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Declaraciones políticas de las Universidades, autonomía universitaria y derechos fundamentales

La garantía de libertad en la Universidad exige desterrar la absurda idea de que hay una libertad de la Universidad. Por el contrario, la autonomía de la Universidad (en ningún caso libertad, porque las Administraciones públicas no tienen libertades) es, simplemente, el medio para que, en el seno de la institución universitaria, se garantice la libertad de sus miembros, a fin de que puedan prestar y recibir adecuadamente el servicio público de enseñanza superior. Una libertad que se proyecta en un haz de derechos y libertades, como son la libertad ideológica, la libertad de expresión, la libertad de ciencia y de investigación, la libertad de creación o el derecho al estudio y a la educación. De hecho, cuando las Universidades han tratado de justificar su pretendida libertad para posicionarse sobre cuestiones políticas ajenas al ámbito de sus competencias, han acabado vulnerando los derechos fundamentales de los miembros de la comunidad universitaria.

Esta ha sido la posición sostenida recientemente de forma contundente por nuestro Tribunal Supremo en su sentencia núm. 1536/2022, de 21 de noviembre de 2022 (Sala de lo Contencioso, Sección Cuarta, ponente Requero Ibáñez), que ha confirmado la nulidad del acuerdo de 21 de octubre de 2019 del Claustro de la Universitat de Barcelona (UB), celebrado en sesión extraordinaria, por el que se aprobó una resolución contra la conocida como “sentencia del procés” con el título de “Manifiesto conjunto de las Universidades catalanas de rechazo de las condenas de los presos políticos catalanes y a la judicialización de la política”.

Vale la pena detenerse en el contenido del citado Manifiesto para comprender su alcance y posibles implicaciones sobre los derechos fundamentales de los miembros de la comunidad universitaria. El texto de la resolución aprobada se autocalificaba como “texto de protesta y de llamada a la movilización pacífica, cívica y democrática” ante la excepcional gravedad de “la situación creada a raíz de la sentencia [del procés]” en la que “los poderes del Estado han forzado el ordenamiento jurídico”, por lo que “lo que está amenazado no es solo el soberanismo catalán” sino “la integridad de las libertades y derechos fundamentales”. En consecuencia, declaraba que “no hay margen para el silencio de la institución universitaria ante la situación actual de represión y la erosión de las libertades y los derechos civiles”, exigiendo “la inmediata puesta en libertad de las personas injustamente condenadas o en prisión provisional y el sobreseimiento de todos los procesos penales en curso relacionados, y el retorno de las personas exiliadas”.

Tras su aprobación, diversos miembros de la UB (entre ellos, un miembro del Claustro) decidieron recurrir el acuerdo ante la jurisdicción contencioso-administrativa. Entendían que cuestiones ideológico-políticas como las señaladas no podían ser objeto de discusión en un órgano de gobierno y representación universitario, por situarse claramente extra muros de la competencia de una Universidad pública. Y que esta, en tanto que Administración pública, debía someterse a los principios de vinculación positiva al ordenamiento y de neutralidad ideológica. Al no hacerlo y aprobar una resolución con el contenido antes reproducido, la Universidad identificaba a todos sus miembros con una determinada posición ideológica y partidista y, con ello, vulneraba sus derechos a la libertad ideológica (artículo 16 CE), de expresión (artículo 20.1.a CE) y a la educación (artículo 27 CE).

Precisamente por entender que estaban en juego derechos fundamentales, los recurrentes optaron por el procedimiento para la protección de los derechos fundamentales de la persona (artículo 114 y ss. LJCA), lo que dio lugar a un pronunciamiento relativamente rápido por parte del Juzgado de lo Contencioso núm. 3 de Barcelona. Esta primera sentencia (núm. 137/2020) estimó íntegramente el recurso presentado, declarando nula la resolución del Claustro por vulnerar los mencionados derechos fundamentales y condenando a la UB en costas por “no presentar el caso serias dudas de hecho o de derecho”. Pese a la contundencia de este pronunciamiento, la UB apeló ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, quien de nuevo confirmó la vulneración de derechos fundamentales, desestimando el recurso mediante su sentencia núm. 3028/2021.

Ante esta segunda desestimación, la UB interpuso recurso de casación, pues rechazaba que se hubieran vulnerado los derechos fundamentales de los recurrentes. Por un lado, entendía que el manifiesto era una mera opinión de la mayoría del Claustro que no imponía obligación alguna a sus miembros ni al resto de la comunidad universitaria en él representada. Por otro lado, consideraba que el Claustro de una Universidad pública puede pronunciarse sobre temas de trascendencia social, universitaria y de interés general al amparo de su derecho a la autonomía universitaria, lo que además constituía, en su opinión, una práctica constante y expresión de la Universidad como instancia de libre debate intelectual. El Tribunal Supremo admitió el recurso al entender que concurría interés casacional objetivo para la formación de jurisprudencia.

El punto de partida del TS en su sentencia 1536/2022, que recoge la esencia de las dos sentencias previas, es que las Universidades públicas, en tanto que Administraciones públicas (“administraciones públicas institucionales” es la expresión utilizada por el TS), no son sujeto activo sino pasivo de las libertades ideológica y de expresión. Ello significa, en última instancia, que como poder público son garantes del ejercicio de tales libertades por parte de los individuos, pero no titulares de ellas. Por ello les incumbe, por un lado, la obligación de no interferir en la esfera de libertad individual (vertiente negativa de los derechos fundamentales) y, por el otro, la obligación de tutelar y proteger aquella esfera de intromisiones e injerencias ilegítimas, procurando los medios y las vías necesarias para hacer realidad las libertades y derechos de los individuos (vertiente positiva de los derechos fundamentales).

Cuanto se acaba de indicar constituye una afirmación tan básica desde la perspectiva de la arquitectura del Estado de Derecho que la UB no llegó nunca a discutirla abiertamente, prefiriendo basar su oposición en su autonomía universitaria, en virtud de la cual se consideraba legitimada para debatir asuntos de relevancia social o política y adoptar acuerdos al respecto. El planteamiento de la UB anteponía un pretendido derecho fundamental del poder público a los derechos individuales de los ciudadanos, olvidando que si se le ha reconocido aquel (el derecho a la autonomía universitaria) lo ha sido únicamente como medio para la garantía y consecución de estos, dado el carácter vicarial de toda Administración pública.

Es importante reiterar esta idea, en la que el TS se detiene pormenorizadamente: el reconocimiento de la autonomía universitaria como derecho fundamental (artículo 27.10 CE) lo es, únicamente, como un medio que se otorga a las Universidades para que estas puedan desarrollar sus funciones, lo que se concreta en una serie de potestades y competencias que la ley les otorga a tal fin. En efecto, esta autonomía universitaria constitucionalmente garantizada ha de permitir que las Universidades cumplan con su función, que no es otra que la de prestar el servicio público de educación superior, siendo preciso, para ello, que “la Universidad sea un lugar de libre debate sobre cuestiones académicas o científicas; también de aquellas otras de relevancia social o, incluso, con la forma o formato adecuado, hasta de debate político, todo lo cual es admisible y deseable si se ejerce desde la lealtad institucional, esto es, a sus fines” (FJ 3.8 6º). Pero este libre debate no se garantiza cuando “un órgano de gobierno adopta acuerdos presentados como la voluntad de la Universidad, tomando formalmente partido en cuestiones que dividen a la sociedad, que son de relevancia política o ideológica ajenas a los fines de la Universidad”. Precisamente porque la autonomía universitaria debe garantizar que la Universidad sea un lugar de libre debate, la Universidad debe abstenerse de posicionarse política e ideológicamente. Dicho en otras palabras: el libre debate en la Universidad excluye la (mal llamada) libertad de la Universidad para posicionarse y tomar partido.

La sentencia del Tribunal Supremo niega, así, que entre las funciones del Claustro se encuentre la de pronunciarse sobre cuestiones políticas. Idea en la que también incidió expresamente la ejemplar sentencia de primera instancia, señalando que las Universidades públicas no tienen como función “la articulación de la participación y de la representación política” (FJ 5), lo que determinaba la existencia de un vicio de manifiesta incompetencia en la adopción del acuerdo. Si, además, esta actuación ultra vires consiste en adoptar una visión ideológica o política partidista, en materias que dividen a la ciudadanía, entonces esa actuación también vulnera el principio de neutralidad ideológica, cuyo anclaje constitucional encuentra apoyo en el más genérico principio de objetividad del artículo 103 CE. Las Administraciones públicas, y entre ellas las Universidades públicas, “sirven con objetividad los intereses generales”, lo que excluye que puedan expresar como propia una determinada posición política o partidista mediante una resolución que aspire a ser la voluntad de la institución; tampoco, por cierto, a través de banderas no oficiales o de símbolos partidistas de cualquier tipo. Un deber de neutralidad que, lógicamente, no rige solo -como a veces se ha querido sostener absurdamente- durante los periodos de campaña electoral, sino siempre que actúa el poder público, tal y como recalca la sentencia del TS (FJ 3.8 3º).

Por todo lo dicho, el Tribunal Supremo confirmó que la resolución de la UB, al exceder las competencias propias de las Universidades públicas y vulnerar el principio de neutralidad, conllevó irremediablemente una vulneración de la libertad ideológica y de expresión de todos los integrantes de la comunidad universitaria, a los que se impuso como propia una determinada posición ideológica y se les comprometió políticamente. Este encuadramiento ideológico-político obligatorio de los miembros de la comunidad universitaria, a través del posicionamiento del Claustro, dificultó el desarrollo integral de alumnos y profesores, lo que, a su vez, afectó al derecho a la educación y, quizás, también a la libertad de cátedra (FJ 3.8. 4º y 5º).

Nuestro legislador debiera leer con atención este pronunciamiento antes de la aprobación definitiva de la proyectada Ley Orgánica del Sistema Universitario. El pasado 19 de diciembre, el Congreso de los Diputados aprobó el Informe de la Ponencia del Proyecto de Ley, cuyo artículo 45.2 (Claustro universitario) se ha visto modificado como resultado de una enmienda transaccional del grupo socialista y del grupo confederal de Unidas Podemos-En comú Podem-Galicia en común, a petición de ERC, Junts y Bildu. En concreto, a las ya previstas funciones del Claustro se añade una letra g) consistente en “analizar y debatir otras temáticas de especial trascendencia”. A nadie escapa que esta modificación legislativa pretende sortear la jurisprudencia del TS; de hecho, así lo han dicho públicamente sus promotores en el debate parlamentario. Parece que estamos, de nuevo, ante otro ejemplo de esa práctica consistente en modificar una norma con el único y declarado objetivo de evitar el cumplimiento de decisiones judiciales.

