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Recomendaciones de lectura: “Novela ácida universitaria” de Francisco Sosa Wagner

1. No se exagera ni se descubre ningún mediterráneo al afirmar que el autor encarna a un intelectual de primer orden y además un europeo de una pieza. Hay en él mucho de germánico (su apellido materno lo delata) y por tanto de melómano. Y también es muy francófilo, es decir, un gastrónomo refinado. No debe extrañar que considere precisamente a Estrasburgo el centro del mundo.

Sus libros reflejan muy bien su personalidad, dando la razón una vez más a Sainte-Beuve. “El estado fragmentado”, escrito con la colaboración de su hijo Igor, es una suerte de reelaboración de “la España invertebrada”, un siglo más tarde, y tamizado, para darle más dramatismo al diagnóstico, por los conceptos del desdichado Imperio Austro-Húngaro. Y de sus “Memorias Europeas” cabe señalar que presentan un parentesco muy cercano con algunos pasajes, por ejemplo, de un Stefan Zweig, o de los mejores columnistas berlineses o vieneses de los años veinte o treinta.

Nuestro hombre, como todo el mundo sabe, es Catedrático de Derecho Administrativo, pero (al igual que sucedía con su maestro, el inolvidado Eduardo García de Enterría, o con Alejandro Nieto), pudiera decirse que eso casi es lo de menos. La aridísima asignatura de los contratos públicos y los reglamentos ha sido para ellos poco más que una estación de tránsito hacia destinos mucho más elevados. En lo intelectual y en lo vital.

Y, como también resulta conocido, su puesto académico está (o, hasta su reciente jubilación, ha estado) en la Facultad de Derecho de la Universidad de León. Allí hay un buen plantel. Tenemos, por ejemplo, a un Toño García Amado en Filosofía del Derecho y un Miguel Díaz en Penal, ambos formados en la inolvidable Múnich de los primeros años ochenta, cuando aún no se había producido (ni se avizoraba) esa reunificación alemana que tanto trastorno ha traído a Europa. Y, por supuesto, allí está también, aunque sea de una generación más joven, Mercedes Fuertes, igualmente de confesión germánica estricta. Las Universidades españolas, y en singular las Facultades de Derecho, pese a todo, no son tan malas, o al menos en ellas hay islotes de calidad.

2. Olvidémonos por un momento del autor y su entorno y pasemos a su nuevo libro, esta “Novela ácida universitaria”, que más parece por cierto un subtítulo.

La historia de fondo es conocida y ahora no resultará necesario extenderse más allá de recordar algunos trazos muy gruesos. Casi lugares comunes.

Sin que el pasado anterior a 1978 merezca precisamente verse idealizado (¡por favor!), lo cierto es que la Constitución de ese año dispensó a las Universidades la palabra que entonces estaba de moda, la de “autonomía”. La Ley orgánica de 1983 fue la primera de las que desarrolló ese concepto y lo hizo estableciendo unos métodos de reclutamiento de personal docente que inexorablemente acaban favoreciendo a los candidatos del lugar. A ello se añadió la proliferación del número de Universidades, acompañada de su no especialización (Facultades de Derecho, en concreto, se crearon por doquier): y ya se sabe que cantidad y calidad son una pareja de difícil convivencia. Para más escarnio, en seguida vino la burocratización (un rasgo inevitable de todas las organizaciones), acompañada además de la multiplicación de los títulos ofrecidos al público: había que llenar las arcas como fuera, porque los poderes públicos, tan solícitos con las demandas de las ciudades –una prueba de su debilidad congénita y su nula capacidad de prescripción-, luego no estaban en condiciones de mantener el invento. A todo ello hay que sumarle la perversión del lenguaje –su cosmetización- que es propia de nuestra era. Por poner sólo un ejemplo, los que la Constitución llama minusválidos son hoy personas con capacidades especiales, que suena mejor.

