisión Europea (CE) amenazó al Gobierno de Polonia con activar el mecanismo contemplado en el artículo 7 del Tratado de la UE (TUE), si su reforma no se ajustaba a las recomendaciones sobre el Estado de Derecho realizadas desde Bruselas. Tras el caso omiso del Gobierno polaco, y, después de múltiples recomendaciones, cartas y reuniones, la Comisión, el pasado mes de diciembre, activó el mencionado procedimiento, siendo la primera vez que era empleado (posteriormente, se ha iniciado también contra la Hungría de Viktor Orbán, a instancias del Parlamento Europeo).

Pero, ¿en qué consiste realmente el mecanismo del artículo 7 del TUE? Es el procedimiento que tienen la potestad de activar las instituciones de la UE en el caso de que alguno de los estados miembros no respete los valores de la Unión, fijados en el artículo 2 del propio TUE, entre los que se encuentra el Estado de Derecho. El mencionado mecanismo consta de dos fases: una primera, preventiva, que se activa cuando se atisba un riesgo de que se llegue a producir la violación grave de dichos valores, mandando un aviso al posible país infractor; y una segunda fase, sancionadora, que permite la suspensión de los derechos del estado miembro, entre ellos el de voto, cuando se ha confirmado que se ha producido dicha violación grave de los valores de la UE y el Estado en cuestión no rectifica. Hay que decir que para que se acuerden esas hipotéticas sanciones contra el país infractor, el principal escollo es que, además de la previa aprobación del Parlamento Europeo, se requiere unanimidad de todos los miembros del Consejo Europeo, integrado por los jefes de Estado o de Gobierno de los países comunitarios.

En este caso, además de activar el mecanismo del artículo 7, que es cierto que parece difícil que pueda acabar en una sanción contra Polonia -al ser improbable que otros países, como Hungría, acepten esa medida siendo que ellos pueden ser los siguientes-, la Comisión paralelamente acordó denunciar la reforma judicial polaca ante el Tribunal de Justicia de la UE (TJUE), al entender que violaba la legislación europea, por poner en riesgo la independencia del poder judicial y la separación de poderes, solicitando como medida cautelar la suspensión de la reforma y la restauración de la situación que había antes de la reforma en el Tribunal Supremo polaco.

El pasado mes de octubre, el TJUE estimó la medida cautelar solicitada por la CE, ordenando a Polonia suspender parcialmente su reforma judicial. Y ha sido a raíz de esa decisión del TJUE  cuando, el pasado miércoles, el Gobierno polaco presentó una nueva enmienda a la misma para reincorporar a los 27 magistrados que fueron forzosamente jubilados el pasado mes de julio. Los motivos por los cuales el gobierno polaco haya dado marcha atrás en una de sus medidas más discutidas, habrán sido varios, pero indudablemente la presión ejercida por la propia UE ha sido decisiva.

En estos últimos años, después de la crisis económica, en los que tan en duda se ha puesto el papel de la Unión e incluso su futuro a causa del Brexit, del crecimiento de los movimientos euroescepticistas, etc., es preciso poner en valor el papel que en el caso polaco (y en el húngaro) ha ejercido y está ejerciendo la propia UE, pasando de las palabras a los hechos, como dique contra los gobiernos de estos países que amenazan directamente la independencia del poder judicial y la separación de poderes, precisamente ahora que estos principios se están poniendo en peligro en tantos sitios con el auge del nacionalismo y del populismo, recordándonos a los peores momentos de nuestra historia más reciente.

Conviene en este punto plantearnos qué habría sucedido de no encontrarse Polonia en el seno de la UE. La respuesta es bastante sencilla de imaginar: la reforma habría sido aprobada sin mayor contestación, fuera de la protesta interna, e incluso más acentuada. Por suerte, pertenecer a la Unión Europea no sólo redunda en cuestiones como el libre comercio, la libertad de movimientos u otros derechos que como ciudadanos europeos ostentamos, sino que también sirve para el reforzamiento de los valores democráticos y el Estado de derecho de los países que la integran. Cuanto más fuertes sean los famosos pesos y contrapesos (checks and balances) de los que tanto hemos hablado en este blog, más fuerte será el Estado de Derecho de un país y, en este caso, de la comunidad política supranacional, y más difícil será que gobiernos populistas la pongan en peligro por mucho que lleguen al poder.