Sin embargo, la incorporación de esta nueva función de los Claustros universitarios debe reputarse inconstitucional, pues limita de forma injustificada y desproporcionada los derechos fundamentales de los miembros de la comunidad universitaria. La autonomía universitaria del artículo 27 CE no ampara limitaciones de este tipo a la libertad ideológica o de expresión de los miembros de la comunidad universitaria para garantizar una pretendida libertad de expresión de la que las Universidades carecen. De hecho, en esta dirección apunta la propia sentencia del TS cuando, de modo premonitorio, afirma que cualquier actuación de las Universidades, también aquellas realizadas en el ejercicio de sus competencias y potestades, debe hacerse siempre “con respeto al principio de neutralidad y sin imponer a la comunidad universitaria una opción política o ideológica” (FJ 4.4).

El declive del Estado de Derecho en España

Reproducción de la Tribuna en El Mundo.

Hace apenas unas semanas que se concedieron los indultos a los presos del procés, y ya nadie se acuerda prácticamente del pequeño revuelo mediático/político/jurídico levantado. Y es que las cosas van muy deprisa, desgraciadamente, en lo que se refiere al declive de nuestro Estado democrático de Derecho. Ya expuse en su momento las razones por las que consideraba muy perjudicial para el Estado de Derecho una concesión de indultos no condicionada a ninguna rectificación (no digamos ya arrepentimiento) por parte de los indultados en torno al fundamento de una democracia liberal representativa: el respeto a las reglas del juego, en nuestro caso las establecidos en la Constitución y en el resto del ordenamiento jurídico. Más bien parece que el indulto era una especie de trámite enojoso que había que superar para seguir con lo de siempre: derecho a decidir (el placebo utilizado para defender el inexistente derecho a la autodeterminación de una parte del territorio en un Estado democrático), la mesa de diálogo fuera de las instituciones (lo que supone considerar que las existentes no son idóneas para encauzarlo), la exclusión sistemática de los catalanes no nacionalistas (considerados como falsos catalanes, en el mejor de los casos, o como colonos o invasores en el peor) y la utilización partidista y sectaria de toda y cada una de las instituciones catalanas.

El objetivo último, declarado públicamente, es el de alcanzar una independencia que consagraría un Estado iliberal y profundamente clientelar porque -aunque esto no se declare públicamente- este sería el resultado de este viaje, como ya reflejaron las leyes del referéndum y de desconexión aprobadas los días 6 y 7 de septiembre de 2017. Se trata, en suma, de garantizar el “statu quo”, es decir, el mantenimiento del poder político, económico y social en manos de las élites de siempre, puesto a salvo de las pretensiones y aspiraciones legítimas de los catalanes no independentistas consagrados no ya “de facto”, sino ahora también “de iure” como ciudadanos de segunda. Nada que parezca muy envidiable, salvo para los que detentan el poder, claro está.

El problema es que para que suceda se necesita básicamente no solo que el Estado, sino que el Estado de Derecho desaparezca de Cataluña. O para ser más exactos, que desaparezca su componente esencial, los contrapesos que permiten controlar el Poder, con mayúsculas, y que son básicos en una democracia liberal representativa, pero que brillan por su ausencia en las democracias iliberales o plebiscitarias. Efectivamente, la diferencia esencial entre una democracia como la consagrada en nuestra Constitución y las que se están construyendo a la vista, ciencia y paciencia de la Unión Europea en países como Polonia y Hungría (y en menor medida en otros países) es la eliminación material de estos contrapesos esenciales, aunque se mantengan formalmente. Ya se trate de la separación de poderes, de los Tribunales constitucionales, Defensores del Pueblo, Tribunales de Cuentas, Administraciones neutrales e imparciales, órganos consultivos o cualquier otra institución contramayoritaria diseñada para controlar los excesos del Poder la tendencia es siempre la misma: se mantienen formalmente para cumplir con las apariencias, pero se las ocupa y se las somete al control férreo del Poder ejecutivo. Lo mismo cabe decir de los medios de comunicación tanto públicos como privados.

Creo que no resulta difícil ver como en Cataluña todas y cada una de las instituciones de contrapeso (salvo, por ahora, los órganos judiciales que no dependen del Govern aunque también lo pretendan) están prácticamente anuladas. Esto no quiere decir que el ordenamiento jurídico no rija, que todas las leyes se incumplan o que no protejan suficientemente las relaciones jurídicas privadas de los ciudadanos: el problema es que no hay una protección real (salvo la judicial) frente a posibles arbitrariedades del poder político. En definitiva, los catalanes están desprotegidos cuando invocan sus derechos frente a las instituciones autonómicas en temas sensibles para el independentismo, ya se trate de la inmersión lingüística, del sectarismo de TV3, de la falta de neutralidad de las Universidades públicas, de las denuncias contra la corrupción y el clientelismo o de la falta de imparcialidad de las Administraciones públicas.  Sin que, al menos hasta ahora, hayan tenido mucho apoyo por parte de las instituciones estatales, que con la excusa de su falta de competencia o por consideraciones de tipo político tienden a inhibirse.

En conclusión, son los propios ciudadanos “disidentes” los que, al final, tienen que luchar con los instrumentos jurídicos a su disposición, pagándolos de su bolsillo durante años o décadas en los Tribunales de Justicia, lo que supone un tremendo desgaste personal, profesional y económico. Incluso así, cuando finalmente consiguen una sentencia favorable pueden encontrarse con una negativa por parte de la Administración a ejecutarla, lo que supone convertirlas en papel mojado. No parece que sea una situación sostenible y desde luego pone de relieve una falta de calidad democrática e institucional muy preocupante.

Por eso, convendría reconocer de una vez que el proyecto de la construcción nacional en Cataluña pasa necesariamente por el deterioro o incluso la desaparición del Estado democrático de Derecho y la construcción de una democracia iliberal de corte clientelar en la que el poder político no está sometido a ningún tipo de contrapesos y donde los gobernantes están por encima de la Ley, tienen garantizada la impunidad y pueden otorgar prebendas o favores de carácter público a su clientela. La razón es, sencillamente, que no hay ningún otro camino ni en Polonia, ni en Hungría ni en Cataluña para convertir la sociedad auténticamente existente, que es plural, diversa y abierta en una nación homogénea política, lingüística y culturalmente. Ya se trate de utilizar la vía rápida (la empleada en otoño de 2017) la intermedia (el famoso referéndum pactado) o la lenta (la “conversión al credo independentista de los renuentes o/y el desistimiento de los no independentistas) se trata siempre de la utilización partidista y clientelar de instituciones, recursos públicos y medios de comunicación y de la desactivación de los mecanismos de control del poder. Que este tipo de proyecto identitario (apoyado principalmente por los catalanes con mayores medios económicos en contra de los que menos recursos) pueda considerarse como progresista es incomprensible. Se trata de un proyecto populista de corte ultranacionalista muy similar a los desarrollados por los gobiernos de extrema derecha de Polonia y Hungría.

Podemos comprobar que esta es la situación escuchando lo que dicen los propios líderes independentistas, que no se cansan de manifestar su falta de respeto por todas y cada una de las instituciones contramayoritarias en general y por el Poder Judicial en particular, un día sí y otro también. Son declaraciones que ponen de relieve que el modelo deseado es la democracia plebiscitaria, donde la mayoría arrasa con todo y los gobernantes no están sujetos a rendición de cuentas. Dicho eso, es comprensible la fatiga de muchos catalanes de buena fe que desean volver a tiempos mejores o que piensan que es posible desandar lo andado y girar las manecillas del reloj 10 o 15 años hacia atrás para recuperar la supuesta concordia civil entonces existente.

Por último, lo más preocupante es que este rápido deterioro del Estado de Derecho se está extendiendo al resto de España. Son numerosos los ejemplos de políticos con responsabilidades de gobierno haciendo declaraciones que hace unos años hubiesen sido impensables en público. Ya se trate del “empedrado” del Tribunal de Cuentas poniendo obstáculos a la concordia en Cataluña (como dijo el ex Ministro Ábalos) o de las críticas al Tribunal Constitucional por no haber convalidado el primer estado de alarma durante la pandemia (en el que la Ministra de Defensa invoca nada menos que “el sentido del Estado”) se nos trasmite la idea de que la existencia de contrapesos institucionales es un lastre o un inconveniente para “hacer política”. Se les olvida que su existencia es esencial precisamente para “hacer política” en una democracia liberal representativa. Aunque no deja de ser el signo de los tiempos, me temo que cada vez estamos más lejos del constitucionalismo de Hans Kelsen y más cerca del antiliberalismo de Carl Schmitt.

La lógica de los indultos a los presos del Procés. Reproducción de artículo en Crónica Global de nuestra coeditora Elisa de la Nuez

Cercanas ya las elecciones autonómicas catalanas parece que el Gobierno está decidido a indultar a los presos condenados por el Tribunal  Supremo en el juicio del procés. Se deslizan públicamente consideraciones como la de que todos los españoles tienen derecho al indulto, que el indulto se puede conceder frente a los informes contrarios del tribunal sentenciador y la fiscalía, o que existe una “obligación moral” de aliviar las tensiones producidas por el encarcelamiento de unos políticos condenados no por sus ideas (como no se cansan de repetir) sino por una serie de delitos tipificados en un Código Penal aprobado por un Parlamento democrático. De conformidad, además, con un procedimiento judicial que, en principio, reúne todas las garantías propias de un Estado de Derecho como nos recuerda el abogado Javier Melero en su muy recomendable libro “El encargo” aunque discrepe con el resultado final.