El conjunto ha terminado dando lugar al cuadro nada feliz que hemos acabado teniendo. Con las excepciones de rigor –las personas mencionadas, empezando por el mismo Francisco Sosa Wagner-, la verdad es que los contribuyentes españoles gastan un dineral (en realidad, lo malgasta, porque en I+D+i seguimos siendo unos enanos) en unos Centros académicos que no forman a la gente para ser productiva (ni tampoco para ser cultos, por supuesto). La edad de la tecnología nos ha sorprendido con un modelo en el que pura y simplemente no se valora el conocimiento (en la materia que sea): en ocasiones se desprecia y a veces incluso es peor, poniéndose en guardia frente a él.

Es esa situación patológica la que el autor describe, ensañándose de manera cruel, aunque no inexacta, con los profesores jóvenes, entendiendo por tales los que están entre 30 y 50 años, por poner una referencia generacional, todo lo imprecisa que se quiera. Ese biotipo humano constituye una diana fácil de caricaturizar: lo que uno se encuentra cuando visita esas Universidades de Dios (o en la suya propia) es o bien el cateto que, como los conscripti del Derecho romano o los siervos de la plebe del feudalismo, diríanse adscritos a una heredad –gente con denominación de origen, como los pimientos de Guernica o los garbanzos de Fuentesaúco: el inconfundible paleto- o bien, en el extremo contrario, el viajero impenitente y sin rumbo fijo: los entusiastas del turismo académico o, dicho sea con expresión muy granadina, el “tonto en cinco idiomas”. No sabe uno cuál de los dos especímenes (el aldeano recalcitrante o el nómada compulsivo) resulta menos atractivo, partiendo de la base de que la ignorancia (sin lagunas) se reproduce por igual en ambos. En su propia asignatura y, por supuesto, en cualquier otra cosa.

Es curioso ese biotipo humano que ha terminado gestándose por la mezcla de la tecnología globalizadora (los hombres que, para saber de algo, pinchan en Google) y de la burocracia académica más castiza y (ahora) localista. Cuando un día te reciben en su solar, se muestran obsequiosos hasta el grado de lo relamido (casi diríase que se han equivocado de oficio porque, como maîtres de hotel, serían muy preciados) pero luego, cuando se encuentran en su propia salsa, el Dr. Jekyll se transmuta en Mr. Hyde y les sale el monstruo que llevan dentro: en el corral se muestran implacables con el que les discute un sueldecillo o una pequeña canonjía.

En los primeros meses de 2018 estalló el caso Cifuentes (en la Universidad Rey Juan Carlos, precisamente, porque las cosas se suelen caer del lado del que están inclinadas: una ley física que se muestra inexorable), que, visto de una manera que transciende sus personales circunstancias, representó lo que llamaríamos el fin de una era. El tinglado puesto en marcha por la Ley de 1983 y retroalimentado por el Estado de las Autonomías hacía crisis por su base. Los títulos no se regalan, porque hay que pagarlos. Pero sólo eso: si los padres se rascan el bolsillo, la Universidad les devuelve a su hijo con un papelito que, en teoría, lo cualifica para trabajar. Todos engañan a todos y por tanto nadie se queja ni se puede quejar.

3. Nuestro autor, un verdadero aguafiestas en la mejor tradición del barroco, había escrito un libro de denuncia de esa situación, llamado “El mito de la autonomía universitaria”. El tono humorístico de muchas páginas, marca de la casa, se enmarcaba en un discurso ensayístico y de contenido esencialmente jurídico. Era, para decirlo con la terminología clasificatoria que es propia de las listas de best-sellers en los países de habla inglesa, un libro de “non fiction”. Pero que, lejos de los análisis meramente formales y palabreros en que los juristas tienden (tendemos) a quedarnos, describía la situación en términos dramáticos y poniendo el centro del blanco en la pinza entre los Rectores (auténticos bêtes-noires del relato) y los sindicatos, con el método de elección de los primeros como eje del mal. La consecuencia es, por supuesto, el clientelismo o (expuesto con palabras de Joaquín Costa, hoy preterido, quizás porque sus albaceas testamentarios no le han ayudado mucho que digamos a su causa) el caciquismo. Si Robert Michels formuló hacia los partidos de masas, ya hace casi un siglo, su implacable “ley de hierro de la oligarquía”, a las Universidades españolas se les podría aplicar un veredicto parecido: la suma de las normas escritas y no escritas lleva fatalmente a un resultado infeliz.

