Recomendaciones de lectura: “Novela ácida universitaria” de Francisco Sosa Wagner
1. No se exagera ni se descubre ningún mediterráneo al afirmar que el autor encarna a un intelectual de primer orden y además un europeo de una pieza. Hay en él mucho de germánico (su apellido materno lo delata) y por tanto de melómano. Y también es muy francófilo, es decir, un gastrónomo refinado. No debe extrañar que considere precisamente a Estrasburgo el centro del mundo.
Sus libros reflejan muy bien su personalidad, dando la razón una vez más a Sainte-Beuve. “El estado fragmentado”, escrito con la colaboración de su hijo Igor, es una suerte de reelaboración de “la España invertebrada”, un siglo más tarde, y tamizado, para darle más dramatismo al diagnóstico, por los conceptos del desdichado Imperio Austro-Húngaro. Y de sus “Memorias Europeas” cabe señalar que presentan un parentesco muy cercano con algunos pasajes, por ejemplo, de un Stefan Zweig, o de los mejores columnistas berlineses o vieneses de los años veinte o treinta.
Nuestro hombre, como todo el mundo sabe, es Catedrático de Derecho Administrativo, pero (al igual que sucedía con su maestro, el inolvidado Eduardo García de Enterría, o con Alejandro Nieto), pudiera decirse que eso casi es lo de menos. La aridísima asignatura de los contratos públicos y los reglamentos ha sido para ellos poco más que una estación de tránsito hacia destinos mucho más elevados. En lo intelectual y en lo vital.
Y, como también resulta conocido, su puesto académico está (o, hasta su reciente jubilación, ha estado) en la Facultad de Derecho de la Universidad de León. Allí hay un buen plantel. Tenemos, por ejemplo, a un Toño García Amado en Filosofía del Derecho y un Miguel Díaz en Penal, ambos formados en la inolvidable Múnich de los primeros años ochenta, cuando aún no se había producido (ni se avizoraba) esa reunificación alemana que tanto trastorno ha traído a Europa. Y, por supuesto, allí está también, aunque sea de una generación más joven, Mercedes Fuertes, igualmente de confesión germánica estricta. Las Universidades españolas, y en singular las Facultades de Derecho, pese a todo, no son tan malas, o al menos en ellas hay islotes de calidad.
2. Olvidémonos por un momento del autor y su entorno y pasemos a su nuevo libro, esta “Novela ácida universitaria”, que más parece por cierto un subtítulo.
La historia de fondo es conocida y ahora no resultará necesario extenderse más allá de recordar algunos trazos muy gruesos. Casi lugares comunes.
Sin que el pasado anterior a 1978 merezca precisamente verse idealizado (¡por favor!), lo cierto es que la Constitución de ese año dispensó a las Universidades la palabra que entonces estaba de moda, la de “autonomía”. La Ley orgánica de 1983 fue la primera de las que desarrolló ese concepto y lo hizo estableciendo unos métodos de reclutamiento de personal docente que inexorablemente acaban favoreciendo a los candidatos del lugar. A ello se añadió la proliferación del número de Universidades, acompañada de su no especialización (Facultades de Derecho, en concreto, se crearon por doquier): y ya se sabe que cantidad y calidad son una pareja de difícil convivencia. Para más escarnio, en seguida vino la burocratización (un rasgo inevitable de todas las organizaciones), acompañada además de la multiplicación de los títulos ofrecidos al público: había que llenar las arcas como fuera, porque los poderes públicos, tan solícitos con las demandas de las ciudades –una prueba de su debilidad congénita y su nula capacidad de prescripción-, luego no estaban en condiciones de mantener el invento. A todo ello hay que sumarle la perversión del lenguaje –su cosmetización- que es propia de nuestra era. Por poner sólo un ejemplo, los que la Constitución llama minusválidos son hoy personas con capacidades especiales, que suena mejor.
El conjunto ha terminado dando lugar al cuadro nada feliz que hemos acabado teniendo. Con las excepciones de rigor –las personas mencionadas, empezando por el mismo Francisco Sosa Wagner-, la verdad es que los contribuyentes españoles gastan un dineral (en realidad, lo malgasta, porque en I+D+i seguimos siendo unos enanos) en unos Centros académicos que no forman a la gente para ser productiva (ni tampoco para ser cultos, por supuesto). La edad de la tecnología nos ha sorprendido con un modelo en el que pura y simplemente no se valora el conocimiento (en la materia que sea): en ocasiones se desprecia y a veces incluso es peor, poniéndose en guardia frente a él.