Como es habitual en estas manifestaciones públicas se mezclan conceptos, se utilizan medias verdades y se oculta información, lo que me parece especialmente peligroso cuando tratamos de temas tan sensibles para el Estado de Derecho como unos indultos con una clara motivación política. Porque, efectivamente, los indultos regulados nada menos que en una Ley de 18 de junio de 1870 no están pensados para hacer favores políticos, aunque ciertamente no es la primera vez que sucede, aunque sí probablemente es la primera vez que se intenta justificar públicamente, al menos que yo sepa.  Efectivamente, lo primero que hay que señalar es que el indulto supone el ejercicio de un derecho de gracia, lo que quiere decir que no es verdad que todos los españoles tengan derecho al indulto como ha dicho la Vicepresidenta Carmen Calvo: precisamente como es una gracia puede concederse o denegarse sin más, lo que no sucede, por definición, con un auténtico derecho subjetivo.  Algo bien distinto es que si alguien solicita un indulto haya que tramitarlo obligatoriamente, pero eso no quiere decir ni mucho menos que la concesión sea obligada.

Los indultos, además, tienen una lógica jurídico-penal y de política criminal y no política. Así lo dice con claridad el art. 11 de la Ley que señala que el indulto total se otorgará a los penados tan sólo en el caso de existir a su favor razones de justicia, equidad o utilidad pública, a juicio del Tribunal sentenciador. Los ejemplos típicos que se ponían en la Facultad de Derecho cuando estudiábamos esta institución, un tanto anacrónica, son los de personas que han delinquido pero que después se han arrepentido o se han reinsertado con éxito en la sociedad (pensemos que a veces se tarda mucho en entrar en la cárcel sobre todo si no hay prisión preventiva) para las que la pena de cárcel, cuando llega, parece demasiado gravosa a juicio del propio Tribunal sentenciador. Esto es lo que ponen de manifiesto los fiscales del Tribunal Supremo en su criticado informe sobre el indulto: que en el caso de los presos del Procés no se dan las circunstancias previstas en este precepto, salvo que entendamos la justicia, la equidad o utilidad pública de forma un tanto peculiar.

En el mismo sentido, el art. 25 de la Ley recoge el contenido que debe de tener el informe que emite obligatoriamente el Tribunal sentenciador y que entre otras consideraciones debe de recoger, de forma destacada “especialmente las pruebas o indicios de su arrepentimiento que se hubiesen observado”. Difícil de aplicar también a unos presos que no cesan de proclamar que “ho tornarem a fer”.

Como se desprende de todo lo anterior, la lógica del indulto es de política criminal. Aunque es cierto que los dictámenes previstos no vinculan al Gobierno, que puede decidir en contra de ellos (lo que por cierto ha sido muy criticado por la doctrina porque introduce la posibilidad de decisiones arbitrarias o sujetas a criterios políticos) no lo es menos que la finalidad y el espíritu de la Ley son muy claros: no se trata de que el Gobierno haga favores políticos con los indultos.  Lo que no quiere decir que esto no haya ocurrido muchas veces: hasta recientemente, y gracias a la opacidad con que se manejaba este tema, se ha indultado muy generosamente a políticos y funcionarios condenados por corrupción por ejemplo, por gobiernos de uno y otro signo. Solo cuando se ha empezado a poner el foco en los indultos (mérito básicamente de la Fundación Ciudadana Civio con su herramienta el “indultómetro”) ha subido un tanto el coste político y social de indultar a los afines particularmente cuando se opone el Tribunal sentenciador y la fiscalía y, en consecuencia, se ha reducido muy significativamente el número de indultos concedidos.

En ese sentido, la existencia de algunos casos muy mediáticos llevó también al planteamiento por parte de algunos partidos de fórmulas para modificar la ley del indulto y limitar la libertad del Gobierno para su concesión, fórmulas, que, finalmente, no han prosperado. El problema de fondo es que los indultos, como tantas otras instituciones mediatizadas por los partidos, es un instrumento demasiado goloso. Cuando todo lo demás falla, presiones sobre los Tribunales de Justicia incluidos, siempre queda la posibilidad de indultar. Pero, quizás, la principal diferencia con otros indultos del pasado (que intentaban realizarse con discreción y fuera de los focos) sea el descaro con que se defiende que el Gobierno puede indultar a quien le dé la gana, faltaría más, con independencia de que se reúnan o no los requisitos previstos en la Ley reguladora.  Y por si el argumento se queda corto y no convence demasiado a los escépticos se refuerza con la existencia de una supuesta obligación moral (Abalos dixit) para suavizar tensiones políticas; aunque se ve que solo las que afectan a los independentistas, que deben de tener la piel más fina que el resto de la ciudadanía.

En conclusión, los indultos a los presos independentistas no resiste el más mínimo análisis técnico-jurídico ni tiene ningún sentido desde el punto de vista de la finalidad de esta medida de gracia. Como tampoco lo tenían los indultos que se han ido concediendo a políticos corruptos  Solo tiene motivaciones políticas a mi juicio, además, profundamente equivocadas, puesto que responde a intereses partidistas y al cortísimo plazo y no a algo parecido a una estrategia de futuro para restaurar la convivencia en Cataluña. Por tanto, lo más probable es que sirva más que para confirmar lo que ya sabemos: que los políticos en España se consideran por encima de la Ley. En definitiva, estamos ante una decisión que no encaja bien en un Estado democrático de Derecho.

 

 

Junqueras no es el agente 007 ni es Barrabás y no puede alegar su propia culpa

La Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) de 19-12-2019 ha dictaminado que el Sr. Junqueras disfrutaba de inmunidad como europarlamentario desde el momento en que fue elegido y que, por tanto, el Tribunal Supremo (TS) español debió haber levantado la prisión provisional que le afectaba, para permitirle tomar posesión de su cargo (salvo que previamente se hubiera solicitado y obtenido del Parlamento Europeo la suspensión de dicha inmunidad). Ahora bien, cuando se notifica esta resolución, el Sr. Junqueras se encuentra ya cumpliendo condena por sentencia firme, siendo así que la propia resolución europea reconoce que no tiene efecto automático. El TS debe pues adoptar una nueva resolución. La cuestión es si, como aduce la defensa del Sr. Junqueras, la condena debe ser anulada o al menos su cumplimiento debe interrumpirse, ya sea para permitir el acto puntual de toma de posesión (con el riesgo de que el penado no regrese a prisión) o el ejercicio constante de las funciones parlamentarias, mientras dure el mandato.Aunque tengo mi visión política del problema de fondo (que es, confieso, contemporizadora), he intentado hacer un análisis puramente objetivo y jurídico de la cuestión. Me sale que el TS podría perfectamente, de modo harto razonable, resolver que el Sr. Junqueras debe permanecer en la cárcel. Ello por tres motivos:

El Sr. Junqueras no es el agente 007

En este ámbito, la mayoría de los ordenamientos distingue dos conceptos, freedom of speech (lo que el art. 71.1 de la Constitución española llama “inviolabilidad”) y freedom from arrest (la “inmunidad” del 71.2).

La “inviolabilidad” es una especie de licencia para delinquir, “a lo agente 007”.  Suena fuerte, pero es así: el que la tiene queda impune, aunque prima facie haya cometido un delito. Lo que pasa es que esto solo se reconoce a los parlamentarios en un sentido limitadísimo: solo afecta a los delitos contra el honor en los que puedan incurrir por las manifestaciones vertidas en el ejercicio de sus funciones.

La “inmunidad” es, por un lado, una protección más amplia, porque puede afectar a más delitos: en España, a cualquiera, en teoría (por ejemplo, un asesinato o una violación); en otros países, se excluyen los más graves. Pero, por otro lado, es una garantía más estrecha, solo procesal; el parlamentario deberá ser a la postre castigado por su delito, si bien mientras dure su mandato los actos de persecución (detención, salvo delito flagrante, o procesamiento) solo caben si la Cámara a la que pertenece lo autoriza, porque así se solicite (es el famoso “suplicatorio”). La razón de ser de esta norma es evitar que la composición o el funcionamiento del Parlamento se vean perturbados por acusaciones orquestadas al efecto. El ejemplo típico es el de que se avecina una apretada sesión de investidura, días antes un partido político denuncia a un parlamentario por el delito que sea, la policía lo detiene y con ello se consigue inclinar la votación al lado deseado… Ahora bien, lo anterior suena muy democrático, pero la institución tiene también un lado oscuro: choca con la protección de los bienes jurídicos que pueden ser lesionados por el parlamentario (verbigracia, dificulta sobremanera la lucha anti-corrupción). Por este motivo, se viene propugnando una interpretación restrictiva de su alcance, para no extenderlo a más supuestos que los que exija estrictamente su finalidad (viddoctrina STC 206/1992).

Pues bien, desde el independentismo se juega con la idea de que la Sentencia europea conlleva la nulidad del juicio del procés y esto porque se mezclan los dos conceptos, pariendo un híbrido a la carta. Por un lado, se asume que hay un suplicatorio a dirigir al Parlamento Europeo, como en la inmunidad. Por otro lado, se presume que, al emitir su autorización, el Parlamento valoraría si los delitos por los que se ha juzgado al Sr. Junqueras son puramente políticos. Pero no es así. La lectura de los textos aplicables revela que la prerrogativa del europarlamentario es una pura garantía procesal o freedom from arrest. No es una inviolabilidad “sacada de madre” que rebasaría el ámbito del freedom of speech y podría convertirse, con la complicidad del Parlamento Europeo, en una “licencia para la sedición”. Europa nos exige que, como país democrático, permitamos disentir de la Constitución y promover su modificación por vías legales. Pero no que hagamos lo que ningún país democrático hace: no espera de nosotros que, ante un ataque al orden constitucional mediante actos sediciosos, renunciemos a la persecución judicial y remitamos la cuestión a un juicio político, como el que efectuaría el Parlamento Europeo. 

Ciertamente, el TJUE ha dictaminado que no se hizo en su día algo que debería haberse hecho, por exigirlo la inmunidad parlamentaria del Sr. Junqueras. Procede preguntarse en consecuencia si se ha lesionado el bien jurídico que protege esa inmunidad: si las sesiones del Parlamento Europeo se han visto de alguna manera perturbadas o falseadas por la ausencia, en debates y votaciones, del Sr. Junqueras. Que levante la mano el titular del bien, el Parlamento Europeo, para opinar si ha sido así o no. Pero lo que es claro es que la declaración de ciencia que constituye la condena penal no se ve afectada: sigue siendo verdad que, en virtud de pruebas suficientes y en un proceso donde el reo ha podido defenderse, se ha determinado que el Sr. cometió delitos para los que no opera causa de justificación alguna.