Ahora, unos cuantos años más tarde, y con el mismo tono (mitad de denuncia y mitad de desesperación, siempre, eso sí, con humor y con ironía) el autor ha optado por la ficción, centrando la historia en un tal Adalberto (un docente de Derecho Constitucional que, además, tiene poco éxito en su vida sexual, sin duda por lo aburrido de sus maneras de relación: conociendo el gremio, un ejemplar firmado, casi podría calificarse) y dejando en el lector un regusto en el que se mezcla la diversión (hay páginas que, a fuerza de delirantes, provocan auténticas carcajadas) y la más profunda tristeza, en la mejor tradición de un Baroja o incluso un Valle Inclán. O, en términos cinematográficos, de un Berlanga. Es, en todo caso, un libro muy recomendable. Para los del oficio, en especial. Aunque les cueste aceptarlo, se verán retratados en muchas escenas.

El libro no recoge preceptos normativos, pero, si uno lo lee con las anteojeras de un jurista, la reflexión que le suscita es la que consiste en remarcar que el Art. 103 de la Constitución –principio de mérito y capacidad para el acceso a los empleos públicos- constituye, en la sociedad española, y no solo en los medios académicos, un verdadero cuerpo extraño. Significa, sí, que el que vale se ve realizado, pero también que el que no vale pasa a ser excluido y no llega: la igualdad material o “real y efectiva”, como dice la propia Constitución en el Art. 9.2. Ese tipo de igualdad que no gusta a los progres ni, en general, a todos los que en su fuero interno saben que, así sea uno u otro el baremo, ellos no van a alcanzarlo. Con razón los más altos órganos jurisdiccionales, el Tribunal Constitucional y el Supremo, relativizan ese principio cada vez más: si muchos de sus miembros se lo aplicaran a sí mismos, tendrían que salir por la ventana y (dicho sea sin connotaciones sexuales) con el rabo entre las piernas. No es un problema privativo de la Universidad (ni de los partidos políticos, dicho sea de paso, aunque en ellos el mal se muestre con singular crudeza), constatación que, por supuesto, no representa consuelo alguno. Más bien justo lo contrario.

4. No hace falta decir que el autor del libro es el primero que no ignora que los males de la patria no son privativos de ella. Lejos del excepcionalismo (para peor) en el que nos recreamos muchos españoles –la leyenda negra auto infringida, por así decir-, Sosa Wagner deja caer, en especial en sus páginas finales, que en todas partes cuecen habas, incluso en la mismísima Alemania, cuyo sistema de provisión de Cátedras –con la famosa Ruf o llamada, que sin embargo tiene que ser de otra Universidad- también sufre los agentes de la erosión. Será que la tecnología, con su inevitable banalización del conocimiento, trae (como sabemos desde Frankenstein o incluso desde Prometeo), junto con los progresos, su propias contraindicaciones.

Francisco Sosa Wagner tampoco cae en el pecado de la idealización del pasado, que hoy está tan extendido en las mentalidades colectivas de muchos países (“Make America great again”, “Take the control back”, …). En la Universidad española la docencia (una actividad, por cierto, a la que el libro apenas presta atención, siendo así que hoy, en la cadena clientelar, la satisfacción a los alumnos –los clientes, en el sentido de que los que pagan- constituye el primero de los eslabones, de los que dependen todos los demás) ha sido desigual, como es obvio  (Baroja, en “El árbol de la ciencia”, se ensaña de manera especial con el desdichado Letamendia, pero no todos los de la Facultad de Medicina del Madrid de entonces eran tan rematadamente malos), y cada uno tenemos al respecto nuestras propias experiencias. Quien estas líneas escribe, por ejemplo, se siente (cada vez más) deudor, dentro de su plantel de profesores de Derecho en la Granada de 1974-1979, de un José Manuel Pérez-Prendes (Historia), de un Juan José Ruiz Rico (Político, como se llamaba entonces), de un Manuel Martín (Economía), de un José Antonio Sainz Cantero (Penal), de un Antonio Gullón (Civil) o de un Javier Lasarte (Financiero y Tributario), siendo así que, sin embargo, luego ha acabado dedicándose, como el propio Sosa, al Administrativo. La vida tiene esas  corsi e ricorsi, que diría Vico. Pero, hechas las puntualizaciones individualizadas que cada quien puede albergar en su cabeza, lo cierto es que aquello, con sus luces y sus sombras, obedecía a una sociedad muy distinta y desde luego no mejor que la actual. Aunque, puestos a expresarse en términos lapidarios y abstractos, hay que reconocer que lo nuestro como españoles no ha sido el saber científico nunca: el displicente grito “que inventen ellos” lo proclamó uno de nosotros, precisamente el más castizo (en cuanto bilbaíno) de todos.

