Calvario probatorio
Se amontonan los artículos sobre la reforma llamada del Sí es sí y sus efectos, y ahora nos toca la reforma de la reforma, nacida del miedo a la indignación popular y que, por ese pecado original, naufragará. No concurre una sola condición para parir una buena ley: es producto de los apretones electorales; conserva la falsa retórica de la ley actual a la vez que endurece las penas, ajustándolas a martillazos; no hay detrás ningún objetivo criminológico serio basado en un análisis sosegado de los datos reales. Y luego está la cháchara: cientos de opinadores opinando a todas horas sobre una materia en la que no manejan los conceptos más elementales, sin que esto les impida realizar afirmaciones categóricas sobre lo que había, lo que se modificó y la solución. Comprendo como nadie el hastío.
Por eso he pensado que es más interesante detenerme en un aspecto desaparecido del debate público, si es que alguna vez estuvo ahí. La ley importa, claro, pero la quincalla demagógica sobre el mágico avance que se supone acaba de lograrse oculta una realidad desagradable conocida solo por algunos profesionales y que padecen los ciudadanos que toman contacto con ella. Un juicio penal es un asunto asqueroso siempre, porque siempre lo protagoniza una víctima que sufre. Usted seguro que inmediatamente ha pensado en la víctima del delito que es objeto de acusación en ese juicio. Si es así, ha olvidado que a veces la víctima es el acusado que no es responsable de delito alguno. Ambos son víctimas; ambos merecen un proceso que mantenga todas las alarmas, todas las precauciones. Pero ambos tipos de víctimas deberían ser desiguales en un aspecto contraintuitivo.
Solemos narrar el delito y su castigo como algo que sucede en fases: primero hay un hecho lo suficientemente grave como para que se castigue penalmente a su autor; más tarde hay un proceso formalizado para delimitar el alcance del castigo. Esta narrativa es vieja como el mundo. Primero la indignación por el mal; después el castigo basado en la autoridad. Pero es errónea. Han sido precisos siglos de excesos para crear un aparato discursivo que desconfíe de la autoridad, de la indignación popular y de las prisas por castigar. Su creación más extraordinaria es la presunción de inocencia. Que la evolución civilizatoria haya forzado a transitar desde la respuesta natural y primaria frente a la acusación hasta la concesión al «malvado» de una ventaja capital demuestra la trascendencia del peligro, pero su carácter artificial es su debilidad; por eso es siempre la primera víctima de cualquier involución, a veces de involuciones que el mainstream vende como progreso.
Lo hemos visto con la cultura de la cancelación y el me too. Lo vimos con el simplismo en la descripción y tratamiento de la violencia doméstica, y la respuesta penal desigual basada en identidades grupales, un anatema para cualquier idea de derecho civilizado y racional. Lo estamos viendo de nuevo con el discurso en esta materia. No solo por el ascenso del punitivismo, empujado con fuerza desde los extremos —de la derecha que basa su respuesta única frente al crimen en el castigo y desde la izquierda empeñada en imponer su planteamiento ideológico como diagnóstico— sino por ese discurso que ve en la presunción de inocencia un obstáculo y no un bien precioso.
De hecho, la expresión «calvario probatorio» ya mina los cimientos de la presunción de inocencia. La idea que subyace es la antes indicada: hay una víctima de un delito y hay que facilitar que el mal que ha sufrido no se incremente en el proceso posterior. Esa idea, a la que se apuntan tantos y tan buenos «padres de familia», es natural, pero en los que han de guiarnos es síntoma de pereza y de ausencia de la autocontención y prudencia de que deben hacer gala los mejores. La idea correcta es la contraria: el proceso penal tiene por objeto saber si se ha producido un delito y, solo entonces y en tal caso, si puede atribuirse a alguien concreto. La prueba con todas sus garantías no solo es imprescindible, sino que es la puerta que nos permite pasar de una situación formal de no delito a una situación formal de delito que justifique la sanción de la colectividad. En la práctica cotidiana este desiderátum puede desenvolverse mejor o peor, y la falibilidad de las instituciones humanas precisa de mecanismos constantes de corrección que nunca impedirán del todo los errores y el sufrimiento. Pero no hay un sistema alternativo que no suponga un retroceso civilizatorio.
Una relación sexual consentida entre adultos nunca debe ser típica porque no es dañina y es consustancial a los seres humanos. Un homicidio en defensa propia sí es dañino, pero está justificado y eso lo hace impune. De ahí que la clave de bóveda no sea el consentimiento sin más, sino «algo más». La prueba tiene que contemplar la denunciada relación inconsentida como un todo. Da igual que definamos el consentimiento o no; si no queremos crear una distopía en la que una conducta (que en este mismo momento en que usted lee esto está siendo realizada por cientos de millones de personas) sea delito o no dependiendo, no de cómo se ha producido, sino de una interpretación formal del consentimiento, tendremos que descender en cada caso concreto al qué, al dónde y al cómo y al qué, dónde y cómo que se puede probar. Ese proceso probatorio, que incumbe al que sostiene que hay delito, debe persistir. La víctima real seguirá sufriendo dos veces, primero por el delito, luego por el proceso, y lo más que podemos lograr es minimizar el segundo sufrimiento. Nunca evitarlo.