El Sr. Junqueras no es Barrabás

Cuestión distinta es si la pura inmunidad puede ser retroactiva, es decir, afectar a un proceso ya iniciado y en estado avanzado de progreso. Este caso es paradigmático, porque el Sr. Junqueras solo decide presentarse a las elecciones europeas cuando ya llevaba tiempo en prisión provisional, había concluido la instrucción y se había ordenado la apertura del juicio oral. Aquí por definición no puede haber maquinación para sacar al parlamentario de su función. Más bien sucede lo contrario: el sujeto está en la cárcel y se le presenta a las elecciones para sacarle de su encierro. Frente a este panorama, la doctrina viene opinando que la inmunidad, rectamente interpretada, no puede llegar tan lejos. Y también el TS español lo ha entendido así, en jurisprudencia dictada con la suficiente antelación, lo que aleja toda sospecha de discriminación: en concreto, el Tribunal sitúa la barrera en la apertura del juicio oral, a partir de la cual no cabe alegar inmunidad para interrumpir el proceso ni sus consecuencias (prisión preventiva, por ejemplo).

El presente caso se complica, empero, por el componente internacional, pues esta visión nuestra podría no ser la europea. Procede entonces preguntarse: ¿para definir el alcance de la inmunidad de un europarlamentario, hay que estar al Derecho español o al europeo? Pues la verdad es que el propio Derecho europeo zanja la cuestión de forma muy clara, con una “norma de conflicto” que reenvía al español. Es el art. 9 del Protocolo sobre los privilegios y las inmunidades de la Unión, relativo a los miembros del Parlamento Europeo, a tenor del cual:

Mientras el Parlamento Europeo esté en período de sesiones, sus miembros gozarán: a) en su propio territorio nacional, de las inmunidades reconocidas a los miembros del Parlamento de su país;

Lo cierto es, no obstante, que nuestro TS formula consulta al TJUE. Así las cosas, la lectura fácil es que el Alto Tribunal, por algún motivo, renuncia a la facultad de resolver la cuestión conforme al Derecho español y a su propia jurisprudencia. Ahora le tocaría adoptar una nueva resolución, ciertamente, porque el TJUE admite que la consulta se produjo en pieza separada relativa a una solicitud de levantamiento de la prisión provisional, pero no afecta a la causa principal. Ahora bien, llegado el momento de poner en la balanza la inmunidad y la prisión definitiva que deriva de la condena principal, la solución debería ser la misma: el Sr. Junqueras habría de ser liberado.

Las cosas no son tan sencillas, sin embargo. Para empezar, ahora ya poco importa el Derecho aplicable en materia de inmunidad, porque -ante una condena definitiva- no hay inmunidad que valga. Un concepto se puede estirar todo lo que uno, ya sea intérprete o legislador, desee… siempre que no se rebasen los límites que lo hacen recognoscible. Y la “inmunidad”, en todos los ordenamientos jurídicos del mundo, lo es frente a detenciones y procesos, no frente a las condenas firmes. Lo contrario supondría, no solo dejar de hacer la interpretación restrictiva que reclama la doctrina española, sino caer en una exorbitante, que excede del ámbito de la institución, juzgue quien juzgue o legisle quien legisle. Eso sería una visión del concepto “a lo Barrabás”: bastaría reunir un número suficiente de electores para que cada partido pudiera indultar de facto a sus delincuentes preferidos, al menos mientras los sucesivos mandatos parlamentarios se prolongaran. Y no cabe decir que esto debería valorarlo el TJUE o el Parlamento Europeo, porque -para eso- el presupuesto es que nos encontremos dentro de las fronteras de la institución, en los contornos del concepto “inmunidad parlamentaria”. Por poner un ejemplo gráfico: si el Sr. Junqueras fuera un loco peligroso y estuviera internado en un manicomio, la elección para el Parlamento Europeo no obligaría a liberarle, pues la inmunidad lo es contra la detención o el proceso, no contra el internamiento psiquiátrico.

El Sr. Junqueras no puede alegar su propia culpa

Alguien dirá, pese a todo: aquí se ha cometido una ilegalidad y deben reponerse las cosas al estado anterior; si el TS hubiera concedido el permiso solicitado, el Sr. Junqueras habría acudido a Estrasburgo a tomar posesión de su cargo y, una vez libre de la vigilancia policial, no habría regresado a España. Y, en efecto, ese argumento sería válido, si tal conducta fuera legítima. Pero no lo era, como revela una lectura atenta de los antecedentes.

La posibilidad de ese viaje sin retorno preocupaba al TS. Previamente, el Sr. Junqueras había sido elegido miembro del Congreso español y se le permitió tomar posesión de su cargo, porque lo hizo bajo custodia de la policía, que lo devolvió a la cárcel. El Supremo habría autorizado el mismo periplo de ida y vuelta a Estrasburgo, si la cooperación judicial europea lo garantizara, pero temía que no fuera así. Por eso, formuló su consulta. Ahora bien, la pregunta no era si el viaje podía ser solo de ida, pues el TS daba por hecho que debía haber vuelta a los barrotes. Y esto es porque asumía que el Derecho europeo ha de ser el patrón uniforme y autónomo para decidir quién puede acceder a la condición de europarlamentario, pero no para fijar el alcance del estatus inherente a esa condición y en particular el alcance de la inmunidad. Para esto, en aplicación del art. 9 del Protocolo antes transcrito, atendía (deduzco, salvo mejor opinión) al Derecho español y a su propia jurisprudencia, que no admite inmunidad después del juicio oral.

El no regreso habría sido en consecuencia un acto ilegítimo y por tanto no puede sustentar una alegación atendible. Como reza el brocardo, no debe oírse a quien alega su propia culpa. Si la fuga hubiera sucedido, sería por una falla del sistema, de la que el Sr. Junqueras se habría aprovechado indebidamente. Si no ha sucedido, está bien y no hay por qué promover ahora tal resultado injusto, cuando ya no hay falla que lo propicie.

En definitiva, el Derecho europeo  -ha dicho el TJUE, contestando al TS- regula de modo uniforme el acceso a la condición de europarlamentario, lo que exige levantar una prisión preventiva, para permitir la toma de posesión; pero es el Derecho español el que, siendo aplicable, ordena el regreso a prisión del reo; y ahora ya ningún Derecho, ni el español ni el europeo, puede razonablemente exacerbar la noción de inmunidad parlamentaria para que dinamite condenas firmes.

PS: La condena firme no solo comporta una pena de prisión incompatible con el ejercicio del cargo de europarlamentario sino la inhabilitación para cargos públicos. Se plantea la duda de si ello conlleva la pérdida de la condición de europarlamentario, materia en la que quizá el Derecho europeo sea aplicable. Pero soslayo la cuestión de la pérdida porque el no ejercicio resuelve la cuestión en la práctica.

 

El triunfo del Estado de derecho (reproducción de la Tribuna de nuestra editora Elisa de la Nuez en El Mundo)

La sólida, mesurada y bien argumentada sentencia del Tribunal Supremo en el casoprocés es un triunfo en toda regla de la democracia y del Estado de Derecho, además de constituir una excelente y pedagógica lectura no ya para juristas sino para cualquier ciudadano preocupado por estas cuestiones, que deberíamos ser todos. Hay que recordar que el juicio oral, retransmitido en streaming, tuvo un gran seguimiento también convirtiendo al magistrado y presidente de la Sala II, Manuel Marchena, en un personaje muy popular. Todo esto tiene especial mérito porque este proceso judicial ilustra a la perfección cómo nuestra clase política renunció a abordar un problema que le correspondía resolver (un problema político primero y jurídico después) delegando toda la responsabilidad de la defensa de los principios constitucionales en que se fundamenta nuestra convivencia democrática en los jueces y en el Derecho penal. Sabido es que los jueces son la última trinchera del Estado de Derecho, pero además el Derecho Penal es -o solía ser por lo menos- la ultima ratio de la defensa, es decir, el que debe intervenir en último lugar cuando ya se han agotado todos los posibles instrumentos políticos jurídicos. Los ciudadanos pensarán que lo raro es que no hubiera ninguna defensa política y jurídica antes. Y con razón, porque claro que las había de uno y otro tipo pero sencillamente no se utilizaron por motivos cortoplacistas, electoralistas o de pura y simple comodidad. En este aspecto merecen especial mención los últimos Gobiernos del PP de Rajoy (el primero con una amplia mayoría absoluta) cuya asombrosa pasividad ante la escalada secesionista y de deslealtad promovida desde las instituciones catalanas a partir de 2012 culminó con los sucesos juzgados en la sentencia de 14 de octubre de 2019. Tampoco debemos olvidar su enorme torpeza en la gestión del 1-0 y la inexistencia de una estrategia digna de tal nombre.

En definitiva, es difícil creer que se hubiera llegado tan lejos en el desafío independentista sin tanta irresponsabilidad y sin la sensación de impunidad generada en los gobernantes catalanes por la sucesión de Gobiernos nacionales dispuestos a mirar para otro lado ante los muy evidentes incumplimientos del ordenamiento jurídico así como ante la patrimonialización y falta de neutralidad de las instituciones por no hablar del clientelismo y la corrupción institucional. Quizás, aunque cueste decirlo, porque lo que hemos visto en Cataluña no sea sino un ejemplo exacerbado y justificado en la ideología nacionalista del deterioro del Estado de Derecho y de la debilidad institucional también visible en otras CCAA y en el propio Estado. Y es que la politización de todas y cada una de las instituciones no sale gratis ni en términos de buen gobierno, ni de democracia ni de lucha contra la corrupción.

Solo en ese contexto es posible comprender la secuencia de hechos probados que contiene la sentencia del TS en base a los cuales condena a sus autores a una serie de penas que a los partidos políticos y ciudadanos más conservadores les parecen nimias comparadas con la gravedad de lo sucedido y a los partidos políticos y ciudadanos más progresistas les parecen demasiado elevadas. Por supuesto a los independentistas les parece una aberración y un ataque a la democracia y a los derechos fundamentales. Todo esto sin que la mayoría de los opinadores se haya molestado en leerla, claro está.

El problema estriba en que los secesionistas (y una parte de la izquierda española) suscriben la tesis –profundamente iliberal y antiilustrada– de que la democracia plebiscitaria está por encima de la ley, entendiendo por democracia el hecho de votar incluso en un referéndum ilegal sin las mínimas garantías y apelando a la ficción del sol poble en contradicción flagrante con la pluralidad de la sociedad catalana. Por si esto suena un poco primitivo a oídos un poco más sofisticados (los de los ciudadanos que valoran la democracia representativa liberal, la separación de poderes y el Estado de Derecho) el argumentario indepe añade que en España la ley es injusta, el Estado opresor y franquista y los jueces títeres de los políticos. En base a esas creencias se han organizado las protestas.