Y, en fin, ya para cerrar estas notas, también hay que indicar, para despejar cualquier equívoco, que Sosa Wagner, aun cuando critica de manera inclemente la función pública (la académica, pero la función pública en general), no lo hace porque piense que la empresa privada sea un mundo arcangélico del que están ausentes los favoritismos y los personalismos. Cualquiera tiene vivencias (y no sólo en las grandes corporaciones, por supuesto) para estar hablando siglos y aun así guardarse cosas. Cuanto más importante la empresa, peor.

Todas esas puntualizaciones al libro pudieran antojarse innecesarias por obvias. Pero tal vez no sobren.

5. Sólo unas líneas sobre el título, “Novela ácida universitaria”.

Cuando a algo se le califica de “ácido” no suele ser para elogiarlo, precisamente. Casi siempre se refiere, en tono crítico, a haber incurrido en una demasía de negativismo en los juicios. El diccionario de la RAE define “Acidez”, en su segunda acepción, como “Sabor agraz de boca, producido por exceso de ácido en el estómago”.

Pero las cosas no tienen por qué ser así. Los connaisseurs de algo tan sofisticado como el champagne explican que su sabor, hecho de agrumes (cítricos) y con unas gotas sucrés, depende en el fondo del preciso grado de acidité (sumando la fija y la volátil, por supuesto), porque tan grave puede ser pasarse como no llegar. Estudios condescendientes con las Universidades hay muchos (basta leer, en los ratos de ocio, los discursos de cualquier Ministro de Educación o peor aún, si cabe, del Consejero del ramo en cualquier Comunidad Autónoma, por citar sólo algunas referencias de literatura de ficción, cuando no de literatura fantástica hasta el grado del mismísimo Lovecraft) y lo que les sucede es lo contrario: lo que acaba siendo más nocivo para el estómago es tanto almíbar. “Alicia en el país de las maravillas” empalaga mucho. Y además irrita.

“El asalto a la justicia” reseña literaria del libro del magistrado Alfredo de Diego

 

Una suerte de milagro alquímico consigue el magistrado de Diego con su última publicación, un libro denso y ligero a la par: denso porque compendia en un volumen manejable todo lo necesario para estar al tanto de la independencia judicial en España; ligero, porque se lee del tirón, se termina casi antes de haberlo empezado.

No es de extrañar, pues su trayectoria intelectual aúna la producción técnico-jurídica con el compromiso democrático, lo que le confiere un perfil polemista, incómodo y hasta hiriente a menudo, pero íntegro siempre. Así, no se arredra en tildar como “corrupción” las ansias colonizadoras de la partitocracia sobre nuestro Poder Judicial (página 153). Como atinadamente observa la abogada y activista social Verónica del Carpio, este trabajo se enmarca en el subgénero de la autocrítica judicial, es decir, la denuncia que desde dentro los magistrados hacen de los vicios de una Justicia que conocen y padecen de sobra por experiencia propia. Pero no cede al superficial lamento victimista, sino que el autor arma su tesis con impecable coherencia expositiva. Veámoslo:

La construcción argumental parte de la defensa de la neutralidad ideológica de la función judicial, no obstante compatible con la implicación ciudadana y la creación jurídica (página 39). En consecuencia, propugna un modelo “profesional” frente a degeneraciones patológicas que cataloga en una curiosa taxonomía reminiscente a la del profesor Alejandro Nieto: juez “meritorio”, “comprometido”, “deferente” y “viral” (páginas 64 a 69). Y, como colofón, remata su diagnóstico con la ya clásica crítica a los “políticos-togados”.