Y es que, no hay que obviar que por mucho que los partidos euroescépticos prediquen lo contrario, son más las ventajas que los inconvenientes de pertenecer al club comunitario y es que fuera de la UE hace mucho frío; basta con ver lo que está sucediendo con el acuerdo del Brexit y las malas previsiones económicas para el país británico durante los próximos años.

Por eso, también es importante reivindicar el valor que tienen las elecciones al Parlamento Europeo, puesto que aunque nos parezca algo de poca relevancia y muy lejano, sus funciones son muy relevantes. Entre ellas se encuentran la legislativa, la presupuestaria, el control político (como hemos visto en el caso de Polonia y Hungría) y la elección del Presidente de la Comisión, el órgano de gobierno de la UE.

Las próximas elecciones que tendrán lugar el próximo 26 de mayo de 2019, van a ser determinantes para el futuro de la Unión, ya que si se reafirma la apuesta por los partidos europeístas convencidos, se podrá seguir construyendo un proyecto europeo común, incluso más fuerte e integrador, pero, si por el contrario, crecen los partidos anti-europeos, estaremos ante el principio del fin de la UE tal y como la conocemos.

Salvini y las vacunas. Una estupidez contagiosa.

El populismo que arrasa Europa ha demostrado estos días su cara más auténtica. La cara del chamán y la tribu. Italia nos demuestra estas semanas la verdadera faz de quienes, desde los cuatro puntos cardinales de Europa, alimentan el mensaje del miedo. Es un mensaje que, impulsado por el temor y el odio, nos reclama volver a la tribu. Volver a la raza, al vientre materno de la nación antigua y segura. Un lugar donde todo es conocido, todo es amable y cierto. No necesitamos mensajes complejos, solo necesitamos enemigos. Qué sería de los líderes carismáticos sin ellos. El miedo es como el perro pastor del rebaño, consigue que las ovejas vayan por donde quiere el hombre del cayado. Así pues, un buen enemigo es el aliado imprescindible de cualquier chamán. Puede ser la casta, los subsaharianos, el ibex 35… cualquiera.

Uno de esos malvados universales es, sin duda, la industria farmacéutica. He de reconocer, tras años tratando con ella, que efectivamente es una industria poderosa, con unos márgenes de beneficio muy amplios y con algunas prácticas de influencia ciertamente reprochables. Todos conocemos casos de corrupción escandalosos, no tanto por ser más frecuentes que en otros campos, sino porque aquí se juega con lo más sagrado. Se juega con la salud.

Sin embargo, desde el descubrimiento de la penicilina, la contribución de las farmacéuticas a la mejora de las condiciones de vida es innegable. La gente ya no se muere de tuberculosis ni de neumonías, los enfermos son operados con muchísima menor mortalidad, el control del dolor ha alcanzado niveles altísimos de eficacia y, en general, es indiscutible su contribución al progreso de la humanidad. El control existente en la introducción de nuevos medicamentos, si bien mejorable, exige años de investigación y ensayos clínicos que aseguren la eficacia y la seguridad de los productos puestos a la venta. Se trata de una industria superregulada y sus métodos de evaluación se hallan en constante proceso de mejora. No quiere decir esto que los medicamentos no produzcan efectos secundarios, ni que algunos de ellos hayan debido de ser retirados por problemas de seguridad. Resulta, sin embargo, absurdo y peligroso generar desconfianza en uno de los campos industriales que tiene mayores niveles de alerta y vigilancia.