Porque si de algo no cabe duda es de que se vulneró el ordenamiento jurídico por parte de altas autoridades del Estado (como lo son los gobernantes de la Comunidad Autónoma de Cataluña) cosa que ellos mismos reconocieron incluso jactándose de ello. En el juicio oral de lo que se trataba era de ver en qué medida esta vulneración merecía un reproche penal y de qué intensidad. La sentencia parte también de la tesis de que se jugaba de farol. Entre otras cosas porque esa fue la postura mantenida por la mayoría de las defensas a lo largo del juicio oral. Es decir, que los gobernantes catalanes sabían perfectamente que no podían alcanzar la independencia unilateral con los medios desplegados aunque habían convencido a parte de la ciudadanía de lo contrario. Por esa razón y no por la inexistencia de violencia descarta la comisión del delito de rebelión al considerar que no puede hablarse de una violencia preordenada e instrumental para conseguir el objetivo final.

En este sentido, el hecho probado nº 14 de la sentencia resulta absolutamente demoledor y merece una cita extensa. “Los acusados ahora objeto de enjuiciamiento eran conscientes de la manifiesta inviabilidad jurídica de un referéndum de autodeterminación que se presentaba como la vía para la construcción de la República de Cataluña. Sabían que la simple aprobación de enunciados jurídicos, en abierta contradicción con las reglas democráticas previstas para la reforma del texto constitucional, no podría conducir a un espacio de soberanía. Eran conocedores de que lo que se ofrecía a la ciudadanía como el ejercicio legítimo del ‘derecho a decidir’, no era sino el señuelo para una movilización que nunca desembocaría en la creación de un Estado soberano. Bajo el imaginario derecho de autodeterminación se agazapaba el deseo de los líderes políticos y asociativos de presionar al Gobierno de la Nación para la negociación de una consulta popular. Los ilusionados ciudadanos que creían que un resultado positivo del llamado referéndum de autodeterminación conduciría al ansiado horizonte de una república soberana, desconocían que el ‘derecho a decidir’ había mutado y se había convertido en un atípico ‘derecho a presionar’. Pese a ello, los acusados propiciaron un entramado jurídico paralelo al vigente, desplazando el ordenamiento constitucional y estatutario y promovieron un referéndum carente de todas las garantías democráticas. Los ciudadanos fueron movilizados para demostrar que los jueces en Cataluña habían perdido su capacidad jurisdiccional y fueron, además, expuestos a la compulsión personal mediante la que el ordenamiento jurídico garantiza la ejecución de las decisiones judiciales”. Este párrafo debería de ser leído por los secesionistas de buena fe, porque básicamente el Supremo considera que sus gobernantes, de forma irresponsable, frívola y perfectamente consciente, les embarcaron -incluso con riesgos personales- en un viaje a ninguna parte. O eso afirmaron en el juicio, aunque fuera con propósito de defensa. Al final era todo un trampantojo, nada serio.

Lo que sí ha sido seria y profesional ha sido la actuación de la sala II del TS con mención especial a su presidente, que ya tuvo la oportunidad de dar ejemplo de dignidad con su renuncia a la supuesta candidatura a la presidencia del CGPJ acordada entre PP y PSOE según el famoso whatsapp de Ignacio Cosidó, entonces portavoz del PP en el Senado. Que por supuesto fue alegado también por las defensas en el juicio para poner de manifiesto la falta de independencia de los magistrados del poder político. Y es que hasta que nuestros grandes partidos no renuncien al control político de los vocales del CGPJ, que a su vez nombran a los magistrados para los más altos puestos de la carrera judicial, no podremos evitar que se lancen este tipo de acusaciones y más en casos tan relevantes como el del procés. En este mismo sentido, la sentencia reprocha la falta de rigor y seriedad de los políticos al analizar la alegación de la defensa de la vulneración de la presunción de inocencia porque se hablase de indultos antes de que se hubiese dictado una sentencia condenatoria.

No me resisto tampoco a realizar otra cita extensa de esta importante sentencia relativa esta vez a la tan querida desobediencia civil practicada desde las instituciones y no desde el asiento de un autobús prohibido para gente de color. “Convertir en sujetos activos de la desobediencia civil a responsables políticos incardinados en la estructura del Estado de la que aquellos forman parte; responsables políticos con capacidad normativa creadora y que se presentan, en una irreductible paradoja, como personajes que encarnan un poder público que se desobedece a sí mismo, en una suerte de enfermedad autoinmune que devora su propia estructura orgánica. Este no es, desde luego, el espacio propio de la desobediencia civil. La desobediencia como instrumento de reivindicación y lucha social es, ante todo, una reacción frente al agotamiento de los mecanismos ortodoxos de participación política. No es un vehículo para que los líderes políticos que detentan el poder en la estructura autonómica del Estado esgriman una actitud de demoledora desobediencia frente a las bases constitucionales del sistema de las que, no se olvide, deriva su propia legitimidad democrática”. En definitiva, si nuestros políticos no estuvieron a la altura de este desafío en su momento -y veremos si lo llegan a estar- nuestros jueces sí lo han estado cuando les ha tocado juzgar unos hechos en base a las disposiciones de nuestro Código Penal. Lo han hecho como lo que son; grandes juristas profesionales en un Estado de Derecho digno de tal nombre. Podemos estar muy orgullosos porque no era nada fácil.

(Imagen: Raul Arias)

La sentencia del “procés”, un triunfo del Estado de Derecho

Ya tenemos por fin la sentencia del “procés” (sentencia nº 459/2019 de 14 de octubre de la Sala de lo Penal del TS) y como anticipábamos la semana pasada en este post, ha gustado a pocos.

Lógicamente, no ha gustado a los independentistas que consideran que sus representantes no están sujetos a Ley, pero con eso ya contábamos. Según sus tesis (propias de una democracia iliberal, todo sea dicho) los gobernantes -en particular si dicen actuar en nombre del pueblo- están por encima de la Ley, de manera que pueden incumplir las normas con total impunidad, cosa que no podemos hacer el resto de los mortales. Por si eso suena un poco raro a oídos un poco más sofisticados (los de los que creen en la democracia representativa, la separación de poderes y el Estado de Derecho), se añade que en España, la ley es injusta y, el Estado, opresor y franquista. Con eso se constituye un relato solo apto para muy convencidos tanto dentro como fuera de las fronteras y se llama a la movilización y a la desobediencia. Sin tener en cuenta que ni el independentismo como ideología, ni sus diversas manifestaciones son, “per se,” ilegales o punibles en España.

Pero tampoco ha gustado a los partidos de derechas, que la consideran demasiado benévola (ya saben, la famosa polémica rebelión vs sedición), ni a los de izquierdas, que la consideran demasiado dura. Por lo que, probablemente, la sentencia ha encontrado su justo término. En todo caso son valoraciones políticas de una sentencia muy trascendente, pero que ha sido elaborada  por juristas profesionales  y especialistas en Derecho Penal, de acuerdo con las herramientas conceptuales y normativas disponibles en nuestro ordenamiento jurídico y a la vista de los hechos considerados probados en la misma sentencia .

Desde el punto de vista técnico, la sentencia  es muy razonable, a veces francamente brillante, y su lectura muy recomendable para cualquier jurista, ciudadano o político -sobre todo antes de emitir juicios de valor-. El que se haya dictado por unanimidad es también una muy buena noticia. Recordemos, además, que se estaban juzgando delitos de una particular gravedad dado los bienes jurídicos protegidos (la unidad territorial del Estado, el orden público y el orden constitucional entre otros), que como bien señala el TS, no es una extravagancia que singularice nuestro sistema constitucional sino que es lo habitual en los países de nuestro entorno.

De hecho, como  señala, “la práctica totalidad de las constituciones europeas incluye preceptos encaminados a reforzar la integridad del territorio sobre el que se asientan los respectivos Estados. Los textos constitucionales de algunos de los países de origen de los observadores internacionales contratados por el gobierno autonómico catalán -que en su declaración como testigos en el juicio oral censuraron la iniciativa jurisdiccional encaminada a impedir el referéndum-, incluyen normas de especial rigor”. Pone como ejemplos la Constitución alemana que declara inconstitucionales «los partidos que, por sus objetivos o por el comportamiento de sus miembros, busquen mermar o eliminar el orden constitucional democrático y de libertad, o pongan en peligro la existencia de la República Federal Alemana» (art. 21.2), la Constitución francesa de 1958 que se abre con un precepto en el que se proclama que «Francia es una República indivisible…» (art. 1). El Presidente de la República «vigila por el respeto de la Constitución y asegura (…) la continuidad del Estado» (art. 5), la Constitución italiana de 1947 declara que «la República, una e indivisible, reconoce y promueve las autonomías locales» (art. 5), o la Constitución de Portugal que señala que  es el Presidente de la República quien ostenta la representación de la República Portuguesa y quien «…garantiza la independencia nacional y la unidad del Estado» (art. 120)”.