Pero donde el coraje del autor se torna casi suicida es al tratar las relaciones entre tribunales y opinión pública. Sin tapujos afirma que “el juez no es político: no tiene que buscar la fuente de su legitimación en el apoyo popular de sus decisiones” (página 78). Lapidarias palabras lanzadas contra el plumaje de togados gallináceos incapaces para dar un paso si no es con el beneplácito del dogma políticamente correcto predicado desde los púlpitos de las redes sociales. Por eso no se arredra en calificar como acusaciones de “brujería” el acoso a los magistrados que se mantuvieron firmes en asuntos tan tristes como el de “la Manada” (página 91).

Sentadas estas premisas, acomete con renovada consistencia lógica el consabido análisis de los males de nuestra Justicia: la total designación parlamentaria del Consejo General del Poder Judicial- CGPJ- (“franquicia partitocrática”, página 153); los nombramientos de altos cargos judiciales (“cambio de cromos”, página 124); y las puertas giratorias (exigiendo una “cámara hiperbárica” donde retrasar el retorno a la jurisdicción, página 110). Si aceptamos que el papel del juez se define por la aplicación de la Ley sin dejarse seducir por la ideología o el favor popular, se revela como mera justificación impostada el discurso oficialista que patrocina la “politicidad” de la magistratura para vincularla a intereses extrajurídicos, ya sea desde la derecha o la izquierda.

Nótese que el autor no forma parte del estamento cortesano de nuestra judicatura que vergonzosamente escamotea las propuestas de los sectores más contestatarios, como la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial. Por ejemplo, transcribe sus ocho bases para la objetivación de los nombramientos judiciales (páginas 146 a 149). Delicada cuestión ésta, pues los apparatchiks togados no se atreven a criticarlas en público aunque abominen de ellas en privado, ya que su positivación desmontaría el chiringuito donde tan a gusto se cobijan. Por otro lado, recuerda la investigación inquisitorial a la que, con desprecio a las garantías procesales, el CGPJ sometió a Manuel Ruiz de Lara, portavoz de la Plataforma (pagina 156).

Llegados a este punto no queda sino remitirnos a la lectura completa de este ensayo cuyo principal mérito (¿o demérito?) acaso sea su brutal sinceridad. Mucha es la sal que esta obra arrojará sobre heridas abiertas que otros se obstinan en tapar.

Recomendaciones de lectura: “La crisis existencial en Europa” de César Molinas y Fernando Ramírez Mazarredo

 

El nuevo libro de César Molinas y Fernando Ramírez Mazarredo, “La crisis existencial en Europa”, augura la reanudación de un nuevo proceso de integración de la Unión Europea. Los autores consideran, a raíz de los recientes acontecimientos, que la tormenta populista que ha sacudido ya a varios países occidentales no plantea el problema existencial que podríamos temer. Es una tesis cautelosamente optimista, apoyada por varias consideraciones interesantes y por un análisis histórico e institucional profundo.

La estructura del libro tiene tres partes: En la primera se analiza el concepto de Europa, su historia y sus tradiciones políticas.  En la segunda se describe el proceso de construcción de la Unión Europea, sus características y los ideales que subyacen al  mismo. En la tercera parte se reflexiona sobre su futuro, introduciendo una muy conveniente hoja de ruta. El libro comparte pues un relato (“grand narratives”) sobre Europa pero aporta también recomendaciones institucionales específicas,  siendo su lectura muy amena.