Es esa situación patológica la que el autor describe, ensañándose de manera cruel, aunque no inexacta, con los profesores jóvenes, entendiendo por tales los que están entre 30 y 50 años, por poner una referencia generacional, todo lo imprecisa que se quiera. Ese biotipo humano constituye una diana fácil de caricaturizar: lo que uno se encuentra cuando visita esas Universidades de Dios (o en la suya propia) es o bien el cateto que, como los conscripti del Derecho romano o los siervos de la plebe del feudalismo, diríanse adscritos a una heredad –gente con denominación de origen, como los pimientos de Guernica o los garbanzos de Fuentesaúco: el inconfundible paleto- o bien, en el extremo contrario, el viajero impenitente y sin rumbo fijo: los entusiastas del turismo académico o, dicho sea con expresión muy granadina, el “tonto en cinco idiomas”. No sabe uno cuál de los dos especímenes (el aldeano recalcitrante o el nómada compulsivo) resulta menos atractivo, partiendo de la base de que la ignorancia (sin lagunas) se reproduce por igual en ambos. En su propia asignatura y, por supuesto, en cualquier otra cosa.
Es curioso ese biotipo humano que ha terminado gestándose por la mezcla de la tecnología globalizadora (los hombres que, para saber de algo, pinchan en Google) y de la burocracia académica más castiza y (ahora) localista. Cuando un día te reciben en su solar, se muestran obsequiosos hasta el grado de lo relamido (casi diríase que se han equivocado de oficio porque, como maîtres de hotel, serían muy preciados) pero luego, cuando se encuentran en su propia salsa, el Dr. Jekyll se transmuta en Mr. Hyde y les sale el monstruo que llevan dentro: en el corral se muestran implacables con el que les discute un sueldecillo o una pequeña canonjía.
En los primeros meses de 2018 estalló el caso Cifuentes (en la Universidad Rey Juan Carlos, precisamente, porque las cosas se suelen caer del lado del que están inclinadas: una ley física que se muestra inexorable), que, visto de una manera que transciende sus personales circunstancias, representó lo que llamaríamos el fin de una era. El tinglado puesto en marcha por la Ley de 1983 y retroalimentado por el Estado de las Autonomías hacía crisis por su base. Los títulos no se regalan, porque hay que pagarlos. Pero sólo eso: si los padres se rascan el bolsillo, la Universidad les devuelve a su hijo con un papelito que, en teoría, lo cualifica para trabajar. Todos engañan a todos y por tanto nadie se queja ni se puede quejar.
3. Nuestro autor, un verdadero aguafiestas en la mejor tradición del barroco, había escrito un libro de denuncia de esa situación, llamado “El mito de la autonomía universitaria”. El tono humorístico de muchas páginas, marca de la casa, se enmarcaba en un discurso ensayístico y de contenido esencialmente jurídico. Era, para decirlo con la terminología clasificatoria que es propia de las listas de best-sellers en los países de habla inglesa, un libro de “non fiction”. Pero que, lejos de los análisis meramente formales y palabreros en que los juristas tienden (tendemos) a quedarnos, describía la situación en términos dramáticos y poniendo el centro del blanco en la pinza entre los Rectores (auténticos bêtes-noires del relato) y los sindicatos, con el método de elección de los primeros como eje del mal. La consecuencia es, por supuesto, el clientelismo o (expuesto con palabras de Joaquín Costa, hoy preterido, quizás porque sus albaceas testamentarios no le han ayudado mucho que digamos a su causa) el caciquismo. Si Robert Michels formuló hacia los partidos de masas, ya hace casi un siglo, su implacable “ley de hierro de la oligarquía”, a las Universidades españolas se les podría aplicar un veredicto parecido: la suma de las normas escritas y no escritas lleva fatalmente a un resultado infeliz.
Ahora, unos cuantos años más tarde, y con el mismo tono (mitad de denuncia y mitad de desesperación, siempre, eso sí, con humor y con ironía) el autor ha optado por la ficción, centrando la historia en un tal Adalberto (un docente de Derecho Constitucional que, además, tiene poco éxito en su vida sexual, sin duda por lo aburrido de sus maneras de relación: conociendo el gremio, un ejemplar firmado, casi podría calificarse) y dejando en el lector un regusto en el que se mezcla la diversión (hay páginas que, a fuerza de delirantes, provocan auténticas carcajadas) y la más profunda tristeza, en la mejor tradición de un Baroja o incluso un Valle Inclán. O, en términos cinematográficos, de un Berlanga. Es, en todo caso, un libro muy recomendable. Para los del oficio, en especial. Aunque les cueste aceptarlo, se verán retratados en muchas escenas.
El libro no recoge preceptos normativos, pero, si uno lo lee con las anteojeras de un jurista, la reflexión que le suscita es la que consiste en remarcar que el Art. 103 de la Constitución –principio de mérito y capacidad para el acceso a los empleos públicos- constituye, en la sociedad española, y no solo en los medios académicos, un verdadero cuerpo extraño. Significa, sí, que el que vale se ve realizado, pero también que el que no vale pasa a ser excluido y no llega: la igualdad material o “real y efectiva”, como dice la propia Constitución en el Art. 9.2. Ese tipo de igualdad que no gusta a los progres ni, en general, a todos los que en su fuero interno saben que, así sea uno u otro el baremo, ellos no van a alcanzarlo. Con razón los más altos órganos jurisdiccionales, el Tribunal Constitucional y el Supremo, relativizan ese principio cada vez más: si muchos de sus miembros se lo aplicaran a sí mismos, tendrían que salir por la ventana y (dicho sea sin connotaciones sexuales) con el rabo entre las piernas. No es un problema privativo de la Universidad (ni de los partidos políticos, dicho sea de paso, aunque en ellos el mal se muestre con singular crudeza), constatación que, por supuesto, no representa consuelo alguno. Más bien justo lo contrario.