En cuanto al famoso derecho a decidir merece la pena citar por extenso las consideraciones del TS al respecto:El concepto de soberanía, por más que quiera subrayarse su carácter polisémico, sigue siendo la referencia legitimadora de cualquier Estado democrático. Es cierto que asistimos a una transformación de la soberanía, que abandona su formato histórico de poder absoluto y se dirige hacia una concepción funcional, adaptada a un imparable proceso de globalización. Pero a pesar de las transformaciones, la soberanía subsiste y no queda neutralizada mediante un armazón jurídico construido a partir de contumaces actos de desobediencia al Tribunal Constitucional. La construcción de una república independiente exige la alteración forzada del sujeto de la soberanía, es decir, la anticipada mutilación del sujeto originario del poder constituyente, que expresa la base sociológica de cualquier Estado civilizado. El «derecho a decidir» sólo puede construirse entonces a partir de un permanente desafío político que, valiéndose de vías de hecho, ataca una y otra vez la esencia del pacto constitucional y, con él, de la  convivencia democrática. La búsqueda de una cobertura normativa a ese desafío, lejos de aliviar su gravedad la intensifica, en la medida en que transmite a la ciudadanía la falsa creencia de que el ordenamiento jurídico respalda la viabilidad de una pretensión inalcanzable. Y los responsables políticos que abanderaron ese mensaje eran -y siguen siendo- conscientes, pese a su estratégica ocultación, de que el sujeto de la soberanía no se desplaza ni se cercena mediante un simple enunciado normativo. La experiencia histórica demuestra que la demolición de los cimientos del pacto constituyente no se consigue mediante la sucesión formal de preceptos. La Ley 19/2017, 6 de septiembre, del referéndum de autodeterminación, encierra una tan inequívoca como inviable derogación constitucional. Sin embargo, sus preceptos han sido mendazmente presentados -y siguen siendo citados- como idóneos para encauzar la transición hacia un escenario político definido por la existencia de una república independiente. El primero de los capítulos de esa ley se presenta bajo la rúbrica de «la soberanía de Cataluña y su Parlamento». En su art. 2 se proclama que «el pueblo de Cataluña es un sujeto político soberano y, como tal, ejerce el derecho a decidir libremente y democráticamente su condición política». Añade el art. 3 que «el Parlamento de Cataluña actúa como representante de la soberanía del pueblo de Cataluña». pero no basta la afirmación de Cataluña como sujeto de soberanía y de su parlamento como la representación de esa soberanía, para provocar el nacimiento de un nuevo Estado.”

Y termina diciendo: “la conversión del «derecho a decidir», como indiscutible facultad inherente a todo ser humano, en un derecho colectivo asociado a un pueblo, encerrará siempre un salto en el vacío. No existe un «derecho a decidir» ejercitable fuera de los límites jurídicos definidos por la propia sociedad. No existe tal derecho. Su realidad no es otra que la de una aspiración política. La activación de un verdadero proceso constituyente -en eso consistió la aprobación de las leyes fundacionales y del referéndum- al margen del cuadro jurídico previsto para la reforma constitucional, tiene un incuestionable alcance penal que, en función del medio ejecutivo empleado para su efectividad, deberá ser calificado como delito de rebelión (art. 472 CP) o sedición (art. 544 CP). El «derecho a decidir», cuando la definición del qué se decide, quién lo decide y cómo se decide se construye mediante un conglomerado normativo que dinamita las bases constitucionales del sistema, entra de lleno en el derecho penal.”

Como es sabido, el TS descarta la rebelión en favor de la sedición no tanto por la inexistencia de violencia, sino por la inexistencia de violencia instrumental suficiente para conseguir el objetivo último pretendido, todo ello de conformidad con los hechos declarados probados. Se reconoce que la violencia (entendida además en sentido amplio) existió, pero para impedir el cumplimiento de órdenes judiciales lo que, insistimos, es perfectamente congruente con los hechos declarados probados. De manera que al final el TS ha considerado más acertada en este punto la postura de la Abogacía del Estado que de la Fiscalía.

En efecto, en el delito de rebelión -recuerda el TS- los rebeldes persiguen los fines descritos en el artículo 472, que atañen a elementos esenciales del sistema constitucional -la Constitución, la Corona, las Cámaras legislativas, la unidad territorial, el Gobierno o la obediencia a éste de las fuerzas armadas-. Los sediciosos, por el contrario, limitan su afán al impedimento u obstrucción de la legítima voluntad legislativa, gubernativa o jurisdiccional -la aplicación de leyes, el ejercicio de funciones por autoridad, corporación oficial o funcionario público, o el cumplimiento de sus acuerdos, resoluciones administrativas o judiciales-.

Al respecto, el Supremo también viene a aclarar la diferencia entre un impedimento físico puntual de un mandato judicial, como podría ser parar un desahucio, y lo sucedido en caso enjuiciado: “El derecho a la protesta no puede mutar en un exótico derecho al impedimento físico a los agentes de la autoridad a dar cumplimiento a un mandato judicial, y a hacerlo de una forma generalizada en toda la extensión de una comunidad autónoma en la que por un día queda suspendida la ejecución de una orden judicial. Una oposición puntual y singularizada excluiría algunos ingredientes que quizás podrían derivarnos a otras tipicidades. Pero ante ese levantamiento multitudinario, generalizado y proyectado de forma estratégica, no es posible eludir la tipicidad de la sedición. La autoridad del poder judicial quedó en suspenso sustituida por la propia voluntad –el referéndum se ha de celebrar– de los convocantes y de quienes secundaban la convocatoria, voluntad impuesta por la fuerza”.

Resultan también interesantes algunas consideraciones que hace el TS sobre la contienda política y la judicial, que no dejan precisamente bien parada a nuestra clase política. Desde las referencias (en relación con la falta de imparcialidad del Presidente Marchena) al famoso whatsapp de Cosidó pasando por la polémica respecto a unos posibles indultos cuando todavía no se había condenado a nadie (en relación con la alegada vulneración del principio de presunción de inocencia). Y en cuanto a la acusación popular ejercitada por Vox tampoco tiene desperdicio. Señala que : “La presencia de partidos políticos en el proceso penal no es, desde luego, positiva. Se corre el riesgo de trasladar al ámbito jurisdiccional la dialéctica e incluso el lenguaje propio de la confrontación política. La experiencia indica que la sentencia adversa no suele ser explicada por el partido accionante como la consecuencia jurídica de la valoración jurisdiccional de los hechos. Antes al contrario, se presenta ante la opinión pública como la expresión de un condicionante ideológico que los Jueces han antepuesto a la realidad acreditada. Pero lo que es verdaderamente perturbador, no es tanto la constatación de uno u otro de los signos de identidad que definen el programa de cada formación política, sino la presencia misma de ese partido. 11.2.- Esta Sala ya ha tenido oportunidad de llamar la atención acerca de la necesidad de abordar una regulación de esta materia que excluya el riesgo de trasladar al proceso penal la contienda política (cfr. ATS 6 octubre 2016, causa especial 20371/2016). Y no deja de ser significativo que los frustrados trabajos de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal excluyeran expresamente del ejercicio de la acción popular a los partidos políticos (cfr. art. 82.1.d) del Proyecto de Reforma de 2011 y art 70.2.d) de la propuesta de Código Procesal Penal de 2013). La Sala coincide en la necesidad de limitar el ejercicio de la acción penal por las formaciones políticas. Y esa restricción debe ser general, sin que deba subordinarse a la propuesta ideológica que suscriba cada una de las fuerzas políticas que intente la personación. Es un hecho notorio que algunos de los partidos políticos a los que pertenecen los procesados han tomado también parte activa mediante el ejercicio de la acción penal en procesos penales abiertos que, por una u otra razón, presentaban algún interés electoral. Sea como fuere, el actual estado de cosas no permite a esta Sala otra opción que admitir en el ejercicio de la acción popular a quien se personó en tiempo y forma, colmando todos los requisitos exigidos legal y jurisprudencialmente para actuar como acusador popular.”

Por último, también es preciso resaltar que el Tribunal ha rechazado la petición de la Fiscalía de incluir en la condena la no aplicación a los acusados del tercer grado penitenciario hasta que cumpliesen la mitad de la condena, conforme a lo previsto en el artículo 36.2 del Código Penal (recordamos que es la Generalitat la que tiene la competencia de la gestión de la política penitenciaria en su territorio). Los magistrados han dictaminado que no concurren las circunstancias para su aplicación, al entender que dicho periodo de seguridad no está previsto “para evitar anticipadamente decisiones de la administración penitenciaria que no se consideren acordes con la gravedad de la pena”, ya que las mismas pueden ser recurridas, añadiendo que los acusados han sido condenados, además de a las penas privativas de libertad, a la de inhabilitación absoluta, “que excluyen el sufragio pasivo y la capacidad para asumir responsabilidades como aquellas que estaban siendo ejercidas en el momento de delinquir”, lo cual supone que no se pongan en peligro los bienes jurídicos que fueron violentados con los delitos cometidos.

En definitiva, una sentencia importante, muy sólida desde el punto de vista técnico y muy pedagógica en muchos sentidos. Podemos estar satisfechos del trabajo de nuestro Tribunal Supremo.

Hasta aquí el Derecho. Ahora hace falta que juegue la política, pero siempre recordando que en una democracia ha de hacerlo respetando las reglas del juego o cambiándolas pero a través de los procedimientos legalmente establecidos.

El procés en la cáscara de una nuez

Un famoso relato de Melville describe a un jovencísimo recadero que, gracias al propósito paterno de evitar que perpetúe su oficio de pescante, comienza a trabajar para un modesto abogado de Wall Street. Para este muchacho, posiblemente más interesado en cobrar el dólar semanal que en comprender la profesión, «toda la noble ciencia del derecho cabía en una cáscara de nuez».

Hoy día, a muchos ciudadanos les delata una ingenua vanidad muy parecida. Me refiero a esa malsana costumbre de desdeñar lo jurídico pero juzgar categóricamente sobre asuntos de derecho. La libertad para expresar un pensamiento es un derecho fundamental debidamente reconocido en la Constitución, pero tan fundamental es ese derecho como resistirse a compartir la primera opinión que se le viene a uno a la cabeza. En asuntos de justicia es éste un defecto recurrente, y, pese a resultar perjudicial para el debate público, ampliamente consentido.

Y es que a algunos les ocurre como a Ginger Nut, que, cuando todavía no se han siquiera esforzado por comprender la complejidad del Derecho, están convencidos de que la resolución de un caso judicial pudiera muy bien ocupar el espacio de la cáscara de una nuez –acaso de un tuit. Son muchos los ejemplos de frivolización que pueden recordarse, desde el de La Manada hasta el de Bárcenas o el de Plácido Domingo, y desde luego, a propósito de estas primeras semanas de octubre, el del juicio del procés.

Pero, puesto que apenas cuenta doce años de edad, lo de Ginger Nut tiene excusa. En cambio, la inminente publicación de la sentencia más esperada de los dos últimos años generará una oleada de críticas y opiniones por parte de profesionales adultos en gran medida, e inevitablemente, desinformados. Los medios, cada vez más excitables, servirán de correa de transmisión de la locuacidad de quien se preste.