Pero aún hay otra vuelta de tuerca que nunca se considera y es la realidad del proceso probatorio en delitos que se producen en la intimidad y entre personas que han desarrollado entre sí alguna trama basada en la convivencia. El contacto sostenido entre seres humanos genera una red de afectos y malquerencias, intereses compartidos e individuales, relaciones económicas, comportamientos generosos y egoístas, relaciones cooperativas y de poder. Esa red incide en una cuestión capital. Si la prueba de la existencia y autoría de un delito se basa solamente en la declaración de la presunta víctima, estamos muy cerca de una inversión de la carga de la prueba. Represénteselo: la declaración testifical de la víctima por sí sola se parece mucho a la acusación por sí sola. El Tribunal Supremo buscó un punto de equilibrio: no negaba la validez de esa prueba aunque solía exigir elementos periféricos objetivos; más tarde la admitió como única prueba de cargo siempre que contase con tres requisitos: ausencia de incredibilidad subjetiva derivada de las relaciones entre acusado y víctima demostrativas de un posible móvil espurio (por ejemplo, la venganza, el resentimiento, la obtención de beneficios), la verosimilitud (es decir, la lógica interna de la declaración) y la persistencia en la incriminación, entendida en un sentido sustancial. Sin embargo, en la práctica, sobre todo en los delitos de violencia entre personas que son o han sido pareja, esta exigencia se fue relajando y admitiendo cada vez más excepciones o, cuanto menos, una interpretación menos exigente. La simple existencia de un tormentoso proceso de divorcio o separación no bastó para afectar al principio de incredibilidad, cuando es obvio para cualquiera que, de tratarse de cualquier otro delito, un conflicto mucho menor ya sería visto con enorme recelo. ¿Por qué sucedió esto? Yo tengo una hipótesis: los tribunales, sometidos a una presión social extrema producto de los casos mediáticos de mujeres muertas a manos de sus parejas o exparejas (con denuncias previas desatendidas), nadaron a favor de corriente y decidieron solo absolver en casos en los que los fallos de la versión de la acusación resultaban muy evidentes. Esto es algo que percibe cualquier abogado defensor que haya llevado asuntos de esta naturaleza. De hecho, se extendió una práctica peligrosa, hoy en remisión: recomendar conformidades por la amenaza de condena pese a que el caso fuese uno de «su palabra contra la mía» para obtener el beneficio de la rebaja en el tercio. Hay una razón añadida que lo explica: esas conformidades llevaban aparejadas penas de prisión leves con alejamiento que no impedían un posterior acuerdo de custodia y solían suspenderse. La vía penal se usó a veces como una forma de resolver conflictos básicamente civiles. Hoy esa práctica disminuye porque las condenas en materia de violencia tienen legal y socialmente unas consecuencias que llevan a muchos acusados a no aceptar ese supuesto mal menor que era la conformidad (por ejemplo, en materia de custodia o relación con los hijos).
Ahora contemplen esta misma práctica extendida a delitos que llevan aparejadas gravísimas penas de prisión. Estos días he leído algunos extractos de sentencias de delitos contra la libertad sexual que contienen relatos en los que tribunales no aprecian violencia o intimidación (pese a tratarse de conductas a las que el «sentido común» si atribuye estas características) que indignan a muchas personas. Habrá entre los miles de sentencias algunas aberrantes (absolutorias y condenatorias), pero el error más habitual es extractar de entre las declaraciones de hechos probados partes del relato que se basan exclusivamente en la declaración de la víctima y que han sido negados por el acusado. Sí, a veces el tribunal no da por probada violencia o intimidación, pero suele ser porque ya ha tenido que dar un salto probatorio para dar por probada una relación inconsentida basándose exclusivamente en lo que la víctima afirma. Debería ser natural que los tribunales aumenten su exigencia cuando tienen que tomar decisiones que llevan a prisión a personas durante muchos años. Y no es extraña esta parcelación, porque muy a menudo esos mismos tribunales salvan inconsistencias, contradicciones e incluso falsedades de las declaraciones de las víctimas que podrían dar lugar a una absolución.
Esta es la clave. Si existe hoy en España una inclinación de los tribunales, lo es a favor de creer los testimonios acusadores frente a parejas o exparejas. Un abogado defensor de una persona acusada de un delito de violencia o contra la libertad en el que la prueba esencial o única es la declaración de la víctima (cuando hay relación previa habitual entre acusador y acusado) se encuentra no ante un calvario probatorio, sino ante un trabajo de Sísifo. En el mundo judicial real la presunción de inocencia se ha ido relajando por un desplazamiento de la carga de la prueba. El único camino, a menudo, para no tener que llegar a una casi prueba de los hechos negativos, ha sido cuestionar la narración de la acusación examinándola incisivamente, para encontrar inconsistencias y mentiras, si es que las hay. Y esa labor se hace además con extremo cuidado, precisamente porque, contra la narrativa dominante, los tribunales suelen en la práctica estar del lado de quien acusa, al menos hasta que en el proceso aparece alguna prueba de falsedad.
Por eso el discurso es populista y peligroso. Salvo que no importe, para meter a los agresores sexuales en la cárcel, que terminen allí muchos que no lo son. Esas personas también serán víctimas de una terrible injusticia. Si relajamos aún más los estándares —la ministra Montero ha llegado a plantear un escenario en el que no solo no se pregunte a la víctima si consintió, sino que sean los acusados los que tenga que declarar que se aseguraron de que había consentimiento, eliminando el derecho a no declarar contra uno mismo— esto pasará más de lo que pasa hoy. Pregunten entonces a ese acusado inocente cómo se siente al comprobar que el sistema (no la injusticia individual, sino una colectiva e institucionalizada) trabaja para llevarlo a prisión, cuando en abstracto a él le debería bastar con esperar que se prueben su autoría y culpabilidad. Pregúntenle por el calvario probatorio.
Tsevan Rabtan es el nombre de pluma con el que firma y publica sus artículos el abogado Juan José Areta