Pues bien, si hay un campo donde los avances han sido verdaderamente llamativos en el mundo de la medicina, éste es sin duda el campo de las vacunas. Las vacunas no sólo han contribuido a mejorar las expectativas de vida, sino que han conseguido erradicar algunas enfermedades de forma definitiva de la faz de la tierra, como el caso de la viruela. Una enfermedad que en 1967 provocó 2 millones de muertes y que hoy ya no existe. Otras enfermedades, como la poliomielitis, dejaban más de 1.000 niños paralíticos al día en en el año 1988. Las últimas estadísticas apuntan a que no se supera esa cifra en todo este año. En breve solo será un recuerdo terrible. La hepatitis B, que se cobraba miles de vidas cada año y con la que aún conviven 200 millones de personas, es ahora mismo un problema prácticamente esporádico en nuestro país.

El desarrollo de una vacuna contra el ébola puede convertir también en breve una amenaza global en una enfermedad controlada. Hechos tan abrumadores como éstos hacen difícil de entender la extensión del movimiento anti-vacunas en Europa. Sin embargo, ¿cuándo necesitó un populista la realidad? El medio ideal de los populistas es la leyenda. En él se mueven como pez en el agua. Nada como un dragón para un San Jordi.

Pues bien, uno de los mejores aliados de nuestros peculiares San Jordis, el inefable Salvini, ha encontrado su dragón en este campo. Esta semana, entre trago y trago de xenofobia, se despachó diciendo que al menos diez de las vacunas que componen el calendario vacunal italiano eran no sólo inútiles, sino peligrosas. Ahí le tenemos a este amigo del independentismo Catalán, a este ilustre caballero Lombardo, poniendo en riesgo a toda su población. Sin más conocimiento sobre el asunto que le puede haber proporcionado el uso atolondrado de internet. Sin embargo, estas declaraciones no eran novedosas.

El debate sobre las vacunas había centrado la campaña electoral y nadie podía llamarse a engaño. En Italia había prendido un poderoso movimiento anti vacunas en todo el país. Este hecho era consecuencia indeseada del descrédito progresivo de cualquier autoridad pública y de algunas publicaciones refutadas oficialmente. El descrédito lo propició la corrupción generalizada en el país. Primero cayó la autoridad política, después la judicial y por último hasta las autoridades sanitarias se vieron afectadas. Nadie cree ya en nada en Italia. Tampoco en las vacunas. Internet y las teorías conspiranoicas se encargaron de extender la desconfianza y los populistas de la liga Norte y el movimiento cinco estrellas encontraron aquí un nuevo “enemigo de la libertad” al que combatir. El desastre estaba asegurado.

El año pasado se registraron más de 5.000 casos de sarampión frente a los 800 del año anterior. Las coberturas de vacunación de esta enfermedad habían caído por debajo del 85%. También caían de forma alarmante las tasas de vacunación en el caso de la poliomielitis el tétanos o la difteria. De seguir a este ritmo pronto volverían a ver incrementar de forma inaceptable la mortalidad infantil. Esta circunstancia obligó a las autoridades italianas a introducir la obligatoriedad de presentar el calendario vacunal al escolarizar a los niños bajo la amenaza de fuertes multas económicas. Fueron esas medidas las que alentaron, aún más, el debate durante la pasada campaña electoral. Salvini gritaba libertad, a la vez que ponía en riesgo a su población y a la de toda Europa.

El resto de la historia es conocida. El descrédito de la política italiana y las corrientes antieuropeístas, propiciadas por la crisis del Euro y la inmigración, consiguieron que triunfasen los populistas antivacunas. Esta sucesión de desdichas podrían provocar, si nadie lo remedia, una catástrofe sanitaria en Italia. Todas las alarmas están sonando y centenares de niños podrían pagar con su vida en los próximos años. Es necesario que Europa intente corregir el rumbo de colisión antes que sea demasiado tarde. La desaparición del calendario vacunal en Italia podría ser una auténtica crisis de salud en toda Europa.

Esta es una de las consecuencias inesperadas de la corrupción y el descrédito de la política. El populismo no es solo tóxico para la libertad: es peligroso para la salud. Desgraciadamente, aún no tenemos la vacuna para la enfermedad más contagiosa y letal para la humanidad. Aún nadie ha inventado una vacuna contra la estupidez.