Digo «inevitablemente» porque, a la vista de la complejidad del caso, de las circunstancias de los acusados, de la prueba practicada y del profundo conocimiento que exige un caso como éste, deviene improbable alcanzar una opinión tan informada como la de los jueces del Supremo en este particular caso. El Tribunal se puede equivocar, faltaría más. Pero conoce el caso mejor que todos nosotros, por lo que en principio, si sus intenciones son adecuadas, tiene menos posibilidades de equivocarse. La dificultad de ajustar unos hechos de múltiple interpretación a la ingente cantidad de normas escritas sólo la conoce un juez, pero últimamente cualquier ciudadano se siente capaz de igualar en conocimiento y experiencia a un Tribunal entero.

Consciente de lo anterior, el presidente de la Sala Segunda de lo Penal del Tribunal Supremo, Manuel Marchena, ha realizado un trabajo prudente y respetuoso hasta el extremo durante la celebración del juicio. Para empezar, tomó la decisión de celebrar el juicio en streaming. Al tratarse de un procedimiento tan delicado, exponerlo tan transparentemente a la opinión pública (cubrían el juicio más de 600 periodistas y 50 medios internacionales) es sin duda arriesgado, pero la decisión resultó ser acertadísima: calmó las ansias conspirativas de algunas mentes inquietas y dejó para el futuro pruebas incuestionables de la buena marcha del juicio, accesibles a cualquiera.

Después, mantuvo el control de cada minuto del juicio, pese a las enormes dificultades con las que se fue encontrando, no sólo a causa de la astucia de las partes o de los testigos, sino porque todo el juicio se ha celebrado en medio de un año electoral, atiborrado de precampañas, campañas, elecciones y negociaciones de gobierno.

Por si fuera poco, a finales del año pasado el propio Marchena se vio envuelto en el típico escándalo de politización de la Justicia: PP y PSOE, ahora acompañados de Podemos y nacionalistas, volvieron a jugar a los cromos para repartirse los veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial; Marchena iba a ser nombrado presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ, pero, debido a que el pasteleo era ya tan flagrante, se vio obligado a renunciar.

Sin embargo, en un momento sin duda complejísimo para la credibilidad judicial, el Tribunal Supremo ha cumplido su cometido de manera ejemplar, con extraordinaria diligencia y limpieza. Y, cuando está bien hecho, también se ha de decir. Como decía Varela, el mejor síntoma del éxito del juicio «fue que pocos días después la tribuna de la prensa estaba ya semivacía. El derecho aburre». Debo decir que yo mismo lo anticipé en un artículo de febrero publicado en este blog: «El juicio completo del procés será aburrido, imposible de seguir con interés».

Pero, si ha sido aburrido hasta ahora, en los próximos días los medios de comunicación recobrarán a buen seguro un renovado interés en el caso. Porque ¿qué ocurre si unos están convencidos de que tuvo lugar un intento de golpe de Estado por parte de los líderes secesionistas y que por tanto éstos merecen un durísimo castigo, pero el Tribunal decide absolverlos; o si, al contrario, unos piensan que el pseudoreferéndum fue una chiquillada y que los políticos involucrados no merecen reproche penal alguno, acaso uno político o administrativo, y sin embargo se les condena a décadas de prisión por un delito de rebelión? Tal vez el Tribunal haya encontrado su respuesta en algún momento de los dos años de estudio, de las dieciocho semanas de juicio oral, de los cincuenta y dos días de vistas, de las declaraciones de alguno de los quinientos testigos o de las interminables páginas de sumario que han compuesto este procedimiento.

La relación entre la libertad de expresión y el respeto a las decisiones judiciales adolece de un equilibrio difícil, y además no se resuelve con criterios jurídicos sino éticos. Pero entre tener derecho a expresar libremente una opinión y opinar libremente sobre Derecho existe un salto.

Es probable que la sentencia del procés no nos guste, al menos no plenamente. Pero me temo que no está para colmar nuestros caprichos, sino para que, conforme a las normas jurídicas que nos hemos impuesto y los actos concretos que se han cometido, sea justa para los acusados. Los jueces han hecho su trabajo y debemos respetarlo.

En un Estado de Derecho, existen ciertas líneas que merece la pena no cruzar. Se puede –seguramente se deba– criticar a un juez, una decisión judicial o la politización de la justicia, pero cuidémonos de no olvidar que en España sí hay un Estado de Derecho. Sin duda hemos de reforzarlo, y éste es el propósito principal de esta fundación; pero ello no significa que, para reforzarlo, hayamos de negarlo primero. Y al desautorizar tan pronto, tan injustificadamente y tan alegremente el trabajo de los jueces, en especial los medios de comunicación, que tienen un deber ético de transmitir información al ciudadano de manera diligente y fidedigna, se contribuye al desprestigio de las instituciones.

En Bartleby, el escribiente, uno de los relatos más originales de la literatura americana decimonónica, Herman Melville deja entrever un precoz existencialismo en esta historia de un copista que un día, sin mayor aviso y sin causa aparente, deja de escribir –trabajar– y casi de hablar: de pronto «sólo habla para contestar», y siempre contesta lo mismo: «Preferiría no hacerlo». Yo también podría opinar sobre la politización de la Justicia, sobre la dureza o la laxitud de las penas impuestas o sobre el errático viaje político de los líderes independentistas, pero, como dice el bueno de Bartleby, «preferiría no hacerlo». Prefiero no hacerlo por respeto al Estado de Derecho, a los jueces y a la calidad de un debate público cada vez más empobrecido.

 

 

Imagen: Aquí.

Análisis de la resolución del Tribunal Europeo de Derechos Humanos: el primer gran varapalo de la justicia europea al procés

El pasado 28 de mayo, conocimos que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) había acordado, por unanimidad, inadmitir la demanda presentada contra España por la ex presidenta del Parlament, Carme Forcadell, y otros 75 diputados independentistas del Parlament de Cataluña, contra la decisión del Tribunal Constitucional de suspender el pleno del 9 de octubre de 2017.

Hay que recordar que dicho pleno fue convocado por la Mesa, el 4-10-2017, a petición de Junts pel Sí y la Cup, con el objetivo de que el presidente de la Generalitat por aquel entonces, Carles Puigdemont, evaluase los resultados obtenidos en el referéndum ilegal del 1 de octubre y sus efectos, de conformidad con el artículo 4.4 de la Ley 19/2017, conocida como “Ley del referéndum”.

El mismo 4 de octubre, el acuerdo de convocatoria fue recurrido en amparo ante el Tribunal Constitucional (TC) por los diputados parlamentarios del PSC, solicitando como medida cautelar su suspensión, alegando, principalmente, que suponían una violación de su derecho a ejercer sus funciones públicas sin interrupciones (garantizada por el art. 23 CE) y que la celebración de una sesión dirigida a la declaración de independencia de Cataluña estaba en contra de la suspensión otorgada por el Tribunal Constitucional contra las Leyes 19/2017 y 20/2017 (conocida como “Ley de transitoriedad jurídica”).

Al día siguiente, el 5-10-2017, el TC admitió a trámite el recurso de amparo, apreciando que concurría en el mismo una especial trascendencia constitucional, suspendiendo cautelarmente el pleno del 9 de octubre. Además, en el mismo Auto, el TC acordó notificar personalmente dicha resolución a todos los miembros de la Mesa, advirtiéndoles “de su deber de impedir o paralizar cualquier iniciativa que suponga ignorar o eludir la suspensión acordada y apercibirles de las eventuales responsabilidades, incluida la penal, en las que pudieran incurrir en caso de no atender este requerimiento”.

Pues bien, los mencionados diputados interpusieron una demanda ante el TEDH denunciando que con esa decisión, España había violado su derecho a la libertad de expresión y a la libertad de reunión, mencionando los artículos 10 y 11 del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, además del artículo 3 del Protocolo nº 1 anexo al Convenio, al impedir expresar la voluntad de los votantes que participaron en el referéndum del 1-O, además de argüir que no había una base legal, clara y precisa para que el TS prohibiese la reunión del Parlament.

En su resolución del pasado martes 28, el TEDH, empieza recordando que “el derecho a la libertad de reunión es un derecho fundamental en una sociedad democrática y, siguiendo el ejemplo del derecho a la libertad de expresión, […] no debe ser objeto de una interpretación restrictiva”.

En el presente caso, el TEDH considera que sí que hubo una injerencia contra el referido derecho de reunión, si bien procede analizar si estaba prevista en la ley y si era una medida necesaria en una sociedad democrática, de conformidad con lo establecido por el apartado 2º del artículo 11, que dice: “El ejercicio de estos derechos no podrá ser objeto de otras restricciones que aquellas que, previstas por la ley, constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad nacional, la seguridad pública, la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, o la protección de los derechos y libertades ajenos“.

A la hora de realizar dicho análisis, el Tribunal Europeo califica como adecuada la decisión del TC de suspender el pleno, para poder garantizar la protección de los derechos de los diputados en minoría, ante posibles abusos de la mayoría. A lo que añade que “la suspensión tenía varios objetivos legítimos enumerados en el artículo 11, incluyendo el mantenimiento de la seguridad pública, la defensa del orden y la protección de los derechos y libertades de los demás”. A este respecto, menciona los casos de Herri Batasuna y Batasuna contra España, resoluciones números 25803/04 y 25817/04, en los que se dio la razón a nuestro país en la ilegalización de estos dos partidos por parte del TS y el TC, considerándola una “necesidad social imperiosa”.

El TEDH también valora la decisión de la Mesa de acordar la celebración del pleno como un incumplimiento a las resoluciones del propio TC, que había previamente suspendido las leyes 19/2017 y 20/2017. Además de recordar que “un partido político puede hacer campaña a favor de un cambio en la legislación o en las estructuras jurídicas o constitucionales del Estado, siempre que utilice medios legales y democráticos y proponga un cambio compatible con los principios democráticos fundamentales, considerando fundamental que se respeten los derechos de las minorías parlamentarias. Siendo, quizás, ésta una de las afirmaciones claves de la resolución.

Concluye el análisis determinando que “la suspensión de la sesión plenaria era “necesaria en una sociedad democrática“, incluyendo el mantenimiento de la seguridad pública, la defensa del orden y la protección de los derechos y libertades de los demás”, siendo conforme con las causas del propio artículo 11. Haciéndose eco de que, además, al día siguiente (10-10-2017), se produjo el pleno en el que el Sr. Puigdemont “declaró la independencia de Cataluña, posteriormente dejada sin eficacia jurídica por el propio Parlamento”.