La obra comienza con una consideración, necesariamente concisa, pero no por ello superflua de la historia de Europa y sus particularidades esenciales a partir de su fundamental individualismo y, por tanto, de su liberalismo político y económico: es lo que los autores denominan ‘la sociedad abierta’. Esta ‘sociedad abierta’ sin embargo, peligra hoy en día, tal y como se puede observar en varias sociedades europeas, donde, por primera vez en muchos años, surgen movimientos populistas tanto de extrema izquierda como de extrema derecha.  Las causas de dicha reacción son varias e incluyen la precariedad laboral, el  deterioro del Estado de Bienestar, la globalización y los cambios tecnológicos acelerados. Este malestar general se concentra en la Unión Europea al ser la cabeza de turco habitual para los gobiernos nacionales, lo que la deslegitima a ojos de muchos europeos.

Pero,  según los autores, aunque existan problemas serios sus causas tienen poco que ver con la Unión Europea en sí y su solución solo depende de ella parcialmente. El libro habla de la crisis de legitimidad de la Unión Europea en diferentes ámbitos (justicia, seguridad, democracia e identidad), diferenciando entre las auténticas y las que no lo son tanto, pues hay que tener en cuenta que en casos de crisis de legitimidad la apariencia es tan importante como la realidad. Los autores introducen varias recomendaciones para solventarlas, algunas concretas  y otras de carácter más general.

Quizás una de las ideas más interesante del libro es la de la necesidad de la construcción de una nueva identidad europea, partiendo de la dicotomía entre esta identidad y el carácter y la cultura nacional de los diferentes Estados miembros y de su papel dentro de las instituciones. Se trata de una cuestión que puede parecer un tanto abstracta, pero que resulta imprescindible para comprender la situación actual (conviene recordar como dicen los autores que nunca se ha vivido mejor en Europa, aunque nadie lo diga) y vital para el futuro de la Unión.

¿Estamos en el comienzo de un cambio paradigmático en el funcionamiento de nuestra sociedad europea? Quizás una critica que se puede hacer de alguno de los argumentos es que están anclados en un modo de pensar que quizás se vuelva obsoleto en poco tiempo. Claro está que las soluciones basadas en ideologías difuntas ya desde hace mucho tiempo no sirven para mejorar la situación actual, pero puede que la seguridad en la continuidad del marco habitual  de referencia  suponga también una debilidad en el análisis. Seria injusto acusar al libro de visión túnel, pero quizás seria deseable afrontar la posibilidad de varias alternativas no deseables que no obstante pueden llegar a ocurrir. Por ejemplo, ¿Estamos ante una nueva revolución industrial fundamentalmente diferente de las anteriores? Los autores señalan que siempre ha habido, en el pasado, un miedo a la perdida de trabajo por la aparición de nuevas tecnologías, pero lo cierto es que las nuevas tecnologías nunca antes habían prometido una inteligencia artificial similar si no superior a la humana.

De la misma forma cabe preguntarse ¿Está realmente el populismo dando sus últimos coletazos? Es interesante la diferencia que pueden suponer unos meses en este tipo de análisis por lo que hay que preguntarse si el peso de una Francia liberal y europeísta puede contrarrestar al de una Alemania políticamente estancada o al de una Austria donde gobierna la OVP con apoyo de un partido de ultraderecha y una Italia donde parece que hay que elegir entre Berlusconi y el movimiento 5 estrellas. Sin mencionar, claro está, nuestro problema particular español, lo que nos llevaría muy lejos. Incluso si estos partidos populistas se mantienen al margen de la política nacional, existe el peligro que su discurso se introduzca insidiosamente en la ‘conciencia nacional’, como se diría en Alemania, lo que constituiría una victoria agridulce.