4. No hace falta decir que el autor del libro es el primero que no ignora que los males de la patria no son privativos de ella. Lejos del excepcionalismo (para peor) en el que nos recreamos muchos españoles –la leyenda negra auto infringida, por así decir-, Sosa Wagner deja caer, en especial en sus páginas finales, que en todas partes cuecen habas, incluso en la mismísima Alemania, cuyo sistema de provisión de Cátedras –con la famosa Ruf o llamada, que sin embargo tiene que ser de otra Universidad- también sufre los agentes de la erosión. Será que la tecnología, con su inevitable banalización del conocimiento, trae (como sabemos desde Frankenstein o incluso desde Prometeo), junto con los progresos, su propias contraindicaciones.
Francisco Sosa Wagner tampoco cae en el pecado de la idealización del pasado, que hoy está tan extendido en las mentalidades colectivas de muchos países (“Make America great again”, “Take the control back”, …). En la Universidad española la docencia (una actividad, por cierto, a la que el libro apenas presta atención, siendo así que hoy, en la cadena clientelar, la satisfacción a los alumnos –los clientes, en el sentido de que los que pagan- constituye el primero de los eslabones, de los que dependen todos los demás) ha sido desigual, como es obvio (Baroja, en “El árbol de la ciencia”, se ensaña de manera especial con el desdichado Letamendia, pero no todos los de la Facultad de Medicina del Madrid de entonces eran tan rematadamente malos), y cada uno tenemos al respecto nuestras propias experiencias. Quien estas líneas escribe, por ejemplo, se siente (cada vez más) deudor, dentro de su plantel de profesores de Derecho en la Granada de 1974-1979, de un José Manuel Pérez-Prendes (Historia), de un Juan José Ruiz Rico (Político, como se llamaba entonces), de un Manuel Martín (Economía), de un José Antonio Sainz Cantero (Penal), de un Antonio Gullón (Civil) o de un Javier Lasarte (Financiero y Tributario), siendo así que, sin embargo, luego ha acabado dedicándose, como el propio Sosa, al Administrativo. La vida tiene esas corsi e ricorsi, que diría Vico. Pero, hechas las puntualizaciones individualizadas que cada quien puede albergar en su cabeza, lo cierto es que aquello, con sus luces y sus sombras, obedecía a una sociedad muy distinta y desde luego no mejor que la actual. Aunque, puestos a expresarse en términos lapidarios y abstractos, hay que reconocer que lo nuestro como españoles no ha sido el saber científico nunca: el displicente grito “que inventen ellos” lo proclamó uno de nosotros, precisamente el más castizo (en cuanto bilbaíno) de todos.
Y, en fin, ya para cerrar estas notas, también hay que indicar, para despejar cualquier equívoco, que Sosa Wagner, aun cuando critica de manera inclemente la función pública (la académica, pero la función pública en general), no lo hace porque piense que la empresa privada sea un mundo arcangélico del que están ausentes los favoritismos y los personalismos. Cualquiera tiene vivencias (y no sólo en las grandes corporaciones, por supuesto) para estar hablando siglos y aun así guardarse cosas. Cuanto más importante la empresa, peor.
Todas esas puntualizaciones al libro pudieran antojarse innecesarias por obvias. Pero tal vez no sobren.
5. Sólo unas líneas sobre el título, “Novela ácida universitaria”.
Cuando a algo se le califica de “ácido” no suele ser para elogiarlo, precisamente. Casi siempre se refiere, en tono crítico, a haber incurrido en una demasía de negativismo en los juicios. El diccionario de la RAE define “Acidez”, en su segunda acepción, como “Sabor agraz de boca, producido por exceso de ácido en el estómago”.
Pero las cosas no tienen por qué ser así. Los connaisseurs de algo tan sofisticado como el champagne explican que su sabor, hecho de agrumes (cítricos) y con unas gotas sucrés, depende en el fondo del preciso grado de acidité (sumando la fija y la volátil, por supuesto), porque tan grave puede ser pasarse como no llegar. Estudios condescendientes con las Universidades hay muchos (basta leer, en los ratos de ocio, los discursos de cualquier Ministro de Educación o peor aún, si cabe, del Consejero del ramo en cualquier Comunidad Autónoma, por citar sólo algunas referencias de literatura de ficción, cuando no de literatura fantástica hasta el grado del mismísimo Lovecraft) y lo que les sucede es lo contrario: lo que acaba siendo más nocivo para el estómago es tanto almíbar. “Alicia en el país de las maravillas” empalaga mucho. Y además irrita.