Como consecuencia de lo anterior, el Tribunal inadmite en lo referente a la supuesta infracción del artículo 11, la demanda presentada por los diputados independentistas, en base a los artículos 33.3º y 4º de la Convención, por estar manifiestamente mal fundada.

En segundo término, entra a valorar si con esa decisión se produjo una vulneración del Derecho a elecciones libres,  recogido en el artículo 3 del Protocolo nº 1 (“Las Altas Partes Contratantes se comprometen a organizar, a intervalos razonables, elecciones libres con escrutinio secreto, en condiciones que garanticen la libre expresión de la opinión del pueblo en la elección del cuerpo legislativo”), segundo de los artículos adverados como infringidos por los demandantes, el cual tampoco acoge el Tribunal.

Al respecto el TEDH indica que la expresión “cuerpo legislativo”, “debe interpretarse de acuerdo con la estructura constitucional del Estado en cuestión”. Se vuelve a insistir por el Tribunal de Derechos Humanos en que el pleno suspendido tenía como objetivo aplicar lo dispuesto en la Ley del referéndum, en concreto, en el artículo 4.4º, que había sido previamente suspendida, por lo que la decisión de convocarlo por la Mesa supuso “un incumplimiento manifiesto de las decisiones del Tribunal superior, que estaban destinados a proteger el orden constitucional”. Inadmitiendo también la demanda en lo referente a este artículo.

Por último, los demandantes también invocaron una posible vulneración del artículo 6 de la Convención, del derecho a un proceso equitativo, alegando que ni ellos, ni el Parlament pudieron acceder a un tribunal para hacer valer sus derechos.

El Tribunal también rechaza este argumento, entendiendo que esta queja no está desarrollada, recordando, además, que el Parlament de Cataluña fue parte en el procedimiento de amparo que dio lugar a la sentencia del TC del 26 de abril de 2018, en la cual, recordemos, que se estimó el recurso de amparo presentado por los diputados del PSC, concluyendo en su sentencia el Constitucional que se había “vulnerado su derecho a ejercer las funciones representativas con los requisitos que señalan las leyes (art. 23.2 CE), que se encuentra en conexión con el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos a través de sus representantes (art. 23.1 CE)”. Por lo que, nuevamente, el TEDH inadmite también la demanda en lo referente a la infracción de este artículo, por estar manifiestamente mal fundado.

Esta resolución supone un varapalo importante para la causa independentista, más allá de por declarar válida la suspensión del pleno del 9 de octubre, por las valoraciones que hace el TEDH sobre el referéndum del 1-O y el orden constitucional español, así como la insistencia en la obligación de respetar las decisiones judiciales, en este caso, del Tribunal Constitucional, como máximo órgano jurisdiccional del Estado y en la imposibilidad de cambiar las normas saltándose los procedimientos legales establecidos.

Asimismo, es muy relevante porque los políticos independentistas tenían muchas esperanzas puestas en este Tribunal, sobre todo, de cara a un posible recurso de la sentencia del juicio que estos días está concluyendo en el Tribunal Supremo, en el caso de que procesados sean condenados. Por lo que esta decisión refuerza a los tribunales españoles, tan necesitados como lo estaban de cierto apoyo de los órganos jurisdiccional extranjeros, tras toda la polémicas desatada a raíz de las euro-órdenes en los últimos meses.

 

Imagen: Confilegal

#JuicioProcés: las diferencias entre las estrategias de la defensa, el nivel de los observadores internacionales y la petición de apertura de causa contra Puigdemont en el Tribunal de Cuentas

Tras las declaraciones de la Guardia Civil, llegó el turno en esta séptima semana de los observadores internacionales o del Teniente Coronel Baena, al cual la defensa había acusado de tener un perfil en Twitter desde el cual escribía mensajes contrarios a la independencia.

La diferencia entre Melero y el resto de las defensas:

La contundencia de las testificales practicadas esta semana está haciendo aflorar con claridad las diferencias entre los planteamientos y estrategias de las defensas.

Así Melero permanece concentrado y apegado a su línea de intentar acreditar la autonomía operativa de los Mossos y de ahí la falta de participación de Forn en los incidentes del 20 se septiembre y el 1 de octubre. Tuvo una intervención inteligente al protestar, en la declaración del Teniente Coronel Baena, por la descripción como insurreccional del período entre el 20-S y el 27-O, reconociendo Marchena la notable carga valorativa del adjetivo insurreccional, pese a lo cual, afirmó que la Sala valoraría los hechos con su propio criterio al margen de la subjetividad del testigo.

Sin embargo, otras defensas parecen acusar cierta descomposición ante el resultado de las testificales, afrontando los interrogatorios con un extravagante comportamiento procesal. En primer lugar, las defensas están reiterando ad nauseam su petición de reproducción de prueba videográfica de modo simultáneo a la práctica de la prueba testifical, formulando protesta cada vez que por el Presidente de la Sala se deniega tal petición. La Ley de Enjuiciamiento Criminal regula en sus artículos 688 y siguientes el “modo de practicar las pruebas en el juicio oral” y establece un orden claro en la práctica de la prueba: se está practicando la testifical, después vendrá la pericial y por último la documental, que incluirá la exhibición de los vídeos. Las contradicciones, si se producen, deben ponerse de manifiesto por los abogados en su informe final, y la Sala las valorará conforme a las reglas de la sana crítica. Por eso no se produce menoscabo alguno del derecho de defensa y las protestas, como dice Marchena, son de cara a la galería: es en su informe final cuando los abogados tienen la ocasión de denunciar las contradicciones, si es que se producen.

Más insólita aún es la insistencia en interrogar a los testigos sobre los atestados de la Policía Judicial, las circunstancias de su confección o lo recogido en ellos. La Sala, precisamente como garantía de los principios de contradicción e inmediación, ha dejado claro desde el primer momento que no valorará como prueba la que no se practique en el plenario y, en particular, que los atestados han valido para la instrucción, pero ya no valen. Este es un criterio riguroso sobre el valor probatorio del atestado que garantiza precisamente el derecho de defensa. El Presidente de la Sala, ante los reiterados intentos de interrogar a los testigos sobre los atestados, ya ha señalado que es perder el tiempo. La insistencia contumaz por parte de alguna de las defensas parece más bien un intento de distraer la atención sobre la contundencia del testimonio que se está prestando ante la Sala.

El miércoles, ante la invocación por Pina de la “ley de ritos”, Marchena le solicitó que no utilizase ese término, que consideraba un “insulto a los procesalistas”. Ley de ritos es una denominación que viene del siglo XIX, cuando la tramitación de los juicios no era otra cosa que la aplicación formulista de los ritos por los que se tramitaban los procesos. Es la época del procedimentalismo o formalismo, en que el Derecho de ritos no era más que un apéndice formal del Derecho sustantivo. Desde mediados del s. XX, con Windscheid y Chiovenda, surge el concepto de proceso y Derecho procesal con sustantividad propia. Por eso, la llamada de atención de Marchena parece que excede de una cuestión terminológica, y es un modo de llamar la atención sobre la necesidad abandonar la protesta formulista de cara a la galería y centrarse en lo material del proceso.

El nivel de los observadores internacionales y su remuneración:

Dentro de las declaraciones de la semana, resultó esclarecedor el interrogatorio de la Sra. Helena Catt, no sólo sobre la malversación cuya prueba comienza a fraguar, sino sobre el nivel de los expertos internacionales utilizados por Diplocat para su propaganda exterior. La Sra. Catt era la jefa de un grupo de sedicentes observadores, denominado International Election Expert Research Team, que emitió un informe tras el 1-O en el que literalmente validaba los resultados de voto ese día, manifestando además que los observadores estaban atónitos de haber observado una operación de estilo militar para impedir un proceso democrático pacífico. Hace unos días se interrogó a Albert Royo, ex secretario general del Diplocat, que negó haber contratado y pagado observadores del 1-O, afirmando que sólo se trataba de una visita de expertos en ciencia política que coincidió en Cataluña aquellos días. La declaración de la Sra. Catt permitió avanzar en la prueba de la malversación, a través del incisivo interrogatorio de la Abogacía del Estado, ante el que reconoció haber cobrado 8.000 euros de Diplocat, al tiempo que aseguraba que el resto de 17 miembros del equipo también habían cobrado sus honorarios. El método de informarse sobre el referéndum consistió, además de leer folletos electorales, en clandestinas reuniones a las que el grupo era convocado por un correo electrónico “monitors@” a reuniones con personas cuya identidad no conoció, que le impartían “briefings” sobre el referéndum. Para rematar, y pese a afirmar que el objeto de su visita no era tanto el referéndum como el contexto, afirmó no haber tenido siquiera noticia de los acontecimientos del 20-S. Este era el nivel de los observadores que validaron los resultados del 1-O.

La responsabilidad civil en el delito de malversación:

Esta semana hemos visto una noticia que a lo mejor ha pasado desapercibida en su significado: el Fiscal del Tribunal de Cuentas ha pedido abrir una causa contra Puigdemont por el desvío de dinero público para financiar el referéndum ilegal del 1-O.

Cuando se presentaron los escritos de acusación, se generó cierta polémica porque la Abogacía del Estado no pedía la responsabilidad civil derivada del delito de malversación, sino que remitía para su determinación al correspondiente procedimiento de responsabilidad contable ante el Tribunal de Cuentas. Se vieron entonces manos negras e intenciones esquinadas. Y nada más lejos de la realidad, es lo que dice la Ley.

El artículo 18.2 de la Ley Orgánica 2/ 1982, de 12 de mayo, del Tribunal de Cuentas lo señala con claridad: Cuando los hechos fueren constitutivos de delito, la responsabilidad civil será determinada por la jurisdicción contable en el ámbito de su competencia. Es una Ley Orgánica, perfectamente habilitada para decidir sobre cuestiones relativas al reparto de competencias entre jurisdicciones, como la Ley Orgánica del Poder Judicial.

Es decir, que si existe un delito de malversación de caudales públicos cometido por quien tiene la condición de cuentadante (autoridad, funcionario o empleado público que gestiona bajo su responsabilidad caudales públicos), la responsabilidad civil derivada de este delito debe determinarse en el correspondiente procedimiento ante el Tribunal de Cuentas, de manera que el Tribunal Penal realizará una determinación aproximada de la cuantía solo a los efectos de aplicar o no el tipo básico o el agravado, cuyo límite son 250.000 euros al tenor del artículo 432. 3 b) del Código Penal.

 

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