Según los autores Europa existe  precisamente para garantizar la diversidad que constituye su esencia, pero quizás hay que cuestionarse si toda centralización del tipo que sea no propicia una pérdida inevitable de diversidad cultural, histórica y lingüística. En cuanto al procedimiento si la vía federalista directa parece no funcionar, será imprescindible seguir con la vía funcionalista (a través de la constante erosión de las barreras al sueño europeísta, de las cuales la fundamental es la de la identidad nacional) con el objetivo último de conseguir la unión ( de ahí la famosa clausula “una unión cada vez mayor” o “ever closer unión” a la que tanto objetaron en el pasado los británicos)

Es evidente que varias de las propuestas del libro debilitan la identidad nacional -especialmente  las que hacen referencia hacia una política de refugiados más humana- que, irónicamente, los autores quieren restaurar pero esta vez en un ámbito superior, el europeo. No obstante, es dudoso que esta nueva identidad europea se vea menos amenazada que la nacional por los cambios demográficos, sociales y culturales y en términos de globalización-

En definitiva, “La crisis existencial de Europa” es muchas cosas a la vez: una historia, una crítica y una guía al mismo tiempo… lo que resulta muy admirable dada su accesibilidad y brevedad. Se trata de ensayo que por necesidad sobrevuela ciertos temas, sin perder profundidad y cuya lectura recomendamos desde este blog.

 

Comprender para combatir: a propósito de “La corrupción en España. Un paseo por el lado oscuro de la democracia y el gobierno”

 

“La corrupción en España. Un paseo por el lado oscuro de la Democracia y el Gobierno” es el título de una obra colectiva coordinada por Víctor Lapuente,profesor e investigador en el Instituto de Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.

 

Cómo entender la corrupción y de qué forma combatirla son las dos cuestiones sobre las que los coautores, en número de ocho, expertos de reconocido prestigio, se manifiestan desde sus respectivas disciplinas (Economía, Sociología, Ciencia Política, Ingeniería y Derecho) a lo largo de las 216 páginas de que consta la edición publicada por Alianza Editorial (Madrid, junio de 2016).

 

Extrañado por la escasa repercusión que este provocador libro estaba teniendo, elaboré una amplia reseña que mereció la atención de la edición digital de Nueva Revista, donde ha sido publicada hace unos días bajo el título “Luces y sombres de la corrupción en España”.

 

Tras analizar las propuestas recogidas en el libro, y a partir de ellas –que no en su contra ni en sustitución de las mismas–, he imaginado cómo seguir mejorando la manera de entender y de combatir la corrupción. De todo lo cual ofrezco aquíun resumen para los amigos de este blog. Cosa que hago con especial agrado pues, días antes de que apareciera el libro de Víctor Lapuente, Elisa de la Nuez, como secretaria general de la Fundación ¿Hay Derecho?, y el que firma estas líneas, como presidente de la Asociación por la Calidad y Cultura Democráticas, suscribimos un Acuerdo de colaboración entre ambas entidades.

 

Para comprender la corrupción

 

El libro transmite la idea sobre la corrupciónque se encuentra más extendida entre los expertos, a saber,“la corrupción es el abuso del poder público para beneficio privado”. Así, la corrupción es entendida como un fenómeno ‘extractivo’ que desvía lo que son bienes comunes o públicos hacia la esfera de los intereses privados o particulares. Dicho en pocas palabras, la corrupción es situada en el eje público-privado: este es el encuadre o esquema de interpretación utilizado por los autores.

 

¿Por qué, además de situar la corrupción en el campo de batalla entre los intereses comunes y los particulares, no se la considera ubicada, también, en el eje de los fuertes frente a los débiles, de los poderosos frente a los frágiles? Pues en cualquiera de las modalidades delictivas que puede revestir la corrupción hay alguien que tiene el poder de beneficiarse y quien, como consecuencia, sale perjudicado.

 

Esto es así sea cual fuere la naturaleza de los bienes lesionados (públicos o privados), la personalidad jurídica de los actores intervinientes (instituciones o individuos), el lugar de los hechos (la administración pública o la empresa privada) y el cometido de los agentes que delinquen (personas que desempeñan un empleo público o dedicadas a la actividad privada). Y, por otra parte, esto es así ya se trate de delitos capitales o concomitantes, mediales, resultantes u otros; delitos como el cohecho, impropio o activo, fraude a la administración, falseamiento patrimonial o información privilegiada. En cualquiera de estas modalidades delictivas, insisto, hay corruptor y corrompido, y sin duda, también, beneficiado y perjudicado.

 

Propongo considerar la corrupción en la encrucijada de ambos ejes, público-privado y poderosos-débiles. De este modo, los ciudadanos no veríamos la corrupción como ‘cosa de los políticos’ únicamente y, de paso,exhortaríamos a aquellos a comportarse de manera ejemplar, evitando las prácticas corruptas,por muy privadas que sean, y con independencia de su cualidad y cuantía.

 

Si así lo hiciéramos, podríamos plantearnos estas tres categorías de preguntas:

 

  • ¿Cuál es el origen de esa prevención a enunciar y difundir un principio tan básico como que no es posible una política corrupta en una sociedad sana? Si no posible una sociedad inmaculada, ¿por qué el apellido más habitual de la corrupción es la política?
  • ¿Es la corrupción la causa de nuestros males más evidentes o, por el contrario, es el síntoma de nuestros problemas de fondo? ¿cómo se genera la corrupción?,¿de qué disfunciones básicas la corrupción es un síntoma?
  • ¿Cómo medimos la corrupción? ¿somos conscientes de que la percepción que tenemos de la realidad está inevitablemente condicionada por la forma en que la auscultamos, por la esencia de las preguntas que formulamos?

 

A mi parecer, esta batería de cuestiones abre las puertas a nuevas formas de entender la corrupción y, por lo mismo, acaso, quizá, puede ser que nos permita imaginar nuevas estrategias y medidas para combatirla.

 

Para combatir la corrupción

 

Una de las aportaciones más poderosas de esta obra colectiva es su apuesta por combatir la corrupción de forma comprehensiva,total, lo que supone una mejora radical respecto de las medidas tan ‘castizas’ y comunes entre nosotros como ‘Esto lo arreglo yo de un plumazo con solo…’asegurar la separación de poderes o exigir la devolución de lo hurtado o promulgar una ley de protección de informanteso…etc.  Y así, los autores proponen combatir la corrupción de forma global, es decir, en los principales frentes, no solo en uno de ellos:administración pública en general y local en particular, financiación de los partidos, transparencia, medidas penales, medios de comunicación y sistema electoral.

 

Pero una cosa es una estrategia amplia y otra una estrategia profunda, pues no es lo mismo la superficie que el espesor de las cosas y las ideas. De los individuos se dice que “responden a los incentivos que les rodean”y de la cultura de las organizaciones que es “el conjunto de reglas que modera el comportamiento de los miembros de una institución”. Pero ni las personas se mueven solo por incentivos, ni las instituciones se rigen solo por normas o estructuras.

 

Sitomáramos en consideraciónel conjunto de las motivaciones, la personalidad y el carácter de los individuos (no solo los incentivos), y las creencias básicas de la cultura organizacional de las instituciones (no solo las normas), entonces, podríamos plantearnos estas otras tres categorías de cuestiones:

 

  • Ya que seplantea separar las carreras de políticos y funcionarios, e incluso aumentar el grado de autonomía en la gestión de las plantillas de laAdministración, proponemos ir más al fondo y superarel proverbial rechazo atender puentes entre la razón organizativa de lo privado y lo público.Por aquí se abre una prometedora vía contra la corrupción.
  • El tono marcadamente normativista y auditor de la lucha contra la corrupción está cercenando el ‘impulso vital’ de las instituciones, públicas y privadas, para adquirir de forma soberana, por iniciativa propia, el compromiso ante la ciudadanía de evolucionar y mejorar permanentemente. ¿Por qué no seguir la senda, por ejemplo, de la BBC?
  • La actual cultura de la transparencia se limita a asuntos pasados y actuales, no futuros. Mas siendoel futuro fruto de nuestros actos y estos de nuestras intenciones, ¿por qué no las publicitamos del mismo modo que hacemos con lo que ya ha ocurrido? Esta ‘asimetría’ del concepto de transparencia es otra forma de superficialidad que proponemos superar.

 

Propongo, en suma, mejorar nuestra comprensión de la corrupción yperfeccionar permanentemente la inteligencia de los sistemas burocráticos en lugar de inaugurar todos los días nuevos sistemas inteligentes.